Lo que sucedió en el hotel Cornavin, al regreso del retiro en Morges, fue demasiado emotivo para no tener continuación, como sin duda hubiera sido lo razonable. Antes de separarnos, la mujer que más tarde habría de regalarme la estatuilla de Géminis y yo llegamos a un protocolo de acuerdo. Aparte del hecho de que los dos practicábamos yoga, no sabíamos nada el uno del otro y no intentaríamos saber más. No nos contaríamos nada de nuestra vida. Nos limitaríamos a vernos a intervalos regulares, en un hotel de una ciudad de provincias que no era, pienso, la ciudad donde ella residía. Yo no sabía nada de su marido o su pareja, de sus hijos, si los tenía, de su oficio. Por supuesto, basta con escuchar a alguien dos minutos para hacerse una idea bastante precisa de su nivel cultural y de su lugar en la sociedad, y yo imaginaba de buen grado que era, pongamos, abogada y no una vendedora de verduras; mis amores, lamento decirlo, nunca me han llevado muy lejos de mi propia clase social. Pero nunca intenté, por ejemplo, abrir la Moleskine que entreveía en su bolso mientras ella se duchaba. El misterio asociado con nuestra promesa de ignorancia era mucho más fuerte que la curiosidad. Ella, por su parte, nunca me dijo nada que me diese a entender que me conocía como escritor y creo muy posible que hoy ignore, esté donde esté, la existencia de este libro. No tengo una dirección a donde mandárselo, ni siquiera sé cómo se apellida. Nuestra historia no tuvo más testigo que el recepcionista de un hotel de mediana categoría, en una calle discreta de una ciudad también mediana. Nunca se nos habría ocurrido la idea de ir a ver, no sé, una exposición o de caminar juntos por las calles. Entrábamos en la habitación, cerrábamos la puerta tras nosotros y hacíamos el amor y al hacer el amor subíamos cada vez más alto, hasta el punto de que a veces nos asustábamos. Teníamos miedo de que aquello terminase y miedo de que continuara. También hablábamos mucho. ¿De qué se puede hablar cuando no sabes nada del otro? Todos los temas de conversación normales, sociales, quedaban excluidos, no había ya en aquella habitación, en aquella cama, nada más que nuestros cuerpos y, perdón por la gran palabra, nuestras almas. Nunca he conocido a nadie tan íntimamente como a esa desconocida. La mujer de los gemelos amaba la vida y cuando digo que amaba la vida no quiero decir solamente lo que quiere decir para la mayoría de nosotros: que amaba su vida y llenarla de cosas bellas y agradables. No, lo que ella amaba era la vida, toda la vida, la de los transeúntes en la calle, la vida de las hormigas, le regocijaba realmente ver crecer la hierba. No sabré jamás cómo es vivir así; ya me parece hermoso haber conocido a alguien que tenía ese don tan naturalmente, yo, que a mi vez, a pesar de todos mis esfuerzos por alcanzar el estado de quietud y ensimismamiento beatífico, he conocido más a menudo ese abismo en el hueco de la vida que se llama depresión o locura. En el fondo de aquella pasión, yo no quería ver que ya estaban allí, emboscadas, la depresión y la locura. No quería oír el proverbio tan cruelmente verdadero: “Quien tiene dos mujeres pierde el alma, quien tiene dos casas pierde la razón”. Yo creía que mi razón era sólida, que estaba bien enclavijada en el cuerpo gracias al amor, al trabajo, a la meditación. Me decía a mí mismo que al tener una relación tan circunscrita no sólo no corría el riesgo de perder mi alma, sino que gobernaba mi vida con sensatez. Me resignaba sensatamente a perder lo que no era posible conservar. “¿Sensatamente? ¿No exageras un poco? ¿No piensas un poco demasiado en lo que te viene bien?”, me dijo Hervé cuando le hablé en confianza, a él y sólo a él, de aquella relación. Bueno, quizá no “con sensatez”: ya era hermosa si se mantenía en secreto y no causaba daños. Una noche nos entró hambre y el recepcionista nos indicó el único restaurante todavía abierto en el barrio, uno de la cadena L’Entrecôte, cuya ventaja consiste en que cierran muy tarde y sólo sirven entrecots con patatas fritas y una salsa que es un secreto bien guardado de la casa. Fue en aquel restaurante donde ella me anunció que pronto se iría a vivir muy lejos con su familia. Era la primera vez que mencionaba a su familia y lo hizo de un modo deliberadamente vago, sin que yo supiera, por ejemplo, cuántos hijos tenía ni de qué edad, y cuando le pregunté qué entendía ella por “muy lejos” me respondió, también vagamente: “En el hemisferio sur”. Fue asimismo en aquel restaurante, y a continuación de este anuncio, donde formulé el deseo aparentemente irrealista de que nuestra historia durase para siempre, es decir, hasta que uno de los dos muriese. Con tal de que permaneciese en la clausura del secreto y de que no saliera nunca a la luz pública, nada impedía que nuestra historia prosiguiera así durante años, decenas de años. Poco importaría que la mujer de los gemelos partiera al hemisferio sur, como ella decía: nuestra habitación secreta seguiría existiendo. No sería ya en aquel hotel de una ciudad provinciana francesa sino en un motel de Nueva Zelanda, en Sudáfrica o en Tasmania. Ya no sería posible vernos cada quince días, pero yo me las arreglaría para verla cada seis meses, en el peor de los casos una vez al año, y en el fondo no cambiaría nada. La cita anual en un motel del hemisferio sur seguiría siendo siempre algo que nos pertenecía y que sólo conocíamos nosotros, lo más valioso de nuestra vida. Y desde el momento en que formulé este deseo en el restaurante L’Entrecôte en el que éramos los últimos clientes, fue inmediatamente evidente para los dos, como ordenaba la razón, que no era un ensueño amable y sin consecuencias, sino algo factible, absolutamente factible. Y no solamente algo absolutamente factible, sino algo que sucedería. Que llegaría de verdad, que llegaría sin duda, forzosamente: ya no era un deseo sino una certeza. Nos miramos por encima de nuestros entrecots y de nuestras copas de vino tinto y yo le dije que un día, al cabo de diez, de veinte años, nos acordaríamos de esa noche y diríamos: “Ya ves, ha sucedido y seguirá sucediendo y sólo acabará cuando uno de los dos muera”. Ella sonrió cuando le dije esto y, al verla sonreír mientras los camareros volcaban las sillas sobre las mesas a la espera cada vez más insistente de que nos marcháramos, de repente, sin haberlo visto venir, me eché a llorar y, un poco más tarde, cuando volvimos a la habitación del hotel Cornavin, le dije: “¿Sabes por qué he llorado? No porque vas a irte, eso podremos arreglarlo, sino porque he pensado que ibas a morir. No era el miedo a que te sucediera un accidente, sino la evidencia de que un día morirás, como todo el mundo. Espero que tarde, espero que anciana, espero que después de mí, pero por tarde que sea un día el mundo existirá sin ti. Y eso me ha hecho llorar porque no conozco a nadie tan vivo como tú, porque tú eres para mí la faz de la vida”.
EL LUGAR DONDE NO SE MIENTE
Es pensamiento mágico, desde luego, pero sitúo en aquella noche el principio del desastre. Al asegurar también a la mujer de los gemelos que nos amaríamos siempre, que un día lejano rememoraríamos nuestra vida y recordaríamos ese deseo que contra todo pronóstico se habría realizado, me dejé arrastrar por un entusiasmo sincero, pero al mismo tiempo desafié a los dioses: hibris. Aspirando a la unidad, pacté con la división. ¿Qué puedo decir de este desastre del que hablo? ¿Qué debo callar? Tengo una convicción, una sola, relativa a la literatura, bueno, al género de literatura que yo practico: es el lugar donde no se miente. Es el imperativo absoluto, todo lo demás es accesorio, y creo haberme atenido siempre a este imperativo. Lo que escribo es quizá narcisista y vanidoso, pero no miento. Puedo afirmar tranquilamente, podría afirmar tranquilamente ante el tribunal de los ángeles que escribo “sin hipocresía”, como exige Ludwig Börne, lo que me acontece, lo que pienso, lo que soy, lo cual, ciertamente, no me brinda motivos para alardear. Pero Ludwig Börne exige también que se escriba “sin desnaturalizar” y normalmente yo lo procuro también, pero aquí es distinto. Cada libro impone sus reglas, que no se establecen de antemano, sino que descubre el uso. No puedo decir de este libro lo que orgullosamente he dicho de otros varios: “Todo lo escrito es cierto”. Al escribirlo debo desnaturalizar un poco, trasponer y borrar otro poco, sobre todo borrar, porque puedo decir de mí lo que quiera, incluidas las verdades menos halagüeñas, pero no de otras personas. No me arrogo el derecho y no abrigo en el fondo el deseo de contar una crisis que no es el tema de este relato y por eso voy a mentir por omisión y a abordar directamente las consecuencias psíquicas y hasta psiquiátricas que esta crisis ha tenido para mí y exclusivamente para mí. Porque ocurrió exactamente lo que, con la edad, estaba seguro de que ya no ocurriría. Mi vida, que yo creía tan armoniosa, tan fortificada, tan propicia a la escritura de un ensayo risueño y sutil sobre el yoga, avanzaba en realidad hacia el desastre, que no vino a causa de circunstancias exteriores, el cáncer, un tsunami o los hermanos Kouachi, que sin previo aviso dan una patada a la puerta y abaten a todo el mundo con kaláshnikovs. No, vino de mí. Vino de esta tendencia a la autodestrucción de la que presuntuosamente me creía curado y que se desencadenó como nunca y me expulsó para siempre de mi cercado.
TAQUIPSIQUIA
“Taquipsiquia” es una palabra que yo no conocía. La oí por primera vez en labios del primer psiquiatra del que fui paciente, un hombre tierno y humano a quien guardo gratitud. La taquipsiquia es como la taquicardia, pero para la actividad mental. Los pensamientos son erráticos, discontinuos, estridentes. Se agitan en todos los sentidos, demasiado rápido. Se arremolinan y hieren. Son vrittis pero centuplicados, una tempestad de vrittis, vrittis bajo el efecto de la cocaína. Esto describe bien mi estado. Yo que me creía en una excelente vía para domesticarlos y alcanzar el estado de quietud y ensimismamiento beatífico, soy presa de vrittis desenfrenados. Les soy entregado atado de pies y manos. Me enloquecen. Empleo con cautela esta alusión a la locura. El objeto de las páginas que siguen es examinarla. Desde que soy adulto me he visto como una persona un poco más neurótica de lo normal, lo que ha hecho que mi vida sea un poco más infeliz de lo normal, pero no me ha impedido conocer periodos de remisión, el más largo de los cuales, casi diez años, es aquel cuyo fin cuento aquí. Dicen que no somos conscientes de haber sido felices hasta que dejamos de serlo. No es cierto, por lo que a mí respecta: a lo largo de esos diez años sabía muy bien que era feliz. Me alegraba de serlo, daba las gracias a los dioses, daba las gracias al amor, daba las gracias a mi propia sensatez y quería, en la medida en que dependiese de mí, proteger esa dicha. No dejé de quererlo a lo largo de esta crisis, pero también quería lo contrario. Quería tanto el desastre como el apaciguamiento, e incesante, insoportablemente, oscilaba de un lado al otro. Por eso me encuentro no ya en la consulta de un psicoanalista, como me ha ocurrido tantas veces en el curso de mi vida, sino en la de un psiquiatra, ese hombre tierno y humano que prescribe fuertes dosis de un antipsicótico —aunque, me tranquiliza él, no soy un psicótico—, así como de un timorregulador, un regulador del estado de ánimo que se receta a personas que sufren trastornos bipolares.
DE TIPO 2
Es perturbador que casi a los sesenta años te diagnostiquen una enfermedad que has sufrido, sin denominarla, toda tu vida. Al principio te sublevas; yo me sublevé diciendo que el trastorno bipolar es uno de esos conceptos que de pronto se ponen de moda y que se aplican a todo y a cualquier cosa, más o menos como la intolerancia al gluten que tanta gente ha descubierto que padece en cuanto ha empezado a hablarse de ella. Después lees lo que se puede leer sobre este tema, repasas toda tu vida a la luz de esas lecturas y te das cuenta de que encaja. Que incluso encaja perfectamente. Que toda tu vida has estado sujeto a esa alternancia de fases de excitación y de depresión que, por supuesto, nos acaecen a todos, porque nuestros humores son cambiantes, todos tenemos altibajos, cielos despejados y nubes negras, pero hay personas de las que formo parte, como al parecer el dos por ciento de la población, en quienes esos altos son más altos y los bajos más bajos que la media, hasta el punto de que su sucesión llega a ser patológica. Donde el diagnóstico, a primera vista, no encaja es en lo referente a la fase llamada “maniaca” de lo que se conocía hasta los años noventa como la psicosis maniacodepresiva. El estado maniaco es ese en que la gente se desnuda entera en la calle o compra de golpe tres Ferrari o explica febrilmente a quien quiere oírla que hay que comer guayabas, muchas guayabas, para salvar a la humanidad de una tercera guerra mundial. Conocí a un chico que hacía esta clase de cosas y que, pasada la crisis, se horrorizaba de haberlas hecho. Se suicidó, como parece que hacen el veinte por ciento de los bipolares, una estadística más fiable, me temo, que la de Chögyam Trungpa sobre el tiempo que el cerebro dedica al presente. Yo compadecía a aquel chico brillante y desesperado, nunca pensé que sufría la misma dolencia que él. Depresivo, eso sí: como reconocí sinceramente al rellenar el cuestionario Vipassana, he sufrido, además de lo que pueden llamarse malas rachas, dos fases de auténtica depresión, de depresión severa, en la que durante meses ya casi no te levantas, no consigues realizar las tareas elementales de la vida y, sobre todo, ya no puedes imaginar que la cosa vaya a cambiar. Es propio de la depresión: no consigues creer que un día estarás mejor. A los amigos bienintencionados que te dicen “saldrás de ésta” los miras abatido y hasta les guardas rencor: decir eso es desbarrar tanto…, es evidente que no saben de qué hablan… Cuando padeces una depresión, piensas que no saldrás nunca de ella, que no saldrás vivo, que sólo te librarás si te suicidas. Sin embargo, excepto si te suicidas, tarde o temprano sales de ella y una vez que has salido te pasas al bando de los amigos bienintencionados y ya no puedes imaginarte ese estado de angustia intolerable y aparentemente eterna. Cuando era joven hice un malviaje con setas alucinógenas. Bajé a los infiernos, que es un lugar espantoso y sin fin. Dentro de mi pesadilla estaba lúcido. Llegué a decirme, lúcidamente: “No entres en pánico. Has absorbido un tóxico. Su efecto durará el tiempo de la digestión, pasará dentro de ocho o diez horas, solamente tienes que aguantar hasta entonces”. Me decía esto para calmarme, era razonable y era verdad, pero al mismo tiempo me preguntaba: “¿Voy a aguantar hasta entonces? ¿Todavía estaré vivo dentro de ocho o diez horas?” Salí vivo y sé que cuando recobras tu lugar entre los vivos relativizas el infierno, olvidas muy pronto su horror, y eso es lo que no quisiera hacer en estas páginas. Como dice Céline: “La gran derrota en todo es olvidar y, sobre todo, es lo que te mata”. En fin. Para mi desgracia, conozco la depresión. Pero lo que aún ignoro en mis primeras consultas psiquiátricas es que, en la definición del trastorno bipolar, el polo opuesto al hundimiento depresivo no es forzosamente el estado de euforia y de desinhibición espectaculares que conduce al suicidio social y, a menudo, al suicidio a secas, sino que es igualmente frecuente lo que los psiquiatras llaman hipomanía que, hablando claro, quiere decir que haces estupideces pero no en las mismas proporciones. No te pones en pelotas en la calle, solamente te conviertes en el juguete de esa taquipsiquia cuyo nombre he aprendido hace poco. Eres un bipolar del tipo 2: agitado sin ser necesariamente eufórico, sino a veces también seductor, seductivo, muy sexual, en apariencia lo más vivo que hay en ti mismo, pero proclive a tomar las decisiones que más lamentarás con la seguridad de que son las buenas y de que no te retractarás nunca de ellas. Después prevalece la certeza inversa, comprendes que has hecho lo peor que puede hacerse, intentas repararlo y tomas otra decisión aún peor. Piensas una cosa y la contraria, haces algo y luego lo opuesto en una sucesión enloquecedora. Lo peor, cuando eres como yo, ducho en analizarme, es que, una vez hecho el diagnóstico e identificado el modo de funcionamiento, adquieres retrospectiva, pero la retrospección no sirve de mucho. O sólo sirve para tomar conciencia de que, pienses lo que pienses, hagas lo que hagas, no puedes fiarte de ti mismo porque dentro de un mismo hombre hay otro y los dos son enemigos.
YOGA PARA BIPOLARES
Los pensamientos brotan, se retuercen como llamas, se consumen, resurgen con más fuerza. Se me ocurre una idea que me exalta. Este mal que padezco puedo describirlo, ya que no curarlo. Es mi oficio. Es lo que siempre me ha salvado, a pesar de todo. ¡Qué buena idea! Voy a contar mi vida desde esta perspectiva, voy incluso a releer mis libros desde esta perspectiva, ya no como obras literarias sino como documentos clínicos. El primero que era legible, El bigote, narra la historia de un hombre que se afeita el bigote sin que lo note ninguno de sus allegados y menos aún, su mujer. Al principio el problema es leve, pero se va agravando y convierte su vida en una pesadilla. ¿Es su mujer la que quiere volverle loco? ¿Es él el que está enloqueciendo? Ninguna de las dos hipótesis es sostenible, pero no hay una tercera y pasa de la una a la otra, una y otra vez, en una oscilación taquipsíquica enloquecida y enloquecedora que no le deja más salida que la huida y, finalmente, el suicidio. En cuanto a mi último libro, El Reino, su héroe es el apóstol Pablo, del que ahora estoy seguro de poder demostrar que es el santo patrón de los bipolares, puesto que su conversión lo ha vuelto no sólo lo contrario de lo que era, sino también lo que más temía convertirse, y puesto que se pasó el resto de su vida sumido en el terror de volver al punto de partida. Nada en común, a primera vista, entre mi nuevo proyecto de autobiografía psiquiátrica y mi ensayo sutil y risueño sobre el yoga, que pertenece a épocas claramente pretéritas. Nada que ver, salvo que una regla y una de las enseñanzas más fiables del psicoanálisis es, a mi entender, la siguiente: cuando se dice que dos cosas no tienen nada que ver, hay muchas posibilidades de que, por el contrario, lo tengan todo en común, y recuerdo con mucha nitidez aquella noche de septiembre de 2016 en que estaba sentado solo, como casi todas las noches, en la terraza del café Le Rallye, en la esquina de la Rue de Paradis con la Rue du Faubourg-Poissonnière, adonde acababa de mudarme, y me cegó, como a Pablo en el camino de Damasco, la evidencia de que mi autobiografía psiquiátrica y mi ensayo sobre el yoga eran el mismo libro. El mismo libro porque la patología que padezco es la versión chiflada, paródica, pavorosa, de la gran ley de la alternancia cuya armonía he ensalzado sinceramente hace una treintena de páginas. Del yin nace el yang, del yang el yin, y se reconoce al sabio porque entre un polo y el otro se deja arrastrar plácidamente por la corriente. ¿Cómo se reconoce al loco? Se le reconoce porque la corriente, en vez de arrastrarlo, lo zarandea de un polo al otro y le cuesta un gran esfuerzo mantener la cabeza fuera del agua y porque el yin y el yang no son para él complementarios sino enemigos y los dos pugnan encarnizadamente por su perdición. Todo lo que yo me disponía a contar con el tono sosegado de quien avanza tranquilo hacia el estado de quietud y ensimismamiento beatífico se presenta hoy bajo una luz cruda y cruel, una luz de alba lívida y de ejecución capital de la que no puedo creer que no sea verdadera, más verdadera que la luz del día que espanta los malos sueños. Pero me queda un medio de resistir a los vritti, el único medio, el que consiste en narrar el largo y desigual combate que he librado contra ellos a lo largo de toda mi vida. En narrar las diversas tentativas que he hecho a lo largo de toda mi vida para calmar los vritti y ser el que tanto he deseado ser. Me gusta esta frase del místico anónimo que, en el siglo XIV, en Inglaterra, escribió La nube del desconocimiento: “No es a quien eres al que Dios mira con los ojos de su misericordia, sino al que has deseado ser”. ¿Quién he deseado ser? Un hombre estable, un hombre sereno, un hombre en el que puedes confiar, un hombre bueno, un hombre amoroso. Porque lo verdadero, la esencia de este combate, la única esencia de la vida es, por supuesto, el amor, es la capacidad de amar. Siendo un lisiado, he intentado apuntalar esta capacidad mediante disciplinas como las artes marciales, que aspiran a conseguir que llegue al interior de uno mismo algo distinto que el ego. Treinta y cinco años de escritura, treinta años de taichí, de yoga, de meditación para hacer que aflore lo que puede haber de amor dentro de mí: nadie podrá decir que he sido perezoso, nadie me podrá decir que no he luchado. “Ríndete, corazón”, escribe Michaux, “ya hemos luchado bastante. Y que mi vida se pare. No hemos sido cobardes. Hemos hecho lo que hemos podido”. Eso sí, hemos hecho lo que hemos podido y no se puede decir que el largo y desigual combate haya servido de mucho, pero al menos soy consciente de que, cuando pienso esto, son los pensamientos nocturnos, los pensamientos de la locura y la enfermedad, y que no siempre son mis pensamientos. En otras épocas de mi vida he creído ser ese hombre estable y amoroso, ese hombre del que puedes fiarte, y no me engañaba al creerlo y quienes me han amado tampoco se engañaban. Esta vida, la mía, pobre vida infeliz y algunas veces amante, no han sido sino ilusiones y fracasos y locura, y el pecado mortal es olvidarlo. En las tinieblas es vital recordarse que también has vivido en la luz y que la luz no es menos verdadera que las tinieblas. Y estoy seguro de que este libro puede ser necesario y un buen libro, el que mantendrá unidos esos dos polos: una larga aspiración a la unidad, a la luz, a la empatía, y la poderosa atracción opuesta de la división, de la reclusión en uno mismo, de la desesperación. Esta tirantez es más o menos la historia de todo el mundo, lo que pasa es que en mí adquiere un sesgo extremo, patológico, pero como soy escritor puedo obtener algo de ello. Debo obtener algo. Mi triste historia particular puede llegar a ser universal: es lo que me digo, en la terraza del Rallye, y me acuerdo de que incluso pregunté a la camarera, una joven china y avispada con la que charlaba de vez en cuando, si le parecía que Yoga para bipolares era un buen título. La pregunta la dejó perpleja, pero en la duda y por complacerme respondió que en su opinión, sí.
«Y POR LA MAÑANA EL LOBO SE LA COMIÓ»
Para estimularme me repito que si me aferro a este relato habré ganado una o dos horas al día contra el imperio de los vritti. Una forma de meditación, un combate tan heroico como el de la cabra del señor Seguin. A menudo me he identificado con esa cabritilla audaz y desventurada que quiso salir a ver lo que había fuera, al otro lado de la valla, y corrió por el bosque, por las colinas, ebria de libertad y desdén por las compañeras miedosas que se habían quedado dentro del redil. Lo pagó caro, como sin duda sabe el lector. Acorralada por el lobo, luchó, luchó para escapar toda la noche. Cuando yo era pequeño tenía un disco en que Fernandel recitaba el cuento de Daudet y su acento provenzal, normalmente bonachón y cómico, daba un peso de increíble amenaza a la última frase: “Y por la mañana el lobo se la comió”. Todavía oigo esta frase dicha por él, me da tanto miedo como cuando tenía seis años y temo que a los sesenta casi sea exactamente lo que me espera: que a mí también me coma el lobo, que no recupere nunca el calor del redil.
Éste es un fragmento de Yoga, de Emmanuel Carrère. España: Anagrama, 2021.
Cortesía de Editorial Anagrama
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Emmanuel Carrère (París, Francia, 1957)
Escritor, guionista y realizador francés. Se le considera uno de los principales autores de la literatura europea contemporánea y un maestro del ensayo personal y la narrativa no ficticia. Es autor de cinco celebradas novelas —todas publicadas en español por Anagrama—, en las que aborda diferentes historias o etapas de su vida, de miembros de su familia o de personas cercanas, como sucede en Una novela rusa (2007), De vidas ajenas (2011) y El Reino (2015), además de Yoga (2020), en la cual narra la crisis depresiva que lo llevó al internamiento en un psiquiátrico, donde fue tratado con electrochoques. En 2017 recibió el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances y, en 2021, el Premio Princesa de Asturias de las Letras.