Techo para los desplazados: Fraccionamiento Cvive
Celia Guerrero
Fotografía de Jeoffrey Guillemard
Personas desplazadas por la violencia, en el sur de la sierra de Sinaloa, han logrado algo inédito: que un gobierno local les proporcione una vivienda, ante la imposibilidad de retornar a sus comunidades. Pero las condiciones en las que les fueron entregadas 55 viviendas, en la periferia de Mazatlán, distan mucho de ser dignas, y arrojan a sus habitantes nuevamente a la marginalidad. Nuevos fraccionamientos replican los mismos errores de la vivienda social. Esta es la segunda historia del especial «Vivienda en crisis».
El último tramo que conduce al fraccionamiento Cvive, construido por la Comisión de Vivienda del Estado de Sinaloa (cuyas siglas le dan nombre al fraccionamiento), corre en paralelo al cauce de un viejo riachuelo que se utiliza como desagüe y tiradero de basura en la periferia de la ciudad de Mazatlán. Donde termina el camino y comienza la terracería, se ha formado un gran charco de lodo que hay que esquivar para poder entrar.
Lo que pretende convertirse en una unidad habitacional tiene ahora dos filas de construcciones que conforman una sola calle. Cincuenta y cinco casas: treinta de un lado, veinticinco del otro. Una próxima a la otra. Una fachada de colores blanco y naranja, blanco y verde, blanco y naranja, repitiendo el mismo patrón sucesivamente. Al frente, patios de tierra que algún día serán cocheras, en los que ahora hay macetas con flores y árboles que esperan crecer. Las casitas de 52.5 metros cuadrados son habitadas por familias desplazadas por la violencia y el asedio de grupos armados; para proteger su vida, huyeron de sus comunidades dedicadas a las actividades agropecuarias, la minería artesanal y la explotación forestal en el sur de la sierra de Sinaloa.
Hace más de un año, en julio de 2021, el gobierno local, a través de la Cvive, asignó a 55 familias como beneficiarias del programa de vivienda para desplazados. Entonces cada casa era apenas una caja de concreto, sin bardas perimetrales ni drenaje ni agua ni luz —así se entregaron, replicando todos los errores que se han denunciado en torno a la vivienda social—, y hubo quienes aun en esas condiciones las habitaron por necesidad.
Ahora tienen puertas, ventanas y servicios. Los que pudieron construyeron las bardas que delimitan los patios traseros y delanteros de lo que se denomina “unidad básica de vivienda”: dos recámaras, área de usos múltiples (sala-comedor), cocina y baño. El resto es una ladera, parte cerro, parte terracería, de 5.4 hectáreas, en la que el gobierno de Sinaloa tiene pendiente la lotificación, así como obras de drenaje, agua potable y alumbrado. Planeó construir dieciséis edificios multifamiliares y 202 casas para más desplazados. Pero el proyecto está en pausa.
En el fraccionamiento Cvive, aunque hay calle de asfalto, es una sola y no hay banquetas. Las 55 casas ya tienen luz, pero se alimentan de una sola conexión, y los vecinos temen las sobrecargas que podrían ocurrir cuando la mayoría tenga que instalar los aires acondicionados para las temporadas de calor. Aunque esta periferia se está poblando rápidamente, el transporte público que la conecta con el resto de Mazatlán es caro y deficiente. En realidad, falta mucho por hacer para que esta sola calle sea habitable.
Aun así, hay quienes ya viven aquí, como Karla Rojas, de 34 años, quien antes de huir de la sierra fue maestra comunitaria y ahora se dedica a cuidar de su hogar y sus hijos, una adolescente de diecisiete años y un niño de seis. Este sábado, Karla está cocinando frijoles puercos, un platillo sinaloense, porque mañana domingo festejará su cumpleaños 35. Mientras tanto, narra lo que les prometieron.
—Cuando recién se inauguró la calle, se podría decir, este pedazo de fraccionamiento, vino el gobernador de entonces, Quirino Ordaz Coppel. Y nos enseñaron el plano. Los terrenos que están acá enfrente, acá abajo, vienen siendo como para poner alguna placita, algún negocio grande, alguna frutería, farmacia, algo así. Y tenía áreas verdes también. Eso fue lo que yo localicé en el plano que nos mostraron. Tengo una foto de cómo nos decían [que] iban a entregar estas casas. Se supone que nos las iban a entregar con tarja, vitropiso, protecciones.
Pero ni la placita ni el negocio ni las áreas verdes existen, y las casas se entregaron en obra negra. Karla y su familia, por ejemplo, han ido arreglando la suya: aún no tiene tarja en su cocina, una comadre les regaló el azulejo para el baño, con algunos ahorros pagaron las protecciones de las ventanas y la construcción de la barda en el patio trasero. Karla cavó la zanja para que le conectaran el agua potable y su esposo dividió el espacio de la habitación donde duermen, colocando tablarroca y una puerta para aislar una recámara.
Karla está en la cocina, pegada a la estufa, revolviendo el guisado. Va enumerando los arreglos con los que ha ido armando una casa digna: instaló el “dinosaurio” (el viejo aire acondicionado que chorrea agua), las sillas del comedor que les regaló el jefe de su esposo, el refrigerador de su suegra, la mesa que construyeron con sobrantes de la maderería donde trabaja su marido y el juguetero que convirtieron en trastero. Originaria de la pequeña ciudad de Concordia, perteneciente al municipio homónimo, vivía con su esposo Édgar Manuel en Santa Lucía, una comunidad en el sureste de Sinaloa, a veinte kilómetros de la frontera con Durango. De ahí, un domingo de julio de 2017, la pareja, sus dos hijos, otro matrimonio y su bebé, se subieron a una camioneta con la ropa que traían puesta y, sin más, salieron rumbo al puerto para no volver. Es difícil explicar cómo se puede abandonar un hogar sin mirar atrás. Nada de eso importa cuando la vida está en juego.
Karla identifica un episodio violento que los llevó a huir de Santa Lucía, aunque los escenarios de violencia ya venían dándose con regularidad. Comenzó a saber de hombres armados que atacaban un rancho un día y otro al siguiente.
—Mataban a la gente. En las carreteras andaban patrullando las camionetas con delincuentes. Y ahí pues ya no se sabía si era el gobierno o los malandrines, como les decimos en el rancho, porque andaban vestidos igual. A veces andaban como policías, a veces como judiciales, soldados. Y aparte se veían también en las patrullas, las patrullas del municipio se veían transitando junto con ellos, agarrados de la mano, como quien dice.
Así que ella y su familia huyeron a Mazatlán en julio de 2017. Para el mes de agosto, a través de una tía, supo de un movimiento que ayudaba a los desplazados de la violencia. Se trataba del Movimiento Amplio Social Sinaloense (MASS), encabezado por dos personajes a los que se refieren como los Migueles: Miguel Ángel Ramírez Jardines y Miguel Ángel Gutiérrez Sánchez. Los medios de comunicación los identificaban como representantes de un grupo de víctimas de desplazamiento forzado que llegaron a Mazatlán. Karla se enteró de que les podían dar una casa, un terreno, pero debían ir a las reuniones.
—Yo, sin saber moverme, agarré a mis dos plebes un domingo, porque me decían que los domingos eran las reuniones, agarré a mis dos niños y nos fuimos, como cosa perdida. Les dije: “Vamos a ver qué”. Mi marido me decía: “¿A qué vas? Pura pérdida de tiempo, asoleando al niño”. Él nunca, nunca, hasta la fecha, estuvo de acuerdo de que anduviera ahí.
Para su sorpresa, cuando llegó, se encontró con conocidos de su comunidad, familias que también fueron desplazadas. Según datos del Registro Estatal de Personas Desplazadas, los municipios en Sinaloa con mayor registro de desplazados son Badiraguato (806) y Concordia (579). Entre las localidades de este último municipio despuntan Concordia (339), La Petaca (93) y Potrerillos (30). De Santa Lucía, la comunidad de Karla, existen veintiún registros. De los desplazados, 81% ha señalado 2017 como el año del desplazamiento forzado.
Roberto Carlos López, doctor en Ciencias Sociales e investigador sobre desplazamiento forzado en la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS), explica que lo que hay detrás del pico de desplazamientos masivos en toda la sierra es el control del territorio por parte de los grupos del crimen organizado. Aunque estos han convivido por décadas con las poblaciones, en 2017 el escenario era diferente y las estrategias delincuenciales también, como consecuencia del cambio de políticas antinarcóticos y porque la producción local de enervantes pasó de ser principalmente de mariguana a drogas sintéticas. “El problema es la legalización de la mariguana en Estados Unidos, ya no costea producirla. Ahora se dedican a las drogas sintéticas, a los narcolaboratorios. Por eso ha aumentado la existencia de estos en la sierra, se necesita un territorio controlado para ocultar todo eso […]. Ahora con los narcolaboratorios no están contratando o incorporando a la población; primero, porque necesitan menor número de personas, y segundo, porque se necesita gente con conocimiento, especializada”, dice.
Pasaron cuatro años en los que Karla continuó asistiendo a las reuniones del MASS que se convocaban en zonas turísticas, plantones frente a hoteles propiedad del gobernador. Su principal demanda: tener una vivienda propia.
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El combate contra las drogas fue el hito que marcó el desplazamiento forzado interno en México, en gran medida a partir de 2008, dice Sibely Cañedo Cázarez, periodista y doctora en Ciencias Sociales por la UAS, en el artículo“Indefensión jurídica y social de los desplazados por violencia: un análisis de la legislación en México”. A nivel nacional, en trece años, de 2006 a 2019, al menos 346 945 personas han sido desplazadas por la violencia, una aproximación a partir del monitoreo de desplazamiento publicado por los medios de comunicación. En realidad no existe un diagnóstico oficial que permita dimensionarlo en su totalidad. Por ejemplo, el “Informe especial sobre desplazamiento forzado interno”, de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) detectó 37 062 víctimas entre 2013 y 2015, a partir de registros estatales y municipales; destaca Sinaloa, con 4 554 víctimas identificadas, más otras dieciséis mil personas indígenas desplazadas, también de este estado, atendidas por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas. La CNDH, organizaciones sociales y académicos consideran estos datos apenas una “muestra de la magnitud de la problemática”.
Como en otros casos de desplazamiento forzado, la violencia prolongada durante más de una década en el sur de la sierra de Sinaloa ha impedido el retorno de las personas a sus hogares. Resulta obvio que la vivienda digna sea una de las exigencias prioritarias. Pero en un escenario nacional y estatal con cientos de miles de desplazados con las mismas necesidades, ¿qué es lo que llevó a que un grupo de 55 familias (de 2 635 según el censo de población desplazada, de la Secretaría de Desarrollo Social y la Universidad Autónoma de Occidente) pudiera impulsar el proyecto de la Cvive?
A nivel federal no existe aún una ley que proteja a las personas víctimas de desplazamiento forzado en México. El último proyecto de ley se encuentra en el Senado desde septiembre de 2020, pendiente de aprobación. Sin embargo, a nivel estatal, Sinaloa se convirtió en la tercera entidad, después de Chiapas (2012) y Guerrero (2014), en tener una ley en esa materia —la Ley para Prevenir, Atender y Reparar Integralmente el Desplazamiento Forzado Interno en el Estado de Sinaloa—, que se concretó el 21 de agosto de 2020, después de diez años de iniciativas postergadas. Esta ley incluyó la creación de un fondo especial, un programa de atención y un registro estatal de personas desplazadas. Cañedo Cázarez considera que hubo varios factores que posibilitaron que este grupo de desplazados presionara al gobierno local hasta conseguir las primeras viviendas, como no había sucedido en ningún otro lugar del país:
“Lo lograron por la lucha social que hicieron. Sí por la ley y por el gobierno, pero también porque ellos hicieron una gestión muy fuerte. Negociaciones a veces en muy buenos términos, y otras veces rompían las negociaciones y se iban a protestar y tomaban las oficinas. Fue un proceso largo el poder tener esas viviendas. Lucharon mucho por ellas”.
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Es un martes de junio de 2022. A las seis de la tarde, el calor del puerto comienza a ceder, así que los niños pequeños aprovechan para salir a la intemperie a jugar. Pero no se alejan mucho de casa. El entorno es peligroso. A unos metros del fraccionamiento hay otras unidades de casitas y edificios de departamentos que, aunque están recién construidos, se encuentran semiabandonados. Son percibidos como un foco rojo de inseguridad entre vecinas y vecinos. También hay un pequeño asentamiento irregular al final del camino, donde un grupo improvisó casas con materiales de desperdicio. En las calles a la redonda se acumula la basura, se abandonan muebles, se tiran animales muertos, las aguas negras se estancan y es peligroso caminar por la noche porque no hay alumbrado público.
Antes de que anochezca, los habitantes del fraccionamiento Cvive han sido convocados a una reunión del MASS a través de un mensaje en un grupo de WhatsApp. Se van juntando en el patio de terracería frente a la casa de Karla Rojas, quien ahora funge como líder vecinal o, como ella se define, “enlace en el terreno”. Sus vecinos son otros desplazados forzados que llegaron de distintos municipios y localidades del sur de Mazatlán y que, igual que ella, se unieron al MASS con la expectativa de conseguir un lugar donde vivir. Poco a poco van saliendo de sus hogares, suben por la calle Tecomate y comienzan a congregarse, dándose las buenas tardes.
—Ni me acordaba —dice una vecina—, me metí a bañar, una disculpa.
—La vamos a hacer breve, no vamos a tardar mucho —advierte Bruno Torres, un miembro del equipo organizador del MASS—. ¿No saludan?
—Ay, hola— responde otra vecina que llega.
—¡Ándale, Mónica, te estamos esperando!
—Creo que ya nadie más va a venir. ¿Empezamos?
Son casi cuarenta, la mayoría mujeres trabajadoras, dedicadas al cuidado del hogar. Ellas suelen ser siempre mayoría a la hora de los plantones, marchas, protestas, reuniones. A lo largo de cuatro años de lucha colectiva por estas viviendas, su participación ha sido el sostén del movimiento. Quienes habitan el “rancho Cvive”, como le llaman —medio en broma, medio en serio, por estar tan apartado del centro—, aún protestan por mejorar las casas que el gobierno de Sinaloa les entregó a medio construir, sin servicios, y para que terminen el proyecto de unidad habitacional para todas las personas desplazadas, a quienes se les prometió una vivienda digna. A la reunión asisten tres organizadores del MASS. Torres es uno de ellos, e inicia la reunión anunciando lo que sucedió por la mañana en el Ayuntamiento. Un pequeño grupo de vecinas, con Miguel Ángel Gutiérrez Sánchez y el equipo organizador fueron recibidos por la autoridad para exponer sus necesidades. Resalta que dicha reunión con el cabildo —el alcalde y los regidores— no habría sido posible si no fuera por una recomendación de la Comisión Estatal de los Derechos Humanos (CEDH) de Sinaloa.
La recomendación a la que hacen referencia es la 04/2022, del 13 de mayo de 2022. Meses antes, los habitantes del fraccionamiento Cvive se habían manifestado frente al Ayuntamiento, intentaron entrar y solicitar audiencia, pero fueron detenidos en la puerta. Iban para, entre varios pendientes, presionar para la entrega de las escrituras de las primeras 55 viviendas ocupadas; solicitar las obras de la individualización del suministro de luz; pedir que ya se elija a los beneficiarios del resto de las viviendas prometidas y la construcción de estas. Presentaron oficios para una reunión formal, pero no los recibieron. Así que decidieron levantar una queja ante organismos de derechos humanos y, después de analizar las evidencias, la CEDH resolvió que el Ayuntamiento había violado el derecho de petición y, por recomendación, debían atender al grupo vulnerable.
—Nunca les había atendido el presidente municipal, en dos trienios que tiene, y se logró el día de ayer […]. Les dimos [el documento de] la ley de desplazados, la ley que les protege, que dice que la vivienda, el empleo, la salud son [de] carácter prioritario. Para ellos era nuevo, imagínense, tantos años y no darle lectura —dice José Carlos González Alarcón, un gerente de empresas que ahora funge como asesor del MASS.
Luego anuncia que los regidores vendrán el próximo viernes para conocer, de primera mano, las condiciones del fraccionamiento.
Ellas, las vecinas, permanecen en silencio, escuchando. No parecen alegrarse. Saben que las visitas de funcionarios públicos no son garantía de una resolución. Anteriormente, el ahora exgobernador Quirino Ordaz Coppel había prometido una unidad habitacional completa para miles de personas desplazadas; a la fecha, la promesa está inconclusa.
González Alarcón agrega que será necesario que se preparen para contar sus historias de desplazamiento y hablar de las razones de cada una de estas familias que exigen una vivienda.
—Lo tienen que decir, porque estos cuates no lo saben. Si no, van a creer que son colonos invasores, como los de allá —dice, y señala hacia el horizonte, donde algunos terrenos y casas son habitados de forma irregular—. Deben de saber que ustedes son desplazados forzados. Porque no lo saben, increíblemente, no lo saben.
Nadie interviene. Se escucha solo los llantos de un bebé. Para animar a las vecinas, González Alarcón continúa:
—Ustedes están haciendo historia, son el único grupo a nivel nacional así, organizado. Son el único grupo que ha logrado tener esta casa. Ustedes son la voz, ustedes pueden provocar una ley federal.
***
Es un domingo de junio por la tarde. Yadira Rodríguez Becerra aprovecha que tiene un poco de tiempo libre y que el calor dentro de casa está insoportable para ponerse a pintar la fachada. Pinta encima de unos rayones que su hija pequeña hizo con un plumón.
—¿Cómo le vas a poner a la foto?, ¿“Pintando el cochinero que hizo la bendición”? —dice entre bromas, mientras da unas brochadas a la pared, cuando el fotógrafo la enfoca con la cámara.
Yadira es una mujer de treinta años, amiguera, movida. Cuida y sostiene sola a sus dos hijos, de dos y catorce años. Ha sido guardia de seguridad nocturna y cocinera, vende productos por catálogo, teje, hace tortillas de harina.
—A todo le hago —dice.
Es originaria de la comunidad El Pueblito, Concordia, y salió desplazada por la violencia en julio de 2013. Cuenta que en nueve años vivió, primero, en Culiacán con la familia de su exesposo; luego se separó y se fue a casa de su hermana; después estuvo un tiempo con una tía, y al final se fue a rentar al fraccionamiento Pradera Dorada, en Mazatlán. En junio de 2018, una cuñada de su tía le contó de un movimiento que ayudaba a la gente que no tenía vivienda, y así fue como se involucró con el MASS.
—Desde que llegué, gracias a Dios, Miguel Ángel me atendió muy bien, me preguntó que cuántos desplazados éramos y yo le dije que todo mi rancho y, pues, cuántos ranchos más. Él me dijo que arrimara a toda la gente. Y arrimé a muchos ranchitos, del mío para abajo. Yo le avisé a los que conocía, y pues, en un rancho, haz de cuenta, son seis familias con los mismos apellidos. Entonces se corrió la voz, y así es como la gente empezó a llegar.
Recuerda lo pesado que era llevar a sus hijos, una en brazos, a las reuniones y marchas. La recompensa a esas jornadas extenuantes llegó tres años más tarde, cuando le avisaron que era una de las primeras seleccionadas para recibir una casa. Muestra una hoja titulada “Carta de asignación de vivienda”, del 6 de septiembre de 2021, con su nombre, el número de lote y manzana de la casa y la firma de Cruz Noé Heredia Ayón, director de la Cvive. La hoja está enmicada, seguramente porque, sin una escritura que la acredite como dueña, es el único documento que Yadira posee para comprobar que esa casita es suya.
En su casa, como en la de Karla Rojas, a pesar de la precariedad, la dignidad se nota en los detalles. No tiene una sala o un comedor, solo una mesa arrinconada, con un mantel de hule para cubrirla del polvo, y un par de sillas de plástico que despliega solo cuando hay visitas, pero ha colgado cuadros decorativos en las paredes. Un refrigerador viejo ocupa gran parte de la estancia, se lo regalaron descompuesto y no ha tenido dinero para repararlo, piensa que probablemente nunca llegue a funcionar, pero sí ha podido arreglar su cocina con un detalle: un mosaico con la ilustración de un frutero que le recuerda a la abuela que la cuidó desde niña en El Pueblito. El piso de cemento y los ladrillos de concreto son imanes que acumulan tierra, pero ella barre y sacude cada tanto, y pinta las paredes.
Sobre las condiciones en que les entregaron las casas, Yadira cuenta:
—Nos las asignaron con muchos detalles, pero pues así nos vinimos. No había luz, no había drenaje, no había agua. Yo venía y traía agua […]. Haz de cuenta que las casas no te las entregaban así, te la entregaban con todo adentro, todo lo que sobró [de la construcción], tu brincabas por arriba del cochinero.
Por eso comenzaron a habitarlas hasta enero.
Yadira, como otras vecinas, resalta los materiales deficientes y los desperfectos de las viviendas: son tan básicas que no creen que se hayan gastado 12.5 millones de pesos en la construcción de las primeras, lo que sería 250 000 por cada una, según el informe de gastos publicado por la Comisión Intersecretarial para la Atención de Personas Desplazadas.
Las puertas de entrada chocan con las puertas de los baños y no hay manera de mantener ambas abiertas. Los baños están justo a un lado de las cocinas y el olor a drenaje se cuela porque la tubería no está bien colocada. Las paredes son de bloques de cemento, sin un aplanado o recubrimiento, por lo que la humedad ha comenzado a colarse y las ha manchado. Los pisos al interior son de cemento y en algunos casos no está parejo o se dejaron residuos de materiales. Yadira, con su trabajo y el apoyo de conocidos, ha ido mejorando su casa: tuvo que sacar el cascajo y picar los residuos de cemento que los albañiles dejaron secar en el piso al centro de la sala, puso tablarroca para dividir el espacio y crear dos pequeñas habitaciones cuyas puertas son un par de cobijas, construyó los muebles de la cocina, niveló el patio y alzó una barda al frente. Poco a poco.
—Así, si un ladrillo le metes a tu casa, sabes que es tuyo. Lo que a mí ahorita me está matando es la escuela —cuenta, mientras lava los trastes.
Su hijo mayor está concluyendo el último año de primaria en una escuela muy lejana. Lo lleva desde la periferia hasta el centro, caminan veinte minutos para llegar a la parada de los camiones, el traslado dura alrededor de una hora y veinte minutos y luego caminan otros diez minutos más para llegar.
—Todos los días es lo que hago. A mí lo que me está matando es la escuela, lo lejos.
Sí, las deficiencias en las construcciones. Pero también la marginación a la que las familias se ven sometidas por la distancia a la que se encuentran las escuelas, los parques, los hospitales. Y también el gasto tan alto que representa el poco transporte público en la zona.
Karla, por ejemplo, paga doce pasajes diarios para que sus dos hijos asistan a la escuela: cuatro de ida y cuatro de regreso al kínder del pequeño, al que acompaña, y cuatro de su hija mayor, que va y viene sola. Y eso que durante la mañana espera a su hijo en la casa de un familiar que vive cerca, hasta su hora de salida, para volver juntos al fraccionamiento; si no, tendría que pagar otros cuatro pasajes. De ahí que Karla y Yadira han renombrado el lugar:
—Así es la vida aquí en “rancho Cvive”, así le decimos nosotras, “rancho”, porque haz de cuenta que estás en el rancho, bien lejos de todo —dice Yadira.
***
La oficina del MASS es un cuarto dentro de una casa en la colonia Brisas del Mar, a 650 metros del malecón turístico de Mazatlán. Miguel Ángel Gutiérrez Sánchez, el líder del movimiento para apoyar a los desplazados, nos recibe y toma asiento detrás de un escritorio sobre el que hay dos engargolados. En la portada de uno se lee: “Censo de desplazados del sur de Sinaloa”. Con ese censo, explicará, realizaron la selección de beneficiarios que recibieron las primeras 55 casas del fraccionamiento Cvive. Eligieron a personas adultas mayores, mujeres y madres solteras o encargadas de personas enfermas o con alguna discapacidad. Pero antes de todo esto, Miguel Ángel habla de sí mismo.
—Yo tengo una historia de lucha social desde hace cuarenta años —advierte, y menciona dos ejemplos: una diputación local de 1995 a 1998 por el PRD y su activismo durante las inundaciones en las colonias populares del puerto en 2011.
Luego salta en el tiempo al 28 de julio de 2017, cuando casi seiscientas familias desplazadas del sur de la sierra llegaron a Mazatlán. Miguel Ángel cuenta que algunas de ellas llegaron a buscarlo directamente.
—A mí ya me conocían porque había trabajado en la Secretaría de Agricultura y había andado por esa tierra. Me buscan y me empiezan a pedir [ayuda], los empezamos a apoyar a organizarse. El problema era y es la vivienda. ¿Adónde se meten?
Muchos de ellos llegaron a vivir con familiares. Otros crearon asentamientos irregulares en las periferias del puerto y se convirtieron en invasores, en la mayoría de las ocasiones, en sitios de riesgo. El Plan Director de Desarrollo Urbano de la Ciudad de Mazatlán, Sinaloa, aprobado en 2013, habla de la existencia de 65 asentamientos irregulares, principalmente en la zona nororiente de la Mazatlán. Para 2019, la Dirección de Vivienda y Tenencia de la Tierra municipal, sin hacer un registro oficial, calculó que ascendían a setenta.
La primera recomendación de la CNDH para atender el desplazamiento forzado fue en septiembre de 2017. Estaba dirigida a autoridades estatales y municipales sinaloenses, por el caso de 2 038 desplazados de los municipios de Sinaloa de Leyva y Choix, ocurrido cinco años antes, por la violencia entre grupos armados rivales y con la fuerza pública. La recomendación 39/2017 fue un parteaguas para la atención a las víctimas, visibilizó —quizá demasiado tarde— una problemática que venía sucediendo por lo menos desde una década atrás, desatendida por gobiernos locales bajo la lógica de que no era de su competencia. Entonces, la exigencia principal de los desplazados —la vivienda digna— comenzó a cobrar capital político y resonar públicamente.
En 2019, el Congreso de Sinaloa reasignó un presupuesto de treinta millones de pesos al Programa de Apoyo a Desplazados, a cargo de la Secretaría de Desarrollo Social, hoy Secretaría de Bienestar y Desarrollo Sustentable.
—Sí, se destinan los primeros treinta millones para todo el estado. Pero era una cosa muy pírrica. Éramos, se habla, más de cuatro mil familias. Nosotros nomás aquí en el sur tenemos 1 500 —explica.
Mil quinientas familias y la Cvive aloja apenas a 55.
De esos treinta millones de pesos —de acuerdo a una investigación periodística de Marcos Vizcarra, publicada en Río Doce en 2019—, 9.4 millones fueron destinados para comprar un terreno de tres hectáreas en Mazatlán, parte del Ejido Rincón de Urías, donde comenzaron las obras del fraccionamiento, en agosto de 2020. Para ello, la Secretaría de Desarrollo Social y la Cvive firmaron un convenio y, de acuerdo a la Auditoría Superior del estado, fue la Cvive la que otorgó las primeras adjudicaciones directas a dos contratistas —por 2.5 millones de pesos— para desmonte, despalme de terreno y nivelación en las manzanas 09A, 09B y 10 del fraccionamiento. El 14 de diciembre de 2020 se dio una tercera adjudicación directa a Novoespacios y Construcciones del Pacífico —por 1 380 000 pesos— para la construcción de las primeras siete viviendas. Durante el año siguiente, las adjudicaciones se darían de forma paulatina a diversas empresas para seguir construyendo.
En 2020, el Congreso local incrementó el presupuesto de treinta millones a cuarenta millones de pesos, que eran, según la diputada Graciela Rodríguez Nava, “de manera específica para asuntos relacionados con vivienda”. En agosto, con la ley estatal de desplazamiento forzado interno aprobada, se creó el Fondo Especial para la Atención y Protección de Personas Desplazadas.
En 2021, cuando más dinero se otorgó, hubo elecciones estatales en Sinaloa, y el PRI, partido que había gobernado la entidad casi ininterrumpidamente por 45 años, perdió frente a Morena. El candidato ganador, Rubén Rocha Moya, era el preferido de Miguel Ángel. ¿Por qué? Porque mientras el anterior gobernador los había ignorado, dijo, Rocha Moya prometía apoyar a los desplazados, y así lo comunicó el líder al resto de los miembros del MASS. Los desplazados que tenían su credencial de elector con la dirección anterior, de donde huyeron, hicieron el trámite de cambio de domicilio para poder votar en Mazatlán.
—Hay que votar por esta gente —les dijo Miguel Ángel, y así lo hicieron.
Esto fue confirmado por varias personas que aún participan en las protestas del movimiento, pero todavía no han recibido casa ni les han asignado un terreno. El uso clientelar, la opacidad en el uso del presupuesto, la poca calidad y las deficiencias de las viviendas no pasan desapercibidos para los desplazados. Al respecto, Sibely Cañedo Cázarez agrega: “En cuestión de los recursos sí ha habido cuestionamientos sobre qué tan transparentes se han manejado […]. Hay muchas dudas sobre el presupuesto que se aplicó y el resultado que ven en sus casas, porque las casas son muy precarias, entonces sí hay incertidumbre, hay desconfianza”.
***
Dos mujeres de mediana edad, Victoria Labrador Díaz y Leonila Merás Ulivarria, platican en el malecón de Mazatlán. Están frente al mar, en plena zona turística, el domingo 12 de junio de 2022 por la mañana. Ambas toman en sus manos sombrillas desplegadas, una azul y una color vino, para cubrirse del sol. Pero ellas no son turistas, están ahí esperando el inicio de la manifestación en la que participarán para exigir que el gobernador, Rubén Rocha Moya, entregue las viviendas que les prometió a cambio de votos.
Hace un año, el mandatario anterior, Quirino Ordaz Coppel, hizo lo que los medios llamaron un “recorrido de supervisión” de las obras del fraccionamiento. Entonces, además de entregar las primeras 55 viviendas, dijo que pronto se asignarían terrenos. El 1 de noviembre de 2021 inició el mandato de Rocha Moya. Y hasta el 20 marzo de 2022, Victoria y Leonila fueron notificadas que estaban en el siguiente grupo de beneficiarios, pero sus casas aún no han sido construidas por falta de presupuesto, según han dicho los funcionarios públicos a Miguel Ángel Gutiérrez Sánchez. Para este reportaje se intentó contactar a las autoridades responsables para conocer su versión, pero no respondieron a la solicitud de entrevista.
—Ya conseguimos vivienda, conseguimos 55 viviendas aquí en Mazatlán, no son viviendas buenas, pero son viviendas. Aquí en el sur ya hay reservas territoriales, terrenos comprados para 1 200 familias, ya tenemos los terrenos, del gobierno anterior. Este gobierno que acaba de llegar, que es de la 4T, no ha arrancado bien las cosas, no ha podido lotificar todos esos terrenos ni introducirles servicios públicos: agua, luz y drenaje. En eso está, no ha lotificado todo, nomás lotificaron 105 terrenos, pero faltan mil y tantos —explica Miguel Ángel.
Los 105 terrenos de los que habla están en el fraccionamiento Cvive, y dos de ellos son de Victoria y Leonila. Pero en la información hecha pública por el gobierno aún no es claro cuántos han sido asignados. Por ejemplo, el informe de la Secretaría de Desarrollo Social y la Cvive, publicado en junio de 2020, dice que el programa especial de atención en vivienda a familias desplazadas tuvo 1 632 familias beneficiadas en todo Sinaloa, con 60 viviendas y 1 522 lotes de terreno. Esos datos no coinciden con el Padrón de Beneficiarios de Vivienda que, hasta julio de 2020, enlistaba tan solo 84 beneficiarios: a 41 se les ha entregado una casa y a 43, un terreno.
Leonila, desplazada de La Petaca, muestra una copia de lo único que tiene para comprobar que un terreno le fue asignado: “Acta de entrega y recepción”, se titula, y la firma Carlos Hernández Rodríguez, director de Financiamiento a la Vivienda de la Cvive. Se identifican lote y manzana, y Leonila aparece como “el comprador”.
El acta obliga a Leonila a habitar el terreno en los próximos noventa días naturales, a mantenerlo limpio de maleza, a no venderlo en cinco años, y especifica que los costos y gestiones para los servicios públicos estarán a su cargo. Pero el terreno no es más que una fracción de un descampado en el que algunas familias han construido chozas de madera a la espera de que el proyecto del fraccionamiento continúe.
El lunes 13 de junio, un día después de la manifestación, Victoria y Leonila vuelven a desplegar sus sombrillas para cubrirse del sol, pero esta vez en el fraccionamiento Cvive, donde visitan el estado de sus terrenos. Leonila se para en medio de su pequeño terreno, donde espera que pronto le construyan una casa y concluye:
—No es mucho, pero es nuestro pedazo de tierra.
CELIA GUERRERO. Periodista independiente en México, especializada en la agenda de derechos humanos, derechos y movimientos de las mujeres, salud y migración. Colaboradora en medios como Así Como Suena, EmeEquis, Animal Político, Literal Magazine, Cosecha Roja y Revista Factum. Fue becaria de los programas para escritores y periodistas de Under the Volcano, International Women’s Media Foundation, Consejo de Redacción y News Corp. Actualmente escribe la columna de opinión feminista La Igualada y es coproductora del pódcast narrativo y de investigación El agua hablará.
GEOFFREY GUILLEMARD. Fotógrafo autodidacta, sus documentales se centran en temas sociales contemporáneos como la migración, la sexualidad, las prácticas religiosas y los movimientos sociales. Ha sido publicado por The Washington Post, Le Monde, D La Repubblica, Bloomberg Businessweek y el Der Spiegel.
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