Camino por el Flatiron District, zona en el centro-sur de Manhattan donde se concentran la mayoría de los lugares para comer preferidos por los neoyorquinos. A unas cuadras de aquí están Maialino, 15 East y Shuko, todos ellos restaurantes multipremiados. Es casi imposible encontrar un restaurante mexicano en Nueva York que no haga un guiño a lo mexican curious: abundan las vírgenes de Guadalupe, las máscaras de luchador, el papel picado y las paredes rosa mexicano. Sin embargo, hay un nuevo espacio que se ha convertido en uno de los favoritos de los habitantes de la Gran Manzana. Se llama Cosme y su creador es el chef mexicano Enrique Olvera. Cosme rompe totalmente con el estereotipo mexicano: diseñado en tonos grises y negros con mobiliario minimalista, este establecimiento fundado por Olvera y tres socios más en 2016 no muestra ni un atisbo de folclor.
A sus cuarenta años, Olvera ha recibido decenas de prestigiosos reconocimientos, entre ellos, los otorgados por The Diners Club, The New York Times y Bon Appétit. Es chef propietario de nueve restaurantes: Pujol, Cosme, Manta, Moxi, Mr. Buns y Eno (cuatro loncherías de barrio). Enrique y su equipo atienden a más de mil personas al día en la Ciudad de México, San Miguel de Allende, Los Cabos y Nueva York.
Nos sentamos en una de las largas mesas comunales de Cosme y me ofrece un café. Sé, por otras entrevistas que ha dado, que bebe alrededor de diez cafés al día y que le gusta probar granos distintos. “Es café normalito, de cafetera, ¿está bien?”, me pregunta y yo asiento, me reconforta no estar frente a una de esas personas que no beben más que expresos con chasers de agua burbujeante. Estoy a punto de ponerle azúcar a mi café pero recuerdo que Enrique la detesta, dice que es más peligrosa que la cocaína y que debería estar prohibida, así que me abstengo y pruebo el café (delicioso, no necesita ser endulzado) mientras él da indicaciones a su personal.
Enrique Olvera nació en 1976 en la colonia Del Valle de la Ciudad de México, “clase media normalita”, dice él, cuando le iba bien en la escuela su mamá lo premiaba con esquites y conchas de vainilla. “Mi infancia fue de bicicleta y de salir a atrapar chapulines al cerro”, responde cuando le pregunto sobre su vida en Querétaro, ciudad a donde su familia se mudó cuando Enrique tenía diez años. Sus abuelos paternos fueron panaderos, su abuela tenía una panadería en la Ciudad de México y su abuelo, una en Zihuatanejo. Enrique pasaba los veranos en la playa y trabajaba en la panadería.
“Mi hermano se quedaba cobrando en el mostrador pero a mí me encantaba irme a la parte de atrás, que parecía un calabozo, había aserrín en el piso, estaba cochambroso, pero ahí es donde ocurría la magia: la masa se convertía en pan. Y a la fecha, lo que más me gusta de la cocina es la parte de la transformación del ingrediente, me parece increíble”, dice Enrique y sonríe.
En una de las escenas de Chef’s Table, serie de Netflix que retrata el trabajo y la vida de los mejores cocineros del mundo, Olvera aparece en la cocina de su casa haciendo tortillas de masa con sus dos hijos más pequeños. Dice que oler las manos impregnadas de masa de sus hijos cuando le tocan la cara lo llena de felicidad. Esa fascinación por la materia prima de los alimentos es lo que distingue a los grandes chefs, todo buen cocinero tiene algo de alquimista.
—¿En tu casa te celebraban que te gustara la cocina?
—No me lo celebraban, pero tampoco me sacaban de la cocina. Como somos dos niños y mi hermano nunca le ayudó a mi mamá, a ella le convenía que yo le ayudara. Era también un tema de compañía. Yo creo que mi jefa no tenía ni idea, ni miedo de que me convirtiera en cocinero porque no era una opción, la gente no decía: “Aguas porque este güey me va a salir chef”.
Cuando Enrique era adolescente, su familia se mudó de vuelta a la Ciudad de México, pero su madre se quedó unos meses en Querétaro para vender la casa, de tal forma que la preparación diaria de alimentos recayó en él. “Siempre tuve intuición para la cocina, por ejemplo, saber cuánta cebolla echarle a una salsa sin tener que ver una receta. Además de que me gustaba el tema de la hospitalidad, cocinar para alguien más me encanta”, dice y me cuenta que empezó a cocinar para conquistar a Allegra, su actual esposa, a los diecisiete años, y luego para sus amigos. Sus cenas se volvían cada vez más sabrosas y más sofisticadas, a tal punto que los padres de sus amigos empezaron a asistir a ellas: “Lo más bonito es entregarte a alguien más a través de la cocina, es un acto de cariño”.
En la preparatoria, trabajó en La Pérgola de Polanco y en la Hacienda de los Morales, haciendo mayonesas, lavando platos, y después de un tiempo, preparando ensaladas y pasta fresca. Su padre, que había peleado por no seguir en el negocio familiar de las panaderías para convertirse en ingeniero, pugnó para que Enrique tuviera una licenciatura, de tal forma que el hijo se mudó a Estados Unidos para estudiar en una de las escuelas para chefs con más renombre, The Culinary Institute of America.
“Convertirse en chef es un proceso que continúa a lo largo de toda la carrera”, así comienza The Professional Chef, una de las biblias de todo aquel que aspire a vivir de cocinar, un tomo de 1,215 páginas que The Culinary Institue publica desde 1984 y que va en su octava edición.
Enrique me cuenta que cuando llegó a Hyde Park, el pueblo a dos horas al norte de la ciudad de Nueva York donde está el instituto, sintió lo que es pertenecer a una comunidad de apasionados de la cocina, “pasé de ser un bicho raro a ser un bicho entre dos mil bichos iguales a mí”. Lo imagino a los 17 años, enclaustrado en la cocina, aprendiendo cómo hacer una salsa sedosa, un bouillon desde cero, un sauté perfecto. “Siempre hay otro nivel de perfección que alcanzar y otra técnica que dominar”, concluye el primer capítulo de The Professional Chef.
Pesca del día, mantequilla avellanada, papa, mayonesa de limón en conserva y apio.
Durante sus años como estudiante, todo giraba en torno a la técnica. Un buen chef no era el que reinventaba un plato, sino el que trabajaba con la mayor eficiencia. Cuando se graduó y regresó a México en 1999, su libro de cabecera era The French Laundry de Thomas Keller, uno de los representantes de la New American Cuisine.
—¿Qué de tus primeros años como chef persiste en tu visión de la cocina?
—De la New American Cuisine me gusta esa idea de darle valor y de recontextualizar ingredientes y platillos comunes. Por ejemplo, tomar la bolsa de chícharos y zanahorias que encuentro en la sección de congelados de un supermercado como inspiración y hacer una sopa perfecta con mejores ingredientes.
El sándwich de foie gras y el salpicón de pato, algunos de los primeros platos del Pujol, que abrió sus puertas en el 2000, reflejan el entusiasmo de Olvera por la New American Cuisine. Ubicado en un pequeño local de la calle de Petrarca, en Polanco, más que servir comida mexicana, Pujol se definía como un lugar de “cocina de autor”. Al principio, su éxito fue moderado, pero en 2011, cuando entró en la lista de los 50 Mejores Restaurantes, se volvió casi imposible conseguir reservación en este establecimiento para 50 comensales.
Luego vino el periodo de deconstrucción siguiendo las técnicas del chef catalán Ferran Adriá. Pujol servía tacos en frasco donde el chicharrón venía en polvo y la salsa era una gelatina, el menú de degustación tenía más de diez tiempos y abundaban las espumas y los falsos cuscús de ingredientes poco convencionales. De mi primera visita a Pujol en 2008, recuerdo la lengua en salsa de aceituna verde y el capuchino de flor de calabaza, a pesar de que eran las dos de la tarde, la iluminación en Pujol era cavernosa y se respiraba un aire de solemnidad. Salí de ahí un poco desencantada por la comida, pero con la sensación de que algo importante estaba pasando en la cocina de Olvera. Ocho años después, estoy frente a este pionero de la cocina mexicana contemporánea y caigo en cuenta de que la primera década de Pujol fue su etapa formativa.
“Eres muy buen cocinero, Enrique, pero no estás haciendo cocina mexicana”, eso le dijo Ricardo Muñoz Zurita, proverbial chef mexicano y mentor de Olvera, hace seis años. Las palabras de Zurita se sumaron a un texto de René Redzepi, el chef danés que revolucionó la comida nórdica y cuyo restaurante fue el mejor del mundo durante varios años consecutivos, donde aseguraba que en lugar de reinterpretar las viejas recetas usando técnicas extravagantes, hay que crear nuevos platos.
La época tecnoemocional de Pujol terminó en 2010, cuando Olvera emprendió un largo viaje por el sudeste de México. Cuenta que después de horas en la carretera, se bajó del coche y lo primero que hizo fue meterse a la cocina de la casa donde iba a pasar la noche, tomó una tortilla recién hecha, le echó salsa y le dio una mordida. “Fue una de las experiencias más mágicas de mi vida, a la salsa le habían echado hormigas chicatanas. Las chicatanas salen con las primeras lluvias, hay chicatanas sólo cinco días al año, para mí ésa es la definición del lujo”, dice. Ahí empezó la siguiente etapa de Pujol, la de la vuelta al origen, donde creó platos como los elotitos con mayonesa de café y hormiga chicatana, que han sido alabados por publicaciones de todo el mundo y que todavía se encuentran en el menú.
Elotes con mayonesa de hormiga chicatana, café y chile costeño.
El siguiente paso en la época redzepiana de Pujol fue encarar a la madre de las salsas mexicanas: el mole. Así que Enrique le pidió a Muñoz Zurita que le enseñara a preparar su receta de mole de siete días. Los cocineros de Pujol se dieron cuenta de que conforme pasaban los días, el mole sabía mejor, los sabores se asentaban y se redefinían, el mole recalentado era de mejor calidad. Entonces siempre guardaban un poco del mole viejo y lo usaban de base para el mole nuevo que preparaban con una base de jitomate, cebolla, ajo, y al que le agregaban ingredientes de temporada como plátano, jamaica, tamarindo y manzana. Así nació mole madre, un círculo perfecto de mole recalentado una y otra vez desde hace casi tres años, con un centro de mole preparado ese mismo día. La técnica también cambió, en lugar de freír los ingredientes, se rostizan en el horno para que el mole se vuelva más ligero y menos indigesto, en lugar de servirse como platillo principal, se sirve como entrada, para comer con tortillas frescas.
Del mole madre, Juan Villoro escribe que conserva los aromas y sabores de los días anteriores y anuncia los del día siguiente, “reitera la tradición y ofrece algo que sólo existe en ese instante”. El mole madre ya es más que un plato, es un organismo vivo y otro de los platos emblemáticos de Olvera. Al 1 de octubre, el mole madre llevaba 1092 días.
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Regreso para cenar en Cosme al día siguiente. Veo entrar a los primeros comensales de jeans y tenis y pienso en esa ocasión en la que Enrique tuvo que ponerse un saco prestado en Le Bernardin, uno de los pocos restaurantes en Nueva York con tres estrellas Michelin. Laudado por medios como The New York Times y Food & Wine, desde que abrió en 2014, el éxito de Cosme ha sido rotundo, durante sus primeros meses de operación era casi imposible conseguir una mesa. Olvera cautiva a los neoyorquinos con una combinación del rigor del fine dining y el desparpajo de la comida callejera mexicana, sus carnitas de pato son uno de los platos más fotografiados.
Enrique me guía escaleras abajo, a la cocina. Yo imaginaba un régimen casi militar, pero aquí nadie grita, los cocineros bromean en español, escucho acentos venezolanos, chilenos, chilangos. Hay una repisa con varios contenedores de plástico, uno de ellos tiene una etiqueta que dice “Manos de Princesa”. Le pregunto a Enrique qué son y me dice que son los cuchillos de cada chef, “los cuchillos, igual que los libros, no se prestan”, gira hacia un cocinero chaparrito y le dice, “esos seguro son tuyos, ¿verdad, güey?”, el cocinero se ríe, me enseña sus manos enguantadas en látex y me explica, “es que uso talla chica”.
La columna vertebral de la cocina de Cosme está formada por tres ingredientes: maíz, chile y frijol. Ésos los traen secos desde México, los demás ingredientes los compran a proveedores locales. Veo a Enrique meter la mano en uno de los enormes contenedores de maíz y recuerdo su obsesión por este grano milenario, En la milpa (2011), su segundo libro, es una historia de la cocina mexicana a través del maíz. Olvera está convencido de que se puede hablar de maíz de la misma forma en la que se habla del café o de las uvas. “Debería haber maíces con denominaciones de origen para que pudieras pedir tortillas a la carta, hechas en el momento”, dice.
—¿Cómo ha sido cocinar con ingredientes de las granjas de Nueva York?
—Es un proceso creativo guiado por la temporada y por lo que el mercado te ofrece, abordado de una manera muy mexicana, pero también tratando de no ser recalcitrantes. Si en México vas al mercado y hay tomates verdes y pápalo, con eso haces una salsa. Aquí a veces no hay tomates verdes, pero hay berenjena y estragón, entonces hacemos una salsa con esos ingredientes. Nueva York es una ciudad muy diversa y eso es lo que nos encanta de aquí, por eso no tenemos miedo de meter una técnica japonesa en un ceviche o de ponerle un ingrediente tailandés a un mole. Así definimos Cosme, como un restaurante con comida hecha por mexicanos pero que tiene una identidad muy neoyorquina.
«¿Por qué perder eso, por qué descontextualizar lo mexicano para presentarlo como alta cocina?».
Es jueves, son las ocho de la noche y las 350 sillas de Cosme están ocupadas casi en su totalidad, los comensales hablan en inglés y en español, en la entrada hay un equipo de japoneses fotografiando enmoladas y Enrique, Santiago Gómez, su socio, y yo nos sentamos en una de las mesas cercanas al bar; ellos beben mezcal, yo, un coctel con mezcal, ginebra, vermouth y piña que se llama Ninja y que apenas pruebo, necesito estar alerta para lo que viene.
Suena Depeche Mode, The Animals, David Bowie. “Soy un DJ frustrado” me dice Olvera y elije la siguiente pista desde su teléfono, el carácter de la música se transforma conforme avanza la noche, se vuelve menos pudorosa. Daniela Soto-Innes, la chef de cuisine, es decir, la cocinera a cargo de Cosme, cuenta que el local donde ahora está el restaurante solía ser un strip club y que había tubos para hacer striptease por todos lados. Me divierte la ironía del asunto, “el erotismo es la pasión más intensa y la gastronomía la más extensa”, escribió Octavio Paz en su ensayo La mesa y el lecho.
De primer tiempo, Enrique me sirve uno de sus platos más populares, cobia al pastor con tortillas recién hechas. Viene acompañado de una espuma de piña con cilantro que realza el sabor del pescado y contrasta con el adobo. “¿Qué te parece?”, me pregunta y le digo que los tres años que pasé en Nueva York sin encontrar un taco al pastor como los de los puestos de la Ciudad de México valieron la pena. Después viene una langosta con shiso, mojo de jengibre y mantequilla espumosa, al probar el primer bocado entiendo las palabras de la célebre chef Alice Waters, quien decretó que Enrique Olvera es un innovador y un purista al mismo tiempo. Los otros platos de la carta confirman lo anterior: cangrejo con mole amarillo y ensalada de papaya verde, huarache con almejas, kosho de limón y almendras, burrata con salsa pasilla.
Mientras me lavo las manos, observo a la mujer del lavabo contiguo, es rubia y viste como si acabara de salir de uno de los despachos de arquitectura que abundan en Flatiron District. Le pregunto qué tal estuvo su cena y me responde: “No tomé alcohol, pero me embriagué en comida”. Miro sus mejillas sonrojadas y veo que las mías están igual.
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En la cocina de Pujol, uno de los restaurantes de Olvera en la Ciudad de México.
No desperdicio, elegancia, sencillez, sustentabilidad, técnicas de cocción ligeras, todo eso resulta evidente al comer en alguno de los restaurantes de Enrique Olvera, pero al momento de sentarse a la mesa, el comensal se olvida de todo eso, lo único que le queda claro es que ese chileatole de espárrago con chicharrón de chile mulato está riquísimo. Como dice Enrique, la buena cocina no necesita un manual.
—Sin miedo, pero con respeto, así me parece que abordas la comida tradicional mexicana, ¿qué dices?
—Claro, porque cuando vas al mercado, te das cuenta de que es un tesoro, ¿por qué perder eso, por qué descontextualizar lo mexicano para presentarlo como alta cocina? Me interesa mucho mantener el valor cultural de nuestra comida, pero también reconozco que nuestras abuelas no son perfectas y que se pueden llevar muchas de sus creaciones a un lugar más trabajado, a final de cuentas la cocina es eso, son ciclos que van mutando y cada generación tiene el derecho a jugar y a imprimirle su sello.
“Eso es lo hermoso de la comida”, le dijo Olvera recientemente al diario Los Angeles Times, “no le pertenece a una determinada cultura, te pertenece a ti”. Y ése es precisamente el concepto detrás de uno de los proyectos futuros de Enrique, abrir un restaurante en La Habana con los chefs superestrellas Andoni Luis Aduriz, Massimo Bottura y Joan Roca. “La idea era mandar a la chingada a la lista de los 50 Mejores, vamos a hacer el restaurante más divertido, queremos que sea un lugar con música en vivo, con mesas comunales, con pocos platos. Cuando vaya Massimo habrá pasta, cuando vaya yo, tacos, y cuando estén Joan y Andoni, tapas”, dice Olvera y me adelanta que ya están en pláticas con el gobierno cubano, que también fungirá como una residencia para chefs y que llevará el nombre de un árbol.
Enrique le da otro trago a su mezcal, contesta mensajes de texto, cambia la música, le dice a un mesero que le recoja el plato a una mujer dos mesas más allá, saluda a un cliente. En definitiva, Olvera no para, es miembro del Colectivo Mexicano de Cocina, presidente fundador de Mesamérica, una conferencia internacional de chefs; acaba de publicar México de adentro hacia afuera (Phaidon, 2015), con ediciones en inglés y español; da conferencias en universidades, aparece en programas de televisión y viaja por todo el mundo para cocinar con otros chefs famosos. Y por si fuera poco, en noviembre abrirá un nuevo restaurante en el Lower East Side de Nueva York, Atla, con un perfil más casual que Cosme, enfocado en la comida saludable.
—¿Qué viene en términos de tu cocina?
—Ya me chocan los menús de degustación, los siento pesados, como un monólogo. Ahora prefiero tener un menú del día, con tres o cuatro platos deliciosos en lugar de veintisiete tiempos, el maridaje, los violines… Yo siempre digo que Juan Gabriel ya estaba hasta la madre de cantar Querida, lo mismo me pasa a mí, por eso tengo que hacer un menú más largo de lo que me gustaría porque la gente va a Pujol en ocasiones especiales. Pero eso también lo estamos cambiando con el cambio de ubicación a Tennyson a finales de octubre.
Y aunque Pujol apenas se moverá a unas cuadras de su sitio original, a Tennyson 133, sospecho que Olvera todavía tiene varios ases bajo la manga para sorprender a sus comensales. Su capacidad de reinvención está vinculada a su afición por el juego, por el relajo. Cuando le pregunto a Daniela Soto-Innes qué tal es trabajar con él me dice que es divertidísimo, que le encanta bailar solo y que le pinta bigotes y cuernos a sus propias fotografías cuando salen publicadas en revistas.
Tortilla con hoja santa.
“Pasión y vocación están perfectamente integradas en Enrique y en su quehacer profesional. Y cuando se dan esos casos, en los que una persona integra la pasión con el oficio, el trabajo, efectivamente, puede volverse una continuación del juego: una práctica enormemente disfrutable y enriquecedora a la vez”, dice Jorge Lestrade, editor de Uno, el primer libro de Olvera, y amigo cercano de este chef.
Son las nueve de la noche, Cosme está a reventar, hay gente esperando afuera, pero el personal de lugar se mantiene tranquilo, saben que si algo sale mal no habrá gritos, Olvera entiende que la cocina es como el teatro, si fallas una noche tienes la siguiente para reivindicarte. Cuando le pregunté al crítico culinario Alonso Ruvalcaba cómo veía a la cocina de Enrique Olvera y de su equipo me dijo que le parecía una batalla en nombre de la precisión, “una imposición de lo no azaroso al caos de un restaurante”.
Orden y caos, alta cocina y cocina de diario, calabaza del norte de Nueva York y cochinita pibil; la yuxtaposición de los contrarios es parte de la filosofía de Enrique, ése es el rasgo principal de su cocina y lo que permite que sus platillos conversen con el pasado pero miren hacia el futuro.
Un hombre de ojos azules se acerca a nuestra mesa y saluda a Enrique en inglés, viste una playera con motivos mexicanos. “Él es nuestro mejor cliente”, me dice Olvera y cuando le explico que estoy escribiendo un reportaje me cuenta que él viajó a la Ciudad de México casi exclusivamente para comer en Pujol y que le pidió a Enrique una lista de mercados y sitios para comer en la ciudad. “Me cambió la imagen que tenía de México”, me dice sonriente y muerde un gajo de naranja con sal de gusano.
Aunque a Enrique Olvera le disgusten los chefs que se asumen como embajadores extraoficiales de sus países, no cabe duda que su trabajo ha logrado posicionar a México como una potencia gastronómica internacional. Olvera le está comunicando al mundo lo que los mexicanos sabemos de sobra: que somos tacos de cabeza a la salida del metro y chicharrones con guacamole y salsa, pero también escamoles con epazote y vainilla polinizada por colibríes.
El chef Olvera no me deja irme sin probar el postre, merengue de hojas de maíz con mousse de maíz dulce. En cuanto el mousse toca mi lengua, me transporto de vuelta a la casa de mi abuela, tengo siete años y estoy comiendo pan de elote que ella acaba de sacar del horno. Enrique sonríe cuando ve la expresión en mi cara. En la cocina de este precursor de la gastronomía mexicana contemporánea, el ingrediente principal es la memoria.
Merengue seco, crema de rompope y nieve de naranja.