Tiempo de lectura: 6 minutosLa propuesta de reforma eléctrica presentada por el presidente de la República ha sido ya objeto de diversos análisis. En los de carácter negativo se ha hablado de los efectos medioambientales, su regresividad, la falta de técnica jurídica de la iniciativa o los probables juicios internacionales que podrán sobrevenir. En los juicios positivos, se ha destacado la recuperación de la soberanía nacional, la satisfacción del consumo, la transición energética y la reducción de costos. En la batalla política, jurídica y comunicacional, las cifras se han presentado de maneras diversas junto con las correspondientes descalificaciones. La intensidad del debate ha provocado posicionamientos políticos con independencia del conocimiento o desconocimiento que se tenga del asunto. Como en tantos otros temas importantes de la vida nacional, las decisiones están tomándose en torno a la complacencia o al rechazo a lo dicho o hecho por el Presidente como parte del proceso de polarización en el que estamos inmersos.
Sin embargo, a pesar de lo mucho que se habla de la reforma eléctrica, todavía hay aspectos poco tratados. Tal vez por la misma ideologización que el tema ha cobrado. Poco se ha analizado, por ejemplo, la potencial desaparición de la figura de la empresa productiva del Estado con independencia de si hablamos de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) o de Petróleos Mexicanos (PEMEX). Tampoco se ha abordado lo expresado en la iniciativa respecto a la exclusión de las empresas extranjeras de las actividades prioritarias. Ha quedado sin considerar lo que significa que no solo el litio sino también “los demás minerales” que serán necesarios para llevar a cabo la transición energética puedan ser considerados estratégicos.
También, lo que todavía no parece vislumbrarse, es el entendimiento general de la reforma, precisamente porque las posiciones tomadas han terminado por reducir todo a la bipolaridad. A un a favor sin moverle una coma, o a un en contra sin dejar vestigio alguno a lo propuesto. Ante estas disparidades, debemos señalar que la reforma implica un modelo completamente nuevo para la industria eléctrica. Una forma de participación, regulación y producción que en modo alguno existía antes. De ahí que, en rigor, no estemos frente a una “contrarreforma”, al menos no en el sentido de que volveremos a la situación previa a la reforma promovida por Enrique Peña Nieto. El cambio sería una situación completamente novedosa, como quedará evidenciado con el recuento que enseguida realizamos.
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Lo primero que debemos destacar es que la CFE dejará de ser una empresa productiva del Estado para convertirse en un organismo público. La denominación importa mucho, pues este organismo abandonará la condición mixta que hoy la caracteriza. Esto supone que, en sus relaciones con otros entes públicos o empresas privadas, la CFE tendrá una condición determinada por el derecho administrativo y no más por el mercantil. Esto significa, a su vez, darle una posición de superioridad en tanto no es igual emitir normas y someter a todos los participantes del sector a ellas, que celebrar contratos con derechos y obligaciones recíprocos. Hasta aquí pudiera parecer que la CFE únicamente volvería a la condición que tenía antes de la reforma de 2013. No obstante, ello no es así.
Dejando por un momento de lado el estatus jurídico de la CFE, con la propuesta del presidente López Obrador se busca que a la nación le corresponda el área estratégica de la electricidad. Ello implica, en principio, que lo que termine considerándose “electricidad” solo podrá ser realizado por un organismo público de carácter federal. En la iniciativa se estima que dentro de este concepto queda comprendida la generación, la conducción, la transformación, la distribución y el abastecimiento de la energía eléctrica. Un amplio arco de las actividades que únicamente podrá ser realizado por el Estado mediante sus organismos públicos. Aquí hagamos otro paréntesis para entender qué es lo que se propone respecto a la CFE.
En la iniciativa se dispone que será un organismo del Estado, con personalidad jurídica y patrimonio propio, responsable de la electricidad y del sistema eléctrico nacional. Ello supone que, de manera exclusiva, le correspondería realizar las ya citadas actividades de generación, conducción, transformación, distribución y abastecimiento de energía eléctrica. Así, desde el nivel constitucional quedaría definido el carácter monopólico de las actuaciones de ese organismo con el consiguiente desplazamiento del resto de los actores, públicos o privados. Aquí surgen, a su vez, dos importantes temas. El primero es que la CFE no solo sería una empresa o, si se quiere, un actor económico, sino que tendría también el carácter de ente encargado de la planeación y del control de la electricidad y del sistema eléctrico nacional, además de que, por estas razones, se le facultará la supresión de la Comisión Reguladora de Energía y la incorporación del Centro Nacional de Control de Energía. Es importante destacar lo que esto implica. La CFE no solo sería un actor de carácter en la realización de actividades vinculadas desde la generación hasta el abastecimiento, sino que también sería el órgano competente para regularse tanto a sí misma como a quienes pudieran llegar a participar en todo lo relativo a la electricidad y al sistema eléctrico nacional.
La segunda cuestión tiene que ver con el carácter rector que la propuesta le confiere a la CFE en materia de “transición energética”. Ésta no se define del todo en la iniciativa, pero una parte de ella tiene que ver con el uso sustentable de las fuentes de energía de que dispone la nación a fin de reducir las emisiones de gases y componentes de efecto invernadero. A tal efecto, la CFE podrá determinar las políticas científicas, tecnológicas e industriales que estime necesarias. En un artículo transitorio se propone que lo anterior le permitirá determinar la transformación de los recursos naturales; la manufactura de equipos; la ciencia y la tecnología nacionales; la propiedad intelectual del Estado en materia de tecnologías, sistemas y equipos; la manufactura por entidades públicas de componentes y equipos y el financiamiento por parte de la banca de desarrollo para crear empresas públicas, sociales y privadas de capital nacional. De la iniciativa también podría desprenderse que, con la finalidad de lograr tal transición, la CFE podría determinar que otros minerales –además del litio— serían necesarios para ella y, consecuentemente, no podrían ser concesionables.
Más allá de la posición preferente en la que la propuesta busca colocar a la CFE, ¿en qué situación quedarían las empresas particulares en caso de aprobarse la iniciativa en sus términos? Lo primero que salta a la vista es la reducción de sus espacios de participación. Si la CFE deja de ser una empresa productiva del Estado, habría una asimetría en las relaciones entre ella y tales empresas. Tendrían que abandonar el actual marco de las relaciones mercantiles, para verse inmersas en otro de carácter administrativo, determinante no solo de las relaciones estrictamente comerciales, sino desde luego de carácter regulatorio manifestadas en la planeación y el control de todo lo relacionado con la electricidad, el sistema eléctrico nacional y la transición energética.
El siguiente aspecto general de afectación a las empresas particulares tiene que ver con las determinaciones concretas establecidas en los artículos transitorios. Respecto de las empresas ya participantes, la cancelación de los permisos de generación eléctrica, los contratos de compraventa de electricidad y las solicitudes pendientes de resolución. Por lo que se refiere a las que ya actúan o de las que en el futuro puedan hacerlo, ver reducidas sus posibilidades de despacho, pues conforme a la propuesta, la iniciativa privada podrá producir hasta un 46% de la energía requerida, mientras que CFE deberá generar por lo menos el 54% restante.
Finalmente, con la iniciativa pareciera crearse un modelo en el que CFE se constituye como único ofertante de la energía eléctrica (carácter monopólico) pero también como único comprador (carácter monopsónico). En este sentido, las empresas que cuenten con permisos de generación dentro de los parámetros de posibilidad descritos en el párrafo anterior (máximo 46%), únicamente podrán vender su electricidad producida a CFE, y no así a otros usuarios calificados, como sucede actualmente. Por lo tanto, además del cambio en la naturaleza de los contratos –pasando de unos de naturaleza mercantil a otros de carácter administrativo—, estas empresas se verán sometidas a los términos y condiciones de adquisición impuestos por CFE en su carácter de único y exclusivo comprador. Ello, a partir de la facultad que el régimen transitorio de la iniciativa establece para que sea la propia CFE la que determine las modalidades de contratación con privados, sin imponer a ésta la obligación de sujetarse a los principios del artículo 134 constitucional.
Como lo señalamos al inicio de este análisis, la propuesta de reforma constitucional no busca volver a la situación previa a la reforma de 2013. Lo que en realidad se quiere es generar un nuevo y completo modelo en materia de electricidad. Uno en el que el Estado, mediante su organismo público CFE, tendrá a su cargo no solo la participación en el sistema eléctrico nacional, sino la totalidad de su regulación. A diferencia de lo que sucede con otras actividades estatales, de lograrse la propuesta la CFE tendría un estatus constitucional que el legislador ordinario únicamente podría desarrollar, pero en modo alguno construir. La percepción que queda después de la lectura de la iniciativa y de su exposición de motivos, es la pretensión de crear un organismo público completamente autónomo para conducir toda la materia eléctrica y de electricidad nacional. Un órgano respecto del cual el Congreso de la Unión podría decir poco y podría haber pocas injerencias del mismo presidente de la República y de su administración pública. Un órgano colocado en tal posición de fuerza, que podría regular directa y finalmente a sus propios y acotados competidores. Creemos que se pretende constituir un órgano autorreferente. Una entidad que, una vez creada en la Constitución actuará por sí misma y ante sí misma, sin muchas posibilidades de controles o intervenciones de otros órganos estatales legislativos, ejecutivos, administrativos o judiciales. Suponemos que de esto se trata la reforma constitucional propuesta por el presidente de la República.