La práctica bibliopática de Ricardo Piglia

La práctica bibliopática de Ricardo Piglia

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Tiempo de Lectura: 00 min

El escritor argentino, atemorizado por su finitud, no era un coleccionista de libros común.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

“No se leían los libros de punta a cabo;

se queda uno habitando entre sus líneas”

–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

*Fotografía de portada: Ricardo Ceppi / Getty Images

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“No se leían los libros de punta a cabo;

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–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

*Fotografía de portada: Ricardo Ceppi / Getty Images

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El escritor argentino, atemorizado por su finitud, no era un coleccionista de libros común.

“No se leían los libros de punta a cabo;

se queda uno habitando entre sus líneas”

–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

*Fotografía de portada: Ricardo Ceppi / Getty Images

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“No se leían los libros de punta a cabo;

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–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

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Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

*Fotografía de portada: Ricardo Ceppi / Getty Images

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El escritor argentino, atemorizado por su finitud, no era un coleccionista de libros común.

“No se leían los libros de punta a cabo;

se queda uno habitando entre sus líneas”

–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

*Fotografía de portada: Ricardo Ceppi / Getty Images

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Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

El escritor argentino, atemorizado por su finitud, no era un coleccionista de libros común.

“No se leían los libros de punta a cabo;

se queda uno habitando entre sus líneas”

–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

*Fotografía de portada: Ricardo Ceppi / Getty Images

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El escritor argentino, atemorizado por su finitud, no era un coleccionista de libros común.

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“No se leían los libros de punta a cabo;

se queda uno habitando entre sus líneas”

–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

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El escritor argentino, atemorizado por su finitud, no era un coleccionista de libros común.

“No se leían los libros de punta a cabo;

se queda uno habitando entre sus líneas”

–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

*Fotografía de portada: Ricardo Ceppi / Getty Images

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La práctica bibliopática de Ricardo Piglia

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El escritor argentino, atemorizado por su finitud, no era un coleccionista de libros común.

“No se leían los libros de punta a cabo;

se queda uno habitando entre sus líneas”

–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

*Fotografía de portada: Ricardo Ceppi / Getty Images

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El escritor argentino, atemorizado por su finitud, no era un coleccionista de libros común.

“No se leían los libros de punta a cabo;

se queda uno habitando entre sus líneas”

–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

*Fotografía de portada: Ricardo Ceppi / Getty Images

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El escritor argentino, atemorizado por su finitud, no era un coleccionista de libros común.

“No se leían los libros de punta a cabo;

se queda uno habitando entre sus líneas”

–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

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“No se leían los libros de punta a cabo;

se queda uno habitando entre sus líneas”

–Walter Benjamin, Crónica de Berlín

Leer a Ricardo Piglia (Adrogué, Argentina, 1941) suele implicar un viaje metaficcional: una divagación en la biblioteca universal, una puesta en crisis de la posibilidad de vivir fuera de la ficción y un paseo por aquella red textual que considera a toda la Literatura un solo tejido y a toda la “realidad” una imposibilidad fuera del texto.

Los diarios de Emilio Renzi (2015), trilogía publicada por Anagrama, recopilan los textos de los diarios de Ricardo Piglia escritos entre 1957 y 1982. Textos llenos de anécdotas angustiantes sobre la dictadura en Argentina, encuentros sensacionales entre el autor y sus contemporáneos –Manuel Puig, David Viñas, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh–, e innumerables reflexiones luminosas sobre la literatura, entre las que abundan pensamientos sobre el proceso de lectura, escritura y la obtención de libros. Esta trilogía ha suscitado innumerables reflexiones sobre la autoficción, la condición literaria e histórica del diario, las posibilidades de una literatura privada, y el personaje de Renzi como alter ego de Piglia, entre muchas otras. Siempre los libros del escritor argentino sugieren más de lo aparente.

En una breve entrada escrita en 1968, ubicada en el segundo volumen de los diarios, Los años felices (2016), cuando Piglia tenía apenas 27 años, se lee: “Mi ilusión es tener todos los libros a mano para usarlos cuando una necesidad práctica lo exija, elegirlos cuando mi lectura sea apropiada y esté disponible para ese libro y no otro. Por lo tanto mi biblioteca y los libros que compro no son para leerlos ahora, sino para una lectura futura que yo imagino que encontrará su lugar en un volumen que he comprado años antes. Una idea que se sostiene en mi tendencia a ver en el presente los rastros del porvenir (y estar preparado)”.

La práctica bibliopática de Piglia puede resumirse en un término japonés: tsundoku, aquel que acumula libros de manera obsesiva sin necesariamente leerlos. Piglia no es un coleccionista común, es un bibliópata atemorizado por su finitud.

Innumerables escritores han reflexionado sobre la manía de comprar libros. Walter Benjamin en su conocido texto “Desembalando mi biblioteca” medita sobre la psique del coleccionista de libros. De acuerdo con el filósofo alemán, el coleccionista, un ser con instinto táctico, elige un eje que guía su colección y a partir de él comienza una búsqueda implacable por conseguir los ejemplares que la conforman, para ello se vale del mercado tradicional, subastas, traficantes o préstamos sin retorno. Sin embargo, a Benjamin no es el texto lo que le interesa, es el libro como objeto; su historia, condiciones de imprenta, materiales de impresión o antiguos dueños son lo que le dan valor al ejemplar. “Los libros de Benjamin no solo eran para su uso, instrumentos profesionales; eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño”, escribe Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno.

Distintos a los coleccionistas tradicionales de libros, los tsundoku no necesariamente consiguen libros con base en un principio organizativo, pueden deleitarse de igual manera en la acumulación de ejemplares de distintas disciplinas, temas, autores, impresores, años y tipos de encuadernación, como en una mentalidad apocalíptica y una búsqueda por el control del porvenir. Un tsundoku como Piglia, al igual que el coleccionista, se deleita en la obtención, compra o robo de materiales, pero necesita, más que el sentimiento de propiedad (fundamental en el coleccionista), la accesibilidad al libro. Su disponibilidad es lo que le genera satisfacción y seguridad. Mientras Benjamin y su melancolía acomodaban en estantes llenos de excentricidades sus compras sobre poesía lírica alemana, libros raros, primeras ediciones, textos de emblemas barrocos, obras sobre enfermos mentales y otras antigüedades instantáneas, Piglia adquiría por igual obras de Sartre, Barthes, Gombrowicz, Flaubert, Freud o Pavese.

“Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos”, escribe Benjamin. La pasión del tsundoku confina con el caos de la posibilidad. Para tsundoku y coleccionista cada libro tiene un lugar específico en la sucesión múltiple de hechos vividos o por vivir. Mientras el coleccionista valora un libro con base en el pasado y a la rememoración de su adquisición, el tsundoku valora el libro en tanto su futuro, pues su importancia reside en que estará listo en un librero disponible para él. El coleccionista renueva mundos pasados en sus ejemplares, el tsundoku boceta los mundos por venir.

Un tsundoku como Piglia sopesa las incógnitas que el porvenir le deparará y busca tener listas las armas de su resolución. Él delimita en las piezas de sus estantes las probables respuestas del oráculo. Para él acumular y apilar libros tiene algo de delirio fatal. Piglia, más allá de conseguir los libros con los que impartiría clases próximamente, generaría colecciones con Jorge Álvarez, escribiría cuartas, o reseñaría obras para huir de la incomodidad financiera que lo acechaba, compraba los libros que le permitían llevarle ventaja al tiempo, aquellos que le servían para agendar preguntas y premeditar encuentros.

Para Piglia, el acto de lectura, del que tanto escribió, implica un caos en la cronología del tiempo. El lector, al recorrer las líneas de un libro, prospecta teorías y acumula acontecimientos en la memoria, sin embargo, para poder fundamentar sus conjeturas, realiza un ejercicio retrospectivo, ensanchando su lectura, constuyendola en espiral y afianzándola con cada confirmación y negación de hipótesis. De ahí que Piglia siempre se refiera al lector como detective, como alguien que va entre las letras de un libro recuperando pistas, evaluando posibilidades y buscando, entre idas y retornos, resolver el enigma antes de que las páginas terminen. Este recorrido, transitado durante la lectura, es el mismo que Piglia recorría al momento de comprar los libros para su biblioteca. En Los diarios de Emilio Renzi muestra cómo conseguir libros de Proust, José Emilio Pacheco, Lévi-Strauss, Benjamin o Xul Solar era una forma de calcular riesgos, prospectar posibilidades y recomponer libro a libro su biblioteca, su escritura y sus días.

Como la gran novela de Macedonio Fernández que está siempre por comenzar, o bien, el jardín de los senderos de Borges que está en bifurcación eterna, Piglia aprecia las posibilidades de la literatura. “La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones”, menciona en una de las entradas de sus diarios. Leer es también tomar decisiones. Las posibles narraciones habitadas en su biblioteca y sus potenciales tiempos de lectura enriquecen los senderos de su escritura y su forma de entender la literatura: “No me gusta la manera de hacer ver la conexión entre las palabras como si fuera el único mundo posible”, escribe.

Un relato sobre Flaubert (otro maniático de las posibilidades) rumora que en sus últimos años de vida, tras décadas buscando le mot juste para cada obra, el autor decía custodiar en silencio una vasija que guardaba todas las palabras que nunca antes se habían dicho y que esperaban su momento justo para ser usadas por primera vez. Ricardo Piglia, como el delirante Falubert, esperó paciente la oportunidad de abrir el libro indicado en el momento preciso.

Perdido en el laberinto de libros y polvo que él mismo trazó, entre tintas del pasado y el futuro, el tsundoku esperó nervioso tener las claves para llegar cautelosamente a la muerte.

*Fotografía de portada: Ricardo Ceppi / Getty Images

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