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Ilustración de Fernanda Jiménez.
Un individuo promedio, en función a la capacidad productiva de la Tierra, debería consumir lo que producen 1.6 hectáreas del planeta, sin embargo, llega a usar los recursos que generan hasta 2.8 hectáreas. Eso tiene que cambiar.
Los periódicos del 25 de enero anunciaron que el reloj de la apocalipsis avanzó, dejándonos a noventa segundos de un cataclismo planetario, principalmente por la guerra en Ucrania, las tensiones nucleares y la crisis climática. Así lo reportaron los Científicos Atómicos, sociedad fundada por Einstein y que reúne a once premios Nobel, en el boletín que resulta de una reunión anual en la que evalúan qué tan cerca estamos de la autoaniquilación. El veredicto: las manecillas avanzaron de cien a noventa segundos hacia la medianoche.
Todos sentimos y empujamos el tictac de ese reloj de diferente manera, ya que en la era geológica actual, que se conoce como el Antropoceno, está claro que el mayor impacto sobre el planeta lo genera la raza humana. Debido a nuestras acciones de los últimos cincuenta años, el planeta parece dirigirse a una inevitable catástrofe ambiental y las preguntas que debemos hacernos son: ¿cuál es la dimensión del daño?, ¿estamos a tiempo de regresar al planeta a un estado de equilibrio?, ¿podemos detener el reloj apocalíptico?, o aún mejor, ¿echar las manecillas atrás?
Como explicamos en la columna anterior, el concepto de huella ambiental sirve para entender qué tanto estamos impactando al planeta al consumir sus recursos. Actualmente se estima que la raza humana demanda una cantidad de recursos equivalentes a 1.75 veces lo que la Tierra es capaz de generar en estado de equilibrio (Footprint Network 2023). Otra forma de ver el problema es que para el mes de julio del 2022, ya habíamos agotado todos los recursos disponibles para ese año y, a partir de ese mes, hubo una sobre utilización de recursos que atentó contra la sustentabilidad de la Tierra. Uno de los efectos de este uso excesivo de recursos es el aumento en la generación de gases de efecto invernadero (GEI), que propician cambios sustanciales en la temperatura media anual del planeta. El consenso general es que el incremento de temperatura desde el periodo preindustrial (1850-1900) a la fecha, es de aproximadamente 1oC, que es suficiente para desatar climas extremos en muchas partes del planeta, con consecuencias como la reducción de la cobertura de hielo en los polos, la sequías e inundaciones atípicas y la alteración de los hábitats de plantas y animales (Lindsey and Dahlman 2023).
Actualmente se estima que cruzaremos el punto de inflexión catastrófica si permitimos que el calentamiento global avance más de 1.5o C sobre la temperatura promedio del periodo preindustrial. Sin embargo, la mayoría de los científicos ambientales aseguran que mantener el calentamiento global por debajo de esta cifra rumbo al año 2050, será prácticamente imposible (Climate Action Tracker 2022). Este escenario nos plantea una disyuntiva peligrosa: estamos caminando sobre una línea muy delgada en la que, de un lado, está un abismo de destrucción catastrófica de los ecosistemas que habitamos y, del otro, está la esperanza de que podamos revertir al menos parte del daño infringido. Es decir, la conservación o destrucción de los ecosistemas que sustentan la vida en el planeta dependerá de las acciones que tomemos, ya sea en forma colectiva o como individuos, en los próximos diez años.
La buena noticia es que hoy contamos con los elementos tecnológicos y científicos para detener la destrucción del planeta. El avance en la rentabilidad de las energías renovables, los métodos de agricultura, pesca y ganadería sustentable, así como las tecnologías para reciclar la mayor parte de los residuos que generamos dentro de un esquema de economía circular, son una realidad esperando a ser aplicada en forma masiva. La implementación de estas estrategias que aportan a la sustentabilidad del planeta dependerá de la voluntad y quizás, en mayor grado, de los incentivos, tanto positivos como negativos, que presionen al colectivo y al individuo a hacerlo, y aún más complicado, que presionen a los gobiernos a actuar.
Analicemos la dinámica de estos dos elementos de cambio, pues aunque tienen un objetivo común, confieren retos y dinámicas diferentes. En la columna anterior hablamos de las contradicciones de la última COP y del green washing que ejercen varias compañías, mientras que la única solución posible la tenemos que construir todos como comunidad. Tomar medidas a nivel planetario es posible y un ejemplo de esto es el Protocolo de Montreal.
Esta es su historia: en 1974 Frank Rowland y Mario Molina descubrieron que los gases clorofluorocarbonados, que se utilizaban para procesos de refrigeración y como propelentes de aerosoles de uso común, migraban a la estratosfera y reaccionaban con la luz ultravioleta destruyendo la capa de ozono, que funciona como un escudo protector contra el daño que produce la radiación ultravioleta sobre organismos vivos en la Tierra. Los resultados de este estudio y las observaciones de la Prospección Británica de la Antártica (BAS) confirmaron la existencia de un agujero en la capa de ozono sobre la Antártica y estos descubrimientos causaron conmoción en la comunidad científica, pues el resultado predecible era la destrucción del ozono en la estratosfera y, en consecuencia, la erradicación de la vida sobre la Tierra en un periodo de no más de cien años. Con base en esta predicción apocalíptica y como parte del Protocolo de Montreal (1987), 197 países acordaron dejar de utilizar gases clorofluorocarbonados y, como resultado, la tendencia del agujero de ozono se redujo. Hasta el día de hoy, el Protocolo de Montreal es considerado la acción ambiental colectiva más exitosa de la historia. Cabe resaltar que el estudio de Molina y Rowland de 1974, les valió a ambos investigadores el premio Nobel de química en 1995 pero que, a pesar de la inmensa acción conjunta que detonó, el agujero de ozono sigue creciendo anualmente durante lo que se conoce como primavera-verano austral, entre noviembre y enero. Al parecer, esto puede ser consecuencia de erupciones volcánicas o de los múltiples incendios en el hemisferio sur, y es un claro ejemplo de que realmente no entendemos la compleja química de la estratosfera, ya que, lo que parecía una solución relativamente simple a nivel global, resultó no serlo.
Si tuviéramos que resumir el resultado de estas grandes acciones colectivas de alcance global, me atrevería a describirlas como grandes expectativas de escasos resultados, ya que, desafortunadamente, pocas veces se llega a acuerdos vinculantes que perduren en el tiempo. No obstante, las cumbres ambientales han sido exitosas en elevar la agenda ambiental a un nivel prioritario dentro de la comunidad internacional, lo cual sí se puede considerar un éxito relevante.
Para ti y para mí, quienes estamos preocupados por una posible catástrofe ambiental y por el mundo que heredaremos a nuestros hijos, estas grandes acciones colectivas, sin duda, son de mucho interés y relevancia. Pero en realidad su gestión interna y resultados están fuera de nuestro control. Hablemos ahora de las acciones que sí podemos controlar. Como ya mencionamos, el efecto de un individuo sobre el medio ambiente se puede evaluar de varias formas, empezando por la huella ambiental, que se compone de las huellas hídrica y de carbón, que a su vez, están determinadas por sus hábitos: alimentación, consumos, generación de desechos y movilidad. Todos estos elementos generan un puntaje o una huella ambiental que podemos evaluar. Un individuo promedio, en función a la capacidad productiva de la Tierra, debería consumir lo que producen 1.6 hectáreas del planeta, sin embargo, llega a usar los recursos que generan hasta 2.8 . Los mexicanos en particular, deberíamos consumir los recursos generados en 1.2 hectáreas del planeta, y en realidad usamos los recursos generados por 2.2 (Footprint Network 2023).
Dentro de la huella ambiental de cada individuo, uno de los componentes de mayor relevancia es la huella de carbón que, para una persona de clase media económicamente activa, que vive en una ciudad como la Ciudad de México, puede llegar fácilmente a doce toneladas de C02 por año. Una tonelada de C02 es lo que genera un auto pequeño si lo manejamos por 9,200 kilómetros (Marlow 2022). La composición porcentual promedio de esa huella de carbón es la siguiente: vuelos en avión (30%), movilidad diaria (20%), consumos de electricidad y gas (15%), consumos de alimentos e insumos domésticos (20%), y compras por comercio electrónico (15%). Espero que este análisis simplificado te sorprenda, ya que pocas personas estamos conscientes del gran impacto que tienen nuestros hábitos, particularmente los de movilidad, en la composición total de nuestra huella de carbón. Según la ONU, para limitar el calentamiento global a menos de 2oC antes de 2050, la huella de carbón promedio a nivel global debería de reducirse en aproximadamente 45%, y debido a nuestro trabajo o estilo de vida, hay elementos de nuestra huella que no podemos modificar fácilmente. No obstante, siempre hay forma de hacer ajustes y compensaciones para disminuir el impacto de nuestras acciones sobre el planeta.
El otro gran componente de nuestra huella ambiental es la huella hídrica. En México, el consumo de agua por habitante es de aproximadamente 380 litros diarios, lo que nos coloca como el sexto país que más agua por persona consume en el mundo, según cifras de ONU Hábitat de 2021. Un dato sorprendente. Es importante estar conscientes de que nuestra huella hídrica está conformada del consumo directo (agua para beber, para preparar alimentos y para nuestra higiene) y el consumo indirecto (el agua que se usa para producir lo que consumimos y los servicios y actividades que realizamos). Si el consumo directo de una persona es de 380 litros diarios de agua al día, el indirecto puede ser de hasta diez veces mayor y, con los niveles actuales de consumo, se estima que el mundo entero entrará en crisis hídrica antes del año 2050 (Cusick 2022). Considerando la inminencia y relevancia de una posible catástrofe hídrica, es sorprendente que no existan protocolos internacionales como los Acuerdos de París, pero enfocados en la reducción del consumo y desperdicio de agua en el mundo. Recuerden, queridos lectores, que sin agua no hay vida, así que mas nos vale cuidarla y limpiarla antes de que regrese al ecosistema.
El análisis del crecimiento poblacional y la demanda de insumos y productos para los próximos años, indican que la sustentabilidad del planeta se encuentra amenazada. ¿Por qué entonces es tan bajo el porcentaje de gente que modifica su comportamiento para disminuir nuestro impacto al ambiente? Una parte del problema radica en que la población con niveles socioeconómicos medios y altos en contextos urbanos, en general, no ha sido afectada sustancialmente en su forma de vida. Las ciudades siguen proporcionando una burbuja de bienestar y servicios para sus pobladores, a costa de sacrificar la sustentabilidad y el bienestar futuro de millones de habitantes en otras partes del planeta. Por lo tanto, no hay suficientes incentivos para modificar su comportamiento con la velocidad necesaria. El otro gran problema es la percepción generalizada de que las acciones individuales no tienen un impacto significativo en los grandes indicadores ambientales y es de gran importancia comunicar que prevenir el desperdicio de un litro de agua o evitar la emisión de un kilogramo de CO2 a la atmósfera, multiplicado por millones de personas en el planeta, puede ser el fiel de la balanza que revierta la catástrofe que hoy pareciera inminente.
Ante esta situación urgente, te planteamos el siguiente reto: conoce tu huella ambiental. Para hacerlo, recurre a las diversas plataformas disponibles para medir tu huella de carbono y tu huella hídrica. Una vez que las conozcas, reflexiona sobre qué cosas puedes modificar y cuáles puedes compensar. En nuestra siguiente contribución haremos un análisis de cómo las acciones de una persona impactan el medio ambiente, señalaremos cuáles son fácilmente modificables, qué mecanismos de compensación existen y cómo la masificación de acciones sencillas e individuales puede ser el camino para frenar la catástrofe ambiental.
Un individuo promedio, en función a la capacidad productiva de la Tierra, debería consumir lo que producen 1.6 hectáreas del planeta, sin embargo, llega a usar los recursos que generan hasta 2.8 hectáreas. Eso tiene que cambiar.
Los periódicos del 25 de enero anunciaron que el reloj de la apocalipsis avanzó, dejándonos a noventa segundos de un cataclismo planetario, principalmente por la guerra en Ucrania, las tensiones nucleares y la crisis climática. Así lo reportaron los Científicos Atómicos, sociedad fundada por Einstein y que reúne a once premios Nobel, en el boletín que resulta de una reunión anual en la que evalúan qué tan cerca estamos de la autoaniquilación. El veredicto: las manecillas avanzaron de cien a noventa segundos hacia la medianoche.
Todos sentimos y empujamos el tictac de ese reloj de diferente manera, ya que en la era geológica actual, que se conoce como el Antropoceno, está claro que el mayor impacto sobre el planeta lo genera la raza humana. Debido a nuestras acciones de los últimos cincuenta años, el planeta parece dirigirse a una inevitable catástrofe ambiental y las preguntas que debemos hacernos son: ¿cuál es la dimensión del daño?, ¿estamos a tiempo de regresar al planeta a un estado de equilibrio?, ¿podemos detener el reloj apocalíptico?, o aún mejor, ¿echar las manecillas atrás?
Como explicamos en la columna anterior, el concepto de huella ambiental sirve para entender qué tanto estamos impactando al planeta al consumir sus recursos. Actualmente se estima que la raza humana demanda una cantidad de recursos equivalentes a 1.75 veces lo que la Tierra es capaz de generar en estado de equilibrio (Footprint Network 2023). Otra forma de ver el problema es que para el mes de julio del 2022, ya habíamos agotado todos los recursos disponibles para ese año y, a partir de ese mes, hubo una sobre utilización de recursos que atentó contra la sustentabilidad de la Tierra. Uno de los efectos de este uso excesivo de recursos es el aumento en la generación de gases de efecto invernadero (GEI), que propician cambios sustanciales en la temperatura media anual del planeta. El consenso general es que el incremento de temperatura desde el periodo preindustrial (1850-1900) a la fecha, es de aproximadamente 1oC, que es suficiente para desatar climas extremos en muchas partes del planeta, con consecuencias como la reducción de la cobertura de hielo en los polos, la sequías e inundaciones atípicas y la alteración de los hábitats de plantas y animales (Lindsey and Dahlman 2023).
Actualmente se estima que cruzaremos el punto de inflexión catastrófica si permitimos que el calentamiento global avance más de 1.5o C sobre la temperatura promedio del periodo preindustrial. Sin embargo, la mayoría de los científicos ambientales aseguran que mantener el calentamiento global por debajo de esta cifra rumbo al año 2050, será prácticamente imposible (Climate Action Tracker 2022). Este escenario nos plantea una disyuntiva peligrosa: estamos caminando sobre una línea muy delgada en la que, de un lado, está un abismo de destrucción catastrófica de los ecosistemas que habitamos y, del otro, está la esperanza de que podamos revertir al menos parte del daño infringido. Es decir, la conservación o destrucción de los ecosistemas que sustentan la vida en el planeta dependerá de las acciones que tomemos, ya sea en forma colectiva o como individuos, en los próximos diez años.
La buena noticia es que hoy contamos con los elementos tecnológicos y científicos para detener la destrucción del planeta. El avance en la rentabilidad de las energías renovables, los métodos de agricultura, pesca y ganadería sustentable, así como las tecnologías para reciclar la mayor parte de los residuos que generamos dentro de un esquema de economía circular, son una realidad esperando a ser aplicada en forma masiva. La implementación de estas estrategias que aportan a la sustentabilidad del planeta dependerá de la voluntad y quizás, en mayor grado, de los incentivos, tanto positivos como negativos, que presionen al colectivo y al individuo a hacerlo, y aún más complicado, que presionen a los gobiernos a actuar.
Analicemos la dinámica de estos dos elementos de cambio, pues aunque tienen un objetivo común, confieren retos y dinámicas diferentes. En la columna anterior hablamos de las contradicciones de la última COP y del green washing que ejercen varias compañías, mientras que la única solución posible la tenemos que construir todos como comunidad. Tomar medidas a nivel planetario es posible y un ejemplo de esto es el Protocolo de Montreal.
Esta es su historia: en 1974 Frank Rowland y Mario Molina descubrieron que los gases clorofluorocarbonados, que se utilizaban para procesos de refrigeración y como propelentes de aerosoles de uso común, migraban a la estratosfera y reaccionaban con la luz ultravioleta destruyendo la capa de ozono, que funciona como un escudo protector contra el daño que produce la radiación ultravioleta sobre organismos vivos en la Tierra. Los resultados de este estudio y las observaciones de la Prospección Británica de la Antártica (BAS) confirmaron la existencia de un agujero en la capa de ozono sobre la Antártica y estos descubrimientos causaron conmoción en la comunidad científica, pues el resultado predecible era la destrucción del ozono en la estratosfera y, en consecuencia, la erradicación de la vida sobre la Tierra en un periodo de no más de cien años. Con base en esta predicción apocalíptica y como parte del Protocolo de Montreal (1987), 197 países acordaron dejar de utilizar gases clorofluorocarbonados y, como resultado, la tendencia del agujero de ozono se redujo. Hasta el día de hoy, el Protocolo de Montreal es considerado la acción ambiental colectiva más exitosa de la historia. Cabe resaltar que el estudio de Molina y Rowland de 1974, les valió a ambos investigadores el premio Nobel de química en 1995 pero que, a pesar de la inmensa acción conjunta que detonó, el agujero de ozono sigue creciendo anualmente durante lo que se conoce como primavera-verano austral, entre noviembre y enero. Al parecer, esto puede ser consecuencia de erupciones volcánicas o de los múltiples incendios en el hemisferio sur, y es un claro ejemplo de que realmente no entendemos la compleja química de la estratosfera, ya que, lo que parecía una solución relativamente simple a nivel global, resultó no serlo.
Si tuviéramos que resumir el resultado de estas grandes acciones colectivas de alcance global, me atrevería a describirlas como grandes expectativas de escasos resultados, ya que, desafortunadamente, pocas veces se llega a acuerdos vinculantes que perduren en el tiempo. No obstante, las cumbres ambientales han sido exitosas en elevar la agenda ambiental a un nivel prioritario dentro de la comunidad internacional, lo cual sí se puede considerar un éxito relevante.
Para ti y para mí, quienes estamos preocupados por una posible catástrofe ambiental y por el mundo que heredaremos a nuestros hijos, estas grandes acciones colectivas, sin duda, son de mucho interés y relevancia. Pero en realidad su gestión interna y resultados están fuera de nuestro control. Hablemos ahora de las acciones que sí podemos controlar. Como ya mencionamos, el efecto de un individuo sobre el medio ambiente se puede evaluar de varias formas, empezando por la huella ambiental, que se compone de las huellas hídrica y de carbón, que a su vez, están determinadas por sus hábitos: alimentación, consumos, generación de desechos y movilidad. Todos estos elementos generan un puntaje o una huella ambiental que podemos evaluar. Un individuo promedio, en función a la capacidad productiva de la Tierra, debería consumir lo que producen 1.6 hectáreas del planeta, sin embargo, llega a usar los recursos que generan hasta 2.8 . Los mexicanos en particular, deberíamos consumir los recursos generados en 1.2 hectáreas del planeta, y en realidad usamos los recursos generados por 2.2 (Footprint Network 2023).
Dentro de la huella ambiental de cada individuo, uno de los componentes de mayor relevancia es la huella de carbón que, para una persona de clase media económicamente activa, que vive en una ciudad como la Ciudad de México, puede llegar fácilmente a doce toneladas de C02 por año. Una tonelada de C02 es lo que genera un auto pequeño si lo manejamos por 9,200 kilómetros (Marlow 2022). La composición porcentual promedio de esa huella de carbón es la siguiente: vuelos en avión (30%), movilidad diaria (20%), consumos de electricidad y gas (15%), consumos de alimentos e insumos domésticos (20%), y compras por comercio electrónico (15%). Espero que este análisis simplificado te sorprenda, ya que pocas personas estamos conscientes del gran impacto que tienen nuestros hábitos, particularmente los de movilidad, en la composición total de nuestra huella de carbón. Según la ONU, para limitar el calentamiento global a menos de 2oC antes de 2050, la huella de carbón promedio a nivel global debería de reducirse en aproximadamente 45%, y debido a nuestro trabajo o estilo de vida, hay elementos de nuestra huella que no podemos modificar fácilmente. No obstante, siempre hay forma de hacer ajustes y compensaciones para disminuir el impacto de nuestras acciones sobre el planeta.
El otro gran componente de nuestra huella ambiental es la huella hídrica. En México, el consumo de agua por habitante es de aproximadamente 380 litros diarios, lo que nos coloca como el sexto país que más agua por persona consume en el mundo, según cifras de ONU Hábitat de 2021. Un dato sorprendente. Es importante estar conscientes de que nuestra huella hídrica está conformada del consumo directo (agua para beber, para preparar alimentos y para nuestra higiene) y el consumo indirecto (el agua que se usa para producir lo que consumimos y los servicios y actividades que realizamos). Si el consumo directo de una persona es de 380 litros diarios de agua al día, el indirecto puede ser de hasta diez veces mayor y, con los niveles actuales de consumo, se estima que el mundo entero entrará en crisis hídrica antes del año 2050 (Cusick 2022). Considerando la inminencia y relevancia de una posible catástrofe hídrica, es sorprendente que no existan protocolos internacionales como los Acuerdos de París, pero enfocados en la reducción del consumo y desperdicio de agua en el mundo. Recuerden, queridos lectores, que sin agua no hay vida, así que mas nos vale cuidarla y limpiarla antes de que regrese al ecosistema.
El análisis del crecimiento poblacional y la demanda de insumos y productos para los próximos años, indican que la sustentabilidad del planeta se encuentra amenazada. ¿Por qué entonces es tan bajo el porcentaje de gente que modifica su comportamiento para disminuir nuestro impacto al ambiente? Una parte del problema radica en que la población con niveles socioeconómicos medios y altos en contextos urbanos, en general, no ha sido afectada sustancialmente en su forma de vida. Las ciudades siguen proporcionando una burbuja de bienestar y servicios para sus pobladores, a costa de sacrificar la sustentabilidad y el bienestar futuro de millones de habitantes en otras partes del planeta. Por lo tanto, no hay suficientes incentivos para modificar su comportamiento con la velocidad necesaria. El otro gran problema es la percepción generalizada de que las acciones individuales no tienen un impacto significativo en los grandes indicadores ambientales y es de gran importancia comunicar que prevenir el desperdicio de un litro de agua o evitar la emisión de un kilogramo de CO2 a la atmósfera, multiplicado por millones de personas en el planeta, puede ser el fiel de la balanza que revierta la catástrofe que hoy pareciera inminente.
Ante esta situación urgente, te planteamos el siguiente reto: conoce tu huella ambiental. Para hacerlo, recurre a las diversas plataformas disponibles para medir tu huella de carbono y tu huella hídrica. Una vez que las conozcas, reflexiona sobre qué cosas puedes modificar y cuáles puedes compensar. En nuestra siguiente contribución haremos un análisis de cómo las acciones de una persona impactan el medio ambiente, señalaremos cuáles son fácilmente modificables, qué mecanismos de compensación existen y cómo la masificación de acciones sencillas e individuales puede ser el camino para frenar la catástrofe ambiental.
Ilustración de Fernanda Jiménez.
Un individuo promedio, en función a la capacidad productiva de la Tierra, debería consumir lo que producen 1.6 hectáreas del planeta, sin embargo, llega a usar los recursos que generan hasta 2.8 hectáreas. Eso tiene que cambiar.
Los periódicos del 25 de enero anunciaron que el reloj de la apocalipsis avanzó, dejándonos a noventa segundos de un cataclismo planetario, principalmente por la guerra en Ucrania, las tensiones nucleares y la crisis climática. Así lo reportaron los Científicos Atómicos, sociedad fundada por Einstein y que reúne a once premios Nobel, en el boletín que resulta de una reunión anual en la que evalúan qué tan cerca estamos de la autoaniquilación. El veredicto: las manecillas avanzaron de cien a noventa segundos hacia la medianoche.
Todos sentimos y empujamos el tictac de ese reloj de diferente manera, ya que en la era geológica actual, que se conoce como el Antropoceno, está claro que el mayor impacto sobre el planeta lo genera la raza humana. Debido a nuestras acciones de los últimos cincuenta años, el planeta parece dirigirse a una inevitable catástrofe ambiental y las preguntas que debemos hacernos son: ¿cuál es la dimensión del daño?, ¿estamos a tiempo de regresar al planeta a un estado de equilibrio?, ¿podemos detener el reloj apocalíptico?, o aún mejor, ¿echar las manecillas atrás?
Como explicamos en la columna anterior, el concepto de huella ambiental sirve para entender qué tanto estamos impactando al planeta al consumir sus recursos. Actualmente se estima que la raza humana demanda una cantidad de recursos equivalentes a 1.75 veces lo que la Tierra es capaz de generar en estado de equilibrio (Footprint Network 2023). Otra forma de ver el problema es que para el mes de julio del 2022, ya habíamos agotado todos los recursos disponibles para ese año y, a partir de ese mes, hubo una sobre utilización de recursos que atentó contra la sustentabilidad de la Tierra. Uno de los efectos de este uso excesivo de recursos es el aumento en la generación de gases de efecto invernadero (GEI), que propician cambios sustanciales en la temperatura media anual del planeta. El consenso general es que el incremento de temperatura desde el periodo preindustrial (1850-1900) a la fecha, es de aproximadamente 1oC, que es suficiente para desatar climas extremos en muchas partes del planeta, con consecuencias como la reducción de la cobertura de hielo en los polos, la sequías e inundaciones atípicas y la alteración de los hábitats de plantas y animales (Lindsey and Dahlman 2023).
Actualmente se estima que cruzaremos el punto de inflexión catastrófica si permitimos que el calentamiento global avance más de 1.5o C sobre la temperatura promedio del periodo preindustrial. Sin embargo, la mayoría de los científicos ambientales aseguran que mantener el calentamiento global por debajo de esta cifra rumbo al año 2050, será prácticamente imposible (Climate Action Tracker 2022). Este escenario nos plantea una disyuntiva peligrosa: estamos caminando sobre una línea muy delgada en la que, de un lado, está un abismo de destrucción catastrófica de los ecosistemas que habitamos y, del otro, está la esperanza de que podamos revertir al menos parte del daño infringido. Es decir, la conservación o destrucción de los ecosistemas que sustentan la vida en el planeta dependerá de las acciones que tomemos, ya sea en forma colectiva o como individuos, en los próximos diez años.
La buena noticia es que hoy contamos con los elementos tecnológicos y científicos para detener la destrucción del planeta. El avance en la rentabilidad de las energías renovables, los métodos de agricultura, pesca y ganadería sustentable, así como las tecnologías para reciclar la mayor parte de los residuos que generamos dentro de un esquema de economía circular, son una realidad esperando a ser aplicada en forma masiva. La implementación de estas estrategias que aportan a la sustentabilidad del planeta dependerá de la voluntad y quizás, en mayor grado, de los incentivos, tanto positivos como negativos, que presionen al colectivo y al individuo a hacerlo, y aún más complicado, que presionen a los gobiernos a actuar.
Analicemos la dinámica de estos dos elementos de cambio, pues aunque tienen un objetivo común, confieren retos y dinámicas diferentes. En la columna anterior hablamos de las contradicciones de la última COP y del green washing que ejercen varias compañías, mientras que la única solución posible la tenemos que construir todos como comunidad. Tomar medidas a nivel planetario es posible y un ejemplo de esto es el Protocolo de Montreal.
Esta es su historia: en 1974 Frank Rowland y Mario Molina descubrieron que los gases clorofluorocarbonados, que se utilizaban para procesos de refrigeración y como propelentes de aerosoles de uso común, migraban a la estratosfera y reaccionaban con la luz ultravioleta destruyendo la capa de ozono, que funciona como un escudo protector contra el daño que produce la radiación ultravioleta sobre organismos vivos en la Tierra. Los resultados de este estudio y las observaciones de la Prospección Británica de la Antártica (BAS) confirmaron la existencia de un agujero en la capa de ozono sobre la Antártica y estos descubrimientos causaron conmoción en la comunidad científica, pues el resultado predecible era la destrucción del ozono en la estratosfera y, en consecuencia, la erradicación de la vida sobre la Tierra en un periodo de no más de cien años. Con base en esta predicción apocalíptica y como parte del Protocolo de Montreal (1987), 197 países acordaron dejar de utilizar gases clorofluorocarbonados y, como resultado, la tendencia del agujero de ozono se redujo. Hasta el día de hoy, el Protocolo de Montreal es considerado la acción ambiental colectiva más exitosa de la historia. Cabe resaltar que el estudio de Molina y Rowland de 1974, les valió a ambos investigadores el premio Nobel de química en 1995 pero que, a pesar de la inmensa acción conjunta que detonó, el agujero de ozono sigue creciendo anualmente durante lo que se conoce como primavera-verano austral, entre noviembre y enero. Al parecer, esto puede ser consecuencia de erupciones volcánicas o de los múltiples incendios en el hemisferio sur, y es un claro ejemplo de que realmente no entendemos la compleja química de la estratosfera, ya que, lo que parecía una solución relativamente simple a nivel global, resultó no serlo.
Si tuviéramos que resumir el resultado de estas grandes acciones colectivas de alcance global, me atrevería a describirlas como grandes expectativas de escasos resultados, ya que, desafortunadamente, pocas veces se llega a acuerdos vinculantes que perduren en el tiempo. No obstante, las cumbres ambientales han sido exitosas en elevar la agenda ambiental a un nivel prioritario dentro de la comunidad internacional, lo cual sí se puede considerar un éxito relevante.
Para ti y para mí, quienes estamos preocupados por una posible catástrofe ambiental y por el mundo que heredaremos a nuestros hijos, estas grandes acciones colectivas, sin duda, son de mucho interés y relevancia. Pero en realidad su gestión interna y resultados están fuera de nuestro control. Hablemos ahora de las acciones que sí podemos controlar. Como ya mencionamos, el efecto de un individuo sobre el medio ambiente se puede evaluar de varias formas, empezando por la huella ambiental, que se compone de las huellas hídrica y de carbón, que a su vez, están determinadas por sus hábitos: alimentación, consumos, generación de desechos y movilidad. Todos estos elementos generan un puntaje o una huella ambiental que podemos evaluar. Un individuo promedio, en función a la capacidad productiva de la Tierra, debería consumir lo que producen 1.6 hectáreas del planeta, sin embargo, llega a usar los recursos que generan hasta 2.8 . Los mexicanos en particular, deberíamos consumir los recursos generados en 1.2 hectáreas del planeta, y en realidad usamos los recursos generados por 2.2 (Footprint Network 2023).
Dentro de la huella ambiental de cada individuo, uno de los componentes de mayor relevancia es la huella de carbón que, para una persona de clase media económicamente activa, que vive en una ciudad como la Ciudad de México, puede llegar fácilmente a doce toneladas de C02 por año. Una tonelada de C02 es lo que genera un auto pequeño si lo manejamos por 9,200 kilómetros (Marlow 2022). La composición porcentual promedio de esa huella de carbón es la siguiente: vuelos en avión (30%), movilidad diaria (20%), consumos de electricidad y gas (15%), consumos de alimentos e insumos domésticos (20%), y compras por comercio electrónico (15%). Espero que este análisis simplificado te sorprenda, ya que pocas personas estamos conscientes del gran impacto que tienen nuestros hábitos, particularmente los de movilidad, en la composición total de nuestra huella de carbón. Según la ONU, para limitar el calentamiento global a menos de 2oC antes de 2050, la huella de carbón promedio a nivel global debería de reducirse en aproximadamente 45%, y debido a nuestro trabajo o estilo de vida, hay elementos de nuestra huella que no podemos modificar fácilmente. No obstante, siempre hay forma de hacer ajustes y compensaciones para disminuir el impacto de nuestras acciones sobre el planeta.
El otro gran componente de nuestra huella ambiental es la huella hídrica. En México, el consumo de agua por habitante es de aproximadamente 380 litros diarios, lo que nos coloca como el sexto país que más agua por persona consume en el mundo, según cifras de ONU Hábitat de 2021. Un dato sorprendente. Es importante estar conscientes de que nuestra huella hídrica está conformada del consumo directo (agua para beber, para preparar alimentos y para nuestra higiene) y el consumo indirecto (el agua que se usa para producir lo que consumimos y los servicios y actividades que realizamos). Si el consumo directo de una persona es de 380 litros diarios de agua al día, el indirecto puede ser de hasta diez veces mayor y, con los niveles actuales de consumo, se estima que el mundo entero entrará en crisis hídrica antes del año 2050 (Cusick 2022). Considerando la inminencia y relevancia de una posible catástrofe hídrica, es sorprendente que no existan protocolos internacionales como los Acuerdos de París, pero enfocados en la reducción del consumo y desperdicio de agua en el mundo. Recuerden, queridos lectores, que sin agua no hay vida, así que mas nos vale cuidarla y limpiarla antes de que regrese al ecosistema.
El análisis del crecimiento poblacional y la demanda de insumos y productos para los próximos años, indican que la sustentabilidad del planeta se encuentra amenazada. ¿Por qué entonces es tan bajo el porcentaje de gente que modifica su comportamiento para disminuir nuestro impacto al ambiente? Una parte del problema radica en que la población con niveles socioeconómicos medios y altos en contextos urbanos, en general, no ha sido afectada sustancialmente en su forma de vida. Las ciudades siguen proporcionando una burbuja de bienestar y servicios para sus pobladores, a costa de sacrificar la sustentabilidad y el bienestar futuro de millones de habitantes en otras partes del planeta. Por lo tanto, no hay suficientes incentivos para modificar su comportamiento con la velocidad necesaria. El otro gran problema es la percepción generalizada de que las acciones individuales no tienen un impacto significativo en los grandes indicadores ambientales y es de gran importancia comunicar que prevenir el desperdicio de un litro de agua o evitar la emisión de un kilogramo de CO2 a la atmósfera, multiplicado por millones de personas en el planeta, puede ser el fiel de la balanza que revierta la catástrofe que hoy pareciera inminente.
Ante esta situación urgente, te planteamos el siguiente reto: conoce tu huella ambiental. Para hacerlo, recurre a las diversas plataformas disponibles para medir tu huella de carbono y tu huella hídrica. Una vez que las conozcas, reflexiona sobre qué cosas puedes modificar y cuáles puedes compensar. En nuestra siguiente contribución haremos un análisis de cómo las acciones de una persona impactan el medio ambiente, señalaremos cuáles son fácilmente modificables, qué mecanismos de compensación existen y cómo la masificación de acciones sencillas e individuales puede ser el camino para frenar la catástrofe ambiental.
Un individuo promedio, en función a la capacidad productiva de la Tierra, debería consumir lo que producen 1.6 hectáreas del planeta, sin embargo, llega a usar los recursos que generan hasta 2.8 hectáreas. Eso tiene que cambiar.
Los periódicos del 25 de enero anunciaron que el reloj de la apocalipsis avanzó, dejándonos a noventa segundos de un cataclismo planetario, principalmente por la guerra en Ucrania, las tensiones nucleares y la crisis climática. Así lo reportaron los Científicos Atómicos, sociedad fundada por Einstein y que reúne a once premios Nobel, en el boletín que resulta de una reunión anual en la que evalúan qué tan cerca estamos de la autoaniquilación. El veredicto: las manecillas avanzaron de cien a noventa segundos hacia la medianoche.
Todos sentimos y empujamos el tictac de ese reloj de diferente manera, ya que en la era geológica actual, que se conoce como el Antropoceno, está claro que el mayor impacto sobre el planeta lo genera la raza humana. Debido a nuestras acciones de los últimos cincuenta años, el planeta parece dirigirse a una inevitable catástrofe ambiental y las preguntas que debemos hacernos son: ¿cuál es la dimensión del daño?, ¿estamos a tiempo de regresar al planeta a un estado de equilibrio?, ¿podemos detener el reloj apocalíptico?, o aún mejor, ¿echar las manecillas atrás?
Como explicamos en la columna anterior, el concepto de huella ambiental sirve para entender qué tanto estamos impactando al planeta al consumir sus recursos. Actualmente se estima que la raza humana demanda una cantidad de recursos equivalentes a 1.75 veces lo que la Tierra es capaz de generar en estado de equilibrio (Footprint Network 2023). Otra forma de ver el problema es que para el mes de julio del 2022, ya habíamos agotado todos los recursos disponibles para ese año y, a partir de ese mes, hubo una sobre utilización de recursos que atentó contra la sustentabilidad de la Tierra. Uno de los efectos de este uso excesivo de recursos es el aumento en la generación de gases de efecto invernadero (GEI), que propician cambios sustanciales en la temperatura media anual del planeta. El consenso general es que el incremento de temperatura desde el periodo preindustrial (1850-1900) a la fecha, es de aproximadamente 1oC, que es suficiente para desatar climas extremos en muchas partes del planeta, con consecuencias como la reducción de la cobertura de hielo en los polos, la sequías e inundaciones atípicas y la alteración de los hábitats de plantas y animales (Lindsey and Dahlman 2023).
Actualmente se estima que cruzaremos el punto de inflexión catastrófica si permitimos que el calentamiento global avance más de 1.5o C sobre la temperatura promedio del periodo preindustrial. Sin embargo, la mayoría de los científicos ambientales aseguran que mantener el calentamiento global por debajo de esta cifra rumbo al año 2050, será prácticamente imposible (Climate Action Tracker 2022). Este escenario nos plantea una disyuntiva peligrosa: estamos caminando sobre una línea muy delgada en la que, de un lado, está un abismo de destrucción catastrófica de los ecosistemas que habitamos y, del otro, está la esperanza de que podamos revertir al menos parte del daño infringido. Es decir, la conservación o destrucción de los ecosistemas que sustentan la vida en el planeta dependerá de las acciones que tomemos, ya sea en forma colectiva o como individuos, en los próximos diez años.
La buena noticia es que hoy contamos con los elementos tecnológicos y científicos para detener la destrucción del planeta. El avance en la rentabilidad de las energías renovables, los métodos de agricultura, pesca y ganadería sustentable, así como las tecnologías para reciclar la mayor parte de los residuos que generamos dentro de un esquema de economía circular, son una realidad esperando a ser aplicada en forma masiva. La implementación de estas estrategias que aportan a la sustentabilidad del planeta dependerá de la voluntad y quizás, en mayor grado, de los incentivos, tanto positivos como negativos, que presionen al colectivo y al individuo a hacerlo, y aún más complicado, que presionen a los gobiernos a actuar.
Analicemos la dinámica de estos dos elementos de cambio, pues aunque tienen un objetivo común, confieren retos y dinámicas diferentes. En la columna anterior hablamos de las contradicciones de la última COP y del green washing que ejercen varias compañías, mientras que la única solución posible la tenemos que construir todos como comunidad. Tomar medidas a nivel planetario es posible y un ejemplo de esto es el Protocolo de Montreal.
Esta es su historia: en 1974 Frank Rowland y Mario Molina descubrieron que los gases clorofluorocarbonados, que se utilizaban para procesos de refrigeración y como propelentes de aerosoles de uso común, migraban a la estratosfera y reaccionaban con la luz ultravioleta destruyendo la capa de ozono, que funciona como un escudo protector contra el daño que produce la radiación ultravioleta sobre organismos vivos en la Tierra. Los resultados de este estudio y las observaciones de la Prospección Británica de la Antártica (BAS) confirmaron la existencia de un agujero en la capa de ozono sobre la Antártica y estos descubrimientos causaron conmoción en la comunidad científica, pues el resultado predecible era la destrucción del ozono en la estratosfera y, en consecuencia, la erradicación de la vida sobre la Tierra en un periodo de no más de cien años. Con base en esta predicción apocalíptica y como parte del Protocolo de Montreal (1987), 197 países acordaron dejar de utilizar gases clorofluorocarbonados y, como resultado, la tendencia del agujero de ozono se redujo. Hasta el día de hoy, el Protocolo de Montreal es considerado la acción ambiental colectiva más exitosa de la historia. Cabe resaltar que el estudio de Molina y Rowland de 1974, les valió a ambos investigadores el premio Nobel de química en 1995 pero que, a pesar de la inmensa acción conjunta que detonó, el agujero de ozono sigue creciendo anualmente durante lo que se conoce como primavera-verano austral, entre noviembre y enero. Al parecer, esto puede ser consecuencia de erupciones volcánicas o de los múltiples incendios en el hemisferio sur, y es un claro ejemplo de que realmente no entendemos la compleja química de la estratosfera, ya que, lo que parecía una solución relativamente simple a nivel global, resultó no serlo.
Si tuviéramos que resumir el resultado de estas grandes acciones colectivas de alcance global, me atrevería a describirlas como grandes expectativas de escasos resultados, ya que, desafortunadamente, pocas veces se llega a acuerdos vinculantes que perduren en el tiempo. No obstante, las cumbres ambientales han sido exitosas en elevar la agenda ambiental a un nivel prioritario dentro de la comunidad internacional, lo cual sí se puede considerar un éxito relevante.
Para ti y para mí, quienes estamos preocupados por una posible catástrofe ambiental y por el mundo que heredaremos a nuestros hijos, estas grandes acciones colectivas, sin duda, son de mucho interés y relevancia. Pero en realidad su gestión interna y resultados están fuera de nuestro control. Hablemos ahora de las acciones que sí podemos controlar. Como ya mencionamos, el efecto de un individuo sobre el medio ambiente se puede evaluar de varias formas, empezando por la huella ambiental, que se compone de las huellas hídrica y de carbón, que a su vez, están determinadas por sus hábitos: alimentación, consumos, generación de desechos y movilidad. Todos estos elementos generan un puntaje o una huella ambiental que podemos evaluar. Un individuo promedio, en función a la capacidad productiva de la Tierra, debería consumir lo que producen 1.6 hectáreas del planeta, sin embargo, llega a usar los recursos que generan hasta 2.8 . Los mexicanos en particular, deberíamos consumir los recursos generados en 1.2 hectáreas del planeta, y en realidad usamos los recursos generados por 2.2 (Footprint Network 2023).
Dentro de la huella ambiental de cada individuo, uno de los componentes de mayor relevancia es la huella de carbón que, para una persona de clase media económicamente activa, que vive en una ciudad como la Ciudad de México, puede llegar fácilmente a doce toneladas de C02 por año. Una tonelada de C02 es lo que genera un auto pequeño si lo manejamos por 9,200 kilómetros (Marlow 2022). La composición porcentual promedio de esa huella de carbón es la siguiente: vuelos en avión (30%), movilidad diaria (20%), consumos de electricidad y gas (15%), consumos de alimentos e insumos domésticos (20%), y compras por comercio electrónico (15%). Espero que este análisis simplificado te sorprenda, ya que pocas personas estamos conscientes del gran impacto que tienen nuestros hábitos, particularmente los de movilidad, en la composición total de nuestra huella de carbón. Según la ONU, para limitar el calentamiento global a menos de 2oC antes de 2050, la huella de carbón promedio a nivel global debería de reducirse en aproximadamente 45%, y debido a nuestro trabajo o estilo de vida, hay elementos de nuestra huella que no podemos modificar fácilmente. No obstante, siempre hay forma de hacer ajustes y compensaciones para disminuir el impacto de nuestras acciones sobre el planeta.
El otro gran componente de nuestra huella ambiental es la huella hídrica. En México, el consumo de agua por habitante es de aproximadamente 380 litros diarios, lo que nos coloca como el sexto país que más agua por persona consume en el mundo, según cifras de ONU Hábitat de 2021. Un dato sorprendente. Es importante estar conscientes de que nuestra huella hídrica está conformada del consumo directo (agua para beber, para preparar alimentos y para nuestra higiene) y el consumo indirecto (el agua que se usa para producir lo que consumimos y los servicios y actividades que realizamos). Si el consumo directo de una persona es de 380 litros diarios de agua al día, el indirecto puede ser de hasta diez veces mayor y, con los niveles actuales de consumo, se estima que el mundo entero entrará en crisis hídrica antes del año 2050 (Cusick 2022). Considerando la inminencia y relevancia de una posible catástrofe hídrica, es sorprendente que no existan protocolos internacionales como los Acuerdos de París, pero enfocados en la reducción del consumo y desperdicio de agua en el mundo. Recuerden, queridos lectores, que sin agua no hay vida, así que mas nos vale cuidarla y limpiarla antes de que regrese al ecosistema.
El análisis del crecimiento poblacional y la demanda de insumos y productos para los próximos años, indican que la sustentabilidad del planeta se encuentra amenazada. ¿Por qué entonces es tan bajo el porcentaje de gente que modifica su comportamiento para disminuir nuestro impacto al ambiente? Una parte del problema radica en que la población con niveles socioeconómicos medios y altos en contextos urbanos, en general, no ha sido afectada sustancialmente en su forma de vida. Las ciudades siguen proporcionando una burbuja de bienestar y servicios para sus pobladores, a costa de sacrificar la sustentabilidad y el bienestar futuro de millones de habitantes en otras partes del planeta. Por lo tanto, no hay suficientes incentivos para modificar su comportamiento con la velocidad necesaria. El otro gran problema es la percepción generalizada de que las acciones individuales no tienen un impacto significativo en los grandes indicadores ambientales y es de gran importancia comunicar que prevenir el desperdicio de un litro de agua o evitar la emisión de un kilogramo de CO2 a la atmósfera, multiplicado por millones de personas en el planeta, puede ser el fiel de la balanza que revierta la catástrofe que hoy pareciera inminente.
Ante esta situación urgente, te planteamos el siguiente reto: conoce tu huella ambiental. Para hacerlo, recurre a las diversas plataformas disponibles para medir tu huella de carbono y tu huella hídrica. Una vez que las conozcas, reflexiona sobre qué cosas puedes modificar y cuáles puedes compensar. En nuestra siguiente contribución haremos un análisis de cómo las acciones de una persona impactan el medio ambiente, señalaremos cuáles son fácilmente modificables, qué mecanismos de compensación existen y cómo la masificación de acciones sencillas e individuales puede ser el camino para frenar la catástrofe ambiental.
Ilustración de Fernanda Jiménez.
Un individuo promedio, en función a la capacidad productiva de la Tierra, debería consumir lo que producen 1.6 hectáreas del planeta, sin embargo, llega a usar los recursos que generan hasta 2.8 hectáreas. Eso tiene que cambiar.
Los periódicos del 25 de enero anunciaron que el reloj de la apocalipsis avanzó, dejándonos a noventa segundos de un cataclismo planetario, principalmente por la guerra en Ucrania, las tensiones nucleares y la crisis climática. Así lo reportaron los Científicos Atómicos, sociedad fundada por Einstein y que reúne a once premios Nobel, en el boletín que resulta de una reunión anual en la que evalúan qué tan cerca estamos de la autoaniquilación. El veredicto: las manecillas avanzaron de cien a noventa segundos hacia la medianoche.
Todos sentimos y empujamos el tictac de ese reloj de diferente manera, ya que en la era geológica actual, que se conoce como el Antropoceno, está claro que el mayor impacto sobre el planeta lo genera la raza humana. Debido a nuestras acciones de los últimos cincuenta años, el planeta parece dirigirse a una inevitable catástrofe ambiental y las preguntas que debemos hacernos son: ¿cuál es la dimensión del daño?, ¿estamos a tiempo de regresar al planeta a un estado de equilibrio?, ¿podemos detener el reloj apocalíptico?, o aún mejor, ¿echar las manecillas atrás?
Como explicamos en la columna anterior, el concepto de huella ambiental sirve para entender qué tanto estamos impactando al planeta al consumir sus recursos. Actualmente se estima que la raza humana demanda una cantidad de recursos equivalentes a 1.75 veces lo que la Tierra es capaz de generar en estado de equilibrio (Footprint Network 2023). Otra forma de ver el problema es que para el mes de julio del 2022, ya habíamos agotado todos los recursos disponibles para ese año y, a partir de ese mes, hubo una sobre utilización de recursos que atentó contra la sustentabilidad de la Tierra. Uno de los efectos de este uso excesivo de recursos es el aumento en la generación de gases de efecto invernadero (GEI), que propician cambios sustanciales en la temperatura media anual del planeta. El consenso general es que el incremento de temperatura desde el periodo preindustrial (1850-1900) a la fecha, es de aproximadamente 1oC, que es suficiente para desatar climas extremos en muchas partes del planeta, con consecuencias como la reducción de la cobertura de hielo en los polos, la sequías e inundaciones atípicas y la alteración de los hábitats de plantas y animales (Lindsey and Dahlman 2023).
Actualmente se estima que cruzaremos el punto de inflexión catastrófica si permitimos que el calentamiento global avance más de 1.5o C sobre la temperatura promedio del periodo preindustrial. Sin embargo, la mayoría de los científicos ambientales aseguran que mantener el calentamiento global por debajo de esta cifra rumbo al año 2050, será prácticamente imposible (Climate Action Tracker 2022). Este escenario nos plantea una disyuntiva peligrosa: estamos caminando sobre una línea muy delgada en la que, de un lado, está un abismo de destrucción catastrófica de los ecosistemas que habitamos y, del otro, está la esperanza de que podamos revertir al menos parte del daño infringido. Es decir, la conservación o destrucción de los ecosistemas que sustentan la vida en el planeta dependerá de las acciones que tomemos, ya sea en forma colectiva o como individuos, en los próximos diez años.
La buena noticia es que hoy contamos con los elementos tecnológicos y científicos para detener la destrucción del planeta. El avance en la rentabilidad de las energías renovables, los métodos de agricultura, pesca y ganadería sustentable, así como las tecnologías para reciclar la mayor parte de los residuos que generamos dentro de un esquema de economía circular, son una realidad esperando a ser aplicada en forma masiva. La implementación de estas estrategias que aportan a la sustentabilidad del planeta dependerá de la voluntad y quizás, en mayor grado, de los incentivos, tanto positivos como negativos, que presionen al colectivo y al individuo a hacerlo, y aún más complicado, que presionen a los gobiernos a actuar.
Analicemos la dinámica de estos dos elementos de cambio, pues aunque tienen un objetivo común, confieren retos y dinámicas diferentes. En la columna anterior hablamos de las contradicciones de la última COP y del green washing que ejercen varias compañías, mientras que la única solución posible la tenemos que construir todos como comunidad. Tomar medidas a nivel planetario es posible y un ejemplo de esto es el Protocolo de Montreal.
Esta es su historia: en 1974 Frank Rowland y Mario Molina descubrieron que los gases clorofluorocarbonados, que se utilizaban para procesos de refrigeración y como propelentes de aerosoles de uso común, migraban a la estratosfera y reaccionaban con la luz ultravioleta destruyendo la capa de ozono, que funciona como un escudo protector contra el daño que produce la radiación ultravioleta sobre organismos vivos en la Tierra. Los resultados de este estudio y las observaciones de la Prospección Británica de la Antártica (BAS) confirmaron la existencia de un agujero en la capa de ozono sobre la Antártica y estos descubrimientos causaron conmoción en la comunidad científica, pues el resultado predecible era la destrucción del ozono en la estratosfera y, en consecuencia, la erradicación de la vida sobre la Tierra en un periodo de no más de cien años. Con base en esta predicción apocalíptica y como parte del Protocolo de Montreal (1987), 197 países acordaron dejar de utilizar gases clorofluorocarbonados y, como resultado, la tendencia del agujero de ozono se redujo. Hasta el día de hoy, el Protocolo de Montreal es considerado la acción ambiental colectiva más exitosa de la historia. Cabe resaltar que el estudio de Molina y Rowland de 1974, les valió a ambos investigadores el premio Nobel de química en 1995 pero que, a pesar de la inmensa acción conjunta que detonó, el agujero de ozono sigue creciendo anualmente durante lo que se conoce como primavera-verano austral, entre noviembre y enero. Al parecer, esto puede ser consecuencia de erupciones volcánicas o de los múltiples incendios en el hemisferio sur, y es un claro ejemplo de que realmente no entendemos la compleja química de la estratosfera, ya que, lo que parecía una solución relativamente simple a nivel global, resultó no serlo.
Si tuviéramos que resumir el resultado de estas grandes acciones colectivas de alcance global, me atrevería a describirlas como grandes expectativas de escasos resultados, ya que, desafortunadamente, pocas veces se llega a acuerdos vinculantes que perduren en el tiempo. No obstante, las cumbres ambientales han sido exitosas en elevar la agenda ambiental a un nivel prioritario dentro de la comunidad internacional, lo cual sí se puede considerar un éxito relevante.
Para ti y para mí, quienes estamos preocupados por una posible catástrofe ambiental y por el mundo que heredaremos a nuestros hijos, estas grandes acciones colectivas, sin duda, son de mucho interés y relevancia. Pero en realidad su gestión interna y resultados están fuera de nuestro control. Hablemos ahora de las acciones que sí podemos controlar. Como ya mencionamos, el efecto de un individuo sobre el medio ambiente se puede evaluar de varias formas, empezando por la huella ambiental, que se compone de las huellas hídrica y de carbón, que a su vez, están determinadas por sus hábitos: alimentación, consumos, generación de desechos y movilidad. Todos estos elementos generan un puntaje o una huella ambiental que podemos evaluar. Un individuo promedio, en función a la capacidad productiva de la Tierra, debería consumir lo que producen 1.6 hectáreas del planeta, sin embargo, llega a usar los recursos que generan hasta 2.8 . Los mexicanos en particular, deberíamos consumir los recursos generados en 1.2 hectáreas del planeta, y en realidad usamos los recursos generados por 2.2 (Footprint Network 2023).
Dentro de la huella ambiental de cada individuo, uno de los componentes de mayor relevancia es la huella de carbón que, para una persona de clase media económicamente activa, que vive en una ciudad como la Ciudad de México, puede llegar fácilmente a doce toneladas de C02 por año. Una tonelada de C02 es lo que genera un auto pequeño si lo manejamos por 9,200 kilómetros (Marlow 2022). La composición porcentual promedio de esa huella de carbón es la siguiente: vuelos en avión (30%), movilidad diaria (20%), consumos de electricidad y gas (15%), consumos de alimentos e insumos domésticos (20%), y compras por comercio electrónico (15%). Espero que este análisis simplificado te sorprenda, ya que pocas personas estamos conscientes del gran impacto que tienen nuestros hábitos, particularmente los de movilidad, en la composición total de nuestra huella de carbón. Según la ONU, para limitar el calentamiento global a menos de 2oC antes de 2050, la huella de carbón promedio a nivel global debería de reducirse en aproximadamente 45%, y debido a nuestro trabajo o estilo de vida, hay elementos de nuestra huella que no podemos modificar fácilmente. No obstante, siempre hay forma de hacer ajustes y compensaciones para disminuir el impacto de nuestras acciones sobre el planeta.
El otro gran componente de nuestra huella ambiental es la huella hídrica. En México, el consumo de agua por habitante es de aproximadamente 380 litros diarios, lo que nos coloca como el sexto país que más agua por persona consume en el mundo, según cifras de ONU Hábitat de 2021. Un dato sorprendente. Es importante estar conscientes de que nuestra huella hídrica está conformada del consumo directo (agua para beber, para preparar alimentos y para nuestra higiene) y el consumo indirecto (el agua que se usa para producir lo que consumimos y los servicios y actividades que realizamos). Si el consumo directo de una persona es de 380 litros diarios de agua al día, el indirecto puede ser de hasta diez veces mayor y, con los niveles actuales de consumo, se estima que el mundo entero entrará en crisis hídrica antes del año 2050 (Cusick 2022). Considerando la inminencia y relevancia de una posible catástrofe hídrica, es sorprendente que no existan protocolos internacionales como los Acuerdos de París, pero enfocados en la reducción del consumo y desperdicio de agua en el mundo. Recuerden, queridos lectores, que sin agua no hay vida, así que mas nos vale cuidarla y limpiarla antes de que regrese al ecosistema.
El análisis del crecimiento poblacional y la demanda de insumos y productos para los próximos años, indican que la sustentabilidad del planeta se encuentra amenazada. ¿Por qué entonces es tan bajo el porcentaje de gente que modifica su comportamiento para disminuir nuestro impacto al ambiente? Una parte del problema radica en que la población con niveles socioeconómicos medios y altos en contextos urbanos, en general, no ha sido afectada sustancialmente en su forma de vida. Las ciudades siguen proporcionando una burbuja de bienestar y servicios para sus pobladores, a costa de sacrificar la sustentabilidad y el bienestar futuro de millones de habitantes en otras partes del planeta. Por lo tanto, no hay suficientes incentivos para modificar su comportamiento con la velocidad necesaria. El otro gran problema es la percepción generalizada de que las acciones individuales no tienen un impacto significativo en los grandes indicadores ambientales y es de gran importancia comunicar que prevenir el desperdicio de un litro de agua o evitar la emisión de un kilogramo de CO2 a la atmósfera, multiplicado por millones de personas en el planeta, puede ser el fiel de la balanza que revierta la catástrofe que hoy pareciera inminente.
Ante esta situación urgente, te planteamos el siguiente reto: conoce tu huella ambiental. Para hacerlo, recurre a las diversas plataformas disponibles para medir tu huella de carbono y tu huella hídrica. Una vez que las conozcas, reflexiona sobre qué cosas puedes modificar y cuáles puedes compensar. En nuestra siguiente contribución haremos un análisis de cómo las acciones de una persona impactan el medio ambiente, señalaremos cuáles son fácilmente modificables, qué mecanismos de compensación existen y cómo la masificación de acciones sencillas e individuales puede ser el camino para frenar la catástrofe ambiental.
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