La travesía de Agustina García
Emiliano Ruiz Parra
Fotografía de Felipe Luna Espinosa
La lucha de Agustina García, una reconocida activista social que defiende los derechos de los pueblos de la Sierra Mixteca. Historia presentada por Gatopardo y Periodismo CIDE, con apoyo de la Fundación W.K. Kellogg*.
Agustina García de Jesús toma el micrófono y sus palabras son como las piedras del Rey David: cantos pequeños y filosos que se clavan en la frente. Cuando habla, Agustina pone al país ante un espejo en el que nadie quiere verse: el destino violento de ser mujer, indígena y pobre.
Agustina es bajita y menuda, los ojos negros, los labios gruesos, el rostro afilado. La escucho por primera vez el 21 de septiembre de 2014 en un acto por la libertad de los presos de las policías comunitarias de Guerrero y las autodefensas de Michoacán. El encuentro ocurre en el auditorio de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), campus Colonia Del Valle, un barrio residencial de la capital del país. Ha desfilado una decena de oradores pero Agustina es, sin duda, la más poderosa.
Su español es imperfecto, salpicado de errores gramaticales. Lo aprendió hasta la adolescencia: su lengua materna es el tu’un savi o mixteco. Desde Ayutla, en Guerrero, García de Jesús ha viajado más de ocho horas para reclamar la liberación de su esposo, Arturo Campos Herrera, quien era asesor general de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC-PC), la organización que construyó la Policía Comunitaria en la Sierra Mixteca.
Arturo está acusado de secuestro agravado y delincuencia organizada. Agustina, sin embargo, asegura que su esposo está preso por dotar a las comunidades de la Sierra Mixteca de un sistema de justicia comunitaria y seguridad pública que redujo la criminalidad en la región.
“No significa ser indígena quedar callados”, dice Agustina al borde del llanto. “Nos quitaban todo: violaciones, asaltos, homicidios. En nuestra zona, 98 homicidios en un año. [Con la Policía Comunitaria] bajó esa situación 99 por ciento. Y este es el coraje del gobierno, que no puede con la delincuencia. El gobierno quiere ser ciego, sordo y mudo. Queremos libertad nuestro marido. Su delito es organizar a la gente”.
CONTINUAR LEYENDOArturo, su esposo, no sólo se opuso a la delincuencia. También a la tala clandestina y a los proyectos mineros. Hoy que escribo estas líneas, a fines de diciembre de 2016, Arturo Campos Herrera cumple tres años y 25 días preso sin sentencia.
El encarcelamiento de Arturo transformó la vida de Agustina. La convirtió en portavoz de la causa de su liberación, en promotora de las policías comunitarias e incluso la llevó a anunciar su intención de ser la candidata presidencial del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
“Yo tengo mi orgullo, mi principio, mi dignidad. ¿Hasta cuándo vamos a vivir torturados? Yo sigo luchando. Tengo seis hijos que mantener pero seguiré camino hasta que Dios me quite la vida. El miedo ya se pasó de moda, compañeros. No más miedo”, dice Agustina casi al final de aquel discurso en la UACM.
Yo soy Agustina
Soy Agustina García de Jesús, indígena na’saavi o mixteca. Nací en Ahuexutla, municipio de Ayutla. Soy del año 1979, el 27 de agosto. Tengo siglos ya: cumplí los 37 [ríe]. Me casé de veintiuno año y a los veintidós tuve mi primera niña: Ita-Yuyu, que significa flor de rocío.
Mi papá se llama Antonio y mi mamá María Lucía de Jesús. Fuimos seis hermanos, yo la segunda. Pero crecimos sin padre, porque el señor se fue cuando yo estaba bien pequeña. Sembrábamos lo que es frijol, maíz, calabaza, jamaica, naranja, piña, café. Allá nadie tiene terreno, lo llaman ejido. Si siguiera al corriente con mi cooperación me darían mi tierra, pero ahora no aporto nada.
Yo nomás estudié la primaria en la Othón Salazar. En ese tiempo había muchos maestros. Ya no: ahora es multigrado y hay menos gente porque se mataban mucho. En vacación yo bajaba a Ayutla a trabajar: en diciembre es tiempo de picar jamaicas o deshojar mazorca. Con lo poquito que nos pagaban comprábamos cuaderno. En ese tiempo 25, 30 pesos. Mi idea era terminar la secundaria y seguir estudiando pero mi mamá no pudo con varios hijos y era mi obligación sacar a mi familia adelante.
No quedaba de otra porque veía a mi mamita cómo sufría. Bajé a trabajar a Acapulco y allá estuve un buen rato. Regresaba a la comunidad en el tiempo de limpiar la milpa. Trabajo en casa, empleada doméstica y aprendiendo el español más que a fuerza, porque ¿cómo vamos a trabajar y cómo nos van a entender? Hemos sido burla de la gente de Ayutla porque no podíamos hablar bien. Indios nos decían.
Donde me tocó trabajar era una muy mala persona. Me daba de comer lo que sobraba de un día antes y me pagaban 50 pesos la semana. Yo tenía 13, 14 años. Ahí tardé nomás un mes. Ponen cartulina: Solicito sirvienta. Me tocó peor todavía, los dos eran doctores y no me dejaba de comer. Aguanté como 15 días y fui a dar a una cocina económica.
Regreso a Ayutla porque no tiene caso estar lejos ganando bien poquito. Vine a trabajar con la familia de Miguel Carrillo. Ahí sí tardé porque me trataban bien: me da mi cuarto para mí solita, la llave, mi privacidad. Sentía que sí tenía más la seguridad de que no me pase nada. Ganaba 150 o 200 pesos a la quincena, no me acuerdo, pero nunca sufrí de la comida.
Ahí estaba cuando me junté con Arturo. En ese tiempo empieza a haber curso de derechos humanos. Mucho me gustaba ir a escuchar. No importaba caminar dos, tres horas [para] llegar donde va a haber cursos. Y ahí andaba Arturo. Enseñaban cómo defender su derecho. En ese tiempo entraban mucho los soldados y corríamos al monte porque intimidaba la gente.
Los soldados hicieron su campamento cerca del río, ahí comían y dormían y espantaban a las muchachas. Muchas fueron violadas. Pero nunca nadie decía nada. Tenían mucho miedo a los soldados porque portaban sus armas. Hacían lo que ellos querían. De la naranja comían sin permiso del dueño y agarraban las gallinas. Había asaltos bien feo. Sonaba un disparo y sabíamos que habían matado a una persona.
Años antes de que se formara la CRAC (Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias) sufríamos muchos asaltos, íbamos a la comunidad y paraban el carro a escopetazos, revisaban de pies a cabeza, debajo de los huaraches y todo te lo quitaban. Quitaban pañales, a Ita-Yuyu la revisaron 10 o 15 veces cuando era una bebé. Pensé mucho en ese rato: no quiero soltar a mi bebé. “Si no la suelta la mato”. Agarraban a mi niña de un pie como muñeca: “dame la bolsa o la aviento al barranco”. Tenía mucho coraje de los asaltantes porque violaban a las señoras que van en carro. Ellos están apuntándoles y los demás violando a las mujeres.
En ese tiempo teníamos una pequeña tienda de abarrote. Vendía mi picada (sope). Compraba yo maíz y lo revendía. En eso sobrevivíamos. Arturo era taxista. No era su taxi, lo trabajaba, y lo asaltaron dos veces. “No esperemos que pase para empezar a hacer algo”, me dijo Arturo.
Empieza a organizar y le apoyé al 100 por ciento. Ahí fue cuando empieza con la CRAC. Íbamos a San Luis Acatlán a escuchar su plática, cómo trabajaban y los beneficios que traía la CRAC. Arturo nunca fue policía, ni tampoco era su intención tener un cargo. Era el traductor de la comunidad.
Hubo un tiempo que le dije: “o las comunidades o tu familia”, porque empezó a invertir tiempo completo en lugar de trabajar. Me dice: “Es que no estoy haciendo mal ni organizo a las personas para ir a matar ni a robar. Y para que nosotros podamos subir a vender sin necesidad de estar viendo de este lado y de este lado a que salgan los asaltante”. Y fue ahí cuando lavó mi coco y le dije “está bien, porque a muchas personas inocentes pierden la vida por no soltar lo que llevan”.
Por eso para nosotros la CRAC es sagrado: porque no se organizan para matar o a secuestrar, o para hacer maldad como hace el gobierno con sus soldaditos. Hasta a mí me agarraba la loquera: voy contigo a las comunidades, quiero escuchar, le decía. Hacían rondines y Arturo decía “voy con los compañeros”. “Voy contigo”, le decía yo. Mucho me gustaba ponerme el uniforme y me daba un arma pequeña. Me decía “también corremos riesgo, si nos pasa algo a los dos, ¿y los niños?”
El desafío de la Sierra Mixteca
El sacerdote Inocencio Silverio Maura, el padre Chencho, acudió en 1997 a la comunidad de La Concordia, en la Sierra Mixteca de Guerrero, a dar un curso de derechos humanos. Silverio Maura había sido alumno del Seminario Regional del Sureste, el seresure, que está en Tehuantepec, que formaba a sus alumnos en la Teología de la Liberación, la corriente más izquierdista de la Iglesia católica. Entre el alumnado del padre Chencho, además de catequistas, había un campesino, Arturo Campos Herrera. Era moreno y macizo, de cejas espesas y ojos caídos.
Arturo Campos poseía una preciada joya entre el pueblo na’saavi o mixteco (se dice na’saavi cuando se habla del pueblo mixteco, y tu’un savi cuando se refiere a la lengua): hablaba español con fluidez. Se ofreció a llevar el curso a las comunidades indígenas de Ayutla. Campos Herrera convocaba a asamblea los domingos y lo repetía en tu’un savi.
Arturo Campos Herrera había aprendido la lengua española como trabajador migrante. Después de estudiar la secundaria en la ciudad de Ayutla, salió a probar suerte. Fue pescador en la Laguna Madre, en Tamaulipas y luego operador de un toro mecánico, un oficio itinerante que lo llevó a las ferias de San Marcos, en Aguascalientes, y Texcoco, en el Estado de México.
Cuando a mediados de los años noventa Campos Herrera volvió a su pueblo, San Felipe, le dieron el cargo de secretario y traductor del pueblo. Un hispanófono no sólo era útil para comunicarse con los mestizos de Ayutla. También era imprescindible para hablar con otros pueblos mixtecos, pues el tu’un savi tiene diversas variantes y puede ser que, de un municipio a otro, dos hablantes no se entiendan y deban recurrir al español como lengua franca.
El curso de derechos humanos de Arturo Campos despertó entusiasmo entre las comunidades indígenas. Guerrero había sido un estado con una presencia militar importante desde el surgimiento de las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas en las décadas de los sesenta y setenta. Aun cuando esos grupos guerrilleros desaparecieron o quedaron inactivos tras la represión de la Guerra Sucia, las violaciones a derechos humanos se siguieron documentando hasta la década de los noventa.
Maribel Gutiérrez, periodista de El Sur de Acapulco, narró en el libro Violencia en Guerrero (1998) diversos casos donde ya no el ejército, sino elementos de la policía judicial del estado incursionaban en comunidades, golpeaban a los hombres e incluso quemaban viviendas. Su argumento era recurrente: buscaban guerrilleros o personas que sembraran mariguana o amapola.
La represión más grave fue la masacre de Aguas Blancas, en Coyuca de Benítez, el 28 de junio de 1995. Policías del estado de Guerrero asesinaron a 17 personas e hirieron a otras 23, miembros de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS) que se dirigían a un mitin en Atoyac de Álvarez. Tras el escándalo, en marzo de 1996, el gobernador Rubén Figueroa Alcocer pidió licencia. Lo sustituyó el entonces presidente del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en Guerrero, Ángel Aguirre Rivero.
En el primer aniversario de la masacre, el 28 de junio de 1996, el grupo guerrillero Ejército Popular Revolucionario (EPR) apareció públicamente en Aguas Blancas. El 17 de febrero de 1997, otra organización armada, el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI, una escisión del EPR) anunció que también operaba en Guerrero. De inmediato el ejército mexicano incrementó su presencia en la entidad, instaló campamentos en la Sierra Mixteca e incursionó en las comunidades.
La represión alcanzó al municipio de Ayutla el 7 de junio de 1998. En la primaria Caritino Maldonado de la comunidad de El Charco se celebraba una reunión de autoridades comunitarias, en la que participaba una columna del ERPI integrada por cuatro combatientes (el propio ERPI lo ha reconocido así). El ejército mexicano rodeó la escuela y la tomó por asalto. Murieron once personas y cinco más quedaron heridas.
La masacre de El Charco generó una ola de indignación en comunidades mixtecas de Ayutla. Arturo Campos Herrera pasó de ser un promotor de los derechos humanos a un dirigente social. Lo eligieron líder de la Organización Independiente de Pueblos Mixtecos y Tlapanecos (oipmt), la organización social más importante de la Sierra Mixteca.
Una de las consecuencias más graves de la militarización se vería en 2002. La indígena me’paa Valentina Rosendo, entonces de 17 años de edad, fue vejada por ocho militares y violada por dos de ellos el 16 de febrero de 2002. La agresión sexual ocurrió después de que fuera interrogada sobre la presencia de supuestos guerrilleros en Barranca Bejuco, la comunidad donde residía. Arturo Campos acompañó a Valentina Rosendo desde el principio, la ayudó a poner su denuncia, llevó su problema a los medios de comunicación y la convirtió en un caso emblemático de los efectos de la presencia de las fuerzas armadas en la región. Otra indígena me’paa, Inés Fernández Ortega, realizó una denuncia similar ese mismo año.
Con el paso de los años, se incrementó la actividad de grupos del crimen organizado y paramilitares que atacaron a dirigentes sociales. Uno de esos grupos, liderado por un pistolero conocido como El Cuche Blanco, mató al principal jefe del ERPI en la región, Omar Guerrero o el comandante Ramiro, el 4 de noviembre de 2009 en Ajuchitlán del Progreso. Una suerte similar corrió el sucesor de Arturo Campos Herrera al frente de la OIPMT, Raúl Lucas Lucía, quien en febrero de 2009 fue levantado en Ayutla y luego encontrado sin vida.
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A un par de horas de Ayutla, desde 1995, funcionaba la Casa de Justicia de San Luis Acatlán, que era la sede de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias y de la Policía Comunitaria (conocida por las siglas CRAC-PC). Cada comunidad contaba ya con algún tipo de Policía Comunitaria, pero sus funciones estaban acotadas a dirimir conflictos menores como, por ejemplo, sacar a los borrachos de las fiestas.
A través de la CRAC estas policías crecieron y se organizaron: se formaron grupos estables de 10 o 12 elementos por comunidad, que empezaron a resguardar los caminos y a inhibir a los grupos de asaltantes. La CRAC también comenzó a procurar justicia. Si los comunitarios capturaban a un presunto delincuente, lo presentaban en la Casa de Justicia. Se le juzgaba en asamblea en un proceso oral, en donde lo más importante era la opinión de su comunidad de origen. Las penas consistían en trabajo comunitario y encarcelamientos cortos.
Más que compurgar una pena, se buscaba un proceso de reeducación: que el preso reconociera su falta, hiciera lo posible por restaurar el daño y se reinsertara en la comunidad. El modelo gozó de tal aceptación que el congreso estatal emitió, en abril de 2011, la Ley 701, que reconocía a la CRAC y a sus detenciones y procesos judiciales como válidos y legales.
Arturo Campos Herrera se propuso replicar ese modelo en la Sierra Mixteca. Empezó en 2010 un trabajo sigiloso, y puso una condición: sólo entraban a la CRAC pueblos en los que la mayoría de los habitantes estuviera de acuerdo con establecer la Policía Comunitaria. Los líderes de las comunidades ofrecieron una amnistía. A los delincuentes que tenían ubicados les trazaron una raya: no perseguirían antiguos delitos, pero a partir de la fundación de la Policía Comunitaria en la Sierra Mixteca, ni un robo, asesinato o violación más.
El 22 de diciembre de 2012, 18 comunidades de la Sierra Mixteca de Ayutla anunciaron la fundación de la Casa de Justicia de El Paraíso. Las dos primeras semanas fueron de intensa movilización. Los delincuentes se desplazaron a otras regiones o dejaron de asaltar. La seguridad de los caminos en la Sierra Mixteca de Guerrero estaba, por primera vez, en las manos de sus propios habitantes.
* * *
La fecha es importante: 22 de diciembre de 2012. Sólo 22 días después de la toma de protesta de Enrique Peña Nieto como presidente de la República. Su gobierno impulsaba las reformas que no habían podido concretar los tres presidentes anteriores. Peña Nieto había logrado que los dos principales partidos de oposición, el PAN y el PRD, se sumaran a la agenda reformista a través del Pacto por México. Parecía que, después de 25 años, nadie se opondría a las reformas estructurales.
Hasta que se levantó Guerrero.
En abril de 2013 los maestros de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG) se fueron a huelga y tomaron carreteras. Rechazaban la primera de esas reformas, la educativa, que ponía en riesgo su estabilidad laboral. A la CETEG se sumó la policía. Cientos de comunitarios marcharon al lado de los maestros empuñando sus armas. Con esta alianza con la CETEG, la Casa de Justicia de El Paraíso lanzó una señal: no se limitaría a la seguridad comunitaria sino que participaría en política estatal y nacional.
El Paraíso creció con rapidez. Bajo su jurisdicción quedaron comunidades de los municipios de Tixtla, Tecoanapa, Huamuxtitlán, Olinalá, Atlixtan y Cualac. Y empezó a meterse en otros temas: prohibían que los taladores circularan por las carreteras donde ellos patrullaban. Y le advirtieron al gobierno que impedirían proyectos de minería a cielo abierto.
Ángel Aguirre Rivero —quien había vuelto a la gubernatura en 2011, ahora como candidato del PRD— promovió que la CRAC se sometiera al gobierno estatal y se transformara en policía rural. La Casa de Justicia de El Paraíso se negó. Pero otro de los líderes, Eliseo Villar, coordinador de la Casa de Justicia de San Luis Acatlán, inició negociaciones.
Aguirre exigió que todos los policías comunitarios fueran credencializados. Villar aceptó, pero Arturo Campos no. Aguirre pidió los itinerarios de sus recorridos. Una vez más Arturo Campos se negó. Finalmente, Aguirre les ofreció dinero. Millones. Campos Herrera los rechazó. Pero Eliseo Villar sí aceptó un millón de pesos mensuales, de acuerdo con una acusación de la propia CRAC efectuada el 31 de marzo de 2014 en Espino Blanco, que determinó la expulsión de Villar. Se le señaló que habría recibido hasta 8 millones de pesos del gobierno estatal.
En el gobierno federal también hubo molestia con El Paraíso. Según recuerda el abogado Rogelio Teliz, del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, en una reunión en la Secretaría de Gobernación, a mediados de 2013, el entonces subsecretario de Gobierno, Luis Enrique Miranda Nava (hoy secretario de Desarrollo Social) les advirtió que si los policías comunitarios de El Paraíso no se credencializaban, el ejército los iba a desarmar a todos. Arturo Campos se negó una vez más. Temía que, si el gobierno controlaba a las policías comunitarias, éstas perderían su carácter autónomo y su credibilidad entre las comunidades indígenas.
Eliseo Villar, coordinador de la Casa de Justicia de San Luis Acatlán —la casa matriz de la CRAC— sucumbió a la presión de Ángel Aguirre y desconoció a Arturo Campos y a la Casa de Justicia de El Paraíso. En teoría, si la Casa de Justicia de El Paraíso ya no era parte de la CRAC, entonces ya no operaba bajo el paraguas de la Ley 701. Sus detenciones eran ilegales. Las condiciones estaban puestas para que el gobierno le diera un golpe fulminante.
El jardín de Agustina
El barrio se llama Nuevo Horizonte y se ubica en la periferia de Ayutla de los Libres. En tiempo de secas, se abren surcos sedientos en las calles sin pavimentar donde se acumulan ramas y hojas de árboles. Una gallina se inclina a picar comida y un cerdo peludo y negro retoza a la sombra con el hocico amarrado. Agustina García de Jesús vive en la colindancia de Nuevo Horizonte con el barrio Siglo XXI.
En su jardín Agustina ha cultivado diversas plantas, frutas y flores. Su apuesta más reciente es la moringa, una planta que, dice, baja los niveles de azúcar. Agustina plantó cuarenta semillas en bolsas de plástico negra, que ya germinaron. Cuando está bien de salud, Agustina baja al centro de Ayutla y las ofrece por la calle a 30 o 40 pesos.
La venta de plantas es sólo una de sus maneras de ganarse la vida. También prepara tamales de elote, que sale a vender con alguna de sus hijas. Lava y plancha ajeno. Hace limpieza y trabajo doméstico —en las oficinas del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, por ejemplo— por 80 o 90 pesos la jornada. O se emplea en el duro oficio de chaponar: desyerbar terrenos con machete.
A Agustina García de Jesús le agobia la pobreza hasta los huesos. Padece una enfermedad que la paraliza: se despierta con dolores insoportables en la espalda y un escalofrío que la pone a temblar. Se queda tirada en la hamaca. Agustina no sabe cuál es su padecimiento porque no tiene dinero para hacerse estudios médicos.
Pero no se arredra. ¿Cuál es tu motor?, le pregunto, y contesta sin dudar: “mi orgullo”. “Ni con la vecina voy a pedirle de comer. Es más grande mi orgullo que yo”.
Agustina tiene cinco hijas mujeres y un hijo varón. Son su sostén emocional cuando le dicen “te quiero”, cuando le soban la espalda en los momentos que la derriban los dolores. Pero son también —de manera indirecta— la causa de su sufrimiento más grande: porque “a veces no contamos ni para pasajes. Ellos gastan su pasaje del diario y eso es lo que nos está matando”.
Además del jardín de su casa, Agustina tiene un jardín simbólico de flores de rocío, cascadas, luceros y fuentes. Los nombres de cinco de sus hijos evocan la naturaleza. Cuando nació la primera, hoy de 14 años, se habían puesto de moda nombres extranjeros: Alexander, Jésica (sic), Brayan. “Yo le dije a mi esposo: no voy a poner nombre que no conozco”. Por eso Agustina optó por el tu’un savi Ita-Yuyu, que significa flor de rocío.
A partir de entonces casi todos recibieron nombres indígenas. A la segunda la llamó Nami: cascada. “No es cualquier cosa para nosotros”, me dice, “es llena de vida, transparente”. La tercera nació muy pequeñita. La llamó Kimy, que significa lucero, también en lengua tu’un savi, pero en una variante distinta a la que ella habla.
“Luego nació mi niño, pero [es] el más jodido porque le puse el nombre de su papá”, bromea Agustina. Arturo va en cuarto de primaria y muestra un semblante adusto. Tiene nueve años y se toma en serio que es el hombre de la casa. Pareciera melancólico. Su rostro está salpicado de pequeñas manchas blancas. Al pasar de las horas, sin embargo, adquiere confianza, sonríe y me pone un reto: que le dicte palabras. Su ortografía es excelente.
A la quinta niña le puso Xavi, que significa lluvia. La más pequeña nació de piel clarita y quería nombrarla Vico, nube en mixteco. Pero uno de sus padrinos le suplicó que le dejara ponerle nombre. La llamó Ameyalli, que en náhuatl significa fuente de agua.
Se nota la diferencia de edades. Las tres niñas más grandes están en lo suyo, oyendo música o haciendo tareas, mientras que los tres más pequeños juegan con el fotógrafo Felipe Luna la tarde del martes 22 de noviembre de 2016. Xavi pide que le hagan cosquillas y se dobla a carcajadas. Felipe carga a Ameyalli de ambos brazos y la levanta al techo. Ameyalli no ha conocido a su padre en libertad. Lo metieron preso cuando ella tenía apenas cinco meses. De los seis es la más traviesa. Se escapa del kínder y va a su casa por un dulce. Agustina conversa con ella en tu’un savi y la regaña en español. Yo le pido que me enseñe su idioma.
—¿Cómo se dice mamá en tu’un savi? —le pregunto
—Agustina Campos García.
—¿Y cómo se dice papá?
—Arturo Campos García –me responde.
(No contestó mi pregunta y confundió los apellidos de sus padres, pero me ha dado una respuesta desde el corazón).
Ahora Agustina es madre no sólo de seis. Ella dice que tiene siete hijos. Porque Arturo Campos Herrera, su esposo, cuenta también como hijo. Le debe llevar despensa, porque en prisión “le dan tortilla contadita”. Y si la cárcel es dura, es más duro aún estar libre para decirle a los hijos que no hay dinero para comer o para pagar las cuotas escolares.
Y sin dinero no se puede comprar el gas y hay que ir a recoger leña al cerro: un viaje de tres horas para poder preparar la comida del día. Al dolor de ser pobre se suman los hostigamientos. Agustina recuerda que hace más o menos un año, hacia las dos de la madrugada, arrojaron una antorcha a su casa, que chamuscó una parte del techo.
La lluvia altera sus vidas. La vivienda de Agustina tiene piso de tierra y, aunque el techo es de loza, seguro es de mala calidad porque en verano se trasmina el agua, y esas filtraciones han echado a perder documentos y los obligan a salir de casa, colgar las hamacas y dormir en el jardín, debajo de un tejabán de lámina de asbesto.
Ese jardín condensa el vínculo de Agustina con la tierra. Además de moringa, ha sembrado carambola, limones, piñas, yacas, “la fruta de los seis sabores”, granada, guayaba roja, un papayo, chaya, níspero, maracuya (así le dicen en la Mixteca de Guerrero, maracuya, sin acento); un guanábano, palma de coco; un árbol de cacao, hierba de muitle para la anemia y sábila para la caída del cabello.
Tiene además jengibre. Agustina García de Jesús afirma que previene el cáncer. En la región, agrega, cuando no hay café se bebe té de jengibre, y cuando no hay chile verde se come esta raíz a mordidas porque pica sabroso.
Pero una vez más la sombra de la pobreza oscurece la luz de este espacio. Desde que metieron a Arturo a la cárcel, Agustina dejó de pagar la mensualidad del terreno. La pareja ya había comprado el otro lote donde levantaron su casa, pero con el montonal de hijos optaron por comprar el jardín de al lado donde, algún día, los escuincles podrían hacer sus viviendas. Mientras tanto, Agustina sembró esa huerta que la hace feliz.
La cárcel lo ha cambiado todo. Alimentar a seis hijos y un marido preso fue la prioridad. Tras tres años de deudas cualquier día podrán llegar los acreedores a tirar sus árboles, pisotear sus flores y arrebatarle su jardín.
Guerra en El Paraíso
Bastó un día de guerra para tomar El Paraíso. Sobre el aire volaban helicópteros. Los caminos se poblaron de autobuses artillados, tanquetas Hummer, camionetas blindadas. Según los cálculos de la CRAC, en el cerco sobre la Casa de Justicia participaron unos 250 vehículos militares y policiacos y cientos de elementos entre soldados, marinos, policías federales, estatales y ministeriales. Quizá haya sido la batalla más desigual librada por el Estado mexicano porque enfrente tenía a 29 policías comunitarios armados con escopetas artesanales que custodiaban a 43 personas retenidas.
Al fragor de los golpes y las amenazas (la Comisión de los Derechos Humanos del Estado de Guerrero relató estas y otras vejaciones en la recomendación 021/2015), los policías comunitarios firmaron declaraciones autoinculpatorias en donde decían que Arturo Campos Herrera y Nestora Salgado (comandanta de la Policía Comunitaria en Olinalá) los obligaban a pedir 10 mil pesos a cada presunto infractor.
El mismo 21 de agosto, en un retén militar, detuvieron a Nestora Salgado. A partir de entonces tanto Salgado como Campos Herrera quedarían bajo el mismo proceso. La policía de Nestora había detenido a Katia Spinoso Bolaños y Pedro Gil Apreza Salmerón, por presuntos actos de narcomenudeo. La madre de Spinoso afirmó haber entregado 20 mil pesos para la liberación de su hija, la mitad a Arturo Campos.
Campos Herrera no estaba en El Paraíso la noche del 21 de agosto, durante el operativo policiaco-militar. Al otro día encabezó una movilización para exigir la libertad de sus compañeros. Al frente de un grupo de indígenas tomó el palacio municipal de Ayutla, desarmó a los policías municipales y retuvo al juez Julio Obregón Flores. A Arturo Campos lo acusaron de secuestro agravado: un delito más grave que la privación ilegal de la libertad porque implica el cobro de un rescate y, por lo tanto, un beneficio económico.
El 1 de diciembre de 2013 Arturo Campos acudió a la alameda Granados Maldonado de Chilpancingo, capital de Guerrero, tomó la palabra y exigió la liberación de sus compañeros comunitarios (quedaban 12 en la cárcel). Al término del acto se subió a una camioneta. A los pocos minutos policías que habían levantado un retén le marcaron el alto y lo arrestaron.
En ese momento empezaron también las violaciones al debido proceso de Campos Herrera. Fue detenido sin que se le exhibiera su orden de aprehensión, lo que la convirtió en una detención irregular. Se le trasladó al penal de Acapulco y de ahí, sin orden de un juez, fue llevado al Centro Federal de Readaptación Social (CEFERESO) de El Altiplano, antes Almoloya, la cárcel donde recluyen a los delincuentes de mayor peligrosidad en el país.
Su estancia en El Altiplano recuerda las fotografías y los relatos de Abu Ghraib, la cárcel iraquí que dirigía la CIA. Lo cuenta su esposa Agustina García: “Lo torturaban con perros para que confesara que viene de delincuencia organizada”. El reportero de El Sur, Jacob Morales, lo resumió en una nota publicada el 21 de agosto de 2015, basado en testimonios de Campos:
“Una vez que llegó ahí durante tres meses fue encerrado en una celda, jamás distinguió el día de la noche. A su llegada al penal lo humillaron. Le colocaron un perro a unos cinco centímetros de la cabeza que ladraba al tiempo que alguien lo atormentaba diciendo que el animal lo iba a matar. La primera vez que vio la luz del día, la disfrutó sólo una hora en el patio del penal. Cuando llovía no tenía derecho de salir y permanecía encerrado en la celda”.
Se sumaron más violaciones. Su abogado Rogelio Teliz las enumera. A Arturo Campos Herrera se le debió permitir que eligiera un abogado de su confianza. En cambio, le asignaron un abogado de oficio que desconocía su lengua y usos y costumbres. Tampoco se le permitió comunicarse con su familia.
Para Agustina García ese fue el inicio de un calvario judicial: “El gobierno es muy astuto para que los testigos no se presenten. Siempre que los llaman a careos no van, porque [ahí se demostraría que] Arturo no es culpable. Hay delitos que los abogados los tumban, pero como ha sido luchador social desde hace más de 20 años, cae un proceso, y vuelve a haber otro proceso y así lo llevan. No hay fecha para que sea liberado”, dijo Agustina en noviembre pasado.
Un ejemplo es la causa penal 29/2015-I por secuestro agravado. La acusación toma como prueba las declaraciones de Katya Spinoso Bolaños y su madre: afirman que habían entregado dinero a Arturo. Pero no consta en el expediente ningún otro medio de prueba sobre extorsión o entrega de recursos. Jurídicamente la sola imputación de los agraviados no debería ser suficiente si no está vinculada a otras pruebas.
Por esa misma acusación, Nestora Salgado obtuvo su libertad en marzo de 2016 por falta de elementos. No se acreditó el delito de secuestro ni sus agravantes. La autoridad aceptó que las detenciones las hizo como autoridad amparada por la Ley 701. ¿Por qué entonces Nestora está libre y Campos seguía preso al cierre de esta edición? La respuesta es política: Nestora Salgado, pocos días después de obtener su libertad, se marchó a Estados Unidos y no ha vuelto a Olinalá. Arturo Campos no aceptaría un destierro:
—¿Te ofrecieron libertad a cambio de que no siguieras en la Policía Comunitaria?—le pregunté a Campos el 23 de noviembre, en una entrevista que le hice en el penal de Ayutla, a donde fue trasladado el 7 de junio de 2015.
—Al parecer a los abogados les dijeron que nos convencieran. Nos querían mandar a otro lugar, que no estuviéramos aquí en Guerrero. Me lo dijeron los abogados después: “yo sé que no te íbamos a convencer”. No quiero que diga el gobierno “tienen que ceder y a cambio les damos la libertad a sus compas”. No estoy de acuerdo.
El abogado Rogelio Teliz lo sintetiza: el gobierno sabe de la capacidad de Arturo Campos para organizar a las comunidades de la Sierra Mixteca y por eso no lo sueltan. Menos después de la crisis política por la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, que provocó la caída del gobernador Ángel Aguirre.
La causa penal 196/2014-I, por secuestro agravado en perjuicio de los 43 que estaban retenidos en la Casa de Justicia de El Paraíso, también se tambalea: porque supuestamente Arturo Campos, Gonzalo Molina y Nestora Salgado ordenaban a sus policías comunitarios que exigieran 30 mil pesos a los infractores. En el argot jurídico estos son testigos de oídas, a quienes no les consta lo que dicen. Otra prueba endeble.
Las detenciones de la Policía Comunitaria eran legales. La Ley 701, en el artículo 35 afirma que la justicia indígena persigue “abatir la delincuencia, erradicar la impunidad y rehabilitar y reintegrar socialmente a los trasgresores”, y afirma que “el estado de Guerrero reconoce la existencia del sistema de justicia indígena de la Costa-Montaña y al Consejo Regional de Autoridades Comunitarias para todos los efectos legales a que haya lugar […] La CRAC y la Policía Comunitaria formarán parte del Sistema Estatal de Seguridad Pública”.
A más de tres años de su detención, Arturo Campos Herrera no tiene sentencia. El equipo jurídico de Tlachinollan ha combatido las acusaciones, los testigos se han retractado, pero él sigue en la cárcel. Consultado al respecto, el gobierno de Guerrero negó cualquier acto de revancha contra Arturo Campos Herrera:
“Al gobernador Héctor Astudillo no lo sigue un ánimo persecutorio. Siempre estará cuidando que todos los procesos legales se hagan conforme a derecho y al debido proceso, pero nunca lo persigue un afán persecutorio a personas que se han convertido en líderes sociales”, le dijo a Gatopardo Roberto Álvarez Heredia, portavoz del Grupo de Coordinación Guerrero.
La candidata
El fotógrafo Felipe Luna y yo estuvimos en Ayutla la tercera semana de noviembre de 2016 para elaborar este perfil de Agustina García. Una semana después, el 30 de ese mes, volvimos a verla, pero ahora en la Ciudad de México. Agustina había citado a una conferencia de prensa. Quería ser la candidata presidencial del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el Congreso Nacional Indígena (CNI). La apoyaba, en principio, una antigua organización de izquierda, el Partido Obrero Socialista (POS), que había iniciado la campaña por la liberación de Arturo Campos Herrera y Nestora Salgado.
La mañana del 30 de noviembre de 2016, en la sala de conferencias del Centro Nacional de Comunicación Social (CENCOS), en la colonia Roma de la Ciudad de México, Agustina García habló ante los medios de comunicación: denunció la represión a las policías comunitarias, las violaciones al debido proceso durante el juicio contra su esposo, dijo con orgullo que sus hijos eran buenos estudiantes, y ofreció que, si el EZLN elegía a otra aspirante, ella la apoyaría.
De blusa bordada, escapulario al cuello, pantalones de mezclilla, Agustina García habló en español con su acento mixteco y me pareció que no había perdido una pizca de la poderosa oratoria que le conocí dos años atrás cuando la escuché por primera vez exigir la libertad de su esposo. Al otro día, las noticias sobre Agustina estaban en las páginas de La Jornada y Milenio y en el portal Animal Político. Esa mañana ella misma presidió un mitin en Ayutla, a las puertas del penal donde estaba recluido Campos Herrera, que cumplía tres años en la cárcel. Era su primer mitin como precandidata presidencial.
Pero esa ola duró poco tiempo para Agustina García. La llamé el 24 de diciembre y me dijo que había declinado a su aspiración. Su salud se había agravado, me dijo, y ponerse de pie le implicaba demasiado esfuerzo. Consulté a los representantes del POS y me dieron más información: se había retirado la precandidatura de Agustina por dos razones: por seguridad y por la completa indiferencia del EZLN.
“En los casi dos meses que han transcurrido desde el lanzamiento de la precandidatura de Agustina, ni el Ejército Zapatista ni el Congreso Nacional Indígena dieron señal alguna de considerarla”.
“Por otra parte, Agustina ha sido hostigada y acosada por personas que no hemos podido identificar desde que se lanzó como precandidata. Recibe constantemente llamadas de números desconocidos en las que la amenazan con secuestrarla y asesinarla, a ella y a su familia. Es seguida y vigilada constantemente en sus trayectos diarios así como en los linderos de su casa”, expresó el POS en un comunicado del 28 de diciembre de 2016.
Pienso que la historia de Agustina García de Jesús muestra el desafío de ser mujer, indígena, pobre y disidente en México: trabajadora doméstica, vendedora de tamales y ama de casa, se convirtió en activista y portavoz de la libertad de su esposo, y soñó con ser candidata presidencial. Su sueño, sin embargo, despertó a la realidad: una dolencia que ni siquiera sabe cuál es le ha minado las fuerzas; las policías comunitarias ya no están ahí para defenderla, y resultó ser invisible aun para el EZLN, una organización que se ha reivindicado indigenista.
La Casa de Justicia de El Paraíso tuvo nueve meses de vida (de diciembre de 2012 a agosto de 2013) antes de que sus líderes fueran encarcelados. De ese desafío de la Sierra Mixteca, sin embargo, queda el liderazgo femenino de Agustina García de Jesús: un testimonio de orgullo y resistencia incluso en las condiciones de mayor adversidad.
*Carlos Bravo Regidor y Homero Campa, del CIDE, coordinaron la investigación y editaron este texto.
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