Tijuana para los ucranianos: los migrantes «sofisticados»
Inés García Ramos
Fotografía de Jeoffrey Guillemard
Esta es la crónica definitiva de los ucranianos que llegaron a Tijuana huyendo de la invasión rusa a su país. Una historia de “dos Tijuanas”, la que recibió a la gente de Ucrania, y la que maltrata a mexicanos, centroamericanos y africanos.
A cincuenta metros del muro entre México y Estados Unidos, una camioneta se detiene en la esquina de la unidad deportiva que sirve de albergue a miles de familias de ucranianos en Tijuana. A diferencia de las Range Rover, los autos híbridos o los lujosos Mercedes Benz que vienen desde California a dejar donaciones, de esta camioneta Honda bajan dos hombres, cargan un bote de basura y lo dejan sobre la banqueta. Un boquete que atraviesa el tambo por la mitad deja salir las piernas de una mujer. Tiene los tobillos atados con cinta adhesiva gris (no es la única huella de que fue torturada antes de que le quitaran la vida). Lleva calcetines rosas, skinny jeans y una blusa blanca con estampado de Darth Vader. Su cuerpo fue abandonado a unos pasos de una miniván roja con dos viniles en la ventanilla trasera, uno en inglés y otro en español: Jesus Christ paid for our sins / Jesucristo pagó por nuestros pecados.
Son las once de la mañana del domingo de Pascua y, en el interior del albergue, el hallazgo de una víctima más de feminicidio en México pasa desapercibido para la mayoría de los ucranianos.
La policía municipal de Tijuana maneja sigilosamente el homicidio. Aunque una patrulla siempre está frente a la entrada del albergue, quienes arrojaron el cuerpo lograron huir y todavía pudieron cambiar de carro unas cuadras adelante. Los oficiales se limitan a acordonar la escena, pero sólo por unos cuantos metros y no por cuadras, como suelen hacerlo. Esto permite que un empleado de un restaurante italiano, a bordo de un carro de la empresa, llegue hasta la entrada del refugio y entregue pizzas, pastas y ensaladas para los ucranianos, justo a tiempo para la comida.
“Un ucraniano duraba menos de veinticuatro horas en el albergue, su cruce a EUA era casi inmediato”.
En las más de quinientas escenas de homicidios que han sido resguardadas en Tijuana en lo que va del año, los policías han cuidado celosamente que ni vecinos ni curiosos se acerquen siquiera al cordón amarillo que las delimita. En cambio, a Luis, el chofer de los médicos voluntarios del albergue, le permiten cruzar el cordón para sacar su camioneta de la escena del crimen. Confiesa, días después, que no dijo nada sobre el cuerpo a los cinco médicos estadounidenses que todos los días recoge en el cruce fronterizo entre Tijuana y San Diego —su trabajo consiste en llevar a los miembros de la brigada médica al albergue, esperarlos ahí doce horas y regresarlos a la garita a las siete de la noche—. Para Luis, la situación que atraviesan las familias de ucranianos, a las que todos los días ve llegar y salir de este refugio, es una verdadera crisis humanitaria.
No piensa lo mismo de otros migrantes, como los centroamericanos o mexicanos desplazados por la violencia, quienes también llegan a esta frontera para solicitar asilo en Estados Unidos:
—Nada más porque les tiraron balazos en su pueblo, quieren que los dejen pasar.
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Antes de que Rusia invadiera Ucrania, Tijuana ya era el final de una ruta trazada desde Europa oriental para llegar a Estados Unidos. Incluso a través de YouTube y TikTok se explican las conexiones aéreas desde alguna capital europea hacia la Ciudad de México o Cancún y de ahí a la frontera. Los tutoriales también muestran cómo comprar un auto usado en Facebook y las páginas de internet para cruzar en él por los puertos de entrada autorizados, una estrategia que a muchos les permite fingir que son residentes o migrantes con documentos. Una vez en territorio estadounidense, piden asilo o refugio.
Pero el plan no funciona para todos. La noche del 12 de diciembre de 2021, diecinueve adultos y nueve niños —todos rusos—, entre ellos un bebé de menos de un año, viajaban en tres vehículos, en medio de cientos de personas que buscaban regresar a sus casas en Estados Unidos. Meses atrás, la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP por sus siglas en inglés) había iniciado una nueva práctica para frenar a los migrantes indocumentados que, en vez de cruzar por cerros o por mar, se hacen pasar por turistas o fronterizos que esperan su turno en la garita. A unos metros de que los automovilistas lleguen a la caseta de inspección, los agentes estadounidenses les piden a los tripulantes que muestren sus pasaportes o visas. Cuando el conductor de uno de los tres carros vio a un agente justo en la línea que divide a México de Estados Unidos, optó por acelerar y, así, alcanzar a pisar el suelo de esa nación. El oficial sacó su arma de fuego y disparó cuatro veces hacia el vehículo. Ninguno de los migrantes resultó herido, pero quedaron bajo arresto y el agente fue suspendido.
Según CBP, el incremento en el flujo de ucranianos se dio una vez que inició la guerra con Rusia. Desde marzo de 2022 el sector San Diego cuenta 3,044 arrestos de ucranianos. En cambio, un mes antes apenas hubo 187 arrestos de ciudadanos de esa nacionalidad. A nivel nacional, en marzo CBP registró 5,071 «encuentros» con ucranianos, el 67% en la frontera con México.
En México, el Instituto Nacional de Migración reportó el ingreso de 16,339 ucranianos durante el primer trimestre de este año: 6,006 llegaron en enero, 3,991 en febrero y 6,342 en marzo. El 67% aterrizó en Cancún y el 29% en la Ciudad de México.
“Era una migración invisible, no los veías en albergues. Yo le llamo una ‘migración sofisticada’ porque llegan en avión. Migran diferente a otros flujos, porque una parte de Latinoamérica que cruza caminando”, explica Enrique Lucero, director de Atención Migrante en Tijuana. Para el funcionario municipal, ésta es, más bien, una “migración en contexto turístico”, pues “su condición es de turistas en nuestro país, no de refugiados. Serán refugiados cuando ingresen a Estados Unidos”.
Enrique Lucero notó a los primeros grupos de ucranianos el 10 de marzo, cuando se apersonaron en la garita de San Ysidro para solicitar refugio en Estados Unidos. “Por alguna razón, en ese momento CBP estaba confundido porque no había ingresos para nadie debido al Título 42”, dice el director y recuerda que él acudía diariamente a intentar convencer a los migrantes de no dormir en el cruce fronterizo. El Título 42 es el nombre que el gobierno de Donald Trump le dio a la política que suspendió las solicitudes de asilo y refugio de los migrantes que se presentaran de manera indocumentada en la frontera. Entonces se argumentó que buscaban proteger a los agentes estadounidenses de contagios de covid y todo migrante fue devuelto inmediatamente a México.
Pero “el 11 de marzo se decidió que podrían ingresar ucranianos”, dice Lucero, y la comunidad ucraniana creció. Empezó a hacerlo incluso antes de que el presidente Joe Biden anunciara el 24 de marzo un programa de refugio para cien mil de ellos que estuvieran huyendo de la invasión rusa. A los días ya tenían instalado un campamento improvisado, con casas de campaña y bolsas para dormir, a un lado de donde se forman los peatones para cruzar por la garita de San Ysidro. Este es el principal cruce en la frontera con México. En el periodo en que sólo se permitió que residentes y ciudadanos estadounidenses pasaran (del 1 de octubre de 2020 al 30 de septiembre de 2021) se procesó a 21,989,388 personas a bordo de vehículos y 5,278,185 peatones. El total es 2.6 veces la cantidad de pasajeros internacionales que utilizaron el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México durante 2021.
«EUA y México dicen ‘no tenemos capacidad para procesar a tantas personas, va a ser un caos’, pero en unas semanas procesaron a miles de ucranianos. Es un trato preferencial.»
Enrique Lucero dice que las autoridades estadounidenses contactaron a las de Tijuana para que reubicaran al grupo de ucranianos. Fue así que el gobierno municipal llevó a estos migrantes a una estación de autobuses abandonada, a doscientos metros de la garita donde habían estado viviendo y durmiendo, pero, aunque Estados Unidos procesaba a cientos de ucranianos cada día, eran más los que seguían llegando. Para el 1 de abril, 1,200 adultos, niños y ancianos vivían en esa estación. A petición del gobierno de Estados Unidos, Tijuana abrió un albergue.
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Dentro del albergue de la unidad deportiva Benito Juárez, reservado a los migrantes ucranianos, hay una estancia para perros y gatos. Los voluntarios no sólo reciben a las mascotas, también se encargan de llevarlas en sus jaulas y contenedores portátiles y las entregan a los veterinarios para que las revisen. Luego juegan con ellas, las abrazan y las acarician mientras sus dueños se instalan, reciben comida, se recuestan o se comunican con sus familiares y amigos.
El gobierno de Estados Unidos no procesa a quienes solicitan refugio con sus mascotas. De cualquier forma, la red de voluntarios que recibe y atiende a los ucranianos en Tijuana tiene la responsabilidad de cruzar a los perros y gatos por la frontera para reunirlos con sus dueños en suelo estadounidense. Éste es apenas uno de los servicios gratuitos que recibieron miles de migrantes de Ucrania durante su estancia en este albergue habilitado el 2 de abril, cuando el gobierno municipal comenzó su traslado a este espacio.
“UkraineTJ era el nombre del wifi y el eslogan del ayuntamiento, tijuanaparatodos, era la contraseña.”
Para el 6 de abril, Estados Unidos reabrió el cruce peatonal de El Chaparral —es el segundo en el área de San Ysidro-Tijuana— que se había mantenido cerrado desde marzo de 2020 por la contingencia sanitaria. Ese mes volvió a abrir para procesar a los refugiados de Ucrania, pero tampoco fue suficiente. Enrique Lucero recuerda que los oficiales lograban procesar a un gran número de ellos, pero alrededor de ochocientos llegaban a diario. Así que el gobierno de Estados Unidos aumentó su personal y destinó veinticuatro agentes de Aduanas y Protección Fronteriza únicamente a procesar a los ucranianos. Para mediados de abril, estaban recibiendo hasta mil por día.
“Un ucraniano duraba menos de veinticuatro horas en el albergue, su cruce era casi inmediato”, explica el funcionario.
El hub, como le llaman los voluntarios al albergue Benito Juárez, llegó a alojar a unas seiscientas personas a la vez, así que desarrollaron un sistema de estaciones. Todos los voluntarios provenían de iglesias y organizaciones religiosas de Estados Unidos. El municipio de Tijuana no destinó más personal del que ya trabajaba en la unidad deportiva antes de que se convirtiera en albergue, así que esos empleados del gobierno se convirtieron en asistentes de los voluntarios. Pero quienes controlaban el ingreso eran los voluntarios y, una vez dentro, los migrantes no podían retirarse. Los menos se quedaron en hoteles e iglesias y acudían cuando los llamaban para cruzar la frontera.
Al principio, los voluntarios sólo vestían chalecos de color naranja fosforescente, para identificarse. A los días llevaban gafetes con su nombre y área, como “Seguridad” o “Cocina”. Pusieron letreros en ucraniano que explicaban las reglas del lugar, por ejemplo, las zonas designadas para fumar, la ubicación de las regaderas móviles y los sanitarios (tanto los del propio albergue-unidad deportiva como los portátiles).
También decidieron que todo migrante debía presentarse con su familia en la estación de registro, donde tenían que mostrar sus pasaportes y los documentos que comprobaran su parentesco. Les ofrecían la traducción de sus documentos y servicios legales para facilitar su procesamiento en Estados Unidos. Después, otros voluntarios los guiaban a donde estaban sus camas —ya fueran colchonetas o literas— dentro del gimnasio techado o debajo de unas carpas instaladas entre las áreas deportivas. Cada migrante llegaba con una maleta grande —por lo menos— y los voluntarios también cargaban el equipaje cuando los ucranianos dejaban el albergue para dirigirse a la garita en autobús.
Además de las pilas de ropa, sombreros, guantes y accesorios donados —separados por edades y género en varias mesas—, y de los productos higiénicos que se administraban debajo de una carpa —desde toallas sanitarias y pañales hasta pasta de dientes, champú y jabón—, había un espacio de manualidades para niños, que decoraban figuras católicas: cruces, dibujos de Jesucristo y palomas de paz. Tenían un área con juguetes dentro del gimnasio, una sección de lectura en el exterior —principalmente, con lecturas religiosas— y varias pantallas de televisión. A diario había servicios religiosos, como sesiones de oración o conciertos católicos.
Las voluntarias —porque en esa actividad casi todas eran mujeres— administraban la cocina, preparaban la comida o servían los platillos donados, pues varios restaurantes de San Diego —uno de ellos especializado en comida mediterránea— enviaban a su personal con la comida lista para repartirse entre los ucranianos. Varias veces al día, los voluntarios les pedían que dejaran sus camas para hacer las labores de limpieza y desinfección, aunque el cubrebocas no era obligatorio y casi nadie lo usaba, como sucede en la mayor parte de Estados Unidos. Públicamente, no se reportaron casos de covid.
Además, el gobierno municipal se encargó de gestionar la instalación de una red de internet de banda ancha, explicó Enrique Lucero. No se contrató un servicio nuevo, fue una extensión del que usan varios edificios municipales. UkraineTJ era el nombre de la red y el eslogan del ayuntamiento, “tijuanaparatodos” era la contraseña. “El internet era esencial y vital porque necesitaban comunicarse y además escanear el código QR”, explicó Lucero, director de Atención Migrante en Tijuana, sobre este servicio facilitado por el gobierno. Los mismos voluntarios desarrollaron la aplicación QR para que cada migrante capturara sus datos y comenzara el registro antes de trasladarse al cruce fronterizo.
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No era la primera vez que la Unidad Deportiva Benito Juárez recibía a migrantes en tránsito. El 14 de noviembre de 2018 sus instalaciones se prepararon para la llegada de cientos de integrantes de una de las caravanas que recibió más atención mediática, porque sucedió durante las elecciones intermedias del gobierno de Trump.
Ese mismo día un grupo de tijuanenses protestó en contra de la presencia de esos migrantes que no eran ucranianos, sino mexicanos y centroamericanos. Incluso el entonces alcalde de Tijuana, del partido conservador Acción Nacional, Juan Manuel Gastélum, hizo declaraciones públicas en las que se refirió a los integrantes de la caravana como “una bola de vagos y mariguanos”. Caos, suciedad, desorden y criminales fueron las palabras con las que se asoció a esta migración latinoamericana. Y a los pocos días hubo una marcha que concluyó a unos metros de la Unidad Deportiva Benito Juárez, en un enfrentamiento entre policías municipales y personas violentas y armadas con palos que intentaban llegar al refugio para golpear a los migrantes que se resguardaban en él.
«Para él, la situación que atraviesan las familias de ucranianos es una verdadera crisis humanitaria. No piensa lo mismo de otros migrantes desplazados por la violencia.»
El gobierno de Tijuana había trasladado a dos mil migrantes a esa unidad deportiva. Dos semanas después, sus instalaciones albergaban a más de seis mil, lo que provocó un severo hacinamiento. Para ellos no hubo regaderas portátiles, sino unas mangueras a la intemperie para que se bañaran en medio del campo de beisbol. A las semanas, las autoridades los reubicaron en el otro extremo de Tijuana, en la Zona Este, lo que dispersó la caravana. Finalmente, el gobierno local ordenó clausurar las instalaciones de la unidad deportiva con el argumento de que eran insalubres y difundió imágenes del estado en el que había quedado, atribuyendo la culpa a estos migrantes.
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Vlad Fedoryshyn llega todos los días, a las siete de la mañana, al albergue de la Unidad Deportiva Benito Juárez. Habla con los coordinadores de área —todos voluntarios— para revisar si hubo alguna novedad durante la noche. Luego encabeza una serie de reuniones con su propio equipo y funcionarios de Tijuana. Entre una tarea y otra, habla con la prensa.
Él nació en Ucrania, pero es residente del sur de California. Destaca entre los demás porque mide más de 1.90. Al poco tiempo, se convirtió en el líder natural de los cincuenta voluntarios que trabajan divididos en dos turnos de doce horas. Su inglés no es tan fluido como el de otros, pero su ucraniano sí. Decidió ir a la frontera entre Tijuana y San Diego en marzo, cuando se enteró de la llegada de sus compatriotas. “Estaba en mi Volkswagen Passat, primero de lado de San Diego, para llevarlos a hoteles o casas, pero luego vi que en Tijuana se necesitaba mucha ayuda”.
Sobre el principio de su labor, Vlad recuerda: “No dormí esa semana, sólo dos o tres horas en el carro, porque la gente seguía viniendo. Compramos cobijas, agua, comida”. Incluso iba al aeropuerto de Tijuana para recibir a más migrantes ucranianos y guiarlos. Días después, ya había un equipo que se encargaba de ello, como también hay una encargada de prensa —de nombre Anastasiya Polo—, que recibe a los medios de comunicación, los registra y les asigna un voluntario que cuenta los diez minutos que reporteros, fotógrafos y camarógrafos tienen para tomar imágenes o lograr una entrevista. Pero Vlad sigue siendo el contacto principal de los periodistas.
“El hallazgo de una víctima más de feminicidio en Tijuana pasa desapercibido para la mayoría de los ucranianos que esperan en nuestro país.”
Las personas que acuden desde el sur de California con donativos también lo identifican como el líder. Un par de mujeres de más de sesenta años, residentes de Coronado y Orange County —dos de las comunidades más acaudaladas del estado y localizadas frente al mar— traen consigo galletas recién horneadas y mangos empaquetados individualmente en plástico. Entraron en contacto con Vlad por redes sociales y por fin pudieron conocerlo en persona.
“Nosotras íbamos a pasar spring break en Cancún, pero terminamos en Tijuana”, dice Vera Fedorchuk, una de las voluntarias de la cocina. Su historia es similar a la de Vlad: nació en Ucrania, pero vive en Estados Unidos. Junto con sus tres hijos adolescentes, lleva ya once días ocupada en el albergue. Vera no es ajena al trabajo altruista. Forma parte de la iglesia cristiana Living Hope y en 2004 vivió en Jersón, Ucrania, con su esposo, que es pastor. “Estuvimos trabajando con huérfanos, esto no es nuevo para mí”. Antes de llegar a Tijuana, fue voluntaria en Rumanía, donde dice que ocurría “la misma situación, la gente estaba intentando escapar de la guerra”, y es que cuando inició la invasión rusa en Ucrania, muchos se refugiaron en ese país.
Sobre esta oleada de migrantes, dice lo siguiente: “Creo que la gente de Ucrania quiere ayudar a la gente de Ucrania. Algunos están haciendo comida, otros están recaudando fondos, otros están consiguiendo departamentos. Somos gente normal que está trabajando para hacerles la vida más fácil a los ucranianos”. Al comparar esta experiencia en Tijuana con las que tuvo en Ucrania o Rumanía, Vera destaca que los gobiernos de aquellos países estaban “más involucrados, brindaban comida, albergue, camas. [En cambio], aquí todo se hace con voluntarios”. Por eso, agradece a “los mexicanos que han traído comida y donaciones. Son grandes personas”.
Vlad explica que el 90% de los voluntarios son ucranianos que viven en Estados Unidos —como Vera y él—. En menor cantidad hay rusos y estadounidenses; los menos son los mexicoamericanos. El albergue refleja esa demografía. Ahí adentro se escucha mayoritariamente el ucraniano y el ruso, se habla poco inglés. El español sólo lo hablan los trabajadores del lugar.
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Apenas cuatro cuadras separan este hub ucraniano del albergue Juventud 2000, donde viven más de cien migrantes mexicanos, guatemaltecos, salvadoreños, hondureños, haitianos, brasileños y chilenos. El autobús que se destinó a trasladar únicamente a las familias ucranianas desde el albergue Benito Juárez hasta la garita El Chaparral doblaba justo en la esquina donde se encuentra este otro refugio.
Un día, el miércoles 20 de abril, unos cincuenta ucranianos observaron desde sus asientos cómo el personal del gobierno de Tijuana cortaba el suministro de agua potable del albergue Juventud 2000, por falta de pago.
“Es difícil no sentirlo como discriminación”, dijo una de las migrantes refugiadas en el Juventud 2000. Prefiere no dar su nombre, pero cuenta que llegó a Tijuana desde El Salvador para solicitar asilo humanitario en Estados Unidos. Las autoridades de ese país ni siquiera la han recibido.
“No se trata de decir que ellos [los ucranianos] no tienen derecho a cruzar, porque reconocemos que vienen huyendo de una guerra. Estamos en solidaridad. Más bien, pasa lo contrario: esto nos demuestra que sí es posible agilizar los procesamientos, que sí hay capacidad, pero lo que falta es voluntad política”, considera Paulina Olvera, directora del refugio Espacio Migrante, también en Tijuana. Esta organización forma parte del Observatorio de Racismo en México y Centroamérica, que emitió un comunicado para advertir sobre el contraste entre la migración de Ucrania y la de México, Centroamérica, Haití y África. “El sistema de migración no es equitativo y las personas racializadas, afrodescendientes y latinas tienen una desventaja”, alerta la activista.
Por ejemplo, 9,600 solicitantes de asilo estaban en una lista de espera para que se les procesara y pudieran cruzar la frontera entre Tijuana y San Diego. A raíz del Título 42, se quedaron en el limbo. “Estados Unidos y México dicen ‘no tenemos capacidad para procesar a tantas personas, va a ser un caos’, pero en unas semanas procesaron a miles de ucranianos. Es un trato preferencial”, insiste Olvera, para quien la situación evidencia “una forma de racismo. Las autoridades dicen que los europeos son ‘una migración muy sofisticada’. Claro, son personas que tienen otros recursos, mientras que hay miles de migrantes que llegan a la frontera sur y se les recibe con militarización”.
“Yo le llamo una ‘migración sofisticada’ porque llegan en avión. Migran diferente que otros flujos, porque una parte de Latinoamérica cruza caminando.”
En Espacio Migrante, el albergue que Olvera dirige, hay una mujer de Camerún, un país que atraviesa una guerra civil reconocida internacionalmente como tal. Ella se presentó en la frontera con Estados Unidos en 2021 para solicitar refugio, pero la devolvieron a México, según cuenta Olvera, y también menciona el caso de los migrantes haitianos que pidieron entrar al albergue de la Unidad Deportiva Benito Juárez, pero los rechazaron porque sólo se permite el ingreso de los ucranianos. “Es positivo que en Estados Unidos procesen a los ucranianos, pero nadie debería ser forzado a esperar del lado mexicano. Hay otras guerras, no declaradas, y personas cuyas vidas corren peligro en Tijuana”.
Los tres refugios de migrantes —el Benito Juárez, el Juventud 2o00 y Espacio Migrante— comparten espacio en la Zona Norte de Tijuana. Es el primer cuadro de la ciudad, un sitio estigmatizado por ser la zona de tolerancia para el trabajo sexual. Ahí también se vende y consume droga y hay trata de personas. A la vez, miles de turistas acuden los fines de semana a los centros nudistas. Según estudios de grupos académicos binacionales, es la zona de mayor consumo de fentanilo. Históricamente, este corredor que inicia en la Zona Norte y abarca varias colonias paralelas al muro de Estados Unidos, ha sido un lugar controlado por el cártel Arellano Félix —ahora lo controlan sus remanentes—, pero en las últimas semanas se ha recrudecido la guerra por el territorio que este grupo libra con una célula del cártel de Sinaloa. Durante semanas se han encontrado cuerpos, algunos desmembrados, otros en carritos de mandado, otros con mensajes de amenaza.
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El último grupo de ucranianos al que Estados Unidos le permitirá cruzar la frontera de El Chaparral se prepara para subir a un autobús. Son 31 personas y es lunes 25 de abril, a las siete de la mañana. Cuatro días antes, el gobierno de ese país informó que cambiaría la política para los solicitantes de refugio que provinieran de Ucrania: en adelante, solamente los recibiría por vía aérea y, además, deberán cumplir con una serie de requisitos. El programa Uniting for Ukraine les exigirá haber vivido en dicho país antes del 11 de febrero de 2022 —a trece días de que comenzara la invasión rusa—. Tendrán que comprobar que fueron desplazados a raíz de esta guerra, demostrar que son ciudadanos ucranianos —pueden mostrar su pasaporte vigente o probar que son familiares directos de un beneficiario de Uniting for Ukraine—, y deben tener un patrocinador, es decir, un contacto con estatus migratorio regular en Estados Unidos que responda económica y legalmente por ellos. Finalmente, deberán pasar por revisiones de seguridad biométrica.
Según Enrique Lucero, de Atención Migrante de Tijuana, estos candados responden a situaciones que él mismo vio. De los 17 mil ucranianos que cruzaron por Baja California a Estados Unidos —13 mil de ellos por El Chaparral—, algunos no vivían en Ucrania al momento de la invasión rusa, sino en países de Europa e incluso en México. Lucero recuerda que algunos sí eran susceptibles a ruidos fuertes —por el recuerdo de las bombas, probablemente—, pero otros llegaban con souvenirs de playa.
Durante el mes que Estados Unidos les permitió cruzar sin los nuevos requisitos, los agentes fronterizos sólo les pidieron pasaporte ucraniano vigente y que comprobaran que tenían parentesco —no se admitían procesos individuales—. El pizarrón del albergue Benito Juárez donde se contaba el número de familias procesadas llegó hasta el número 7,170.
Pero el lunes 25 de abril cambió todo. A las diez de la noche una familia de ucranianos llegó al cruce peatonal de San Ysidro, como un mes antes lo hicieron sus compatriotas. Los oficiales estadounidenses no les permitieron entrar al edificio de procesamiento. Después de ese “mes de gracia”, recibieron el mismo trato que los migrantes de otros países, al menos en la frontera terrestre, y no pudieron cruzar.
Dos días después, el albergue Benito Juárez ya sólo alojaba a doscientas personas —la mayoría había volado a Tijuana desde Cancún y Guadalajara—. La red de voluntarios, agrupados en una nueva organización con el nombre United for Ukraine, de la cual Vlad Fedoryshyn es director, se dedicó a gestionar boletos de avión para que las familias ucranianas se reubicaran en un campamento en la delegación Iztapalapa de la Ciudad de México. “Una vez que lleguen ahí, cerramos este albergue. Quienes lleguen después, lo harán bajo su propia responsabilidad”, concluye Vlad.
Así, el albergue Benito Juárez dejó de serlo.
Mientras algunos voluntarios transportan en diablitos las últimas cajas de cereal, sopa instantánea y leche, un hombre en situación de calle se acerca a la puerta. Está descalzo de un pie, se apoya con la mano derecha en un palo de madera amarillo que debió haber sido el mango de una escoba o de un trapeador. Camina con la espalda arqueada y, antes de que pueda acercarse a un voluntario encargado de la seguridad, un policía le ordena que se retire.
—Ya había venido y le dieron un sándwich, pero no lo quiso —le dice al policía uno de los pocos voluntarios mexicoamericanos del albergue, antes de subirse a su motoneta.
El policía, que sigue durante algunos pasos al hombre que se aleja, le responde al voluntario:
—Aquí no les puedes dar una cosa, porque creen que es obligación.
Este texto fue posible gracias al apoyo de la Fundación Ford.
Inés García Ramos es periodista de Tijuana y San Diego. Tiene más de diez años de experiencia cubriendo crimen, inmigración, derechos humanos y política. Empezó como reportera de Semanario Zeta y cofundó Punto Norte, un sitio de noticias enfocado en justicia y gobierno.
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