Una entrevista con el escritor Carlos Manuel Álvarez sobre su más reciente novela, en la que convergen varias historias que hablan de movimiento, de encuentros, de amistad, de solidaridad; pero también de dolor y de la pérdida del lugar de origen, del miedo, del pasado y sus marcas.
¿Cómo contar la experiencia de migrar?, ¿dónde empieza y dónde acaba el viaje?, ¿podría una historia estar protagonizada por el acto mismo de migrar, por el exilio o la disidencia? En su nueva novela, Falsa Guerra, Carlos Manuel Álvarez hace exactamente eso, pone al centro la huída, y lo hace a través de personajes que se encuentran en medio de un radical traslado.
Pero, ¿qué significa el exilio?, ¿la pérdida de un territorio?, ¿la ganancia de otro?, ¿un momento de tránsito?
El tiempo en esta novela transcurre en un espacio que aún no ha sido ocupado, es un impasse de posibilidades abiertas y descubrimiento.
Falsa guerra lleva al lector de la mano a distintos puntos geográficos, que son todos inicios cargados de incertidumbre. La primera de muchas historias que se entrelazan en este libro comienza con el ruido de aviones, con un cruce de frontera. Luego sigue en ómnibus atravesando ciudades, hasta llegar a Miami. De ahí en adelante, Carlos Manuel cuenta varios relatos en paralelo, en una historia coral que recorre la Ciudad de México, La Habana, Berlín, París y Miami; así, de comienzo en comienzo.
Hay huidas en balsa, en aviones, en autos. Mucha calle y algunas fiestas en las que personajes como el Adolescente, el Instrumentista, Freddy Olmos, Maikro, el Barbero, el Camello, y el Gringo, entre otros, van y vienen buscando una nueva vida, a veces, con desesperación. Historias que hablan de movimiento, de encuentros, de amistad, de solidaridad; pero también de dolor y de la pérdida del lugar de origen, del miedo, del pasado y sus marcas, que a veces son también impulsos hacia adelante.
El cuerpo, como lugar de resistencia última, se hace muy presente en sus historias, a través de imágenes cercanas a lo sensorial, al mundo de lo físico: el hambre, el dolor, el sexo, el placer. En un regreso a Cuba, uno de sus personajes vive una escena de baile inolvidable:
“El bailador es un cirujano que disecciona de modo impecable la anatomía de la canción, corta donde hay que cortar, en el músculo armónico, y no la hace sangrar ni la violenta, sino que la respeta con voluntad sagrada, como a una madre”, escribe Carlos Manuel, en un libro donde el diálogo acompaña esa fisicalidad, construyendo momentos de empatía o tensión a lo largo de cada historia.
“Tal vez la novela sea el débil epílogo de algo que no hemos escrito aún”, dice su autor, en un mensaje de Whatsapp desde Miami. “La dispersión parece siempre el estado final de las cosas, no un punto de partida. La historia me representa como individuo en fuga, como alguien que escribe yéndose, un espíritu narrativo en cursiva. Y ese desplazamiento es común a la condición de migrante, de cubano y de latinoamericano, siendo esta última la categoría que más me interesa de las tres, dado que lo cubano se diluye y se potencia ahí, y que migrar es al final otro nombre de la permanencia.”
Sí, Carlos Manuel Álvarez vive entre ciudades. Es de Matanzas, Cuba, pero pasa mucho tiempo en Miami, donde están muchos de sus amigos, aunque su casa está ahora en la Ciudad de México. “Prefiero a los amigos que a la familia, por decirlo rápido y mal”, me cuenta luego en una reunión por Zoom.
Como migrante, ha descubierto que hay muchas formas de construir un sentido de pertenencia. Él ya estaba en la Ciudad de México cuando el terremoto de septiembre de 2017 lo sacudió todo. “Si tú pasas por una experiencia en la que la muerte te roza, ya perteneces a ese lugar. Cuando pasé por eso entendí algo que me parece maravilloso, y es que sólo en comunidad se alivia, hasta cierto punto, un trauma personal”, dice. “Ponerme a echarle una mano a los demás en ese momento, a sacar escombros en Eugenia y Gabriel Mancera, ayudaba a desgranar ese trauma. Suena contradictorio, pero esa tragedia fue, quizás, mi puerta de entrada definitiva a México”.
Dos de sus personajes en Falsa Guerra, Fanático y Elis, quien es vendedora en una galería de arte, viven en Miami y juntan dinero para viajar a París. En su visita al Louvre, ella se extravía entre salones, así que a Fanático no le queda otra que hacer el recorrido solo. Lo que sucede en esa escena, al interior del museo más visitado del mundo, visto a través de sus ojos, es memorable:
“Me interesaba mucho la forma de mirar de alguien que es calificado como ignorante. A mí me parece que no hay tal cosa como un ignorante, sino sensibilidades distintas y que alguien que no sabe absolutamente nada de lo que está mirando puede resignificar un recorrido que ya es trillado, que ya está en el corazón del consumo cultural, que es aparentemente la cúspide del canon, con una mirada subversiva, periférica”.
El escritor y periodista se ha convertido en una voz necesaria para narrar su natal Cuba, país del que salió en 2015, pero nunca ha dejado realmente. Desde joven ha sido lector de poesía, algo que, además de su oficio de periodista, le ha ayudado a desarrollar la mirada. “Me parece que esa mezcla me permite leer la realidad como una alegoría. Lo que está pasando y parece literal está cargado de otros sentidos”, afirma. Y eso ha dotado su narrativa de símbolos e imágenes que sacuden, se pegan y se vuelven difíciles de olvidar.
La Habana que retrata es melancólica y a veces también rabiosa, pero con espacios para la ternura y los encuentros. La memoria que lleva consigo a todas partes, está marcada por las vivencias de una generación ya alejada de la revolución de Castro. “Aunque subsista más o menos la misma estructura política o económica. Espiritualmente, Cuba es un país distinto. La relación de las personas consigo mismas, con el poder, es otra”, afirma.
Álvarez está planeando ya un siguiente libro, mientras acompaña a su padre en sus viajes por Estados Unidos a bordo del tráiler que maneja. De hecho, mientras escribo esto, lleva ya unos cientos de millas recorridas. Su idea es viajar por todo el país con él, un médico de profesión a quien le tocó reinventarse ya varias veces, para contar su experiencia como migrante.
Falsa Guerra es una novela llena de posibilidades de lectura, de simbolismos que acompañan al movimiento. Una lectura que abre caminos de búsqueda, de identidad, de reconciliación con el pasado. Una narrativa en la que se cruzan distintas maneras de ver el mundo, con sus voces y acentos, que deja al lector con la sensación de estar entre puertas potencialmente abiertas.
El arraigo es bueno mientras no nos adormezca. Este libro es una invitación a seguir en movimiento, en la incomodidad, para cuestionar nuestro entorno con ojos frescos y no permitir que la cotidianidad nos entuma los sentidos y la lucidez.