Se inauguró el teleférico que cruza la alcaldía Gustavo A. Madero. Desde lo alto del recorrido se mira el drama urbano: la necesidad de un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de fútbol. Luego del derrumbe de la Línea 12, es imposible dejar de pensar en la solidez del proyecto, la física pero también política.
Tomo un taxi de la colonia Doctores hasta la estación Indios Verdes para demostrarme, a propósito, que hay cosas en esta ciudad que ya no deben hacerse en auto. Bienvenido al tianguis del transporte: aquí gobierna el sistema concesionado, con sus autobuses destartalados y los puestos de comercio ambulante o “semifijo”, como se le llama al estado en que funcionan muchas cosas en la capital. El resto del espacio lo ocupan la gente que traga y escupe la estación del metro, cientos de autos atrapados en un tráfico inclemente y miles de personas que parten hacia las ciudades-dormitorio una tarde de viernes. Desesperado, le pido al taxista que me deje en la siguiente esquina, pasando Indios Verdes. Sé que estoy cerca pero no atisbo la entrada del metro, rodeada como está de puestos de comida o calzones o tractores miniatura.
Aunque miro al cielo para orientarme, aún no puedo ver el Cablebús. Mi sexto sentido chilango me dice que debo hundirme en los túneles del metro pero justo, cuando estoy a punto de bajar unas escaleras, me impide el paso una marejada de gente que sale en busca luz y aire. Debo hacerme a un lado, agarrarme de un barandal y enfrentar, como un disidente de la 4T a la corriente opuesta, hasta que logro sumergirme en el inframundo urbano. Abajo uno se somete a un nuevo orden cuyas reglas se atinan como un ciego se orienta con su bastón.
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Ahora sé que estoy del otro lado de la calle. Asciendo a la superficie, doy vuelta en u y me encuentro, finalmente, con el nuevo sistema de transporte. Hay cola para entrar. Pienso de nuevo en el instinto chilango y cómo adoptó ya el Cablebús, que no lleva ni una semana en operación. Poco a poco vamos entrando a un vestíbulo y luego subimos lentamente por una escalera para llegar a la plataforma de arranque. A mi edad, he visto varias estaciones del metro deteriorarse. Pienso en cómo se verá este edifico en unos años.
Luego del terrible accidente de la Línea 12 del metro, no es descabellado pensar en la solidez misma de este proyecto; de su ingeniería, sí, pero también política. En 2012, cuando la línea dorada se estrenó, también hice un recorrido de reconocimiento con el propósito de escribir una crónica. Me acuerdo de que, como ahora, estaba asombrado por esos vertiginosos pasos elevados, la modernidad de las estaciones, los beneficios de recorrer la ciudad de punta a punta. Marcelo Ebrard, entonces jefe de Gobierno, parecía el imbatible héroe de la izquierda, la persona que nos iba a llevar a la siguiente estación política. Hoy, luego del accidente, su carrera está abatida y, a su costa, ha despuntado la de Claudia Sheinbaum, la actual jefa de Gobierno.
Aunque los años me han hecho menos entusiasta, no puedo evitar sentir un escalofrío ahora que me he montado a esta burbuja que me eleva y me transporta en el aire por la parte norte de la ciudad. La luz de la tarde es perfecta: dibuja los cerros verdes por las lluvias, el asfalto negro y el horizonte de edificios difusos entre una neblina blanca. Y, de repente, uno está rodeado por el anfiteatro de casas trepadas en el cerro. Allá abajo se plasma el drama urbano, la aspiración a tener un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de futbol. Se entiende que es una batalla que se ha librado en cada centímetro. Estamos seis personas dentro de la cabina azul, tan mudas como yo por el inusual espectáculo. Algo nos permite abstraernos de la calle. Mirarla de nuevo, como si estuviéramos en un satélite que le da vuelta a la Tierra.
Llegamos a la última estación, luego de recorrer en veinte minutos lo que nos hubiera tomado dos horas en cualquier transporte terrestre. Una vez estuve en Medellín, Colombia. La gente hablaba del transporte público con orgullo. Allá también un teleférico me llevó hasta la cima de una montaña escarpada, devorada por la ciudad, y allá, como acá, la estación terminal me pareció una conquista de la voluntad humana. Bajé en la estación Cuautepec para mirar qué hay alrededor; por ejemplo, un restaurante de comida china en el cerro. Cuando he visto suficiente, vuelvo a montarme en otra cápsula, entre el sonido que se aleja de una cumbia, los perros que ladran, los cuetes de un festejo, las campanadas de una iglesia; pasamos por encima de una bugambilia, un techo de dos aguas, una calle ciega, cajones de cemento y el aire que se cuela por las rendijas. El sol ha descendido.
En un punto el Cablebús se detiene y quedamos suspendidos en el aire. Qué espantoso destino sería caer al suelo, víctimas de la ambición política y la desfachatez de una constructora que usó materiales malos; qué horrible sería que el asunto se arreglara sin investigación, que el presidente declarara cerrado el caso luego de pactar con los responsables una tregua de cara a una transferencia de poder negociada; que mi familia se quedara sin respuesta, que mis restos se confundieran con la calle y la memoria. Qué horror ser el destinatario de una retórica política que me beneficia como pueblo pero me chinga como individuo.
Afortunadamente, el teleférico se mueve de nuevo y un engranaje mayor me deposita de regreso en la estación Indios Verdes. Tomo el metro y en menos de veinte minutos ya estoy en Niños Héroes, a años luz de una de las zonas más peligrosas y densamente pobladas de la ciudad. Puedo sentir muy cerca los beneficios de las obras públicas, pero también a sus víctimas, y con ese pensamiento me despido de la ciudad y cierro la puerta de mi casa.
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Se inauguró el teleférico que cruza la alcaldía Gustavo A. Madero. Desde lo alto del recorrido se mira el drama urbano: la necesidad de un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de fútbol. Luego del derrumbe de la Línea 12, es imposible dejar de pensar en la solidez del proyecto, la física pero también política.
Tomo un taxi de la colonia Doctores hasta la estación Indios Verdes para demostrarme, a propósito, que hay cosas en esta ciudad que ya no deben hacerse en auto. Bienvenido al tianguis del transporte: aquí gobierna el sistema concesionado, con sus autobuses destartalados y los puestos de comercio ambulante o “semifijo”, como se le llama al estado en que funcionan muchas cosas en la capital. El resto del espacio lo ocupan la gente que traga y escupe la estación del metro, cientos de autos atrapados en un tráfico inclemente y miles de personas que parten hacia las ciudades-dormitorio una tarde de viernes. Desesperado, le pido al taxista que me deje en la siguiente esquina, pasando Indios Verdes. Sé que estoy cerca pero no atisbo la entrada del metro, rodeada como está de puestos de comida o calzones o tractores miniatura.
Aunque miro al cielo para orientarme, aún no puedo ver el Cablebús. Mi sexto sentido chilango me dice que debo hundirme en los túneles del metro pero justo, cuando estoy a punto de bajar unas escaleras, me impide el paso una marejada de gente que sale en busca luz y aire. Debo hacerme a un lado, agarrarme de un barandal y enfrentar, como un disidente de la 4T a la corriente opuesta, hasta que logro sumergirme en el inframundo urbano. Abajo uno se somete a un nuevo orden cuyas reglas se atinan como un ciego se orienta con su bastón.
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Ahora sé que estoy del otro lado de la calle. Asciendo a la superficie, doy vuelta en u y me encuentro, finalmente, con el nuevo sistema de transporte. Hay cola para entrar. Pienso de nuevo en el instinto chilango y cómo adoptó ya el Cablebús, que no lleva ni una semana en operación. Poco a poco vamos entrando a un vestíbulo y luego subimos lentamente por una escalera para llegar a la plataforma de arranque. A mi edad, he visto varias estaciones del metro deteriorarse. Pienso en cómo se verá este edifico en unos años.
Luego del terrible accidente de la Línea 12 del metro, no es descabellado pensar en la solidez misma de este proyecto; de su ingeniería, sí, pero también política. En 2012, cuando la línea dorada se estrenó, también hice un recorrido de reconocimiento con el propósito de escribir una crónica. Me acuerdo de que, como ahora, estaba asombrado por esos vertiginosos pasos elevados, la modernidad de las estaciones, los beneficios de recorrer la ciudad de punta a punta. Marcelo Ebrard, entonces jefe de Gobierno, parecía el imbatible héroe de la izquierda, la persona que nos iba a llevar a la siguiente estación política. Hoy, luego del accidente, su carrera está abatida y, a su costa, ha despuntado la de Claudia Sheinbaum, la actual jefa de Gobierno.
Aunque los años me han hecho menos entusiasta, no puedo evitar sentir un escalofrío ahora que me he montado a esta burbuja que me eleva y me transporta en el aire por la parte norte de la ciudad. La luz de la tarde es perfecta: dibuja los cerros verdes por las lluvias, el asfalto negro y el horizonte de edificios difusos entre una neblina blanca. Y, de repente, uno está rodeado por el anfiteatro de casas trepadas en el cerro. Allá abajo se plasma el drama urbano, la aspiración a tener un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de futbol. Se entiende que es una batalla que se ha librado en cada centímetro. Estamos seis personas dentro de la cabina azul, tan mudas como yo por el inusual espectáculo. Algo nos permite abstraernos de la calle. Mirarla de nuevo, como si estuviéramos en un satélite que le da vuelta a la Tierra.
Llegamos a la última estación, luego de recorrer en veinte minutos lo que nos hubiera tomado dos horas en cualquier transporte terrestre. Una vez estuve en Medellín, Colombia. La gente hablaba del transporte público con orgullo. Allá también un teleférico me llevó hasta la cima de una montaña escarpada, devorada por la ciudad, y allá, como acá, la estación terminal me pareció una conquista de la voluntad humana. Bajé en la estación Cuautepec para mirar qué hay alrededor; por ejemplo, un restaurante de comida china en el cerro. Cuando he visto suficiente, vuelvo a montarme en otra cápsula, entre el sonido que se aleja de una cumbia, los perros que ladran, los cuetes de un festejo, las campanadas de una iglesia; pasamos por encima de una bugambilia, un techo de dos aguas, una calle ciega, cajones de cemento y el aire que se cuela por las rendijas. El sol ha descendido.
En un punto el Cablebús se detiene y quedamos suspendidos en el aire. Qué espantoso destino sería caer al suelo, víctimas de la ambición política y la desfachatez de una constructora que usó materiales malos; qué horrible sería que el asunto se arreglara sin investigación, que el presidente declarara cerrado el caso luego de pactar con los responsables una tregua de cara a una transferencia de poder negociada; que mi familia se quedara sin respuesta, que mis restos se confundieran con la calle y la memoria. Qué horror ser el destinatario de una retórica política que me beneficia como pueblo pero me chinga como individuo.
Afortunadamente, el teleférico se mueve de nuevo y un engranaje mayor me deposita de regreso en la estación Indios Verdes. Tomo el metro y en menos de veinte minutos ya estoy en Niños Héroes, a años luz de una de las zonas más peligrosas y densamente pobladas de la ciudad. Puedo sentir muy cerca los beneficios de las obras públicas, pero también a sus víctimas, y con ese pensamiento me despido de la ciudad y cierro la puerta de mi casa.
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Se inauguró el teleférico que cruza la alcaldía Gustavo A. Madero. Desde lo alto del recorrido se mira el drama urbano: la necesidad de un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de fútbol. Luego del derrumbe de la Línea 12, es imposible dejar de pensar en la solidez del proyecto, la física pero también política.
Tomo un taxi de la colonia Doctores hasta la estación Indios Verdes para demostrarme, a propósito, que hay cosas en esta ciudad que ya no deben hacerse en auto. Bienvenido al tianguis del transporte: aquí gobierna el sistema concesionado, con sus autobuses destartalados y los puestos de comercio ambulante o “semifijo”, como se le llama al estado en que funcionan muchas cosas en la capital. El resto del espacio lo ocupan la gente que traga y escupe la estación del metro, cientos de autos atrapados en un tráfico inclemente y miles de personas que parten hacia las ciudades-dormitorio una tarde de viernes. Desesperado, le pido al taxista que me deje en la siguiente esquina, pasando Indios Verdes. Sé que estoy cerca pero no atisbo la entrada del metro, rodeada como está de puestos de comida o calzones o tractores miniatura.
Aunque miro al cielo para orientarme, aún no puedo ver el Cablebús. Mi sexto sentido chilango me dice que debo hundirme en los túneles del metro pero justo, cuando estoy a punto de bajar unas escaleras, me impide el paso una marejada de gente que sale en busca luz y aire. Debo hacerme a un lado, agarrarme de un barandal y enfrentar, como un disidente de la 4T a la corriente opuesta, hasta que logro sumergirme en el inframundo urbano. Abajo uno se somete a un nuevo orden cuyas reglas se atinan como un ciego se orienta con su bastón.
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Ahora sé que estoy del otro lado de la calle. Asciendo a la superficie, doy vuelta en u y me encuentro, finalmente, con el nuevo sistema de transporte. Hay cola para entrar. Pienso de nuevo en el instinto chilango y cómo adoptó ya el Cablebús, que no lleva ni una semana en operación. Poco a poco vamos entrando a un vestíbulo y luego subimos lentamente por una escalera para llegar a la plataforma de arranque. A mi edad, he visto varias estaciones del metro deteriorarse. Pienso en cómo se verá este edifico en unos años.
Luego del terrible accidente de la Línea 12 del metro, no es descabellado pensar en la solidez misma de este proyecto; de su ingeniería, sí, pero también política. En 2012, cuando la línea dorada se estrenó, también hice un recorrido de reconocimiento con el propósito de escribir una crónica. Me acuerdo de que, como ahora, estaba asombrado por esos vertiginosos pasos elevados, la modernidad de las estaciones, los beneficios de recorrer la ciudad de punta a punta. Marcelo Ebrard, entonces jefe de Gobierno, parecía el imbatible héroe de la izquierda, la persona que nos iba a llevar a la siguiente estación política. Hoy, luego del accidente, su carrera está abatida y, a su costa, ha despuntado la de Claudia Sheinbaum, la actual jefa de Gobierno.
Aunque los años me han hecho menos entusiasta, no puedo evitar sentir un escalofrío ahora que me he montado a esta burbuja que me eleva y me transporta en el aire por la parte norte de la ciudad. La luz de la tarde es perfecta: dibuja los cerros verdes por las lluvias, el asfalto negro y el horizonte de edificios difusos entre una neblina blanca. Y, de repente, uno está rodeado por el anfiteatro de casas trepadas en el cerro. Allá abajo se plasma el drama urbano, la aspiración a tener un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de futbol. Se entiende que es una batalla que se ha librado en cada centímetro. Estamos seis personas dentro de la cabina azul, tan mudas como yo por el inusual espectáculo. Algo nos permite abstraernos de la calle. Mirarla de nuevo, como si estuviéramos en un satélite que le da vuelta a la Tierra.
Llegamos a la última estación, luego de recorrer en veinte minutos lo que nos hubiera tomado dos horas en cualquier transporte terrestre. Una vez estuve en Medellín, Colombia. La gente hablaba del transporte público con orgullo. Allá también un teleférico me llevó hasta la cima de una montaña escarpada, devorada por la ciudad, y allá, como acá, la estación terminal me pareció una conquista de la voluntad humana. Bajé en la estación Cuautepec para mirar qué hay alrededor; por ejemplo, un restaurante de comida china en el cerro. Cuando he visto suficiente, vuelvo a montarme en otra cápsula, entre el sonido que se aleja de una cumbia, los perros que ladran, los cuetes de un festejo, las campanadas de una iglesia; pasamos por encima de una bugambilia, un techo de dos aguas, una calle ciega, cajones de cemento y el aire que se cuela por las rendijas. El sol ha descendido.
En un punto el Cablebús se detiene y quedamos suspendidos en el aire. Qué espantoso destino sería caer al suelo, víctimas de la ambición política y la desfachatez de una constructora que usó materiales malos; qué horrible sería que el asunto se arreglara sin investigación, que el presidente declarara cerrado el caso luego de pactar con los responsables una tregua de cara a una transferencia de poder negociada; que mi familia se quedara sin respuesta, que mis restos se confundieran con la calle y la memoria. Qué horror ser el destinatario de una retórica política que me beneficia como pueblo pero me chinga como individuo.
Afortunadamente, el teleférico se mueve de nuevo y un engranaje mayor me deposita de regreso en la estación Indios Verdes. Tomo el metro y en menos de veinte minutos ya estoy en Niños Héroes, a años luz de una de las zonas más peligrosas y densamente pobladas de la ciudad. Puedo sentir muy cerca los beneficios de las obras públicas, pero también a sus víctimas, y con ese pensamiento me despido de la ciudad y cierro la puerta de mi casa.
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Se inauguró el teleférico que cruza la alcaldía Gustavo A. Madero. Desde lo alto del recorrido se mira el drama urbano: la necesidad de un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de fútbol. Luego del derrumbe de la Línea 12, es imposible dejar de pensar en la solidez del proyecto, la física pero también política.
Tomo un taxi de la colonia Doctores hasta la estación Indios Verdes para demostrarme, a propósito, que hay cosas en esta ciudad que ya no deben hacerse en auto. Bienvenido al tianguis del transporte: aquí gobierna el sistema concesionado, con sus autobuses destartalados y los puestos de comercio ambulante o “semifijo”, como se le llama al estado en que funcionan muchas cosas en la capital. El resto del espacio lo ocupan la gente que traga y escupe la estación del metro, cientos de autos atrapados en un tráfico inclemente y miles de personas que parten hacia las ciudades-dormitorio una tarde de viernes. Desesperado, le pido al taxista que me deje en la siguiente esquina, pasando Indios Verdes. Sé que estoy cerca pero no atisbo la entrada del metro, rodeada como está de puestos de comida o calzones o tractores miniatura.
Aunque miro al cielo para orientarme, aún no puedo ver el Cablebús. Mi sexto sentido chilango me dice que debo hundirme en los túneles del metro pero justo, cuando estoy a punto de bajar unas escaleras, me impide el paso una marejada de gente que sale en busca luz y aire. Debo hacerme a un lado, agarrarme de un barandal y enfrentar, como un disidente de la 4T a la corriente opuesta, hasta que logro sumergirme en el inframundo urbano. Abajo uno se somete a un nuevo orden cuyas reglas se atinan como un ciego se orienta con su bastón.
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Ahora sé que estoy del otro lado de la calle. Asciendo a la superficie, doy vuelta en u y me encuentro, finalmente, con el nuevo sistema de transporte. Hay cola para entrar. Pienso de nuevo en el instinto chilango y cómo adoptó ya el Cablebús, que no lleva ni una semana en operación. Poco a poco vamos entrando a un vestíbulo y luego subimos lentamente por una escalera para llegar a la plataforma de arranque. A mi edad, he visto varias estaciones del metro deteriorarse. Pienso en cómo se verá este edifico en unos años.
Luego del terrible accidente de la Línea 12 del metro, no es descabellado pensar en la solidez misma de este proyecto; de su ingeniería, sí, pero también política. En 2012, cuando la línea dorada se estrenó, también hice un recorrido de reconocimiento con el propósito de escribir una crónica. Me acuerdo de que, como ahora, estaba asombrado por esos vertiginosos pasos elevados, la modernidad de las estaciones, los beneficios de recorrer la ciudad de punta a punta. Marcelo Ebrard, entonces jefe de Gobierno, parecía el imbatible héroe de la izquierda, la persona que nos iba a llevar a la siguiente estación política. Hoy, luego del accidente, su carrera está abatida y, a su costa, ha despuntado la de Claudia Sheinbaum, la actual jefa de Gobierno.
Aunque los años me han hecho menos entusiasta, no puedo evitar sentir un escalofrío ahora que me he montado a esta burbuja que me eleva y me transporta en el aire por la parte norte de la ciudad. La luz de la tarde es perfecta: dibuja los cerros verdes por las lluvias, el asfalto negro y el horizonte de edificios difusos entre una neblina blanca. Y, de repente, uno está rodeado por el anfiteatro de casas trepadas en el cerro. Allá abajo se plasma el drama urbano, la aspiración a tener un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de futbol. Se entiende que es una batalla que se ha librado en cada centímetro. Estamos seis personas dentro de la cabina azul, tan mudas como yo por el inusual espectáculo. Algo nos permite abstraernos de la calle. Mirarla de nuevo, como si estuviéramos en un satélite que le da vuelta a la Tierra.
Llegamos a la última estación, luego de recorrer en veinte minutos lo que nos hubiera tomado dos horas en cualquier transporte terrestre. Una vez estuve en Medellín, Colombia. La gente hablaba del transporte público con orgullo. Allá también un teleférico me llevó hasta la cima de una montaña escarpada, devorada por la ciudad, y allá, como acá, la estación terminal me pareció una conquista de la voluntad humana. Bajé en la estación Cuautepec para mirar qué hay alrededor; por ejemplo, un restaurante de comida china en el cerro. Cuando he visto suficiente, vuelvo a montarme en otra cápsula, entre el sonido que se aleja de una cumbia, los perros que ladran, los cuetes de un festejo, las campanadas de una iglesia; pasamos por encima de una bugambilia, un techo de dos aguas, una calle ciega, cajones de cemento y el aire que se cuela por las rendijas. El sol ha descendido.
En un punto el Cablebús se detiene y quedamos suspendidos en el aire. Qué espantoso destino sería caer al suelo, víctimas de la ambición política y la desfachatez de una constructora que usó materiales malos; qué horrible sería que el asunto se arreglara sin investigación, que el presidente declarara cerrado el caso luego de pactar con los responsables una tregua de cara a una transferencia de poder negociada; que mi familia se quedara sin respuesta, que mis restos se confundieran con la calle y la memoria. Qué horror ser el destinatario de una retórica política que me beneficia como pueblo pero me chinga como individuo.
Afortunadamente, el teleférico se mueve de nuevo y un engranaje mayor me deposita de regreso en la estación Indios Verdes. Tomo el metro y en menos de veinte minutos ya estoy en Niños Héroes, a años luz de una de las zonas más peligrosas y densamente pobladas de la ciudad. Puedo sentir muy cerca los beneficios de las obras públicas, pero también a sus víctimas, y con ese pensamiento me despido de la ciudad y cierro la puerta de mi casa.
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Se inauguró el teleférico que cruza la alcaldía Gustavo A. Madero. Desde lo alto del recorrido se mira el drama urbano: la necesidad de un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de fútbol. Luego del derrumbe de la Línea 12, es imposible dejar de pensar en la solidez del proyecto, la física pero también política.
Tomo un taxi de la colonia Doctores hasta la estación Indios Verdes para demostrarme, a propósito, que hay cosas en esta ciudad que ya no deben hacerse en auto. Bienvenido al tianguis del transporte: aquí gobierna el sistema concesionado, con sus autobuses destartalados y los puestos de comercio ambulante o “semifijo”, como se le llama al estado en que funcionan muchas cosas en la capital. El resto del espacio lo ocupan la gente que traga y escupe la estación del metro, cientos de autos atrapados en un tráfico inclemente y miles de personas que parten hacia las ciudades-dormitorio una tarde de viernes. Desesperado, le pido al taxista que me deje en la siguiente esquina, pasando Indios Verdes. Sé que estoy cerca pero no atisbo la entrada del metro, rodeada como está de puestos de comida o calzones o tractores miniatura.
Aunque miro al cielo para orientarme, aún no puedo ver el Cablebús. Mi sexto sentido chilango me dice que debo hundirme en los túneles del metro pero justo, cuando estoy a punto de bajar unas escaleras, me impide el paso una marejada de gente que sale en busca luz y aire. Debo hacerme a un lado, agarrarme de un barandal y enfrentar, como un disidente de la 4T a la corriente opuesta, hasta que logro sumergirme en el inframundo urbano. Abajo uno se somete a un nuevo orden cuyas reglas se atinan como un ciego se orienta con su bastón.
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Ahora sé que estoy del otro lado de la calle. Asciendo a la superficie, doy vuelta en u y me encuentro, finalmente, con el nuevo sistema de transporte. Hay cola para entrar. Pienso de nuevo en el instinto chilango y cómo adoptó ya el Cablebús, que no lleva ni una semana en operación. Poco a poco vamos entrando a un vestíbulo y luego subimos lentamente por una escalera para llegar a la plataforma de arranque. A mi edad, he visto varias estaciones del metro deteriorarse. Pienso en cómo se verá este edifico en unos años.
Luego del terrible accidente de la Línea 12 del metro, no es descabellado pensar en la solidez misma de este proyecto; de su ingeniería, sí, pero también política. En 2012, cuando la línea dorada se estrenó, también hice un recorrido de reconocimiento con el propósito de escribir una crónica. Me acuerdo de que, como ahora, estaba asombrado por esos vertiginosos pasos elevados, la modernidad de las estaciones, los beneficios de recorrer la ciudad de punta a punta. Marcelo Ebrard, entonces jefe de Gobierno, parecía el imbatible héroe de la izquierda, la persona que nos iba a llevar a la siguiente estación política. Hoy, luego del accidente, su carrera está abatida y, a su costa, ha despuntado la de Claudia Sheinbaum, la actual jefa de Gobierno.
Aunque los años me han hecho menos entusiasta, no puedo evitar sentir un escalofrío ahora que me he montado a esta burbuja que me eleva y me transporta en el aire por la parte norte de la ciudad. La luz de la tarde es perfecta: dibuja los cerros verdes por las lluvias, el asfalto negro y el horizonte de edificios difusos entre una neblina blanca. Y, de repente, uno está rodeado por el anfiteatro de casas trepadas en el cerro. Allá abajo se plasma el drama urbano, la aspiración a tener un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de futbol. Se entiende que es una batalla que se ha librado en cada centímetro. Estamos seis personas dentro de la cabina azul, tan mudas como yo por el inusual espectáculo. Algo nos permite abstraernos de la calle. Mirarla de nuevo, como si estuviéramos en un satélite que le da vuelta a la Tierra.
Llegamos a la última estación, luego de recorrer en veinte minutos lo que nos hubiera tomado dos horas en cualquier transporte terrestre. Una vez estuve en Medellín, Colombia. La gente hablaba del transporte público con orgullo. Allá también un teleférico me llevó hasta la cima de una montaña escarpada, devorada por la ciudad, y allá, como acá, la estación terminal me pareció una conquista de la voluntad humana. Bajé en la estación Cuautepec para mirar qué hay alrededor; por ejemplo, un restaurante de comida china en el cerro. Cuando he visto suficiente, vuelvo a montarme en otra cápsula, entre el sonido que se aleja de una cumbia, los perros que ladran, los cuetes de un festejo, las campanadas de una iglesia; pasamos por encima de una bugambilia, un techo de dos aguas, una calle ciega, cajones de cemento y el aire que se cuela por las rendijas. El sol ha descendido.
En un punto el Cablebús se detiene y quedamos suspendidos en el aire. Qué espantoso destino sería caer al suelo, víctimas de la ambición política y la desfachatez de una constructora que usó materiales malos; qué horrible sería que el asunto se arreglara sin investigación, que el presidente declarara cerrado el caso luego de pactar con los responsables una tregua de cara a una transferencia de poder negociada; que mi familia se quedara sin respuesta, que mis restos se confundieran con la calle y la memoria. Qué horror ser el destinatario de una retórica política que me beneficia como pueblo pero me chinga como individuo.
Afortunadamente, el teleférico se mueve de nuevo y un engranaje mayor me deposita de regreso en la estación Indios Verdes. Tomo el metro y en menos de veinte minutos ya estoy en Niños Héroes, a años luz de una de las zonas más peligrosas y densamente pobladas de la ciudad. Puedo sentir muy cerca los beneficios de las obras públicas, pero también a sus víctimas, y con ese pensamiento me despido de la ciudad y cierro la puerta de mi casa.
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Se inauguró el teleférico que cruza la alcaldía Gustavo A. Madero. Desde lo alto del recorrido se mira el drama urbano: la necesidad de un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de fútbol. Luego del derrumbe de la Línea 12, es imposible dejar de pensar en la solidez del proyecto, la física pero también política.
Tomo un taxi de la colonia Doctores hasta la estación Indios Verdes para demostrarme, a propósito, que hay cosas en esta ciudad que ya no deben hacerse en auto. Bienvenido al tianguis del transporte: aquí gobierna el sistema concesionado, con sus autobuses destartalados y los puestos de comercio ambulante o “semifijo”, como se le llama al estado en que funcionan muchas cosas en la capital. El resto del espacio lo ocupan la gente que traga y escupe la estación del metro, cientos de autos atrapados en un tráfico inclemente y miles de personas que parten hacia las ciudades-dormitorio una tarde de viernes. Desesperado, le pido al taxista que me deje en la siguiente esquina, pasando Indios Verdes. Sé que estoy cerca pero no atisbo la entrada del metro, rodeada como está de puestos de comida o calzones o tractores miniatura.
Aunque miro al cielo para orientarme, aún no puedo ver el Cablebús. Mi sexto sentido chilango me dice que debo hundirme en los túneles del metro pero justo, cuando estoy a punto de bajar unas escaleras, me impide el paso una marejada de gente que sale en busca luz y aire. Debo hacerme a un lado, agarrarme de un barandal y enfrentar, como un disidente de la 4T a la corriente opuesta, hasta que logro sumergirme en el inframundo urbano. Abajo uno se somete a un nuevo orden cuyas reglas se atinan como un ciego se orienta con su bastón.
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Ahora sé que estoy del otro lado de la calle. Asciendo a la superficie, doy vuelta en u y me encuentro, finalmente, con el nuevo sistema de transporte. Hay cola para entrar. Pienso de nuevo en el instinto chilango y cómo adoptó ya el Cablebús, que no lleva ni una semana en operación. Poco a poco vamos entrando a un vestíbulo y luego subimos lentamente por una escalera para llegar a la plataforma de arranque. A mi edad, he visto varias estaciones del metro deteriorarse. Pienso en cómo se verá este edifico en unos años.
Luego del terrible accidente de la Línea 12 del metro, no es descabellado pensar en la solidez misma de este proyecto; de su ingeniería, sí, pero también política. En 2012, cuando la línea dorada se estrenó, también hice un recorrido de reconocimiento con el propósito de escribir una crónica. Me acuerdo de que, como ahora, estaba asombrado por esos vertiginosos pasos elevados, la modernidad de las estaciones, los beneficios de recorrer la ciudad de punta a punta. Marcelo Ebrard, entonces jefe de Gobierno, parecía el imbatible héroe de la izquierda, la persona que nos iba a llevar a la siguiente estación política. Hoy, luego del accidente, su carrera está abatida y, a su costa, ha despuntado la de Claudia Sheinbaum, la actual jefa de Gobierno.
Aunque los años me han hecho menos entusiasta, no puedo evitar sentir un escalofrío ahora que me he montado a esta burbuja que me eleva y me transporta en el aire por la parte norte de la ciudad. La luz de la tarde es perfecta: dibuja los cerros verdes por las lluvias, el asfalto negro y el horizonte de edificios difusos entre una neblina blanca. Y, de repente, uno está rodeado por el anfiteatro de casas trepadas en el cerro. Allá abajo se plasma el drama urbano, la aspiración a tener un cuarto con techo, una calle iluminada, un pedazo de cancha de futbol. Se entiende que es una batalla que se ha librado en cada centímetro. Estamos seis personas dentro de la cabina azul, tan mudas como yo por el inusual espectáculo. Algo nos permite abstraernos de la calle. Mirarla de nuevo, como si estuviéramos en un satélite que le da vuelta a la Tierra.
Llegamos a la última estación, luego de recorrer en veinte minutos lo que nos hubiera tomado dos horas en cualquier transporte terrestre. Una vez estuve en Medellín, Colombia. La gente hablaba del transporte público con orgullo. Allá también un teleférico me llevó hasta la cima de una montaña escarpada, devorada por la ciudad, y allá, como acá, la estación terminal me pareció una conquista de la voluntad humana. Bajé en la estación Cuautepec para mirar qué hay alrededor; por ejemplo, un restaurante de comida china en el cerro. Cuando he visto suficiente, vuelvo a montarme en otra cápsula, entre el sonido que se aleja de una cumbia, los perros que ladran, los cuetes de un festejo, las campanadas de una iglesia; pasamos por encima de una bugambilia, un techo de dos aguas, una calle ciega, cajones de cemento y el aire que se cuela por las rendijas. El sol ha descendido.
En un punto el Cablebús se detiene y quedamos suspendidos en el aire. Qué espantoso destino sería caer al suelo, víctimas de la ambición política y la desfachatez de una constructora que usó materiales malos; qué horrible sería que el asunto se arreglara sin investigación, que el presidente declarara cerrado el caso luego de pactar con los responsables una tregua de cara a una transferencia de poder negociada; que mi familia se quedara sin respuesta, que mis restos se confundieran con la calle y la memoria. Qué horror ser el destinatario de una retórica política que me beneficia como pueblo pero me chinga como individuo.
Afortunadamente, el teleférico se mueve de nuevo y un engranaje mayor me deposita de regreso en la estación Indios Verdes. Tomo el metro y en menos de veinte minutos ya estoy en Niños Héroes, a años luz de una de las zonas más peligrosas y densamente pobladas de la ciudad. Puedo sentir muy cerca los beneficios de las obras públicas, pero también a sus víctimas, y con ese pensamiento me despido de la ciudad y cierro la puerta de mi casa.
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