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La tía Arminda. Imágenes de una lucha invisible

La tía Arminda. Imágenes de una lucha invisible

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Tiempo de Lectura: 00 min

Arminda es una mujer brillante y de memoria privilegiada que padece esquizofrenia paranoide. También es tía de Ana Hop, quien tomó estas fotografías cuando, ante el avance de la enfermedad, Arminda dejó de ser autosuficiente y tuvo que mudarse a una casa para enfermos mentales, donde vive rodeada de cuidados.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Ella es Arminda, tiene 52 años, es la hermana menor de mamá. Crecí jugando con ella. Jugábamos mucho. De niña percibía que era diferente, pero nunca hubo algo que me hiciera saber conscientemente que ella tenía una enfermedad mental. A los dieciocho años la diagnosticaron con esquizofrenia paranoide. Fue muy difícil en un principio que lograran determinar el padecimiento, era algo que iniciaba muy sutil. Yo empecé a retratarla hace seis años para mostrar su lucha cotidiana, para que se hable de la esquizofrenia, un padecimiento que afecta a millones de personas en el mundo. Por temporadas paraba de retratarla, porque éste siempre ha sido un tema delicado, algo que no se había expuesto antes, un secreto de familia. Mis abuelos llegaron de Iguala, Guerrero, a la Ciudad de México en los años setenta para buscar una vida nueva y para que sus hijos pudieran estudiar. Arminda siempre fue la mejor de su clase; muy lista, brillante. Pero, poco a poco, el carácter le comenzó a cambiar. Diagnosticar a un adolescente no era fácil. A partir de ese momento, no le permitieron trabajar ni tener una vida social como el resto de las mujeres de su generación. Hoy la enfermedad avanza. La veo frecuentemente —vive en una casa para enfermos mentales, rodeada de cuidados— y platicamos mucho. Creo que le gusta verse, le obsesiona su peso, y cuando quiere que le haga fotos, me lo pide; en las ocasiones en las que estoy de visita y no llevo la cámara, se lamenta preguntándome por qué no le tomo más fotos. Este proceso ha implicado formular preguntas que nunca hubiera hecho, preguntas íntimas, sobre mi familia y mi mamá. También trajo consigo descubrimientos. Durante mucho tiempo Arminda hablaba de un novio francés que conoció en la ciudad. Decía que se enamoraron y que le enviaba cartas. Como sucede con la esquizo­frenia, muchas veces no sabemos qué cosas de las que están en su cabeza sucedieron realmente —ella está mucho en la realidad, pero a veces puede contar sucesos que no cuadran con el pasado—. Un día, cuando vaciamos la casa de los abuelos, encontramos una carta que firmaba “Alain”. El novio francés. Lloramos mucho porque el relato era verdad. Esta enfermedad todavía no logramos comprenderla; tampoco hay cura. Pero Arminda sigue aquí, está viva. 

Ana Hop

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Arminda es una mujer brillante y de memoria privilegiada que padece esquizofrenia paranoide. También es tía de Ana Hop, quien tomó estas fotografías cuando, ante el avance de la enfermedad, Arminda dejó de ser autosuficiente y tuvo que mudarse a una casa para enfermos mentales, donde vive rodeada de cuidados.

Ella es Arminda, tiene 52 años, es la hermana menor de mamá. Crecí jugando con ella. Jugábamos mucho. De niña percibía que era diferente, pero nunca hubo algo que me hiciera saber conscientemente que ella tenía una enfermedad mental. A los dieciocho años la diagnosticaron con esquizofrenia paranoide. Fue muy difícil en un principio que lograran determinar el padecimiento, era algo que iniciaba muy sutil. Yo empecé a retratarla hace seis años para mostrar su lucha cotidiana, para que se hable de la esquizofrenia, un padecimiento que afecta a millones de personas en el mundo. Por temporadas paraba de retratarla, porque éste siempre ha sido un tema delicado, algo que no se había expuesto antes, un secreto de familia. Mis abuelos llegaron de Iguala, Guerrero, a la Ciudad de México en los años setenta para buscar una vida nueva y para que sus hijos pudieran estudiar. Arminda siempre fue la mejor de su clase; muy lista, brillante. Pero, poco a poco, el carácter le comenzó a cambiar. Diagnosticar a un adolescente no era fácil. A partir de ese momento, no le permitieron trabajar ni tener una vida social como el resto de las mujeres de su generación. Hoy la enfermedad avanza. La veo frecuentemente —vive en una casa para enfermos mentales, rodeada de cuidados— y platicamos mucho. Creo que le gusta verse, le obsesiona su peso, y cuando quiere que le haga fotos, me lo pide; en las ocasiones en las que estoy de visita y no llevo la cámara, se lamenta preguntándome por qué no le tomo más fotos. Este proceso ha implicado formular preguntas que nunca hubiera hecho, preguntas íntimas, sobre mi familia y mi mamá. También trajo consigo descubrimientos. Durante mucho tiempo Arminda hablaba de un novio francés que conoció en la ciudad. Decía que se enamoraron y que le enviaba cartas. Como sucede con la esquizo­frenia, muchas veces no sabemos qué cosas de las que están en su cabeza sucedieron realmente —ella está mucho en la realidad, pero a veces puede contar sucesos que no cuadran con el pasado—. Un día, cuando vaciamos la casa de los abuelos, encontramos una carta que firmaba “Alain”. El novio francés. Lloramos mucho porque el relato era verdad. Esta enfermedad todavía no logramos comprenderla; tampoco hay cura. Pero Arminda sigue aquí, está viva. 

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Arminda es una mujer brillante y de memoria privilegiada que padece esquizofrenia paranoide. También es tía de Ana Hop, quien tomó estas fotografías cuando, ante el avance de la enfermedad, Arminda dejó de ser autosuficiente y tuvo que mudarse a una casa para enfermos mentales, donde vive rodeada de cuidados.

Ella es Arminda, tiene 52 años, es la hermana menor de mamá. Crecí jugando con ella. Jugábamos mucho. De niña percibía que era diferente, pero nunca hubo algo que me hiciera saber conscientemente que ella tenía una enfermedad mental. A los dieciocho años la diagnosticaron con esquizofrenia paranoide. Fue muy difícil en un principio que lograran determinar el padecimiento, era algo que iniciaba muy sutil. Yo empecé a retratarla hace seis años para mostrar su lucha cotidiana, para que se hable de la esquizofrenia, un padecimiento que afecta a millones de personas en el mundo. Por temporadas paraba de retratarla, porque éste siempre ha sido un tema delicado, algo que no se había expuesto antes, un secreto de familia. Mis abuelos llegaron de Iguala, Guerrero, a la Ciudad de México en los años setenta para buscar una vida nueva y para que sus hijos pudieran estudiar. Arminda siempre fue la mejor de su clase; muy lista, brillante. Pero, poco a poco, el carácter le comenzó a cambiar. Diagnosticar a un adolescente no era fácil. A partir de ese momento, no le permitieron trabajar ni tener una vida social como el resto de las mujeres de su generación. Hoy la enfermedad avanza. La veo frecuentemente —vive en una casa para enfermos mentales, rodeada de cuidados— y platicamos mucho. Creo que le gusta verse, le obsesiona su peso, y cuando quiere que le haga fotos, me lo pide; en las ocasiones en las que estoy de visita y no llevo la cámara, se lamenta preguntándome por qué no le tomo más fotos. Este proceso ha implicado formular preguntas que nunca hubiera hecho, preguntas íntimas, sobre mi familia y mi mamá. También trajo consigo descubrimientos. Durante mucho tiempo Arminda hablaba de un novio francés que conoció en la ciudad. Decía que se enamoraron y que le enviaba cartas. Como sucede con la esquizo­frenia, muchas veces no sabemos qué cosas de las que están en su cabeza sucedieron realmente —ella está mucho en la realidad, pero a veces puede contar sucesos que no cuadran con el pasado—. Un día, cuando vaciamos la casa de los abuelos, encontramos una carta que firmaba “Alain”. El novio francés. Lloramos mucho porque el relato era verdad. Esta enfermedad todavía no logramos comprenderla; tampoco hay cura. Pero Arminda sigue aquí, está viva. 

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Arminda es una mujer brillante y de memoria privilegiada que padece esquizofrenia paranoide. También es tía de Ana Hop, quien tomó estas fotografías cuando, ante el avance de la enfermedad, Arminda dejó de ser autosuficiente y tuvo que mudarse a una casa para enfermos mentales, donde vive rodeada de cuidados.

Ella es Arminda, tiene 52 años, es la hermana menor de mamá. Crecí jugando con ella. Jugábamos mucho. De niña percibía que era diferente, pero nunca hubo algo que me hiciera saber conscientemente que ella tenía una enfermedad mental. A los dieciocho años la diagnosticaron con esquizofrenia paranoide. Fue muy difícil en un principio que lograran determinar el padecimiento, era algo que iniciaba muy sutil. Yo empecé a retratarla hace seis años para mostrar su lucha cotidiana, para que se hable de la esquizofrenia, un padecimiento que afecta a millones de personas en el mundo. Por temporadas paraba de retratarla, porque éste siempre ha sido un tema delicado, algo que no se había expuesto antes, un secreto de familia. Mis abuelos llegaron de Iguala, Guerrero, a la Ciudad de México en los años setenta para buscar una vida nueva y para que sus hijos pudieran estudiar. Arminda siempre fue la mejor de su clase; muy lista, brillante. Pero, poco a poco, el carácter le comenzó a cambiar. Diagnosticar a un adolescente no era fácil. A partir de ese momento, no le permitieron trabajar ni tener una vida social como el resto de las mujeres de su generación. Hoy la enfermedad avanza. La veo frecuentemente —vive en una casa para enfermos mentales, rodeada de cuidados— y platicamos mucho. Creo que le gusta verse, le obsesiona su peso, y cuando quiere que le haga fotos, me lo pide; en las ocasiones en las que estoy de visita y no llevo la cámara, se lamenta preguntándome por qué no le tomo más fotos. Este proceso ha implicado formular preguntas que nunca hubiera hecho, preguntas íntimas, sobre mi familia y mi mamá. También trajo consigo descubrimientos. Durante mucho tiempo Arminda hablaba de un novio francés que conoció en la ciudad. Decía que se enamoraron y que le enviaba cartas. Como sucede con la esquizo­frenia, muchas veces no sabemos qué cosas de las que están en su cabeza sucedieron realmente —ella está mucho en la realidad, pero a veces puede contar sucesos que no cuadran con el pasado—. Un día, cuando vaciamos la casa de los abuelos, encontramos una carta que firmaba “Alain”. El novio francés. Lloramos mucho porque el relato era verdad. Esta enfermedad todavía no logramos comprenderla; tampoco hay cura. Pero Arminda sigue aquí, está viva. 

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Ella es Arminda, tiene 52 años, es la hermana menor de mamá. Crecí jugando con ella. Jugábamos mucho. De niña percibía que era diferente, pero nunca hubo algo que me hiciera saber conscientemente que ella tenía una enfermedad mental. A los dieciocho años la diagnosticaron con esquizofrenia paranoide. Fue muy difícil en un principio que lograran determinar el padecimiento, era algo que iniciaba muy sutil. Yo empecé a retratarla hace seis años para mostrar su lucha cotidiana, para que se hable de la esquizofrenia, un padecimiento que afecta a millones de personas en el mundo. Por temporadas paraba de retratarla, porque éste siempre ha sido un tema delicado, algo que no se había expuesto antes, un secreto de familia. Mis abuelos llegaron de Iguala, Guerrero, a la Ciudad de México en los años setenta para buscar una vida nueva y para que sus hijos pudieran estudiar. Arminda siempre fue la mejor de su clase; muy lista, brillante. Pero, poco a poco, el carácter le comenzó a cambiar. Diagnosticar a un adolescente no era fácil. A partir de ese momento, no le permitieron trabajar ni tener una vida social como el resto de las mujeres de su generación. Hoy la enfermedad avanza. La veo frecuentemente —vive en una casa para enfermos mentales, rodeada de cuidados— y platicamos mucho. Creo que le gusta verse, le obsesiona su peso, y cuando quiere que le haga fotos, me lo pide; en las ocasiones en las que estoy de visita y no llevo la cámara, se lamenta preguntándome por qué no le tomo más fotos. Este proceso ha implicado formular preguntas que nunca hubiera hecho, preguntas íntimas, sobre mi familia y mi mamá. También trajo consigo descubrimientos. Durante mucho tiempo Arminda hablaba de un novio francés que conoció en la ciudad. Decía que se enamoraron y que le enviaba cartas. Como sucede con la esquizo­frenia, muchas veces no sabemos qué cosas de las que están en su cabeza sucedieron realmente —ella está mucho en la realidad, pero a veces puede contar sucesos que no cuadran con el pasado—. Un día, cuando vaciamos la casa de los abuelos, encontramos una carta que firmaba “Alain”. El novio francés. Lloramos mucho porque el relato era verdad. Esta enfermedad todavía no logramos comprenderla; tampoco hay cura. Pero Arminda sigue aquí, está viva. 

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Ella es Arminda, tiene 52 años, es la hermana menor de mamá. Crecí jugando con ella. Jugábamos mucho. De niña percibía que era diferente, pero nunca hubo algo que me hiciera saber conscientemente que ella tenía una enfermedad mental. A los dieciocho años la diagnosticaron con esquizofrenia paranoide. Fue muy difícil en un principio que lograran determinar el padecimiento, era algo que iniciaba muy sutil. Yo empecé a retratarla hace seis años para mostrar su lucha cotidiana, para que se hable de la esquizofrenia, un padecimiento que afecta a millones de personas en el mundo. Por temporadas paraba de retratarla, porque éste siempre ha sido un tema delicado, algo que no se había expuesto antes, un secreto de familia. Mis abuelos llegaron de Iguala, Guerrero, a la Ciudad de México en los años setenta para buscar una vida nueva y para que sus hijos pudieran estudiar. Arminda siempre fue la mejor de su clase; muy lista, brillante. Pero, poco a poco, el carácter le comenzó a cambiar. Diagnosticar a un adolescente no era fácil. A partir de ese momento, no le permitieron trabajar ni tener una vida social como el resto de las mujeres de su generación. Hoy la enfermedad avanza. La veo frecuentemente —vive en una casa para enfermos mentales, rodeada de cuidados— y platicamos mucho. Creo que le gusta verse, le obsesiona su peso, y cuando quiere que le haga fotos, me lo pide; en las ocasiones en las que estoy de visita y no llevo la cámara, se lamenta preguntándome por qué no le tomo más fotos. Este proceso ha implicado formular preguntas que nunca hubiera hecho, preguntas íntimas, sobre mi familia y mi mamá. También trajo consigo descubrimientos. Durante mucho tiempo Arminda hablaba de un novio francés que conoció en la ciudad. Decía que se enamoraron y que le enviaba cartas. Como sucede con la esquizo­frenia, muchas veces no sabemos qué cosas de las que están en su cabeza sucedieron realmente —ella está mucho en la realidad, pero a veces puede contar sucesos que no cuadran con el pasado—. Un día, cuando vaciamos la casa de los abuelos, encontramos una carta que firmaba “Alain”. El novio francés. Lloramos mucho porque el relato era verdad. Esta enfermedad todavía no logramos comprenderla; tampoco hay cura. Pero Arminda sigue aquí, está viva. 

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