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Bong nunca ha sido un cineasta-filósofo, sino un formalista comprometido cuyo mayor interés es la trama.
Si el escritor Philip K. Dick hubiera planteado un relato confuso y carnavalesco, hubiera dado como resultado la última película de Bong Joon-ho.
En una circunstancia extraordinaria, me sentí forzado a ver por segunda vez Mickey 17 (2025) para poder escribir de ella. Mi primera impresión no fue la de una película incomprensible o difícil, solo sobrecargada y por ello confusa. A lo largo de casi 140 minutos, hay al menos 30 dedicados a explicar un mundo que luego desaparece de la pantalla: Mickey Barnes (Robert Pattinson), un “prescindible” —como les apodan en el año 2054 a obreros de alto riesgo dispuestos a ser clonados con su memoria intacta— nos narra en esta media hora los muchos detalles de su vida, sus decisiones y su contexto. De hecho, el título de la película aparece después de veinte minutos de escuchar cómo él y su amigo Timo (Steven Yeun) se involucran con un usurero que hace préstamos por el gusto de despedazar con una sierra a quienes no le paguen; de cómo su fracaso con una tienda de macarrones los obliga a huir al espacio, y de cómo Mickey, que no tiene habilidades ni mucha inteligencia, se ve obligado a tomar el trabajo de prescindible. Debido a su estatus sus colegas lo maltratan —al cabo que luego lo copian, aunque su inmortalidad es ilusoria: sus subsecuentes clones piensan que siguen siendo él debido a que adquieren sus recuerdos, pero cada uno tiene una personalidad distinta—, lo exponen a la radiación espacial o a un virus que se come maliciosamente su cuerpo. Todo esto ha de ser un castigo, insiste el protagonista, por disecar una rana en la primaria y por causar la muerte de su madre.
Mickey es un representante del proletariado internacional en su viaje a la colonización del espacio, que no promete un mundo mucho mejor: el comandante de la misión, Kenneth Marshall (Mark Ruffalo), es un político fracasado que atrae fanáticos vestidos de rojo (sobre todo una gorra de ese color), gracias a una plataforma política de pureza étnica y sexo infinito una vez que se adueñen del planeta helado de Niflheim. Este nombre, por cierto, proviene de la mitología nórdica, tan influyente para el nazismo y su cosmovisión. Es claro que Bong Joon-ho continúa su ataque al mundo contemporáneo: si antes se concentró en el intervencionismo estadounidense y la vida en la Surcorea dictatorial (El huésped [Goemul, 2006]), en la crueldad de la industria ganadera y sus mutaciones con fines de explotación (Okja [2017]), y en las ambigüedades morales de la lucha de clases (Parásitos [Gisaengchung, 2019]), ahora le tocaba su turno al neofascismo y su futuro interestelar.
La vida en Niflheim se dificulta cuando los humanos descubren una civilización de cochinillas gigantes del espacio que salvan a Mickey 17 de morir congelado, pero Marshall, un monstruo, las considera un enemigo indígena por exterminar. Mientras los demás lo creen muerto, nace Mickey 18 y ahí vienen otros diez minutos sobre la prohibición de que coexistan los clones con su original. Bong pareciera volver al ritmo de sus películas coreanas, donde enfatiza más la caricatura y el amontonamiento narrativo que la exploración temática. Por ejemplo, El huésped da la impresión de estirarse a partir de complicaciones en la búsqueda de los protagonistas para dar lugar a más escenas y más temas que no reciben mucha profundidad; Bong no dice mucho del movimiento estudiantil contra la dictadura surcoreana, solo alude a él mediante un personaje que arroja cocteles molotov a un monstruo que acaba derrotado por un arma del gobierno. Si todo en la película tiene un valor simbólico, se entiende lo contrario a la orientación socialista de Bong, ya que las instituciones sí funcionan y el estudiantado funge apenas como distracción.
Te recomendamos leer: Oscar 2025: Una temporada más de inclusión maltrecha

Bong abarca tanto en Mickey 17 que uno no sabe muy bien cuál es su tema: si la ilusión de inmortalidad, la ética de reproducir a un ser humano para explotarlo, el futuro intergaláctico del neofascismo, la colonización de personas no humanas como expresión de nuestra maldad, la inmoralidad capitalista de la usura, la inexistencia de la amistad, la culpa de un inocente o el amor eterno. Porque Mickey, sin podérselo explicar él mismo, es amado por las muchachas más guapas de la nave: su novia, Nasha (Naomi Ackie), y una colega suya en el cuerpo de seguridad, Kai (Anamaria Vartolomei), que cuando ve dos Mickeys propone a Nasha “mocharse” con uno, a cambio de guardar el secreto. Bong no solo es disparatado con los temas, sino con los tonos, que abarcan de la sátira a la comedia de enredo y acaban con un desenlace de acción/aventura. El director surcoreano actúa como una especie de Philip K. Dick más excéntrico y multipolar, afectado en su personalidad no por los malestares de la conciencia, sino por la simple incapacidad de contenerse. Mickey 17 —que además toca brevemente el tema de las drogas en el espacio— es una pariente carnavalesca de Los tres estigmas de Palmer Eldritch.
El desenfreno tiene sus resultados interesantes, si nos concentramos en Robert Pattinson, que vuelve al espacio siete años después de High Life (2018), de Claire Denis, otra película dispersa aunque mejor resuelta gracias a un montaje elíptico, no tan interesado en narrar ni en dar conclusiones —a diferencia de Bong—, sino en explorar el viaje interestelar y la privación erótica desde lo sensorial. Pattinson es aquí dos personajes, Mickey suave y Mickey picante —como los describe Nasha— y ofrece dos caricaturas memorables, cada una con su propia dicción y tono de voz; cada cual tiene también diferente postura (ética y lumbar), y a menudo dan la impresión de ser interpretados por actores distintos; sin embargo, otros personajes a veces son prescindibles, mecanismos de narración, como Kai, que desaparece durante todo el acto final, o Timo, que sirve nada más para generar tensión sobrada.
Es una pena que Mickey 17 ni siquiera sea una película interesante en sus deficiencias; es decir, no alberga problemas filosóficos o estéticos ligados con la producción contemporánea —y esto es lo que más me desconcertó al verla por primera vez—: solamente es el resultado de un imaginario tan descontrolado que, si bien se atreve a ser distinto como nadie más en Hollywood, desorienta sin pretenderlo. Quizá el fracaso más interesante de Bong sea su representación de la crueldad, tan limitada en su tiempo a cuadro que no da ni siquiera para un texto completo.
Con base en lo anterior, habría que sumar a Ruffalo y a Toni Collette —que interpreta a Ylfa, la esposa manipuladora de Marshall— entre los miembros más interesantes del elenco. Ambos actores comprenden cabalmente el tono requerido por Bong y exageran sus gestos de forma grotesca. Seducen suponiendo que es su habilidad diplomática la que se impone, pero su carisma es tan microscópico que demuestra su inmenso poder material: si no fuera porque controlan los medios económicos y políticos en su pequeña réplica de la sociedad, probablemente muy pocos los obedecerían. Luego, hay una vinculación entre el poder y el erotismo que podría llegar a raíces más hondas, pero se queda, como todo, en la superficie. Ruffalo y Collette, mediante su trabajo, son quienes logran sugerir la fuerza como una consumación del deseo humano, un placer que brota torturando a otros, pero son las imágenes explícitas de dolor las que producen una ambigüedad intolerable para una película antifascista.
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Cuando los humanos capturan a un par de cochinillas gigantes del espacio en etapa larval, Marshall ordena matar a una y conservar a la otra. La muerte de la primera es devastadora para la audiencia porque sabemos de la bondad de su especie y que se trata solo de un bebé. Bong no tiene necesidad de subrayar la indolencia del neofascismo, suficientemente clara gracias al elenco; sin embargo, nos hace ver cómo es despedazado el pequeñito por las balas de los humanos. Más tarde, su hermano es mutilado por Ylfa en una imagen impactante por la sorpresa con que se atraviesa en pantalla, y luego es colgado de un gancho bajo la amenaza de arrojarlo a un pozo de fuego líquido. ¿Filmaría Bong a un bebé humano baleado hasta ser convertido en pulpa? Seguramente no, y entonces uno se pregunta cómo puede el director promover la tolerancia y el respeto a criaturas que se permite torturar mediante las imágenes. Las intenciones de Bong son buenas, por supuesto, pero sus decisiones padecen del mismo exceso que el resto de la película, y algo peor: de la hipocresía de la que acusa a sus villanos cuando Ylfa se corrige al usar la palabra mankind, que intercambia de inmediato por humanity. Ambas se traducen como “humanidad”, pero una enfatiza a los hombres; el neofascismo del mundo fuera de la pantalla es incluyente con las mujeres cisgénero solo para justificar su transfobia. Bong es sádico con los extraterrestres para aleccionar a la misma gente a la que muestra despedazándolos.
A pesar de todo, viéndola por segunda vez, me quedó más clara Mickey 17 como una travesura. Bong nunca ha sido un cineasta-filósofo, sino un formalista comprometido cuyo mayor interés es la trama. La narración para él es un juguete, un artefacto, con el que experimenta contrayéndolo y estirándolo, como la colita de un extraterrestre a punto de ser convertida en salsa. Quizá, ante la seriedad de lo que representa en sus películas, Bong podría ponerse más serio. Ya lo hizo antes sin prescindir del humor y sus excesos en la que es posiblemente su mayor película, Memorias de un asesinato (Sarinui Chueok, 2003); solo es cosa de administrarse mejor. Las cochinillas gigantes del espacio se lo agradecerían.
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¿En dónde se puede ver Mickey 17 en México?
La cinta estará exhibida en salas comerciales de todo el país.
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Si el escritor Philip K. Dick hubiera planteado un relato confuso y carnavalesco, hubiera dado como resultado la última película de Bong Joon-ho.
En una circunstancia extraordinaria, me sentí forzado a ver por segunda vez Mickey 17 (2025) para poder escribir de ella. Mi primera impresión no fue la de una película incomprensible o difícil, solo sobrecargada y por ello confusa. A lo largo de casi 140 minutos, hay al menos 30 dedicados a explicar un mundo que luego desaparece de la pantalla: Mickey Barnes (Robert Pattinson), un “prescindible” —como les apodan en el año 2054 a obreros de alto riesgo dispuestos a ser clonados con su memoria intacta— nos narra en esta media hora los muchos detalles de su vida, sus decisiones y su contexto. De hecho, el título de la película aparece después de veinte minutos de escuchar cómo él y su amigo Timo (Steven Yeun) se involucran con un usurero que hace préstamos por el gusto de despedazar con una sierra a quienes no le paguen; de cómo su fracaso con una tienda de macarrones los obliga a huir al espacio, y de cómo Mickey, que no tiene habilidades ni mucha inteligencia, se ve obligado a tomar el trabajo de prescindible. Debido a su estatus sus colegas lo maltratan —al cabo que luego lo copian, aunque su inmortalidad es ilusoria: sus subsecuentes clones piensan que siguen siendo él debido a que adquieren sus recuerdos, pero cada uno tiene una personalidad distinta—, lo exponen a la radiación espacial o a un virus que se come maliciosamente su cuerpo. Todo esto ha de ser un castigo, insiste el protagonista, por disecar una rana en la primaria y por causar la muerte de su madre.
Mickey es un representante del proletariado internacional en su viaje a la colonización del espacio, que no promete un mundo mucho mejor: el comandante de la misión, Kenneth Marshall (Mark Ruffalo), es un político fracasado que atrae fanáticos vestidos de rojo (sobre todo una gorra de ese color), gracias a una plataforma política de pureza étnica y sexo infinito una vez que se adueñen del planeta helado de Niflheim. Este nombre, por cierto, proviene de la mitología nórdica, tan influyente para el nazismo y su cosmovisión. Es claro que Bong Joon-ho continúa su ataque al mundo contemporáneo: si antes se concentró en el intervencionismo estadounidense y la vida en la Surcorea dictatorial (El huésped [Goemul, 2006]), en la crueldad de la industria ganadera y sus mutaciones con fines de explotación (Okja [2017]), y en las ambigüedades morales de la lucha de clases (Parásitos [Gisaengchung, 2019]), ahora le tocaba su turno al neofascismo y su futuro interestelar.
La vida en Niflheim se dificulta cuando los humanos descubren una civilización de cochinillas gigantes del espacio que salvan a Mickey 17 de morir congelado, pero Marshall, un monstruo, las considera un enemigo indígena por exterminar. Mientras los demás lo creen muerto, nace Mickey 18 y ahí vienen otros diez minutos sobre la prohibición de que coexistan los clones con su original. Bong pareciera volver al ritmo de sus películas coreanas, donde enfatiza más la caricatura y el amontonamiento narrativo que la exploración temática. Por ejemplo, El huésped da la impresión de estirarse a partir de complicaciones en la búsqueda de los protagonistas para dar lugar a más escenas y más temas que no reciben mucha profundidad; Bong no dice mucho del movimiento estudiantil contra la dictadura surcoreana, solo alude a él mediante un personaje que arroja cocteles molotov a un monstruo que acaba derrotado por un arma del gobierno. Si todo en la película tiene un valor simbólico, se entiende lo contrario a la orientación socialista de Bong, ya que las instituciones sí funcionan y el estudiantado funge apenas como distracción.
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Bong abarca tanto en Mickey 17 que uno no sabe muy bien cuál es su tema: si la ilusión de inmortalidad, la ética de reproducir a un ser humano para explotarlo, el futuro intergaláctico del neofascismo, la colonización de personas no humanas como expresión de nuestra maldad, la inmoralidad capitalista de la usura, la inexistencia de la amistad, la culpa de un inocente o el amor eterno. Porque Mickey, sin podérselo explicar él mismo, es amado por las muchachas más guapas de la nave: su novia, Nasha (Naomi Ackie), y una colega suya en el cuerpo de seguridad, Kai (Anamaria Vartolomei), que cuando ve dos Mickeys propone a Nasha “mocharse” con uno, a cambio de guardar el secreto. Bong no solo es disparatado con los temas, sino con los tonos, que abarcan de la sátira a la comedia de enredo y acaban con un desenlace de acción/aventura. El director surcoreano actúa como una especie de Philip K. Dick más excéntrico y multipolar, afectado en su personalidad no por los malestares de la conciencia, sino por la simple incapacidad de contenerse. Mickey 17 —que además toca brevemente el tema de las drogas en el espacio— es una pariente carnavalesca de Los tres estigmas de Palmer Eldritch.
El desenfreno tiene sus resultados interesantes, si nos concentramos en Robert Pattinson, que vuelve al espacio siete años después de High Life (2018), de Claire Denis, otra película dispersa aunque mejor resuelta gracias a un montaje elíptico, no tan interesado en narrar ni en dar conclusiones —a diferencia de Bong—, sino en explorar el viaje interestelar y la privación erótica desde lo sensorial. Pattinson es aquí dos personajes, Mickey suave y Mickey picante —como los describe Nasha— y ofrece dos caricaturas memorables, cada una con su propia dicción y tono de voz; cada cual tiene también diferente postura (ética y lumbar), y a menudo dan la impresión de ser interpretados por actores distintos; sin embargo, otros personajes a veces son prescindibles, mecanismos de narración, como Kai, que desaparece durante todo el acto final, o Timo, que sirve nada más para generar tensión sobrada.
Es una pena que Mickey 17 ni siquiera sea una película interesante en sus deficiencias; es decir, no alberga problemas filosóficos o estéticos ligados con la producción contemporánea —y esto es lo que más me desconcertó al verla por primera vez—: solamente es el resultado de un imaginario tan descontrolado que, si bien se atreve a ser distinto como nadie más en Hollywood, desorienta sin pretenderlo. Quizá el fracaso más interesante de Bong sea su representación de la crueldad, tan limitada en su tiempo a cuadro que no da ni siquiera para un texto completo.
Con base en lo anterior, habría que sumar a Ruffalo y a Toni Collette —que interpreta a Ylfa, la esposa manipuladora de Marshall— entre los miembros más interesantes del elenco. Ambos actores comprenden cabalmente el tono requerido por Bong y exageran sus gestos de forma grotesca. Seducen suponiendo que es su habilidad diplomática la que se impone, pero su carisma es tan microscópico que demuestra su inmenso poder material: si no fuera porque controlan los medios económicos y políticos en su pequeña réplica de la sociedad, probablemente muy pocos los obedecerían. Luego, hay una vinculación entre el poder y el erotismo que podría llegar a raíces más hondas, pero se queda, como todo, en la superficie. Ruffalo y Collette, mediante su trabajo, son quienes logran sugerir la fuerza como una consumación del deseo humano, un placer que brota torturando a otros, pero son las imágenes explícitas de dolor las que producen una ambigüedad intolerable para una película antifascista.
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Cuando los humanos capturan a un par de cochinillas gigantes del espacio en etapa larval, Marshall ordena matar a una y conservar a la otra. La muerte de la primera es devastadora para la audiencia porque sabemos de la bondad de su especie y que se trata solo de un bebé. Bong no tiene necesidad de subrayar la indolencia del neofascismo, suficientemente clara gracias al elenco; sin embargo, nos hace ver cómo es despedazado el pequeñito por las balas de los humanos. Más tarde, su hermano es mutilado por Ylfa en una imagen impactante por la sorpresa con que se atraviesa en pantalla, y luego es colgado de un gancho bajo la amenaza de arrojarlo a un pozo de fuego líquido. ¿Filmaría Bong a un bebé humano baleado hasta ser convertido en pulpa? Seguramente no, y entonces uno se pregunta cómo puede el director promover la tolerancia y el respeto a criaturas que se permite torturar mediante las imágenes. Las intenciones de Bong son buenas, por supuesto, pero sus decisiones padecen del mismo exceso que el resto de la película, y algo peor: de la hipocresía de la que acusa a sus villanos cuando Ylfa se corrige al usar la palabra mankind, que intercambia de inmediato por humanity. Ambas se traducen como “humanidad”, pero una enfatiza a los hombres; el neofascismo del mundo fuera de la pantalla es incluyente con las mujeres cisgénero solo para justificar su transfobia. Bong es sádico con los extraterrestres para aleccionar a la misma gente a la que muestra despedazándolos.
A pesar de todo, viéndola por segunda vez, me quedó más clara Mickey 17 como una travesura. Bong nunca ha sido un cineasta-filósofo, sino un formalista comprometido cuyo mayor interés es la trama. La narración para él es un juguete, un artefacto, con el que experimenta contrayéndolo y estirándolo, como la colita de un extraterrestre a punto de ser convertida en salsa. Quizá, ante la seriedad de lo que representa en sus películas, Bong podría ponerse más serio. Ya lo hizo antes sin prescindir del humor y sus excesos en la que es posiblemente su mayor película, Memorias de un asesinato (Sarinui Chueok, 2003); solo es cosa de administrarse mejor. Las cochinillas gigantes del espacio se lo agradecerían.
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¿En dónde se puede ver Mickey 17 en México?
La cinta estará exhibida en salas comerciales de todo el país.
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Bong nunca ha sido un cineasta-filósofo, sino un formalista comprometido cuyo mayor interés es la trama.
Si el escritor Philip K. Dick hubiera planteado un relato confuso y carnavalesco, hubiera dado como resultado la última película de Bong Joon-ho.
En una circunstancia extraordinaria, me sentí forzado a ver por segunda vez Mickey 17 (2025) para poder escribir de ella. Mi primera impresión no fue la de una película incomprensible o difícil, solo sobrecargada y por ello confusa. A lo largo de casi 140 minutos, hay al menos 30 dedicados a explicar un mundo que luego desaparece de la pantalla: Mickey Barnes (Robert Pattinson), un “prescindible” —como les apodan en el año 2054 a obreros de alto riesgo dispuestos a ser clonados con su memoria intacta— nos narra en esta media hora los muchos detalles de su vida, sus decisiones y su contexto. De hecho, el título de la película aparece después de veinte minutos de escuchar cómo él y su amigo Timo (Steven Yeun) se involucran con un usurero que hace préstamos por el gusto de despedazar con una sierra a quienes no le paguen; de cómo su fracaso con una tienda de macarrones los obliga a huir al espacio, y de cómo Mickey, que no tiene habilidades ni mucha inteligencia, se ve obligado a tomar el trabajo de prescindible. Debido a su estatus sus colegas lo maltratan —al cabo que luego lo copian, aunque su inmortalidad es ilusoria: sus subsecuentes clones piensan que siguen siendo él debido a que adquieren sus recuerdos, pero cada uno tiene una personalidad distinta—, lo exponen a la radiación espacial o a un virus que se come maliciosamente su cuerpo. Todo esto ha de ser un castigo, insiste el protagonista, por disecar una rana en la primaria y por causar la muerte de su madre.
Mickey es un representante del proletariado internacional en su viaje a la colonización del espacio, que no promete un mundo mucho mejor: el comandante de la misión, Kenneth Marshall (Mark Ruffalo), es un político fracasado que atrae fanáticos vestidos de rojo (sobre todo una gorra de ese color), gracias a una plataforma política de pureza étnica y sexo infinito una vez que se adueñen del planeta helado de Niflheim. Este nombre, por cierto, proviene de la mitología nórdica, tan influyente para el nazismo y su cosmovisión. Es claro que Bong Joon-ho continúa su ataque al mundo contemporáneo: si antes se concentró en el intervencionismo estadounidense y la vida en la Surcorea dictatorial (El huésped [Goemul, 2006]), en la crueldad de la industria ganadera y sus mutaciones con fines de explotación (Okja [2017]), y en las ambigüedades morales de la lucha de clases (Parásitos [Gisaengchung, 2019]), ahora le tocaba su turno al neofascismo y su futuro interestelar.
La vida en Niflheim se dificulta cuando los humanos descubren una civilización de cochinillas gigantes del espacio que salvan a Mickey 17 de morir congelado, pero Marshall, un monstruo, las considera un enemigo indígena por exterminar. Mientras los demás lo creen muerto, nace Mickey 18 y ahí vienen otros diez minutos sobre la prohibición de que coexistan los clones con su original. Bong pareciera volver al ritmo de sus películas coreanas, donde enfatiza más la caricatura y el amontonamiento narrativo que la exploración temática. Por ejemplo, El huésped da la impresión de estirarse a partir de complicaciones en la búsqueda de los protagonistas para dar lugar a más escenas y más temas que no reciben mucha profundidad; Bong no dice mucho del movimiento estudiantil contra la dictadura surcoreana, solo alude a él mediante un personaje que arroja cocteles molotov a un monstruo que acaba derrotado por un arma del gobierno. Si todo en la película tiene un valor simbólico, se entiende lo contrario a la orientación socialista de Bong, ya que las instituciones sí funcionan y el estudiantado funge apenas como distracción.
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Bong abarca tanto en Mickey 17 que uno no sabe muy bien cuál es su tema: si la ilusión de inmortalidad, la ética de reproducir a un ser humano para explotarlo, el futuro intergaláctico del neofascismo, la colonización de personas no humanas como expresión de nuestra maldad, la inmoralidad capitalista de la usura, la inexistencia de la amistad, la culpa de un inocente o el amor eterno. Porque Mickey, sin podérselo explicar él mismo, es amado por las muchachas más guapas de la nave: su novia, Nasha (Naomi Ackie), y una colega suya en el cuerpo de seguridad, Kai (Anamaria Vartolomei), que cuando ve dos Mickeys propone a Nasha “mocharse” con uno, a cambio de guardar el secreto. Bong no solo es disparatado con los temas, sino con los tonos, que abarcan de la sátira a la comedia de enredo y acaban con un desenlace de acción/aventura. El director surcoreano actúa como una especie de Philip K. Dick más excéntrico y multipolar, afectado en su personalidad no por los malestares de la conciencia, sino por la simple incapacidad de contenerse. Mickey 17 —que además toca brevemente el tema de las drogas en el espacio— es una pariente carnavalesca de Los tres estigmas de Palmer Eldritch.
El desenfreno tiene sus resultados interesantes, si nos concentramos en Robert Pattinson, que vuelve al espacio siete años después de High Life (2018), de Claire Denis, otra película dispersa aunque mejor resuelta gracias a un montaje elíptico, no tan interesado en narrar ni en dar conclusiones —a diferencia de Bong—, sino en explorar el viaje interestelar y la privación erótica desde lo sensorial. Pattinson es aquí dos personajes, Mickey suave y Mickey picante —como los describe Nasha— y ofrece dos caricaturas memorables, cada una con su propia dicción y tono de voz; cada cual tiene también diferente postura (ética y lumbar), y a menudo dan la impresión de ser interpretados por actores distintos; sin embargo, otros personajes a veces son prescindibles, mecanismos de narración, como Kai, que desaparece durante todo el acto final, o Timo, que sirve nada más para generar tensión sobrada.
Es una pena que Mickey 17 ni siquiera sea una película interesante en sus deficiencias; es decir, no alberga problemas filosóficos o estéticos ligados con la producción contemporánea —y esto es lo que más me desconcertó al verla por primera vez—: solamente es el resultado de un imaginario tan descontrolado que, si bien se atreve a ser distinto como nadie más en Hollywood, desorienta sin pretenderlo. Quizá el fracaso más interesante de Bong sea su representación de la crueldad, tan limitada en su tiempo a cuadro que no da ni siquiera para un texto completo.
Con base en lo anterior, habría que sumar a Ruffalo y a Toni Collette —que interpreta a Ylfa, la esposa manipuladora de Marshall— entre los miembros más interesantes del elenco. Ambos actores comprenden cabalmente el tono requerido por Bong y exageran sus gestos de forma grotesca. Seducen suponiendo que es su habilidad diplomática la que se impone, pero su carisma es tan microscópico que demuestra su inmenso poder material: si no fuera porque controlan los medios económicos y políticos en su pequeña réplica de la sociedad, probablemente muy pocos los obedecerían. Luego, hay una vinculación entre el poder y el erotismo que podría llegar a raíces más hondas, pero se queda, como todo, en la superficie. Ruffalo y Collette, mediante su trabajo, son quienes logran sugerir la fuerza como una consumación del deseo humano, un placer que brota torturando a otros, pero son las imágenes explícitas de dolor las que producen una ambigüedad intolerable para una película antifascista.
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Cuando los humanos capturan a un par de cochinillas gigantes del espacio en etapa larval, Marshall ordena matar a una y conservar a la otra. La muerte de la primera es devastadora para la audiencia porque sabemos de la bondad de su especie y que se trata solo de un bebé. Bong no tiene necesidad de subrayar la indolencia del neofascismo, suficientemente clara gracias al elenco; sin embargo, nos hace ver cómo es despedazado el pequeñito por las balas de los humanos. Más tarde, su hermano es mutilado por Ylfa en una imagen impactante por la sorpresa con que se atraviesa en pantalla, y luego es colgado de un gancho bajo la amenaza de arrojarlo a un pozo de fuego líquido. ¿Filmaría Bong a un bebé humano baleado hasta ser convertido en pulpa? Seguramente no, y entonces uno se pregunta cómo puede el director promover la tolerancia y el respeto a criaturas que se permite torturar mediante las imágenes. Las intenciones de Bong son buenas, por supuesto, pero sus decisiones padecen del mismo exceso que el resto de la película, y algo peor: de la hipocresía de la que acusa a sus villanos cuando Ylfa se corrige al usar la palabra mankind, que intercambia de inmediato por humanity. Ambas se traducen como “humanidad”, pero una enfatiza a los hombres; el neofascismo del mundo fuera de la pantalla es incluyente con las mujeres cisgénero solo para justificar su transfobia. Bong es sádico con los extraterrestres para aleccionar a la misma gente a la que muestra despedazándolos.
A pesar de todo, viéndola por segunda vez, me quedó más clara Mickey 17 como una travesura. Bong nunca ha sido un cineasta-filósofo, sino un formalista comprometido cuyo mayor interés es la trama. La narración para él es un juguete, un artefacto, con el que experimenta contrayéndolo y estirándolo, como la colita de un extraterrestre a punto de ser convertida en salsa. Quizá, ante la seriedad de lo que representa en sus películas, Bong podría ponerse más serio. Ya lo hizo antes sin prescindir del humor y sus excesos en la que es posiblemente su mayor película, Memorias de un asesinato (Sarinui Chueok, 2003); solo es cosa de administrarse mejor. Las cochinillas gigantes del espacio se lo agradecerían.
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¿En dónde se puede ver Mickey 17 en México?
La cinta estará exhibida en salas comerciales de todo el país.
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Si el escritor Philip K. Dick hubiera planteado un relato confuso y carnavalesco, hubiera dado como resultado la última película de Bong Joon-ho.
En una circunstancia extraordinaria, me sentí forzado a ver por segunda vez Mickey 17 (2025) para poder escribir de ella. Mi primera impresión no fue la de una película incomprensible o difícil, solo sobrecargada y por ello confusa. A lo largo de casi 140 minutos, hay al menos 30 dedicados a explicar un mundo que luego desaparece de la pantalla: Mickey Barnes (Robert Pattinson), un “prescindible” —como les apodan en el año 2054 a obreros de alto riesgo dispuestos a ser clonados con su memoria intacta— nos narra en esta media hora los muchos detalles de su vida, sus decisiones y su contexto. De hecho, el título de la película aparece después de veinte minutos de escuchar cómo él y su amigo Timo (Steven Yeun) se involucran con un usurero que hace préstamos por el gusto de despedazar con una sierra a quienes no le paguen; de cómo su fracaso con una tienda de macarrones los obliga a huir al espacio, y de cómo Mickey, que no tiene habilidades ni mucha inteligencia, se ve obligado a tomar el trabajo de prescindible. Debido a su estatus sus colegas lo maltratan —al cabo que luego lo copian, aunque su inmortalidad es ilusoria: sus subsecuentes clones piensan que siguen siendo él debido a que adquieren sus recuerdos, pero cada uno tiene una personalidad distinta—, lo exponen a la radiación espacial o a un virus que se come maliciosamente su cuerpo. Todo esto ha de ser un castigo, insiste el protagonista, por disecar una rana en la primaria y por causar la muerte de su madre.
Mickey es un representante del proletariado internacional en su viaje a la colonización del espacio, que no promete un mundo mucho mejor: el comandante de la misión, Kenneth Marshall (Mark Ruffalo), es un político fracasado que atrae fanáticos vestidos de rojo (sobre todo una gorra de ese color), gracias a una plataforma política de pureza étnica y sexo infinito una vez que se adueñen del planeta helado de Niflheim. Este nombre, por cierto, proviene de la mitología nórdica, tan influyente para el nazismo y su cosmovisión. Es claro que Bong Joon-ho continúa su ataque al mundo contemporáneo: si antes se concentró en el intervencionismo estadounidense y la vida en la Surcorea dictatorial (El huésped [Goemul, 2006]), en la crueldad de la industria ganadera y sus mutaciones con fines de explotación (Okja [2017]), y en las ambigüedades morales de la lucha de clases (Parásitos [Gisaengchung, 2019]), ahora le tocaba su turno al neofascismo y su futuro interestelar.
La vida en Niflheim se dificulta cuando los humanos descubren una civilización de cochinillas gigantes del espacio que salvan a Mickey 17 de morir congelado, pero Marshall, un monstruo, las considera un enemigo indígena por exterminar. Mientras los demás lo creen muerto, nace Mickey 18 y ahí vienen otros diez minutos sobre la prohibición de que coexistan los clones con su original. Bong pareciera volver al ritmo de sus películas coreanas, donde enfatiza más la caricatura y el amontonamiento narrativo que la exploración temática. Por ejemplo, El huésped da la impresión de estirarse a partir de complicaciones en la búsqueda de los protagonistas para dar lugar a más escenas y más temas que no reciben mucha profundidad; Bong no dice mucho del movimiento estudiantil contra la dictadura surcoreana, solo alude a él mediante un personaje que arroja cocteles molotov a un monstruo que acaba derrotado por un arma del gobierno. Si todo en la película tiene un valor simbólico, se entiende lo contrario a la orientación socialista de Bong, ya que las instituciones sí funcionan y el estudiantado funge apenas como distracción.
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Bong abarca tanto en Mickey 17 que uno no sabe muy bien cuál es su tema: si la ilusión de inmortalidad, la ética de reproducir a un ser humano para explotarlo, el futuro intergaláctico del neofascismo, la colonización de personas no humanas como expresión de nuestra maldad, la inmoralidad capitalista de la usura, la inexistencia de la amistad, la culpa de un inocente o el amor eterno. Porque Mickey, sin podérselo explicar él mismo, es amado por las muchachas más guapas de la nave: su novia, Nasha (Naomi Ackie), y una colega suya en el cuerpo de seguridad, Kai (Anamaria Vartolomei), que cuando ve dos Mickeys propone a Nasha “mocharse” con uno, a cambio de guardar el secreto. Bong no solo es disparatado con los temas, sino con los tonos, que abarcan de la sátira a la comedia de enredo y acaban con un desenlace de acción/aventura. El director surcoreano actúa como una especie de Philip K. Dick más excéntrico y multipolar, afectado en su personalidad no por los malestares de la conciencia, sino por la simple incapacidad de contenerse. Mickey 17 —que además toca brevemente el tema de las drogas en el espacio— es una pariente carnavalesca de Los tres estigmas de Palmer Eldritch.
El desenfreno tiene sus resultados interesantes, si nos concentramos en Robert Pattinson, que vuelve al espacio siete años después de High Life (2018), de Claire Denis, otra película dispersa aunque mejor resuelta gracias a un montaje elíptico, no tan interesado en narrar ni en dar conclusiones —a diferencia de Bong—, sino en explorar el viaje interestelar y la privación erótica desde lo sensorial. Pattinson es aquí dos personajes, Mickey suave y Mickey picante —como los describe Nasha— y ofrece dos caricaturas memorables, cada una con su propia dicción y tono de voz; cada cual tiene también diferente postura (ética y lumbar), y a menudo dan la impresión de ser interpretados por actores distintos; sin embargo, otros personajes a veces son prescindibles, mecanismos de narración, como Kai, que desaparece durante todo el acto final, o Timo, que sirve nada más para generar tensión sobrada.
Es una pena que Mickey 17 ni siquiera sea una película interesante en sus deficiencias; es decir, no alberga problemas filosóficos o estéticos ligados con la producción contemporánea —y esto es lo que más me desconcertó al verla por primera vez—: solamente es el resultado de un imaginario tan descontrolado que, si bien se atreve a ser distinto como nadie más en Hollywood, desorienta sin pretenderlo. Quizá el fracaso más interesante de Bong sea su representación de la crueldad, tan limitada en su tiempo a cuadro que no da ni siquiera para un texto completo.
Con base en lo anterior, habría que sumar a Ruffalo y a Toni Collette —que interpreta a Ylfa, la esposa manipuladora de Marshall— entre los miembros más interesantes del elenco. Ambos actores comprenden cabalmente el tono requerido por Bong y exageran sus gestos de forma grotesca. Seducen suponiendo que es su habilidad diplomática la que se impone, pero su carisma es tan microscópico que demuestra su inmenso poder material: si no fuera porque controlan los medios económicos y políticos en su pequeña réplica de la sociedad, probablemente muy pocos los obedecerían. Luego, hay una vinculación entre el poder y el erotismo que podría llegar a raíces más hondas, pero se queda, como todo, en la superficie. Ruffalo y Collette, mediante su trabajo, son quienes logran sugerir la fuerza como una consumación del deseo humano, un placer que brota torturando a otros, pero son las imágenes explícitas de dolor las que producen una ambigüedad intolerable para una película antifascista.
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Cuando los humanos capturan a un par de cochinillas gigantes del espacio en etapa larval, Marshall ordena matar a una y conservar a la otra. La muerte de la primera es devastadora para la audiencia porque sabemos de la bondad de su especie y que se trata solo de un bebé. Bong no tiene necesidad de subrayar la indolencia del neofascismo, suficientemente clara gracias al elenco; sin embargo, nos hace ver cómo es despedazado el pequeñito por las balas de los humanos. Más tarde, su hermano es mutilado por Ylfa en una imagen impactante por la sorpresa con que se atraviesa en pantalla, y luego es colgado de un gancho bajo la amenaza de arrojarlo a un pozo de fuego líquido. ¿Filmaría Bong a un bebé humano baleado hasta ser convertido en pulpa? Seguramente no, y entonces uno se pregunta cómo puede el director promover la tolerancia y el respeto a criaturas que se permite torturar mediante las imágenes. Las intenciones de Bong son buenas, por supuesto, pero sus decisiones padecen del mismo exceso que el resto de la película, y algo peor: de la hipocresía de la que acusa a sus villanos cuando Ylfa se corrige al usar la palabra mankind, que intercambia de inmediato por humanity. Ambas se traducen como “humanidad”, pero una enfatiza a los hombres; el neofascismo del mundo fuera de la pantalla es incluyente con las mujeres cisgénero solo para justificar su transfobia. Bong es sádico con los extraterrestres para aleccionar a la misma gente a la que muestra despedazándolos.
A pesar de todo, viéndola por segunda vez, me quedó más clara Mickey 17 como una travesura. Bong nunca ha sido un cineasta-filósofo, sino un formalista comprometido cuyo mayor interés es la trama. La narración para él es un juguete, un artefacto, con el que experimenta contrayéndolo y estirándolo, como la colita de un extraterrestre a punto de ser convertida en salsa. Quizá, ante la seriedad de lo que representa en sus películas, Bong podría ponerse más serio. Ya lo hizo antes sin prescindir del humor y sus excesos en la que es posiblemente su mayor película, Memorias de un asesinato (Sarinui Chueok, 2003); solo es cosa de administrarse mejor. Las cochinillas gigantes del espacio se lo agradecerían.
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¿En dónde se puede ver Mickey 17 en México?
La cinta estará exhibida en salas comerciales de todo el país.
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Bong nunca ha sido un cineasta-filósofo, sino un formalista comprometido cuyo mayor interés es la trama.
En una circunstancia extraordinaria, me sentí forzado a ver por segunda vez Mickey 17 (2025) para poder escribir de ella. Mi primera impresión no fue la de una película incomprensible o difícil, solo sobrecargada y por ello confusa. A lo largo de casi 140 minutos, hay al menos 30 dedicados a explicar un mundo que luego desaparece de la pantalla: Mickey Barnes (Robert Pattinson), un “prescindible” —como les apodan en el año 2054 a obreros de alto riesgo dispuestos a ser clonados con su memoria intacta— nos narra en esta media hora los muchos detalles de su vida, sus decisiones y su contexto. De hecho, el título de la película aparece después de veinte minutos de escuchar cómo él y su amigo Timo (Steven Yeun) se involucran con un usurero que hace préstamos por el gusto de despedazar con una sierra a quienes no le paguen; de cómo su fracaso con una tienda de macarrones los obliga a huir al espacio, y de cómo Mickey, que no tiene habilidades ni mucha inteligencia, se ve obligado a tomar el trabajo de prescindible. Debido a su estatus sus colegas lo maltratan —al cabo que luego lo copian, aunque su inmortalidad es ilusoria: sus subsecuentes clones piensan que siguen siendo él debido a que adquieren sus recuerdos, pero cada uno tiene una personalidad distinta—, lo exponen a la radiación espacial o a un virus que se come maliciosamente su cuerpo. Todo esto ha de ser un castigo, insiste el protagonista, por disecar una rana en la primaria y por causar la muerte de su madre.
Mickey es un representante del proletariado internacional en su viaje a la colonización del espacio, que no promete un mundo mucho mejor: el comandante de la misión, Kenneth Marshall (Mark Ruffalo), es un político fracasado que atrae fanáticos vestidos de rojo (sobre todo una gorra de ese color), gracias a una plataforma política de pureza étnica y sexo infinito una vez que se adueñen del planeta helado de Niflheim. Este nombre, por cierto, proviene de la mitología nórdica, tan influyente para el nazismo y su cosmovisión. Es claro que Bong Joon-ho continúa su ataque al mundo contemporáneo: si antes se concentró en el intervencionismo estadounidense y la vida en la Surcorea dictatorial (El huésped [Goemul, 2006]), en la crueldad de la industria ganadera y sus mutaciones con fines de explotación (Okja [2017]), y en las ambigüedades morales de la lucha de clases (Parásitos [Gisaengchung, 2019]), ahora le tocaba su turno al neofascismo y su futuro interestelar.
La vida en Niflheim se dificulta cuando los humanos descubren una civilización de cochinillas gigantes del espacio que salvan a Mickey 17 de morir congelado, pero Marshall, un monstruo, las considera un enemigo indígena por exterminar. Mientras los demás lo creen muerto, nace Mickey 18 y ahí vienen otros diez minutos sobre la prohibición de que coexistan los clones con su original. Bong pareciera volver al ritmo de sus películas coreanas, donde enfatiza más la caricatura y el amontonamiento narrativo que la exploración temática. Por ejemplo, El huésped da la impresión de estirarse a partir de complicaciones en la búsqueda de los protagonistas para dar lugar a más escenas y más temas que no reciben mucha profundidad; Bong no dice mucho del movimiento estudiantil contra la dictadura surcoreana, solo alude a él mediante un personaje que arroja cocteles molotov a un monstruo que acaba derrotado por un arma del gobierno. Si todo en la película tiene un valor simbólico, se entiende lo contrario a la orientación socialista de Bong, ya que las instituciones sí funcionan y el estudiantado funge apenas como distracción.
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Bong abarca tanto en Mickey 17 que uno no sabe muy bien cuál es su tema: si la ilusión de inmortalidad, la ética de reproducir a un ser humano para explotarlo, el futuro intergaláctico del neofascismo, la colonización de personas no humanas como expresión de nuestra maldad, la inmoralidad capitalista de la usura, la inexistencia de la amistad, la culpa de un inocente o el amor eterno. Porque Mickey, sin podérselo explicar él mismo, es amado por las muchachas más guapas de la nave: su novia, Nasha (Naomi Ackie), y una colega suya en el cuerpo de seguridad, Kai (Anamaria Vartolomei), que cuando ve dos Mickeys propone a Nasha “mocharse” con uno, a cambio de guardar el secreto. Bong no solo es disparatado con los temas, sino con los tonos, que abarcan de la sátira a la comedia de enredo y acaban con un desenlace de acción/aventura. El director surcoreano actúa como una especie de Philip K. Dick más excéntrico y multipolar, afectado en su personalidad no por los malestares de la conciencia, sino por la simple incapacidad de contenerse. Mickey 17 —que además toca brevemente el tema de las drogas en el espacio— es una pariente carnavalesca de Los tres estigmas de Palmer Eldritch.
El desenfreno tiene sus resultados interesantes, si nos concentramos en Robert Pattinson, que vuelve al espacio siete años después de High Life (2018), de Claire Denis, otra película dispersa aunque mejor resuelta gracias a un montaje elíptico, no tan interesado en narrar ni en dar conclusiones —a diferencia de Bong—, sino en explorar el viaje interestelar y la privación erótica desde lo sensorial. Pattinson es aquí dos personajes, Mickey suave y Mickey picante —como los describe Nasha— y ofrece dos caricaturas memorables, cada una con su propia dicción y tono de voz; cada cual tiene también diferente postura (ética y lumbar), y a menudo dan la impresión de ser interpretados por actores distintos; sin embargo, otros personajes a veces son prescindibles, mecanismos de narración, como Kai, que desaparece durante todo el acto final, o Timo, que sirve nada más para generar tensión sobrada.
Es una pena que Mickey 17 ni siquiera sea una película interesante en sus deficiencias; es decir, no alberga problemas filosóficos o estéticos ligados con la producción contemporánea —y esto es lo que más me desconcertó al verla por primera vez—: solamente es el resultado de un imaginario tan descontrolado que, si bien se atreve a ser distinto como nadie más en Hollywood, desorienta sin pretenderlo. Quizá el fracaso más interesante de Bong sea su representación de la crueldad, tan limitada en su tiempo a cuadro que no da ni siquiera para un texto completo.
Con base en lo anterior, habría que sumar a Ruffalo y a Toni Collette —que interpreta a Ylfa, la esposa manipuladora de Marshall— entre los miembros más interesantes del elenco. Ambos actores comprenden cabalmente el tono requerido por Bong y exageran sus gestos de forma grotesca. Seducen suponiendo que es su habilidad diplomática la que se impone, pero su carisma es tan microscópico que demuestra su inmenso poder material: si no fuera porque controlan los medios económicos y políticos en su pequeña réplica de la sociedad, probablemente muy pocos los obedecerían. Luego, hay una vinculación entre el poder y el erotismo que podría llegar a raíces más hondas, pero se queda, como todo, en la superficie. Ruffalo y Collette, mediante su trabajo, son quienes logran sugerir la fuerza como una consumación del deseo humano, un placer que brota torturando a otros, pero son las imágenes explícitas de dolor las que producen una ambigüedad intolerable para una película antifascista.
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Cuando los humanos capturan a un par de cochinillas gigantes del espacio en etapa larval, Marshall ordena matar a una y conservar a la otra. La muerte de la primera es devastadora para la audiencia porque sabemos de la bondad de su especie y que se trata solo de un bebé. Bong no tiene necesidad de subrayar la indolencia del neofascismo, suficientemente clara gracias al elenco; sin embargo, nos hace ver cómo es despedazado el pequeñito por las balas de los humanos. Más tarde, su hermano es mutilado por Ylfa en una imagen impactante por la sorpresa con que se atraviesa en pantalla, y luego es colgado de un gancho bajo la amenaza de arrojarlo a un pozo de fuego líquido. ¿Filmaría Bong a un bebé humano baleado hasta ser convertido en pulpa? Seguramente no, y entonces uno se pregunta cómo puede el director promover la tolerancia y el respeto a criaturas que se permite torturar mediante las imágenes. Las intenciones de Bong son buenas, por supuesto, pero sus decisiones padecen del mismo exceso que el resto de la película, y algo peor: de la hipocresía de la que acusa a sus villanos cuando Ylfa se corrige al usar la palabra mankind, que intercambia de inmediato por humanity. Ambas se traducen como “humanidad”, pero una enfatiza a los hombres; el neofascismo del mundo fuera de la pantalla es incluyente con las mujeres cisgénero solo para justificar su transfobia. Bong es sádico con los extraterrestres para aleccionar a la misma gente a la que muestra despedazándolos.
A pesar de todo, viéndola por segunda vez, me quedó más clara Mickey 17 como una travesura. Bong nunca ha sido un cineasta-filósofo, sino un formalista comprometido cuyo mayor interés es la trama. La narración para él es un juguete, un artefacto, con el que experimenta contrayéndolo y estirándolo, como la colita de un extraterrestre a punto de ser convertida en salsa. Quizá, ante la seriedad de lo que representa en sus películas, Bong podría ponerse más serio. Ya lo hizo antes sin prescindir del humor y sus excesos en la que es posiblemente su mayor película, Memorias de un asesinato (Sarinui Chueok, 2003); solo es cosa de administrarse mejor. Las cochinillas gigantes del espacio se lo agradecerían.
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