¿Qué haría si, por algún motivo, se encuentra un puñado de billetes apretados en cintas de papel, contundentes como ladrillos, suculentos como un sueño? ¿Qué haría si encuentra, por accidente, un bolso pequeño, de mano, y al abrirlo salen todos esos papeles con rostros de próceres impresos, nueve fajos exactos que emiten el ruido en cascada del dinero cuando es multitud?
En Argentina, a Santiago Gori, taxista de profesión desde los 18 años, le pasó eso y decidió que, como primera medida, había que tomarle a todo ese dinero unas buenas fotos. Lo importante cuando sucede un episodio de película, se dijo, es conservar alguna clase de prueba. Retener el momento para la posteridad. En verdad, el asunto de las fotos fue idea de su hijo Nicolás, empleado de un local de ropa en la ciudad de La Plata, donde viven los Gori, a 60 kilómetros de Buenos Aires. “Papá, lo más probable es que sea la única vez que veamos tanta plata junta en nuestra vida —le dijo Nicolás, sensato—. Así que voy a buscar la cámara”.
En Argentina, estamos acostumbrados a ciertas cosas que forman parte del paisaje: que la carne sea buena, que las mujeres estén buenas y que los taxistas tengan un nivel cultural e informativo que, por momentos, a nosotros, pasajeros habituados y abrumados, nos dan ganas de taparnos las orejas. Mientras desandan un caos de tránsito histórico —cada vez más autos, cada vez menos paciencia en la ciudad—, los taxistas trazan análisis sociológicos, apuran conjeturas freudianas, son infalibles analistas políticos y si fuera por ellos, dirigirían el país. Es tal el grado de influencia de sus opiniones, que muchos consultores y economistas locales los toman como termómetro de tendencias.
Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.
[caption id="attachment_239555" align="aligncenter" width="620"]
Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.[/caption]
Para entender por qué en abril último el taxista Santiago Gori devolvió 130 mil pesos extraviados (unos 43 mil dólares), un episodio que recordará toda su vida y cuya hazaña se transmitió hasta por la BBC de Londres, deberías llegar a su casa, un chalet pequeño aún sin terminar, y dar la vuelta a la manzana. Allí, te recibirá una señora de pelo corto y, si es domingo al mediodía,
tendrá delantal puesto, manos manchadas de harina y te dirá: “Estoy haciendo agnolottis. Hoy es el día que viene la familia a almorzar pastas caseras en casa. Recién acabo de ponerlos en el agua”. La señora se llama Margarita. Es la mamá de Santiago, el testimonio vivo de por qué Gori hizo lo que hizo. Roberto, su marido, era camionero. Recorrió el país transportando bobinas hasta que perdió la vista. Era diabético. Murió a los 54 años. “Mire, acá somos muy creyentes. Y yo siempre le enseñé a mi hijo que el amor a Dios está más allá de todo. Le juro que cuando me enteré que devolvió toda esa plata, no esperaba de él otra cosa”.
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En verdad, Margarita cuenta una historia que, según ella, lo explica todo. A los seis años, Santiago llegó del colegio con una goma. “¿Y eso?”, le preguntó la madre. Santiago miró para otro lado. “Se la sacaste a un compañero, me doy cuenta. Mañana voy a hablar con la señorita”. Al día siguiente, el pequeño Gori veía cómo, frente a todos los compañeros y especialmente frente a la señorita Esther, su madre narraba con lujo de detalles cómo su hijo era un ladrón de gomas. Santiago devolvió la goma en cuestión, abatido, humillado y empequeñecido. “Eso a él —Margarita se frota las manos enharinadas en el delantal—, eso a él lo marcó toda la vida”. Después de ese episodio, Gori nunca más se llevó nada. “Desde entonces, mi hijo pudo mirar de frente a las personas”, dice la madre. Gori pone cara muy duro conmigo”, dice Nicolás, su hijo menor —tiene otro, Matías, oficial de la policía de infantería—. “Me vive cagando a pedos. ‘Cuidate’, me dice cada vez que salgo, ‘que no se te salga la cadena’”.
“La calle —le dice Gori hoy a su familia—. La calle está llena de mierda”.
***
Todos contra él
Éste es Santiago Gori, gordito, sonriente, devoto de la Virgen María, el héroe de esta historia. Es chofer del taxi número 592, con 60 mil kilómetros recorridos y propietario de uno de los 200 coches del servicio Radio Taxi La Plata. Trabaja por la mañana —de 7 a 9:30— y al caer la tarde—de 18 a 22 —. Sin embargo, la mayor parte del día cumple funciones como delegado del Sindicato de Camioneros. Durante años fue tesorero y, como parte de sus funciones, retiraba todos los meses unos 13 mil dólares del banco, se los guardaba en los bolsillos y los repartía religiosamente entre sus compañeros. Nunca se quedó con nada, dice.
Éste es Gori y, tiempo atrás, casi lo meten preso. Empezó a los 18 años como taxista con un Dodge, donde ganaba 30% de lo que recaudaba. El resto iba para el dueño. Después Roberto, su padre, compró un Peugeot 404 y él lo trabajaba como taxi. En 1981 fue chofer de la línea de colectivos 214. Unía cuatro veces al día —ida y vuelta— los siete kilómetros que separan la ciudad no contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argentinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.
de La Plata de la localidad de Berisso. En 1989, compró un Fiat 125 con papeles de taxi. “Me acuerdo hasta de la patente 1114”, dice y se ríe. Pero en 1989 no se rió nada. El 5 de mayo de 1994 —también se acuerda de la fecha—, la policía lo detuvo frente a la Plaza Moreno, en el centro de La Plata. Parecía un hombre peligroso, con prontuario y de chico atrapado en falta: “Mamá me mira —dice—. Y no necesita decirme nada más”.
“Santiago es una persona obsesivamente puntual —dice su esposa, Mónica—. Si llegás cinco minutos tarde, se enoja”.
“Yo le digo a mi viejo ‘general Perón’, porque es a punto de escapar: lo escoltaron entre dos patrulleros hasta la comisaría. “La ex esposa del tipo al que le compré el coche decía que también era de ella y pedía 50% del valor. ¡Pero yo ya se lo había comprado a su ex marido! Era una locura. Bueno, me detuvieron igual”.
El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista
cidido a llevar el asunto hasta el final: “Bueno, su señoría, déjeme que hablo con mi familia para avisarles que me traigan un bolsito y no me esperen por 40 días, porque no pienso pagar esa plata. Es una estafa. Yo compré el auto en regla y ahora me exigen esto. Es un problema de la pareja, no mío”.
Por esas cosas de la alborotada justicia argentina, Gori terminó pagando dos cuotas de 30 dólares. Eso sí: le quitaron la habilitación y, sin poder explotar el taxi, estuvo dos meses trabajando en un lavadero de autos. Tampoco duró su empleo en la línea de colectivos: en seis meses lo despidieron. “Yo era medio vaguito, viste —Gori revuelve la bombilla del mate—. Es que no me gustaba trabajar los domingos”.
Para colmo de males, al poco tiempo le diagnosticaron cáncer. “Tenía un ganglio en la ingle del tamaño de una manzana. Me hice quimioterapia durante seis meses. Nunca me operaron. Pero me salvé. Después de una cosa así, no te hacés problema por tantas boludeces”.
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El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista[/caption]
***
El bolso sorpresa
Gori se acuerda con claridad del día de los nueve fajos: el último 22 de abril. Cómo olvidarlo. No le andaba el reloj del taxi. Se lo habían colocado hacía un mes así que lo llevó, indignado, al taller, y se lo cambiaron en el acto. Tenía mal un fusible. A las 19:45, Gori se paseaba con la camioneta Berlingo —hoy famosa— por el centro de La Plata. A las 20 se detuvo en la calle 7 y 49 frente a la confitería París, un punto tradicional de encuentro de los platenses. Parece mentira: a pesar de eso, nunca en su vida se había detenido a esperar pasajeros en esa esquina. No sabe por qué, pero algo lo arrastraba a quedarse. Esperó 25 minutos. Una pareja de más de 60 años se subió al auto y le dio unas coordenadas. En lugar de ponerse contento, Gori puteó: el viaje que le cambiaría la vida era un recorrido de menos de cuatro cuadras. “Tanta espera —protestó—, por un viaje de cuatro pesos”.
Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, ¿puedo correr este bolso, así estoy más cómoda?”. “No es mi bolso, señora. Se lo debe haber olvidado el matrimonio que subió antes que usted”. Gori tomó el bolso, lo puso en el asiento del acompañante, dejó a la señora, y se detuvo frente al Hospital Italiano, aguardando un nuevo viaje. Lo miró bien: era un bolso de mano, pequeño, cuadrado, de cuero. “Parecía una mochila de escuela”, dice Gori. Su mano tanteó el cierre, y cuando empezó a correrlo, los billetes, apretados, salieron a la superficie como espuma de mar. “Prácticamente no lo podías abrir que ya te salía un fajo”.
“¿Y cuál es la primera reacción de un hombre que descubre un bolso lleno de dinero?”, se le pregunta. Gori se encoge de hombros. “Y, qué querés que te diga: me asusté, papi”. Cagado en las patas, apagó el cartel y aceleró hasta su casa. Allá lo atajó Mónica, su esposa. “Entró renervioso”, dice su esposa, flechada con Gori desde los tiempos en que compartían escuela, el colegio San Benjamín, en La Plata. “Le dije: ‘Qué te pasó. ¿Te peleaste?’”.
Gori se ríe. Dice que no fue así. Que ella lo recuerda todo mal. “¿Sabés qué me dijo mi señora cuando vio la plata? Me dijo: ‘¿Qué viaje hiciste?’. Se pensaba que los nueve fajos los había ganado en un viaje”.
Los Gori tuvieron aquel tesoro en su casa durante 20 minutos. No más. “¿Lo contaron?”, se le pregunta. “¿No contaron el dinero?”, se insiste. No, los Gori no contaron el dinero. Lo miraron como quien mira un oso polar: algo extraño, único, irrepetible que, tarde o temprano, debía regresar a su hábitat natural. “Nos enteramos en la comisaría que eran 130 mil pesos. Lo único que vimos fue que uno de los fajos era de billetes de 100 dólares”. Gori se frotaba las manos. Miraba su casa, aún a medio construir, en un barrio obrero de casas bajas apartado del centro de La Plata. Pensaba: “Qué lindo lugar me haría para poner la parrilla con toda esa plata”.
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No contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argEntinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.[/caption]
“¿Y nunca, ni por un segundo, pensó en quedárselo?”, se le pregunta. “Nunca hermano”, Gori mira la estatuita de la Virgen, grande e imponente en la punta del living. “Ni lo pensé”.
Dentro del bolso, en medio de un mar de billetes, había un documento. Le pertenecía a Carlos Tinerello, dueño de un galpón de venta de materiales de construcción en La Plata. Había vendido una propiedad e iba a repartir el dinero entre sus hijos. Pero aquel día estaba disperso: su suegra padecía Alzheimer, y el día del olvido acababan de salir del médico con los estudios de su señora: una sombra significativa ahora se cernía también sobre los electroencefalogramas de su mujer. “Mirá lo que es la vida —dice Gori—. Yo esa mañana le había llamado a la casa y hablé con un hijo, porque él tiene varios camioneros en el galpón y no los tiene afiliados al sindicado. Pero yo no lo conocía a él de cara”.
En el documento de Tinerello figuraba un domicilio. Era la casa del primo. El primo le apuntó el celular de Carlos. “Soy el muchacho del taxi, tengo lo suyo”, le anunció Gori. Tinerello estaba en la comisaría 1. Le dijo que lo esperaba allí. “Negro —le dijo cuando Gori le dio el bolso—, vos sos un santo”. El oficial le tomó unos datos y, entonces, le dijo que acababa de devolver 130 mil pesos.
Para salir del shock, los Gori, ya sin el bolso, partieron a una heladería, y cuando regresaron a su casa, ya sonaba el teléfono: los medios querían tener la primicia de la historia. Al día siguiente, tenía camiones de exteriores de la televisión y la radio en la puerta. El secretario gremial de camioneros —su jefe—, lo llamó para preguntarle: “Boludo, ¿vos fuiste el que devolvió toda esa plata?”.
Todos, de distintas formas, le preguntaban lo mismo: ¿le habían dado algo de recompensa? “Nada —les repetía Gori—. Una palmada en el hombro nomás”.
Una periodista le dijo que, por ley, podía exigir entre 10 y 20 por ciento de recompensa. “El tipo tiene corralón de materiales y yo me estaba terminando la casa. Me podía ayudar. De cualquier modo, son cosas que uno no lo hace por la plata”.
Gori salió en todos los canales de aire y fue portada de los diarios. El Club Gimnasia y Esgrima de futbol, del cual es fanático, en honor a su acto, lo nombró socio honorario —no paga más por ir a la cancha—. En un acto oficial, el intendente de La Plata le entregó el escudo de la ciudad. El boletín de la empresa de correo Oca, donde Gori es delegado, difundió la historia en la primera página. Un programa de televisión le dio una placa. El animador Roberto Pettinato, el David Letterman argentino, se burló de él: “Vos flaco, tenés un pedo mental. ¿Por qué hiciste esa pelotudez?”. En internet, un voluntario diseñó una página web donde se propuso que, entre todos los visitantes, recompensaran a Gori con lo que tuvieran. Más de 400 personas ofrecieron distintas clases de recompensas, desde botas hasta electrodomésticos. El taxista llamó a varios de los que se proponían recompensarlo. Pero no le regalaron ni un chupetín. “Era todo una locura. Llamé a uno que ofrecía unas botas para mi mujer, pero cuando atendió me dijo que él no había ofrecido nada. Que ni siquiera sabía quién era yo. Ninguno me dio nada. Publicaban que me regalaban ropa y cuando llamabas, no sabían ni de qué estabas hablando. Probé con un par y después dejé de llamar. No me gusta estar mendigando”.
Abrumado por la popularidad que tomó la historia, y quizá por una pizca de culpa —un espolvoreo que, a cada nota del taxista, iba convirtiéndose en montaña—, Tinerello entregó a Gori ante las cámaras 12 mil pesos, una camiseta de Gimnasia y Esgrima y unos bombones para la esposa. “Me vino al pelo la plata. Yo todavía debo un montón de dinero de la habilitación del taxi. Unos 60 mil pesos para ser exactos”.
Hoy, Gori es un héroe en La Plata y su camioneta Citroën Berlingo es famosa. Lo saludan por la calle. Le tocan la bocina. Le invitan café, cerveza. Su imagen se multiplicó hasta en noticieros de Indonesia.
Sin embargo, Gori mira el fondo de su casa y se encoge de hombros. Noticiero en Indonesia. Notas en la BBC de Londres. Socio honorario del Club Gimnasia y Esgrima. Héroe de la transparencia. Digan lo que quieran, pero él sigue sin lugar donde poner la parrilla. //
*Este reportaje se publicó originalmente en el número 109 de Gatopardo en 2009.
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Gatopardo
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El taxista argentino Santiago Gori encontró un maletín lleno de dinero, lo sorprendente es lo que hizo con él.
¿Qué haría si, por algún motivo, se encuentra un puñado de billetes apretados en cintas de papel, contundentes como ladrillos, suculentos como un sueño? ¿Qué haría si encuentra, por accidente, un bolso pequeño, de mano, y al abrirlo salen todos esos papeles con rostros de próceres impresos, nueve fajos exactos que emiten el ruido en cascada del dinero cuando es multitud?
En Argentina, a Santiago Gori, taxista de profesión desde los 18 años, le pasó eso y decidió que, como primera medida, había que tomarle a todo ese dinero unas buenas fotos. Lo importante cuando sucede un episodio de película, se dijo, es conservar alguna clase de prueba. Retener el momento para la posteridad. En verdad, el asunto de las fotos fue idea de su hijo Nicolás, empleado de un local de ropa en la ciudad de La Plata, donde viven los Gori, a 60 kilómetros de Buenos Aires. “Papá, lo más probable es que sea la única vez que veamos tanta plata junta en nuestra vida —le dijo Nicolás, sensato—. Así que voy a buscar la cámara”.
En Argentina, estamos acostumbrados a ciertas cosas que forman parte del paisaje: que la carne sea buena, que las mujeres estén buenas y que los taxistas tengan un nivel cultural e informativo que, por momentos, a nosotros, pasajeros habituados y abrumados, nos dan ganas de taparnos las orejas. Mientras desandan un caos de tránsito histórico —cada vez más autos, cada vez menos paciencia en la ciudad—, los taxistas trazan análisis sociológicos, apuran conjeturas freudianas, son infalibles analistas políticos y si fuera por ellos, dirigirían el país. Es tal el grado de influencia de sus opiniones, que muchos consultores y economistas locales los toman como termómetro de tendencias.
Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.
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Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.[/caption]
Para entender por qué en abril último el taxista Santiago Gori devolvió 130 mil pesos extraviados (unos 43 mil dólares), un episodio que recordará toda su vida y cuya hazaña se transmitió hasta por la BBC de Londres, deberías llegar a su casa, un chalet pequeño aún sin terminar, y dar la vuelta a la manzana. Allí, te recibirá una señora de pelo corto y, si es domingo al mediodía,
tendrá delantal puesto, manos manchadas de harina y te dirá: “Estoy haciendo agnolottis. Hoy es el día que viene la familia a almorzar pastas caseras en casa. Recién acabo de ponerlos en el agua”. La señora se llama Margarita. Es la mamá de Santiago, el testimonio vivo de por qué Gori hizo lo que hizo. Roberto, su marido, era camionero. Recorrió el país transportando bobinas hasta que perdió la vista. Era diabético. Murió a los 54 años. “Mire, acá somos muy creyentes. Y yo siempre le enseñé a mi hijo que el amor a Dios está más allá de todo. Le juro que cuando me enteré que devolvió toda esa plata, no esperaba de él otra cosa”.
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En verdad, Margarita cuenta una historia que, según ella, lo explica todo. A los seis años, Santiago llegó del colegio con una goma. “¿Y eso?”, le preguntó la madre. Santiago miró para otro lado. “Se la sacaste a un compañero, me doy cuenta. Mañana voy a hablar con la señorita”. Al día siguiente, el pequeño Gori veía cómo, frente a todos los compañeros y especialmente frente a la señorita Esther, su madre narraba con lujo de detalles cómo su hijo era un ladrón de gomas. Santiago devolvió la goma en cuestión, abatido, humillado y empequeñecido. “Eso a él —Margarita se frota las manos enharinadas en el delantal—, eso a él lo marcó toda la vida”. Después de ese episodio, Gori nunca más se llevó nada. “Desde entonces, mi hijo pudo mirar de frente a las personas”, dice la madre. Gori pone cara muy duro conmigo”, dice Nicolás, su hijo menor —tiene otro, Matías, oficial de la policía de infantería—. “Me vive cagando a pedos. ‘Cuidate’, me dice cada vez que salgo, ‘que no se te salga la cadena’”.
“La calle —le dice Gori hoy a su familia—. La calle está llena de mierda”.
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Todos contra él
Éste es Santiago Gori, gordito, sonriente, devoto de la Virgen María, el héroe de esta historia. Es chofer del taxi número 592, con 60 mil kilómetros recorridos y propietario de uno de los 200 coches del servicio Radio Taxi La Plata. Trabaja por la mañana —de 7 a 9:30— y al caer la tarde—de 18 a 22 —. Sin embargo, la mayor parte del día cumple funciones como delegado del Sindicato de Camioneros. Durante años fue tesorero y, como parte de sus funciones, retiraba todos los meses unos 13 mil dólares del banco, se los guardaba en los bolsillos y los repartía religiosamente entre sus compañeros. Nunca se quedó con nada, dice.
Éste es Gori y, tiempo atrás, casi lo meten preso. Empezó a los 18 años como taxista con un Dodge, donde ganaba 30% de lo que recaudaba. El resto iba para el dueño. Después Roberto, su padre, compró un Peugeot 404 y él lo trabajaba como taxi. En 1981 fue chofer de la línea de colectivos 214. Unía cuatro veces al día —ida y vuelta— los siete kilómetros que separan la ciudad no contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argentinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.
de La Plata de la localidad de Berisso. En 1989, compró un Fiat 125 con papeles de taxi. “Me acuerdo hasta de la patente 1114”, dice y se ríe. Pero en 1989 no se rió nada. El 5 de mayo de 1994 —también se acuerda de la fecha—, la policía lo detuvo frente a la Plaza Moreno, en el centro de La Plata. Parecía un hombre peligroso, con prontuario y de chico atrapado en falta: “Mamá me mira —dice—. Y no necesita decirme nada más”.
“Santiago es una persona obsesivamente puntual —dice su esposa, Mónica—. Si llegás cinco minutos tarde, se enoja”.
“Yo le digo a mi viejo ‘general Perón’, porque es a punto de escapar: lo escoltaron entre dos patrulleros hasta la comisaría. “La ex esposa del tipo al que le compré el coche decía que también era de ella y pedía 50% del valor. ¡Pero yo ya se lo había comprado a su ex marido! Era una locura. Bueno, me detuvieron igual”.
El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista
cidido a llevar el asunto hasta el final: “Bueno, su señoría, déjeme que hablo con mi familia para avisarles que me traigan un bolsito y no me esperen por 40 días, porque no pienso pagar esa plata. Es una estafa. Yo compré el auto en regla y ahora me exigen esto. Es un problema de la pareja, no mío”.
Por esas cosas de la alborotada justicia argentina, Gori terminó pagando dos cuotas de 30 dólares. Eso sí: le quitaron la habilitación y, sin poder explotar el taxi, estuvo dos meses trabajando en un lavadero de autos. Tampoco duró su empleo en la línea de colectivos: en seis meses lo despidieron. “Yo era medio vaguito, viste —Gori revuelve la bombilla del mate—. Es que no me gustaba trabajar los domingos”.
Para colmo de males, al poco tiempo le diagnosticaron cáncer. “Tenía un ganglio en la ingle del tamaño de una manzana. Me hice quimioterapia durante seis meses. Nunca me operaron. Pero me salvé. Después de una cosa así, no te hacés problema por tantas boludeces”.
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El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista[/caption]
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El bolso sorpresa
Gori se acuerda con claridad del día de los nueve fajos: el último 22 de abril. Cómo olvidarlo. No le andaba el reloj del taxi. Se lo habían colocado hacía un mes así que lo llevó, indignado, al taller, y se lo cambiaron en el acto. Tenía mal un fusible. A las 19:45, Gori se paseaba con la camioneta Berlingo —hoy famosa— por el centro de La Plata. A las 20 se detuvo en la calle 7 y 49 frente a la confitería París, un punto tradicional de encuentro de los platenses. Parece mentira: a pesar de eso, nunca en su vida se había detenido a esperar pasajeros en esa esquina. No sabe por qué, pero algo lo arrastraba a quedarse. Esperó 25 minutos. Una pareja de más de 60 años se subió al auto y le dio unas coordenadas. En lugar de ponerse contento, Gori puteó: el viaje que le cambiaría la vida era un recorrido de menos de cuatro cuadras. “Tanta espera —protestó—, por un viaje de cuatro pesos”.
Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, ¿puedo correr este bolso, así estoy más cómoda?”. “No es mi bolso, señora. Se lo debe haber olvidado el matrimonio que subió antes que usted”. Gori tomó el bolso, lo puso en el asiento del acompañante, dejó a la señora, y se detuvo frente al Hospital Italiano, aguardando un nuevo viaje. Lo miró bien: era un bolso de mano, pequeño, cuadrado, de cuero. “Parecía una mochila de escuela”, dice Gori. Su mano tanteó el cierre, y cuando empezó a correrlo, los billetes, apretados, salieron a la superficie como espuma de mar. “Prácticamente no lo podías abrir que ya te salía un fajo”.
“¿Y cuál es la primera reacción de un hombre que descubre un bolso lleno de dinero?”, se le pregunta. Gori se encoge de hombros. “Y, qué querés que te diga: me asusté, papi”. Cagado en las patas, apagó el cartel y aceleró hasta su casa. Allá lo atajó Mónica, su esposa. “Entró renervioso”, dice su esposa, flechada con Gori desde los tiempos en que compartían escuela, el colegio San Benjamín, en La Plata. “Le dije: ‘Qué te pasó. ¿Te peleaste?’”.
Gori se ríe. Dice que no fue así. Que ella lo recuerda todo mal. “¿Sabés qué me dijo mi señora cuando vio la plata? Me dijo: ‘¿Qué viaje hiciste?’. Se pensaba que los nueve fajos los había ganado en un viaje”.
Los Gori tuvieron aquel tesoro en su casa durante 20 minutos. No más. “¿Lo contaron?”, se le pregunta. “¿No contaron el dinero?”, se insiste. No, los Gori no contaron el dinero. Lo miraron como quien mira un oso polar: algo extraño, único, irrepetible que, tarde o temprano, debía regresar a su hábitat natural. “Nos enteramos en la comisaría que eran 130 mil pesos. Lo único que vimos fue que uno de los fajos era de billetes de 100 dólares”. Gori se frotaba las manos. Miraba su casa, aún a medio construir, en un barrio obrero de casas bajas apartado del centro de La Plata. Pensaba: “Qué lindo lugar me haría para poner la parrilla con toda esa plata”.
[caption id="attachment_239551" align="aligncenter" width="620"]
No contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argEntinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.[/caption]
“¿Y nunca, ni por un segundo, pensó en quedárselo?”, se le pregunta. “Nunca hermano”, Gori mira la estatuita de la Virgen, grande e imponente en la punta del living. “Ni lo pensé”.
Dentro del bolso, en medio de un mar de billetes, había un documento. Le pertenecía a Carlos Tinerello, dueño de un galpón de venta de materiales de construcción en La Plata. Había vendido una propiedad e iba a repartir el dinero entre sus hijos. Pero aquel día estaba disperso: su suegra padecía Alzheimer, y el día del olvido acababan de salir del médico con los estudios de su señora: una sombra significativa ahora se cernía también sobre los electroencefalogramas de su mujer. “Mirá lo que es la vida —dice Gori—. Yo esa mañana le había llamado a la casa y hablé con un hijo, porque él tiene varios camioneros en el galpón y no los tiene afiliados al sindicado. Pero yo no lo conocía a él de cara”.
En el documento de Tinerello figuraba un domicilio. Era la casa del primo. El primo le apuntó el celular de Carlos. “Soy el muchacho del taxi, tengo lo suyo”, le anunció Gori. Tinerello estaba en la comisaría 1. Le dijo que lo esperaba allí. “Negro —le dijo cuando Gori le dio el bolso—, vos sos un santo”. El oficial le tomó unos datos y, entonces, le dijo que acababa de devolver 130 mil pesos.
Para salir del shock, los Gori, ya sin el bolso, partieron a una heladería, y cuando regresaron a su casa, ya sonaba el teléfono: los medios querían tener la primicia de la historia. Al día siguiente, tenía camiones de exteriores de la televisión y la radio en la puerta. El secretario gremial de camioneros —su jefe—, lo llamó para preguntarle: “Boludo, ¿vos fuiste el que devolvió toda esa plata?”.
Todos, de distintas formas, le preguntaban lo mismo: ¿le habían dado algo de recompensa? “Nada —les repetía Gori—. Una palmada en el hombro nomás”.
Una periodista le dijo que, por ley, podía exigir entre 10 y 20 por ciento de recompensa. “El tipo tiene corralón de materiales y yo me estaba terminando la casa. Me podía ayudar. De cualquier modo, son cosas que uno no lo hace por la plata”.
Gori salió en todos los canales de aire y fue portada de los diarios. El Club Gimnasia y Esgrima de futbol, del cual es fanático, en honor a su acto, lo nombró socio honorario —no paga más por ir a la cancha—. En un acto oficial, el intendente de La Plata le entregó el escudo de la ciudad. El boletín de la empresa de correo Oca, donde Gori es delegado, difundió la historia en la primera página. Un programa de televisión le dio una placa. El animador Roberto Pettinato, el David Letterman argentino, se burló de él: “Vos flaco, tenés un pedo mental. ¿Por qué hiciste esa pelotudez?”. En internet, un voluntario diseñó una página web donde se propuso que, entre todos los visitantes, recompensaran a Gori con lo que tuvieran. Más de 400 personas ofrecieron distintas clases de recompensas, desde botas hasta electrodomésticos. El taxista llamó a varios de los que se proponían recompensarlo. Pero no le regalaron ni un chupetín. “Era todo una locura. Llamé a uno que ofrecía unas botas para mi mujer, pero cuando atendió me dijo que él no había ofrecido nada. Que ni siquiera sabía quién era yo. Ninguno me dio nada. Publicaban que me regalaban ropa y cuando llamabas, no sabían ni de qué estabas hablando. Probé con un par y después dejé de llamar. No me gusta estar mendigando”.
Abrumado por la popularidad que tomó la historia, y quizá por una pizca de culpa —un espolvoreo que, a cada nota del taxista, iba convirtiéndose en montaña—, Tinerello entregó a Gori ante las cámaras 12 mil pesos, una camiseta de Gimnasia y Esgrima y unos bombones para la esposa. “Me vino al pelo la plata. Yo todavía debo un montón de dinero de la habilitación del taxi. Unos 60 mil pesos para ser exactos”.
Hoy, Gori es un héroe en La Plata y su camioneta Citroën Berlingo es famosa. Lo saludan por la calle. Le tocan la bocina. Le invitan café, cerveza. Su imagen se multiplicó hasta en noticieros de Indonesia.
Sin embargo, Gori mira el fondo de su casa y se encoge de hombros. Noticiero en Indonesia. Notas en la BBC de Londres. Socio honorario del Club Gimnasia y Esgrima. Héroe de la transparencia. Digan lo que quieran, pero él sigue sin lugar donde poner la parrilla. //
*Este reportaje se publicó originalmente en el número 109 de Gatopardo en 2009.
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Gatopardo
El taxista argentino Santiago Gori encontró un maletín lleno de dinero, lo sorprendente es lo que hizo con él.
¿Qué haría si, por algún motivo, se encuentra un puñado de billetes apretados en cintas de papel, contundentes como ladrillos, suculentos como un sueño? ¿Qué haría si encuentra, por accidente, un bolso pequeño, de mano, y al abrirlo salen todos esos papeles con rostros de próceres impresos, nueve fajos exactos que emiten el ruido en cascada del dinero cuando es multitud?
En Argentina, a Santiago Gori, taxista de profesión desde los 18 años, le pasó eso y decidió que, como primera medida, había que tomarle a todo ese dinero unas buenas fotos. Lo importante cuando sucede un episodio de película, se dijo, es conservar alguna clase de prueba. Retener el momento para la posteridad. En verdad, el asunto de las fotos fue idea de su hijo Nicolás, empleado de un local de ropa en la ciudad de La Plata, donde viven los Gori, a 60 kilómetros de Buenos Aires. “Papá, lo más probable es que sea la única vez que veamos tanta plata junta en nuestra vida —le dijo Nicolás, sensato—. Así que voy a buscar la cámara”.
En Argentina, estamos acostumbrados a ciertas cosas que forman parte del paisaje: que la carne sea buena, que las mujeres estén buenas y que los taxistas tengan un nivel cultural e informativo que, por momentos, a nosotros, pasajeros habituados y abrumados, nos dan ganas de taparnos las orejas. Mientras desandan un caos de tránsito histórico —cada vez más autos, cada vez menos paciencia en la ciudad—, los taxistas trazan análisis sociológicos, apuran conjeturas freudianas, son infalibles analistas políticos y si fuera por ellos, dirigirían el país. Es tal el grado de influencia de sus opiniones, que muchos consultores y economistas locales los toman como termómetro de tendencias.
Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.
[caption id="attachment_239555" align="aligncenter" width="620"]
Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.[/caption]
Para entender por qué en abril último el taxista Santiago Gori devolvió 130 mil pesos extraviados (unos 43 mil dólares), un episodio que recordará toda su vida y cuya hazaña se transmitió hasta por la BBC de Londres, deberías llegar a su casa, un chalet pequeño aún sin terminar, y dar la vuelta a la manzana. Allí, te recibirá una señora de pelo corto y, si es domingo al mediodía,
tendrá delantal puesto, manos manchadas de harina y te dirá: “Estoy haciendo agnolottis. Hoy es el día que viene la familia a almorzar pastas caseras en casa. Recién acabo de ponerlos en el agua”. La señora se llama Margarita. Es la mamá de Santiago, el testimonio vivo de por qué Gori hizo lo que hizo. Roberto, su marido, era camionero. Recorrió el país transportando bobinas hasta que perdió la vista. Era diabético. Murió a los 54 años. “Mire, acá somos muy creyentes. Y yo siempre le enseñé a mi hijo que el amor a Dios está más allá de todo. Le juro que cuando me enteré que devolvió toda esa plata, no esperaba de él otra cosa”.
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En verdad, Margarita cuenta una historia que, según ella, lo explica todo. A los seis años, Santiago llegó del colegio con una goma. “¿Y eso?”, le preguntó la madre. Santiago miró para otro lado. “Se la sacaste a un compañero, me doy cuenta. Mañana voy a hablar con la señorita”. Al día siguiente, el pequeño Gori veía cómo, frente a todos los compañeros y especialmente frente a la señorita Esther, su madre narraba con lujo de detalles cómo su hijo era un ladrón de gomas. Santiago devolvió la goma en cuestión, abatido, humillado y empequeñecido. “Eso a él —Margarita se frota las manos enharinadas en el delantal—, eso a él lo marcó toda la vida”. Después de ese episodio, Gori nunca más se llevó nada. “Desde entonces, mi hijo pudo mirar de frente a las personas”, dice la madre. Gori pone cara muy duro conmigo”, dice Nicolás, su hijo menor —tiene otro, Matías, oficial de la policía de infantería—. “Me vive cagando a pedos. ‘Cuidate’, me dice cada vez que salgo, ‘que no se te salga la cadena’”.
“La calle —le dice Gori hoy a su familia—. La calle está llena de mierda”.
***
Todos contra él
Éste es Santiago Gori, gordito, sonriente, devoto de la Virgen María, el héroe de esta historia. Es chofer del taxi número 592, con 60 mil kilómetros recorridos y propietario de uno de los 200 coches del servicio Radio Taxi La Plata. Trabaja por la mañana —de 7 a 9:30— y al caer la tarde—de 18 a 22 —. Sin embargo, la mayor parte del día cumple funciones como delegado del Sindicato de Camioneros. Durante años fue tesorero y, como parte de sus funciones, retiraba todos los meses unos 13 mil dólares del banco, se los guardaba en los bolsillos y los repartía religiosamente entre sus compañeros. Nunca se quedó con nada, dice.
Éste es Gori y, tiempo atrás, casi lo meten preso. Empezó a los 18 años como taxista con un Dodge, donde ganaba 30% de lo que recaudaba. El resto iba para el dueño. Después Roberto, su padre, compró un Peugeot 404 y él lo trabajaba como taxi. En 1981 fue chofer de la línea de colectivos 214. Unía cuatro veces al día —ida y vuelta— los siete kilómetros que separan la ciudad no contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argentinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.
de La Plata de la localidad de Berisso. En 1989, compró un Fiat 125 con papeles de taxi. “Me acuerdo hasta de la patente 1114”, dice y se ríe. Pero en 1989 no se rió nada. El 5 de mayo de 1994 —también se acuerda de la fecha—, la policía lo detuvo frente a la Plaza Moreno, en el centro de La Plata. Parecía un hombre peligroso, con prontuario y de chico atrapado en falta: “Mamá me mira —dice—. Y no necesita decirme nada más”.
“Santiago es una persona obsesivamente puntual —dice su esposa, Mónica—. Si llegás cinco minutos tarde, se enoja”.
“Yo le digo a mi viejo ‘general Perón’, porque es a punto de escapar: lo escoltaron entre dos patrulleros hasta la comisaría. “La ex esposa del tipo al que le compré el coche decía que también era de ella y pedía 50% del valor. ¡Pero yo ya se lo había comprado a su ex marido! Era una locura. Bueno, me detuvieron igual”.
El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista
cidido a llevar el asunto hasta el final: “Bueno, su señoría, déjeme que hablo con mi familia para avisarles que me traigan un bolsito y no me esperen por 40 días, porque no pienso pagar esa plata. Es una estafa. Yo compré el auto en regla y ahora me exigen esto. Es un problema de la pareja, no mío”.
Por esas cosas de la alborotada justicia argentina, Gori terminó pagando dos cuotas de 30 dólares. Eso sí: le quitaron la habilitación y, sin poder explotar el taxi, estuvo dos meses trabajando en un lavadero de autos. Tampoco duró su empleo en la línea de colectivos: en seis meses lo despidieron. “Yo era medio vaguito, viste —Gori revuelve la bombilla del mate—. Es que no me gustaba trabajar los domingos”.
Para colmo de males, al poco tiempo le diagnosticaron cáncer. “Tenía un ganglio en la ingle del tamaño de una manzana. Me hice quimioterapia durante seis meses. Nunca me operaron. Pero me salvé. Después de una cosa así, no te hacés problema por tantas boludeces”.
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El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista[/caption]
***
El bolso sorpresa
Gori se acuerda con claridad del día de los nueve fajos: el último 22 de abril. Cómo olvidarlo. No le andaba el reloj del taxi. Se lo habían colocado hacía un mes así que lo llevó, indignado, al taller, y se lo cambiaron en el acto. Tenía mal un fusible. A las 19:45, Gori se paseaba con la camioneta Berlingo —hoy famosa— por el centro de La Plata. A las 20 se detuvo en la calle 7 y 49 frente a la confitería París, un punto tradicional de encuentro de los platenses. Parece mentira: a pesar de eso, nunca en su vida se había detenido a esperar pasajeros en esa esquina. No sabe por qué, pero algo lo arrastraba a quedarse. Esperó 25 minutos. Una pareja de más de 60 años se subió al auto y le dio unas coordenadas. En lugar de ponerse contento, Gori puteó: el viaje que le cambiaría la vida era un recorrido de menos de cuatro cuadras. “Tanta espera —protestó—, por un viaje de cuatro pesos”.
Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, ¿puedo correr este bolso, así estoy más cómoda?”. “No es mi bolso, señora. Se lo debe haber olvidado el matrimonio que subió antes que usted”. Gori tomó el bolso, lo puso en el asiento del acompañante, dejó a la señora, y se detuvo frente al Hospital Italiano, aguardando un nuevo viaje. Lo miró bien: era un bolso de mano, pequeño, cuadrado, de cuero. “Parecía una mochila de escuela”, dice Gori. Su mano tanteó el cierre, y cuando empezó a correrlo, los billetes, apretados, salieron a la superficie como espuma de mar. “Prácticamente no lo podías abrir que ya te salía un fajo”.
“¿Y cuál es la primera reacción de un hombre que descubre un bolso lleno de dinero?”, se le pregunta. Gori se encoge de hombros. “Y, qué querés que te diga: me asusté, papi”. Cagado en las patas, apagó el cartel y aceleró hasta su casa. Allá lo atajó Mónica, su esposa. “Entró renervioso”, dice su esposa, flechada con Gori desde los tiempos en que compartían escuela, el colegio San Benjamín, en La Plata. “Le dije: ‘Qué te pasó. ¿Te peleaste?’”.
Gori se ríe. Dice que no fue así. Que ella lo recuerda todo mal. “¿Sabés qué me dijo mi señora cuando vio la plata? Me dijo: ‘¿Qué viaje hiciste?’. Se pensaba que los nueve fajos los había ganado en un viaje”.
Los Gori tuvieron aquel tesoro en su casa durante 20 minutos. No más. “¿Lo contaron?”, se le pregunta. “¿No contaron el dinero?”, se insiste. No, los Gori no contaron el dinero. Lo miraron como quien mira un oso polar: algo extraño, único, irrepetible que, tarde o temprano, debía regresar a su hábitat natural. “Nos enteramos en la comisaría que eran 130 mil pesos. Lo único que vimos fue que uno de los fajos era de billetes de 100 dólares”. Gori se frotaba las manos. Miraba su casa, aún a medio construir, en un barrio obrero de casas bajas apartado del centro de La Plata. Pensaba: “Qué lindo lugar me haría para poner la parrilla con toda esa plata”.
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No contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argEntinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.[/caption]
“¿Y nunca, ni por un segundo, pensó en quedárselo?”, se le pregunta. “Nunca hermano”, Gori mira la estatuita de la Virgen, grande e imponente en la punta del living. “Ni lo pensé”.
Dentro del bolso, en medio de un mar de billetes, había un documento. Le pertenecía a Carlos Tinerello, dueño de un galpón de venta de materiales de construcción en La Plata. Había vendido una propiedad e iba a repartir el dinero entre sus hijos. Pero aquel día estaba disperso: su suegra padecía Alzheimer, y el día del olvido acababan de salir del médico con los estudios de su señora: una sombra significativa ahora se cernía también sobre los electroencefalogramas de su mujer. “Mirá lo que es la vida —dice Gori—. Yo esa mañana le había llamado a la casa y hablé con un hijo, porque él tiene varios camioneros en el galpón y no los tiene afiliados al sindicado. Pero yo no lo conocía a él de cara”.
En el documento de Tinerello figuraba un domicilio. Era la casa del primo. El primo le apuntó el celular de Carlos. “Soy el muchacho del taxi, tengo lo suyo”, le anunció Gori. Tinerello estaba en la comisaría 1. Le dijo que lo esperaba allí. “Negro —le dijo cuando Gori le dio el bolso—, vos sos un santo”. El oficial le tomó unos datos y, entonces, le dijo que acababa de devolver 130 mil pesos.
Para salir del shock, los Gori, ya sin el bolso, partieron a una heladería, y cuando regresaron a su casa, ya sonaba el teléfono: los medios querían tener la primicia de la historia. Al día siguiente, tenía camiones de exteriores de la televisión y la radio en la puerta. El secretario gremial de camioneros —su jefe—, lo llamó para preguntarle: “Boludo, ¿vos fuiste el que devolvió toda esa plata?”.
Todos, de distintas formas, le preguntaban lo mismo: ¿le habían dado algo de recompensa? “Nada —les repetía Gori—. Una palmada en el hombro nomás”.
Una periodista le dijo que, por ley, podía exigir entre 10 y 20 por ciento de recompensa. “El tipo tiene corralón de materiales y yo me estaba terminando la casa. Me podía ayudar. De cualquier modo, son cosas que uno no lo hace por la plata”.
Gori salió en todos los canales de aire y fue portada de los diarios. El Club Gimnasia y Esgrima de futbol, del cual es fanático, en honor a su acto, lo nombró socio honorario —no paga más por ir a la cancha—. En un acto oficial, el intendente de La Plata le entregó el escudo de la ciudad. El boletín de la empresa de correo Oca, donde Gori es delegado, difundió la historia en la primera página. Un programa de televisión le dio una placa. El animador Roberto Pettinato, el David Letterman argentino, se burló de él: “Vos flaco, tenés un pedo mental. ¿Por qué hiciste esa pelotudez?”. En internet, un voluntario diseñó una página web donde se propuso que, entre todos los visitantes, recompensaran a Gori con lo que tuvieran. Más de 400 personas ofrecieron distintas clases de recompensas, desde botas hasta electrodomésticos. El taxista llamó a varios de los que se proponían recompensarlo. Pero no le regalaron ni un chupetín. “Era todo una locura. Llamé a uno que ofrecía unas botas para mi mujer, pero cuando atendió me dijo que él no había ofrecido nada. Que ni siquiera sabía quién era yo. Ninguno me dio nada. Publicaban que me regalaban ropa y cuando llamabas, no sabían ni de qué estabas hablando. Probé con un par y después dejé de llamar. No me gusta estar mendigando”.
Abrumado por la popularidad que tomó la historia, y quizá por una pizca de culpa —un espolvoreo que, a cada nota del taxista, iba convirtiéndose en montaña—, Tinerello entregó a Gori ante las cámaras 12 mil pesos, una camiseta de Gimnasia y Esgrima y unos bombones para la esposa. “Me vino al pelo la plata. Yo todavía debo un montón de dinero de la habilitación del taxi. Unos 60 mil pesos para ser exactos”.
Hoy, Gori es un héroe en La Plata y su camioneta Citroën Berlingo es famosa. Lo saludan por la calle. Le tocan la bocina. Le invitan café, cerveza. Su imagen se multiplicó hasta en noticieros de Indonesia.
Sin embargo, Gori mira el fondo de su casa y se encoge de hombros. Noticiero en Indonesia. Notas en la BBC de Londres. Socio honorario del Club Gimnasia y Esgrima. Héroe de la transparencia. Digan lo que quieran, pero él sigue sin lugar donde poner la parrilla. //
*Este reportaje se publicó originalmente en el número 109 de Gatopardo en 2009.
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Gatopardo
El taxista argentino Santiago Gori encontró un maletín lleno de dinero, lo sorprendente es lo que hizo con él.
¿Qué haría si, por algún motivo, se encuentra un puñado de billetes apretados en cintas de papel, contundentes como ladrillos, suculentos como un sueño? ¿Qué haría si encuentra, por accidente, un bolso pequeño, de mano, y al abrirlo salen todos esos papeles con rostros de próceres impresos, nueve fajos exactos que emiten el ruido en cascada del dinero cuando es multitud?
En Argentina, a Santiago Gori, taxista de profesión desde los 18 años, le pasó eso y decidió que, como primera medida, había que tomarle a todo ese dinero unas buenas fotos. Lo importante cuando sucede un episodio de película, se dijo, es conservar alguna clase de prueba. Retener el momento para la posteridad. En verdad, el asunto de las fotos fue idea de su hijo Nicolás, empleado de un local de ropa en la ciudad de La Plata, donde viven los Gori, a 60 kilómetros de Buenos Aires. “Papá, lo más probable es que sea la única vez que veamos tanta plata junta en nuestra vida —le dijo Nicolás, sensato—. Así que voy a buscar la cámara”.
En Argentina, estamos acostumbrados a ciertas cosas que forman parte del paisaje: que la carne sea buena, que las mujeres estén buenas y que los taxistas tengan un nivel cultural e informativo que, por momentos, a nosotros, pasajeros habituados y abrumados, nos dan ganas de taparnos las orejas. Mientras desandan un caos de tránsito histórico —cada vez más autos, cada vez menos paciencia en la ciudad—, los taxistas trazan análisis sociológicos, apuran conjeturas freudianas, son infalibles analistas políticos y si fuera por ellos, dirigirían el país. Es tal el grado de influencia de sus opiniones, que muchos consultores y economistas locales los toman como termómetro de tendencias.
Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.
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Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.[/caption]
Para entender por qué en abril último el taxista Santiago Gori devolvió 130 mil pesos extraviados (unos 43 mil dólares), un episodio que recordará toda su vida y cuya hazaña se transmitió hasta por la BBC de Londres, deberías llegar a su casa, un chalet pequeño aún sin terminar, y dar la vuelta a la manzana. Allí, te recibirá una señora de pelo corto y, si es domingo al mediodía,
tendrá delantal puesto, manos manchadas de harina y te dirá: “Estoy haciendo agnolottis. Hoy es el día que viene la familia a almorzar pastas caseras en casa. Recién acabo de ponerlos en el agua”. La señora se llama Margarita. Es la mamá de Santiago, el testimonio vivo de por qué Gori hizo lo que hizo. Roberto, su marido, era camionero. Recorrió el país transportando bobinas hasta que perdió la vista. Era diabético. Murió a los 54 años. “Mire, acá somos muy creyentes. Y yo siempre le enseñé a mi hijo que el amor a Dios está más allá de todo. Le juro que cuando me enteré que devolvió toda esa plata, no esperaba de él otra cosa”.
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En verdad, Margarita cuenta una historia que, según ella, lo explica todo. A los seis años, Santiago llegó del colegio con una goma. “¿Y eso?”, le preguntó la madre. Santiago miró para otro lado. “Se la sacaste a un compañero, me doy cuenta. Mañana voy a hablar con la señorita”. Al día siguiente, el pequeño Gori veía cómo, frente a todos los compañeros y especialmente frente a la señorita Esther, su madre narraba con lujo de detalles cómo su hijo era un ladrón de gomas. Santiago devolvió la goma en cuestión, abatido, humillado y empequeñecido. “Eso a él —Margarita se frota las manos enharinadas en el delantal—, eso a él lo marcó toda la vida”. Después de ese episodio, Gori nunca más se llevó nada. “Desde entonces, mi hijo pudo mirar de frente a las personas”, dice la madre. Gori pone cara muy duro conmigo”, dice Nicolás, su hijo menor —tiene otro, Matías, oficial de la policía de infantería—. “Me vive cagando a pedos. ‘Cuidate’, me dice cada vez que salgo, ‘que no se te salga la cadena’”.
“La calle —le dice Gori hoy a su familia—. La calle está llena de mierda”.
***
Todos contra él
Éste es Santiago Gori, gordito, sonriente, devoto de la Virgen María, el héroe de esta historia. Es chofer del taxi número 592, con 60 mil kilómetros recorridos y propietario de uno de los 200 coches del servicio Radio Taxi La Plata. Trabaja por la mañana —de 7 a 9:30— y al caer la tarde—de 18 a 22 —. Sin embargo, la mayor parte del día cumple funciones como delegado del Sindicato de Camioneros. Durante años fue tesorero y, como parte de sus funciones, retiraba todos los meses unos 13 mil dólares del banco, se los guardaba en los bolsillos y los repartía religiosamente entre sus compañeros. Nunca se quedó con nada, dice.
Éste es Gori y, tiempo atrás, casi lo meten preso. Empezó a los 18 años como taxista con un Dodge, donde ganaba 30% de lo que recaudaba. El resto iba para el dueño. Después Roberto, su padre, compró un Peugeot 404 y él lo trabajaba como taxi. En 1981 fue chofer de la línea de colectivos 214. Unía cuatro veces al día —ida y vuelta— los siete kilómetros que separan la ciudad no contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argentinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.
de La Plata de la localidad de Berisso. En 1989, compró un Fiat 125 con papeles de taxi. “Me acuerdo hasta de la patente 1114”, dice y se ríe. Pero en 1989 no se rió nada. El 5 de mayo de 1994 —también se acuerda de la fecha—, la policía lo detuvo frente a la Plaza Moreno, en el centro de La Plata. Parecía un hombre peligroso, con prontuario y de chico atrapado en falta: “Mamá me mira —dice—. Y no necesita decirme nada más”.
“Santiago es una persona obsesivamente puntual —dice su esposa, Mónica—. Si llegás cinco minutos tarde, se enoja”.
“Yo le digo a mi viejo ‘general Perón’, porque es a punto de escapar: lo escoltaron entre dos patrulleros hasta la comisaría. “La ex esposa del tipo al que le compré el coche decía que también era de ella y pedía 50% del valor. ¡Pero yo ya se lo había comprado a su ex marido! Era una locura. Bueno, me detuvieron igual”.
El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista
cidido a llevar el asunto hasta el final: “Bueno, su señoría, déjeme que hablo con mi familia para avisarles que me traigan un bolsito y no me esperen por 40 días, porque no pienso pagar esa plata. Es una estafa. Yo compré el auto en regla y ahora me exigen esto. Es un problema de la pareja, no mío”.
Por esas cosas de la alborotada justicia argentina, Gori terminó pagando dos cuotas de 30 dólares. Eso sí: le quitaron la habilitación y, sin poder explotar el taxi, estuvo dos meses trabajando en un lavadero de autos. Tampoco duró su empleo en la línea de colectivos: en seis meses lo despidieron. “Yo era medio vaguito, viste —Gori revuelve la bombilla del mate—. Es que no me gustaba trabajar los domingos”.
Para colmo de males, al poco tiempo le diagnosticaron cáncer. “Tenía un ganglio en la ingle del tamaño de una manzana. Me hice quimioterapia durante seis meses. Nunca me operaron. Pero me salvé. Después de una cosa así, no te hacés problema por tantas boludeces”.
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El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista[/caption]
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El bolso sorpresa
Gori se acuerda con claridad del día de los nueve fajos: el último 22 de abril. Cómo olvidarlo. No le andaba el reloj del taxi. Se lo habían colocado hacía un mes así que lo llevó, indignado, al taller, y se lo cambiaron en el acto. Tenía mal un fusible. A las 19:45, Gori se paseaba con la camioneta Berlingo —hoy famosa— por el centro de La Plata. A las 20 se detuvo en la calle 7 y 49 frente a la confitería París, un punto tradicional de encuentro de los platenses. Parece mentira: a pesar de eso, nunca en su vida se había detenido a esperar pasajeros en esa esquina. No sabe por qué, pero algo lo arrastraba a quedarse. Esperó 25 minutos. Una pareja de más de 60 años se subió al auto y le dio unas coordenadas. En lugar de ponerse contento, Gori puteó: el viaje que le cambiaría la vida era un recorrido de menos de cuatro cuadras. “Tanta espera —protestó—, por un viaje de cuatro pesos”.
Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, ¿puedo correr este bolso, así estoy más cómoda?”. “No es mi bolso, señora. Se lo debe haber olvidado el matrimonio que subió antes que usted”. Gori tomó el bolso, lo puso en el asiento del acompañante, dejó a la señora, y se detuvo frente al Hospital Italiano, aguardando un nuevo viaje. Lo miró bien: era un bolso de mano, pequeño, cuadrado, de cuero. “Parecía una mochila de escuela”, dice Gori. Su mano tanteó el cierre, y cuando empezó a correrlo, los billetes, apretados, salieron a la superficie como espuma de mar. “Prácticamente no lo podías abrir que ya te salía un fajo”.
“¿Y cuál es la primera reacción de un hombre que descubre un bolso lleno de dinero?”, se le pregunta. Gori se encoge de hombros. “Y, qué querés que te diga: me asusté, papi”. Cagado en las patas, apagó el cartel y aceleró hasta su casa. Allá lo atajó Mónica, su esposa. “Entró renervioso”, dice su esposa, flechada con Gori desde los tiempos en que compartían escuela, el colegio San Benjamín, en La Plata. “Le dije: ‘Qué te pasó. ¿Te peleaste?’”.
Gori se ríe. Dice que no fue así. Que ella lo recuerda todo mal. “¿Sabés qué me dijo mi señora cuando vio la plata? Me dijo: ‘¿Qué viaje hiciste?’. Se pensaba que los nueve fajos los había ganado en un viaje”.
Los Gori tuvieron aquel tesoro en su casa durante 20 minutos. No más. “¿Lo contaron?”, se le pregunta. “¿No contaron el dinero?”, se insiste. No, los Gori no contaron el dinero. Lo miraron como quien mira un oso polar: algo extraño, único, irrepetible que, tarde o temprano, debía regresar a su hábitat natural. “Nos enteramos en la comisaría que eran 130 mil pesos. Lo único que vimos fue que uno de los fajos era de billetes de 100 dólares”. Gori se frotaba las manos. Miraba su casa, aún a medio construir, en un barrio obrero de casas bajas apartado del centro de La Plata. Pensaba: “Qué lindo lugar me haría para poner la parrilla con toda esa plata”.
[caption id="attachment_239551" align="aligncenter" width="620"]
No contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argEntinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.[/caption]
“¿Y nunca, ni por un segundo, pensó en quedárselo?”, se le pregunta. “Nunca hermano”, Gori mira la estatuita de la Virgen, grande e imponente en la punta del living. “Ni lo pensé”.
Dentro del bolso, en medio de un mar de billetes, había un documento. Le pertenecía a Carlos Tinerello, dueño de un galpón de venta de materiales de construcción en La Plata. Había vendido una propiedad e iba a repartir el dinero entre sus hijos. Pero aquel día estaba disperso: su suegra padecía Alzheimer, y el día del olvido acababan de salir del médico con los estudios de su señora: una sombra significativa ahora se cernía también sobre los electroencefalogramas de su mujer. “Mirá lo que es la vida —dice Gori—. Yo esa mañana le había llamado a la casa y hablé con un hijo, porque él tiene varios camioneros en el galpón y no los tiene afiliados al sindicado. Pero yo no lo conocía a él de cara”.
En el documento de Tinerello figuraba un domicilio. Era la casa del primo. El primo le apuntó el celular de Carlos. “Soy el muchacho del taxi, tengo lo suyo”, le anunció Gori. Tinerello estaba en la comisaría 1. Le dijo que lo esperaba allí. “Negro —le dijo cuando Gori le dio el bolso—, vos sos un santo”. El oficial le tomó unos datos y, entonces, le dijo que acababa de devolver 130 mil pesos.
Para salir del shock, los Gori, ya sin el bolso, partieron a una heladería, y cuando regresaron a su casa, ya sonaba el teléfono: los medios querían tener la primicia de la historia. Al día siguiente, tenía camiones de exteriores de la televisión y la radio en la puerta. El secretario gremial de camioneros —su jefe—, lo llamó para preguntarle: “Boludo, ¿vos fuiste el que devolvió toda esa plata?”.
Todos, de distintas formas, le preguntaban lo mismo: ¿le habían dado algo de recompensa? “Nada —les repetía Gori—. Una palmada en el hombro nomás”.
Una periodista le dijo que, por ley, podía exigir entre 10 y 20 por ciento de recompensa. “El tipo tiene corralón de materiales y yo me estaba terminando la casa. Me podía ayudar. De cualquier modo, son cosas que uno no lo hace por la plata”.
Gori salió en todos los canales de aire y fue portada de los diarios. El Club Gimnasia y Esgrima de futbol, del cual es fanático, en honor a su acto, lo nombró socio honorario —no paga más por ir a la cancha—. En un acto oficial, el intendente de La Plata le entregó el escudo de la ciudad. El boletín de la empresa de correo Oca, donde Gori es delegado, difundió la historia en la primera página. Un programa de televisión le dio una placa. El animador Roberto Pettinato, el David Letterman argentino, se burló de él: “Vos flaco, tenés un pedo mental. ¿Por qué hiciste esa pelotudez?”. En internet, un voluntario diseñó una página web donde se propuso que, entre todos los visitantes, recompensaran a Gori con lo que tuvieran. Más de 400 personas ofrecieron distintas clases de recompensas, desde botas hasta electrodomésticos. El taxista llamó a varios de los que se proponían recompensarlo. Pero no le regalaron ni un chupetín. “Era todo una locura. Llamé a uno que ofrecía unas botas para mi mujer, pero cuando atendió me dijo que él no había ofrecido nada. Que ni siquiera sabía quién era yo. Ninguno me dio nada. Publicaban que me regalaban ropa y cuando llamabas, no sabían ni de qué estabas hablando. Probé con un par y después dejé de llamar. No me gusta estar mendigando”.
Abrumado por la popularidad que tomó la historia, y quizá por una pizca de culpa —un espolvoreo que, a cada nota del taxista, iba convirtiéndose en montaña—, Tinerello entregó a Gori ante las cámaras 12 mil pesos, una camiseta de Gimnasia y Esgrima y unos bombones para la esposa. “Me vino al pelo la plata. Yo todavía debo un montón de dinero de la habilitación del taxi. Unos 60 mil pesos para ser exactos”.
Hoy, Gori es un héroe en La Plata y su camioneta Citroën Berlingo es famosa. Lo saludan por la calle. Le tocan la bocina. Le invitan café, cerveza. Su imagen se multiplicó hasta en noticieros de Indonesia.
Sin embargo, Gori mira el fondo de su casa y se encoge de hombros. Noticiero en Indonesia. Notas en la BBC de Londres. Socio honorario del Club Gimnasia y Esgrima. Héroe de la transparencia. Digan lo que quieran, pero él sigue sin lugar donde poner la parrilla. //
*Este reportaje se publicó originalmente en el número 109 de Gatopardo en 2009.
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Gatopardo
El taxista argentino Santiago Gori encontró un maletín lleno de dinero, lo sorprendente es lo que hizo con él.
¿Qué haría si, por algún motivo, se encuentra un puñado de billetes apretados en cintas de papel, contundentes como ladrillos, suculentos como un sueño? ¿Qué haría si encuentra, por accidente, un bolso pequeño, de mano, y al abrirlo salen todos esos papeles con rostros de próceres impresos, nueve fajos exactos que emiten el ruido en cascada del dinero cuando es multitud?
En Argentina, a Santiago Gori, taxista de profesión desde los 18 años, le pasó eso y decidió que, como primera medida, había que tomarle a todo ese dinero unas buenas fotos. Lo importante cuando sucede un episodio de película, se dijo, es conservar alguna clase de prueba. Retener el momento para la posteridad. En verdad, el asunto de las fotos fue idea de su hijo Nicolás, empleado de un local de ropa en la ciudad de La Plata, donde viven los Gori, a 60 kilómetros de Buenos Aires. “Papá, lo más probable es que sea la única vez que veamos tanta plata junta en nuestra vida —le dijo Nicolás, sensato—. Así que voy a buscar la cámara”.
En Argentina, estamos acostumbrados a ciertas cosas que forman parte del paisaje: que la carne sea buena, que las mujeres estén buenas y que los taxistas tengan un nivel cultural e informativo que, por momentos, a nosotros, pasajeros habituados y abrumados, nos dan ganas de taparnos las orejas. Mientras desandan un caos de tránsito histórico —cada vez más autos, cada vez menos paciencia en la ciudad—, los taxistas trazan análisis sociológicos, apuran conjeturas freudianas, son infalibles analistas políticos y si fuera por ellos, dirigirían el país. Es tal el grado de influencia de sus opiniones, que muchos consultores y economistas locales los toman como termómetro de tendencias.
Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.
[caption id="attachment_239555" align="aligncenter" width="620"]
Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.[/caption]
Para entender por qué en abril último el taxista Santiago Gori devolvió 130 mil pesos extraviados (unos 43 mil dólares), un episodio que recordará toda su vida y cuya hazaña se transmitió hasta por la BBC de Londres, deberías llegar a su casa, un chalet pequeño aún sin terminar, y dar la vuelta a la manzana. Allí, te recibirá una señora de pelo corto y, si es domingo al mediodía,
tendrá delantal puesto, manos manchadas de harina y te dirá: “Estoy haciendo agnolottis. Hoy es el día que viene la familia a almorzar pastas caseras en casa. Recién acabo de ponerlos en el agua”. La señora se llama Margarita. Es la mamá de Santiago, el testimonio vivo de por qué Gori hizo lo que hizo. Roberto, su marido, era camionero. Recorrió el país transportando bobinas hasta que perdió la vista. Era diabético. Murió a los 54 años. “Mire, acá somos muy creyentes. Y yo siempre le enseñé a mi hijo que el amor a Dios está más allá de todo. Le juro que cuando me enteré que devolvió toda esa plata, no esperaba de él otra cosa”.
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En verdad, Margarita cuenta una historia que, según ella, lo explica todo. A los seis años, Santiago llegó del colegio con una goma. “¿Y eso?”, le preguntó la madre. Santiago miró para otro lado. “Se la sacaste a un compañero, me doy cuenta. Mañana voy a hablar con la señorita”. Al día siguiente, el pequeño Gori veía cómo, frente a todos los compañeros y especialmente frente a la señorita Esther, su madre narraba con lujo de detalles cómo su hijo era un ladrón de gomas. Santiago devolvió la goma en cuestión, abatido, humillado y empequeñecido. “Eso a él —Margarita se frota las manos enharinadas en el delantal—, eso a él lo marcó toda la vida”. Después de ese episodio, Gori nunca más se llevó nada. “Desde entonces, mi hijo pudo mirar de frente a las personas”, dice la madre. Gori pone cara muy duro conmigo”, dice Nicolás, su hijo menor —tiene otro, Matías, oficial de la policía de infantería—. “Me vive cagando a pedos. ‘Cuidate’, me dice cada vez que salgo, ‘que no se te salga la cadena’”.
“La calle —le dice Gori hoy a su familia—. La calle está llena de mierda”.
***
Todos contra él
Éste es Santiago Gori, gordito, sonriente, devoto de la Virgen María, el héroe de esta historia. Es chofer del taxi número 592, con 60 mil kilómetros recorridos y propietario de uno de los 200 coches del servicio Radio Taxi La Plata. Trabaja por la mañana —de 7 a 9:30— y al caer la tarde—de 18 a 22 —. Sin embargo, la mayor parte del día cumple funciones como delegado del Sindicato de Camioneros. Durante años fue tesorero y, como parte de sus funciones, retiraba todos los meses unos 13 mil dólares del banco, se los guardaba en los bolsillos y los repartía religiosamente entre sus compañeros. Nunca se quedó con nada, dice.
Éste es Gori y, tiempo atrás, casi lo meten preso. Empezó a los 18 años como taxista con un Dodge, donde ganaba 30% de lo que recaudaba. El resto iba para el dueño. Después Roberto, su padre, compró un Peugeot 404 y él lo trabajaba como taxi. En 1981 fue chofer de la línea de colectivos 214. Unía cuatro veces al día —ida y vuelta— los siete kilómetros que separan la ciudad no contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argentinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.
de La Plata de la localidad de Berisso. En 1989, compró un Fiat 125 con papeles de taxi. “Me acuerdo hasta de la patente 1114”, dice y se ríe. Pero en 1989 no se rió nada. El 5 de mayo de 1994 —también se acuerda de la fecha—, la policía lo detuvo frente a la Plaza Moreno, en el centro de La Plata. Parecía un hombre peligroso, con prontuario y de chico atrapado en falta: “Mamá me mira —dice—. Y no necesita decirme nada más”.
“Santiago es una persona obsesivamente puntual —dice su esposa, Mónica—. Si llegás cinco minutos tarde, se enoja”.
“Yo le digo a mi viejo ‘general Perón’, porque es a punto de escapar: lo escoltaron entre dos patrulleros hasta la comisaría. “La ex esposa del tipo al que le compré el coche decía que también era de ella y pedía 50% del valor. ¡Pero yo ya se lo había comprado a su ex marido! Era una locura. Bueno, me detuvieron igual”.
El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista
cidido a llevar el asunto hasta el final: “Bueno, su señoría, déjeme que hablo con mi familia para avisarles que me traigan un bolsito y no me esperen por 40 días, porque no pienso pagar esa plata. Es una estafa. Yo compré el auto en regla y ahora me exigen esto. Es un problema de la pareja, no mío”.
Por esas cosas de la alborotada justicia argentina, Gori terminó pagando dos cuotas de 30 dólares. Eso sí: le quitaron la habilitación y, sin poder explotar el taxi, estuvo dos meses trabajando en un lavadero de autos. Tampoco duró su empleo en la línea de colectivos: en seis meses lo despidieron. “Yo era medio vaguito, viste —Gori revuelve la bombilla del mate—. Es que no me gustaba trabajar los domingos”.
Para colmo de males, al poco tiempo le diagnosticaron cáncer. “Tenía un ganglio en la ingle del tamaño de una manzana. Me hice quimioterapia durante seis meses. Nunca me operaron. Pero me salvé. Después de una cosa así, no te hacés problema por tantas boludeces”.
[caption id="attachment_239558" align="aligncenter" width="620"]
El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista[/caption]
***
El bolso sorpresa
Gori se acuerda con claridad del día de los nueve fajos: el último 22 de abril. Cómo olvidarlo. No le andaba el reloj del taxi. Se lo habían colocado hacía un mes así que lo llevó, indignado, al taller, y se lo cambiaron en el acto. Tenía mal un fusible. A las 19:45, Gori se paseaba con la camioneta Berlingo —hoy famosa— por el centro de La Plata. A las 20 se detuvo en la calle 7 y 49 frente a la confitería París, un punto tradicional de encuentro de los platenses. Parece mentira: a pesar de eso, nunca en su vida se había detenido a esperar pasajeros en esa esquina. No sabe por qué, pero algo lo arrastraba a quedarse. Esperó 25 minutos. Una pareja de más de 60 años se subió al auto y le dio unas coordenadas. En lugar de ponerse contento, Gori puteó: el viaje que le cambiaría la vida era un recorrido de menos de cuatro cuadras. “Tanta espera —protestó—, por un viaje de cuatro pesos”.
Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, ¿puedo correr este bolso, así estoy más cómoda?”. “No es mi bolso, señora. Se lo debe haber olvidado el matrimonio que subió antes que usted”. Gori tomó el bolso, lo puso en el asiento del acompañante, dejó a la señora, y se detuvo frente al Hospital Italiano, aguardando un nuevo viaje. Lo miró bien: era un bolso de mano, pequeño, cuadrado, de cuero. “Parecía una mochila de escuela”, dice Gori. Su mano tanteó el cierre, y cuando empezó a correrlo, los billetes, apretados, salieron a la superficie como espuma de mar. “Prácticamente no lo podías abrir que ya te salía un fajo”.
“¿Y cuál es la primera reacción de un hombre que descubre un bolso lleno de dinero?”, se le pregunta. Gori se encoge de hombros. “Y, qué querés que te diga: me asusté, papi”. Cagado en las patas, apagó el cartel y aceleró hasta su casa. Allá lo atajó Mónica, su esposa. “Entró renervioso”, dice su esposa, flechada con Gori desde los tiempos en que compartían escuela, el colegio San Benjamín, en La Plata. “Le dije: ‘Qué te pasó. ¿Te peleaste?’”.
Gori se ríe. Dice que no fue así. Que ella lo recuerda todo mal. “¿Sabés qué me dijo mi señora cuando vio la plata? Me dijo: ‘¿Qué viaje hiciste?’. Se pensaba que los nueve fajos los había ganado en un viaje”.
Los Gori tuvieron aquel tesoro en su casa durante 20 minutos. No más. “¿Lo contaron?”, se le pregunta. “¿No contaron el dinero?”, se insiste. No, los Gori no contaron el dinero. Lo miraron como quien mira un oso polar: algo extraño, único, irrepetible que, tarde o temprano, debía regresar a su hábitat natural. “Nos enteramos en la comisaría que eran 130 mil pesos. Lo único que vimos fue que uno de los fajos era de billetes de 100 dólares”. Gori se frotaba las manos. Miraba su casa, aún a medio construir, en un barrio obrero de casas bajas apartado del centro de La Plata. Pensaba: “Qué lindo lugar me haría para poner la parrilla con toda esa plata”.
[caption id="attachment_239551" align="aligncenter" width="620"]
No contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argEntinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.[/caption]
“¿Y nunca, ni por un segundo, pensó en quedárselo?”, se le pregunta. “Nunca hermano”, Gori mira la estatuita de la Virgen, grande e imponente en la punta del living. “Ni lo pensé”.
Dentro del bolso, en medio de un mar de billetes, había un documento. Le pertenecía a Carlos Tinerello, dueño de un galpón de venta de materiales de construcción en La Plata. Había vendido una propiedad e iba a repartir el dinero entre sus hijos. Pero aquel día estaba disperso: su suegra padecía Alzheimer, y el día del olvido acababan de salir del médico con los estudios de su señora: una sombra significativa ahora se cernía también sobre los electroencefalogramas de su mujer. “Mirá lo que es la vida —dice Gori—. Yo esa mañana le había llamado a la casa y hablé con un hijo, porque él tiene varios camioneros en el galpón y no los tiene afiliados al sindicado. Pero yo no lo conocía a él de cara”.
En el documento de Tinerello figuraba un domicilio. Era la casa del primo. El primo le apuntó el celular de Carlos. “Soy el muchacho del taxi, tengo lo suyo”, le anunció Gori. Tinerello estaba en la comisaría 1. Le dijo que lo esperaba allí. “Negro —le dijo cuando Gori le dio el bolso—, vos sos un santo”. El oficial le tomó unos datos y, entonces, le dijo que acababa de devolver 130 mil pesos.
Para salir del shock, los Gori, ya sin el bolso, partieron a una heladería, y cuando regresaron a su casa, ya sonaba el teléfono: los medios querían tener la primicia de la historia. Al día siguiente, tenía camiones de exteriores de la televisión y la radio en la puerta. El secretario gremial de camioneros —su jefe—, lo llamó para preguntarle: “Boludo, ¿vos fuiste el que devolvió toda esa plata?”.
Todos, de distintas formas, le preguntaban lo mismo: ¿le habían dado algo de recompensa? “Nada —les repetía Gori—. Una palmada en el hombro nomás”.
Una periodista le dijo que, por ley, podía exigir entre 10 y 20 por ciento de recompensa. “El tipo tiene corralón de materiales y yo me estaba terminando la casa. Me podía ayudar. De cualquier modo, son cosas que uno no lo hace por la plata”.
Gori salió en todos los canales de aire y fue portada de los diarios. El Club Gimnasia y Esgrima de futbol, del cual es fanático, en honor a su acto, lo nombró socio honorario —no paga más por ir a la cancha—. En un acto oficial, el intendente de La Plata le entregó el escudo de la ciudad. El boletín de la empresa de correo Oca, donde Gori es delegado, difundió la historia en la primera página. Un programa de televisión le dio una placa. El animador Roberto Pettinato, el David Letterman argentino, se burló de él: “Vos flaco, tenés un pedo mental. ¿Por qué hiciste esa pelotudez?”. En internet, un voluntario diseñó una página web donde se propuso que, entre todos los visitantes, recompensaran a Gori con lo que tuvieran. Más de 400 personas ofrecieron distintas clases de recompensas, desde botas hasta electrodomésticos. El taxista llamó a varios de los que se proponían recompensarlo. Pero no le regalaron ni un chupetín. “Era todo una locura. Llamé a uno que ofrecía unas botas para mi mujer, pero cuando atendió me dijo que él no había ofrecido nada. Que ni siquiera sabía quién era yo. Ninguno me dio nada. Publicaban que me regalaban ropa y cuando llamabas, no sabían ni de qué estabas hablando. Probé con un par y después dejé de llamar. No me gusta estar mendigando”.
Abrumado por la popularidad que tomó la historia, y quizá por una pizca de culpa —un espolvoreo que, a cada nota del taxista, iba convirtiéndose en montaña—, Tinerello entregó a Gori ante las cámaras 12 mil pesos, una camiseta de Gimnasia y Esgrima y unos bombones para la esposa. “Me vino al pelo la plata. Yo todavía debo un montón de dinero de la habilitación del taxi. Unos 60 mil pesos para ser exactos”.
Hoy, Gori es un héroe en La Plata y su camioneta Citroën Berlingo es famosa. Lo saludan por la calle. Le tocan la bocina. Le invitan café, cerveza. Su imagen se multiplicó hasta en noticieros de Indonesia.
Sin embargo, Gori mira el fondo de su casa y se encoge de hombros. Noticiero en Indonesia. Notas en la BBC de Londres. Socio honorario del Club Gimnasia y Esgrima. Héroe de la transparencia. Digan lo que quieran, pero él sigue sin lugar donde poner la parrilla. //
*Este reportaje se publicó originalmente en el número 109 de Gatopardo en 2009.
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Gatopardo
¿Qué haría si, por algún motivo, se encuentra un puñado de billetes apretados en cintas de papel, contundentes como ladrillos, suculentos como un sueño? ¿Qué haría si encuentra, por accidente, un bolso pequeño, de mano, y al abrirlo salen todos esos papeles con rostros de próceres impresos, nueve fajos exactos que emiten el ruido en cascada del dinero cuando es multitud?
En Argentina, a Santiago Gori, taxista de profesión desde los 18 años, le pasó eso y decidió que, como primera medida, había que tomarle a todo ese dinero unas buenas fotos. Lo importante cuando sucede un episodio de película, se dijo, es conservar alguna clase de prueba. Retener el momento para la posteridad. En verdad, el asunto de las fotos fue idea de su hijo Nicolás, empleado de un local de ropa en la ciudad de La Plata, donde viven los Gori, a 60 kilómetros de Buenos Aires. “Papá, lo más probable es que sea la única vez que veamos tanta plata junta en nuestra vida —le dijo Nicolás, sensato—. Así que voy a buscar la cámara”.
En Argentina, estamos acostumbrados a ciertas cosas que forman parte del paisaje: que la carne sea buena, que las mujeres estén buenas y que los taxistas tengan un nivel cultural e informativo que, por momentos, a nosotros, pasajeros habituados y abrumados, nos dan ganas de taparnos las orejas. Mientras desandan un caos de tránsito histórico —cada vez más autos, cada vez menos paciencia en la ciudad—, los taxistas trazan análisis sociológicos, apuran conjeturas freudianas, son infalibles analistas políticos y si fuera por ellos, dirigirían el país. Es tal el grado de influencia de sus opiniones, que muchos consultores y economistas locales los toman como termómetro de tendencias.
Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.
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Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 38 500 taxis. Salga en la esquina que guste, día y noche, sol o lluvia torrencial, agite la mano en el aire y, en un pestañeo, se detendrá un auto negro y amarillo, como una materialización fantasmagórica.[/caption]
Para entender por qué en abril último el taxista Santiago Gori devolvió 130 mil pesos extraviados (unos 43 mil dólares), un episodio que recordará toda su vida y cuya hazaña se transmitió hasta por la BBC de Londres, deberías llegar a su casa, un chalet pequeño aún sin terminar, y dar la vuelta a la manzana. Allí, te recibirá una señora de pelo corto y, si es domingo al mediodía,
tendrá delantal puesto, manos manchadas de harina y te dirá: “Estoy haciendo agnolottis. Hoy es el día que viene la familia a almorzar pastas caseras en casa. Recién acabo de ponerlos en el agua”. La señora se llama Margarita. Es la mamá de Santiago, el testimonio vivo de por qué Gori hizo lo que hizo. Roberto, su marido, era camionero. Recorrió el país transportando bobinas hasta que perdió la vista. Era diabético. Murió a los 54 años. “Mire, acá somos muy creyentes. Y yo siempre le enseñé a mi hijo que el amor a Dios está más allá de todo. Le juro que cuando me enteré que devolvió toda esa plata, no esperaba de él otra cosa”.
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En verdad, Margarita cuenta una historia que, según ella, lo explica todo. A los seis años, Santiago llegó del colegio con una goma. “¿Y eso?”, le preguntó la madre. Santiago miró para otro lado. “Se la sacaste a un compañero, me doy cuenta. Mañana voy a hablar con la señorita”. Al día siguiente, el pequeño Gori veía cómo, frente a todos los compañeros y especialmente frente a la señorita Esther, su madre narraba con lujo de detalles cómo su hijo era un ladrón de gomas. Santiago devolvió la goma en cuestión, abatido, humillado y empequeñecido. “Eso a él —Margarita se frota las manos enharinadas en el delantal—, eso a él lo marcó toda la vida”. Después de ese episodio, Gori nunca más se llevó nada. “Desde entonces, mi hijo pudo mirar de frente a las personas”, dice la madre. Gori pone cara muy duro conmigo”, dice Nicolás, su hijo menor —tiene otro, Matías, oficial de la policía de infantería—. “Me vive cagando a pedos. ‘Cuidate’, me dice cada vez que salgo, ‘que no se te salga la cadena’”.
“La calle —le dice Gori hoy a su familia—. La calle está llena de mierda”.
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Todos contra él
Éste es Santiago Gori, gordito, sonriente, devoto de la Virgen María, el héroe de esta historia. Es chofer del taxi número 592, con 60 mil kilómetros recorridos y propietario de uno de los 200 coches del servicio Radio Taxi La Plata. Trabaja por la mañana —de 7 a 9:30— y al caer la tarde—de 18 a 22 —. Sin embargo, la mayor parte del día cumple funciones como delegado del Sindicato de Camioneros. Durante años fue tesorero y, como parte de sus funciones, retiraba todos los meses unos 13 mil dólares del banco, se los guardaba en los bolsillos y los repartía religiosamente entre sus compañeros. Nunca se quedó con nada, dice.
Éste es Gori y, tiempo atrás, casi lo meten preso. Empezó a los 18 años como taxista con un Dodge, donde ganaba 30% de lo que recaudaba. El resto iba para el dueño. Después Roberto, su padre, compró un Peugeot 404 y él lo trabajaba como taxi. En 1981 fue chofer de la línea de colectivos 214. Unía cuatro veces al día —ida y vuelta— los siete kilómetros que separan la ciudad no contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argentinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.
de La Plata de la localidad de Berisso. En 1989, compró un Fiat 125 con papeles de taxi. “Me acuerdo hasta de la patente 1114”, dice y se ríe. Pero en 1989 no se rió nada. El 5 de mayo de 1994 —también se acuerda de la fecha—, la policía lo detuvo frente a la Plaza Moreno, en el centro de La Plata. Parecía un hombre peligroso, con prontuario y de chico atrapado en falta: “Mamá me mira —dice—. Y no necesita decirme nada más”.
“Santiago es una persona obsesivamente puntual —dice su esposa, Mónica—. Si llegás cinco minutos tarde, se enoja”.
“Yo le digo a mi viejo ‘general Perón’, porque es a punto de escapar: lo escoltaron entre dos patrulleros hasta la comisaría. “La ex esposa del tipo al que le compré el coche decía que también era de ella y pedía 50% del valor. ¡Pero yo ya se lo había comprado a su ex marido! Era una locura. Bueno, me detuvieron igual”.
El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista
cidido a llevar el asunto hasta el final: “Bueno, su señoría, déjeme que hablo con mi familia para avisarles que me traigan un bolsito y no me esperen por 40 días, porque no pienso pagar esa plata. Es una estafa. Yo compré el auto en regla y ahora me exigen esto. Es un problema de la pareja, no mío”.
Por esas cosas de la alborotada justicia argentina, Gori terminó pagando dos cuotas de 30 dólares. Eso sí: le quitaron la habilitación y, sin poder explotar el taxi, estuvo dos meses trabajando en un lavadero de autos. Tampoco duró su empleo en la línea de colectivos: en seis meses lo despidieron. “Yo era medio vaguito, viste —Gori revuelve la bombilla del mate—. Es que no me gustaba trabajar los domingos”.
Para colmo de males, al poco tiempo le diagnosticaron cáncer. “Tenía un ganglio en la ingle del tamaño de una manzana. Me hice quimioterapia durante seis meses. Nunca me operaron. Pero me salvé. Después de una cosa así, no te hacés problema por tantas boludeces”.
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El juez sentenció que Gori debía pagarle 1 800 dólares a la mujer. De lo contrario, pasaría 40 días preso. El taxista que devolvió la goma estaba de taxista[/caption]
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El bolso sorpresa
Gori se acuerda con claridad del día de los nueve fajos: el último 22 de abril. Cómo olvidarlo. No le andaba el reloj del taxi. Se lo habían colocado hacía un mes así que lo llevó, indignado, al taller, y se lo cambiaron en el acto. Tenía mal un fusible. A las 19:45, Gori se paseaba con la camioneta Berlingo —hoy famosa— por el centro de La Plata. A las 20 se detuvo en la calle 7 y 49 frente a la confitería París, un punto tradicional de encuentro de los platenses. Parece mentira: a pesar de eso, nunca en su vida se había detenido a esperar pasajeros en esa esquina. No sabe por qué, pero algo lo arrastraba a quedarse. Esperó 25 minutos. Una pareja de más de 60 años se subió al auto y le dio unas coordenadas. En lugar de ponerse contento, Gori puteó: el viaje que le cambiaría la vida era un recorrido de menos de cuatro cuadras. “Tanta espera —protestó—, por un viaje de cuatro pesos”.
Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, Gori dejó al matrimonio en su destino, siguió un puñado de cuadras, levantó a otra señora que se acomodó en el asiento y le anunció: “Chofer, ¿puedo correr este bolso, así estoy más cómoda?”. “No es mi bolso, señora. Se lo debe haber olvidado el matrimonio que subió antes que usted”. Gori tomó el bolso, lo puso en el asiento del acompañante, dejó a la señora, y se detuvo frente al Hospital Italiano, aguardando un nuevo viaje. Lo miró bien: era un bolso de mano, pequeño, cuadrado, de cuero. “Parecía una mochila de escuela”, dice Gori. Su mano tanteó el cierre, y cuando empezó a correrlo, los billetes, apretados, salieron a la superficie como espuma de mar. “Prácticamente no lo podías abrir que ya te salía un fajo”.
“¿Y cuál es la primera reacción de un hombre que descubre un bolso lleno de dinero?”, se le pregunta. Gori se encoge de hombros. “Y, qué querés que te diga: me asusté, papi”. Cagado en las patas, apagó el cartel y aceleró hasta su casa. Allá lo atajó Mónica, su esposa. “Entró renervioso”, dice su esposa, flechada con Gori desde los tiempos en que compartían escuela, el colegio San Benjamín, en La Plata. “Le dije: ‘Qué te pasó. ¿Te peleaste?’”.
Gori se ríe. Dice que no fue así. Que ella lo recuerda todo mal. “¿Sabés qué me dijo mi señora cuando vio la plata? Me dijo: ‘¿Qué viaje hiciste?’. Se pensaba que los nueve fajos los había ganado en un viaje”.
Los Gori tuvieron aquel tesoro en su casa durante 20 minutos. No más. “¿Lo contaron?”, se le pregunta. “¿No contaron el dinero?”, se insiste. No, los Gori no contaron el dinero. Lo miraron como quien mira un oso polar: algo extraño, único, irrepetible que, tarde o temprano, debía regresar a su hábitat natural. “Nos enteramos en la comisaría que eran 130 mil pesos. Lo único que vimos fue que uno de los fajos era de billetes de 100 dólares”. Gori se frotaba las manos. Miraba su casa, aún a medio construir, en un barrio obrero de casas bajas apartado del centro de La Plata. Pensaba: “Qué lindo lugar me haría para poner la parrilla con toda esa plata”.
[caption id="attachment_239551" align="aligncenter" width="620"]
No contaron el dinero, en la comisaría se enteraron de que eran 130 mil pesos argEntinos. Gori se frotaba las manos, pero nunca pensó en quedarse con los fajos de billetes.[/caption]
“¿Y nunca, ni por un segundo, pensó en quedárselo?”, se le pregunta. “Nunca hermano”, Gori mira la estatuita de la Virgen, grande e imponente en la punta del living. “Ni lo pensé”.
Dentro del bolso, en medio de un mar de billetes, había un documento. Le pertenecía a Carlos Tinerello, dueño de un galpón de venta de materiales de construcción en La Plata. Había vendido una propiedad e iba a repartir el dinero entre sus hijos. Pero aquel día estaba disperso: su suegra padecía Alzheimer, y el día del olvido acababan de salir del médico con los estudios de su señora: una sombra significativa ahora se cernía también sobre los electroencefalogramas de su mujer. “Mirá lo que es la vida —dice Gori—. Yo esa mañana le había llamado a la casa y hablé con un hijo, porque él tiene varios camioneros en el galpón y no los tiene afiliados al sindicado. Pero yo no lo conocía a él de cara”.
En el documento de Tinerello figuraba un domicilio. Era la casa del primo. El primo le apuntó el celular de Carlos. “Soy el muchacho del taxi, tengo lo suyo”, le anunció Gori. Tinerello estaba en la comisaría 1. Le dijo que lo esperaba allí. “Negro —le dijo cuando Gori le dio el bolso—, vos sos un santo”. El oficial le tomó unos datos y, entonces, le dijo que acababa de devolver 130 mil pesos.
Para salir del shock, los Gori, ya sin el bolso, partieron a una heladería, y cuando regresaron a su casa, ya sonaba el teléfono: los medios querían tener la primicia de la historia. Al día siguiente, tenía camiones de exteriores de la televisión y la radio en la puerta. El secretario gremial de camioneros —su jefe—, lo llamó para preguntarle: “Boludo, ¿vos fuiste el que devolvió toda esa plata?”.
Todos, de distintas formas, le preguntaban lo mismo: ¿le habían dado algo de recompensa? “Nada —les repetía Gori—. Una palmada en el hombro nomás”.
Una periodista le dijo que, por ley, podía exigir entre 10 y 20 por ciento de recompensa. “El tipo tiene corralón de materiales y yo me estaba terminando la casa. Me podía ayudar. De cualquier modo, son cosas que uno no lo hace por la plata”.
Gori salió en todos los canales de aire y fue portada de los diarios. El Club Gimnasia y Esgrima de futbol, del cual es fanático, en honor a su acto, lo nombró socio honorario —no paga más por ir a la cancha—. En un acto oficial, el intendente de La Plata le entregó el escudo de la ciudad. El boletín de la empresa de correo Oca, donde Gori es delegado, difundió la historia en la primera página. Un programa de televisión le dio una placa. El animador Roberto Pettinato, el David Letterman argentino, se burló de él: “Vos flaco, tenés un pedo mental. ¿Por qué hiciste esa pelotudez?”. En internet, un voluntario diseñó una página web donde se propuso que, entre todos los visitantes, recompensaran a Gori con lo que tuvieran. Más de 400 personas ofrecieron distintas clases de recompensas, desde botas hasta electrodomésticos. El taxista llamó a varios de los que se proponían recompensarlo. Pero no le regalaron ni un chupetín. “Era todo una locura. Llamé a uno que ofrecía unas botas para mi mujer, pero cuando atendió me dijo que él no había ofrecido nada. Que ni siquiera sabía quién era yo. Ninguno me dio nada. Publicaban que me regalaban ropa y cuando llamabas, no sabían ni de qué estabas hablando. Probé con un par y después dejé de llamar. No me gusta estar mendigando”.
Abrumado por la popularidad que tomó la historia, y quizá por una pizca de culpa —un espolvoreo que, a cada nota del taxista, iba convirtiéndose en montaña—, Tinerello entregó a Gori ante las cámaras 12 mil pesos, una camiseta de Gimnasia y Esgrima y unos bombones para la esposa. “Me vino al pelo la plata. Yo todavía debo un montón de dinero de la habilitación del taxi. Unos 60 mil pesos para ser exactos”.
Hoy, Gori es un héroe en La Plata y su camioneta Citroën Berlingo es famosa. Lo saludan por la calle. Le tocan la bocina. Le invitan café, cerveza. Su imagen se multiplicó hasta en noticieros de Indonesia.
Sin embargo, Gori mira el fondo de su casa y se encoge de hombros. Noticiero en Indonesia. Notas en la BBC de Londres. Socio honorario del Club Gimnasia y Esgrima. Héroe de la transparencia. Digan lo que quieran, pero él sigue sin lugar donde poner la parrilla. //
*Este reportaje se publicó originalmente en el número 109 de Gatopardo en 2009.
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