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Hacer cine sin convertirse en marioneta de los productores es el anhelo de cualquier director mexicano. Alejandro Alatorre consigue un filme que se aleja de la blanquitud o las desgastadas fórmulas televisivas; aunque imperfecta, "Donde duermen los pájaros" es un manifiesto de autenticidad y cinefilia.
En Donde duermen los pájaros (2022), el primer largometraje del mexicano Alejandro Alatorre, la luz se come el color en algunos planos, el elenco actúa con rigidez en varias escenas —sobre todo aquellas en las que el diálogo parece doblado— y los efectos digitales de una escena importante no rivalizan con los de Hollywood. Sin embargo, lo que algunos llamarían raspones me parecen la causa misma por la que esta película, financiada de manera independiente, alcanza más que mucho cine mexicano actual. En 1970 el cineasta cubano Julio García Espinosa escribió: “Hoy en día un cine perfecto —técnica y artísticamente logrado— es casi siempre un cine reaccionario”. Esto que describe en su manifiesto Por un cine imperfecto ha pasado antes y después en el mundo entero. Las producciones realizadas con mayores recursos tienden a ser controladas por intereses que aplastan la individualidad de los autores; los hacen empleados, cuando su intención es ser artistas. Donde duermen los pájaros es producto de una imaginación que, como su símbolo más importante, sugerido en el título, vuela sin miedo y sin límites.
Si hoy alguien pretende hacer una película que no aborde nuestro país como un escándalo para satisfacer a los festivales europeos, o se niega a reproducir el humor televisivo o a filmar en la colonia Roma, el financiamiento se viene abajo. Donde duermen los pájaros atropella todos los requisitos: se trata de una adolescencia ordinaria, contiene un sentido del humor nervioso y orgánico, reservado para los protagonistas, y se sitúa en la capital de Zacatecas. Muchos dirán que su mayor logro es existir, pero creo que su éxito es la invención de un espectáculo con los medios a su alcance. Aunque no parece una película subversiva en sus temas, lo es por negarse a los estereotipos de la violencia y el comentario social. Esta cualidad se reafirma en su modo de producción y sus formas, que encuentran una idea romántica de la belleza oculta entre viaductos y colonias populares; todo lo que oculta la rutina es un objeto que Alatorre, el director, captura como si nunca lo hubiera visto porque parece entender la realidad como un sueño.
De hecho Leonardo (Adrián Reza), el protagonista de Donde duermen los pájaros, aparece inconsciente en varias escenas. El personaje no es solamente un perezoso harto de la escuela y la familia, sino un soñador que intuye o recuerda la vida diurna en imágenes de cuevas y caballos y fuego y fracasos; sin embargo, cuando Leonardo atraviesa la realidad el que sueña es Alatorre, quien convierte los escenarios cotidianos en espectáculos. Por ejemplo, cuando Leonardo visita en el trabajo a su papá ausente, un buldócer parece un animal inédito. Pasa lo mismo con un tren que cruza el fondo de la pantalla durante una conversación entre amigos, o en una fiesta en la que un delicado gorila —una muchacha portando una máscara enorme y peluda— baila con Leonardo. Su vida transcurre entre los descubrimientos de la adolescencia, desde la fragilidad de las amistades hasta las desilusiones del amor, pero sobre todo nos muestra las posibilidades de un cine imperfecto, es decir, uno que encuentra el infinito en los inconvenientes.
Por esta razón valoro la búsqueda de lo tradicionalmente bello en Donde duermen los pájaros, aunque el concepto me suele producir suspicacia. En el cine industrial los horizontes, la luz emotiva, contienen un deseo de complacer al público para sacarle su dinero. Es una herramienta comercial que se ha asentado también en las redes sociales para generar una especie de rendimiento: entre más gusten nuestras fotografías de desiertos y acantilados, más gustamos nosotros. Por el contrario, producir una película independiente que encuentre lo bello en lugares insospechados mientras refleja los aprendizajes de un muchacho, pretende más bien compartir un imaginario y complacer al público en un país cuyo cine ha hecho bastante por ahuyentarlo.
También te puede interesar leer: "All of Us Strangers acompaña al espectador frente al asedio de la realidad".
Donde duermen los pájaros no es solo hermosa o trascendente; al fundir realidad y ficción —así como en la trama se mezclan sueños y experiencias—, se atraviesan eventos, caras y formas del lenguaje que bien conocemos por experiencia propia. El elenco se aleja de la blanquitud y los acentos mal llamados neutros de la Ciudad de México para acercarse a la gente de a de veras. En una escena Leonardo, entristecido por su relación con una muchacha de pelo azul llamada Scarlett (Yuritsy Aguilar), recibe el consejo prudente de un amigo: “Neta, wey. No, wey. Mándala a la verga, wey. O sea, wey. Se pasó de verga y mándala a la verga”. Habrá, por supuesto, a quien le espante el lenguaje, pero raras veces se ve en el cine mexicano una representación tan genuina de nuestro español cojo, apoyado siempre en muletas, pero no por ello inexpresivo. La autenticidad y la técnica documental llevan al público ajeno a Zacatecas a conocer la ciudad, desde el centro histórico hasta un parque de patinaje, un zoológico y la escultura de Prometeo en la Universidad Autónoma del estado. ¿Para qué construir locaciones o repetir las mismas de siempre, cuando el mundo entero está disponible?
La revelación más asombrosa a la que nos lleva esta técnica es la Morisma de Bracho, una representación de la batalla de Lepanto que se realiza cada agosto, durante las fiestas de San Juan Bautista. Alatorre hace a un lado la significación católica e integra el evento en su montaje como lo que es para Leonardo: una diversión más de un niño-adulto que juega a la guerra. Sobre todo, el director sostiene su estética de la inmensidad cotidiana con planos que capturan a veinte mil moros y cristianos del siglo XVI que en otras fechas del año comen tacos y trabajan en taxis y oficinas, pero este día se enfrentan por la fe: bajan las colinas agitando sus espadas para luego enfrentarse con un inesperado respeto; tanto, que nadie muere. La excentricidad de esta simulación nos remite al cine mismo, que inventa historias y personajes para seducir a una audiencia convencida de que los viajes intergalácticos en pantalla son reales.
Te recomendamos el artículo "Voz de mando: recuerdos de Lynn Fainchtein y la generación de Rock 101".
Quizá porque la cinefilia termina siendo así un tema discreto, Alatorre añade varias referencias a ella. Leonardo es arrestado en una tienda de empeño, como Antoine Doinel, el alter ego de François Truffaut, y más adelante se topa con un hombre similar a una celebridad de la Cineteca Nacional que alimenta a los gatos de Xoco. El propio Alatore choca con este personaje mientras los observan Leonardo y Scarlett, la muchacha de pelo azul como el de Emma en La vie d’Adèle (2013), y luego el protagonista ve en el cine una película que, si no me equivoco, es el cortometraje Fuego que lleva (2015), del propio director. Como ya lo dije antes, si Leonardo es el soñador en la pantalla, Alatorre es el que lo sueña a él mediante las herramientas del cine, y tal vez debido a esa identificación se inscribe a sí mismo en las imágenes. La película es una libre extensión de sí mismo.
Si la perfección es la ausencia de errores proporcionada por recursos técnicos y económicos, Donde duermen los pájaros nos permite celebrar lo opuesto. Al evadir el imaginario capitalista del productor, pertenece a la consciencia de los soñadores que la hacen, que la protagonizan y que la ven, convencidos de que cualquier torpeza es una marca de autonomía, un despegue. Ninguna falta en su realización es suficiente para aterrizarla.
Hacer cine sin convertirse en marioneta de los productores es el anhelo de cualquier director mexicano. Alejandro Alatorre consigue un filme que se aleja de la blanquitud o las desgastadas fórmulas televisivas; aunque imperfecta, "Donde duermen los pájaros" es un manifiesto de autenticidad y cinefilia.
En Donde duermen los pájaros (2022), el primer largometraje del mexicano Alejandro Alatorre, la luz se come el color en algunos planos, el elenco actúa con rigidez en varias escenas —sobre todo aquellas en las que el diálogo parece doblado— y los efectos digitales de una escena importante no rivalizan con los de Hollywood. Sin embargo, lo que algunos llamarían raspones me parecen la causa misma por la que esta película, financiada de manera independiente, alcanza más que mucho cine mexicano actual. En 1970 el cineasta cubano Julio García Espinosa escribió: “Hoy en día un cine perfecto —técnica y artísticamente logrado— es casi siempre un cine reaccionario”. Esto que describe en su manifiesto Por un cine imperfecto ha pasado antes y después en el mundo entero. Las producciones realizadas con mayores recursos tienden a ser controladas por intereses que aplastan la individualidad de los autores; los hacen empleados, cuando su intención es ser artistas. Donde duermen los pájaros es producto de una imaginación que, como su símbolo más importante, sugerido en el título, vuela sin miedo y sin límites.
Si hoy alguien pretende hacer una película que no aborde nuestro país como un escándalo para satisfacer a los festivales europeos, o se niega a reproducir el humor televisivo o a filmar en la colonia Roma, el financiamiento se viene abajo. Donde duermen los pájaros atropella todos los requisitos: se trata de una adolescencia ordinaria, contiene un sentido del humor nervioso y orgánico, reservado para los protagonistas, y se sitúa en la capital de Zacatecas. Muchos dirán que su mayor logro es existir, pero creo que su éxito es la invención de un espectáculo con los medios a su alcance. Aunque no parece una película subversiva en sus temas, lo es por negarse a los estereotipos de la violencia y el comentario social. Esta cualidad se reafirma en su modo de producción y sus formas, que encuentran una idea romántica de la belleza oculta entre viaductos y colonias populares; todo lo que oculta la rutina es un objeto que Alatorre, el director, captura como si nunca lo hubiera visto porque parece entender la realidad como un sueño.
De hecho Leonardo (Adrián Reza), el protagonista de Donde duermen los pájaros, aparece inconsciente en varias escenas. El personaje no es solamente un perezoso harto de la escuela y la familia, sino un soñador que intuye o recuerda la vida diurna en imágenes de cuevas y caballos y fuego y fracasos; sin embargo, cuando Leonardo atraviesa la realidad el que sueña es Alatorre, quien convierte los escenarios cotidianos en espectáculos. Por ejemplo, cuando Leonardo visita en el trabajo a su papá ausente, un buldócer parece un animal inédito. Pasa lo mismo con un tren que cruza el fondo de la pantalla durante una conversación entre amigos, o en una fiesta en la que un delicado gorila —una muchacha portando una máscara enorme y peluda— baila con Leonardo. Su vida transcurre entre los descubrimientos de la adolescencia, desde la fragilidad de las amistades hasta las desilusiones del amor, pero sobre todo nos muestra las posibilidades de un cine imperfecto, es decir, uno que encuentra el infinito en los inconvenientes.
Por esta razón valoro la búsqueda de lo tradicionalmente bello en Donde duermen los pájaros, aunque el concepto me suele producir suspicacia. En el cine industrial los horizontes, la luz emotiva, contienen un deseo de complacer al público para sacarle su dinero. Es una herramienta comercial que se ha asentado también en las redes sociales para generar una especie de rendimiento: entre más gusten nuestras fotografías de desiertos y acantilados, más gustamos nosotros. Por el contrario, producir una película independiente que encuentre lo bello en lugares insospechados mientras refleja los aprendizajes de un muchacho, pretende más bien compartir un imaginario y complacer al público en un país cuyo cine ha hecho bastante por ahuyentarlo.
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Donde duermen los pájaros no es solo hermosa o trascendente; al fundir realidad y ficción —así como en la trama se mezclan sueños y experiencias—, se atraviesan eventos, caras y formas del lenguaje que bien conocemos por experiencia propia. El elenco se aleja de la blanquitud y los acentos mal llamados neutros de la Ciudad de México para acercarse a la gente de a de veras. En una escena Leonardo, entristecido por su relación con una muchacha de pelo azul llamada Scarlett (Yuritsy Aguilar), recibe el consejo prudente de un amigo: “Neta, wey. No, wey. Mándala a la verga, wey. O sea, wey. Se pasó de verga y mándala a la verga”. Habrá, por supuesto, a quien le espante el lenguaje, pero raras veces se ve en el cine mexicano una representación tan genuina de nuestro español cojo, apoyado siempre en muletas, pero no por ello inexpresivo. La autenticidad y la técnica documental llevan al público ajeno a Zacatecas a conocer la ciudad, desde el centro histórico hasta un parque de patinaje, un zoológico y la escultura de Prometeo en la Universidad Autónoma del estado. ¿Para qué construir locaciones o repetir las mismas de siempre, cuando el mundo entero está disponible?
La revelación más asombrosa a la que nos lleva esta técnica es la Morisma de Bracho, una representación de la batalla de Lepanto que se realiza cada agosto, durante las fiestas de San Juan Bautista. Alatorre hace a un lado la significación católica e integra el evento en su montaje como lo que es para Leonardo: una diversión más de un niño-adulto que juega a la guerra. Sobre todo, el director sostiene su estética de la inmensidad cotidiana con planos que capturan a veinte mil moros y cristianos del siglo XVI que en otras fechas del año comen tacos y trabajan en taxis y oficinas, pero este día se enfrentan por la fe: bajan las colinas agitando sus espadas para luego enfrentarse con un inesperado respeto; tanto, que nadie muere. La excentricidad de esta simulación nos remite al cine mismo, que inventa historias y personajes para seducir a una audiencia convencida de que los viajes intergalácticos en pantalla son reales.
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Quizá porque la cinefilia termina siendo así un tema discreto, Alatorre añade varias referencias a ella. Leonardo es arrestado en una tienda de empeño, como Antoine Doinel, el alter ego de François Truffaut, y más adelante se topa con un hombre similar a una celebridad de la Cineteca Nacional que alimenta a los gatos de Xoco. El propio Alatore choca con este personaje mientras los observan Leonardo y Scarlett, la muchacha de pelo azul como el de Emma en La vie d’Adèle (2013), y luego el protagonista ve en el cine una película que, si no me equivoco, es el cortometraje Fuego que lleva (2015), del propio director. Como ya lo dije antes, si Leonardo es el soñador en la pantalla, Alatorre es el que lo sueña a él mediante las herramientas del cine, y tal vez debido a esa identificación se inscribe a sí mismo en las imágenes. La película es una libre extensión de sí mismo.
Si la perfección es la ausencia de errores proporcionada por recursos técnicos y económicos, Donde duermen los pájaros nos permite celebrar lo opuesto. Al evadir el imaginario capitalista del productor, pertenece a la consciencia de los soñadores que la hacen, que la protagonizan y que la ven, convencidos de que cualquier torpeza es una marca de autonomía, un despegue. Ninguna falta en su realización es suficiente para aterrizarla.
Hacer cine sin convertirse en marioneta de los productores es el anhelo de cualquier director mexicano. Alejandro Alatorre consigue un filme que se aleja de la blanquitud o las desgastadas fórmulas televisivas; aunque imperfecta, "Donde duermen los pájaros" es un manifiesto de autenticidad y cinefilia.
En Donde duermen los pájaros (2022), el primer largometraje del mexicano Alejandro Alatorre, la luz se come el color en algunos planos, el elenco actúa con rigidez en varias escenas —sobre todo aquellas en las que el diálogo parece doblado— y los efectos digitales de una escena importante no rivalizan con los de Hollywood. Sin embargo, lo que algunos llamarían raspones me parecen la causa misma por la que esta película, financiada de manera independiente, alcanza más que mucho cine mexicano actual. En 1970 el cineasta cubano Julio García Espinosa escribió: “Hoy en día un cine perfecto —técnica y artísticamente logrado— es casi siempre un cine reaccionario”. Esto que describe en su manifiesto Por un cine imperfecto ha pasado antes y después en el mundo entero. Las producciones realizadas con mayores recursos tienden a ser controladas por intereses que aplastan la individualidad de los autores; los hacen empleados, cuando su intención es ser artistas. Donde duermen los pájaros es producto de una imaginación que, como su símbolo más importante, sugerido en el título, vuela sin miedo y sin límites.
Si hoy alguien pretende hacer una película que no aborde nuestro país como un escándalo para satisfacer a los festivales europeos, o se niega a reproducir el humor televisivo o a filmar en la colonia Roma, el financiamiento se viene abajo. Donde duermen los pájaros atropella todos los requisitos: se trata de una adolescencia ordinaria, contiene un sentido del humor nervioso y orgánico, reservado para los protagonistas, y se sitúa en la capital de Zacatecas. Muchos dirán que su mayor logro es existir, pero creo que su éxito es la invención de un espectáculo con los medios a su alcance. Aunque no parece una película subversiva en sus temas, lo es por negarse a los estereotipos de la violencia y el comentario social. Esta cualidad se reafirma en su modo de producción y sus formas, que encuentran una idea romántica de la belleza oculta entre viaductos y colonias populares; todo lo que oculta la rutina es un objeto que Alatorre, el director, captura como si nunca lo hubiera visto porque parece entender la realidad como un sueño.
De hecho Leonardo (Adrián Reza), el protagonista de Donde duermen los pájaros, aparece inconsciente en varias escenas. El personaje no es solamente un perezoso harto de la escuela y la familia, sino un soñador que intuye o recuerda la vida diurna en imágenes de cuevas y caballos y fuego y fracasos; sin embargo, cuando Leonardo atraviesa la realidad el que sueña es Alatorre, quien convierte los escenarios cotidianos en espectáculos. Por ejemplo, cuando Leonardo visita en el trabajo a su papá ausente, un buldócer parece un animal inédito. Pasa lo mismo con un tren que cruza el fondo de la pantalla durante una conversación entre amigos, o en una fiesta en la que un delicado gorila —una muchacha portando una máscara enorme y peluda— baila con Leonardo. Su vida transcurre entre los descubrimientos de la adolescencia, desde la fragilidad de las amistades hasta las desilusiones del amor, pero sobre todo nos muestra las posibilidades de un cine imperfecto, es decir, uno que encuentra el infinito en los inconvenientes.
Por esta razón valoro la búsqueda de lo tradicionalmente bello en Donde duermen los pájaros, aunque el concepto me suele producir suspicacia. En el cine industrial los horizontes, la luz emotiva, contienen un deseo de complacer al público para sacarle su dinero. Es una herramienta comercial que se ha asentado también en las redes sociales para generar una especie de rendimiento: entre más gusten nuestras fotografías de desiertos y acantilados, más gustamos nosotros. Por el contrario, producir una película independiente que encuentre lo bello en lugares insospechados mientras refleja los aprendizajes de un muchacho, pretende más bien compartir un imaginario y complacer al público en un país cuyo cine ha hecho bastante por ahuyentarlo.
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Donde duermen los pájaros no es solo hermosa o trascendente; al fundir realidad y ficción —así como en la trama se mezclan sueños y experiencias—, se atraviesan eventos, caras y formas del lenguaje que bien conocemos por experiencia propia. El elenco se aleja de la blanquitud y los acentos mal llamados neutros de la Ciudad de México para acercarse a la gente de a de veras. En una escena Leonardo, entristecido por su relación con una muchacha de pelo azul llamada Scarlett (Yuritsy Aguilar), recibe el consejo prudente de un amigo: “Neta, wey. No, wey. Mándala a la verga, wey. O sea, wey. Se pasó de verga y mándala a la verga”. Habrá, por supuesto, a quien le espante el lenguaje, pero raras veces se ve en el cine mexicano una representación tan genuina de nuestro español cojo, apoyado siempre en muletas, pero no por ello inexpresivo. La autenticidad y la técnica documental llevan al público ajeno a Zacatecas a conocer la ciudad, desde el centro histórico hasta un parque de patinaje, un zoológico y la escultura de Prometeo en la Universidad Autónoma del estado. ¿Para qué construir locaciones o repetir las mismas de siempre, cuando el mundo entero está disponible?
La revelación más asombrosa a la que nos lleva esta técnica es la Morisma de Bracho, una representación de la batalla de Lepanto que se realiza cada agosto, durante las fiestas de San Juan Bautista. Alatorre hace a un lado la significación católica e integra el evento en su montaje como lo que es para Leonardo: una diversión más de un niño-adulto que juega a la guerra. Sobre todo, el director sostiene su estética de la inmensidad cotidiana con planos que capturan a veinte mil moros y cristianos del siglo XVI que en otras fechas del año comen tacos y trabajan en taxis y oficinas, pero este día se enfrentan por la fe: bajan las colinas agitando sus espadas para luego enfrentarse con un inesperado respeto; tanto, que nadie muere. La excentricidad de esta simulación nos remite al cine mismo, que inventa historias y personajes para seducir a una audiencia convencida de que los viajes intergalácticos en pantalla son reales.
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Quizá porque la cinefilia termina siendo así un tema discreto, Alatorre añade varias referencias a ella. Leonardo es arrestado en una tienda de empeño, como Antoine Doinel, el alter ego de François Truffaut, y más adelante se topa con un hombre similar a una celebridad de la Cineteca Nacional que alimenta a los gatos de Xoco. El propio Alatore choca con este personaje mientras los observan Leonardo y Scarlett, la muchacha de pelo azul como el de Emma en La vie d’Adèle (2013), y luego el protagonista ve en el cine una película que, si no me equivoco, es el cortometraje Fuego que lleva (2015), del propio director. Como ya lo dije antes, si Leonardo es el soñador en la pantalla, Alatorre es el que lo sueña a él mediante las herramientas del cine, y tal vez debido a esa identificación se inscribe a sí mismo en las imágenes. La película es una libre extensión de sí mismo.
Si la perfección es la ausencia de errores proporcionada por recursos técnicos y económicos, Donde duermen los pájaros nos permite celebrar lo opuesto. Al evadir el imaginario capitalista del productor, pertenece a la consciencia de los soñadores que la hacen, que la protagonizan y que la ven, convencidos de que cualquier torpeza es una marca de autonomía, un despegue. Ninguna falta en su realización es suficiente para aterrizarla.
Hacer cine sin convertirse en marioneta de los productores es el anhelo de cualquier director mexicano. Alejandro Alatorre consigue un filme que se aleja de la blanquitud o las desgastadas fórmulas televisivas; aunque imperfecta, "Donde duermen los pájaros" es un manifiesto de autenticidad y cinefilia.
En Donde duermen los pájaros (2022), el primer largometraje del mexicano Alejandro Alatorre, la luz se come el color en algunos planos, el elenco actúa con rigidez en varias escenas —sobre todo aquellas en las que el diálogo parece doblado— y los efectos digitales de una escena importante no rivalizan con los de Hollywood. Sin embargo, lo que algunos llamarían raspones me parecen la causa misma por la que esta película, financiada de manera independiente, alcanza más que mucho cine mexicano actual. En 1970 el cineasta cubano Julio García Espinosa escribió: “Hoy en día un cine perfecto —técnica y artísticamente logrado— es casi siempre un cine reaccionario”. Esto que describe en su manifiesto Por un cine imperfecto ha pasado antes y después en el mundo entero. Las producciones realizadas con mayores recursos tienden a ser controladas por intereses que aplastan la individualidad de los autores; los hacen empleados, cuando su intención es ser artistas. Donde duermen los pájaros es producto de una imaginación que, como su símbolo más importante, sugerido en el título, vuela sin miedo y sin límites.
Si hoy alguien pretende hacer una película que no aborde nuestro país como un escándalo para satisfacer a los festivales europeos, o se niega a reproducir el humor televisivo o a filmar en la colonia Roma, el financiamiento se viene abajo. Donde duermen los pájaros atropella todos los requisitos: se trata de una adolescencia ordinaria, contiene un sentido del humor nervioso y orgánico, reservado para los protagonistas, y se sitúa en la capital de Zacatecas. Muchos dirán que su mayor logro es existir, pero creo que su éxito es la invención de un espectáculo con los medios a su alcance. Aunque no parece una película subversiva en sus temas, lo es por negarse a los estereotipos de la violencia y el comentario social. Esta cualidad se reafirma en su modo de producción y sus formas, que encuentran una idea romántica de la belleza oculta entre viaductos y colonias populares; todo lo que oculta la rutina es un objeto que Alatorre, el director, captura como si nunca lo hubiera visto porque parece entender la realidad como un sueño.
De hecho Leonardo (Adrián Reza), el protagonista de Donde duermen los pájaros, aparece inconsciente en varias escenas. El personaje no es solamente un perezoso harto de la escuela y la familia, sino un soñador que intuye o recuerda la vida diurna en imágenes de cuevas y caballos y fuego y fracasos; sin embargo, cuando Leonardo atraviesa la realidad el que sueña es Alatorre, quien convierte los escenarios cotidianos en espectáculos. Por ejemplo, cuando Leonardo visita en el trabajo a su papá ausente, un buldócer parece un animal inédito. Pasa lo mismo con un tren que cruza el fondo de la pantalla durante una conversación entre amigos, o en una fiesta en la que un delicado gorila —una muchacha portando una máscara enorme y peluda— baila con Leonardo. Su vida transcurre entre los descubrimientos de la adolescencia, desde la fragilidad de las amistades hasta las desilusiones del amor, pero sobre todo nos muestra las posibilidades de un cine imperfecto, es decir, uno que encuentra el infinito en los inconvenientes.
Por esta razón valoro la búsqueda de lo tradicionalmente bello en Donde duermen los pájaros, aunque el concepto me suele producir suspicacia. En el cine industrial los horizontes, la luz emotiva, contienen un deseo de complacer al público para sacarle su dinero. Es una herramienta comercial que se ha asentado también en las redes sociales para generar una especie de rendimiento: entre más gusten nuestras fotografías de desiertos y acantilados, más gustamos nosotros. Por el contrario, producir una película independiente que encuentre lo bello en lugares insospechados mientras refleja los aprendizajes de un muchacho, pretende más bien compartir un imaginario y complacer al público en un país cuyo cine ha hecho bastante por ahuyentarlo.
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Donde duermen los pájaros no es solo hermosa o trascendente; al fundir realidad y ficción —así como en la trama se mezclan sueños y experiencias—, se atraviesan eventos, caras y formas del lenguaje que bien conocemos por experiencia propia. El elenco se aleja de la blanquitud y los acentos mal llamados neutros de la Ciudad de México para acercarse a la gente de a de veras. En una escena Leonardo, entristecido por su relación con una muchacha de pelo azul llamada Scarlett (Yuritsy Aguilar), recibe el consejo prudente de un amigo: “Neta, wey. No, wey. Mándala a la verga, wey. O sea, wey. Se pasó de verga y mándala a la verga”. Habrá, por supuesto, a quien le espante el lenguaje, pero raras veces se ve en el cine mexicano una representación tan genuina de nuestro español cojo, apoyado siempre en muletas, pero no por ello inexpresivo. La autenticidad y la técnica documental llevan al público ajeno a Zacatecas a conocer la ciudad, desde el centro histórico hasta un parque de patinaje, un zoológico y la escultura de Prometeo en la Universidad Autónoma del estado. ¿Para qué construir locaciones o repetir las mismas de siempre, cuando el mundo entero está disponible?
La revelación más asombrosa a la que nos lleva esta técnica es la Morisma de Bracho, una representación de la batalla de Lepanto que se realiza cada agosto, durante las fiestas de San Juan Bautista. Alatorre hace a un lado la significación católica e integra el evento en su montaje como lo que es para Leonardo: una diversión más de un niño-adulto que juega a la guerra. Sobre todo, el director sostiene su estética de la inmensidad cotidiana con planos que capturan a veinte mil moros y cristianos del siglo XVI que en otras fechas del año comen tacos y trabajan en taxis y oficinas, pero este día se enfrentan por la fe: bajan las colinas agitando sus espadas para luego enfrentarse con un inesperado respeto; tanto, que nadie muere. La excentricidad de esta simulación nos remite al cine mismo, que inventa historias y personajes para seducir a una audiencia convencida de que los viajes intergalácticos en pantalla son reales.
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Quizá porque la cinefilia termina siendo así un tema discreto, Alatorre añade varias referencias a ella. Leonardo es arrestado en una tienda de empeño, como Antoine Doinel, el alter ego de François Truffaut, y más adelante se topa con un hombre similar a una celebridad de la Cineteca Nacional que alimenta a los gatos de Xoco. El propio Alatore choca con este personaje mientras los observan Leonardo y Scarlett, la muchacha de pelo azul como el de Emma en La vie d’Adèle (2013), y luego el protagonista ve en el cine una película que, si no me equivoco, es el cortometraje Fuego que lleva (2015), del propio director. Como ya lo dije antes, si Leonardo es el soñador en la pantalla, Alatorre es el que lo sueña a él mediante las herramientas del cine, y tal vez debido a esa identificación se inscribe a sí mismo en las imágenes. La película es una libre extensión de sí mismo.
Si la perfección es la ausencia de errores proporcionada por recursos técnicos y económicos, Donde duermen los pájaros nos permite celebrar lo opuesto. Al evadir el imaginario capitalista del productor, pertenece a la consciencia de los soñadores que la hacen, que la protagonizan y que la ven, convencidos de que cualquier torpeza es una marca de autonomía, un despegue. Ninguna falta en su realización es suficiente para aterrizarla.
Hacer cine sin convertirse en marioneta de los productores es el anhelo de cualquier director mexicano. Alejandro Alatorre consigue un filme que se aleja de la blanquitud o las desgastadas fórmulas televisivas; aunque imperfecta, "Donde duermen los pájaros" es un manifiesto de autenticidad y cinefilia.
En Donde duermen los pájaros (2022), el primer largometraje del mexicano Alejandro Alatorre, la luz se come el color en algunos planos, el elenco actúa con rigidez en varias escenas —sobre todo aquellas en las que el diálogo parece doblado— y los efectos digitales de una escena importante no rivalizan con los de Hollywood. Sin embargo, lo que algunos llamarían raspones me parecen la causa misma por la que esta película, financiada de manera independiente, alcanza más que mucho cine mexicano actual. En 1970 el cineasta cubano Julio García Espinosa escribió: “Hoy en día un cine perfecto —técnica y artísticamente logrado— es casi siempre un cine reaccionario”. Esto que describe en su manifiesto Por un cine imperfecto ha pasado antes y después en el mundo entero. Las producciones realizadas con mayores recursos tienden a ser controladas por intereses que aplastan la individualidad de los autores; los hacen empleados, cuando su intención es ser artistas. Donde duermen los pájaros es producto de una imaginación que, como su símbolo más importante, sugerido en el título, vuela sin miedo y sin límites.
Si hoy alguien pretende hacer una película que no aborde nuestro país como un escándalo para satisfacer a los festivales europeos, o se niega a reproducir el humor televisivo o a filmar en la colonia Roma, el financiamiento se viene abajo. Donde duermen los pájaros atropella todos los requisitos: se trata de una adolescencia ordinaria, contiene un sentido del humor nervioso y orgánico, reservado para los protagonistas, y se sitúa en la capital de Zacatecas. Muchos dirán que su mayor logro es existir, pero creo que su éxito es la invención de un espectáculo con los medios a su alcance. Aunque no parece una película subversiva en sus temas, lo es por negarse a los estereotipos de la violencia y el comentario social. Esta cualidad se reafirma en su modo de producción y sus formas, que encuentran una idea romántica de la belleza oculta entre viaductos y colonias populares; todo lo que oculta la rutina es un objeto que Alatorre, el director, captura como si nunca lo hubiera visto porque parece entender la realidad como un sueño.
De hecho Leonardo (Adrián Reza), el protagonista de Donde duermen los pájaros, aparece inconsciente en varias escenas. El personaje no es solamente un perezoso harto de la escuela y la familia, sino un soñador que intuye o recuerda la vida diurna en imágenes de cuevas y caballos y fuego y fracasos; sin embargo, cuando Leonardo atraviesa la realidad el que sueña es Alatorre, quien convierte los escenarios cotidianos en espectáculos. Por ejemplo, cuando Leonardo visita en el trabajo a su papá ausente, un buldócer parece un animal inédito. Pasa lo mismo con un tren que cruza el fondo de la pantalla durante una conversación entre amigos, o en una fiesta en la que un delicado gorila —una muchacha portando una máscara enorme y peluda— baila con Leonardo. Su vida transcurre entre los descubrimientos de la adolescencia, desde la fragilidad de las amistades hasta las desilusiones del amor, pero sobre todo nos muestra las posibilidades de un cine imperfecto, es decir, uno que encuentra el infinito en los inconvenientes.
Por esta razón valoro la búsqueda de lo tradicionalmente bello en Donde duermen los pájaros, aunque el concepto me suele producir suspicacia. En el cine industrial los horizontes, la luz emotiva, contienen un deseo de complacer al público para sacarle su dinero. Es una herramienta comercial que se ha asentado también en las redes sociales para generar una especie de rendimiento: entre más gusten nuestras fotografías de desiertos y acantilados, más gustamos nosotros. Por el contrario, producir una película independiente que encuentre lo bello en lugares insospechados mientras refleja los aprendizajes de un muchacho, pretende más bien compartir un imaginario y complacer al público en un país cuyo cine ha hecho bastante por ahuyentarlo.
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Donde duermen los pájaros no es solo hermosa o trascendente; al fundir realidad y ficción —así como en la trama se mezclan sueños y experiencias—, se atraviesan eventos, caras y formas del lenguaje que bien conocemos por experiencia propia. El elenco se aleja de la blanquitud y los acentos mal llamados neutros de la Ciudad de México para acercarse a la gente de a de veras. En una escena Leonardo, entristecido por su relación con una muchacha de pelo azul llamada Scarlett (Yuritsy Aguilar), recibe el consejo prudente de un amigo: “Neta, wey. No, wey. Mándala a la verga, wey. O sea, wey. Se pasó de verga y mándala a la verga”. Habrá, por supuesto, a quien le espante el lenguaje, pero raras veces se ve en el cine mexicano una representación tan genuina de nuestro español cojo, apoyado siempre en muletas, pero no por ello inexpresivo. La autenticidad y la técnica documental llevan al público ajeno a Zacatecas a conocer la ciudad, desde el centro histórico hasta un parque de patinaje, un zoológico y la escultura de Prometeo en la Universidad Autónoma del estado. ¿Para qué construir locaciones o repetir las mismas de siempre, cuando el mundo entero está disponible?
La revelación más asombrosa a la que nos lleva esta técnica es la Morisma de Bracho, una representación de la batalla de Lepanto que se realiza cada agosto, durante las fiestas de San Juan Bautista. Alatorre hace a un lado la significación católica e integra el evento en su montaje como lo que es para Leonardo: una diversión más de un niño-adulto que juega a la guerra. Sobre todo, el director sostiene su estética de la inmensidad cotidiana con planos que capturan a veinte mil moros y cristianos del siglo XVI que en otras fechas del año comen tacos y trabajan en taxis y oficinas, pero este día se enfrentan por la fe: bajan las colinas agitando sus espadas para luego enfrentarse con un inesperado respeto; tanto, que nadie muere. La excentricidad de esta simulación nos remite al cine mismo, que inventa historias y personajes para seducir a una audiencia convencida de que los viajes intergalácticos en pantalla son reales.
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Quizá porque la cinefilia termina siendo así un tema discreto, Alatorre añade varias referencias a ella. Leonardo es arrestado en una tienda de empeño, como Antoine Doinel, el alter ego de François Truffaut, y más adelante se topa con un hombre similar a una celebridad de la Cineteca Nacional que alimenta a los gatos de Xoco. El propio Alatore choca con este personaje mientras los observan Leonardo y Scarlett, la muchacha de pelo azul como el de Emma en La vie d’Adèle (2013), y luego el protagonista ve en el cine una película que, si no me equivoco, es el cortometraje Fuego que lleva (2015), del propio director. Como ya lo dije antes, si Leonardo es el soñador en la pantalla, Alatorre es el que lo sueña a él mediante las herramientas del cine, y tal vez debido a esa identificación se inscribe a sí mismo en las imágenes. La película es una libre extensión de sí mismo.
Si la perfección es la ausencia de errores proporcionada por recursos técnicos y económicos, Donde duermen los pájaros nos permite celebrar lo opuesto. Al evadir el imaginario capitalista del productor, pertenece a la consciencia de los soñadores que la hacen, que la protagonizan y que la ven, convencidos de que cualquier torpeza es una marca de autonomía, un despegue. Ninguna falta en su realización es suficiente para aterrizarla.
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