No items found.
No items found.
No items found.
No items found.

Los perros no hablan español: el lenguaje del entrenamiento canino

Los perros no hablan español: el lenguaje del entrenamiento canino

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
14
.
01
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Comunicarse con un perro significa neutralizar las emociones, concentrarse en el movimiento como si fuese subacuático y guiarlo por medio de un sistema de recompensas hasta conseguir los objetivos de la sesión del día.

La primera clase se asemeja a la práctica de observación de las olas. Un hombre de treinta y tantos años permanece a tu lado como copiloto de timonel al interior de la cabina. Están reunidos para analizar la velocidad con la que rompe su perro, como rompe el agua, contra otro can que venía acercándose de frente. La correa se tensa, el dueño es arrastrado unos pasos tras su perro. Apenas te vuelve a mirar, aprovechas para proponerle continuar el recorrido. ¿Qué te parece —le preguntas— si damos un breve paseo para que me cuentes algunos detalles mientras voy observando la manera en que Fico y tú se comunican? Acepta. Se escuchan los graznidos matutinos de algunos zanates que han llegado al parque y, de inmediato, comienza a ganar altura una ola de uñas y patas marmoleadas en café que trepan apresuradas por un árbol para intentar alcanzar el juego de dos ardillas. El hombre y tú se quedan mirando a la cruza de pastor australiano con cobrador durante los 10 segundos que transcurren antes de que la cresta regrese al nivel del suelo. Ya sin turbulencias, continúan hablando sobre el entorno en el que Fico se socializó de cachorro, la manera en que ambos llevan a cabo su rutina y otros datos relevantes en términos de alimentación, posibles alergias y antecedentes clínicos. Cuando es el turno de conversar con detenimiento sobre los comportamientos que le gustaría trabajar contigo, te relata una serie de fragmentos que bien podrían encajar en el campo semántico de las dinámicas del oleaje. Te describe los momentos del día en que —según sus propias palabras— una marejada circular recorre aceleradamente los sillones de la casa. También sitúa la parte de los paseos cuando se produce una corriente ensimismada, súbita y de trayectoria independiente que, por su despliegue intempestivo, parece ser más bien hermética a cualquier llamado de atención humana.

Digámoslo de otro modo, menos cercano a la vastedad del mar abierto que a la domesticación contenida: cada uno de nuestros perros es una pileta o un chultún, por hablar de las cisternas mayas diseñadas para captar la lluvia y luego regar los sembradíos. Excavados en piedra caliza y recubiertos por un fondo de estuco para contener las filtraciones, cada chultún permanecía silencioso y discreto, haciendo las veces de madriguera para ese invertebrado sosegado que es la lluvia capturada. Algo similar ocurre durante la cotidianidad de los perros: por destino, más que por decisión, se encuentran a un desnivel del terreno que hace que escurran sobre sus orejas decenas de gotas verbales. A veces en forma de saludo, cumplido, caricaturización o incluso de maldición, la experiencia de captación del lenguaje humano acontece como un torrente incesante.

Y así como no todas las cisternas contienen agua potable, tampoco todos los perros almacenan intenciones de comunicarse con nosotros. Portan, está claro, la memoria y el reconocimiento de la voz humana. Sin embargo, será de acuerdo con sus motivaciones, miedos, antecedentes y todos aquellos elementos que conforman la personalidad irrepetible de cada ejemplar que este habrá de generar su propio depósito pluvial —ya sea apacible o convulso, cristalino o pantanoso, contaminado o libre de filtraciones—, desde el cual decidirá accionar o no en el mundo. No es que los perros se rehúsen a hacernos caso por desdén o por mero capricho, sino que nadamos en aguas distintas.

Una inmersión profunda, y con conocimiento profesional de causa, en el vínculo comunicacional que existe entre los perros y nosotros.

Para empezar, así como uno nunca se zambulle en el agua sin haber probado la temperatura con el dedo gordo del pie, la manera más prudente para aproximarse por primera vez a un perro es leyendo su lenguaje corporal. A medida que nos acercamos, resulta imprescindible afinar nuestro termómetro visual y apuntar cada detalle. Todo cuenta. Mientras extendemos la mano para saludar a su dueño, comienza ya el desfile de gestos caninos. Podemos apreciar si el perro responde a la cercanía de forma neutral o más bien excesiva (por ejemplo, saltándonos encima), o si, por el contrario, gira la cabeza, se lame la nariz o nos da la espalda, por citar algunas de las “señales de calma” que estudió ampliamente la entrenadora noruega Turid Rugaas. Dichas señales, al ser situadas y entendidas en cada contexto, nos ayudan a reconocer que un perro se encuentra estresado a partir de ciertos estímulos puntuales (sonidos de motores, un parque nuevo, perros más grandes, la cercanía de un extraño, entre muchos otros), para entonces —y solo entonces— planear nuestras acciones y evitar provocarle una experiencia desagradable o invasiva. A fin de cuentas, nunca está de más recordar que no todos los perros desean ser acariciados ni se sienten cómodos con nuestros mimos.

Una vez que hemos comprobado lo templado, fresco o hirviente del agua, viene el salto irreversible. Algo nos sugiere que cualquier idea de creerse en altamar, en una cabina sellada y completamente impermeable, es absurda. Los contornos de las voces humanas empiezan a difuminarse, todavía inteligibles pero ya encapsuladas en un segundo plano. Sabemos que la inmersión al mundo del perro ha comenzado cuando las relaciones entre los cuerpos, sonidos y objetos empiezan a trastocarse. Se despliega un lienzo en el que cobran importancia los movimientos normalmente sutiles, acaso como una sinfonía dirigida por el espectro sensorial del perro —y ejecutada por él mismo—. El modo en que se para (incluyendo si se eriza o se encorva), la posición de sus orejas, el ángulo de su cola, la naturaleza de la caminata, su respuesta a los sonidos abruptos, qué tanto voltea a ver a su dueño, qué hace cuando la correa empieza a tensarse, qué pasa cuando otro perro aparece en su radar y un etcétera tan extenso como determinante. Son todas ellas manifestaciones de una red compleja de procesos en operación (sistema nervioso central y sistema nervioso periférico, por nombrar al binomio con todas sus letras clínicas) y que, desde el primer clavado, ya nos habilitan para construir la imagen del alumno con quien trabajaremos durante las siguientes semanas.

Un cardumen en el mar verde

Son las ocho de la mañana. He llegado a una oficina en la colonia Condesa, donde me indican que la siguiente camioneta es la mía. Es mi primer día de prueba en Pek University, una de las más grandes escuelas caninas de la Ciudad de México, y comienzo a seguir las instrucciones. Subir garrafones. Cargar los bultos de alimento de los perros que se quedarán en la pensión. Pasar lista y ordenar las correas. Para esta hora, ya todos los perros han subido a la van, de modo que la veintena de transportadoras que los contienen debe ser monitoreada de forma rigurosa. Mientras las luces intermitentes de la camioneta parpadean y el motor diésel ronronea discretamente, el chofer mira el reloj. Está esperando a que den las 8:15 para que algún último dueño llegue apresurado junto a su perro y podamos partir. De pronto suben a la cabina una entrenadora y un estilista. Ya no hay lugar para mí. Me voltean a ver y, antes de que me lo pregunten, les digo que yo me voy en la zona de carga. Me acomodo entre los kennels, bultos de croquetas y demás cargamento. Arrancamos.

Pasa menos de una hora cuando de pronto se abren las puertas de la van y yo solo puedo distinguir que estoy dentro de una inmensa explanada verde en las afueras de la ciudad. Se encuentra rodeada por grandes cipreses, de modo que resulta difícil saber dónde quedó la zona conurbada. Entonces, comienza el segundo capítulo de la jornada: abrir cada transportadora, bajar a los perros con cuidado, comunicarse con quien sostiene la puerta del jardín principal, donde ya pastan, al menos, otros 30 perros. Bajarse de la camioneta, tomar una pala y una cubeta para ubicar, recoger y monitorear las heces de cada uno. Reportar cualquier anomalía digestiva. Servir el agua en los bebederos, mantenerlos limpios, asegurarse de que todos los canes jueguen en armonía y volver a empezar: recibir las siguiente tres camionetas hasta tener a la manada completa andando. Cien perros entre quienes los humanos pasamos casi desapercibidos, como rémoras que navegamos mientras vigilamos sigilosamente el cardumen.

Te recomendamos leer: "Funerales para mascotas, una manera de afrontar el duelo"

Todavía estoy tapando un hoyo que acababa de escarbar un perro en el pasto cuando me mandan a llamar al área de entrenamiento. Me busca Jean, el director de la escuela. Tengo tres minutos para nombrarle al menos 150 razas de perros. Después viene la pregunta por la historia de la Federación Cinológica Internacional y los grupos de perros que establece. Otras cinco preguntas sobre el correcto uso del collar y los diferentes sistemas de entrenamiento. Luego sigue el examen práctico: tomar la correa de un perro que alguien más me entrega y hacer con él la rutina que el pizarrón marca para ese día. Verbalizar qué observo en el can durante cada ejercicio y sus respuestas ante mis peticiones. Luego, repetir la rutina con otro alumno y adaptar cada ejercicio a su perfil. En resumen, una sesión rigurosa de inmersión sensorial, casi como un entrenamiento de natación de competencia, al que uno ya tenía que llegar con el calentamiento hecho.

"No es que los perros se rehúsen a hacernos caso por desdén o por mero capricho, sino que nadamos en aguas distintas".

Después de tres semanas, ese gran prado de narices, patas veloces y ojos intensos sería ya mi lugar de trabajo por los siguientes dos años y, más aún, mi nuevo hábitat. Radicalmente distinto a las oficinas en las que trabajé durante la preparatoria y la universidad, acá se reconfiguraban las categorías: cambiar la computadora por tu kit de correas y premios, el zapato boleado por las botas de trabajo, el pasillo con iluminación fluorescente por los andadores de pasto y de tierra. Asimismo, la exposición retórica durante las juntas le cedería su lugar al silencio, imprescindible para sostener la escucha y la observación atenta de cualquier diálogo canino. Día tras día. Desde los primeros rayos de sol sobre el pasto hasta la última cena de croquetas servidas en el hostal, en aquel lugar que gira en torno a la vida de los perros.

Mientras entrenaba una mañana, Jean se acercó para decirme: “Les hablas mucho a los perros. Los perros no hablan español”. Y en efecto, estaba yo más concentrado en apelar al criterio del perro, limitando o reforzando sus comportamientos con toda una verbena de porras y enunciados, que en observar la forma en que nuestros cuerpos se estaban comunicando y espejeando ininterrumpidamente. Tenía todo el sentido del mundo. Tras años de entrenamiento independiente, trabajando en casas y parques, aún me faltaba un eslabón que no había logrado encontrar ni en seminarios ni en los consejos de otros entrenadores. Aún vivía bajo la sospecha de que los perros me entendían.

Podríamos llamarla “contaminación de los campos narrativos”. Es decir, la eterna cuestión de la palabra que pretende ser universal. Hablamos del mismo problema que comenzó hace miles de años, en los primeros ejercicios de observación de otras especies, según los cuales, uno apuntaba garabatos y creía en la ficción de estar nombrando la serie de sucesos que palpitan frente a nuestros ojos y en los tejidos de otros seres, acontecimientos que obedecen a sus propios códigos y que, muchas veces, operan desde la intimidad más innombrable. Como un jaguar solitario que descansa sobre un árbol, se rasca los ojos, observa los patrones de manchas en su garra y, entonces, salta al pasto para revolcarse bocarriba en medio de un jugueteo personal, tan espontáneo como seguro de que nadie más necesita observarlo.

El perro está atento a ti y desea llegar contigo para descifrar el siguiente paso. De ahí que mis tardes con Tundra fueran un paréntesis silente que todavía atesoro como un espacio para la meditación en movimiento. Ilustración: Kuarto Mez.

Vaciarse de sí

“Cuanto más desciendo —aclara la apneísta Alessia Zecchini—, la presión comprime el aire en mis pulmones. Llega el punto donde son del tamaño de mi puño. Al contener la respiración a más de 100 metros de profundidad logras entender muchas cosas sobre ti misma”. A partir de esta confesión de la deportista italiana, podríamos decir que la apnea, como práctica subacuática en que se recorren grandes distancias sin ningún tanque de oxígeno ni otro tipo de asistencia, parece menos un deporte extremo que la disposición a indagar en las cavidades del propio ser. Conjurar una entrada a los subterráneos del yo, pero no por el método de la acumulación conceptual o del malabarismo filosófico, sino por el camino de la sustracción. ¿Por qué? Porque para conseguir una inmersión exitosa no se necesita más, sino menos: disminuir el ritmo cardiaco, reducir el volumen de los pulmones para evitar que se dañen, restringir la llegada de oxígeno a las extremidades para priorizar el funcionamiento de los órganos vitales, entre otras formas de la resta.

En el documental La inspiración más profunda (2023), en que la directora Laura McGann narra la creciente —o descendiente— carrera de Zecchini, ansiosa por conquistar todos los récords submarinos mundiales desde sus 15 años, el equipo de entrenadoras y colegas de la apneísta se dedican a enunciar las exigencias a nivel corporal y, sobre todo, de entrenamiento mental para lograrlo. “Se trata de un deporte psicológico”, apuntan en cierto momento. Y en efecto, uno debe estar dispuesto a dejarlo todo para abrazar la nada, a saberse en la oscuridad más sólida y, a pesar de ello, divisar la cara más imperturbable de la soledad. Atreverse a reconocer los propios límites, detenerse allí y comenzar el ascenso sin ayuda alguna. Todo esto bajo el acechante —y, en la práctica, frecuente— riesgo de perder la conciencia a escasos metros de salir. En estos casos, los apneístas de seguridad que flotan cerca de la salida cuentan con apenas unos segundos para remolcar al apneísta hasta la superficie y brindarle respiración asistida, antes de que el daño cerebral sea irreversible.

Algo similar ocurre durante las inmersiones caninas. Misma ecuación, pero con variables distintas. Acá resulta fundamental contener la palabra, neutralizar las emociones, concentrarse en el movimiento como si fuese subacuático y guiar a nuestro perro por medio de un sistema claro de comunicación y recompensas hasta conseguir los objetivos fijados para la sesión del día.

Quizás por eso, cuando en otro momento del filme el periodista deportivo Adam Skolnick menciona: “Estás en una meditación y debes interrumpirla; es como nadar [ascendiendo] [la altura de] un rascacielos de 70 pisos”, su declaración suena tan cercana a la apuesta de la colectiva chilena de nadadoras Las Chungungas. Una de sus fundadoras, Macarena Fernández, explica en entrevista para la Revista de la Universidad de México que cada travesía al mar abierto se trata, ante todo, de una práctica política para perder peso. “El agua salada dicen que algo tiene, que purifica. Y yo creo fidedignamente en eso. Hay algo que pasa luego de entrar y de salir, que te transforma. Hay algo ahí que se aliviana, que hace que todo tome otro peso o menos peso [se refiere aquí a las preocupaciones de cada mañana o a los pendientes que nos esperan en la ciudad]. Yo creo que es muy sanador entrar al agua”. Así, navegar junto a la voluntad hídrica supone seguir y ser seguida por las demás en una caravana que atraviesa una infinita planicie cristalina. Estar al pendiente de la otra persona para no perderse. En suma: un diálogo flotante cuya orientación depende del cuidado colectivo y del reconocimiento mutuo. De forma similar, nadar entre perros es instalar un paréntesis del habla y del fuero interno, despejar el campo para reconocer en sus reacciones la sutileza o el exceso de nuestros gestos, comprobar la claridad al explicarles los procesos a los canes o, por el contrario, la atropellada e irrespetuosa imposición de instrucciones desconocidas.

Volverse anfibio

Cuando hace tres años entrené a Tundra, mi primera alumna sorda, comprendí plenamente los secretos de la apnea. La fertilidad del silencio y las bondades de la observación. Y es que, contrario a lo que supondríamos, una clase silenciada resulta mucho más sencilla que una sesión sonorizada, debido a que no existe la distracción de las sílabas ambiguas ni de las que uno emite fuera de tiempo (que terminan recompensando comportamientos distintos o inmediatamente posteriores al buscado —así sea por fracciones de segundo—). Además, tampoco está invitado el barullo de las demás conversaciones o ruidos del lugar que puedan desviar el proceso de aprendizaje. Sin embargo, el reto es otro: mantener la atención visual y, más aún, la disposición emocional del perro hacia nosotros. Querer ser su mayor fuente de interés y júbilo. Es decir, lo que en el mundo del entrenamiento canino conocemos como “vínculo”. Una vez establecido de manera gradual, avanzando de a poco en la aparición de la confianza, la enunciación de límites y la oferta de recompensas, a partir de este vínculo todo se construye de forma orgánica y más bien fluida: las señales para echarse, caminar junto, permanecer sentado o venir al llamado. El perro está atento a ti y desea llegar contigo para descifrar el siguiente paso. De ahí que mis tardes con Tundra fueran un paréntesis silente que todavía atesoro, precisamente, como un espacio para la meditación en movimiento. Un momento de la tarde en que ella era mi apneísta de seguridad, me daba las instrucciones antes de sumergirme y me indicaba los pasos para disminuir la marabunta entre mis sienes y, entonces sí, concentrarnos en el gesto. Las enseñanzas de Tundra merecerían un capítulo entero.

Te podría interesar: Las mejores historias de Gatopardo en 2024

Subrayar otro idioma

Ambas, tanto la canina como la subacuática, moldean prácticas de la paciencia antes que de la precipitación, una invitación al acto ya estudiado y el rechazo al movimiento desesperado. El pasado febrero, la croata Valentina Cafolla marcó un récord mundial para la apnea, luego de haberse desprendido de la humanidad durante un minuto y 40 segundos, a 140 metros bajo el hielo de los Alpes italianos. De forma más o menos paralela, me gusta pensar en aquellos disidentes del parque humano que se han ido a vivir de forma prolongada con los trotes intempestivos, los colmillazos, ladridos, jadeos y todo lo que pueden las fauces. Y aquí incluyo a algunos maestros míos que llevan 20, otros 25 años o algunos más de cuatro décadas entrenando y rehabilitando perros. Es tal el inventario de miradas, movimientos y decisiones musculares el que llevan en su bitácora de navegación que, desde luego, algo en su forma de viajar por el agua los delata. Saben surcar olas grandes, bajar las velas con ejemplares sensibles, aumentar la velocidad cuando la corriente está completamente dispuesta y piden que se les enseñen más cosas más rápido, o bien, timonear la embarcación de manera sigilosa para que el perro más desconfiado se sepa a salvo.

"Así, navegar junto a la voluntad hídrica supone seguir y ser seguida por las demás en una caravana que atraviesa una infinita planicie cristalina. Estar al pendiente de la otra persona para no perderse. En suma: un diálogo flotante cuya orientación depende del cuidado colectivo y del reconocimiento mutuo".

Ambas son prácticas que, en cuanto a material, no requieren más que una línea. Durante las inmersiones al fondo líquido, las apneístas se impulsan con las manos sobre una cuerda de seguridad vertical que las conducirá a la profundidad buscada. Allí encontrarán un ticket que lleva inscrito el número de metros conseguidos y que, tras nadar de vuelta a la superficie, deberán enseñarle al jurado como evidencia de su hazaña. Del mismo modo, aludiendo a cierta geometría lineal, podríamos convenir que la correa para comunicarnos con nuestros perros es un canal que conecta diferentes planos del espectro sensorial. Solo que en lugar de guardar en uno de sus extremos un comprobante de profundidad, escrito de una forma reconocible, acá no está invitado el alfabeto. De hecho, en tanto vía de comunicación, la correa se basta a sí misma. Hablar con ella, o mediante ella, significa aprender a mantenerla relajada y solo tensarla en segundos estratégicos destinados a la enseñanza puntual de límites determinantes, como evitar que mi perro se baje de la banqueta o que salga corriendo hacia otros perros durante el paseo, por citar solo dos ejemplos. Una correa bien utilizada es un renglón que puede convocar momentos de ligereza por la ausencia de cualquier tensión y que, sumada a la coreografía de nuestros gestos, recompensas y emociones, nos prepara para habitar ese archipiélago del mundo que acontece en cada esquina mientras caminamos con nuestros perros. Aquella alternativa a las bocas desperdiciadas y confundidas en el baile de la conversación, mediante la cual los perros nos enseñan que es posible vivir en un lenguaje más vasto, contundente y significativo que el español.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Los perros no hablan español: el lenguaje del entrenamiento canino

Los perros no hablan español: el lenguaje del entrenamiento canino

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
14
.
01
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Comunicarse con un perro significa neutralizar las emociones, concentrarse en el movimiento como si fuese subacuático y guiarlo por medio de un sistema de recompensas hasta conseguir los objetivos de la sesión del día.

La primera clase se asemeja a la práctica de observación de las olas. Un hombre de treinta y tantos años permanece a tu lado como copiloto de timonel al interior de la cabina. Están reunidos para analizar la velocidad con la que rompe su perro, como rompe el agua, contra otro can que venía acercándose de frente. La correa se tensa, el dueño es arrastrado unos pasos tras su perro. Apenas te vuelve a mirar, aprovechas para proponerle continuar el recorrido. ¿Qué te parece —le preguntas— si damos un breve paseo para que me cuentes algunos detalles mientras voy observando la manera en que Fico y tú se comunican? Acepta. Se escuchan los graznidos matutinos de algunos zanates que han llegado al parque y, de inmediato, comienza a ganar altura una ola de uñas y patas marmoleadas en café que trepan apresuradas por un árbol para intentar alcanzar el juego de dos ardillas. El hombre y tú se quedan mirando a la cruza de pastor australiano con cobrador durante los 10 segundos que transcurren antes de que la cresta regrese al nivel del suelo. Ya sin turbulencias, continúan hablando sobre el entorno en el que Fico se socializó de cachorro, la manera en que ambos llevan a cabo su rutina y otros datos relevantes en términos de alimentación, posibles alergias y antecedentes clínicos. Cuando es el turno de conversar con detenimiento sobre los comportamientos que le gustaría trabajar contigo, te relata una serie de fragmentos que bien podrían encajar en el campo semántico de las dinámicas del oleaje. Te describe los momentos del día en que —según sus propias palabras— una marejada circular recorre aceleradamente los sillones de la casa. También sitúa la parte de los paseos cuando se produce una corriente ensimismada, súbita y de trayectoria independiente que, por su despliegue intempestivo, parece ser más bien hermética a cualquier llamado de atención humana.

Digámoslo de otro modo, menos cercano a la vastedad del mar abierto que a la domesticación contenida: cada uno de nuestros perros es una pileta o un chultún, por hablar de las cisternas mayas diseñadas para captar la lluvia y luego regar los sembradíos. Excavados en piedra caliza y recubiertos por un fondo de estuco para contener las filtraciones, cada chultún permanecía silencioso y discreto, haciendo las veces de madriguera para ese invertebrado sosegado que es la lluvia capturada. Algo similar ocurre durante la cotidianidad de los perros: por destino, más que por decisión, se encuentran a un desnivel del terreno que hace que escurran sobre sus orejas decenas de gotas verbales. A veces en forma de saludo, cumplido, caricaturización o incluso de maldición, la experiencia de captación del lenguaje humano acontece como un torrente incesante.

Y así como no todas las cisternas contienen agua potable, tampoco todos los perros almacenan intenciones de comunicarse con nosotros. Portan, está claro, la memoria y el reconocimiento de la voz humana. Sin embargo, será de acuerdo con sus motivaciones, miedos, antecedentes y todos aquellos elementos que conforman la personalidad irrepetible de cada ejemplar que este habrá de generar su propio depósito pluvial —ya sea apacible o convulso, cristalino o pantanoso, contaminado o libre de filtraciones—, desde el cual decidirá accionar o no en el mundo. No es que los perros se rehúsen a hacernos caso por desdén o por mero capricho, sino que nadamos en aguas distintas.

Una inmersión profunda, y con conocimiento profesional de causa, en el vínculo comunicacional que existe entre los perros y nosotros.

Para empezar, así como uno nunca se zambulle en el agua sin haber probado la temperatura con el dedo gordo del pie, la manera más prudente para aproximarse por primera vez a un perro es leyendo su lenguaje corporal. A medida que nos acercamos, resulta imprescindible afinar nuestro termómetro visual y apuntar cada detalle. Todo cuenta. Mientras extendemos la mano para saludar a su dueño, comienza ya el desfile de gestos caninos. Podemos apreciar si el perro responde a la cercanía de forma neutral o más bien excesiva (por ejemplo, saltándonos encima), o si, por el contrario, gira la cabeza, se lame la nariz o nos da la espalda, por citar algunas de las “señales de calma” que estudió ampliamente la entrenadora noruega Turid Rugaas. Dichas señales, al ser situadas y entendidas en cada contexto, nos ayudan a reconocer que un perro se encuentra estresado a partir de ciertos estímulos puntuales (sonidos de motores, un parque nuevo, perros más grandes, la cercanía de un extraño, entre muchos otros), para entonces —y solo entonces— planear nuestras acciones y evitar provocarle una experiencia desagradable o invasiva. A fin de cuentas, nunca está de más recordar que no todos los perros desean ser acariciados ni se sienten cómodos con nuestros mimos.

Una vez que hemos comprobado lo templado, fresco o hirviente del agua, viene el salto irreversible. Algo nos sugiere que cualquier idea de creerse en altamar, en una cabina sellada y completamente impermeable, es absurda. Los contornos de las voces humanas empiezan a difuminarse, todavía inteligibles pero ya encapsuladas en un segundo plano. Sabemos que la inmersión al mundo del perro ha comenzado cuando las relaciones entre los cuerpos, sonidos y objetos empiezan a trastocarse. Se despliega un lienzo en el que cobran importancia los movimientos normalmente sutiles, acaso como una sinfonía dirigida por el espectro sensorial del perro —y ejecutada por él mismo—. El modo en que se para (incluyendo si se eriza o se encorva), la posición de sus orejas, el ángulo de su cola, la naturaleza de la caminata, su respuesta a los sonidos abruptos, qué tanto voltea a ver a su dueño, qué hace cuando la correa empieza a tensarse, qué pasa cuando otro perro aparece en su radar y un etcétera tan extenso como determinante. Son todas ellas manifestaciones de una red compleja de procesos en operación (sistema nervioso central y sistema nervioso periférico, por nombrar al binomio con todas sus letras clínicas) y que, desde el primer clavado, ya nos habilitan para construir la imagen del alumno con quien trabajaremos durante las siguientes semanas.

Un cardumen en el mar verde

Son las ocho de la mañana. He llegado a una oficina en la colonia Condesa, donde me indican que la siguiente camioneta es la mía. Es mi primer día de prueba en Pek University, una de las más grandes escuelas caninas de la Ciudad de México, y comienzo a seguir las instrucciones. Subir garrafones. Cargar los bultos de alimento de los perros que se quedarán en la pensión. Pasar lista y ordenar las correas. Para esta hora, ya todos los perros han subido a la van, de modo que la veintena de transportadoras que los contienen debe ser monitoreada de forma rigurosa. Mientras las luces intermitentes de la camioneta parpadean y el motor diésel ronronea discretamente, el chofer mira el reloj. Está esperando a que den las 8:15 para que algún último dueño llegue apresurado junto a su perro y podamos partir. De pronto suben a la cabina una entrenadora y un estilista. Ya no hay lugar para mí. Me voltean a ver y, antes de que me lo pregunten, les digo que yo me voy en la zona de carga. Me acomodo entre los kennels, bultos de croquetas y demás cargamento. Arrancamos.

Pasa menos de una hora cuando de pronto se abren las puertas de la van y yo solo puedo distinguir que estoy dentro de una inmensa explanada verde en las afueras de la ciudad. Se encuentra rodeada por grandes cipreses, de modo que resulta difícil saber dónde quedó la zona conurbada. Entonces, comienza el segundo capítulo de la jornada: abrir cada transportadora, bajar a los perros con cuidado, comunicarse con quien sostiene la puerta del jardín principal, donde ya pastan, al menos, otros 30 perros. Bajarse de la camioneta, tomar una pala y una cubeta para ubicar, recoger y monitorear las heces de cada uno. Reportar cualquier anomalía digestiva. Servir el agua en los bebederos, mantenerlos limpios, asegurarse de que todos los canes jueguen en armonía y volver a empezar: recibir las siguiente tres camionetas hasta tener a la manada completa andando. Cien perros entre quienes los humanos pasamos casi desapercibidos, como rémoras que navegamos mientras vigilamos sigilosamente el cardumen.

Te recomendamos leer: "Funerales para mascotas, una manera de afrontar el duelo"

Todavía estoy tapando un hoyo que acababa de escarbar un perro en el pasto cuando me mandan a llamar al área de entrenamiento. Me busca Jean, el director de la escuela. Tengo tres minutos para nombrarle al menos 150 razas de perros. Después viene la pregunta por la historia de la Federación Cinológica Internacional y los grupos de perros que establece. Otras cinco preguntas sobre el correcto uso del collar y los diferentes sistemas de entrenamiento. Luego sigue el examen práctico: tomar la correa de un perro que alguien más me entrega y hacer con él la rutina que el pizarrón marca para ese día. Verbalizar qué observo en el can durante cada ejercicio y sus respuestas ante mis peticiones. Luego, repetir la rutina con otro alumno y adaptar cada ejercicio a su perfil. En resumen, una sesión rigurosa de inmersión sensorial, casi como un entrenamiento de natación de competencia, al que uno ya tenía que llegar con el calentamiento hecho.

"No es que los perros se rehúsen a hacernos caso por desdén o por mero capricho, sino que nadamos en aguas distintas".

Después de tres semanas, ese gran prado de narices, patas veloces y ojos intensos sería ya mi lugar de trabajo por los siguientes dos años y, más aún, mi nuevo hábitat. Radicalmente distinto a las oficinas en las que trabajé durante la preparatoria y la universidad, acá se reconfiguraban las categorías: cambiar la computadora por tu kit de correas y premios, el zapato boleado por las botas de trabajo, el pasillo con iluminación fluorescente por los andadores de pasto y de tierra. Asimismo, la exposición retórica durante las juntas le cedería su lugar al silencio, imprescindible para sostener la escucha y la observación atenta de cualquier diálogo canino. Día tras día. Desde los primeros rayos de sol sobre el pasto hasta la última cena de croquetas servidas en el hostal, en aquel lugar que gira en torno a la vida de los perros.

Mientras entrenaba una mañana, Jean se acercó para decirme: “Les hablas mucho a los perros. Los perros no hablan español”. Y en efecto, estaba yo más concentrado en apelar al criterio del perro, limitando o reforzando sus comportamientos con toda una verbena de porras y enunciados, que en observar la forma en que nuestros cuerpos se estaban comunicando y espejeando ininterrumpidamente. Tenía todo el sentido del mundo. Tras años de entrenamiento independiente, trabajando en casas y parques, aún me faltaba un eslabón que no había logrado encontrar ni en seminarios ni en los consejos de otros entrenadores. Aún vivía bajo la sospecha de que los perros me entendían.

Podríamos llamarla “contaminación de los campos narrativos”. Es decir, la eterna cuestión de la palabra que pretende ser universal. Hablamos del mismo problema que comenzó hace miles de años, en los primeros ejercicios de observación de otras especies, según los cuales, uno apuntaba garabatos y creía en la ficción de estar nombrando la serie de sucesos que palpitan frente a nuestros ojos y en los tejidos de otros seres, acontecimientos que obedecen a sus propios códigos y que, muchas veces, operan desde la intimidad más innombrable. Como un jaguar solitario que descansa sobre un árbol, se rasca los ojos, observa los patrones de manchas en su garra y, entonces, salta al pasto para revolcarse bocarriba en medio de un jugueteo personal, tan espontáneo como seguro de que nadie más necesita observarlo.

El perro está atento a ti y desea llegar contigo para descifrar el siguiente paso. De ahí que mis tardes con Tundra fueran un paréntesis silente que todavía atesoro como un espacio para la meditación en movimiento. Ilustración: Kuarto Mez.

Vaciarse de sí

“Cuanto más desciendo —aclara la apneísta Alessia Zecchini—, la presión comprime el aire en mis pulmones. Llega el punto donde son del tamaño de mi puño. Al contener la respiración a más de 100 metros de profundidad logras entender muchas cosas sobre ti misma”. A partir de esta confesión de la deportista italiana, podríamos decir que la apnea, como práctica subacuática en que se recorren grandes distancias sin ningún tanque de oxígeno ni otro tipo de asistencia, parece menos un deporte extremo que la disposición a indagar en las cavidades del propio ser. Conjurar una entrada a los subterráneos del yo, pero no por el método de la acumulación conceptual o del malabarismo filosófico, sino por el camino de la sustracción. ¿Por qué? Porque para conseguir una inmersión exitosa no se necesita más, sino menos: disminuir el ritmo cardiaco, reducir el volumen de los pulmones para evitar que se dañen, restringir la llegada de oxígeno a las extremidades para priorizar el funcionamiento de los órganos vitales, entre otras formas de la resta.

En el documental La inspiración más profunda (2023), en que la directora Laura McGann narra la creciente —o descendiente— carrera de Zecchini, ansiosa por conquistar todos los récords submarinos mundiales desde sus 15 años, el equipo de entrenadoras y colegas de la apneísta se dedican a enunciar las exigencias a nivel corporal y, sobre todo, de entrenamiento mental para lograrlo. “Se trata de un deporte psicológico”, apuntan en cierto momento. Y en efecto, uno debe estar dispuesto a dejarlo todo para abrazar la nada, a saberse en la oscuridad más sólida y, a pesar de ello, divisar la cara más imperturbable de la soledad. Atreverse a reconocer los propios límites, detenerse allí y comenzar el ascenso sin ayuda alguna. Todo esto bajo el acechante —y, en la práctica, frecuente— riesgo de perder la conciencia a escasos metros de salir. En estos casos, los apneístas de seguridad que flotan cerca de la salida cuentan con apenas unos segundos para remolcar al apneísta hasta la superficie y brindarle respiración asistida, antes de que el daño cerebral sea irreversible.

Algo similar ocurre durante las inmersiones caninas. Misma ecuación, pero con variables distintas. Acá resulta fundamental contener la palabra, neutralizar las emociones, concentrarse en el movimiento como si fuese subacuático y guiar a nuestro perro por medio de un sistema claro de comunicación y recompensas hasta conseguir los objetivos fijados para la sesión del día.

Quizás por eso, cuando en otro momento del filme el periodista deportivo Adam Skolnick menciona: “Estás en una meditación y debes interrumpirla; es como nadar [ascendiendo] [la altura de] un rascacielos de 70 pisos”, su declaración suena tan cercana a la apuesta de la colectiva chilena de nadadoras Las Chungungas. Una de sus fundadoras, Macarena Fernández, explica en entrevista para la Revista de la Universidad de México que cada travesía al mar abierto se trata, ante todo, de una práctica política para perder peso. “El agua salada dicen que algo tiene, que purifica. Y yo creo fidedignamente en eso. Hay algo que pasa luego de entrar y de salir, que te transforma. Hay algo ahí que se aliviana, que hace que todo tome otro peso o menos peso [se refiere aquí a las preocupaciones de cada mañana o a los pendientes que nos esperan en la ciudad]. Yo creo que es muy sanador entrar al agua”. Así, navegar junto a la voluntad hídrica supone seguir y ser seguida por las demás en una caravana que atraviesa una infinita planicie cristalina. Estar al pendiente de la otra persona para no perderse. En suma: un diálogo flotante cuya orientación depende del cuidado colectivo y del reconocimiento mutuo. De forma similar, nadar entre perros es instalar un paréntesis del habla y del fuero interno, despejar el campo para reconocer en sus reacciones la sutileza o el exceso de nuestros gestos, comprobar la claridad al explicarles los procesos a los canes o, por el contrario, la atropellada e irrespetuosa imposición de instrucciones desconocidas.

Volverse anfibio

Cuando hace tres años entrené a Tundra, mi primera alumna sorda, comprendí plenamente los secretos de la apnea. La fertilidad del silencio y las bondades de la observación. Y es que, contrario a lo que supondríamos, una clase silenciada resulta mucho más sencilla que una sesión sonorizada, debido a que no existe la distracción de las sílabas ambiguas ni de las que uno emite fuera de tiempo (que terminan recompensando comportamientos distintos o inmediatamente posteriores al buscado —así sea por fracciones de segundo—). Además, tampoco está invitado el barullo de las demás conversaciones o ruidos del lugar que puedan desviar el proceso de aprendizaje. Sin embargo, el reto es otro: mantener la atención visual y, más aún, la disposición emocional del perro hacia nosotros. Querer ser su mayor fuente de interés y júbilo. Es decir, lo que en el mundo del entrenamiento canino conocemos como “vínculo”. Una vez establecido de manera gradual, avanzando de a poco en la aparición de la confianza, la enunciación de límites y la oferta de recompensas, a partir de este vínculo todo se construye de forma orgánica y más bien fluida: las señales para echarse, caminar junto, permanecer sentado o venir al llamado. El perro está atento a ti y desea llegar contigo para descifrar el siguiente paso. De ahí que mis tardes con Tundra fueran un paréntesis silente que todavía atesoro, precisamente, como un espacio para la meditación en movimiento. Un momento de la tarde en que ella era mi apneísta de seguridad, me daba las instrucciones antes de sumergirme y me indicaba los pasos para disminuir la marabunta entre mis sienes y, entonces sí, concentrarnos en el gesto. Las enseñanzas de Tundra merecerían un capítulo entero.

Te podría interesar: Las mejores historias de Gatopardo en 2024

Subrayar otro idioma

Ambas, tanto la canina como la subacuática, moldean prácticas de la paciencia antes que de la precipitación, una invitación al acto ya estudiado y el rechazo al movimiento desesperado. El pasado febrero, la croata Valentina Cafolla marcó un récord mundial para la apnea, luego de haberse desprendido de la humanidad durante un minuto y 40 segundos, a 140 metros bajo el hielo de los Alpes italianos. De forma más o menos paralela, me gusta pensar en aquellos disidentes del parque humano que se han ido a vivir de forma prolongada con los trotes intempestivos, los colmillazos, ladridos, jadeos y todo lo que pueden las fauces. Y aquí incluyo a algunos maestros míos que llevan 20, otros 25 años o algunos más de cuatro décadas entrenando y rehabilitando perros. Es tal el inventario de miradas, movimientos y decisiones musculares el que llevan en su bitácora de navegación que, desde luego, algo en su forma de viajar por el agua los delata. Saben surcar olas grandes, bajar las velas con ejemplares sensibles, aumentar la velocidad cuando la corriente está completamente dispuesta y piden que se les enseñen más cosas más rápido, o bien, timonear la embarcación de manera sigilosa para que el perro más desconfiado se sepa a salvo.

"Así, navegar junto a la voluntad hídrica supone seguir y ser seguida por las demás en una caravana que atraviesa una infinita planicie cristalina. Estar al pendiente de la otra persona para no perderse. En suma: un diálogo flotante cuya orientación depende del cuidado colectivo y del reconocimiento mutuo".

Ambas son prácticas que, en cuanto a material, no requieren más que una línea. Durante las inmersiones al fondo líquido, las apneístas se impulsan con las manos sobre una cuerda de seguridad vertical que las conducirá a la profundidad buscada. Allí encontrarán un ticket que lleva inscrito el número de metros conseguidos y que, tras nadar de vuelta a la superficie, deberán enseñarle al jurado como evidencia de su hazaña. Del mismo modo, aludiendo a cierta geometría lineal, podríamos convenir que la correa para comunicarnos con nuestros perros es un canal que conecta diferentes planos del espectro sensorial. Solo que en lugar de guardar en uno de sus extremos un comprobante de profundidad, escrito de una forma reconocible, acá no está invitado el alfabeto. De hecho, en tanto vía de comunicación, la correa se basta a sí misma. Hablar con ella, o mediante ella, significa aprender a mantenerla relajada y solo tensarla en segundos estratégicos destinados a la enseñanza puntual de límites determinantes, como evitar que mi perro se baje de la banqueta o que salga corriendo hacia otros perros durante el paseo, por citar solo dos ejemplos. Una correa bien utilizada es un renglón que puede convocar momentos de ligereza por la ausencia de cualquier tensión y que, sumada a la coreografía de nuestros gestos, recompensas y emociones, nos prepara para habitar ese archipiélago del mundo que acontece en cada esquina mientras caminamos con nuestros perros. Aquella alternativa a las bocas desperdiciadas y confundidas en el baile de la conversación, mediante la cual los perros nos enseñan que es posible vivir en un lenguaje más vasto, contundente y significativo que el español.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Los perros no hablan español: el lenguaje del entrenamiento canino

Los perros no hablan español: el lenguaje del entrenamiento canino

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
14
.
01
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Comunicarse con un perro significa neutralizar las emociones, concentrarse en el movimiento como si fuese subacuático y guiarlo por medio de un sistema de recompensas hasta conseguir los objetivos de la sesión del día.

La primera clase se asemeja a la práctica de observación de las olas. Un hombre de treinta y tantos años permanece a tu lado como copiloto de timonel al interior de la cabina. Están reunidos para analizar la velocidad con la que rompe su perro, como rompe el agua, contra otro can que venía acercándose de frente. La correa se tensa, el dueño es arrastrado unos pasos tras su perro. Apenas te vuelve a mirar, aprovechas para proponerle continuar el recorrido. ¿Qué te parece —le preguntas— si damos un breve paseo para que me cuentes algunos detalles mientras voy observando la manera en que Fico y tú se comunican? Acepta. Se escuchan los graznidos matutinos de algunos zanates que han llegado al parque y, de inmediato, comienza a ganar altura una ola de uñas y patas marmoleadas en café que trepan apresuradas por un árbol para intentar alcanzar el juego de dos ardillas. El hombre y tú se quedan mirando a la cruza de pastor australiano con cobrador durante los 10 segundos que transcurren antes de que la cresta regrese al nivel del suelo. Ya sin turbulencias, continúan hablando sobre el entorno en el que Fico se socializó de cachorro, la manera en que ambos llevan a cabo su rutina y otros datos relevantes en términos de alimentación, posibles alergias y antecedentes clínicos. Cuando es el turno de conversar con detenimiento sobre los comportamientos que le gustaría trabajar contigo, te relata una serie de fragmentos que bien podrían encajar en el campo semántico de las dinámicas del oleaje. Te describe los momentos del día en que —según sus propias palabras— una marejada circular recorre aceleradamente los sillones de la casa. También sitúa la parte de los paseos cuando se produce una corriente ensimismada, súbita y de trayectoria independiente que, por su despliegue intempestivo, parece ser más bien hermética a cualquier llamado de atención humana.

Digámoslo de otro modo, menos cercano a la vastedad del mar abierto que a la domesticación contenida: cada uno de nuestros perros es una pileta o un chultún, por hablar de las cisternas mayas diseñadas para captar la lluvia y luego regar los sembradíos. Excavados en piedra caliza y recubiertos por un fondo de estuco para contener las filtraciones, cada chultún permanecía silencioso y discreto, haciendo las veces de madriguera para ese invertebrado sosegado que es la lluvia capturada. Algo similar ocurre durante la cotidianidad de los perros: por destino, más que por decisión, se encuentran a un desnivel del terreno que hace que escurran sobre sus orejas decenas de gotas verbales. A veces en forma de saludo, cumplido, caricaturización o incluso de maldición, la experiencia de captación del lenguaje humano acontece como un torrente incesante.

Y así como no todas las cisternas contienen agua potable, tampoco todos los perros almacenan intenciones de comunicarse con nosotros. Portan, está claro, la memoria y el reconocimiento de la voz humana. Sin embargo, será de acuerdo con sus motivaciones, miedos, antecedentes y todos aquellos elementos que conforman la personalidad irrepetible de cada ejemplar que este habrá de generar su propio depósito pluvial —ya sea apacible o convulso, cristalino o pantanoso, contaminado o libre de filtraciones—, desde el cual decidirá accionar o no en el mundo. No es que los perros se rehúsen a hacernos caso por desdén o por mero capricho, sino que nadamos en aguas distintas.

Una inmersión profunda, y con conocimiento profesional de causa, en el vínculo comunicacional que existe entre los perros y nosotros.

Para empezar, así como uno nunca se zambulle en el agua sin haber probado la temperatura con el dedo gordo del pie, la manera más prudente para aproximarse por primera vez a un perro es leyendo su lenguaje corporal. A medida que nos acercamos, resulta imprescindible afinar nuestro termómetro visual y apuntar cada detalle. Todo cuenta. Mientras extendemos la mano para saludar a su dueño, comienza ya el desfile de gestos caninos. Podemos apreciar si el perro responde a la cercanía de forma neutral o más bien excesiva (por ejemplo, saltándonos encima), o si, por el contrario, gira la cabeza, se lame la nariz o nos da la espalda, por citar algunas de las “señales de calma” que estudió ampliamente la entrenadora noruega Turid Rugaas. Dichas señales, al ser situadas y entendidas en cada contexto, nos ayudan a reconocer que un perro se encuentra estresado a partir de ciertos estímulos puntuales (sonidos de motores, un parque nuevo, perros más grandes, la cercanía de un extraño, entre muchos otros), para entonces —y solo entonces— planear nuestras acciones y evitar provocarle una experiencia desagradable o invasiva. A fin de cuentas, nunca está de más recordar que no todos los perros desean ser acariciados ni se sienten cómodos con nuestros mimos.

Una vez que hemos comprobado lo templado, fresco o hirviente del agua, viene el salto irreversible. Algo nos sugiere que cualquier idea de creerse en altamar, en una cabina sellada y completamente impermeable, es absurda. Los contornos de las voces humanas empiezan a difuminarse, todavía inteligibles pero ya encapsuladas en un segundo plano. Sabemos que la inmersión al mundo del perro ha comenzado cuando las relaciones entre los cuerpos, sonidos y objetos empiezan a trastocarse. Se despliega un lienzo en el que cobran importancia los movimientos normalmente sutiles, acaso como una sinfonía dirigida por el espectro sensorial del perro —y ejecutada por él mismo—. El modo en que se para (incluyendo si se eriza o se encorva), la posición de sus orejas, el ángulo de su cola, la naturaleza de la caminata, su respuesta a los sonidos abruptos, qué tanto voltea a ver a su dueño, qué hace cuando la correa empieza a tensarse, qué pasa cuando otro perro aparece en su radar y un etcétera tan extenso como determinante. Son todas ellas manifestaciones de una red compleja de procesos en operación (sistema nervioso central y sistema nervioso periférico, por nombrar al binomio con todas sus letras clínicas) y que, desde el primer clavado, ya nos habilitan para construir la imagen del alumno con quien trabajaremos durante las siguientes semanas.

Un cardumen en el mar verde

Son las ocho de la mañana. He llegado a una oficina en la colonia Condesa, donde me indican que la siguiente camioneta es la mía. Es mi primer día de prueba en Pek University, una de las más grandes escuelas caninas de la Ciudad de México, y comienzo a seguir las instrucciones. Subir garrafones. Cargar los bultos de alimento de los perros que se quedarán en la pensión. Pasar lista y ordenar las correas. Para esta hora, ya todos los perros han subido a la van, de modo que la veintena de transportadoras que los contienen debe ser monitoreada de forma rigurosa. Mientras las luces intermitentes de la camioneta parpadean y el motor diésel ronronea discretamente, el chofer mira el reloj. Está esperando a que den las 8:15 para que algún último dueño llegue apresurado junto a su perro y podamos partir. De pronto suben a la cabina una entrenadora y un estilista. Ya no hay lugar para mí. Me voltean a ver y, antes de que me lo pregunten, les digo que yo me voy en la zona de carga. Me acomodo entre los kennels, bultos de croquetas y demás cargamento. Arrancamos.

Pasa menos de una hora cuando de pronto se abren las puertas de la van y yo solo puedo distinguir que estoy dentro de una inmensa explanada verde en las afueras de la ciudad. Se encuentra rodeada por grandes cipreses, de modo que resulta difícil saber dónde quedó la zona conurbada. Entonces, comienza el segundo capítulo de la jornada: abrir cada transportadora, bajar a los perros con cuidado, comunicarse con quien sostiene la puerta del jardín principal, donde ya pastan, al menos, otros 30 perros. Bajarse de la camioneta, tomar una pala y una cubeta para ubicar, recoger y monitorear las heces de cada uno. Reportar cualquier anomalía digestiva. Servir el agua en los bebederos, mantenerlos limpios, asegurarse de que todos los canes jueguen en armonía y volver a empezar: recibir las siguiente tres camionetas hasta tener a la manada completa andando. Cien perros entre quienes los humanos pasamos casi desapercibidos, como rémoras que navegamos mientras vigilamos sigilosamente el cardumen.

Te recomendamos leer: "Funerales para mascotas, una manera de afrontar el duelo"

Todavía estoy tapando un hoyo que acababa de escarbar un perro en el pasto cuando me mandan a llamar al área de entrenamiento. Me busca Jean, el director de la escuela. Tengo tres minutos para nombrarle al menos 150 razas de perros. Después viene la pregunta por la historia de la Federación Cinológica Internacional y los grupos de perros que establece. Otras cinco preguntas sobre el correcto uso del collar y los diferentes sistemas de entrenamiento. Luego sigue el examen práctico: tomar la correa de un perro que alguien más me entrega y hacer con él la rutina que el pizarrón marca para ese día. Verbalizar qué observo en el can durante cada ejercicio y sus respuestas ante mis peticiones. Luego, repetir la rutina con otro alumno y adaptar cada ejercicio a su perfil. En resumen, una sesión rigurosa de inmersión sensorial, casi como un entrenamiento de natación de competencia, al que uno ya tenía que llegar con el calentamiento hecho.

"No es que los perros se rehúsen a hacernos caso por desdén o por mero capricho, sino que nadamos en aguas distintas".

Después de tres semanas, ese gran prado de narices, patas veloces y ojos intensos sería ya mi lugar de trabajo por los siguientes dos años y, más aún, mi nuevo hábitat. Radicalmente distinto a las oficinas en las que trabajé durante la preparatoria y la universidad, acá se reconfiguraban las categorías: cambiar la computadora por tu kit de correas y premios, el zapato boleado por las botas de trabajo, el pasillo con iluminación fluorescente por los andadores de pasto y de tierra. Asimismo, la exposición retórica durante las juntas le cedería su lugar al silencio, imprescindible para sostener la escucha y la observación atenta de cualquier diálogo canino. Día tras día. Desde los primeros rayos de sol sobre el pasto hasta la última cena de croquetas servidas en el hostal, en aquel lugar que gira en torno a la vida de los perros.

Mientras entrenaba una mañana, Jean se acercó para decirme: “Les hablas mucho a los perros. Los perros no hablan español”. Y en efecto, estaba yo más concentrado en apelar al criterio del perro, limitando o reforzando sus comportamientos con toda una verbena de porras y enunciados, que en observar la forma en que nuestros cuerpos se estaban comunicando y espejeando ininterrumpidamente. Tenía todo el sentido del mundo. Tras años de entrenamiento independiente, trabajando en casas y parques, aún me faltaba un eslabón que no había logrado encontrar ni en seminarios ni en los consejos de otros entrenadores. Aún vivía bajo la sospecha de que los perros me entendían.

Podríamos llamarla “contaminación de los campos narrativos”. Es decir, la eterna cuestión de la palabra que pretende ser universal. Hablamos del mismo problema que comenzó hace miles de años, en los primeros ejercicios de observación de otras especies, según los cuales, uno apuntaba garabatos y creía en la ficción de estar nombrando la serie de sucesos que palpitan frente a nuestros ojos y en los tejidos de otros seres, acontecimientos que obedecen a sus propios códigos y que, muchas veces, operan desde la intimidad más innombrable. Como un jaguar solitario que descansa sobre un árbol, se rasca los ojos, observa los patrones de manchas en su garra y, entonces, salta al pasto para revolcarse bocarriba en medio de un jugueteo personal, tan espontáneo como seguro de que nadie más necesita observarlo.

El perro está atento a ti y desea llegar contigo para descifrar el siguiente paso. De ahí que mis tardes con Tundra fueran un paréntesis silente que todavía atesoro como un espacio para la meditación en movimiento. Ilustración: Kuarto Mez.

Vaciarse de sí

“Cuanto más desciendo —aclara la apneísta Alessia Zecchini—, la presión comprime el aire en mis pulmones. Llega el punto donde son del tamaño de mi puño. Al contener la respiración a más de 100 metros de profundidad logras entender muchas cosas sobre ti misma”. A partir de esta confesión de la deportista italiana, podríamos decir que la apnea, como práctica subacuática en que se recorren grandes distancias sin ningún tanque de oxígeno ni otro tipo de asistencia, parece menos un deporte extremo que la disposición a indagar en las cavidades del propio ser. Conjurar una entrada a los subterráneos del yo, pero no por el método de la acumulación conceptual o del malabarismo filosófico, sino por el camino de la sustracción. ¿Por qué? Porque para conseguir una inmersión exitosa no se necesita más, sino menos: disminuir el ritmo cardiaco, reducir el volumen de los pulmones para evitar que se dañen, restringir la llegada de oxígeno a las extremidades para priorizar el funcionamiento de los órganos vitales, entre otras formas de la resta.

En el documental La inspiración más profunda (2023), en que la directora Laura McGann narra la creciente —o descendiente— carrera de Zecchini, ansiosa por conquistar todos los récords submarinos mundiales desde sus 15 años, el equipo de entrenadoras y colegas de la apneísta se dedican a enunciar las exigencias a nivel corporal y, sobre todo, de entrenamiento mental para lograrlo. “Se trata de un deporte psicológico”, apuntan en cierto momento. Y en efecto, uno debe estar dispuesto a dejarlo todo para abrazar la nada, a saberse en la oscuridad más sólida y, a pesar de ello, divisar la cara más imperturbable de la soledad. Atreverse a reconocer los propios límites, detenerse allí y comenzar el ascenso sin ayuda alguna. Todo esto bajo el acechante —y, en la práctica, frecuente— riesgo de perder la conciencia a escasos metros de salir. En estos casos, los apneístas de seguridad que flotan cerca de la salida cuentan con apenas unos segundos para remolcar al apneísta hasta la superficie y brindarle respiración asistida, antes de que el daño cerebral sea irreversible.

Algo similar ocurre durante las inmersiones caninas. Misma ecuación, pero con variables distintas. Acá resulta fundamental contener la palabra, neutralizar las emociones, concentrarse en el movimiento como si fuese subacuático y guiar a nuestro perro por medio de un sistema claro de comunicación y recompensas hasta conseguir los objetivos fijados para la sesión del día.

Quizás por eso, cuando en otro momento del filme el periodista deportivo Adam Skolnick menciona: “Estás en una meditación y debes interrumpirla; es como nadar [ascendiendo] [la altura de] un rascacielos de 70 pisos”, su declaración suena tan cercana a la apuesta de la colectiva chilena de nadadoras Las Chungungas. Una de sus fundadoras, Macarena Fernández, explica en entrevista para la Revista de la Universidad de México que cada travesía al mar abierto se trata, ante todo, de una práctica política para perder peso. “El agua salada dicen que algo tiene, que purifica. Y yo creo fidedignamente en eso. Hay algo que pasa luego de entrar y de salir, que te transforma. Hay algo ahí que se aliviana, que hace que todo tome otro peso o menos peso [se refiere aquí a las preocupaciones de cada mañana o a los pendientes que nos esperan en la ciudad]. Yo creo que es muy sanador entrar al agua”. Así, navegar junto a la voluntad hídrica supone seguir y ser seguida por las demás en una caravana que atraviesa una infinita planicie cristalina. Estar al pendiente de la otra persona para no perderse. En suma: un diálogo flotante cuya orientación depende del cuidado colectivo y del reconocimiento mutuo. De forma similar, nadar entre perros es instalar un paréntesis del habla y del fuero interno, despejar el campo para reconocer en sus reacciones la sutileza o el exceso de nuestros gestos, comprobar la claridad al explicarles los procesos a los canes o, por el contrario, la atropellada e irrespetuosa imposición de instrucciones desconocidas.

Volverse anfibio

Cuando hace tres años entrené a Tundra, mi primera alumna sorda, comprendí plenamente los secretos de la apnea. La fertilidad del silencio y las bondades de la observación. Y es que, contrario a lo que supondríamos, una clase silenciada resulta mucho más sencilla que una sesión sonorizada, debido a que no existe la distracción de las sílabas ambiguas ni de las que uno emite fuera de tiempo (que terminan recompensando comportamientos distintos o inmediatamente posteriores al buscado —así sea por fracciones de segundo—). Además, tampoco está invitado el barullo de las demás conversaciones o ruidos del lugar que puedan desviar el proceso de aprendizaje. Sin embargo, el reto es otro: mantener la atención visual y, más aún, la disposición emocional del perro hacia nosotros. Querer ser su mayor fuente de interés y júbilo. Es decir, lo que en el mundo del entrenamiento canino conocemos como “vínculo”. Una vez establecido de manera gradual, avanzando de a poco en la aparición de la confianza, la enunciación de límites y la oferta de recompensas, a partir de este vínculo todo se construye de forma orgánica y más bien fluida: las señales para echarse, caminar junto, permanecer sentado o venir al llamado. El perro está atento a ti y desea llegar contigo para descifrar el siguiente paso. De ahí que mis tardes con Tundra fueran un paréntesis silente que todavía atesoro, precisamente, como un espacio para la meditación en movimiento. Un momento de la tarde en que ella era mi apneísta de seguridad, me daba las instrucciones antes de sumergirme y me indicaba los pasos para disminuir la marabunta entre mis sienes y, entonces sí, concentrarnos en el gesto. Las enseñanzas de Tundra merecerían un capítulo entero.

Te podría interesar: Las mejores historias de Gatopardo en 2024

Subrayar otro idioma

Ambas, tanto la canina como la subacuática, moldean prácticas de la paciencia antes que de la precipitación, una invitación al acto ya estudiado y el rechazo al movimiento desesperado. El pasado febrero, la croata Valentina Cafolla marcó un récord mundial para la apnea, luego de haberse desprendido de la humanidad durante un minuto y 40 segundos, a 140 metros bajo el hielo de los Alpes italianos. De forma más o menos paralela, me gusta pensar en aquellos disidentes del parque humano que se han ido a vivir de forma prolongada con los trotes intempestivos, los colmillazos, ladridos, jadeos y todo lo que pueden las fauces. Y aquí incluyo a algunos maestros míos que llevan 20, otros 25 años o algunos más de cuatro décadas entrenando y rehabilitando perros. Es tal el inventario de miradas, movimientos y decisiones musculares el que llevan en su bitácora de navegación que, desde luego, algo en su forma de viajar por el agua los delata. Saben surcar olas grandes, bajar las velas con ejemplares sensibles, aumentar la velocidad cuando la corriente está completamente dispuesta y piden que se les enseñen más cosas más rápido, o bien, timonear la embarcación de manera sigilosa para que el perro más desconfiado se sepa a salvo.

"Así, navegar junto a la voluntad hídrica supone seguir y ser seguida por las demás en una caravana que atraviesa una infinita planicie cristalina. Estar al pendiente de la otra persona para no perderse. En suma: un diálogo flotante cuya orientación depende del cuidado colectivo y del reconocimiento mutuo".

Ambas son prácticas que, en cuanto a material, no requieren más que una línea. Durante las inmersiones al fondo líquido, las apneístas se impulsan con las manos sobre una cuerda de seguridad vertical que las conducirá a la profundidad buscada. Allí encontrarán un ticket que lleva inscrito el número de metros conseguidos y que, tras nadar de vuelta a la superficie, deberán enseñarle al jurado como evidencia de su hazaña. Del mismo modo, aludiendo a cierta geometría lineal, podríamos convenir que la correa para comunicarnos con nuestros perros es un canal que conecta diferentes planos del espectro sensorial. Solo que en lugar de guardar en uno de sus extremos un comprobante de profundidad, escrito de una forma reconocible, acá no está invitado el alfabeto. De hecho, en tanto vía de comunicación, la correa se basta a sí misma. Hablar con ella, o mediante ella, significa aprender a mantenerla relajada y solo tensarla en segundos estratégicos destinados a la enseñanza puntual de límites determinantes, como evitar que mi perro se baje de la banqueta o que salga corriendo hacia otros perros durante el paseo, por citar solo dos ejemplos. Una correa bien utilizada es un renglón que puede convocar momentos de ligereza por la ausencia de cualquier tensión y que, sumada a la coreografía de nuestros gestos, recompensas y emociones, nos prepara para habitar ese archipiélago del mundo que acontece en cada esquina mientras caminamos con nuestros perros. Aquella alternativa a las bocas desperdiciadas y confundidas en el baile de la conversación, mediante la cual los perros nos enseñan que es posible vivir en un lenguaje más vasto, contundente y significativo que el español.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Los perros no hablan español: el lenguaje del entrenamiento canino

Los perros no hablan español: el lenguaje del entrenamiento canino

14
.
01
.
25
2025
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ver Videos

Comunicarse con un perro significa neutralizar las emociones, concentrarse en el movimiento como si fuese subacuático y guiarlo por medio de un sistema de recompensas hasta conseguir los objetivos de la sesión del día.

La primera clase se asemeja a la práctica de observación de las olas. Un hombre de treinta y tantos años permanece a tu lado como copiloto de timonel al interior de la cabina. Están reunidos para analizar la velocidad con la que rompe su perro, como rompe el agua, contra otro can que venía acercándose de frente. La correa se tensa, el dueño es arrastrado unos pasos tras su perro. Apenas te vuelve a mirar, aprovechas para proponerle continuar el recorrido. ¿Qué te parece —le preguntas— si damos un breve paseo para que me cuentes algunos detalles mientras voy observando la manera en que Fico y tú se comunican? Acepta. Se escuchan los graznidos matutinos de algunos zanates que han llegado al parque y, de inmediato, comienza a ganar altura una ola de uñas y patas marmoleadas en café que trepan apresuradas por un árbol para intentar alcanzar el juego de dos ardillas. El hombre y tú se quedan mirando a la cruza de pastor australiano con cobrador durante los 10 segundos que transcurren antes de que la cresta regrese al nivel del suelo. Ya sin turbulencias, continúan hablando sobre el entorno en el que Fico se socializó de cachorro, la manera en que ambos llevan a cabo su rutina y otros datos relevantes en términos de alimentación, posibles alergias y antecedentes clínicos. Cuando es el turno de conversar con detenimiento sobre los comportamientos que le gustaría trabajar contigo, te relata una serie de fragmentos que bien podrían encajar en el campo semántico de las dinámicas del oleaje. Te describe los momentos del día en que —según sus propias palabras— una marejada circular recorre aceleradamente los sillones de la casa. También sitúa la parte de los paseos cuando se produce una corriente ensimismada, súbita y de trayectoria independiente que, por su despliegue intempestivo, parece ser más bien hermética a cualquier llamado de atención humana.

Digámoslo de otro modo, menos cercano a la vastedad del mar abierto que a la domesticación contenida: cada uno de nuestros perros es una pileta o un chultún, por hablar de las cisternas mayas diseñadas para captar la lluvia y luego regar los sembradíos. Excavados en piedra caliza y recubiertos por un fondo de estuco para contener las filtraciones, cada chultún permanecía silencioso y discreto, haciendo las veces de madriguera para ese invertebrado sosegado que es la lluvia capturada. Algo similar ocurre durante la cotidianidad de los perros: por destino, más que por decisión, se encuentran a un desnivel del terreno que hace que escurran sobre sus orejas decenas de gotas verbales. A veces en forma de saludo, cumplido, caricaturización o incluso de maldición, la experiencia de captación del lenguaje humano acontece como un torrente incesante.

Y así como no todas las cisternas contienen agua potable, tampoco todos los perros almacenan intenciones de comunicarse con nosotros. Portan, está claro, la memoria y el reconocimiento de la voz humana. Sin embargo, será de acuerdo con sus motivaciones, miedos, antecedentes y todos aquellos elementos que conforman la personalidad irrepetible de cada ejemplar que este habrá de generar su propio depósito pluvial —ya sea apacible o convulso, cristalino o pantanoso, contaminado o libre de filtraciones—, desde el cual decidirá accionar o no en el mundo. No es que los perros se rehúsen a hacernos caso por desdén o por mero capricho, sino que nadamos en aguas distintas.

Una inmersión profunda, y con conocimiento profesional de causa, en el vínculo comunicacional que existe entre los perros y nosotros.

Para empezar, así como uno nunca se zambulle en el agua sin haber probado la temperatura con el dedo gordo del pie, la manera más prudente para aproximarse por primera vez a un perro es leyendo su lenguaje corporal. A medida que nos acercamos, resulta imprescindible afinar nuestro termómetro visual y apuntar cada detalle. Todo cuenta. Mientras extendemos la mano para saludar a su dueño, comienza ya el desfile de gestos caninos. Podemos apreciar si el perro responde a la cercanía de forma neutral o más bien excesiva (por ejemplo, saltándonos encima), o si, por el contrario, gira la cabeza, se lame la nariz o nos da la espalda, por citar algunas de las “señales de calma” que estudió ampliamente la entrenadora noruega Turid Rugaas. Dichas señales, al ser situadas y entendidas en cada contexto, nos ayudan a reconocer que un perro se encuentra estresado a partir de ciertos estímulos puntuales (sonidos de motores, un parque nuevo, perros más grandes, la cercanía de un extraño, entre muchos otros), para entonces —y solo entonces— planear nuestras acciones y evitar provocarle una experiencia desagradable o invasiva. A fin de cuentas, nunca está de más recordar que no todos los perros desean ser acariciados ni se sienten cómodos con nuestros mimos.

Una vez que hemos comprobado lo templado, fresco o hirviente del agua, viene el salto irreversible. Algo nos sugiere que cualquier idea de creerse en altamar, en una cabina sellada y completamente impermeable, es absurda. Los contornos de las voces humanas empiezan a difuminarse, todavía inteligibles pero ya encapsuladas en un segundo plano. Sabemos que la inmersión al mundo del perro ha comenzado cuando las relaciones entre los cuerpos, sonidos y objetos empiezan a trastocarse. Se despliega un lienzo en el que cobran importancia los movimientos normalmente sutiles, acaso como una sinfonía dirigida por el espectro sensorial del perro —y ejecutada por él mismo—. El modo en que se para (incluyendo si se eriza o se encorva), la posición de sus orejas, el ángulo de su cola, la naturaleza de la caminata, su respuesta a los sonidos abruptos, qué tanto voltea a ver a su dueño, qué hace cuando la correa empieza a tensarse, qué pasa cuando otro perro aparece en su radar y un etcétera tan extenso como determinante. Son todas ellas manifestaciones de una red compleja de procesos en operación (sistema nervioso central y sistema nervioso periférico, por nombrar al binomio con todas sus letras clínicas) y que, desde el primer clavado, ya nos habilitan para construir la imagen del alumno con quien trabajaremos durante las siguientes semanas.

Un cardumen en el mar verde

Son las ocho de la mañana. He llegado a una oficina en la colonia Condesa, donde me indican que la siguiente camioneta es la mía. Es mi primer día de prueba en Pek University, una de las más grandes escuelas caninas de la Ciudad de México, y comienzo a seguir las instrucciones. Subir garrafones. Cargar los bultos de alimento de los perros que se quedarán en la pensión. Pasar lista y ordenar las correas. Para esta hora, ya todos los perros han subido a la van, de modo que la veintena de transportadoras que los contienen debe ser monitoreada de forma rigurosa. Mientras las luces intermitentes de la camioneta parpadean y el motor diésel ronronea discretamente, el chofer mira el reloj. Está esperando a que den las 8:15 para que algún último dueño llegue apresurado junto a su perro y podamos partir. De pronto suben a la cabina una entrenadora y un estilista. Ya no hay lugar para mí. Me voltean a ver y, antes de que me lo pregunten, les digo que yo me voy en la zona de carga. Me acomodo entre los kennels, bultos de croquetas y demás cargamento. Arrancamos.

Pasa menos de una hora cuando de pronto se abren las puertas de la van y yo solo puedo distinguir que estoy dentro de una inmensa explanada verde en las afueras de la ciudad. Se encuentra rodeada por grandes cipreses, de modo que resulta difícil saber dónde quedó la zona conurbada. Entonces, comienza el segundo capítulo de la jornada: abrir cada transportadora, bajar a los perros con cuidado, comunicarse con quien sostiene la puerta del jardín principal, donde ya pastan, al menos, otros 30 perros. Bajarse de la camioneta, tomar una pala y una cubeta para ubicar, recoger y monitorear las heces de cada uno. Reportar cualquier anomalía digestiva. Servir el agua en los bebederos, mantenerlos limpios, asegurarse de que todos los canes jueguen en armonía y volver a empezar: recibir las siguiente tres camionetas hasta tener a la manada completa andando. Cien perros entre quienes los humanos pasamos casi desapercibidos, como rémoras que navegamos mientras vigilamos sigilosamente el cardumen.

Te recomendamos leer: "Funerales para mascotas, una manera de afrontar el duelo"

Todavía estoy tapando un hoyo que acababa de escarbar un perro en el pasto cuando me mandan a llamar al área de entrenamiento. Me busca Jean, el director de la escuela. Tengo tres minutos para nombrarle al menos 150 razas de perros. Después viene la pregunta por la historia de la Federación Cinológica Internacional y los grupos de perros que establece. Otras cinco preguntas sobre el correcto uso del collar y los diferentes sistemas de entrenamiento. Luego sigue el examen práctico: tomar la correa de un perro que alguien más me entrega y hacer con él la rutina que el pizarrón marca para ese día. Verbalizar qué observo en el can durante cada ejercicio y sus respuestas ante mis peticiones. Luego, repetir la rutina con otro alumno y adaptar cada ejercicio a su perfil. En resumen, una sesión rigurosa de inmersión sensorial, casi como un entrenamiento de natación de competencia, al que uno ya tenía que llegar con el calentamiento hecho.

"No es que los perros se rehúsen a hacernos caso por desdén o por mero capricho, sino que nadamos en aguas distintas".

Después de tres semanas, ese gran prado de narices, patas veloces y ojos intensos sería ya mi lugar de trabajo por los siguientes dos años y, más aún, mi nuevo hábitat. Radicalmente distinto a las oficinas en las que trabajé durante la preparatoria y la universidad, acá se reconfiguraban las categorías: cambiar la computadora por tu kit de correas y premios, el zapato boleado por las botas de trabajo, el pasillo con iluminación fluorescente por los andadores de pasto y de tierra. Asimismo, la exposición retórica durante las juntas le cedería su lugar al silencio, imprescindible para sostener la escucha y la observación atenta de cualquier diálogo canino. Día tras día. Desde los primeros rayos de sol sobre el pasto hasta la última cena de croquetas servidas en el hostal, en aquel lugar que gira en torno a la vida de los perros.

Mientras entrenaba una mañana, Jean se acercó para decirme: “Les hablas mucho a los perros. Los perros no hablan español”. Y en efecto, estaba yo más concentrado en apelar al criterio del perro, limitando o reforzando sus comportamientos con toda una verbena de porras y enunciados, que en observar la forma en que nuestros cuerpos se estaban comunicando y espejeando ininterrumpidamente. Tenía todo el sentido del mundo. Tras años de entrenamiento independiente, trabajando en casas y parques, aún me faltaba un eslabón que no había logrado encontrar ni en seminarios ni en los consejos de otros entrenadores. Aún vivía bajo la sospecha de que los perros me entendían.

Podríamos llamarla “contaminación de los campos narrativos”. Es decir, la eterna cuestión de la palabra que pretende ser universal. Hablamos del mismo problema que comenzó hace miles de años, en los primeros ejercicios de observación de otras especies, según los cuales, uno apuntaba garabatos y creía en la ficción de estar nombrando la serie de sucesos que palpitan frente a nuestros ojos y en los tejidos de otros seres, acontecimientos que obedecen a sus propios códigos y que, muchas veces, operan desde la intimidad más innombrable. Como un jaguar solitario que descansa sobre un árbol, se rasca los ojos, observa los patrones de manchas en su garra y, entonces, salta al pasto para revolcarse bocarriba en medio de un jugueteo personal, tan espontáneo como seguro de que nadie más necesita observarlo.

El perro está atento a ti y desea llegar contigo para descifrar el siguiente paso. De ahí que mis tardes con Tundra fueran un paréntesis silente que todavía atesoro como un espacio para la meditación en movimiento. Ilustración: Kuarto Mez.

Vaciarse de sí

“Cuanto más desciendo —aclara la apneísta Alessia Zecchini—, la presión comprime el aire en mis pulmones. Llega el punto donde son del tamaño de mi puño. Al contener la respiración a más de 100 metros de profundidad logras entender muchas cosas sobre ti misma”. A partir de esta confesión de la deportista italiana, podríamos decir que la apnea, como práctica subacuática en que se recorren grandes distancias sin ningún tanque de oxígeno ni otro tipo de asistencia, parece menos un deporte extremo que la disposición a indagar en las cavidades del propio ser. Conjurar una entrada a los subterráneos del yo, pero no por el método de la acumulación conceptual o del malabarismo filosófico, sino por el camino de la sustracción. ¿Por qué? Porque para conseguir una inmersión exitosa no se necesita más, sino menos: disminuir el ritmo cardiaco, reducir el volumen de los pulmones para evitar que se dañen, restringir la llegada de oxígeno a las extremidades para priorizar el funcionamiento de los órganos vitales, entre otras formas de la resta.

En el documental La inspiración más profunda (2023), en que la directora Laura McGann narra la creciente —o descendiente— carrera de Zecchini, ansiosa por conquistar todos los récords submarinos mundiales desde sus 15 años, el equipo de entrenadoras y colegas de la apneísta se dedican a enunciar las exigencias a nivel corporal y, sobre todo, de entrenamiento mental para lograrlo. “Se trata de un deporte psicológico”, apuntan en cierto momento. Y en efecto, uno debe estar dispuesto a dejarlo todo para abrazar la nada, a saberse en la oscuridad más sólida y, a pesar de ello, divisar la cara más imperturbable de la soledad. Atreverse a reconocer los propios límites, detenerse allí y comenzar el ascenso sin ayuda alguna. Todo esto bajo el acechante —y, en la práctica, frecuente— riesgo de perder la conciencia a escasos metros de salir. En estos casos, los apneístas de seguridad que flotan cerca de la salida cuentan con apenas unos segundos para remolcar al apneísta hasta la superficie y brindarle respiración asistida, antes de que el daño cerebral sea irreversible.

Algo similar ocurre durante las inmersiones caninas. Misma ecuación, pero con variables distintas. Acá resulta fundamental contener la palabra, neutralizar las emociones, concentrarse en el movimiento como si fuese subacuático y guiar a nuestro perro por medio de un sistema claro de comunicación y recompensas hasta conseguir los objetivos fijados para la sesión del día.

Quizás por eso, cuando en otro momento del filme el periodista deportivo Adam Skolnick menciona: “Estás en una meditación y debes interrumpirla; es como nadar [ascendiendo] [la altura de] un rascacielos de 70 pisos”, su declaración suena tan cercana a la apuesta de la colectiva chilena de nadadoras Las Chungungas. Una de sus fundadoras, Macarena Fernández, explica en entrevista para la Revista de la Universidad de México que cada travesía al mar abierto se trata, ante todo, de una práctica política para perder peso. “El agua salada dicen que algo tiene, que purifica. Y yo creo fidedignamente en eso. Hay algo que pasa luego de entrar y de salir, que te transforma. Hay algo ahí que se aliviana, que hace que todo tome otro peso o menos peso [se refiere aquí a las preocupaciones de cada mañana o a los pendientes que nos esperan en la ciudad]. Yo creo que es muy sanador entrar al agua”. Así, navegar junto a la voluntad hídrica supone seguir y ser seguida por las demás en una caravana que atraviesa una infinita planicie cristalina. Estar al pendiente de la otra persona para no perderse. En suma: un diálogo flotante cuya orientación depende del cuidado colectivo y del reconocimiento mutuo. De forma similar, nadar entre perros es instalar un paréntesis del habla y del fuero interno, despejar el campo para reconocer en sus reacciones la sutileza o el exceso de nuestros gestos, comprobar la claridad al explicarles los procesos a los canes o, por el contrario, la atropellada e irrespetuosa imposición de instrucciones desconocidas.

Volverse anfibio

Cuando hace tres años entrené a Tundra, mi primera alumna sorda, comprendí plenamente los secretos de la apnea. La fertilidad del silencio y las bondades de la observación. Y es que, contrario a lo que supondríamos, una clase silenciada resulta mucho más sencilla que una sesión sonorizada, debido a que no existe la distracción de las sílabas ambiguas ni de las que uno emite fuera de tiempo (que terminan recompensando comportamientos distintos o inmediatamente posteriores al buscado —así sea por fracciones de segundo—). Además, tampoco está invitado el barullo de las demás conversaciones o ruidos del lugar que puedan desviar el proceso de aprendizaje. Sin embargo, el reto es otro: mantener la atención visual y, más aún, la disposición emocional del perro hacia nosotros. Querer ser su mayor fuente de interés y júbilo. Es decir, lo que en el mundo del entrenamiento canino conocemos como “vínculo”. Una vez establecido de manera gradual, avanzando de a poco en la aparición de la confianza, la enunciación de límites y la oferta de recompensas, a partir de este vínculo todo se construye de forma orgánica y más bien fluida: las señales para echarse, caminar junto, permanecer sentado o venir al llamado. El perro está atento a ti y desea llegar contigo para descifrar el siguiente paso. De ahí que mis tardes con Tundra fueran un paréntesis silente que todavía atesoro, precisamente, como un espacio para la meditación en movimiento. Un momento de la tarde en que ella era mi apneísta de seguridad, me daba las instrucciones antes de sumergirme y me indicaba los pasos para disminuir la marabunta entre mis sienes y, entonces sí, concentrarnos en el gesto. Las enseñanzas de Tundra merecerían un capítulo entero.

Te podría interesar: Las mejores historias de Gatopardo en 2024

Subrayar otro idioma

Ambas, tanto la canina como la subacuática, moldean prácticas de la paciencia antes que de la precipitación, una invitación al acto ya estudiado y el rechazo al movimiento desesperado. El pasado febrero, la croata Valentina Cafolla marcó un récord mundial para la apnea, luego de haberse desprendido de la humanidad durante un minuto y 40 segundos, a 140 metros bajo el hielo de los Alpes italianos. De forma más o menos paralela, me gusta pensar en aquellos disidentes del parque humano que se han ido a vivir de forma prolongada con los trotes intempestivos, los colmillazos, ladridos, jadeos y todo lo que pueden las fauces. Y aquí incluyo a algunos maestros míos que llevan 20, otros 25 años o algunos más de cuatro décadas entrenando y rehabilitando perros. Es tal el inventario de miradas, movimientos y decisiones musculares el que llevan en su bitácora de navegación que, desde luego, algo en su forma de viajar por el agua los delata. Saben surcar olas grandes, bajar las velas con ejemplares sensibles, aumentar la velocidad cuando la corriente está completamente dispuesta y piden que se les enseñen más cosas más rápido, o bien, timonear la embarcación de manera sigilosa para que el perro más desconfiado se sepa a salvo.

"Así, navegar junto a la voluntad hídrica supone seguir y ser seguida por las demás en una caravana que atraviesa una infinita planicie cristalina. Estar al pendiente de la otra persona para no perderse. En suma: un diálogo flotante cuya orientación depende del cuidado colectivo y del reconocimiento mutuo".

Ambas son prácticas que, en cuanto a material, no requieren más que una línea. Durante las inmersiones al fondo líquido, las apneístas se impulsan con las manos sobre una cuerda de seguridad vertical que las conducirá a la profundidad buscada. Allí encontrarán un ticket que lleva inscrito el número de metros conseguidos y que, tras nadar de vuelta a la superficie, deberán enseñarle al jurado como evidencia de su hazaña. Del mismo modo, aludiendo a cierta geometría lineal, podríamos convenir que la correa para comunicarnos con nuestros perros es un canal que conecta diferentes planos del espectro sensorial. Solo que en lugar de guardar en uno de sus extremos un comprobante de profundidad, escrito de una forma reconocible, acá no está invitado el alfabeto. De hecho, en tanto vía de comunicación, la correa se basta a sí misma. Hablar con ella, o mediante ella, significa aprender a mantenerla relajada y solo tensarla en segundos estratégicos destinados a la enseñanza puntual de límites determinantes, como evitar que mi perro se baje de la banqueta o que salga corriendo hacia otros perros durante el paseo, por citar solo dos ejemplos. Una correa bien utilizada es un renglón que puede convocar momentos de ligereza por la ausencia de cualquier tensión y que, sumada a la coreografía de nuestros gestos, recompensas y emociones, nos prepara para habitar ese archipiélago del mundo que acontece en cada esquina mientras caminamos con nuestros perros. Aquella alternativa a las bocas desperdiciadas y confundidas en el baile de la conversación, mediante la cual los perros nos enseñan que es posible vivir en un lenguaje más vasto, contundente y significativo que el español.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Los perros no hablan español: el lenguaje del entrenamiento canino

Los perros no hablan español: el lenguaje del entrenamiento canino

14
.
01
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Comunicarse con un perro significa neutralizar las emociones, concentrarse en el movimiento como si fuese subacuático y guiarlo por medio de un sistema de recompensas hasta conseguir los objetivos de la sesión del día.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La primera clase se asemeja a la práctica de observación de las olas. Un hombre de treinta y tantos años permanece a tu lado como copiloto de timonel al interior de la cabina. Están reunidos para analizar la velocidad con la que rompe su perro, como rompe el agua, contra otro can que venía acercándose de frente. La correa se tensa, el dueño es arrastrado unos pasos tras su perro. Apenas te vuelve a mirar, aprovechas para proponerle continuar el recorrido. ¿Qué te parece —le preguntas— si damos un breve paseo para que me cuentes algunos detalles mientras voy observando la manera en que Fico y tú se comunican? Acepta. Se escuchan los graznidos matutinos de algunos zanates que han llegado al parque y, de inmediato, comienza a ganar altura una ola de uñas y patas marmoleadas en café que trepan apresuradas por un árbol para intentar alcanzar el juego de dos ardillas. El hombre y tú se quedan mirando a la cruza de pastor australiano con cobrador durante los 10 segundos que transcurren antes de que la cresta regrese al nivel del suelo. Ya sin turbulencias, continúan hablando sobre el entorno en el que Fico se socializó de cachorro, la manera en que ambos llevan a cabo su rutina y otros datos relevantes en términos de alimentación, posibles alergias y antecedentes clínicos. Cuando es el turno de conversar con detenimiento sobre los comportamientos que le gustaría trabajar contigo, te relata una serie de fragmentos que bien podrían encajar en el campo semántico de las dinámicas del oleaje. Te describe los momentos del día en que —según sus propias palabras— una marejada circular recorre aceleradamente los sillones de la casa. También sitúa la parte de los paseos cuando se produce una corriente ensimismada, súbita y de trayectoria independiente que, por su despliegue intempestivo, parece ser más bien hermética a cualquier llamado de atención humana.

Digámoslo de otro modo, menos cercano a la vastedad del mar abierto que a la domesticación contenida: cada uno de nuestros perros es una pileta o un chultún, por hablar de las cisternas mayas diseñadas para captar la lluvia y luego regar los sembradíos. Excavados en piedra caliza y recubiertos por un fondo de estuco para contener las filtraciones, cada chultún permanecía silencioso y discreto, haciendo las veces de madriguera para ese invertebrado sosegado que es la lluvia capturada. Algo similar ocurre durante la cotidianidad de los perros: por destino, más que por decisión, se encuentran a un desnivel del terreno que hace que escurran sobre sus orejas decenas de gotas verbales. A veces en forma de saludo, cumplido, caricaturización o incluso de maldición, la experiencia de captación del lenguaje humano acontece como un torrente incesante.

Y así como no todas las cisternas contienen agua potable, tampoco todos los perros almacenan intenciones de comunicarse con nosotros. Portan, está claro, la memoria y el reconocimiento de la voz humana. Sin embargo, será de acuerdo con sus motivaciones, miedos, antecedentes y todos aquellos elementos que conforman la personalidad irrepetible de cada ejemplar que este habrá de generar su propio depósito pluvial —ya sea apacible o convulso, cristalino o pantanoso, contaminado o libre de filtraciones—, desde el cual decidirá accionar o no en el mundo. No es que los perros se rehúsen a hacernos caso por desdén o por mero capricho, sino que nadamos en aguas distintas.

Una inmersión profunda, y con conocimiento profesional de causa, en el vínculo comunicacional que existe entre los perros y nosotros.

Para empezar, así como uno nunca se zambulle en el agua sin haber probado la temperatura con el dedo gordo del pie, la manera más prudente para aproximarse por primera vez a un perro es leyendo su lenguaje corporal. A medida que nos acercamos, resulta imprescindible afinar nuestro termómetro visual y apuntar cada detalle. Todo cuenta. Mientras extendemos la mano para saludar a su dueño, comienza ya el desfile de gestos caninos. Podemos apreciar si el perro responde a la cercanía de forma neutral o más bien excesiva (por ejemplo, saltándonos encima), o si, por el contrario, gira la cabeza, se lame la nariz o nos da la espalda, por citar algunas de las “señales de calma” que estudió ampliamente la entrenadora noruega Turid Rugaas. Dichas señales, al ser situadas y entendidas en cada contexto, nos ayudan a reconocer que un perro se encuentra estresado a partir de ciertos estímulos puntuales (sonidos de motores, un parque nuevo, perros más grandes, la cercanía de un extraño, entre muchos otros), para entonces —y solo entonces— planear nuestras acciones y evitar provocarle una experiencia desagradable o invasiva. A fin de cuentas, nunca está de más recordar que no todos los perros desean ser acariciados ni se sienten cómodos con nuestros mimos.

Una vez que hemos comprobado lo templado, fresco o hirviente del agua, viene el salto irreversible. Algo nos sugiere que cualquier idea de creerse en altamar, en una cabina sellada y completamente impermeable, es absurda. Los contornos de las voces humanas empiezan a difuminarse, todavía inteligibles pero ya encapsuladas en un segundo plano. Sabemos que la inmersión al mundo del perro ha comenzado cuando las relaciones entre los cuerpos, sonidos y objetos empiezan a trastocarse. Se despliega un lienzo en el que cobran importancia los movimientos normalmente sutiles, acaso como una sinfonía dirigida por el espectro sensorial del perro —y ejecutada por él mismo—. El modo en que se para (incluyendo si se eriza o se encorva), la posición de sus orejas, el ángulo de su cola, la naturaleza de la caminata, su respuesta a los sonidos abruptos, qué tanto voltea a ver a su dueño, qué hace cuando la correa empieza a tensarse, qué pasa cuando otro perro aparece en su radar y un etcétera tan extenso como determinante. Son todas ellas manifestaciones de una red compleja de procesos en operación (sistema nervioso central y sistema nervioso periférico, por nombrar al binomio con todas sus letras clínicas) y que, desde el primer clavado, ya nos habilitan para construir la imagen del alumno con quien trabajaremos durante las siguientes semanas.

Un cardumen en el mar verde

Son las ocho de la mañana. He llegado a una oficina en la colonia Condesa, donde me indican que la siguiente camioneta es la mía. Es mi primer día de prueba en Pek University, una de las más grandes escuelas caninas de la Ciudad de México, y comienzo a seguir las instrucciones. Subir garrafones. Cargar los bultos de alimento de los perros que se quedarán en la pensión. Pasar lista y ordenar las correas. Para esta hora, ya todos los perros han subido a la van, de modo que la veintena de transportadoras que los contienen debe ser monitoreada de forma rigurosa. Mientras las luces intermitentes de la camioneta parpadean y el motor diésel ronronea discretamente, el chofer mira el reloj. Está esperando a que den las 8:15 para que algún último dueño llegue apresurado junto a su perro y podamos partir. De pronto suben a la cabina una entrenadora y un estilista. Ya no hay lugar para mí. Me voltean a ver y, antes de que me lo pregunten, les digo que yo me voy en la zona de carga. Me acomodo entre los kennels, bultos de croquetas y demás cargamento. Arrancamos.

Pasa menos de una hora cuando de pronto se abren las puertas de la van y yo solo puedo distinguir que estoy dentro de una inmensa explanada verde en las afueras de la ciudad. Se encuentra rodeada por grandes cipreses, de modo que resulta difícil saber dónde quedó la zona conurbada. Entonces, comienza el segundo capítulo de la jornada: abrir cada transportadora, bajar a los perros con cuidado, comunicarse con quien sostiene la puerta del jardín principal, donde ya pastan, al menos, otros 30 perros. Bajarse de la camioneta, tomar una pala y una cubeta para ubicar, recoger y monitorear las heces de cada uno. Reportar cualquier anomalía digestiva. Servir el agua en los bebederos, mantenerlos limpios, asegurarse de que todos los canes jueguen en armonía y volver a empezar: recibir las siguiente tres camionetas hasta tener a la manada completa andando. Cien perros entre quienes los humanos pasamos casi desapercibidos, como rémoras que navegamos mientras vigilamos sigilosamente el cardumen.

Te recomendamos leer: "Funerales para mascotas, una manera de afrontar el duelo"

Todavía estoy tapando un hoyo que acababa de escarbar un perro en el pasto cuando me mandan a llamar al área de entrenamiento. Me busca Jean, el director de la escuela. Tengo tres minutos para nombrarle al menos 150 razas de perros. Después viene la pregunta por la historia de la Federación Cinológica Internacional y los grupos de perros que establece. Otras cinco preguntas sobre el correcto uso del collar y los diferentes sistemas de entrenamiento. Luego sigue el examen práctico: tomar la correa de un perro que alguien más me entrega y hacer con él la rutina que el pizarrón marca para ese día. Verbalizar qué observo en el can durante cada ejercicio y sus respuestas ante mis peticiones. Luego, repetir la rutina con otro alumno y adaptar cada ejercicio a su perfil. En resumen, una sesión rigurosa de inmersión sensorial, casi como un entrenamiento de natación de competencia, al que uno ya tenía que llegar con el calentamiento hecho.

"No es que los perros se rehúsen a hacernos caso por desdén o por mero capricho, sino que nadamos en aguas distintas".

Después de tres semanas, ese gran prado de narices, patas veloces y ojos intensos sería ya mi lugar de trabajo por los siguientes dos años y, más aún, mi nuevo hábitat. Radicalmente distinto a las oficinas en las que trabajé durante la preparatoria y la universidad, acá se reconfiguraban las categorías: cambiar la computadora por tu kit de correas y premios, el zapato boleado por las botas de trabajo, el pasillo con iluminación fluorescente por los andadores de pasto y de tierra. Asimismo, la exposición retórica durante las juntas le cedería su lugar al silencio, imprescindible para sostener la escucha y la observación atenta de cualquier diálogo canino. Día tras día. Desde los primeros rayos de sol sobre el pasto hasta la última cena de croquetas servidas en el hostal, en aquel lugar que gira en torno a la vida de los perros.

Mientras entrenaba una mañana, Jean se acercó para decirme: “Les hablas mucho a los perros. Los perros no hablan español”. Y en efecto, estaba yo más concentrado en apelar al criterio del perro, limitando o reforzando sus comportamientos con toda una verbena de porras y enunciados, que en observar la forma en que nuestros cuerpos se estaban comunicando y espejeando ininterrumpidamente. Tenía todo el sentido del mundo. Tras años de entrenamiento independiente, trabajando en casas y parques, aún me faltaba un eslabón que no había logrado encontrar ni en seminarios ni en los consejos de otros entrenadores. Aún vivía bajo la sospecha de que los perros me entendían.

Podríamos llamarla “contaminación de los campos narrativos”. Es decir, la eterna cuestión de la palabra que pretende ser universal. Hablamos del mismo problema que comenzó hace miles de años, en los primeros ejercicios de observación de otras especies, según los cuales, uno apuntaba garabatos y creía en la ficción de estar nombrando la serie de sucesos que palpitan frente a nuestros ojos y en los tejidos de otros seres, acontecimientos que obedecen a sus propios códigos y que, muchas veces, operan desde la intimidad más innombrable. Como un jaguar solitario que descansa sobre un árbol, se rasca los ojos, observa los patrones de manchas en su garra y, entonces, salta al pasto para revolcarse bocarriba en medio de un jugueteo personal, tan espontáneo como seguro de que nadie más necesita observarlo.

El perro está atento a ti y desea llegar contigo para descifrar el siguiente paso. De ahí que mis tardes con Tundra fueran un paréntesis silente que todavía atesoro como un espacio para la meditación en movimiento. Ilustración: Kuarto Mez.

Vaciarse de sí

“Cuanto más desciendo —aclara la apneísta Alessia Zecchini—, la presión comprime el aire en mis pulmones. Llega el punto donde son del tamaño de mi puño. Al contener la respiración a más de 100 metros de profundidad logras entender muchas cosas sobre ti misma”. A partir de esta confesión de la deportista italiana, podríamos decir que la apnea, como práctica subacuática en que se recorren grandes distancias sin ningún tanque de oxígeno ni otro tipo de asistencia, parece menos un deporte extremo que la disposición a indagar en las cavidades del propio ser. Conjurar una entrada a los subterráneos del yo, pero no por el método de la acumulación conceptual o del malabarismo filosófico, sino por el camino de la sustracción. ¿Por qué? Porque para conseguir una inmersión exitosa no se necesita más, sino menos: disminuir el ritmo cardiaco, reducir el volumen de los pulmones para evitar que se dañen, restringir la llegada de oxígeno a las extremidades para priorizar el funcionamiento de los órganos vitales, entre otras formas de la resta.

En el documental La inspiración más profunda (2023), en que la directora Laura McGann narra la creciente —o descendiente— carrera de Zecchini, ansiosa por conquistar todos los récords submarinos mundiales desde sus 15 años, el equipo de entrenadoras y colegas de la apneísta se dedican a enunciar las exigencias a nivel corporal y, sobre todo, de entrenamiento mental para lograrlo. “Se trata de un deporte psicológico”, apuntan en cierto momento. Y en efecto, uno debe estar dispuesto a dejarlo todo para abrazar la nada, a saberse en la oscuridad más sólida y, a pesar de ello, divisar la cara más imperturbable de la soledad. Atreverse a reconocer los propios límites, detenerse allí y comenzar el ascenso sin ayuda alguna. Todo esto bajo el acechante —y, en la práctica, frecuente— riesgo de perder la conciencia a escasos metros de salir. En estos casos, los apneístas de seguridad que flotan cerca de la salida cuentan con apenas unos segundos para remolcar al apneísta hasta la superficie y brindarle respiración asistida, antes de que el daño cerebral sea irreversible.

Algo similar ocurre durante las inmersiones caninas. Misma ecuación, pero con variables distintas. Acá resulta fundamental contener la palabra, neutralizar las emociones, concentrarse en el movimiento como si fuese subacuático y guiar a nuestro perro por medio de un sistema claro de comunicación y recompensas hasta conseguir los objetivos fijados para la sesión del día.

Quizás por eso, cuando en otro momento del filme el periodista deportivo Adam Skolnick menciona: “Estás en una meditación y debes interrumpirla; es como nadar [ascendiendo] [la altura de] un rascacielos de 70 pisos”, su declaración suena tan cercana a la apuesta de la colectiva chilena de nadadoras Las Chungungas. Una de sus fundadoras, Macarena Fernández, explica en entrevista para la Revista de la Universidad de México que cada travesía al mar abierto se trata, ante todo, de una práctica política para perder peso. “El agua salada dicen que algo tiene, que purifica. Y yo creo fidedignamente en eso. Hay algo que pasa luego de entrar y de salir, que te transforma. Hay algo ahí que se aliviana, que hace que todo tome otro peso o menos peso [se refiere aquí a las preocupaciones de cada mañana o a los pendientes que nos esperan en la ciudad]. Yo creo que es muy sanador entrar al agua”. Así, navegar junto a la voluntad hídrica supone seguir y ser seguida por las demás en una caravana que atraviesa una infinita planicie cristalina. Estar al pendiente de la otra persona para no perderse. En suma: un diálogo flotante cuya orientación depende del cuidado colectivo y del reconocimiento mutuo. De forma similar, nadar entre perros es instalar un paréntesis del habla y del fuero interno, despejar el campo para reconocer en sus reacciones la sutileza o el exceso de nuestros gestos, comprobar la claridad al explicarles los procesos a los canes o, por el contrario, la atropellada e irrespetuosa imposición de instrucciones desconocidas.

Volverse anfibio

Cuando hace tres años entrené a Tundra, mi primera alumna sorda, comprendí plenamente los secretos de la apnea. La fertilidad del silencio y las bondades de la observación. Y es que, contrario a lo que supondríamos, una clase silenciada resulta mucho más sencilla que una sesión sonorizada, debido a que no existe la distracción de las sílabas ambiguas ni de las que uno emite fuera de tiempo (que terminan recompensando comportamientos distintos o inmediatamente posteriores al buscado —así sea por fracciones de segundo—). Además, tampoco está invitado el barullo de las demás conversaciones o ruidos del lugar que puedan desviar el proceso de aprendizaje. Sin embargo, el reto es otro: mantener la atención visual y, más aún, la disposición emocional del perro hacia nosotros. Querer ser su mayor fuente de interés y júbilo. Es decir, lo que en el mundo del entrenamiento canino conocemos como “vínculo”. Una vez establecido de manera gradual, avanzando de a poco en la aparición de la confianza, la enunciación de límites y la oferta de recompensas, a partir de este vínculo todo se construye de forma orgánica y más bien fluida: las señales para echarse, caminar junto, permanecer sentado o venir al llamado. El perro está atento a ti y desea llegar contigo para descifrar el siguiente paso. De ahí que mis tardes con Tundra fueran un paréntesis silente que todavía atesoro, precisamente, como un espacio para la meditación en movimiento. Un momento de la tarde en que ella era mi apneísta de seguridad, me daba las instrucciones antes de sumergirme y me indicaba los pasos para disminuir la marabunta entre mis sienes y, entonces sí, concentrarnos en el gesto. Las enseñanzas de Tundra merecerían un capítulo entero.

Te podría interesar: Las mejores historias de Gatopardo en 2024

Subrayar otro idioma

Ambas, tanto la canina como la subacuática, moldean prácticas de la paciencia antes que de la precipitación, una invitación al acto ya estudiado y el rechazo al movimiento desesperado. El pasado febrero, la croata Valentina Cafolla marcó un récord mundial para la apnea, luego de haberse desprendido de la humanidad durante un minuto y 40 segundos, a 140 metros bajo el hielo de los Alpes italianos. De forma más o menos paralela, me gusta pensar en aquellos disidentes del parque humano que se han ido a vivir de forma prolongada con los trotes intempestivos, los colmillazos, ladridos, jadeos y todo lo que pueden las fauces. Y aquí incluyo a algunos maestros míos que llevan 20, otros 25 años o algunos más de cuatro décadas entrenando y rehabilitando perros. Es tal el inventario de miradas, movimientos y decisiones musculares el que llevan en su bitácora de navegación que, desde luego, algo en su forma de viajar por el agua los delata. Saben surcar olas grandes, bajar las velas con ejemplares sensibles, aumentar la velocidad cuando la corriente está completamente dispuesta y piden que se les enseñen más cosas más rápido, o bien, timonear la embarcación de manera sigilosa para que el perro más desconfiado se sepa a salvo.

"Así, navegar junto a la voluntad hídrica supone seguir y ser seguida por las demás en una caravana que atraviesa una infinita planicie cristalina. Estar al pendiente de la otra persona para no perderse. En suma: un diálogo flotante cuya orientación depende del cuidado colectivo y del reconocimiento mutuo".

Ambas son prácticas que, en cuanto a material, no requieren más que una línea. Durante las inmersiones al fondo líquido, las apneístas se impulsan con las manos sobre una cuerda de seguridad vertical que las conducirá a la profundidad buscada. Allí encontrarán un ticket que lleva inscrito el número de metros conseguidos y que, tras nadar de vuelta a la superficie, deberán enseñarle al jurado como evidencia de su hazaña. Del mismo modo, aludiendo a cierta geometría lineal, podríamos convenir que la correa para comunicarnos con nuestros perros es un canal que conecta diferentes planos del espectro sensorial. Solo que en lugar de guardar en uno de sus extremos un comprobante de profundidad, escrito de una forma reconocible, acá no está invitado el alfabeto. De hecho, en tanto vía de comunicación, la correa se basta a sí misma. Hablar con ella, o mediante ella, significa aprender a mantenerla relajada y solo tensarla en segundos estratégicos destinados a la enseñanza puntual de límites determinantes, como evitar que mi perro se baje de la banqueta o que salga corriendo hacia otros perros durante el paseo, por citar solo dos ejemplos. Una correa bien utilizada es un renglón que puede convocar momentos de ligereza por la ausencia de cualquier tensión y que, sumada a la coreografía de nuestros gestos, recompensas y emociones, nos prepara para habitar ese archipiélago del mundo que acontece en cada esquina mientras caminamos con nuestros perros. Aquella alternativa a las bocas desperdiciadas y confundidas en el baile de la conversación, mediante la cual los perros nos enseñan que es posible vivir en un lenguaje más vasto, contundente y significativo que el español.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
No items found.

Suscríbete a nuestro Newsletter

¡Bienvenido! Ya eres parte de nuestra comunidad.
Hay un error, por favor intenta nuevamente.