Vortex: lo nuevo del provocador Gaspar Noé
El 30 de septiembre se estrena la nueva película del francoargentino Gaspar Noé en MUBI. Si típicamente su carrera se enfocó en lo sórdido para atacar a las audiencias conservadoras, esta historia, de una pareja mayor que intenta retener su cotidianidad frente a la demencia senil, logra algo más discreto gracias al empleo de una pantalla dividida que nos muestra todo el tiempo dos planos simultáneos.
Si la pornografía es una representación visual, escrita o incluso auditiva que estimula sexualmente a la audiencia, se puede pensar —como de hecho se piensa desde hace tiempo en la crítica y la teoría del cine— que la manipulación desmedida del público en salas comerciales se puede adjetivar como pornográfica. En cada imagen del imperio intergaláctico de Star Wars (1977) , la estruendosa partitura de John Williams nos describe una maldad inefable, consumada más tarde en las acciones genocidas de sus miembros, vestidos de negro y gris. El cine en esos momentos no se trata ya de contemplar o incluso desnudar los objetos y los personajes de un mundo imaginario basado en el nuestro, sino de controlar al público para que vea y sienta aquello que le ordenen los cineastas. Nuestra única forma de recuperar la libertad en esa dictadura es cuestionar la imagen o salir de la sala.
En ese sentido, el director francoargentino Gaspar Noé es un pornógrafo. Gente más conservadora dirá que lo es también a la manera tradicional porque tiende a filmar la sexualidad en planos explícitos, ya sea incitantes o violentos, y a mostrar todo lo que una sensibilidad formada en la Iglesia considera sórdido: homosexualidad, transgeneridad, orgías y demás. Paradójicamente, las perspectivas que expresan sus películas son bastante reaccionarias: en Irréversible (2002) un homosexual viola a una mujer porque sí; en Enter the Void (2009) las imágenes idealizadas de un feto sugieren una actitud contra el aborto, y en Climax (2018) una orgía inducida por un alucinógeno mezclado en el ponche termina en la muerte de un niño, como si se tratara de un comercial antidrogas. Para darnos estos mensajes, Noé emplea técnicas que afectan sensorialmente al público: ya sean luces estroboscópicas o sonidos de baja frecuencia que inducen la náusea; planos que simulan la perspectiva de un fantasma volando a través de los espacios y, en el terreno del drama y el montaje, una trama que se cuenta en reversa. Noé, como pocos, lleva su pornografía hasta la intimidación para someternos, para, ya mareados, confundidos, convencernos de que las mujeres no suelen ser abusadas sexualmente por gente que conocen y en lugares que consideran seguros, como lo indican cifras oficiales, sino en la calle, donde las atacan degenerados aleatorios.
Este historial hace de la película más reciente de Noé, Vortex (2021), una absoluta sorpresa. Si bien no carece de imágenes que violenten a la audiencia con miedo o asco, estas se limitan a sólo unas cuantas. Aunque Noé suele concebir sus proyectos desde las posibilidades audiovisuales y un ánimo provocador, su decisión de hacer un largometraje entero en pantalla dividida para mostrar dos imágenes simultáneas de espacios distintos, o perspectivas diferentes en uno solo, provoca una pieza más sutil que el resto de su filmografía.
Vortex sigue a una pareja mayor sin nombres propios: una psiquiatra retirada y un viejo crítico de cine que intentan conservar la cotidianidad mientras la demencia la va royendo a ella, interpretada por la actriz francesa Françoise Lebrun. Desde la primera escena la vemos acostada junto a su esposo, que duerme, y entonces una línea divisoria se derrama en la imagen para mostrarnos las soledades que resisten juntos. Una mañana él se distrae trabajando en su libro sobre el cine y los sueños y ella se sale de casa para visitar una tienda laberíntica donde se pierde. Él, interpretado por el director italiano Dario Argento, nota de repente la ausencia de su esposa y sale a buscarla desesperado. La escena, como muchas otras, es larga, y parece tener plena consciencia del ritmo más útil para una película donde veremos todo el tiempo dos imágenes simultáneas: es más atractivo y más fácil fijarse en el movimiento de ella que en el tecleo de él, así que la elección de qué mirar parece ya hecha; sin embargo, aunque Noé todavía dirige al público, sí nos da al fin la libertad de desobedecerlo. Para algunos miembros de la audiencia, al menos, Vortex no se trata todo el tiempo de la angustia de una mujer que va perdiendo la memoria, el habla y su autonomía, sino una recopilación de escenas cotidianas en medio de ello: de llamadas telefónicas, de baños, de horas de trabajo y del tiempo invertido viendo una película. Por primera vez en una trama de Noé no sucede mucho, como si estuviera dirigiendo Chantal Akerman, y aunque podría argumentarse que tal vez la demencia que padeció su madre le provoca una mayor sutileza, me parece que son la forma fílmica y la cinefilia las que, por diseño o por accidente, nos dan su película más sosegada.
Claramente Vortex tiene la historia del cine en mente y alude a ella desde su elenco: Argento y Lebrun son iconos de distintas tradiciones de los setenta. Él dirigió clásicos del giallo, es decir, películas de crimen, horror y suspenso italianas que se caracterizaron por su violencia explícita, su colorido neón y su estilo excesivo, kitsch, que inspiraría a Noé. Ella apareció en películas de Adolfo Arrieta, Jean Eustache, Marguerite Duras y Paul Vecchiali, que pretendían continuar la revolución de la Nueva Ola Francesa con inclinaciones más vanguardistas. Consciente de ello, Noé coloca en el interior de la casa un póster de La mamain et la putain (1973), protagonizada por Lebrun y dirigida por Eustache. El cine define al personaje de Argento y a menudo lo vemos escondido en él, como si atravesara un portal en su propia casa a un universo de imágenes: su estudio está repleto de películas, libros sobre cine y pósters que expresan un desordenado refugio frente a la amenaza real de la decadencia y la muerte.
Quizá los toques de horror en Vortex obedezcan también al imaginario fílmico, aunque es en ellos donde Noé regresa a su viejo tono. En un punto el personaje de Lebrun empieza a convertirse en una amenaza para su esposo, ya sea mezclando medicamentos en vasos de agua que deja como trampas o abriendo la llave del gas. Pero él, en cambio, responde con ternura y la defiende hasta de amenazas tan inocentes como el ruido desesperante de su nieto, que estrella sus carritos, una vez tras otra. Resulta que el sórdido Noé encuentra en esos momentos lo que pareciera una respuesta a Amour (2012), de Michael Haneke, donde una trama similar a la de Vortex concluye en que el homicidio —no la eutanasia— es una forma de amor. Eso no excluye momentos crueles donde sí coinciden ambas películas. Noé no se abandona: se dosifica y, bajo la excusa de la franqueza, filma una escena cruel de un infarto y otra repugnante en un escusado. Stéphane (Alex Lutz), el hijo de la pareja, completa el cuadro de la sordidez con su adicción a la heroína pero, de nuevo, la mayor parte del metraje evade lo que abundó en la filmografía previa del director: el espectáculo de lo inmoral.
Cuando termina la película y vuelve a mostrar los primeros planos del cielo alrevesado y de un muro, como si reiniciara, queda una pregunta: ¿qué tanto es Vortex una expresión de sus temas o del propio aparato cinematográfico? El cine no es mencionado por los propios personajes tan a menudo como los problemas que acarrea el malestar de la protagonista, es decir, la incapacidad del hijo de responsabilizarse económicamente de sus padres y la necesidad de abandonar la casa desbordante de libros, de pósters, de películas, de memoria. Sin embargo, en varias ocasiones los personajes citan un verso de Edgar Allan Poe según el cual la vida es “un sueño dentro de otro sueño”. El poema original, “A Dream Within a Dream”, es una despedida donde el narrador describe la realidad como ficción, pero el verso describe también el delirio de la protagonista dentro del sueño que es el cine. Si el tema evidente de Vortex es la muerte de dos personas interpretadas por iconos cinematográficos, ¿no estará lamentando Noé la muerte del cine mismo? Su melancolía cinéfila parece resumida en un memorial en video donde suena de fondo la música de Georges Delerue para la tragedia de Jean-Luc Godard Le Mépris (1963).
Ahora, cuando Godard ha muerto, la imagen pesa más porque nos dice a los espectadores, abrumados con opciones de contenido y fragmentos de películas dispersos por las redes sociales, que el cine se muere. Quizá por eso Noé decidió hacer a un lado la pornografía para hacer una película que sea historia, que sea memoria, que sea, sobre todo, cine.
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