La travesía de los laosianos
Laureano Barrera
Fotografía de Leonardo Vaca
Tras la Guerra de Vietnam, 266 familias tuvieron que abandonar Laos para buscar refugio en la Argentina de Rafael Videla. Ésta es su historia.
Nang Ceribumchomb lavaba la ropa de su familia en el octavo río más largo del mundo. El Mekong nace en la meseta tibetana de Qinghai, China, baja 4,880 kilómetros a través de rápidos, cascadas y remansos, atraviesa Myanmar, Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam y desagua en el mar de China Meridional. Ese día impreciso de 1976, la mujer hizo lo mismo que todos los demás: cargó en un fuentón cuanta ropa pudo y trajinó el trecho corto hasta la orilla. Caía la noche sobre Savannakhet, la pequeña ciudad de Laos donde vivía. En ese tramo, el Mekong era apodado Mae Nam Kong: ‘madre de todas las aguas’. Era ancho, manso y sucio, y la bruma que subía de él al atardecer desdibujaba la selva de Tailandia, en la orilla opuesta. Empezó a fregar las prendas de su marido y su bebé recién nacido, Nikho, que estaban con ella. Pero la labor era una coartada. Habían decidido cruzar el río en canoa esa misma noche para reunirse con sus tres hijos mayores, que habían partido unos años antes con su abuelo, el padre de Nang, cuando el cruce aún era posible, y tenía noticias de que vivían en el templo budista de un pueblo perdido de Tailandia.
La Guerra de Vietnam había terminado el año anterior, en 1975, con la derrota de Vietnam del Sur y la retirada de Estados Unidos. Y el régimen comunista del Pathet Lao, asumido el poder en Laos después de la guerra, había cerrado las fronteras para que no escaparan los traidores que se habían alistado para los “americanos”. Sus guardias patrullaban la costa y no titubeaban en hacer blanco en quienes intentaban cruzar el río.
A menudo, flotaban cadáveres a la deriva como maderos sueltos.
Nang Ceribumchomb miró hacia todos lados y no vio a nadie. Subió a la canoa con su marido y su hijo. Los remos se hundieron en la noche cerrada y, por un rato que le pareció eterno, sólo oyó el rumor del agua. Tenían que pasar la mitad del río: la frontera invisible con Tailandia.
—Fue con canoa. Yo venir la día a poner ropa en tachos como fue lavar ropa. Demasiado, mucho miedo: si encontrar te mata —relata Nang con su rudimientario español cuarenta años después, sentada en su casa de Posadas, a 1,000 kilómetros de Buenos Aires y dos del Río Paraná.
Nang vive en la Colonia laosiana, un predio cerrado con veinte casas chatas dispuestas en rectángulo y orientadas hacia un gran cobertizo central, en las afueras de Posadas, frente al aeropuerto. La suya es modesta: un solo ambiente sin revoque interior, techo y tirantes de madera. De una de las paredes cuelgan un reloj, una tijera, un cesto de mimbre, un rollo de cable y una bolsa de tela negra, sin lógica ni armonía, como quien amontona reliquias recuperadas de un naufragio. Hay una mesa baja (la sala), otra más alta con mantel plástico (el comedor), y una cama, separada del resto por un cortinado naranja (la habitación). En esta casa, construida por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en 1985, lo único que es lo que dice ser es el baño.
CONTINUAR LEYENDOHoy, Nang Ceribumchomb vive con su hijo Nikho. Aquel bebé que cruzó en sus brazos el Mekong tiene 41 años y le ha dado dos nietas, Mía y Sol Claribel. A duras penas Nang puede evocar aquella noche de 1976, en la que lograron entrar a Tailandia y reunirse con Maitry, Suthi y Udon, sus hijos mayores. Con la familia completa vivió tres años en un campo de refugiados de Tailandia. Un día de mediados de 1979, sus nombres aparecieron en una cartelera del patio: habían sido incorporados al programa para refugiados puesto en marcha por la dictadura militar argentina, que estaba en el poder desde 1976.
—¿Tiene recuerdos del campo de refugiados y la llegada a Argentina?
—No. Algo. Poco, muy poco.
Nang no quiere recordar. En una media lengua desprovista de artículos y conjugaciones verbales, describe la parábola iniciada cuatro décadas atrás al sumergir los remos en el río.
—Lo primero extrañaba. Ahora ya entiende idioma. Ya tiene todo, hijos, para llevar allá todo familia.
Uno de los requisitos para ingresar al programa ofrecido por la dictadura era tener menos de 35 años. Sus padres y tíos y seis de siete hermanos quedaron en Asia. Su hermana menor se fue a Suiza. Nang tiene ahora seis hijos: Suthy es pastor evangélico en Estados Unidos, Noy y Alinda viven en el interior de Misiones, Udon en Chascomús, a 200 kilómetros de Buenos Aires. Nikho, después de divorciarse, ha vuelto a vivir con ella. Y Maitry, el mayor, tiene su casa a metros de la suya.
—Mis hijos, mis nieto, no va a querer ir. Por eso que le gusta. Está bien para vivir acá. Muy bien.
Nang volvió a Tailandia una sola vez, en 1996, cuando le avisaron que su madre había muerto. Su padre murió diez años después, pero ya no tuvo plata para viajar al entierro.
Es pequeña y sólida, como un ídolo de yeso. Tiene 68 años, la cara redonda, la piel morena y tersa, y lleva el pelo negro tirante, atado en un pequeño rodete, como los luchadores de sumo. Se muestra cautelosa, un poco montaraz, y no hay forma de saber si no quiere recordar o si no puede. Cuando llegaron a la Argentina, los técnicos educativos del gobierno militar pronosticaron que en dos meses los laosianos dominarían palabras suficientes para hacerse entender, y en dos años hablarían con fluidez. Eso sucedió más de tres décadas atrás.
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Durante los dieciséis años que duró la Guerra de Vietnam (1959-1975) murieron, según cifras de los organismos internacionales, entre 3.8 y 5.7 millones de personas. Casi todos civiles y soldados vietnamitas. Estados Unidos perdió 58,000 soldados y tuvo 300,000 heridos. En tiempos de la Guerra Fría, la de Vietnam era una guerra mucho mayor que el enfrentamiento entre una fracción del sur y otra del norte. Estados Unidos y la Unión Soviética disputaban el mapa del mundo. Aunque Laos, el vecino pobre de Vietnam, se había declarado neutral en la Conferencia de Ginebra de 1954, libró su guerra dentro de la guerra. En 1966, los norvietnamitas abrieron un camino hacia el sur que se internaba un tramo por el norte de Laos. Así abastecían al ejército regular del norte y a las guerrillas del Vietcong. Para interrumpir ese corredor, los aviones norteamericanos soltaron 260 millones de bombas de racimo convirtiendo a Laos en el país más bombardeado de la historia. Además, la cia reclutó clandestinamente a unos veinte mil soldados de la etnia hmong, que vivían en las montañas del norte, para enfrentar en su propio terreno a los vietnamitas comunistas. Se le conoció como la Guerra Secreta de Laos.
En marzo de 1973, cuando Estados Unidos se retiró, sólo evacuó a un puñado de oficiales hmong de alto rango. La guerra continuó hasta 1975. En abril de 1976, cuando se proclamó la República Socialista de Vietnam, los hmongs quedaron en la mira como símbolos de la contrarrevolución y se les persiguió sin descanso: muchos fueron asesinados y otros confinados en campos de reeducación. Cientos de miles huyeron a los campos de refugiados de Tailandia que se volvieron tolderías fantasmales: populosas como ciudades y cercadas por alambre. El éxodo de los desplazados después de la paz fue tan dramático como la propia guerra.
El 20 de julio de 1979, en la sede de las Naciones Unidas, el secretario general del ACNUR, Kurt Waldheim, detalló ante 65 líderes mundiales la situación. El brigadier Carlos Washington Pastor, ministro de Relaciones Exteriores y Culto de la dictadura argentina, pidió la palabra y dijo:
—Respondiendo a su llamado, y consecuentes con la tradicional vocación humanitaria argentina, profundamente sensible al problema de refugiados y desplazados en el mundo (…), el gobierno argentino ha querido, por mi intermedio, manifestar su disposición para recibir 1,000 familias de refugiados provenientes de Indochina.
Argentina fue, efectivamente, el único país latinoamericano que recibió refugiados surasiáticos. A fines de agosto de 1979, una delegación de la Dirección Nacional de Migraciones encabezada por el coronel Remigio Azcona visitó los refugios de Bangkok y Hong Kong. El decreto 2073/79, firmado días antes por el general Jorge Rafael Videla, fijó límites precisos para la “vocación humanitaria argentina”. Azcona y sus hombres, con ayuda de los servicios secretos norteamericanos y franceses, evaluaron las “características ocupacionales e ideológicas, y sus condiciones psicofísicas”. Al límite de 35 años para los jefes de familia se agregó el tope de tres hijos, de modo que además de tíos y abuelos, algunos hermanos debían tomar otro camino. Había un requisito más: los refugiados tenían prohibido por tres años vivir a menos de cien kilómetros de Buenos Aires, o en las ciudades del interior en las que sus autoridades decidieran rechazarlos.
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Thavid Senesoopha y su mujer, Susy, estaban en uno de los campos de refugiados de Tailandia: Nong Khai. Su primer hijo varón había nacido en ese lugar. Habían escapado nadando por el Mekong una noche de 1978, desde Vientián, capital de Laos, hasta el pueblo tailandés de Cong Nan. Susy estaba embarazada de seis meses.
—Dos horas para llegar a Tailandia, en el agua. Vos atar soga alrededor del cuerpo con dos bidones de cinco litros y te vas —recuerda Thavid, sus piernas cruzadas sobre una silla de jardín y un control remoto en la mano, una mañana de domingo.
La conversación ocurre en la sede de la Asociación Comunidad Trabajar, en el barrio de Yohasá, una zona de calles empedradas y bulevares verdes a veinte cuadras del centro de Posadas. La Asociación fue fundada para negociar colectivamente los resarcimientos a las familias que debieron ser relocalizadas en 1998, cuando la inauguración de la represa hidroeléctrica Yaciretá —un proyecto bilateral entre Argentina y Paraguay— elevó la cota del río Paraná y dejó varias casas bajo el agua. Muchas de las familias que vivían allí eran laosianas. Thavid es presidente de la Asociación que funciona en una sala amplia y luminosa, pero desangelada: apenas una mesa con un televisor de muchas pulgadas, una repisa, dos mástiles con las banderas de Laos y Argentina. En un espacio contiguo hay jengibre triturado de su cosecha secándose en el piso.
—Antes de meter al agua, comí cuatro dientes de ajo para que caliente el cuerpo.
Thavid se alistó para combatir en Vietnam para los “americanos” en 1966, con 16 años, porque no tenía trabajo. Desde 1971 a 1975 fue tanquista voluntario. De aquellos días conserva recuerdos tormentosos: en nueve años de guerra vio a decenas morir. La noche que escaparon cruzando el río, una patrulla costera tailandesa los detuvo y los apuntó a la cabeza por no tener documentación. Los salvó un monje que pidió a los milicianos que enfundaran las armas. Los llevaron a una comisaría donde fueron interrogados durante dos semanas. A Thavid lo tiraron en una celda con treinta prisioneros; a Susy la llevaron a otra. Regularmente lo sacaban, lo golpeaban y repetían el interrogatorio. Cuando se convencieron de que no era un infiltrado comunista, dieron aviso a la ONU y los llevaron al campo de refugiados Nong Khai. Vivieron un año en una casa de caña y paja, con paredes de cartón. Un día llegaron diplomáticos argentinos ofreciendo su país como un nuevo hogar. Proyectaron imágenes de unas pampas prósperas y apacibles: campos dorados con máquinas cosechando trigo, las Cataratas del Iguazú, la costa de Mar del Plata. Thavid desconfió: desconfiaba de cualquier país que estuviera al mando de un militar. Entonces fue a la embajada argentina en Bangkok, donde le dijeron que si quería ir a Francia o Estados Unidos tenía que esperar uno o dos meses más.
—Pero nadie quiere vivir centro de refugiados Tailandia. No es detenido, pero es medio complicado la vida. Yo dije ‘bueno vamos nomás. Capaz que va mejor que acá’.
Ni Thavid ni el resto de los refugiados sabía bien qué era Argentina, pero había algo seguro: era un lugar remoto donde guarecerse de la violencia y de la guerra. Llenó los formularios y se hizo un análisis de sangre.
—Todo lindo, todo hermoso. Cuando llegué a Argentina todo diferente: mandaban trabajar al campo.
El 14 de septiembre de 1979, un Boeing 707 aterrizó en el aeropuerto de Ezeiza. Bajaron doce familias de Laos y cinco de Camboya. El primer contingente de refugiados del sudeste asiático pisaba el suelo argentino.
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—Los verdaderos motivos no quedaron escritos en ningún lado —asegura Roberto Peralta, calvicie avanzada, barba candado, en la última mesa de una cafetería del centro de Buenos Aires.
En 1981, con 22 años, Peralta ingresó a la Dirección General de Política Demográfica de la Cancillería y pronto lo asignaron como enlace en el programa de refugiados laosianos. Más de una vez, en aquellos años, escuchó los motivos reales que habían inspirado el programa.
—El canciller argentino aceptó el pedido del ACNUR por la emergencia en Indochina el mismo día que esperaba que el Comité de Derechos Humanos del organismo designara un relator para visitar el país —explica Peralta.
El relator especial es un hombre externo al organismo, comprometido con los derechos humanos. Hay una sola razón para que la ONU designe uno: la presunción de que uno de sus miembros está violándolos. Para julio de 1978, las estimaciones de exiliados de la dictadura argentina hablaban de unos 10,000 muertos y desaparecidos. La Junta Militar sólo admitía algunas “bajas” en una guerra convencional contra “subversivos marxistas”. Sin embargo, las denuncias de los exiliados y de la cúpula de la guerrilla armada de Montoneros, afincada en México, eran cada vez más inocultables. Para la diplomacia argentina, recibir a los surasiáticos era una forma de echar un velo sobre la podredumbre que reinaba en casa.
—Después de que la Argentina ofreció traer a los refugiados, la ONU tuvo que levantar la moción del relator —dice Peralta—. No podían crucificarla.
El 83% de los ofrecimientos de casa, comida y trabajo para los laosianos provino de dueños de grandes estancias que veían en los refugiados peones baratos y sumisos. Por eso la mayor parte de las familias elegidas fueron de origen rural, exceptuando un puñado de dirigentes de la antigua administración de Laos. Otros pocos, como Thavid, habían sido soldados. Según un informe del Ministerio del Interior argentino del año 2012, entre 1979 y 1981 llegaron al país 293 familias surasiáticas —266 laosianas, 21 camboyanas y 6 vietnamitas— en once contingentes: menos de la tercera parte de la generosidad prometida por el canciller Pastor en el caluroso verano de Ginebra.
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Después de tres horas en el aire, en el mediodía del 19 de febrero de 1980, el vuelo 54 de Austral inició el descenso al aeropuerto de Posadas. Maitry Prommavongsa, el hijo mayor de Nang Ceribumchomb, contemplaba fascinado los arroyos: desde el aire, al reflejo del sol, se veían como larguísimos hilos de luz. Tenía 12 años y había pasado los últimos tres en un campo de refugiados de Tailandia, luego de que sus padres y su pequeño hermano Nikho llegaran al templo budista donde vivía. Ahora, después de un mes en un centro de adaptación en Ezeiza, Buenos Aires, los habían destinado a la capital misionera.
—Acá Posadas nos recibieron autoridades militares, pero de bien, no de malo. Nos recibió con trompetas, tambores, flautas —recuerda Maitry treinta y seis años más tarde.
La cara circular, la piel trigueña, los ojos finos, el pelo negro y lacio con la raya al medio: un asiático igual a cualquier otro asiático. Maitry tiene tres hijos, una esposa criolla, y vive en la Colonia, a cuatro casas de su madre, Nang. Además de las viviendas, el ACNUR le asignó a cada dueño una hectárea al fondo del predio. En la suya hay 20 cerdas, un gallinero y una plantación de jengibre. Y un peón argentino que lo llama “señor”.
—Ahora ya está todo acomodado. Al principio fue difícil porque el gobierno viene y nos deja tirado en Brete.
El día del recibimiento la escenografía había sido cuidadosamente diseñada: el mayor retirado Alberto Pérez, director provincial de Defensa Civil y responsable de “El Brete”, el centro de adaptación en Misiones, les estrechó la mano. Los docentes, psicólogos y asistentes sociales del programa aplaudían detrás de un vallado. Una maestra saltó la empalizada para besar a los recién llegados. El dato fue resaltado en la crónica de El Territorio, el diario más importante de la provincia. “Esta acción espontánea fue la que creó el clima particularmente cálido y afectuoso en el que se fundieron laosianos y misioneros.”
Aunque el operativo publicitario fue austero —apenas unos afiches pegados en las calles de Posadas—, la llegada de los asiáticos a Misiones fue un acontecimiento y toda la ciudad habló del tema. El centro para los refugiados El Brete se montó en un balneario céntrico cercado por alambre a orillas del río Paraná, que tenía un galpón que hasta ese momento había sido utilizado para exhibir ganado. Allí debían pasar un mes para “occidentalizarse” y luego partir al interior de la provincia donde los esperaba un trabajo.
— ¿Podían salir?
—No, para nada. No le dejan salir. Ni en Tailandia, ni acá —dice Maitry.
El hombre recuerda los primeros momentos en El Brete: ellos formados en el patio frente a las autoridades militares y civiles. Un maestro rural laosiano izó la bandera mientras en los altoparlantes sonaba “Aurora”, una canción patriótica nacional. El almuerzo de bienvenida fue sopa de verduras con mandioca, arroz blanco y pescado a la cacerola. De postre, peras y naranjas. Casi ninguno probó bocado.
—Yo, cuando hacían polenta no tocaba. Escarbaba, buscaba un pedacito de carne —recuerda ahora Maitry—. El guiso era pasable.
Al día siguiente recibieron la visita —de veinte minutos— del interventor militar de la provincia, Rubén Norberto Paccagnini, y de dos de sus ministros. Paccagnini era un capitán de navío retirado que había integrado la plana mayor de la Base Aeronaval Almirante Zar, en la provincia de Chubut, durante el fusilamiento en 1972 de 16 militantes presos acusados de querer fugarse, episodio que pasó a la historia como la Masacre de Trelew. Los laosianos se reunieron en la puerta del comedor y los aplaudieron largamente. El maestro rural, como pudo, agradeció en nombre de los demás:
—Nosotros muy contentos porque los caporal llegan de provincia de Misiones, que vienen a mirar que nosotros.
Las crónicas de El Territorio presagiaban un mes idílico. Seis maestros titulares y diez suplentes, con guardias los fines de semana, darían cursos básicos de idioma. La dirección de Minoridad llevaría juguetes. Por las tardes, habría actividades recreativas y por la noche espectáculos folklóricos. A pedido de los más instruidos, libros de filosofía en francés y diccionarios bilingües. Despuntaba el sol después de veinte años de sombras. El nuevo hogar, a un planeta de distancia del propio, era una feria de oportunidades. Los problemas empezarían después.
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—Y después de El Brete, en marzo de 1980, gobierno militar nos mandó a Wanda, un pueblo cerca de Iguazú, a cosechar yerba. Tareferos, que le dicen. Y mi papá, que era bastante joven en ese tiempo, no sabía nada de yerba. ¿Qué es yerba? Sabemos cosechar arroz, sabemos cómo plantar, cómo producir, pero yerba no. Y el frío que tenemos acá no es lo mismo que en Lao. Uh, qué frío dormir de noche. Apenas tenemos frazadas para acurrucar. ¿Qué va a rendir esa gente con semejante frío, a romper ramas? Y encima te paga por kilo. Si no rendís no podés darle de comer a tu familia.
Alrededor de Maitry, el patio trasero de la Colonia revienta de verdes, rojos y ocres. Después de su borbotón de ira, hace un silencio teatral.
—Entonces hacé de cuenta que lo mandás a morir.
A su padre y otros quinces jefes de hogar los mandaron a morir el 1 de abril de 1980, en una Cooperativa Agrícola que constaba de un secadero de yerba —la hoja con la que se prepara el mate—, un aserradero y acopio de té, tung y soja. La jornada empezaba al alba con el campo cubierto de escarcha y terminaba al anochecer. Las 16 familias vivían en casas de madera con electricidad y agua potable, y tenían 700 metros cuadrados de tierra colectiva en un barrio construido para ellos. Los primeros quince días de trabajo, Roberto Beck, el dueño, les pagó al final de la jornada. La segunda quincena el pago pasó a ser por productividad. Debían cortar 300 kilos de yerba diarios si querían, además, cobrar el adicional por salario familiar. Su madre Nang, embarazada, y varias mujeres más, tuvieron que sumarse a la cosecha. Unos días después, la bronca estalló por la cobertura médica. El único sanatorio de Wanda dejó de atenderlos en julio de 1980. En septiembre, dejaron de ir a trabajar y de mandar sus hijos a la escuela. Beck, un nórdico corpulento a quién Maitry recuerda bien, hizo su descargo al diario local: unos y otros habían sido engañados, dijo. La inflación de los últimos dos años hacía imposible pagar los 360 dólares que los militares argentinos les habían prometido a los laosianos. “Si en un mes puedo juntar 360 dólares, en tres años puede comprar auto o volver. ¿Y por qué nada pasa ahora?”, se quejó uno de los líderes ante los enviados de El Territorio.
—Estábamos bien, pero falta más plata para comer —dice Maitry—. Por eso mi papá, mi mamá, y el grupo decidieron volvernos.
El intento fue la mañana del 8 de septiembre de 1980. Viajaron hasta Posadas en ómnibus y acamparon en la estación de trenes: tomarían el servicio de las siete de la tarde para llegar hasta la delegación de las Naciones Unidas (ONU), en Buenos Aires, y pedir que les cambiaran el lugar de residencia. A las seis de la tarde llegó a la estación el mayor Pérez y apostó a sus hombres en la puerta de cada vagón. Cuando el tren se fue, cargó los bolsos de los laosianos en un bus del gobierno. La incipiente rebelión estaba aplastada. Una patrulla policial les abrió paso hasta Wanda.
Unas semanas después, llegó de visita un laosiano que había llegado a El Brete en un segundo contingente. Les contó que fabricaban muñequitas para vender, que no tenían jefe y ganaban más que segando ramas de yerba mate. Los padres de Maitry volvieron a armar las valijas.
—Subimos en la caja de un camión Mercedes Benz, no sé cómo consiguió, pero bajamos en Brete. No le gusta nada a los gobiernos, por supuesto —dice Maitry.
Las otras familias también se fueron, todas. La experiencia de Wanda había sido publicitada por la dictadura como un ejemplo exitoso. La fuga de los tareferos era la metáfora de su fracaso.
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Desde 1980 hasta 1998 el balneario de El Brete fue territorio laosiano: un país dentro de Argentina, una ciudad dentro de Posadas. La vida en el lugar osciló, para los refugiados, entre el encierro obligado y el aislamiento voluntario, aunque nunca dejó de ser un lugar al que podían volver si las aventuras comerciales que intentaban no salían bien.
Al principio, fue incorporado con naturalidad al paseo ribereño. Pero seguía siendo un gueto vigilado por militares del que nadie salía sin permiso. En julio de 1980, los laosianos que vivían ahí se enfrentaron con palos y cuchillos a un cabo del Ejército, que respondió con un tiro al aire. Los maestros y psicólogos del programa de integración renunciaron y el manejo de El Brete quedó a merced de la disciplina militar.
En 1983, con el regreso de la democracia al país, los controles se hicieron más laxos. De a poco, los refugiados laosianos dispersos por la provincia volvieron a El Brete y se instalaron en el galpón. En 1984 el programa de Naciones Unidas expiró y también el impedimento formal de vivir a menos de 100 kilómetros de las capitales. Llegaron más laosianos, puesto que la violencia política y la crisis económica de la posguerra continuaban en su país, y Posadas funcionó como enclave colonial de Asia en esas pampas lejanas.
Para los locales, que El Brete se consolidara como un espacio definitivo y no transitorio, se volvió una nota discordante del paisaje habitual. El precario equilibrio social previsto por los militares se empezó a desmoronar.
—Tenían su propia forma de cocinar, de organizar la casa, y no aceptaban abiertamente lo que se les ofrecía. Ahí empezaron los conflictos —explica Romina Zulpo, antropóloga de la Universidad de Misiones, sentada a la mesa de un bar posadeño.
Zulpo se graduó en 2012 con una investigación que le demandó años, llamada Memoria e identidad. Del sudeste de Asia a Posadas. Para ella, ese contraste cultural poco entendido fue el origen de los recelos. Da ejemplos: en El Brete los laosianos habían recibido muebles y ropas donados por la gente del lugar. A la hora de comer, corrían los muebles y hacían un espacio en el suelo.
—Tenían otras formas no aceptadas de comensalidad —dice Zulpo—. Tampoco es justo decir que los posadeños discriminan: no hubo un trabajo suficiente desde el Estado de integrar la cultura laosiana al contexto local.
El éxodo interno de indochinos a Posadas continuó hasta mediados de los noventa. El censo de 1991 registró que el 29% de los refugiados surasiáticos vivían ahí. La segunda ciudad elegida era General Roca, en Río Negro, con tan sólo el 6.6 por ciento.
Para entonces, en El Brete, las casas de madera y cañas de bambú se continuaban fuera del galpón. Los laosianos pasaban el tiempo encerrados en esa aldea, entre riñas de gallo, vóley y ping pong. Algunos jóvenes habían empezado a estudiar artes marciales. Sin la ayuda del ACNUR, se volcaron masivamente al comercio: kioscos, despensas, peluquerías. Con el paso del tiempo explotaron el marketing cultural: abrieron casas de masajes o tatuajes orientales, enseñaron artes marciales o vendieron artesanías y comida típica. Pero la gran mayoría empezó a vender ropa en la calle: la compraban en Paraguay o en los mercados de los arrabales porteños.
El 7 de julio de 1998, en medio de fuertes denuncias de corrupción, los presidentes de Argentina y Paraguay inauguraron la represa hidroeléctrica Yacyretá. El Brete iba a quedar bajo las aguas. En septiembre, el Ente Binacional Yacyretá (EBY) —a cargo de los estudios y la ejecución de la obra— relocalizó a las familias laosianas y a otras posadeñas en el barrio de Yohasá. El vecindario no les dio un recibimiento cálido. En los pasacalles de aquel momento decía: “No queremos laosianos en Yohasá”.
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Misiones es una de las provincias más chicas de Argentina, flanqueada por cinco ríos, conocida por sus virtudes naturales: abunda la yerba mate, el color de su tierra es rojo, y están allí las impactantes Cataratas del Iguazú. Pero también es la provincia más rica en multiculturalidad: tiene más de veinte colectividades extranjeras de Europa, Asia y América, y la mayor diversidad religiosa en proporción a la cantidad de habitantes: más de 60 cultos distintos.
Sin embargo, cuando Maitry, Thavid, Nang y sus paisanos la eligieron para vivir, no conocían las Cataratas. Tampoco existía el budismo —que llegó con ellos—, ni sabían de la cantidad de forasteros del mundo que se habían afincado ahí. En la tierra colorada crecía la moringa, el aguacate, el mamón —el nombre asiático de la papaya—, la caña de tacuara, y luego los frutos traídos por ellos desde Laos, como el mango banana y la batata blanca. También estaba el río Paraná, tan semejante al Mekong, y como en Laos, el invierno subtropical era templado y húmedo. Esas postales, perfumes y sabores fueron durante años el hilo con el pasado y con la patria perdida. El amarre que nunca, ninguno, quiso soltar. Excepto Samay.
Samay Saysombath no quiere volver a ver el Mekong, y rompe a llorar cada vez que el recuerdo la sumerge otra vez bajo sus aguas. Tenía sólo cuatro años en 1978 cuando su padre, Sane —enfermero del ejército del Reino de Laos— la rescató, a ella, a su madre y a su hermano menor, de un campo de refugiados de Tailandia en el que habían pasado siete meses sin poder salir. La única manera para sacarlos de ahí era el río. Su padre le apretó la nariz y le pidió que cerrara los ojos. Samay no sabía nadar y tuvo que mantenerse a flote aferrada a un tronco. El relato de la noche más triste de su vida se interrumpe con su llanto. Cuando lo retoma, se torna heroico y algo inverosímil: más hombres escapaban con ellos y algunos fueron alcanzados por las balas. Incluso su padre, dice, tuvo que degollar unos guardias.
—Es el peor recuerdo de mi vida. Yo no quiero ni hablar de eso —dice Samay, en el garaje de su casa del barrio Yohasá, en Posadas.
Tiene 41 años, y ha sido bella. No quiere fotos: sólo su figura a contraluz. Viste un pantalón de tela fina color té con leche y una camisa a tono. Una cadena de oro le cruza la cintura. Pisó la Argentina a fines de 1979, con ropa y corte de pelo de varón: en los campamentos de refugiados eran frecuentes los abusos a las niñas. El primer recuerdo que tiene de la Argentina es una señora que le dio un poncho marrón y una galletita Ópera.
—Nunca más lo olvidé, porque fue el primer bocado que recibí.
A pocos días de llegar, la llevaron con su familia a un Centro de Refugiados de Claromecó, una pequeña localidad de la costa bonaerense. Lo único lindo ahí fueron los mejillones que juntaban en la playa cuando los dejaban salir. Un día, los militares que custodiaban el galpón revolvieron sus cosas. Dijeron que buscaban armas, pero lo que se llevaron fueron alhajas y oro. Aunque el robo pudo haber sido después, se desdice Samay, mientras vivían en un hotel de Buenos Aires del que terminaron echándolos como perros. Ya no se acuerda de las circunstancias, o eso dice. Sólo queda intacta la furia que sedimentó en esos años.
—Yo he tratado olvidar. Por eso yo no veo película de guerra.
De Claromecó, “la asistencia social” de la ONU los envió a Maipú, otro pueblo bonaerense. Allí su padre fue casero en la estancia del dueño de la sede local de la empresa Ford. “El señor Ford, de la camioneta Ford”, precisa. Pero Thavid —el veterano de Vietnam, que hizo el mismo recorrido junto a la familia de Samay—, recuerda otra cosa: a la estancia se la conocía como San Simón, y era una casona de estilo normando que había sido herencia de uno de los fundadores del pueblo. A Thavid, como había sido tanquista en Vietnam, lo habían asignado a manejar el tractor de la cosecha por 180 dólares al mes. Samay jura que su familia ahí estaba bien, que el señor Ford se había encariñado con ella y le había regalado un pony blanco. Thavid un día se hartó. “Vinimos a la Argentina a trabajar, no para andar cortándole el pasto a esta gente”, le dijo a Sane, el padre de Samay. Ella aún lamenta que lo haya convencido de volver a Buenos Aires. En la capital sus caminos se bifurcaron. Thavid partió con su esposa a la ciudad de Junín, donde circulaba en una patrulla de tránsito municipal: sus compañeros amenazaban a los infractores rebeldes con tener que vérselas con un combatiente de Vietnam. La familia de Samay terminó en El Brete, en 1983. Ella tenía diez años y se quedó ahí hasta los quince. Nunca se adaptó a Misiones, ni a sus pobladores, pero la ata a la tierra de la que reniega la misma razón que llevó a sus paisanos a elegirla para vivir.
—Por mi esposo y mis hijos. Me casé y me quedé nomás.
Samay conoció a su esposo argentino en San Nicolás, un pueblo del norte de la provincia de Buenos Aires al que viajó a los 18 años para trabajar como empleada doméstica. Ariel Guerreño era operario en una fábrica metalúrgica de la zona y frecuentaba al hijo de su patrona. Como en las novelas de la tarde, se enamoró de la exótica empleada que limpiaba la casa de su amigo. Noviaron un tiempo por correspondencia, y después de vencer la resistencia de ambos suegros, se casaron. Fue el 20 de abril de 1994 y a la costumbre laosiana: Ariel tuvo que ofrecer el dote a su suegro, Sane.
—Siempre me preguntaron: ¿qué hacés vos con una laosiana? —cuenta hoy Ariel, la cabeza afeitada, grueso como un rottweiler. Ariel da masajes tailandeses en el fondo de la casa donde vive con Samay y sus hijos—. Yo soy muy respetuoso. Son gente que ha sufrido años de guerra. Ellos me abrieron los brazos de su comunidad.
Después de la boda, Ariel dejó la fábrica y se instalaron en Posadas. Recién entonces Samay le confesó que vendía ropa, y lo llevó a su ranchito familiar en El Brete, bromeando con su “Penhouse”.
—Cuando llegó se quería morir. La casa era de cartón. El baño era de la municipalidad, nosotros no teníamos: sólo un balde para lavarnos la cara.
Para salir adelante el matrimonio apeló a casi todo. Samay vendió artesanías, ropa y comida tailandesa y laosiana; puso un salón de peluquería. Su esposo, además del oficio de dar masajes, también aprendió de su suegro muay thai, el boxeo tailandés, y ahora da clases. Pero además recibieron, cada mes, un cheque endosado desde Estados Unidos por la hermana de Samay, bioquímica, y de su cuñado, soldador de aviones de guerra. Sane solía decirle: “Que nunca te falte para que no te falte”. Samay le agregó un matiz:
—El oro llama al oro.
Hace poco, alquiló una de las parcelas improductivas de la Colonia y plantó jengibre, que un socio colombiano vende a 1,800 pesos el cajón. Tiene otras cinco hectáreas sembradas al otro lado de la frontera, en la paraguaya ciudad de Encarnación. Para ella, el dinero sirve entre otras cosas para blindarse del desprecio racial. Pero ni aun así alcanza.
—La otra vez me fui a comprar un vestido y me echaron del local porque decían que era muy caro para mí. El policía que estaba cuidando enfrente me revisó el bolso porque el dueño hizo señas de que estaba llevando algo.
Ahora, cuando quiere una ropa de moda, manda a sus hijas a comprársela.
—Toda la vida discriminada por el misionero. Come perro, come gato, come cucaracha —dice Samay que dicen—.
Y también comemos viejas.
* * *
A las 9:20 de la mañana del 12 de junio de 1988, el ala derecha del McDonnell Douglas MD-81 tocó las copas de los árboles, voló un trecho fuera de control y chocó contra un monte de eucaliptos, a tres kilómetros de la pista de aterrizaje del aeropuerto de Posadas y a 400 metros de la Colonia. El escenario con el que se toparon los rescatistas fue espantoso: dieciséis pasajeros, cuatro azafatas, el capitán y su primer oficial desperdigados entre hierros retorcidos.
Nang escuchó el estruendo. Su marido llegó gritando desde el chiquero de los cerdos: “¡Cayó avión, cayó avión!” María de la Cruz Martínez, una mujer misionera de 81 años que estaba de visita en la casa de unos familiares, cerca del aeropuerto, desapareció cuando dejaron la casa para ir a ver el desastre. Al día siguiente hicieron la denuncia. Un helicóptero de Gendarmería Nacional sobrevoló la zona y cientos de policías barrieron el lugar. Tres días después, la Unidad Regional I de Posadas anunció la suspensión de la búsqueda hasta que surgieran novedades. Y surgieron.
Un familiar de la mujer declaró en la comisaría que la había visto por última vez frente a la Colonia. Una semana más tarde, la policía misionera irrumpió en la Colonia sin orden de allanamiento. Recorrieron las casas golpeando las puertas. Abrieron las heladeras, una a una, para ver si la anciana estaba trozada y lista para ser la cena. Sólo encontraron la pata de una vaca: por varios minutos preguntaron qué era.
—Al otro día salió la noticia que los laosianos teníamos la vieja descuartizada en el freezer —rememora Samay, en su casa, un torbellino de furia antigua.
Ese día Nang estaba en el centro vendiendo ropa. En la Colonia estaban su hija menor, Alinda, con su tía.
—Sin permiso mamá, papá, entra a la casa. Hace cualquier cosa —protesta Nang ahora, como puede.
—Como somos tan diferente de ellos creen que morfamos la vieja —dirá Maitry, más calmo.
El 9 de julio de 1988, Día de la Independencia argentina, cuatro habitantes de la Colonia —Thavid era uno— fueron a la redacción de El Territorio y pidieron que borraran de las páginas del diario la sombra de canibalismo que habían sembrado. “No la hemos visto ni la conocemos”, explicaron a los periodistas, que publicaron un recuadro marginal titulado “Dolidos y molestos”.
Samay tenía un tío viviendo en la Colonia y esa tarde se tomó el colectivo para ir a ver lo que mostraba la tele.
—Yo subí a un colectivo y la gente se corría de lado para no acercarse.
María de la Cruz apareció unos días después, sana y salva. La noticia no salió en El Territorio. A los laosianos les pidieron disculpas por la radio. Dicen que la mujer fue encontrada en Ituzaingó, Corrientes, la provincia vecina, y que iba caminando por la ruta.
* * *
El edificio de El Territorio se levanta sobre la Ruta Nacional 12, a cinco kilómetros de la Colonia, en el mismo lugar donde funcionaba hace veintiocho años cuando los laosianos exigieron el desagravio. Aunque la mayor parte del staff se renovó, el diario sigue siendo el laboratorio que define la esencia de los surasiáticos: en 35 años han sido, indistintamente, prófugos, mártires, desdichados, ingratos, caníbales, perezosos, intrusos o compatriotas. El lugar tiene ahora un ala moderna, un cubo de vidrio tapizado con alfombra. En un depósito están los ejemplares de la época. Roberto Maack, el cuerpo atlético a sus 50 años, es el actual jefe de redacción. Se acerca a la mesa donde están abiertas las encuadernaciones cenicientas.
—Hace un mes encontramos de casualidad a un actor laosiano de Misiones —dice mientras estrecha la mano—. Nos contó que para entrar al programa de refugiados mintió: era tailandés.
—Yo soy Tailandia, toda mi familia es Tailandia —dirá Khantee Bownmy al día siguiente, sentado bajo el alero de la casa de Nang, en la Colonia laosiana, mientras fuma y mira la lluvia caer.
Khantee no es su nombre. Su padre se lo inventó en el campo de refugiados para entrar al programa de la ONU, aprovechando el parecido físico con los laosianos, y ya nunca lo dejó. Llegó a la Argentina con seis hermanos y doce años. Los cinco siguientes los pasó recorriendo pueblos y ciudades al compás de los empleos que el ACNUR le conseguía a su papá. En 1984 recalaron en Misiones. Después de comprar una casa en la Colonia, sus padres se mudaron a Filadelfia, Estados Unidos. Khantee se quedó solo, con dos de sus hermanos. Su madre murió en Norteamérica un tiempo después. Su padre, cree, vive ahora en Hawái. Él tiene siete hijos misioneros con dos mujeres distintas. Un día de 2006, un cineasta que pergeñaba su ópera prima, Fernando Pacheco, lo conoció en la Colonia. En 2010, cuando finalmente rodó su película A la deriva, lo contrató para filmar una escena en la que un parroquiano miraba la televisión en el fondo de un bar.
—Estaba sentado mirando tele, nomás —evoca Khantee.
Ahora Pacheco lo convocó para un protagónico de su segunda película, Tierra salvaje. Al día siguiente de la presentación para la prensa, el 13 de abril de 2016, el diario El Territorio lo entrevistó en su casa del populoso barrio Itaembé Miní. “De refugiado a estrella de cine”, dice el título de tapa, junto a su foto en primer plano en la que sonríe y toma mate. El artículo cuenta su historia en tres párrafos con una fórmula sencilla. Destierro. Nostalgia. Superación. Para Maack, el jefe de redacción del diario, Khantee sigue siendo un impostor descubierto por azar.
* * *
Los primeros diez años, las promesas rotas llevaron a los refugiados a querer volver a Laos o emigrar a Francia, Estados Unidos o Canadá. Algunas familias se fueron cuando terminó la dictadura, en 1983. Muchas otras quisieron y no pudieron irse.
—A quince kilómetros de Guyana, en Brasil, agarraron a un grupo de veinte familias y las trajeron para El Brete —recuerda Luis Schonfeld.
Luis, un hombre barbado, canoso sobre las sienes, es el único habitante argentino de la Colonia laosiana. Los conoció cuando promediaba la década del noventa y él era delegado diocesano de la Dirección Nacional de Migraciones. Junto a su esposa tenía que pasarlos a buscar para que los atendieran en el hospital. Todavía recuerda un chico al que le salvaron las piernas cuando el director del hospital de pediatría, amigo suyo, autorizó la operación sin la documentación regular. Fueron los niños laosianos quienes empezaron a conjurar el abismo cultural, en la escuela. No sólo aprendieron a hablar: empezaron a traducir para sus padres, y luego de algunas burlas también hicieron amigos criollos.
—En muchos relatos la escuela fue un espacio de integración: se conocían ahí y después iban a pescar juntos, por ejemplo. Conocí vecinos argentinos que hablaban muy bien el laosiano —cuenta la antropóloga Romina Zulpo. Los hijos empujaron a sus padres a elegir definitivamente a la Argentina.
Como evidencia de esa aceptación mutua, ella refiere al Programa de Repatriación para Refugiados del Sudeste Asiático que en 1991 puso a disposición el ACNUR: una década después de llegar, la mayoría eligió quedarse.
* * *
Es viernes al mediodía. Llovizna. La Colonia laosiana está quieta, casi desierta, como una escuela en vacaciones. En el centro de la mesa baja de la casa de Nang hay un cesto de mimbre circular repleto de arroz. Nang, Maitry y su esposa Sandra, nacida en Misiones, arriman sillas. Nikho llegará tarde a almorzar, con una botella de vino barato. Ahora su hermano Maitry toma un puñado de arroz, lo moldea con la mano y moja la punta en una salsa verde.
—Es una salsa picante de ají verde. Por eso hacemos masa de arroz —explica mientras la sumerge.
El almuerzo es una suerte de guiso: una sopa de hongos con flores de esponja —luffa— en agua de moringa. De postre hay melón amargo.
Excepto por el arroz, el menú proviene de la huerta del fondo, la hectárea que el ACNUR le dio a cada colono cuando los trasladó desde El Brete en 1982. En ese entonces, veinte fueron las familias beneficiadas. Ahora sólo quedan seis casas habitadas, que sostienen su alimentación primaria con la cosecha, la cría de animales, la pesca y la recolección. Hay nabo, lechuga, tomate, cebolla de verdeo, perejil, ají, repollo y la caña de tacuara, que crece en toda la provincia de forma silvestre y cuyo brote usan para hacer sopa. Recogen aguacate y mamón de los árboles frutales y algunas familias, como la de Maitry, crían cerdos para la venta. Y la provisión inagotable del río: los fines de semana, Nikho saca dorados, mojarras, surubíes. La gema de las huertas es desde hace algún tiempo el jengibre: los restaurants porteños más chics lo sirven en té o lo espolvorean para condimentar. Los laosianos lo venden a 6 dólares el kilo. Cada ciclo productivo da unas cinco toneladas por hectárea: la actividad les deja unos 30,000 dólares cada ocho meses. Mucho más que lo que gana una familia argentina de clase media. Una cifra que explica por qué Samay, que no tiene casa en la Colonia —en consecuencia, tampoco tierra—, la arrienda a uno de sus compadres. Una cifra que explica otras cosas más.
—El hombre que me hizo la vida imposible para que yo no plante ahí es el que tiene la camioneta roja. Es vietnamita. Hizo pasar a otro hombre como dueño de la tierra. No sabía que yo soy la amiga del dueño —dice Samay.
El hombre al que se refiere es Pimchang Ruesiang, elegido por los vecinos como presidente del barrio. De pocas palabras, huidizo, todos lo conocen como Luis. Dice que llegó al país con 30 años y que en el suyo era chofer de colectivo. Tiene una enorme camioneta roja con la que entra y sale del barrio sin barullo: como una sombra.
—Le puso traba a todo el mundo: que no hay venta, que no plante, que es pérdida de tiempo. Por eso nadie plantó y está todo abandonado: usa los laosianos y les da migajas —se enoja Samay.
En los últimos meses, una escalada inflacionaria duplicó el precio del producto para alimentar a los cerdos. Maitry tuvo que faenar 30 de las 50 madres y llevar a la olla varias gallinas.
No todos los laosianos fueron campesinos o comerciantes. Algunos, con más recursos intelectuales y facilidad para el idioma, tomaron un atajo:
—El hombre de al lado, como habla mejor castellano —dirá Samay, en el garaje de su casa, en Yohasá—, le hacía firmar a la gente que no sabía hablar ni leer un papel para que Naciones Unidas no nos pague la plata que nos tiene que pagar cuando salimos de El Brete.
Se refiere a Thavid, el tanquista de Vietnam, uno de los líderes de la comunidad. En el año 2000 formó su asociación civil Comunidad Trabajar, que hoy tiene más de 300 socios laosianos y argentinos. Siendo su presidente, participó de la negociación con el Ente Binacional Yacyretá las condiciones de la relocalización.
—¿Cuándo los sacaron de El Brete, Yacyretá les hizo firmar algún papel para que no reclamaran?
—Yo no firmé nada —responderá Thavid.
Él también tiene una hectárea donde siembra jengibre, pero no en la Colonia. Y frente a la sede de su Asociación, sobre la esquina, está construyendo su propio supermercado.
—Es vivo el tipo ese. Juega con la política que ha hecho acá Yacyretá —insistirá Samay—. Tiene un sueldo de 100,000 pesos (unos 6.500 dólares) por el gobierno para que calle la boca a los laosianos.
De las aguas revueltas de la supervivencia emergieron una gran mayoría de trabajadores incansables. Y un puñado de dirigentes astutos.
* * *
La arcada de ingreso a la Colonia es grande y tiene un escudo tallado en bronce que dice “Piedra luminosa”, en idioma lao. Unos metros después, se levanta una estatua de hormigón de 14 metros y nueve de diámetro: es la figura de Siddharta Gautama, Buda. Los obreros que cada día avanzan un poco más, dicen que será la representación de Buda más grande de América Latina, o al menos de Argentina. La efigie se erige ahora apuntando al poniente: donde cada día se apagan los cielos crepusculares del litoral.
La primera estatua de Buda fue construida en el patio interno de El Brete, lejos de la mirada criolla. Con el tiempo, la religión laosiana fue saliendo a la superficie. En 2011, llegaron a la Colonia dos monjes de Bangladesh. Bulmí y Bulmá —como los apodó el padre de Samay, ante la imposibilidad de pronunciar sus nombres de origen hindú—, se afincaron en la casa de oración de la Colonia, la única de las veinte que fue remodelada con la arquitectura oriental: techos superpuestos con dragones sobre los filos, aleros bajos, columnas circulares y el frente decorado con imágenes de Buda. Aunque no eran los primeros monjes budistas que llegaban a predicar al barrio —los pioneros habían aterrizado para la inauguración del templo, en
1997—, Bulmí y Bulmá traían una idea más faraónica: soñaban con un Buda monumental, labrado sobre la piedra. Después de unos meses, se la confiaron a Sane, el padre de Samay, que mantenía buena ascendencia sobre la congregación. Le pidieron que intercediera.
—Sólo una gente nomás hizo, la otra gente no lo hizo —recuerda ahora Samay.
Phonh y su asistente Soukhan asumieron la dirección de la obra. No eran arquitectos ni ingenieros, apenas artesanos que habían trabajado juntos en el Buda de El Brete. El desafío era llevarlo a una escala mucho mayor. En un principio, la comunidad se entusiasmó. Una serie de fotos de septiembre de 2012 los muestran sonrientes sobre los cimientos. Era una tarea conjunta, solventada con aportes propios y de la feligresía internacional. Los domingos llegaban laosianos desde los pueblos de la provincia (Oberá, Leandro Alem, Apóstoles, San Ignacio) y ayudaban en la albañilería o cortaban el pasto. Pero con el tiempo surgieron algunos roces, —hay quien dice que la plata los provocó— y algunos terminaron por apartarse.
En septiembre de 2015 echaron a Phonh de la Colonia. La versión más repetida es que se emborrachaba. Soukhan Vongkhankeo, su antiguo asistente, quedó a cargo de la obra. Ahora abre la puerta de su casa en el barrio Yohasá, justo debajo del cartel que promete la mejor digitopuntura oriental. Tiene puesta la camiseta de la selección argentina de fútbol, pantalón deportivo y chanclas. Por detrás se asoman tres de sus seis hijos. Soukhan es un líder respetado por la comunidad: sus compadres lo eligieron jefe de comisión vecinal cinco veces consecutivas. Trabaja en el Buda los domingos, siempre que llega una donación.
—¿Pidieron plata al Estado para construir el Buda?
—Nadie pide plata para construirle. Vos tenés que poner tuyo, ponés corazón. Si es para casa sí. Buda no.
Nang fue una de las participantes apasionadas a la que algo o alguien desilusionó: los monjes, la estatua, sus paisanos. “Ya no más”, es todo lo que dice. “Perdía tiempo.” La razón puede estar en el libraco negro de inscripciones doradas que está abierto sobre la mesa de mantel floreado de su casa: la biblia traducida al thai. Nang se convirtió hace dos años al catolicismo, como lo hizo con el paso del tiempo la cuarta parte de los refugiados.
Samay se hizo muy amiga de Bulmí y Bulmá, quienes bautizaron a su último hijo. En 2014, los monjes dejaron la Colonia y se fueron a Buenos Aires. Ella dice que tuvieron problemas con los laosianos: que había grupos que se disputaban las donaciones, que los monjes quisieron reconciliarlos sin éxito y que entonces los echaron.
Nisshongo Jibon (Bulmí), el menor de los dos, puso un local de venta de celulares frente a un shopping de Liniers, un suburbio porteño. Después de negar una conversación cara a cara, responde tres preguntas por teléfono:
— ¿Ante quién tenés que renunciar a ser monje?
—Con un maestro.
— ¿Por qué te fuiste de la Colonia?
—Quería juntar plata para ayuda a mi familia e ir a Bangladesh. Pero todavía no tengo papeles.
— ¿Tuviste algún problema con los laosianos?
—No, no, no, no.
Aparta el teléfono de su boca para concentrarse en una venta. Alcanza a oírse, en un segundo plano:
—Con tapita ya no quedó más.
* * *
En el café de Buenos Aires, Roberto Peralta levanta la vista y mira un punto fijo, como si clavara las ideas en el aire con un alfiler. Hace sumas y restas: las familias que se fueron, la muerte por vejez y enfermedades extrañas, el nacimiento de los hijos, y los hijos de los hijos.
—Deben vivir al menos la mitad de los mil laosianos que llegaron. Hubo muchos problemas: un presupuesto del que nunca se puso un peso; no se trajeron monjes para que pudieran profesar su fe; y se limitó el programa a gente joven cuando los viejos son los que regulan las relaciones en esa sociedad.
La Guerra de Vietnam terminó hace cuarenta años. Los fugitivos de ese infierno recibieron asilo de militares que querían limpiarse la sangre de las botas.
—Es muy fácil criticarse después de tanto tiempo —sigue Peralta: un civil entre asesinos, un técnico—. Pero yo tenía que estar una hora discando para que enganchara el telediscado y hablar con un intendente para pedirle que cumpla. O enterarme por una carta escrita por el hijo, que escribía como Tarzán, el problema que el padre le dictaba al oído.
* * *
Llovizna sobre Posadas, Misiones, y la Colonia laosiana parece envuelta en una burbuja de tristeza. Hoy nadie trabaja en el Buda. A la estatua le faltan las manos y sus piernas cruzadas, en pose de meditación, apenas están empezando a cobrar forma. La cabeza y el torso están rodeados de andamios y tablones de madera: son el vendaje raído de una momia vieja. La obra empezó hace cuatro años y calculan que no podrán terminarla antes de 2018.
—Hoy hay poca gente, por el tiempo. Pero nos juntamos a voluntad domingo. Uno trae carne, otro pollo, comemos y después seguimos trabajo hasta que baja sol —dice Pong, un laosiano risueño que llegó por la mañana desde Oberá.
Pong Bounchanavong sólo carga los baldes con mezcla, porque no sabe nada de albañilería.
—Yo extraño templo Tailandia donde me dejó mi papá cuando yo tenía siete años. Y antes de v… v…v…enir acá Argentina me recogió.
Como Maitry, Pong pasó tres años en un templo budista donde los monjes lo criaron. Es tartamudo desde que a los seis años un primo lo asustó con un sapo. Atiende un comercio de ropa en Oberá, y es el único que tiene las llaves del templo de la Colonia, un galpón que está a la entrada. Se descalza y abre las puertas del templo. Es un gran salón rectangular con un mural en la pared del fondo: montañas y árboles, un lago, venados. En el centro del altar hay una réplica de Buda: dorado, imponente. Lo rodean velas blancas, cruces y flores. Al pie hay plantas, más velas, un tarro de café y pequeños rollitos de papel: las donaciones. Pong prende un incienso. Lo toma entre las palmas de sus manos, inclina su cabeza y empieza a rezar.
—Se hace la fiesta en febrero y nosotros mandamos invitación de todos los laosianos argentinos —dice un minuto y medio después.
Al rato, bajo el alero de la casa de Nang, Pong toma cerveza. A su lado, Nikho, el hijo de Nang, remienda con una aguja tallada sobre caña de tacuara su tarrafa, la red de pesca circular con la que todos los fines de semana se interna en el Paraná. Khantee, el actor, el impostor tailandés, está sentado en una silla de jardín, contemplando el temporal y terminando su cigarrillo.
—Vos te viniste a Tailandia a refugiarte —bromea Khantee, tailandés, a Pong, laosiano.
—Y vos te ccc…convertiste en la…la…laosiano para venir —contesta Pong, y le alcanza la botella a Kanthee, que niega con un gesto.
—Yo tomo eso y me deja la mancha en la espalda… de los golpes que me van a dar allá en casa, boludo.
—Escapaste a la guerra. Y ahora t…t…enés m…m…iedo de tu mujer.
Si no fuera por sus carcajadas, reinaría en este minúsculo rincón de Asia un silencio apenas zumbado por el tamborileo regular de la lluvia.
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