Extremófilos: de William Shatner a las bacterias
Estos son los organismos que soportan condiciones extremas, imposibles para la vida. Los extremófilos quizás sean, en un futuro, los grandes herederos de la Tierra. Su existencia abre posibilidades para la preservación del planeta.
Hace poco supimos que, durante su breve viaje al espacio, William Shatner —el famoso capitán Kirk en la serie Star Trek— no experimentó la “catarsis definitiva” que anticipaba al ver, a cien kilómetros de altura, el orbe azul de nuestro planeta. Por el contrario, para este abanderado de la poesía metafísica, contemplar por un lado la “oscuridad ominosa” y estéril del espacio y por el otro un planeta lleno de vida fue una experiencia fúnebre y muy alejada del optimismo de llegar adonde pocos hombres lo han hecho antes. Obviando la paradoja de haber sido invitado por la compañía aeroespacial Blue Origin, de Jeff Bezos, uno de los responsables más activos y entusiastas del capitalismo furibundo, el largoplacismo y las fantasías tecnocientíficas de irse a vivir a Marte, Shatner tiene toda la razón en su melancolía.
La Tierra, origen y destino azul, es hasta donde sabemos el único lugar del universo con condiciones para la vida, gracias a la presencia de agua y la pátina de unos pocos kilómetros de química y física privilegiadas, pero también a su campo magnético, la distancia “Ricitos de Oro” del Sol —ni muy cerca ni muy lejos—, un planeta gigante como Júpiter que nos escuda de cometas y asteroides, y hasta la Luna, que con su efecto en las mareas determina el ciclo biológico de toda clase de seres y estabiliza el eje de rotación del planeta.
Curiosamente, para ser un lugar tan hospitalario, la Tierra trata de matarnos de forma activa, entusiasta y permanente. Muchas de las circunstancias que nos parecen benignas son tóxicas, como el oxígeno; esquizofrénicas, como el ciclo del día y la noche; áridas, como el aire; aplastantes, como la presión atmosférica, o amenazadoras, como los parásitos, y por ahí a veces hasta nos come un tigre. Si estamos convencidos de que estas son las condiciones promedio es gracias a nuestro antropocentrismo, pero para muchos seres, entre ellos los marinos, somos organismos radicales, siempre al borde de la deshidratación, bañados en radiación solar, aplastados por nuestro propio peso y circunscritos a un solo nivel: el del piso. En resumen, extremos.
Desde la década de los cincuenta, al menos, se conocen organismos que toleran o hasta prosperan en condiciones que alguna vez nos parecieron demasiado brutales para la vida. En los setenta, el biólogo R. D. MacElroy acuñó el término “extremófilo” para describirlos, y aunque es un concepto un poco vago, también es pegajoso y útil siempre que no nos metamos en honduras filosóficas: significa “amor por los extremos”. Cualquier extremo: temperatura, salinidad, presión, radiación o todo junto. Puesto que los extremófilos tienen estilos de vida liminales, incluso en comparación con sus parientes cercanos unicelulares (y a veces hasta pluricelulares), el término está justificado.
Conforme más aprendemos sobre cómo verlos y dónde encontrarlos, más nos maravilla lo lejos que han llegado en su exploración de las condiciones límite de nuestro planeta. Desde luego entendemos qué impulsa el proceso: la selección natural lleva, casi obliga, a aprovechar todos los nichos posibles, por más adversos que sean. La cosa es que hace medio siglo nadie pensaba que las membranas, las proteínas, los órganos, los genes que nos componen pudieran mantenerse intactos en agua hirviendo o tan ácida como el jugo de limón, en ausencia de oxígeno, en la oscuridad absoluta o bajo el peso de mil atmósferas. Esto no quiere decir que no haya límites físicos claros más allá de los cuales la vida sea imposible: creemos que a la temperatura del Sol o en el vacío absoluto sencillamente no pueden ocurrir las reacciones químicas de lo vivo, aunque ahora sabemos que entre las nubes viven bacterias que sirven como núcleo para las gotas de lluvia y existen otras que se alimentan de metales o radiación nuclear. El tiempo dirá.
Posiblemente los organismos extremófilos más populares son los tardígrados u osos de agua. Con sus ocho patitas rechonchas están entre los bichos microscópicos más carismáticos, y además lo toleran casi todo: la sequía, el frío, las presiones extremas, el vacío del espacio, la radiación. Hasta los han lanzado contra una pared a novecientos metros por segundo, y les hizo lo que el viento a Juárez. Esto porque en 2019 la misión espacial israelí Beresheet, que incluía un cargamento de tardígrados vivos, se estrelló en la Luna. Un grupo de investigadores trató de determinar si a estas alturas ya había una colonia de tardígrados vivos en nuestro satélite y en qué condiciones podrían haber sobrevivido al impacto. La respuesta fue que no.
Algunos extremófilos son vertebrados, como el pez cíclido Alcolapia alcalica, que disfruta entornos alcalinos: lagos saturados en sales y con temperaturas de 40 °C. Hay invertebrados, como los hermosos gusanos blancos y rojos que habitan los lindes de las chimeneas volcánicas submarinas, que se sienten cómodos a 350 °C, o cangrejos de patas filamentosas que cultivan bacterias quimiosintéticas que producen alimento a partir de los gases tóxicos que emanan de las chimeneas. Lo más común, sin embargo, es que estos habitantes de los límites sean organismos unicelulares, como las arqueas y las bacterias. Ellas sí que cubren todos los departamentos de la vida extrema: viven en agua hirviendo y bajo el punto de congelación; soportan radiación ultravioleta y de rayos gamma que nos matarían lentamente, y presiones de cincuenta mil kilopascales o más (los humanos vivimos en un entorno de unos 101 kilopascales). Un alga roja y varios hongos pueden vivir en un pH cercano a cero, el del ácido clorhídrico (más ácido que el de una batería de coche), y otros extremófilos, llamados endolitos, viven dentro de rocas, corales o conchas de animales.
Da la impresión de que hacia donde miremos prospera al menos una especie en condiciones casi impensables, que empuja sin parar las fronteras de nuestras nociones sobre la vida. Para los científicos y los filósofos esto abre posibilidades emocionantes, por ejemplo, que exista vida en mundos congelados como Europa, satélite de Júpiter, o en la atmósfera infernal de Venus. La resistencia al vacío del espacio de ciertos seres es un espaldarazo a la hipótesis de la panspermia —que la vida puede viajar de un lugar a otro en asteroides o cometas que la siembran allí donde caen— o a las especulaciones sobre el surgimiento de vida con químicas muy distintas a la nuestra. Pero hay quien tiene la mirada puesta en otro lado: las proteínas que les permiten a los extremófilos hacer su magia y que podrían usarse en la industria de los combustibles, en la producción de materiales como papel, fármacos, alimento para ganado o detergentes, o en la degradación de sustancias tóxicas de la producción industrial. Cosas que podrían ayudar a rescatar entornos estropeados por la mano del hombre o a rematarlos; a salvar especies o animar su extinción. A determinar, en una palabra, cuáles de los extremófilos que somos los seres vivos heredaremos la Tierra: Shatner o las bacterias.
Esta historia se publicó en la edición impresa “Región de extremos”.
MAIA F. MIRET. Editora, escritora y asesora cultural. Estudió Diseño Industrial en la Universidad Iberoamericana y tiene un diplomado en Divulgación de la Ciencia por la unam. Es autora de diversos libros de divulgación y de literatura infantil, como Trilobites, en coautoría con Manuel Monroy (Océano Travesía, 2017) y Arañas, pesadillas y lagañas…, en coautoría con Luigi Amara y varios escritores más (sm, 2013). Actualmente es editora en editorial Océano. En esta edición escribió sobre los extremófilos.
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