La nueva de Scorsese: Killers of the Flower Moon

La nueva de Scorsese: Killers of the Flower Moon

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23
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Tiempo de Lectura: 00 min

En la película más reciente del director, el alma de la nación estadounidense queda expuesta: los osage, un pueblo que se benefició de los yacimientos petroleros de sus tierras, son asesinados y despojados por los culpables de siempre, los “honorables” ciudadanos blancos.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Una profecía sobre el olvido abre Killers of the Flower Moon, la más reciente obra del cineasta italoamericano Martin Scorsese. Tal profecía anuncia que la nación osage, un pueblo originario de Estados Unidos, irá perdiendo gradualmente sus costumbres y la pureza de las mismas, así como la de su sangre, que se corromperá de generación en generación. “Nuestro lenguaje será lentamente olvidado”, dice parte de la profecía, a la que le sigue el descubrimiento de un yacimiento petrolero que lleva inexorable riqueza a los osage, pero simultáneamente trae una abrumadora ola de muerte, dolor y sobre todo olvido.

Scorsese tiene un compromiso con la historia que ha sido tangible no solo en su labor cinematográfica, sino en su involucramiento activo como soporte para otros cineastas, en su docencia fílmica ocasional —como en su documental A Personal Journey with Martin Scorsese through American Movies (1995)— y, desde luego, en su trabajo en la World Film Foundation restaurando y exhibiendo películas de todo el mundo para conocimiento de los espectadores contemporáneos. Dicho compromiso se extiende esta vez a la nación osage, cuya historia era desconocida para la mayoría, pero que hoy forma parte de la reivindicación que viven los grupos minoritarios alrededor del mundo. La justicia llegó, pero la profecía del olvido, para ellos, se había cumplido.

Basada en el libro homónimo del periodista David Grann, Killers of the Flower Moon se posiciona política y cinematográficamente en un lugar que aboga por un sentido de justicia anclado en el conocimiento y la empatía antes que en la simple venganza. Más que una lección de historia o una celebración vacía a la labor del FBI de J. Edgar Hoover (el buró llevó a cabo la investigación de los asesinatos de osages), la película usa la narrativa, uno de los elementos más rudimentarios del cine —aunque no el primario—, no solo para dar un recuento de los hechos, sino para crear una épica que, como otras similares, denuncia a la nación estadounidense como genocida, racista y repugnantemente ambiciosa.

La película, ambientada en la década de 1920 en Fairfax, Oklahoma, un pueblo que gozaba de los mayores ingresos per cápita de la época, con los miembros de la nación osage como principales beneficiarios, tiene como uno de sus protagonistas a Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), un veterano de la Primera Guerra, en la que solamente fungió como cocinero. Ernest llega a Fairfax para sumarse a los negocios que maneja su tío William “the King” Hale, un influyente y poderoso personaje que lo induce a casarse con Mollie (Lily Gladstone), quien pertenece a una de las tantas familias integrantes de los pueblos originarios, para hacerse de sus derechos de propiedad.

Aunque no se trata en realidad de un western convencional, con locaciones desérticas, personajes arquetípicos y trepidantes escenas de acción con duelos de pistola y persecuciones a caballo, Killers of the Flower Moon sí toca un tema central para dicho género: el arrebato de tierras y recursos. Antes que pensar en las películas de John Ford como Stagecoach (1939) o The Searchers (1956), es más preciso mencionar como referente inmediato a The Big Country (William Wyler, 1958), en la que el director ciertamente trabaja con los elementos clásicos del western, pero les agrega una dimensión política más ambiciosa al tocar el conflicto por el agua entre dos clanes rivales.

Killers of the Flower Moon opera en tres niveles diferentes con eficacia debido al innegable oficio cinematográfico de Scorsese, patente en la nitidez narrativa con la que se desenvuelve el relato. La película también regresa a los temas que Scorsese ya había abordado en Goodfellas (1990), Kundun (1997), Gangs of New York (2002) y The Irishman (2019) —si no es que en prácticamente toda su filmografía—, amparadas bajo Greed (Erich von Stroheim, 1924), aquella influyente obra sobre el alma de Estados Unidos a la que el cineasta ha hecho referencia en más de una ocasión.

Los alcances de la avaricia llegan a grados obscenos, por ejemplo, un hombre está dispuesto incluso a asesinar a sus hijos si eso implica adquirir sus derechos de propiedad, que les corresponden por ser parte de la nación osage. En Killers of the Flower Moon estamos ante una historia de lento genocidio en el que la negligencia, el cinismo y una rampante hipocresía son monedas de cambio corrientes. Para Scorsese, la riqueza de la nación osage no se celebra sino que se lamenta. Es por ello que su película pasa de cuadros poblados por nativos americanos, ataviados con pieles y costosos trajes, en las primeras escenas, hasta una de las últimas escenas, en la que un grupo de personas de tez blanca ejerce una abrumadora presión para que Ernest no declare en un juicio contra los suyos. Para Scorsese, Estados Unidos representa fielmente lo que en esta película se denomina como un full blood State, simbólica y literalmente.

Después de la visión crítica sobre el mito fundacional de Estados Unidos, en un segundo nivel, viene la historia de un romance que es entrañable y perverso a partes iguales. Como Montgomery Clift en The Heiress (1949) de William Wyler o en A place in the sun (1951) de George Stevens, Ernest seduce a Mollie para ganarse su favor a pesar de la gran suspicacia que ella tiene respecto a sus intenciones, una duda que se mantiene a lo largo de la película y que estructura una capa importante de esta. El romance que surge entre el obtuso y sumiso Ernest y la obstinada Mollie parece genuino, pero las intenciones del primero se mantienen ambiguas. De la camada de coyotes liderados por el amenazante King Hale (un Robert De Niro que ya creíamos extinto), Ernest es el más noble y, por ende, el más confundido y torpe.

A diferencia de su hermano Bryan (Scott Shepherd), su cuñado Bill (Jason Isbell) o del nefastamente implacable Kelsie (Louis Cancelmi), todos casados con mujeres osage, Ernest carece de ferocidad e inteligencia pero le sobra miedo y termina siendo un personaje patético y de gesto áspero como aquel que interpretara Edward G. Robinson en Scarlet Street (Fritz Lang, 1945). Por otro lado, Mollie, interpretada con extraordinario temple y garbo por Lily Gladstone, es una mujer que, aunque consciente de que el interés de Ernest es principalmente económico, ve en él a alguien que puede darle compañía y afecto, aún más necesario ante el incesante dolor de perder a miembros de su familia de maneras crecientemente violentas y crueles.

La melancolía de Mollie, así como la que reina en el carácter de los personajes, da pie al tercer nivel en el que opera la película, el del quehacer cinematográfico de Scorsese. En una entrevista reciente para Deadline, el cineasta recordó lo que Akira Kurosawa dijo cuando recibió su Óscar honorario a los ochenta años: “Apenas comienzo a ver las posibilidades de lo que el cine puede ser y es demasiado tarde”. Scorsese no entendió lo que el legendario cineasta japonés quiso decir... hasta ahora.

En su película más reciente, Scorsese rehúye de la estilización de las imágenes y se decanta por un estilo visual más sobrio, a cargo del director de fotografía Rodrigo Prieto. Dicha sobriedad da testimonio de cómo ha evolucionado la forma en que Scorsese presenta la violencia: si en Goodfellas se le mostraba usando entrecortes rápidos y frenéticos zoom ins, en Killers of the Flower Moon las escenas violentas se atestiguan en planos estáticos, cuya fijeza da una sensación de frialdad y crudeza, lo que guarda un sentido de responsabilidad con aquellos que la padecen, en este caso, las personas de la nación osage.

Se podría pensar que a estas alturas Scorsese estaría filmando películas que bien podrían funcionar como elegías de toda una carrera, como Clint Eastwood y su modesta Cry Macho (2021), pero Killers of the Flower Moon no se percibe como tal, sino como una continuación de temas y preocupaciones recurrentes, una exploración incesante y hasta obstinada de un hombre que se niega a despedirse del cine y busca protegerlo de la destrucción y el olvido. Un viejo coyote que guarda celosamente un apacible campo de flores que solo nacen a la luz de la oscuridad.

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En la película más reciente del director, el alma de la nación estadounidense queda expuesta: los osage, un pueblo que se benefició de los yacimientos petroleros de sus tierras, son asesinados y despojados por los culpables de siempre, los “honorables” ciudadanos blancos.

Una profecía sobre el olvido abre Killers of the Flower Moon, la más reciente obra del cineasta italoamericano Martin Scorsese. Tal profecía anuncia que la nación osage, un pueblo originario de Estados Unidos, irá perdiendo gradualmente sus costumbres y la pureza de las mismas, así como la de su sangre, que se corromperá de generación en generación. “Nuestro lenguaje será lentamente olvidado”, dice parte de la profecía, a la que le sigue el descubrimiento de un yacimiento petrolero que lleva inexorable riqueza a los osage, pero simultáneamente trae una abrumadora ola de muerte, dolor y sobre todo olvido.

Scorsese tiene un compromiso con la historia que ha sido tangible no solo en su labor cinematográfica, sino en su involucramiento activo como soporte para otros cineastas, en su docencia fílmica ocasional —como en su documental A Personal Journey with Martin Scorsese through American Movies (1995)— y, desde luego, en su trabajo en la World Film Foundation restaurando y exhibiendo películas de todo el mundo para conocimiento de los espectadores contemporáneos. Dicho compromiso se extiende esta vez a la nación osage, cuya historia era desconocida para la mayoría, pero que hoy forma parte de la reivindicación que viven los grupos minoritarios alrededor del mundo. La justicia llegó, pero la profecía del olvido, para ellos, se había cumplido.

Basada en el libro homónimo del periodista David Grann, Killers of the Flower Moon se posiciona política y cinematográficamente en un lugar que aboga por un sentido de justicia anclado en el conocimiento y la empatía antes que en la simple venganza. Más que una lección de historia o una celebración vacía a la labor del FBI de J. Edgar Hoover (el buró llevó a cabo la investigación de los asesinatos de osages), la película usa la narrativa, uno de los elementos más rudimentarios del cine —aunque no el primario—, no solo para dar un recuento de los hechos, sino para crear una épica que, como otras similares, denuncia a la nación estadounidense como genocida, racista y repugnantemente ambiciosa.

La película, ambientada en la década de 1920 en Fairfax, Oklahoma, un pueblo que gozaba de los mayores ingresos per cápita de la época, con los miembros de la nación osage como principales beneficiarios, tiene como uno de sus protagonistas a Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), un veterano de la Primera Guerra, en la que solamente fungió como cocinero. Ernest llega a Fairfax para sumarse a los negocios que maneja su tío William “the King” Hale, un influyente y poderoso personaje que lo induce a casarse con Mollie (Lily Gladstone), quien pertenece a una de las tantas familias integrantes de los pueblos originarios, para hacerse de sus derechos de propiedad.

Aunque no se trata en realidad de un western convencional, con locaciones desérticas, personajes arquetípicos y trepidantes escenas de acción con duelos de pistola y persecuciones a caballo, Killers of the Flower Moon sí toca un tema central para dicho género: el arrebato de tierras y recursos. Antes que pensar en las películas de John Ford como Stagecoach (1939) o The Searchers (1956), es más preciso mencionar como referente inmediato a The Big Country (William Wyler, 1958), en la que el director ciertamente trabaja con los elementos clásicos del western, pero les agrega una dimensión política más ambiciosa al tocar el conflicto por el agua entre dos clanes rivales.

Killers of the Flower Moon opera en tres niveles diferentes con eficacia debido al innegable oficio cinematográfico de Scorsese, patente en la nitidez narrativa con la que se desenvuelve el relato. La película también regresa a los temas que Scorsese ya había abordado en Goodfellas (1990), Kundun (1997), Gangs of New York (2002) y The Irishman (2019) —si no es que en prácticamente toda su filmografía—, amparadas bajo Greed (Erich von Stroheim, 1924), aquella influyente obra sobre el alma de Estados Unidos a la que el cineasta ha hecho referencia en más de una ocasión.

Los alcances de la avaricia llegan a grados obscenos, por ejemplo, un hombre está dispuesto incluso a asesinar a sus hijos si eso implica adquirir sus derechos de propiedad, que les corresponden por ser parte de la nación osage. En Killers of the Flower Moon estamos ante una historia de lento genocidio en el que la negligencia, el cinismo y una rampante hipocresía son monedas de cambio corrientes. Para Scorsese, la riqueza de la nación osage no se celebra sino que se lamenta. Es por ello que su película pasa de cuadros poblados por nativos americanos, ataviados con pieles y costosos trajes, en las primeras escenas, hasta una de las últimas escenas, en la que un grupo de personas de tez blanca ejerce una abrumadora presión para que Ernest no declare en un juicio contra los suyos. Para Scorsese, Estados Unidos representa fielmente lo que en esta película se denomina como un full blood State, simbólica y literalmente.

Después de la visión crítica sobre el mito fundacional de Estados Unidos, en un segundo nivel, viene la historia de un romance que es entrañable y perverso a partes iguales. Como Montgomery Clift en The Heiress (1949) de William Wyler o en A place in the sun (1951) de George Stevens, Ernest seduce a Mollie para ganarse su favor a pesar de la gran suspicacia que ella tiene respecto a sus intenciones, una duda que se mantiene a lo largo de la película y que estructura una capa importante de esta. El romance que surge entre el obtuso y sumiso Ernest y la obstinada Mollie parece genuino, pero las intenciones del primero se mantienen ambiguas. De la camada de coyotes liderados por el amenazante King Hale (un Robert De Niro que ya creíamos extinto), Ernest es el más noble y, por ende, el más confundido y torpe.

A diferencia de su hermano Bryan (Scott Shepherd), su cuñado Bill (Jason Isbell) o del nefastamente implacable Kelsie (Louis Cancelmi), todos casados con mujeres osage, Ernest carece de ferocidad e inteligencia pero le sobra miedo y termina siendo un personaje patético y de gesto áspero como aquel que interpretara Edward G. Robinson en Scarlet Street (Fritz Lang, 1945). Por otro lado, Mollie, interpretada con extraordinario temple y garbo por Lily Gladstone, es una mujer que, aunque consciente de que el interés de Ernest es principalmente económico, ve en él a alguien que puede darle compañía y afecto, aún más necesario ante el incesante dolor de perder a miembros de su familia de maneras crecientemente violentas y crueles.

La melancolía de Mollie, así como la que reina en el carácter de los personajes, da pie al tercer nivel en el que opera la película, el del quehacer cinematográfico de Scorsese. En una entrevista reciente para Deadline, el cineasta recordó lo que Akira Kurosawa dijo cuando recibió su Óscar honorario a los ochenta años: “Apenas comienzo a ver las posibilidades de lo que el cine puede ser y es demasiado tarde”. Scorsese no entendió lo que el legendario cineasta japonés quiso decir... hasta ahora.

En su película más reciente, Scorsese rehúye de la estilización de las imágenes y se decanta por un estilo visual más sobrio, a cargo del director de fotografía Rodrigo Prieto. Dicha sobriedad da testimonio de cómo ha evolucionado la forma en que Scorsese presenta la violencia: si en Goodfellas se le mostraba usando entrecortes rápidos y frenéticos zoom ins, en Killers of the Flower Moon las escenas violentas se atestiguan en planos estáticos, cuya fijeza da una sensación de frialdad y crudeza, lo que guarda un sentido de responsabilidad con aquellos que la padecen, en este caso, las personas de la nación osage.

Se podría pensar que a estas alturas Scorsese estaría filmando películas que bien podrían funcionar como elegías de toda una carrera, como Clint Eastwood y su modesta Cry Macho (2021), pero Killers of the Flower Moon no se percibe como tal, sino como una continuación de temas y preocupaciones recurrentes, una exploración incesante y hasta obstinada de un hombre que se niega a despedirse del cine y busca protegerlo de la destrucción y el olvido. Un viejo coyote que guarda celosamente un apacible campo de flores que solo nacen a la luz de la oscuridad.

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En la película más reciente del director, el alma de la nación estadounidense queda expuesta: los osage, un pueblo que se benefició de los yacimientos petroleros de sus tierras, son asesinados y despojados por los culpables de siempre, los “honorables” ciudadanos blancos.

Una profecía sobre el olvido abre Killers of the Flower Moon, la más reciente obra del cineasta italoamericano Martin Scorsese. Tal profecía anuncia que la nación osage, un pueblo originario de Estados Unidos, irá perdiendo gradualmente sus costumbres y la pureza de las mismas, así como la de su sangre, que se corromperá de generación en generación. “Nuestro lenguaje será lentamente olvidado”, dice parte de la profecía, a la que le sigue el descubrimiento de un yacimiento petrolero que lleva inexorable riqueza a los osage, pero simultáneamente trae una abrumadora ola de muerte, dolor y sobre todo olvido.

Scorsese tiene un compromiso con la historia que ha sido tangible no solo en su labor cinematográfica, sino en su involucramiento activo como soporte para otros cineastas, en su docencia fílmica ocasional —como en su documental A Personal Journey with Martin Scorsese through American Movies (1995)— y, desde luego, en su trabajo en la World Film Foundation restaurando y exhibiendo películas de todo el mundo para conocimiento de los espectadores contemporáneos. Dicho compromiso se extiende esta vez a la nación osage, cuya historia era desconocida para la mayoría, pero que hoy forma parte de la reivindicación que viven los grupos minoritarios alrededor del mundo. La justicia llegó, pero la profecía del olvido, para ellos, se había cumplido.

Basada en el libro homónimo del periodista David Grann, Killers of the Flower Moon se posiciona política y cinematográficamente en un lugar que aboga por un sentido de justicia anclado en el conocimiento y la empatía antes que en la simple venganza. Más que una lección de historia o una celebración vacía a la labor del FBI de J. Edgar Hoover (el buró llevó a cabo la investigación de los asesinatos de osages), la película usa la narrativa, uno de los elementos más rudimentarios del cine —aunque no el primario—, no solo para dar un recuento de los hechos, sino para crear una épica que, como otras similares, denuncia a la nación estadounidense como genocida, racista y repugnantemente ambiciosa.

La película, ambientada en la década de 1920 en Fairfax, Oklahoma, un pueblo que gozaba de los mayores ingresos per cápita de la época, con los miembros de la nación osage como principales beneficiarios, tiene como uno de sus protagonistas a Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), un veterano de la Primera Guerra, en la que solamente fungió como cocinero. Ernest llega a Fairfax para sumarse a los negocios que maneja su tío William “the King” Hale, un influyente y poderoso personaje que lo induce a casarse con Mollie (Lily Gladstone), quien pertenece a una de las tantas familias integrantes de los pueblos originarios, para hacerse de sus derechos de propiedad.

Aunque no se trata en realidad de un western convencional, con locaciones desérticas, personajes arquetípicos y trepidantes escenas de acción con duelos de pistola y persecuciones a caballo, Killers of the Flower Moon sí toca un tema central para dicho género: el arrebato de tierras y recursos. Antes que pensar en las películas de John Ford como Stagecoach (1939) o The Searchers (1956), es más preciso mencionar como referente inmediato a The Big Country (William Wyler, 1958), en la que el director ciertamente trabaja con los elementos clásicos del western, pero les agrega una dimensión política más ambiciosa al tocar el conflicto por el agua entre dos clanes rivales.

Killers of the Flower Moon opera en tres niveles diferentes con eficacia debido al innegable oficio cinematográfico de Scorsese, patente en la nitidez narrativa con la que se desenvuelve el relato. La película también regresa a los temas que Scorsese ya había abordado en Goodfellas (1990), Kundun (1997), Gangs of New York (2002) y The Irishman (2019) —si no es que en prácticamente toda su filmografía—, amparadas bajo Greed (Erich von Stroheim, 1924), aquella influyente obra sobre el alma de Estados Unidos a la que el cineasta ha hecho referencia en más de una ocasión.

Los alcances de la avaricia llegan a grados obscenos, por ejemplo, un hombre está dispuesto incluso a asesinar a sus hijos si eso implica adquirir sus derechos de propiedad, que les corresponden por ser parte de la nación osage. En Killers of the Flower Moon estamos ante una historia de lento genocidio en el que la negligencia, el cinismo y una rampante hipocresía son monedas de cambio corrientes. Para Scorsese, la riqueza de la nación osage no se celebra sino que se lamenta. Es por ello que su película pasa de cuadros poblados por nativos americanos, ataviados con pieles y costosos trajes, en las primeras escenas, hasta una de las últimas escenas, en la que un grupo de personas de tez blanca ejerce una abrumadora presión para que Ernest no declare en un juicio contra los suyos. Para Scorsese, Estados Unidos representa fielmente lo que en esta película se denomina como un full blood State, simbólica y literalmente.

Después de la visión crítica sobre el mito fundacional de Estados Unidos, en un segundo nivel, viene la historia de un romance que es entrañable y perverso a partes iguales. Como Montgomery Clift en The Heiress (1949) de William Wyler o en A place in the sun (1951) de George Stevens, Ernest seduce a Mollie para ganarse su favor a pesar de la gran suspicacia que ella tiene respecto a sus intenciones, una duda que se mantiene a lo largo de la película y que estructura una capa importante de esta. El romance que surge entre el obtuso y sumiso Ernest y la obstinada Mollie parece genuino, pero las intenciones del primero se mantienen ambiguas. De la camada de coyotes liderados por el amenazante King Hale (un Robert De Niro que ya creíamos extinto), Ernest es el más noble y, por ende, el más confundido y torpe.

A diferencia de su hermano Bryan (Scott Shepherd), su cuñado Bill (Jason Isbell) o del nefastamente implacable Kelsie (Louis Cancelmi), todos casados con mujeres osage, Ernest carece de ferocidad e inteligencia pero le sobra miedo y termina siendo un personaje patético y de gesto áspero como aquel que interpretara Edward G. Robinson en Scarlet Street (Fritz Lang, 1945). Por otro lado, Mollie, interpretada con extraordinario temple y garbo por Lily Gladstone, es una mujer que, aunque consciente de que el interés de Ernest es principalmente económico, ve en él a alguien que puede darle compañía y afecto, aún más necesario ante el incesante dolor de perder a miembros de su familia de maneras crecientemente violentas y crueles.

La melancolía de Mollie, así como la que reina en el carácter de los personajes, da pie al tercer nivel en el que opera la película, el del quehacer cinematográfico de Scorsese. En una entrevista reciente para Deadline, el cineasta recordó lo que Akira Kurosawa dijo cuando recibió su Óscar honorario a los ochenta años: “Apenas comienzo a ver las posibilidades de lo que el cine puede ser y es demasiado tarde”. Scorsese no entendió lo que el legendario cineasta japonés quiso decir... hasta ahora.

En su película más reciente, Scorsese rehúye de la estilización de las imágenes y se decanta por un estilo visual más sobrio, a cargo del director de fotografía Rodrigo Prieto. Dicha sobriedad da testimonio de cómo ha evolucionado la forma en que Scorsese presenta la violencia: si en Goodfellas se le mostraba usando entrecortes rápidos y frenéticos zoom ins, en Killers of the Flower Moon las escenas violentas se atestiguan en planos estáticos, cuya fijeza da una sensación de frialdad y crudeza, lo que guarda un sentido de responsabilidad con aquellos que la padecen, en este caso, las personas de la nación osage.

Se podría pensar que a estas alturas Scorsese estaría filmando películas que bien podrían funcionar como elegías de toda una carrera, como Clint Eastwood y su modesta Cry Macho (2021), pero Killers of the Flower Moon no se percibe como tal, sino como una continuación de temas y preocupaciones recurrentes, una exploración incesante y hasta obstinada de un hombre que se niega a despedirse del cine y busca protegerlo de la destrucción y el olvido. Un viejo coyote que guarda celosamente un apacible campo de flores que solo nacen a la luz de la oscuridad.

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Una profecía sobre el olvido abre Killers of the Flower Moon, la más reciente obra del cineasta italoamericano Martin Scorsese. Tal profecía anuncia que la nación osage, un pueblo originario de Estados Unidos, irá perdiendo gradualmente sus costumbres y la pureza de las mismas, así como la de su sangre, que se corromperá de generación en generación. “Nuestro lenguaje será lentamente olvidado”, dice parte de la profecía, a la que le sigue el descubrimiento de un yacimiento petrolero que lleva inexorable riqueza a los osage, pero simultáneamente trae una abrumadora ola de muerte, dolor y sobre todo olvido.

Scorsese tiene un compromiso con la historia que ha sido tangible no solo en su labor cinematográfica, sino en su involucramiento activo como soporte para otros cineastas, en su docencia fílmica ocasional —como en su documental A Personal Journey with Martin Scorsese through American Movies (1995)— y, desde luego, en su trabajo en la World Film Foundation restaurando y exhibiendo películas de todo el mundo para conocimiento de los espectadores contemporáneos. Dicho compromiso se extiende esta vez a la nación osage, cuya historia era desconocida para la mayoría, pero que hoy forma parte de la reivindicación que viven los grupos minoritarios alrededor del mundo. La justicia llegó, pero la profecía del olvido, para ellos, se había cumplido.

Basada en el libro homónimo del periodista David Grann, Killers of the Flower Moon se posiciona política y cinematográficamente en un lugar que aboga por un sentido de justicia anclado en el conocimiento y la empatía antes que en la simple venganza. Más que una lección de historia o una celebración vacía a la labor del FBI de J. Edgar Hoover (el buró llevó a cabo la investigación de los asesinatos de osages), la película usa la narrativa, uno de los elementos más rudimentarios del cine —aunque no el primario—, no solo para dar un recuento de los hechos, sino para crear una épica que, como otras similares, denuncia a la nación estadounidense como genocida, racista y repugnantemente ambiciosa.

La película, ambientada en la década de 1920 en Fairfax, Oklahoma, un pueblo que gozaba de los mayores ingresos per cápita de la época, con los miembros de la nación osage como principales beneficiarios, tiene como uno de sus protagonistas a Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), un veterano de la Primera Guerra, en la que solamente fungió como cocinero. Ernest llega a Fairfax para sumarse a los negocios que maneja su tío William “the King” Hale, un influyente y poderoso personaje que lo induce a casarse con Mollie (Lily Gladstone), quien pertenece a una de las tantas familias integrantes de los pueblos originarios, para hacerse de sus derechos de propiedad.

Aunque no se trata en realidad de un western convencional, con locaciones desérticas, personajes arquetípicos y trepidantes escenas de acción con duelos de pistola y persecuciones a caballo, Killers of the Flower Moon sí toca un tema central para dicho género: el arrebato de tierras y recursos. Antes que pensar en las películas de John Ford como Stagecoach (1939) o The Searchers (1956), es más preciso mencionar como referente inmediato a The Big Country (William Wyler, 1958), en la que el director ciertamente trabaja con los elementos clásicos del western, pero les agrega una dimensión política más ambiciosa al tocar el conflicto por el agua entre dos clanes rivales.

Killers of the Flower Moon opera en tres niveles diferentes con eficacia debido al innegable oficio cinematográfico de Scorsese, patente en la nitidez narrativa con la que se desenvuelve el relato. La película también regresa a los temas que Scorsese ya había abordado en Goodfellas (1990), Kundun (1997), Gangs of New York (2002) y The Irishman (2019) —si no es que en prácticamente toda su filmografía—, amparadas bajo Greed (Erich von Stroheim, 1924), aquella influyente obra sobre el alma de Estados Unidos a la que el cineasta ha hecho referencia en más de una ocasión.

Los alcances de la avaricia llegan a grados obscenos, por ejemplo, un hombre está dispuesto incluso a asesinar a sus hijos si eso implica adquirir sus derechos de propiedad, que les corresponden por ser parte de la nación osage. En Killers of the Flower Moon estamos ante una historia de lento genocidio en el que la negligencia, el cinismo y una rampante hipocresía son monedas de cambio corrientes. Para Scorsese, la riqueza de la nación osage no se celebra sino que se lamenta. Es por ello que su película pasa de cuadros poblados por nativos americanos, ataviados con pieles y costosos trajes, en las primeras escenas, hasta una de las últimas escenas, en la que un grupo de personas de tez blanca ejerce una abrumadora presión para que Ernest no declare en un juicio contra los suyos. Para Scorsese, Estados Unidos representa fielmente lo que en esta película se denomina como un full blood State, simbólica y literalmente.

Después de la visión crítica sobre el mito fundacional de Estados Unidos, en un segundo nivel, viene la historia de un romance que es entrañable y perverso a partes iguales. Como Montgomery Clift en The Heiress (1949) de William Wyler o en A place in the sun (1951) de George Stevens, Ernest seduce a Mollie para ganarse su favor a pesar de la gran suspicacia que ella tiene respecto a sus intenciones, una duda que se mantiene a lo largo de la película y que estructura una capa importante de esta. El romance que surge entre el obtuso y sumiso Ernest y la obstinada Mollie parece genuino, pero las intenciones del primero se mantienen ambiguas. De la camada de coyotes liderados por el amenazante King Hale (un Robert De Niro que ya creíamos extinto), Ernest es el más noble y, por ende, el más confundido y torpe.

A diferencia de su hermano Bryan (Scott Shepherd), su cuñado Bill (Jason Isbell) o del nefastamente implacable Kelsie (Louis Cancelmi), todos casados con mujeres osage, Ernest carece de ferocidad e inteligencia pero le sobra miedo y termina siendo un personaje patético y de gesto áspero como aquel que interpretara Edward G. Robinson en Scarlet Street (Fritz Lang, 1945). Por otro lado, Mollie, interpretada con extraordinario temple y garbo por Lily Gladstone, es una mujer que, aunque consciente de que el interés de Ernest es principalmente económico, ve en él a alguien que puede darle compañía y afecto, aún más necesario ante el incesante dolor de perder a miembros de su familia de maneras crecientemente violentas y crueles.

La melancolía de Mollie, así como la que reina en el carácter de los personajes, da pie al tercer nivel en el que opera la película, el del quehacer cinematográfico de Scorsese. En una entrevista reciente para Deadline, el cineasta recordó lo que Akira Kurosawa dijo cuando recibió su Óscar honorario a los ochenta años: “Apenas comienzo a ver las posibilidades de lo que el cine puede ser y es demasiado tarde”. Scorsese no entendió lo que el legendario cineasta japonés quiso decir... hasta ahora.

En su película más reciente, Scorsese rehúye de la estilización de las imágenes y se decanta por un estilo visual más sobrio, a cargo del director de fotografía Rodrigo Prieto. Dicha sobriedad da testimonio de cómo ha evolucionado la forma en que Scorsese presenta la violencia: si en Goodfellas se le mostraba usando entrecortes rápidos y frenéticos zoom ins, en Killers of the Flower Moon las escenas violentas se atestiguan en planos estáticos, cuya fijeza da una sensación de frialdad y crudeza, lo que guarda un sentido de responsabilidad con aquellos que la padecen, en este caso, las personas de la nación osage.

Se podría pensar que a estas alturas Scorsese estaría filmando películas que bien podrían funcionar como elegías de toda una carrera, como Clint Eastwood y su modesta Cry Macho (2021), pero Killers of the Flower Moon no se percibe como tal, sino como una continuación de temas y preocupaciones recurrentes, una exploración incesante y hasta obstinada de un hombre que se niega a despedirse del cine y busca protegerlo de la destrucción y el olvido. Un viejo coyote que guarda celosamente un apacible campo de flores que solo nacen a la luz de la oscuridad.

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En la película más reciente del director, el alma de la nación estadounidense queda expuesta: los osage, un pueblo que se benefició de los yacimientos petroleros de sus tierras, son asesinados y despojados por los culpables de siempre, los “honorables” ciudadanos blancos.

Una profecía sobre el olvido abre Killers of the Flower Moon, la más reciente obra del cineasta italoamericano Martin Scorsese. Tal profecía anuncia que la nación osage, un pueblo originario de Estados Unidos, irá perdiendo gradualmente sus costumbres y la pureza de las mismas, así como la de su sangre, que se corromperá de generación en generación. “Nuestro lenguaje será lentamente olvidado”, dice parte de la profecía, a la que le sigue el descubrimiento de un yacimiento petrolero que lleva inexorable riqueza a los osage, pero simultáneamente trae una abrumadora ola de muerte, dolor y sobre todo olvido.

Scorsese tiene un compromiso con la historia que ha sido tangible no solo en su labor cinematográfica, sino en su involucramiento activo como soporte para otros cineastas, en su docencia fílmica ocasional —como en su documental A Personal Journey with Martin Scorsese through American Movies (1995)— y, desde luego, en su trabajo en la World Film Foundation restaurando y exhibiendo películas de todo el mundo para conocimiento de los espectadores contemporáneos. Dicho compromiso se extiende esta vez a la nación osage, cuya historia era desconocida para la mayoría, pero que hoy forma parte de la reivindicación que viven los grupos minoritarios alrededor del mundo. La justicia llegó, pero la profecía del olvido, para ellos, se había cumplido.

Basada en el libro homónimo del periodista David Grann, Killers of the Flower Moon se posiciona política y cinematográficamente en un lugar que aboga por un sentido de justicia anclado en el conocimiento y la empatía antes que en la simple venganza. Más que una lección de historia o una celebración vacía a la labor del FBI de J. Edgar Hoover (el buró llevó a cabo la investigación de los asesinatos de osages), la película usa la narrativa, uno de los elementos más rudimentarios del cine —aunque no el primario—, no solo para dar un recuento de los hechos, sino para crear una épica que, como otras similares, denuncia a la nación estadounidense como genocida, racista y repugnantemente ambiciosa.

La película, ambientada en la década de 1920 en Fairfax, Oklahoma, un pueblo que gozaba de los mayores ingresos per cápita de la época, con los miembros de la nación osage como principales beneficiarios, tiene como uno de sus protagonistas a Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), un veterano de la Primera Guerra, en la que solamente fungió como cocinero. Ernest llega a Fairfax para sumarse a los negocios que maneja su tío William “the King” Hale, un influyente y poderoso personaje que lo induce a casarse con Mollie (Lily Gladstone), quien pertenece a una de las tantas familias integrantes de los pueblos originarios, para hacerse de sus derechos de propiedad.

Aunque no se trata en realidad de un western convencional, con locaciones desérticas, personajes arquetípicos y trepidantes escenas de acción con duelos de pistola y persecuciones a caballo, Killers of the Flower Moon sí toca un tema central para dicho género: el arrebato de tierras y recursos. Antes que pensar en las películas de John Ford como Stagecoach (1939) o The Searchers (1956), es más preciso mencionar como referente inmediato a The Big Country (William Wyler, 1958), en la que el director ciertamente trabaja con los elementos clásicos del western, pero les agrega una dimensión política más ambiciosa al tocar el conflicto por el agua entre dos clanes rivales.

Killers of the Flower Moon opera en tres niveles diferentes con eficacia debido al innegable oficio cinematográfico de Scorsese, patente en la nitidez narrativa con la que se desenvuelve el relato. La película también regresa a los temas que Scorsese ya había abordado en Goodfellas (1990), Kundun (1997), Gangs of New York (2002) y The Irishman (2019) —si no es que en prácticamente toda su filmografía—, amparadas bajo Greed (Erich von Stroheim, 1924), aquella influyente obra sobre el alma de Estados Unidos a la que el cineasta ha hecho referencia en más de una ocasión.

Los alcances de la avaricia llegan a grados obscenos, por ejemplo, un hombre está dispuesto incluso a asesinar a sus hijos si eso implica adquirir sus derechos de propiedad, que les corresponden por ser parte de la nación osage. En Killers of the Flower Moon estamos ante una historia de lento genocidio en el que la negligencia, el cinismo y una rampante hipocresía son monedas de cambio corrientes. Para Scorsese, la riqueza de la nación osage no se celebra sino que se lamenta. Es por ello que su película pasa de cuadros poblados por nativos americanos, ataviados con pieles y costosos trajes, en las primeras escenas, hasta una de las últimas escenas, en la que un grupo de personas de tez blanca ejerce una abrumadora presión para que Ernest no declare en un juicio contra los suyos. Para Scorsese, Estados Unidos representa fielmente lo que en esta película se denomina como un full blood State, simbólica y literalmente.

Después de la visión crítica sobre el mito fundacional de Estados Unidos, en un segundo nivel, viene la historia de un romance que es entrañable y perverso a partes iguales. Como Montgomery Clift en The Heiress (1949) de William Wyler o en A place in the sun (1951) de George Stevens, Ernest seduce a Mollie para ganarse su favor a pesar de la gran suspicacia que ella tiene respecto a sus intenciones, una duda que se mantiene a lo largo de la película y que estructura una capa importante de esta. El romance que surge entre el obtuso y sumiso Ernest y la obstinada Mollie parece genuino, pero las intenciones del primero se mantienen ambiguas. De la camada de coyotes liderados por el amenazante King Hale (un Robert De Niro que ya creíamos extinto), Ernest es el más noble y, por ende, el más confundido y torpe.

A diferencia de su hermano Bryan (Scott Shepherd), su cuñado Bill (Jason Isbell) o del nefastamente implacable Kelsie (Louis Cancelmi), todos casados con mujeres osage, Ernest carece de ferocidad e inteligencia pero le sobra miedo y termina siendo un personaje patético y de gesto áspero como aquel que interpretara Edward G. Robinson en Scarlet Street (Fritz Lang, 1945). Por otro lado, Mollie, interpretada con extraordinario temple y garbo por Lily Gladstone, es una mujer que, aunque consciente de que el interés de Ernest es principalmente económico, ve en él a alguien que puede darle compañía y afecto, aún más necesario ante el incesante dolor de perder a miembros de su familia de maneras crecientemente violentas y crueles.

La melancolía de Mollie, así como la que reina en el carácter de los personajes, da pie al tercer nivel en el que opera la película, el del quehacer cinematográfico de Scorsese. En una entrevista reciente para Deadline, el cineasta recordó lo que Akira Kurosawa dijo cuando recibió su Óscar honorario a los ochenta años: “Apenas comienzo a ver las posibilidades de lo que el cine puede ser y es demasiado tarde”. Scorsese no entendió lo que el legendario cineasta japonés quiso decir... hasta ahora.

En su película más reciente, Scorsese rehúye de la estilización de las imágenes y se decanta por un estilo visual más sobrio, a cargo del director de fotografía Rodrigo Prieto. Dicha sobriedad da testimonio de cómo ha evolucionado la forma en que Scorsese presenta la violencia: si en Goodfellas se le mostraba usando entrecortes rápidos y frenéticos zoom ins, en Killers of the Flower Moon las escenas violentas se atestiguan en planos estáticos, cuya fijeza da una sensación de frialdad y crudeza, lo que guarda un sentido de responsabilidad con aquellos que la padecen, en este caso, las personas de la nación osage.

Se podría pensar que a estas alturas Scorsese estaría filmando películas que bien podrían funcionar como elegías de toda una carrera, como Clint Eastwood y su modesta Cry Macho (2021), pero Killers of the Flower Moon no se percibe como tal, sino como una continuación de temas y preocupaciones recurrentes, una exploración incesante y hasta obstinada de un hombre que se niega a despedirse del cine y busca protegerlo de la destrucción y el olvido. Un viejo coyote que guarda celosamente un apacible campo de flores que solo nacen a la luz de la oscuridad.

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La nueva de Scorsese: Killers of the Flower Moon

La nueva de Scorsese: Killers of the Flower Moon

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En la película más reciente del director, el alma de la nación estadounidense queda expuesta: los osage, un pueblo que se benefició de los yacimientos petroleros de sus tierras, son asesinados y despojados por los culpables de siempre, los “honorables” ciudadanos blancos.

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Una profecía sobre el olvido abre Killers of the Flower Moon, la más reciente obra del cineasta italoamericano Martin Scorsese. Tal profecía anuncia que la nación osage, un pueblo originario de Estados Unidos, irá perdiendo gradualmente sus costumbres y la pureza de las mismas, así como la de su sangre, que se corromperá de generación en generación. “Nuestro lenguaje será lentamente olvidado”, dice parte de la profecía, a la que le sigue el descubrimiento de un yacimiento petrolero que lleva inexorable riqueza a los osage, pero simultáneamente trae una abrumadora ola de muerte, dolor y sobre todo olvido.

Scorsese tiene un compromiso con la historia que ha sido tangible no solo en su labor cinematográfica, sino en su involucramiento activo como soporte para otros cineastas, en su docencia fílmica ocasional —como en su documental A Personal Journey with Martin Scorsese through American Movies (1995)— y, desde luego, en su trabajo en la World Film Foundation restaurando y exhibiendo películas de todo el mundo para conocimiento de los espectadores contemporáneos. Dicho compromiso se extiende esta vez a la nación osage, cuya historia era desconocida para la mayoría, pero que hoy forma parte de la reivindicación que viven los grupos minoritarios alrededor del mundo. La justicia llegó, pero la profecía del olvido, para ellos, se había cumplido.

Basada en el libro homónimo del periodista David Grann, Killers of the Flower Moon se posiciona política y cinematográficamente en un lugar que aboga por un sentido de justicia anclado en el conocimiento y la empatía antes que en la simple venganza. Más que una lección de historia o una celebración vacía a la labor del FBI de J. Edgar Hoover (el buró llevó a cabo la investigación de los asesinatos de osages), la película usa la narrativa, uno de los elementos más rudimentarios del cine —aunque no el primario—, no solo para dar un recuento de los hechos, sino para crear una épica que, como otras similares, denuncia a la nación estadounidense como genocida, racista y repugnantemente ambiciosa.

La película, ambientada en la década de 1920 en Fairfax, Oklahoma, un pueblo que gozaba de los mayores ingresos per cápita de la época, con los miembros de la nación osage como principales beneficiarios, tiene como uno de sus protagonistas a Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), un veterano de la Primera Guerra, en la que solamente fungió como cocinero. Ernest llega a Fairfax para sumarse a los negocios que maneja su tío William “the King” Hale, un influyente y poderoso personaje que lo induce a casarse con Mollie (Lily Gladstone), quien pertenece a una de las tantas familias integrantes de los pueblos originarios, para hacerse de sus derechos de propiedad.

Aunque no se trata en realidad de un western convencional, con locaciones desérticas, personajes arquetípicos y trepidantes escenas de acción con duelos de pistola y persecuciones a caballo, Killers of the Flower Moon sí toca un tema central para dicho género: el arrebato de tierras y recursos. Antes que pensar en las películas de John Ford como Stagecoach (1939) o The Searchers (1956), es más preciso mencionar como referente inmediato a The Big Country (William Wyler, 1958), en la que el director ciertamente trabaja con los elementos clásicos del western, pero les agrega una dimensión política más ambiciosa al tocar el conflicto por el agua entre dos clanes rivales.

Killers of the Flower Moon opera en tres niveles diferentes con eficacia debido al innegable oficio cinematográfico de Scorsese, patente en la nitidez narrativa con la que se desenvuelve el relato. La película también regresa a los temas que Scorsese ya había abordado en Goodfellas (1990), Kundun (1997), Gangs of New York (2002) y The Irishman (2019) —si no es que en prácticamente toda su filmografía—, amparadas bajo Greed (Erich von Stroheim, 1924), aquella influyente obra sobre el alma de Estados Unidos a la que el cineasta ha hecho referencia en más de una ocasión.

Los alcances de la avaricia llegan a grados obscenos, por ejemplo, un hombre está dispuesto incluso a asesinar a sus hijos si eso implica adquirir sus derechos de propiedad, que les corresponden por ser parte de la nación osage. En Killers of the Flower Moon estamos ante una historia de lento genocidio en el que la negligencia, el cinismo y una rampante hipocresía son monedas de cambio corrientes. Para Scorsese, la riqueza de la nación osage no se celebra sino que se lamenta. Es por ello que su película pasa de cuadros poblados por nativos americanos, ataviados con pieles y costosos trajes, en las primeras escenas, hasta una de las últimas escenas, en la que un grupo de personas de tez blanca ejerce una abrumadora presión para que Ernest no declare en un juicio contra los suyos. Para Scorsese, Estados Unidos representa fielmente lo que en esta película se denomina como un full blood State, simbólica y literalmente.

Después de la visión crítica sobre el mito fundacional de Estados Unidos, en un segundo nivel, viene la historia de un romance que es entrañable y perverso a partes iguales. Como Montgomery Clift en The Heiress (1949) de William Wyler o en A place in the sun (1951) de George Stevens, Ernest seduce a Mollie para ganarse su favor a pesar de la gran suspicacia que ella tiene respecto a sus intenciones, una duda que se mantiene a lo largo de la película y que estructura una capa importante de esta. El romance que surge entre el obtuso y sumiso Ernest y la obstinada Mollie parece genuino, pero las intenciones del primero se mantienen ambiguas. De la camada de coyotes liderados por el amenazante King Hale (un Robert De Niro que ya creíamos extinto), Ernest es el más noble y, por ende, el más confundido y torpe.

A diferencia de su hermano Bryan (Scott Shepherd), su cuñado Bill (Jason Isbell) o del nefastamente implacable Kelsie (Louis Cancelmi), todos casados con mujeres osage, Ernest carece de ferocidad e inteligencia pero le sobra miedo y termina siendo un personaje patético y de gesto áspero como aquel que interpretara Edward G. Robinson en Scarlet Street (Fritz Lang, 1945). Por otro lado, Mollie, interpretada con extraordinario temple y garbo por Lily Gladstone, es una mujer que, aunque consciente de que el interés de Ernest es principalmente económico, ve en él a alguien que puede darle compañía y afecto, aún más necesario ante el incesante dolor de perder a miembros de su familia de maneras crecientemente violentas y crueles.

La melancolía de Mollie, así como la que reina en el carácter de los personajes, da pie al tercer nivel en el que opera la película, el del quehacer cinematográfico de Scorsese. En una entrevista reciente para Deadline, el cineasta recordó lo que Akira Kurosawa dijo cuando recibió su Óscar honorario a los ochenta años: “Apenas comienzo a ver las posibilidades de lo que el cine puede ser y es demasiado tarde”. Scorsese no entendió lo que el legendario cineasta japonés quiso decir... hasta ahora.

En su película más reciente, Scorsese rehúye de la estilización de las imágenes y se decanta por un estilo visual más sobrio, a cargo del director de fotografía Rodrigo Prieto. Dicha sobriedad da testimonio de cómo ha evolucionado la forma en que Scorsese presenta la violencia: si en Goodfellas se le mostraba usando entrecortes rápidos y frenéticos zoom ins, en Killers of the Flower Moon las escenas violentas se atestiguan en planos estáticos, cuya fijeza da una sensación de frialdad y crudeza, lo que guarda un sentido de responsabilidad con aquellos que la padecen, en este caso, las personas de la nación osage.

Se podría pensar que a estas alturas Scorsese estaría filmando películas que bien podrían funcionar como elegías de toda una carrera, como Clint Eastwood y su modesta Cry Macho (2021), pero Killers of the Flower Moon no se percibe como tal, sino como una continuación de temas y preocupaciones recurrentes, una exploración incesante y hasta obstinada de un hombre que se niega a despedirse del cine y busca protegerlo de la destrucción y el olvido. Un viejo coyote que guarda celosamente un apacible campo de flores que solo nacen a la luz de la oscuridad.

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