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Grecia: leer en movimiento

Grecia: leer en movimiento

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Grecia es un texto que fascina por los borradores que lo hicieron posible. El Iliso es algo más que un río, pues cuenta una historia. Sus aguas fluyen gracias a una ninfa que no en balde se llamó Farmacia.
18
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12
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24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Un viaje a la impronta de casi todo lo que nos hace humanos: Grecia

Hablamos griego sin saberlo. En mi primer viaje a Atenas, en 2012, me sorprendió que un camión de mudanzas se anunciara como “metáfora”, y es que la palabra significa “transporte” o “traslado”. Las etimologías sirven para conocer el origen de las cosas. Nada más lógico que las metáforas empezaran sus días llevando muebles de una casa a otra y ahora sirvan para hacer comparaciones.

En Grecia siempre hay una historia previa. El helenista Carlos García Gual señala que las tragedias de Eurípides, Esquilo y Sófocles abordaban temas que la gente conocía de antemano. La mitología precedió a la dramaturgia. Edipo fue un personaje de leyenda antes de sufrir en el escenario.

El viajero contemporáneo se adentra en otros tiempos. Una popular cerveza recibe el nombre de Mythos; otra, artesanal y elaborada en Creta, se llama Argos (un mesero de esa isla me dijo que el nombre no solo se refería a la nave de los argonautas, sino a las borracheras que retrasaron aquel viaje).

El uso de la simbología se extiende a los equipos de futbol. El clásico griego es Olympiakós-Panathinaikos. El Olympiakós lleva en el escudo los 4 y el Panathinaikos, un trébol de la buena suerte. Ninguna otra liga concede tanto significado a la vegetación.

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A los 12 años fui con mi padre a la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1968. Me sorprendió que la primera delegación que desfilaba fuera la de Grecia. Las demás venían por orden alfabético. Mi padre explicó que Grecia tenía el “derecho de los fundadores”. Un pequeño país, rodeado de islas dispersas, había inventado casi todo: el concepto de belleza, la democracia, el deporte, la filosofía... Poco después, leí un cómic en el que Rius agregaba que los griegos también habían inventado el tornillo. “Desde entonces no han dado una”, concluía el caricaturista. Grecia representa la antesala de Occidente, el backstage donde se concibió el drama de la modernidad. Cuando empecé a leer por gusto, Henry Miller se convirtió en uno de mis autores favoritos. En El coloso de Marusi, Miller narra su fecundo vagabundeo por Grecia. En ese paisaje los dioses “erraban por todos los lugares” y “estaban libres, eléctricamente libres”. También ahí Leonard Cohen fue felizmente triste y, al modo de Orfeo, compuso melancólicas baladas de amor perdido.

Cada ruina se actualiza a su manera. El oráculo de Delfos ejerce un magnetismo vertical. Su ubicación es un delirio afortunado. El templo de Apolo está enclavado en una montaña que domina el horizonte; los farallones de piedra que lo rodean son, en sí mismos, un altar mineral. A pesar de las hordas de turistas que se toman selfies, el lugar se presta para los milagros. Entre los mensajes que decoraron el templo, el más célebre es “Conócete a ti mismo”, tarea rigurosamente individual que no impide recordar que esas columnas también fueron tocadas por Sócrates y Platón y, antes que ellos, por los dioses.

Te recomendamos leer: "Piedad Bonnett: reina sincorona"

La mitología griega cautiva por la condición dramáticamente humana de sus protagonistas, que intrigan, envidian, hacen alianzas, se traicionan y ofrecen sensuales recompensas. Miller señala que “la verdadera alegría del [...] arqueólogo, al enfrentarse con un descubrimiento, debe residir en la confirmación y la corroboración, no en la sorpresa”. Si los antecedentes son fuertes, el asombro es una constatación. Esto se aplica a las piedras, pero también a las personas. Cuando Miller conoció al poeta Katsimbalis sintió que estaba ante la reencarnación de una deidad. En Grecia, el pasado no se esfuma: se actualiza.

En mi primer viaje estuve en la isla de Naxos, donde el ingrato Teseo abandonó a Ariadna. El héroe que entró al laberinto para matar al Minotauro pudo salir de ahí gracias al hilo que le dio su amada. Por toda recompensa, él la dejó en una playa sin más compañía que el viento. Hoy en día, los inmensos yates que atracan en esa isla ponen a prueba a los turistas rezagados, en peligro de repetir el destino de Ariadna.

En mi cuarta visita, en junio de 2024, participé en un encuentro literario en la isla de Lefkada, en el que Dasso Saldívar, biógrafo de Gabriel García Márquez, informó que, según los especialistas, estábamos en la verdadera Ítaca de Ulises. El paisaje y los restos de una fuente así lo acreditaban.

Sin embargo, cerca de ahí, otra isla se llama Ítaca (para algunos, se trata de un invento de las agencias de viajes, deseosas de embaucar turistas).

En el festival también participaba la española María José Solano, que ha escrito sobre la cultura helénica. María José quería alcanzar Ítaca a toda costa, aunque se tratara de un peñasco sin gracia. Con la musaka y las berenjenas de la cena, sobrevino una discusión sobre la autenticidad de las cosas que vemos. ¿Qué experiencia es más genuina: descubrir los rasgos de Ítaca en Lefkada o ir a un sitio que se aparta de la descripción de Homero, pero responde al nombre de Ítaca? Las dos formas de conocimiento son válidas. Viajar depende de lo que miras, pero también de lo que agrega tu mirada. Durante su exposición, María José dijo una frase afortunada: “Viajar es lo más parecido a leer en movimiento”. De manera lógica, al día siguiente tomó el ferry a Ítaca.

Grecia aguarda al viajero como el cautivador terreno de lo posible. En Atenas, cerca de la Acrópolis, se preserva un espacio más o menos oculto: la celda de Sócrates. Después de recorrer los sinuosos caminos de un parque se llega a una gruta con rejas que parece concebida para impartir una lección moral: los presos estaban hacinados, pero tenían la mejor vista de la Acrópolis. ¿En verdad el filósofo condenado a beber la cicuta estuvo ahí? Más allá de los datos, la historia merece ser cierta.

Lo mismo sucede en otras partes del país. Ciertos parajes históricos han cambiado tanto que cuesta trabajo reconocerlos. En el escenario de la batalla de las Termópilas encontramos una llanura despejada. El paisaje era del todo distinto al que atestiguó el combate del año 480 a.C., cuando 300 soldados resistieron al avasallante ejército persa. Eso fue posible porque entonces el lugar era un estrecho de difícil acceso. Los cambios en la orografía transformaron la región en el valle que ahora desconcierta al visitante.

Una de nuestras mejores excursiones tuvo una meta incomprobable. El novelista guatemalteco Rodrigo Rey Rosa vive en Atenas y domina el griego con suficiente solvencia para lograr que los taxistas le hagan descuentos. Gracias a su gestión, un piloto de nombre Apóstolos aceptó conducir el día entero para nosotros. Nuestro objetivo era encontrar la cueva donde supuestamente Eurípides escribió sus tragedias en la isla de Salamina, sede de otra célebre batalla, a un par de horas de Atenas. Aunque Apóstolos no conocía la cueva, en un gesto típicamente griego, se entusiasmó con el proyecto más que nosotros. Cuando llegamos al monte que debíamos escalar, nos recordó que el primer maratón no fue corrido por un atleta, sino por un mensajero que debía dar una noticia urgente. Fiel a ese ejemplo, trotó ladera arriba. Lo alcanzamos bañados de sudor. El esfuerzo fue tan grande y la vista marina tan estimulante que decidimos que ese era, necesariamente, el despacho de Eurípides.

Obligado a elegir los sitios más deslumbrantes de Grecia, me quedo con el vértigo místico de Delfos, las aguas lapislázuli del mar Jónico, los monasterios en las cimas de los gigantescos peñascos de Meteora, la amurallada ciudad de piedra de Monemvasía y la explanada que se abre al mar en Lepanto, donde una estatua recuerda al maestro que participó en “la más grande ocasión que vieron los siglos”. Cervantes perdió ahí el uso de una mano, pero ganó la condición de héroe.

Grecia es un texto que fascina por los borradores que lo hicieron posible. El Iliso es algo más que un río, pues cuenta una historia. Sus aguas fluyen gracias a una ninfa que no en balde se llamó Farmacia. Ahí, Sócrates mojó sus pies y dijo que el lenguaje, como los fármacos, puede ser un remedio o un veneno.

Lo que miras en Grecia antes fue literatura y, aun antes, mitología. Cada persona y cada escultura convocan otra presencia: un héroe, una musa, un dios... No es necesario ser un conocedor para percibir esto porque, en ese sitio de excepción, viajar significa leer en movimiento.

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Un viaje a la impronta de casi todo lo que nos hace humanos: Grecia

Hablamos griego sin saberlo. En mi primer viaje a Atenas, en 2012, me sorprendió que un camión de mudanzas se anunciara como “metáfora”, y es que la palabra significa “transporte” o “traslado”. Las etimologías sirven para conocer el origen de las cosas. Nada más lógico que las metáforas empezaran sus días llevando muebles de una casa a otra y ahora sirvan para hacer comparaciones.

En Grecia siempre hay una historia previa. El helenista Carlos García Gual señala que las tragedias de Eurípides, Esquilo y Sófocles abordaban temas que la gente conocía de antemano. La mitología precedió a la dramaturgia. Edipo fue un personaje de leyenda antes de sufrir en el escenario.

El viajero contemporáneo se adentra en otros tiempos. Una popular cerveza recibe el nombre de Mythos; otra, artesanal y elaborada en Creta, se llama Argos (un mesero de esa isla me dijo que el nombre no solo se refería a la nave de los argonautas, sino a las borracheras que retrasaron aquel viaje).

El uso de la simbología se extiende a los equipos de futbol. El clásico griego es Olympiakós-Panathinaikos. El Olympiakós lleva en el escudo los 4 y el Panathinaikos, un trébol de la buena suerte. Ninguna otra liga concede tanto significado a la vegetación.

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A los 12 años fui con mi padre a la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1968. Me sorprendió que la primera delegación que desfilaba fuera la de Grecia. Las demás venían por orden alfabético. Mi padre explicó que Grecia tenía el “derecho de los fundadores”. Un pequeño país, rodeado de islas dispersas, había inventado casi todo: el concepto de belleza, la democracia, el deporte, la filosofía... Poco después, leí un cómic en el que Rius agregaba que los griegos también habían inventado el tornillo. “Desde entonces no han dado una”, concluía el caricaturista. Grecia representa la antesala de Occidente, el backstage donde se concibió el drama de la modernidad. Cuando empecé a leer por gusto, Henry Miller se convirtió en uno de mis autores favoritos. En El coloso de Marusi, Miller narra su fecundo vagabundeo por Grecia. En ese paisaje los dioses “erraban por todos los lugares” y “estaban libres, eléctricamente libres”. También ahí Leonard Cohen fue felizmente triste y, al modo de Orfeo, compuso melancólicas baladas de amor perdido.

Cada ruina se actualiza a su manera. El oráculo de Delfos ejerce un magnetismo vertical. Su ubicación es un delirio afortunado. El templo de Apolo está enclavado en una montaña que domina el horizonte; los farallones de piedra que lo rodean son, en sí mismos, un altar mineral. A pesar de las hordas de turistas que se toman selfies, el lugar se presta para los milagros. Entre los mensajes que decoraron el templo, el más célebre es “Conócete a ti mismo”, tarea rigurosamente individual que no impide recordar que esas columnas también fueron tocadas por Sócrates y Platón y, antes que ellos, por los dioses.

Te recomendamos leer: "Piedad Bonnett: reina sincorona"

La mitología griega cautiva por la condición dramáticamente humana de sus protagonistas, que intrigan, envidian, hacen alianzas, se traicionan y ofrecen sensuales recompensas. Miller señala que “la verdadera alegría del [...] arqueólogo, al enfrentarse con un descubrimiento, debe residir en la confirmación y la corroboración, no en la sorpresa”. Si los antecedentes son fuertes, el asombro es una constatación. Esto se aplica a las piedras, pero también a las personas. Cuando Miller conoció al poeta Katsimbalis sintió que estaba ante la reencarnación de una deidad. En Grecia, el pasado no se esfuma: se actualiza.

En mi primer viaje estuve en la isla de Naxos, donde el ingrato Teseo abandonó a Ariadna. El héroe que entró al laberinto para matar al Minotauro pudo salir de ahí gracias al hilo que le dio su amada. Por toda recompensa, él la dejó en una playa sin más compañía que el viento. Hoy en día, los inmensos yates que atracan en esa isla ponen a prueba a los turistas rezagados, en peligro de repetir el destino de Ariadna.

En mi cuarta visita, en junio de 2024, participé en un encuentro literario en la isla de Lefkada, en el que Dasso Saldívar, biógrafo de Gabriel García Márquez, informó que, según los especialistas, estábamos en la verdadera Ítaca de Ulises. El paisaje y los restos de una fuente así lo acreditaban.

Sin embargo, cerca de ahí, otra isla se llama Ítaca (para algunos, se trata de un invento de las agencias de viajes, deseosas de embaucar turistas).

En el festival también participaba la española María José Solano, que ha escrito sobre la cultura helénica. María José quería alcanzar Ítaca a toda costa, aunque se tratara de un peñasco sin gracia. Con la musaka y las berenjenas de la cena, sobrevino una discusión sobre la autenticidad de las cosas que vemos. ¿Qué experiencia es más genuina: descubrir los rasgos de Ítaca en Lefkada o ir a un sitio que se aparta de la descripción de Homero, pero responde al nombre de Ítaca? Las dos formas de conocimiento son válidas. Viajar depende de lo que miras, pero también de lo que agrega tu mirada. Durante su exposición, María José dijo una frase afortunada: “Viajar es lo más parecido a leer en movimiento”. De manera lógica, al día siguiente tomó el ferry a Ítaca.

Grecia aguarda al viajero como el cautivador terreno de lo posible. En Atenas, cerca de la Acrópolis, se preserva un espacio más o menos oculto: la celda de Sócrates. Después de recorrer los sinuosos caminos de un parque se llega a una gruta con rejas que parece concebida para impartir una lección moral: los presos estaban hacinados, pero tenían la mejor vista de la Acrópolis. ¿En verdad el filósofo condenado a beber la cicuta estuvo ahí? Más allá de los datos, la historia merece ser cierta.

Lo mismo sucede en otras partes del país. Ciertos parajes históricos han cambiado tanto que cuesta trabajo reconocerlos. En el escenario de la batalla de las Termópilas encontramos una llanura despejada. El paisaje era del todo distinto al que atestiguó el combate del año 480 a.C., cuando 300 soldados resistieron al avasallante ejército persa. Eso fue posible porque entonces el lugar era un estrecho de difícil acceso. Los cambios en la orografía transformaron la región en el valle que ahora desconcierta al visitante.

Una de nuestras mejores excursiones tuvo una meta incomprobable. El novelista guatemalteco Rodrigo Rey Rosa vive en Atenas y domina el griego con suficiente solvencia para lograr que los taxistas le hagan descuentos. Gracias a su gestión, un piloto de nombre Apóstolos aceptó conducir el día entero para nosotros. Nuestro objetivo era encontrar la cueva donde supuestamente Eurípides escribió sus tragedias en la isla de Salamina, sede de otra célebre batalla, a un par de horas de Atenas. Aunque Apóstolos no conocía la cueva, en un gesto típicamente griego, se entusiasmó con el proyecto más que nosotros. Cuando llegamos al monte que debíamos escalar, nos recordó que el primer maratón no fue corrido por un atleta, sino por un mensajero que debía dar una noticia urgente. Fiel a ese ejemplo, trotó ladera arriba. Lo alcanzamos bañados de sudor. El esfuerzo fue tan grande y la vista marina tan estimulante que decidimos que ese era, necesariamente, el despacho de Eurípides.

Obligado a elegir los sitios más deslumbrantes de Grecia, me quedo con el vértigo místico de Delfos, las aguas lapislázuli del mar Jónico, los monasterios en las cimas de los gigantescos peñascos de Meteora, la amurallada ciudad de piedra de Monemvasía y la explanada que se abre al mar en Lepanto, donde una estatua recuerda al maestro que participó en “la más grande ocasión que vieron los siglos”. Cervantes perdió ahí el uso de una mano, pero ganó la condición de héroe.

Grecia es un texto que fascina por los borradores que lo hicieron posible. El Iliso es algo más que un río, pues cuenta una historia. Sus aguas fluyen gracias a una ninfa que no en balde se llamó Farmacia. Ahí, Sócrates mojó sus pies y dijo que el lenguaje, como los fármacos, puede ser un remedio o un veneno.

Lo que miras en Grecia antes fue literatura y, aun antes, mitología. Cada persona y cada escultura convocan otra presencia: un héroe, una musa, un dios... No es necesario ser un conocedor para percibir esto porque, en ese sitio de excepción, viajar significa leer en movimiento.

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Un viaje a la impronta de casi todo lo que nos hace humanos: Grecia

Hablamos griego sin saberlo. En mi primer viaje a Atenas, en 2012, me sorprendió que un camión de mudanzas se anunciara como “metáfora”, y es que la palabra significa “transporte” o “traslado”. Las etimologías sirven para conocer el origen de las cosas. Nada más lógico que las metáforas empezaran sus días llevando muebles de una casa a otra y ahora sirvan para hacer comparaciones.

En Grecia siempre hay una historia previa. El helenista Carlos García Gual señala que las tragedias de Eurípides, Esquilo y Sófocles abordaban temas que la gente conocía de antemano. La mitología precedió a la dramaturgia. Edipo fue un personaje de leyenda antes de sufrir en el escenario.

El viajero contemporáneo se adentra en otros tiempos. Una popular cerveza recibe el nombre de Mythos; otra, artesanal y elaborada en Creta, se llama Argos (un mesero de esa isla me dijo que el nombre no solo se refería a la nave de los argonautas, sino a las borracheras que retrasaron aquel viaje).

El uso de la simbología se extiende a los equipos de futbol. El clásico griego es Olympiakós-Panathinaikos. El Olympiakós lleva en el escudo los 4 y el Panathinaikos, un trébol de la buena suerte. Ninguna otra liga concede tanto significado a la vegetación.

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A los 12 años fui con mi padre a la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1968. Me sorprendió que la primera delegación que desfilaba fuera la de Grecia. Las demás venían por orden alfabético. Mi padre explicó que Grecia tenía el “derecho de los fundadores”. Un pequeño país, rodeado de islas dispersas, había inventado casi todo: el concepto de belleza, la democracia, el deporte, la filosofía... Poco después, leí un cómic en el que Rius agregaba que los griegos también habían inventado el tornillo. “Desde entonces no han dado una”, concluía el caricaturista. Grecia representa la antesala de Occidente, el backstage donde se concibió el drama de la modernidad. Cuando empecé a leer por gusto, Henry Miller se convirtió en uno de mis autores favoritos. En El coloso de Marusi, Miller narra su fecundo vagabundeo por Grecia. En ese paisaje los dioses “erraban por todos los lugares” y “estaban libres, eléctricamente libres”. También ahí Leonard Cohen fue felizmente triste y, al modo de Orfeo, compuso melancólicas baladas de amor perdido.

Cada ruina se actualiza a su manera. El oráculo de Delfos ejerce un magnetismo vertical. Su ubicación es un delirio afortunado. El templo de Apolo está enclavado en una montaña que domina el horizonte; los farallones de piedra que lo rodean son, en sí mismos, un altar mineral. A pesar de las hordas de turistas que se toman selfies, el lugar se presta para los milagros. Entre los mensajes que decoraron el templo, el más célebre es “Conócete a ti mismo”, tarea rigurosamente individual que no impide recordar que esas columnas también fueron tocadas por Sócrates y Platón y, antes que ellos, por los dioses.

Te recomendamos leer: "Piedad Bonnett: reina sincorona"

La mitología griega cautiva por la condición dramáticamente humana de sus protagonistas, que intrigan, envidian, hacen alianzas, se traicionan y ofrecen sensuales recompensas. Miller señala que “la verdadera alegría del [...] arqueólogo, al enfrentarse con un descubrimiento, debe residir en la confirmación y la corroboración, no en la sorpresa”. Si los antecedentes son fuertes, el asombro es una constatación. Esto se aplica a las piedras, pero también a las personas. Cuando Miller conoció al poeta Katsimbalis sintió que estaba ante la reencarnación de una deidad. En Grecia, el pasado no se esfuma: se actualiza.

En mi primer viaje estuve en la isla de Naxos, donde el ingrato Teseo abandonó a Ariadna. El héroe que entró al laberinto para matar al Minotauro pudo salir de ahí gracias al hilo que le dio su amada. Por toda recompensa, él la dejó en una playa sin más compañía que el viento. Hoy en día, los inmensos yates que atracan en esa isla ponen a prueba a los turistas rezagados, en peligro de repetir el destino de Ariadna.

En mi cuarta visita, en junio de 2024, participé en un encuentro literario en la isla de Lefkada, en el que Dasso Saldívar, biógrafo de Gabriel García Márquez, informó que, según los especialistas, estábamos en la verdadera Ítaca de Ulises. El paisaje y los restos de una fuente así lo acreditaban.

Sin embargo, cerca de ahí, otra isla se llama Ítaca (para algunos, se trata de un invento de las agencias de viajes, deseosas de embaucar turistas).

En el festival también participaba la española María José Solano, que ha escrito sobre la cultura helénica. María José quería alcanzar Ítaca a toda costa, aunque se tratara de un peñasco sin gracia. Con la musaka y las berenjenas de la cena, sobrevino una discusión sobre la autenticidad de las cosas que vemos. ¿Qué experiencia es más genuina: descubrir los rasgos de Ítaca en Lefkada o ir a un sitio que se aparta de la descripción de Homero, pero responde al nombre de Ítaca? Las dos formas de conocimiento son válidas. Viajar depende de lo que miras, pero también de lo que agrega tu mirada. Durante su exposición, María José dijo una frase afortunada: “Viajar es lo más parecido a leer en movimiento”. De manera lógica, al día siguiente tomó el ferry a Ítaca.

Grecia aguarda al viajero como el cautivador terreno de lo posible. En Atenas, cerca de la Acrópolis, se preserva un espacio más o menos oculto: la celda de Sócrates. Después de recorrer los sinuosos caminos de un parque se llega a una gruta con rejas que parece concebida para impartir una lección moral: los presos estaban hacinados, pero tenían la mejor vista de la Acrópolis. ¿En verdad el filósofo condenado a beber la cicuta estuvo ahí? Más allá de los datos, la historia merece ser cierta.

Lo mismo sucede en otras partes del país. Ciertos parajes históricos han cambiado tanto que cuesta trabajo reconocerlos. En el escenario de la batalla de las Termópilas encontramos una llanura despejada. El paisaje era del todo distinto al que atestiguó el combate del año 480 a.C., cuando 300 soldados resistieron al avasallante ejército persa. Eso fue posible porque entonces el lugar era un estrecho de difícil acceso. Los cambios en la orografía transformaron la región en el valle que ahora desconcierta al visitante.

Una de nuestras mejores excursiones tuvo una meta incomprobable. El novelista guatemalteco Rodrigo Rey Rosa vive en Atenas y domina el griego con suficiente solvencia para lograr que los taxistas le hagan descuentos. Gracias a su gestión, un piloto de nombre Apóstolos aceptó conducir el día entero para nosotros. Nuestro objetivo era encontrar la cueva donde supuestamente Eurípides escribió sus tragedias en la isla de Salamina, sede de otra célebre batalla, a un par de horas de Atenas. Aunque Apóstolos no conocía la cueva, en un gesto típicamente griego, se entusiasmó con el proyecto más que nosotros. Cuando llegamos al monte que debíamos escalar, nos recordó que el primer maratón no fue corrido por un atleta, sino por un mensajero que debía dar una noticia urgente. Fiel a ese ejemplo, trotó ladera arriba. Lo alcanzamos bañados de sudor. El esfuerzo fue tan grande y la vista marina tan estimulante que decidimos que ese era, necesariamente, el despacho de Eurípides.

Obligado a elegir los sitios más deslumbrantes de Grecia, me quedo con el vértigo místico de Delfos, las aguas lapislázuli del mar Jónico, los monasterios en las cimas de los gigantescos peñascos de Meteora, la amurallada ciudad de piedra de Monemvasía y la explanada que se abre al mar en Lepanto, donde una estatua recuerda al maestro que participó en “la más grande ocasión que vieron los siglos”. Cervantes perdió ahí el uso de una mano, pero ganó la condición de héroe.

Grecia es un texto que fascina por los borradores que lo hicieron posible. El Iliso es algo más que un río, pues cuenta una historia. Sus aguas fluyen gracias a una ninfa que no en balde se llamó Farmacia. Ahí, Sócrates mojó sus pies y dijo que el lenguaje, como los fármacos, puede ser un remedio o un veneno.

Lo que miras en Grecia antes fue literatura y, aun antes, mitología. Cada persona y cada escultura convocan otra presencia: un héroe, una musa, un dios... No es necesario ser un conocedor para percibir esto porque, en ese sitio de excepción, viajar significa leer en movimiento.

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Hablamos griego sin saberlo. En mi primer viaje a Atenas, en 2012, me sorprendió que un camión de mudanzas se anunciara como “metáfora”, y es que la palabra significa “transporte” o “traslado”. Las etimologías sirven para conocer el origen de las cosas. Nada más lógico que las metáforas empezaran sus días llevando muebles de una casa a otra y ahora sirvan para hacer comparaciones.

En Grecia siempre hay una historia previa. El helenista Carlos García Gual señala que las tragedias de Eurípides, Esquilo y Sófocles abordaban temas que la gente conocía de antemano. La mitología precedió a la dramaturgia. Edipo fue un personaje de leyenda antes de sufrir en el escenario.

El viajero contemporáneo se adentra en otros tiempos. Una popular cerveza recibe el nombre de Mythos; otra, artesanal y elaborada en Creta, se llama Argos (un mesero de esa isla me dijo que el nombre no solo se refería a la nave de los argonautas, sino a las borracheras que retrasaron aquel viaje).

El uso de la simbología se extiende a los equipos de futbol. El clásico griego es Olympiakós-Panathinaikos. El Olympiakós lleva en el escudo los 4 y el Panathinaikos, un trébol de la buena suerte. Ninguna otra liga concede tanto significado a la vegetación.

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Cada ruina se actualiza a su manera. El oráculo de Delfos ejerce un magnetismo vertical. Su ubicación es un delirio afortunado. El templo de Apolo está enclavado en una montaña que domina el horizonte; los farallones de piedra que lo rodean son, en sí mismos, un altar mineral. A pesar de las hordas de turistas que se toman selfies, el lugar se presta para los milagros. Entre los mensajes que decoraron el templo, el más célebre es “Conócete a ti mismo”, tarea rigurosamente individual que no impide recordar que esas columnas también fueron tocadas por Sócrates y Platón y, antes que ellos, por los dioses.

Te recomendamos leer: "Piedad Bonnett: reina sincorona"

La mitología griega cautiva por la condición dramáticamente humana de sus protagonistas, que intrigan, envidian, hacen alianzas, se traicionan y ofrecen sensuales recompensas. Miller señala que “la verdadera alegría del [...] arqueólogo, al enfrentarse con un descubrimiento, debe residir en la confirmación y la corroboración, no en la sorpresa”. Si los antecedentes son fuertes, el asombro es una constatación. Esto se aplica a las piedras, pero también a las personas. Cuando Miller conoció al poeta Katsimbalis sintió que estaba ante la reencarnación de una deidad. En Grecia, el pasado no se esfuma: se actualiza.

En mi primer viaje estuve en la isla de Naxos, donde el ingrato Teseo abandonó a Ariadna. El héroe que entró al laberinto para matar al Minotauro pudo salir de ahí gracias al hilo que le dio su amada. Por toda recompensa, él la dejó en una playa sin más compañía que el viento. Hoy en día, los inmensos yates que atracan en esa isla ponen a prueba a los turistas rezagados, en peligro de repetir el destino de Ariadna.

En mi cuarta visita, en junio de 2024, participé en un encuentro literario en la isla de Lefkada, en el que Dasso Saldívar, biógrafo de Gabriel García Márquez, informó que, según los especialistas, estábamos en la verdadera Ítaca de Ulises. El paisaje y los restos de una fuente así lo acreditaban.

Sin embargo, cerca de ahí, otra isla se llama Ítaca (para algunos, se trata de un invento de las agencias de viajes, deseosas de embaucar turistas).

En el festival también participaba la española María José Solano, que ha escrito sobre la cultura helénica. María José quería alcanzar Ítaca a toda costa, aunque se tratara de un peñasco sin gracia. Con la musaka y las berenjenas de la cena, sobrevino una discusión sobre la autenticidad de las cosas que vemos. ¿Qué experiencia es más genuina: descubrir los rasgos de Ítaca en Lefkada o ir a un sitio que se aparta de la descripción de Homero, pero responde al nombre de Ítaca? Las dos formas de conocimiento son válidas. Viajar depende de lo que miras, pero también de lo que agrega tu mirada. Durante su exposición, María José dijo una frase afortunada: “Viajar es lo más parecido a leer en movimiento”. De manera lógica, al día siguiente tomó el ferry a Ítaca.

Grecia aguarda al viajero como el cautivador terreno de lo posible. En Atenas, cerca de la Acrópolis, se preserva un espacio más o menos oculto: la celda de Sócrates. Después de recorrer los sinuosos caminos de un parque se llega a una gruta con rejas que parece concebida para impartir una lección moral: los presos estaban hacinados, pero tenían la mejor vista de la Acrópolis. ¿En verdad el filósofo condenado a beber la cicuta estuvo ahí? Más allá de los datos, la historia merece ser cierta.

Lo mismo sucede en otras partes del país. Ciertos parajes históricos han cambiado tanto que cuesta trabajo reconocerlos. En el escenario de la batalla de las Termópilas encontramos una llanura despejada. El paisaje era del todo distinto al que atestiguó el combate del año 480 a.C., cuando 300 soldados resistieron al avasallante ejército persa. Eso fue posible porque entonces el lugar era un estrecho de difícil acceso. Los cambios en la orografía transformaron la región en el valle que ahora desconcierta al visitante.

Una de nuestras mejores excursiones tuvo una meta incomprobable. El novelista guatemalteco Rodrigo Rey Rosa vive en Atenas y domina el griego con suficiente solvencia para lograr que los taxistas le hagan descuentos. Gracias a su gestión, un piloto de nombre Apóstolos aceptó conducir el día entero para nosotros. Nuestro objetivo era encontrar la cueva donde supuestamente Eurípides escribió sus tragedias en la isla de Salamina, sede de otra célebre batalla, a un par de horas de Atenas. Aunque Apóstolos no conocía la cueva, en un gesto típicamente griego, se entusiasmó con el proyecto más que nosotros. Cuando llegamos al monte que debíamos escalar, nos recordó que el primer maratón no fue corrido por un atleta, sino por un mensajero que debía dar una noticia urgente. Fiel a ese ejemplo, trotó ladera arriba. Lo alcanzamos bañados de sudor. El esfuerzo fue tan grande y la vista marina tan estimulante que decidimos que ese era, necesariamente, el despacho de Eurípides.

Obligado a elegir los sitios más deslumbrantes de Grecia, me quedo con el vértigo místico de Delfos, las aguas lapislázuli del mar Jónico, los monasterios en las cimas de los gigantescos peñascos de Meteora, la amurallada ciudad de piedra de Monemvasía y la explanada que se abre al mar en Lepanto, donde una estatua recuerda al maestro que participó en “la más grande ocasión que vieron los siglos”. Cervantes perdió ahí el uso de una mano, pero ganó la condición de héroe.

Grecia es un texto que fascina por los borradores que lo hicieron posible. El Iliso es algo más que un río, pues cuenta una historia. Sus aguas fluyen gracias a una ninfa que no en balde se llamó Farmacia. Ahí, Sócrates mojó sus pies y dijo que el lenguaje, como los fármacos, puede ser un remedio o un veneno.

Lo que miras en Grecia antes fue literatura y, aun antes, mitología. Cada persona y cada escultura convocan otra presencia: un héroe, una musa, un dios... No es necesario ser un conocedor para percibir esto porque, en ese sitio de excepción, viajar significa leer en movimiento.

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Grecia es un texto que fascina por los borradores que lo hicieron posible. El Iliso es algo más que un río, pues cuenta una historia. Sus aguas fluyen gracias a una ninfa que no en balde se llamó Farmacia.

Grecia: leer en movimiento

Grecia: leer en movimiento

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Un viaje a la impronta de casi todo lo que nos hace humanos: Grecia

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Hablamos griego sin saberlo. En mi primer viaje a Atenas, en 2012, me sorprendió que un camión de mudanzas se anunciara como “metáfora”, y es que la palabra significa “transporte” o “traslado”. Las etimologías sirven para conocer el origen de las cosas. Nada más lógico que las metáforas empezaran sus días llevando muebles de una casa a otra y ahora sirvan para hacer comparaciones.

En Grecia siempre hay una historia previa. El helenista Carlos García Gual señala que las tragedias de Eurípides, Esquilo y Sófocles abordaban temas que la gente conocía de antemano. La mitología precedió a la dramaturgia. Edipo fue un personaje de leyenda antes de sufrir en el escenario.

El viajero contemporáneo se adentra en otros tiempos. Una popular cerveza recibe el nombre de Mythos; otra, artesanal y elaborada en Creta, se llama Argos (un mesero de esa isla me dijo que el nombre no solo se refería a la nave de los argonautas, sino a las borracheras que retrasaron aquel viaje).

El uso de la simbología se extiende a los equipos de futbol. El clásico griego es Olympiakós-Panathinaikos. El Olympiakós lleva en el escudo los 4 y el Panathinaikos, un trébol de la buena suerte. Ninguna otra liga concede tanto significado a la vegetación.

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A los 12 años fui con mi padre a la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1968. Me sorprendió que la primera delegación que desfilaba fuera la de Grecia. Las demás venían por orden alfabético. Mi padre explicó que Grecia tenía el “derecho de los fundadores”. Un pequeño país, rodeado de islas dispersas, había inventado casi todo: el concepto de belleza, la democracia, el deporte, la filosofía... Poco después, leí un cómic en el que Rius agregaba que los griegos también habían inventado el tornillo. “Desde entonces no han dado una”, concluía el caricaturista. Grecia representa la antesala de Occidente, el backstage donde se concibió el drama de la modernidad. Cuando empecé a leer por gusto, Henry Miller se convirtió en uno de mis autores favoritos. En El coloso de Marusi, Miller narra su fecundo vagabundeo por Grecia. En ese paisaje los dioses “erraban por todos los lugares” y “estaban libres, eléctricamente libres”. También ahí Leonard Cohen fue felizmente triste y, al modo de Orfeo, compuso melancólicas baladas de amor perdido.

Cada ruina se actualiza a su manera. El oráculo de Delfos ejerce un magnetismo vertical. Su ubicación es un delirio afortunado. El templo de Apolo está enclavado en una montaña que domina el horizonte; los farallones de piedra que lo rodean son, en sí mismos, un altar mineral. A pesar de las hordas de turistas que se toman selfies, el lugar se presta para los milagros. Entre los mensajes que decoraron el templo, el más célebre es “Conócete a ti mismo”, tarea rigurosamente individual que no impide recordar que esas columnas también fueron tocadas por Sócrates y Platón y, antes que ellos, por los dioses.

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La mitología griega cautiva por la condición dramáticamente humana de sus protagonistas, que intrigan, envidian, hacen alianzas, se traicionan y ofrecen sensuales recompensas. Miller señala que “la verdadera alegría del [...] arqueólogo, al enfrentarse con un descubrimiento, debe residir en la confirmación y la corroboración, no en la sorpresa”. Si los antecedentes son fuertes, el asombro es una constatación. Esto se aplica a las piedras, pero también a las personas. Cuando Miller conoció al poeta Katsimbalis sintió que estaba ante la reencarnación de una deidad. En Grecia, el pasado no se esfuma: se actualiza.

En mi primer viaje estuve en la isla de Naxos, donde el ingrato Teseo abandonó a Ariadna. El héroe que entró al laberinto para matar al Minotauro pudo salir de ahí gracias al hilo que le dio su amada. Por toda recompensa, él la dejó en una playa sin más compañía que el viento. Hoy en día, los inmensos yates que atracan en esa isla ponen a prueba a los turistas rezagados, en peligro de repetir el destino de Ariadna.

En mi cuarta visita, en junio de 2024, participé en un encuentro literario en la isla de Lefkada, en el que Dasso Saldívar, biógrafo de Gabriel García Márquez, informó que, según los especialistas, estábamos en la verdadera Ítaca de Ulises. El paisaje y los restos de una fuente así lo acreditaban.

Sin embargo, cerca de ahí, otra isla se llama Ítaca (para algunos, se trata de un invento de las agencias de viajes, deseosas de embaucar turistas).

En el festival también participaba la española María José Solano, que ha escrito sobre la cultura helénica. María José quería alcanzar Ítaca a toda costa, aunque se tratara de un peñasco sin gracia. Con la musaka y las berenjenas de la cena, sobrevino una discusión sobre la autenticidad de las cosas que vemos. ¿Qué experiencia es más genuina: descubrir los rasgos de Ítaca en Lefkada o ir a un sitio que se aparta de la descripción de Homero, pero responde al nombre de Ítaca? Las dos formas de conocimiento son válidas. Viajar depende de lo que miras, pero también de lo que agrega tu mirada. Durante su exposición, María José dijo una frase afortunada: “Viajar es lo más parecido a leer en movimiento”. De manera lógica, al día siguiente tomó el ferry a Ítaca.

Grecia aguarda al viajero como el cautivador terreno de lo posible. En Atenas, cerca de la Acrópolis, se preserva un espacio más o menos oculto: la celda de Sócrates. Después de recorrer los sinuosos caminos de un parque se llega a una gruta con rejas que parece concebida para impartir una lección moral: los presos estaban hacinados, pero tenían la mejor vista de la Acrópolis. ¿En verdad el filósofo condenado a beber la cicuta estuvo ahí? Más allá de los datos, la historia merece ser cierta.

Lo mismo sucede en otras partes del país. Ciertos parajes históricos han cambiado tanto que cuesta trabajo reconocerlos. En el escenario de la batalla de las Termópilas encontramos una llanura despejada. El paisaje era del todo distinto al que atestiguó el combate del año 480 a.C., cuando 300 soldados resistieron al avasallante ejército persa. Eso fue posible porque entonces el lugar era un estrecho de difícil acceso. Los cambios en la orografía transformaron la región en el valle que ahora desconcierta al visitante.

Una de nuestras mejores excursiones tuvo una meta incomprobable. El novelista guatemalteco Rodrigo Rey Rosa vive en Atenas y domina el griego con suficiente solvencia para lograr que los taxistas le hagan descuentos. Gracias a su gestión, un piloto de nombre Apóstolos aceptó conducir el día entero para nosotros. Nuestro objetivo era encontrar la cueva donde supuestamente Eurípides escribió sus tragedias en la isla de Salamina, sede de otra célebre batalla, a un par de horas de Atenas. Aunque Apóstolos no conocía la cueva, en un gesto típicamente griego, se entusiasmó con el proyecto más que nosotros. Cuando llegamos al monte que debíamos escalar, nos recordó que el primer maratón no fue corrido por un atleta, sino por un mensajero que debía dar una noticia urgente. Fiel a ese ejemplo, trotó ladera arriba. Lo alcanzamos bañados de sudor. El esfuerzo fue tan grande y la vista marina tan estimulante que decidimos que ese era, necesariamente, el despacho de Eurípides.

Obligado a elegir los sitios más deslumbrantes de Grecia, me quedo con el vértigo místico de Delfos, las aguas lapislázuli del mar Jónico, los monasterios en las cimas de los gigantescos peñascos de Meteora, la amurallada ciudad de piedra de Monemvasía y la explanada que se abre al mar en Lepanto, donde una estatua recuerda al maestro que participó en “la más grande ocasión que vieron los siglos”. Cervantes perdió ahí el uso de una mano, pero ganó la condición de héroe.

Grecia es un texto que fascina por los borradores que lo hicieron posible. El Iliso es algo más que un río, pues cuenta una historia. Sus aguas fluyen gracias a una ninfa que no en balde se llamó Farmacia. Ahí, Sócrates mojó sus pies y dijo que el lenguaje, como los fármacos, puede ser un remedio o un veneno.

Lo que miras en Grecia antes fue literatura y, aun antes, mitología. Cada persona y cada escultura convocan otra presencia: un héroe, una musa, un dios... No es necesario ser un conocedor para percibir esto porque, en ese sitio de excepción, viajar significa leer en movimiento.

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