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Music o sanar sin palabras

Music o sanar sin palabras

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Music, de la directora Angela Schanelec
12
.
07
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Music hace pedazos la norma narrativa a tal grado que no tiene sentido verla para entender su significado o identificar una trama, sino para contemplar las composiciones, los colores pardos y a veces vivos, y la inmovilidad que resalta el paso del tiempo: afecto puro. Angela Schanelec nos acerca al conocimiento a partir de sensaciones, no de ideas.

A finales de los años setenta, en un texto sobre Ceddo (1977), del gran director senegalés Ousmane Sembène, el también grande —pero en la crítica— Serge Daney escribió: “Lo que pertenece a la música es todo lo que nos refiere a nuestro supuesto conocimiento y lo ya-visto; lo que pertenece al habla es cuanto nos refiere a nuestra ignorancia”. Daney quiere decir que la película se compone de dos tramas: una vinculada con el habla y otra con la música; una arqueológica y otra mitológica. Pero no tiene sentido ahondar más en aquel texto y sus conclusiones. Simplemente la frase me vino a la cabeza al ver por segunda vez Music (2023), de la directora alemana Angela Schanelec.

Siempre he necesitado una segunda vuelta para entender las películas de Schanelec, y tal vez ni siquiera entonces las capto del todo, aunque las tramas no son particularmente enmarañadas y los temas son más producto del azar que de un imaginario ensayístico. En palabras más simples: ni son difíciles porque posean la sofisticación melodramática de un Atom Egoyan —quien nos confunde con los papeles y las relaciones de sus personajes intrigantes—, ni lo son porque se lancen a buscar respuestas a cuestionamientos filosóficos sobre, digamos, la modernidad y la imagen, como lo hace el cine de Harun Farocki. De hecho, a estos cineastas les entiendo razonablemente bien. La dificultad de Schanelec tiene más que ver con la renuencia a hacer del cine una expresión de ideas; su intención parte del deseo más o menos opuesto de convertir al aparato fílmico en proyector de afectos. Escribo “más o menos” porque las ideas suponen una emoción; de lo contrario, no nos quemarían el estómago las diferencias políticas, religiosas y hasta cinematográficas. Schanelec se concentra en las sensaciones y los sentimientos a partir de una sola idea: no planear la película, sino encontrarla.

Music se comporta como una canción o un aria, y su único tema, la sanación, se expresa mediante la música.

Frente a Music, entonces, se me ocurre lo mismo que a Daney: la música, aquí, nos permite cierto conocimiento, mientras que el habla nos dice muy poco, al contrario de la manera en que suelen funcionar ambos lenguajes cotidianamente. Por lo general se cree que las notas, los acordes y las progresiones son más misteriosas que las palabras. Por esa razón los pensadores en pleno auge del romanticismo —Hegel, por ejemplo— encontraron en la música y en la poesía —que es también música, pero hecha con palabras— la cima de la expresión artística: al dejarnos tan abrumados como la realidad misma, sin habla para explicar sus secretos, estas formas replican la sustancia portentosa del mundo natural. Aunque Schanelec todavía parte de una historia que contar, su estilo es una radicalización de lo que motivó a Robert Bresson: darle la vuelta al cine; es decir, si el fin tradicional de una película es mostrar los objetos, los espacios, los cuerpos, él los ocultaba, de tal modo que un choque no se veía mediante la imagen del vehículo abollándose, sino a partir solamente de la cara de un testigo y el sonido de las llantas al derraparse, como en Au hasard Balthazar (1966).

En Music, I Was at Home, But (2019), The Dreamed Path (2016) y otras películas, Schanelec narra sin narrar: es difícil entender quién está a cuadro, qué está haciendo, con quién y por qué. De nuevo, el habla no sirve de mucho, salvo para nombrar a los personajes; nada de lo que digan es suficiente como para entenderlos. La fragmentación de la norma narrativa es tal que cada plano resulta un mundo completo y el montaje adquiere la forma de un museo: si vemos un tríptico del Bosco están claros los episodios pero no el progreso de una imagen a otra; es decir, El juicio final nos enseña en tres cuadros el viaje humano del Edén al Infierno, pero no vemos exactamente lo que pasa entre una etapa y otra. Schanelec hace lo mismo: a veces, entre dos planos inmediatos, pasan muchos años y apenas si hay elementos que lo esclarezcan. Por otra parte, así como hay pinturas en sus planos-museo, hay estatuas, más que personajes, y por ello la directora se concentra en las manos, los pies, los cuellos, los zapatos. Sus actores, como los de Bresson, son modelos quietos cuya inmovilidad existe no para significar algo, sino para manifestarse como ejemplo de un milagro que ignoramos todos los días.

También te puede interesar leer: “Maxxxine se pone saludablemente a los pies de De Palma“.

Music, el reverso total del mito y la tragedia de Edipo.

Music —lo entendí esta segunda vez que la vi— se trata de un accidente en Grecia durante los años 80 en el que sobrevive un niño recién nacido. Una familia lo adopta y, muchos años después, ya hecho un joven, Ion (Aliocha Schneider) va con sus amigos a la playa. Ahí lo acosa un par de hombres y al empujar a uno de ellos cuando intenta besarlo, Ion comete un homicidio sin dolo. En la prisión, una carcelera llamada Iro (Agathe Bonitzer) se enamora de él y, al terminar su condena, empiezan una familia. Él no sabe que ella es su madre, ni que el hombre a quien mató era su padre. Tampoco el público, que apenas se da cuenta de que el mismo actor que sobrevive al accidente del comienzo interpreta a la víctima de Ion, lo cual no tiene sentido: ¿cómo puede tener este hombre la misma edad a lo largo de tantos años? Schanelec demuestra así una ambivalente consideración por el público y la narración: ya que el rostro de Lucian (Theodore Vrachas) aparece en un solo plano cuando Ion está recién nacido, al usar al mismo actor intuimos, en la escena de su muerte, que interpreta al mismo personaje. Lo que no dicen las palabras lo aclaran las imágenes. Si uno sabe mirarlas.

Schanelec retoma el mito y la tragedia de Edipo para revertirlos en casi todo sentido. Si Sófocles escribió sobre el destino y la responsabilidad, la directora alemana parte del azar y la inocencia. Ion no es un hombre violento, a diferencia de Edipo, e ignoramos si su predicamento es de un orden divino, ya que aparenta más bien una serie de coincidencias. Para Schanelec los eventos son marcas en la arena que el tiempo va deslavando, como el mar, hasta que desaparecen con todo y sus conexiones. Si una historia es lo que resulta de hilar sucesos, Schanelec se niega a ello: su cine enfrenta toda noción de pasado para concentrarse en el presente de cada imagen. No tiene sentido ver Music para entender su significado o lo que ha sucedido hasta cierto punto para formar una trama, sino contemplar las composiciones, los colores pardos y a veces vivos, y la inmovilidad que resalta el paso del tiempo: afecto puro.

En Music, la fragmentación de la norma narrativa es tal que cada plano resulta un mundo completo.

El guion, que representa el habla, es insuficiente para expresar a Schanelec. Music se comporta como una canción o un aria, y su único tema, la sanación, se expresa mediante la música. A lo largo de la vida violenta de Ion los personajes cantan y rebasan así el lenguaje: es el sonido de sus voces lo que describe la tormenta escondida en el cuerpo, o la reconciliación con el azar que mece al mundo. En este caso hará más bien que mal revelar el desenlace: a diferencia de Edipo, Ion no se saca los ojos; su movimiento se dirige al contrario del inicio, cuando queda huérfano, y halla una familia con amigos en Berlín. Ion se dedica a la música, parece en paz, y el último de cuatro accidentes de coche que suceden a lo largo de la película termina al fin en rescate y una imagen conmovedora: un abrazo.

Music no describe la forma de sobrepasar la tragedia; Schanelec se rehúsa a declarar que entiende la fórmula de la felicidad, pero nos la muestra, inexplicable, como todos los otros fenómenos en la vida. La música le pareció a Hegel una forma tan elevada justo porque reproduce este misterio, y gracias a Schanelec, entre muchos otros, el cine debería ser entendido como una forma afín: una frecuencia que se expresa en imágenes sin decir algo. No una trama: una sensación. De ahí, tal vez, el título de la película.

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Music hace pedazos la norma narrativa a tal grado que no tiene sentido verla para entender su significado o identificar una trama, sino para contemplar las composiciones, los colores pardos y a veces vivos, y la inmovilidad que resalta el paso del tiempo: afecto puro. Angela Schanelec nos acerca al conocimiento a partir de sensaciones, no de ideas.

A finales de los años setenta, en un texto sobre Ceddo (1977), del gran director senegalés Ousmane Sembène, el también grande —pero en la crítica— Serge Daney escribió: “Lo que pertenece a la música es todo lo que nos refiere a nuestro supuesto conocimiento y lo ya-visto; lo que pertenece al habla es cuanto nos refiere a nuestra ignorancia”. Daney quiere decir que la película se compone de dos tramas: una vinculada con el habla y otra con la música; una arqueológica y otra mitológica. Pero no tiene sentido ahondar más en aquel texto y sus conclusiones. Simplemente la frase me vino a la cabeza al ver por segunda vez Music (2023), de la directora alemana Angela Schanelec.

Siempre he necesitado una segunda vuelta para entender las películas de Schanelec, y tal vez ni siquiera entonces las capto del todo, aunque las tramas no son particularmente enmarañadas y los temas son más producto del azar que de un imaginario ensayístico. En palabras más simples: ni son difíciles porque posean la sofisticación melodramática de un Atom Egoyan —quien nos confunde con los papeles y las relaciones de sus personajes intrigantes—, ni lo son porque se lancen a buscar respuestas a cuestionamientos filosóficos sobre, digamos, la modernidad y la imagen, como lo hace el cine de Harun Farocki. De hecho, a estos cineastas les entiendo razonablemente bien. La dificultad de Schanelec tiene más que ver con la renuencia a hacer del cine una expresión de ideas; su intención parte del deseo más o menos opuesto de convertir al aparato fílmico en proyector de afectos. Escribo “más o menos” porque las ideas suponen una emoción; de lo contrario, no nos quemarían el estómago las diferencias políticas, religiosas y hasta cinematográficas. Schanelec se concentra en las sensaciones y los sentimientos a partir de una sola idea: no planear la película, sino encontrarla.

Music se comporta como una canción o un aria, y su único tema, la sanación, se expresa mediante la música.

Frente a Music, entonces, se me ocurre lo mismo que a Daney: la música, aquí, nos permite cierto conocimiento, mientras que el habla nos dice muy poco, al contrario de la manera en que suelen funcionar ambos lenguajes cotidianamente. Por lo general se cree que las notas, los acordes y las progresiones son más misteriosas que las palabras. Por esa razón los pensadores en pleno auge del romanticismo —Hegel, por ejemplo— encontraron en la música y en la poesía —que es también música, pero hecha con palabras— la cima de la expresión artística: al dejarnos tan abrumados como la realidad misma, sin habla para explicar sus secretos, estas formas replican la sustancia portentosa del mundo natural. Aunque Schanelec todavía parte de una historia que contar, su estilo es una radicalización de lo que motivó a Robert Bresson: darle la vuelta al cine; es decir, si el fin tradicional de una película es mostrar los objetos, los espacios, los cuerpos, él los ocultaba, de tal modo que un choque no se veía mediante la imagen del vehículo abollándose, sino a partir solamente de la cara de un testigo y el sonido de las llantas al derraparse, como en Au hasard Balthazar (1966).

En Music, I Was at Home, But (2019), The Dreamed Path (2016) y otras películas, Schanelec narra sin narrar: es difícil entender quién está a cuadro, qué está haciendo, con quién y por qué. De nuevo, el habla no sirve de mucho, salvo para nombrar a los personajes; nada de lo que digan es suficiente como para entenderlos. La fragmentación de la norma narrativa es tal que cada plano resulta un mundo completo y el montaje adquiere la forma de un museo: si vemos un tríptico del Bosco están claros los episodios pero no el progreso de una imagen a otra; es decir, El juicio final nos enseña en tres cuadros el viaje humano del Edén al Infierno, pero no vemos exactamente lo que pasa entre una etapa y otra. Schanelec hace lo mismo: a veces, entre dos planos inmediatos, pasan muchos años y apenas si hay elementos que lo esclarezcan. Por otra parte, así como hay pinturas en sus planos-museo, hay estatuas, más que personajes, y por ello la directora se concentra en las manos, los pies, los cuellos, los zapatos. Sus actores, como los de Bresson, son modelos quietos cuya inmovilidad existe no para significar algo, sino para manifestarse como ejemplo de un milagro que ignoramos todos los días.

También te puede interesar leer: “Maxxxine se pone saludablemente a los pies de De Palma“.

Music, el reverso total del mito y la tragedia de Edipo.

Music —lo entendí esta segunda vez que la vi— se trata de un accidente en Grecia durante los años 80 en el que sobrevive un niño recién nacido. Una familia lo adopta y, muchos años después, ya hecho un joven, Ion (Aliocha Schneider) va con sus amigos a la playa. Ahí lo acosa un par de hombres y al empujar a uno de ellos cuando intenta besarlo, Ion comete un homicidio sin dolo. En la prisión, una carcelera llamada Iro (Agathe Bonitzer) se enamora de él y, al terminar su condena, empiezan una familia. Él no sabe que ella es su madre, ni que el hombre a quien mató era su padre. Tampoco el público, que apenas se da cuenta de que el mismo actor que sobrevive al accidente del comienzo interpreta a la víctima de Ion, lo cual no tiene sentido: ¿cómo puede tener este hombre la misma edad a lo largo de tantos años? Schanelec demuestra así una ambivalente consideración por el público y la narración: ya que el rostro de Lucian (Theodore Vrachas) aparece en un solo plano cuando Ion está recién nacido, al usar al mismo actor intuimos, en la escena de su muerte, que interpreta al mismo personaje. Lo que no dicen las palabras lo aclaran las imágenes. Si uno sabe mirarlas.

Schanelec retoma el mito y la tragedia de Edipo para revertirlos en casi todo sentido. Si Sófocles escribió sobre el destino y la responsabilidad, la directora alemana parte del azar y la inocencia. Ion no es un hombre violento, a diferencia de Edipo, e ignoramos si su predicamento es de un orden divino, ya que aparenta más bien una serie de coincidencias. Para Schanelec los eventos son marcas en la arena que el tiempo va deslavando, como el mar, hasta que desaparecen con todo y sus conexiones. Si una historia es lo que resulta de hilar sucesos, Schanelec se niega a ello: su cine enfrenta toda noción de pasado para concentrarse en el presente de cada imagen. No tiene sentido ver Music para entender su significado o lo que ha sucedido hasta cierto punto para formar una trama, sino contemplar las composiciones, los colores pardos y a veces vivos, y la inmovilidad que resalta el paso del tiempo: afecto puro.

En Music, la fragmentación de la norma narrativa es tal que cada plano resulta un mundo completo.

El guion, que representa el habla, es insuficiente para expresar a Schanelec. Music se comporta como una canción o un aria, y su único tema, la sanación, se expresa mediante la música. A lo largo de la vida violenta de Ion los personajes cantan y rebasan así el lenguaje: es el sonido de sus voces lo que describe la tormenta escondida en el cuerpo, o la reconciliación con el azar que mece al mundo. En este caso hará más bien que mal revelar el desenlace: a diferencia de Edipo, Ion no se saca los ojos; su movimiento se dirige al contrario del inicio, cuando queda huérfano, y halla una familia con amigos en Berlín. Ion se dedica a la música, parece en paz, y el último de cuatro accidentes de coche que suceden a lo largo de la película termina al fin en rescate y una imagen conmovedora: un abrazo.

Music no describe la forma de sobrepasar la tragedia; Schanelec se rehúsa a declarar que entiende la fórmula de la felicidad, pero nos la muestra, inexplicable, como todos los otros fenómenos en la vida. La música le pareció a Hegel una forma tan elevada justo porque reproduce este misterio, y gracias a Schanelec, entre muchos otros, el cine debería ser entendido como una forma afín: una frecuencia que se expresa en imágenes sin decir algo. No una trama: una sensación. De ahí, tal vez, el título de la película.

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Music hace pedazos la norma narrativa a tal grado que no tiene sentido verla para entender su significado o identificar una trama, sino para contemplar las composiciones, los colores pardos y a veces vivos, y la inmovilidad que resalta el paso del tiempo: afecto puro. Angela Schanelec nos acerca al conocimiento a partir de sensaciones, no de ideas.

A finales de los años setenta, en un texto sobre Ceddo (1977), del gran director senegalés Ousmane Sembène, el también grande —pero en la crítica— Serge Daney escribió: “Lo que pertenece a la música es todo lo que nos refiere a nuestro supuesto conocimiento y lo ya-visto; lo que pertenece al habla es cuanto nos refiere a nuestra ignorancia”. Daney quiere decir que la película se compone de dos tramas: una vinculada con el habla y otra con la música; una arqueológica y otra mitológica. Pero no tiene sentido ahondar más en aquel texto y sus conclusiones. Simplemente la frase me vino a la cabeza al ver por segunda vez Music (2023), de la directora alemana Angela Schanelec.

Siempre he necesitado una segunda vuelta para entender las películas de Schanelec, y tal vez ni siquiera entonces las capto del todo, aunque las tramas no son particularmente enmarañadas y los temas son más producto del azar que de un imaginario ensayístico. En palabras más simples: ni son difíciles porque posean la sofisticación melodramática de un Atom Egoyan —quien nos confunde con los papeles y las relaciones de sus personajes intrigantes—, ni lo son porque se lancen a buscar respuestas a cuestionamientos filosóficos sobre, digamos, la modernidad y la imagen, como lo hace el cine de Harun Farocki. De hecho, a estos cineastas les entiendo razonablemente bien. La dificultad de Schanelec tiene más que ver con la renuencia a hacer del cine una expresión de ideas; su intención parte del deseo más o menos opuesto de convertir al aparato fílmico en proyector de afectos. Escribo “más o menos” porque las ideas suponen una emoción; de lo contrario, no nos quemarían el estómago las diferencias políticas, religiosas y hasta cinematográficas. Schanelec se concentra en las sensaciones y los sentimientos a partir de una sola idea: no planear la película, sino encontrarla.

Music se comporta como una canción o un aria, y su único tema, la sanación, se expresa mediante la música.

Frente a Music, entonces, se me ocurre lo mismo que a Daney: la música, aquí, nos permite cierto conocimiento, mientras que el habla nos dice muy poco, al contrario de la manera en que suelen funcionar ambos lenguajes cotidianamente. Por lo general se cree que las notas, los acordes y las progresiones son más misteriosas que las palabras. Por esa razón los pensadores en pleno auge del romanticismo —Hegel, por ejemplo— encontraron en la música y en la poesía —que es también música, pero hecha con palabras— la cima de la expresión artística: al dejarnos tan abrumados como la realidad misma, sin habla para explicar sus secretos, estas formas replican la sustancia portentosa del mundo natural. Aunque Schanelec todavía parte de una historia que contar, su estilo es una radicalización de lo que motivó a Robert Bresson: darle la vuelta al cine; es decir, si el fin tradicional de una película es mostrar los objetos, los espacios, los cuerpos, él los ocultaba, de tal modo que un choque no se veía mediante la imagen del vehículo abollándose, sino a partir solamente de la cara de un testigo y el sonido de las llantas al derraparse, como en Au hasard Balthazar (1966).

En Music, I Was at Home, But (2019), The Dreamed Path (2016) y otras películas, Schanelec narra sin narrar: es difícil entender quién está a cuadro, qué está haciendo, con quién y por qué. De nuevo, el habla no sirve de mucho, salvo para nombrar a los personajes; nada de lo que digan es suficiente como para entenderlos. La fragmentación de la norma narrativa es tal que cada plano resulta un mundo completo y el montaje adquiere la forma de un museo: si vemos un tríptico del Bosco están claros los episodios pero no el progreso de una imagen a otra; es decir, El juicio final nos enseña en tres cuadros el viaje humano del Edén al Infierno, pero no vemos exactamente lo que pasa entre una etapa y otra. Schanelec hace lo mismo: a veces, entre dos planos inmediatos, pasan muchos años y apenas si hay elementos que lo esclarezcan. Por otra parte, así como hay pinturas en sus planos-museo, hay estatuas, más que personajes, y por ello la directora se concentra en las manos, los pies, los cuellos, los zapatos. Sus actores, como los de Bresson, son modelos quietos cuya inmovilidad existe no para significar algo, sino para manifestarse como ejemplo de un milagro que ignoramos todos los días.

También te puede interesar leer: “Maxxxine se pone saludablemente a los pies de De Palma“.

Music, el reverso total del mito y la tragedia de Edipo.

Music —lo entendí esta segunda vez que la vi— se trata de un accidente en Grecia durante los años 80 en el que sobrevive un niño recién nacido. Una familia lo adopta y, muchos años después, ya hecho un joven, Ion (Aliocha Schneider) va con sus amigos a la playa. Ahí lo acosa un par de hombres y al empujar a uno de ellos cuando intenta besarlo, Ion comete un homicidio sin dolo. En la prisión, una carcelera llamada Iro (Agathe Bonitzer) se enamora de él y, al terminar su condena, empiezan una familia. Él no sabe que ella es su madre, ni que el hombre a quien mató era su padre. Tampoco el público, que apenas se da cuenta de que el mismo actor que sobrevive al accidente del comienzo interpreta a la víctima de Ion, lo cual no tiene sentido: ¿cómo puede tener este hombre la misma edad a lo largo de tantos años? Schanelec demuestra así una ambivalente consideración por el público y la narración: ya que el rostro de Lucian (Theodore Vrachas) aparece en un solo plano cuando Ion está recién nacido, al usar al mismo actor intuimos, en la escena de su muerte, que interpreta al mismo personaje. Lo que no dicen las palabras lo aclaran las imágenes. Si uno sabe mirarlas.

Schanelec retoma el mito y la tragedia de Edipo para revertirlos en casi todo sentido. Si Sófocles escribió sobre el destino y la responsabilidad, la directora alemana parte del azar y la inocencia. Ion no es un hombre violento, a diferencia de Edipo, e ignoramos si su predicamento es de un orden divino, ya que aparenta más bien una serie de coincidencias. Para Schanelec los eventos son marcas en la arena que el tiempo va deslavando, como el mar, hasta que desaparecen con todo y sus conexiones. Si una historia es lo que resulta de hilar sucesos, Schanelec se niega a ello: su cine enfrenta toda noción de pasado para concentrarse en el presente de cada imagen. No tiene sentido ver Music para entender su significado o lo que ha sucedido hasta cierto punto para formar una trama, sino contemplar las composiciones, los colores pardos y a veces vivos, y la inmovilidad que resalta el paso del tiempo: afecto puro.

En Music, la fragmentación de la norma narrativa es tal que cada plano resulta un mundo completo.

El guion, que representa el habla, es insuficiente para expresar a Schanelec. Music se comporta como una canción o un aria, y su único tema, la sanación, se expresa mediante la música. A lo largo de la vida violenta de Ion los personajes cantan y rebasan así el lenguaje: es el sonido de sus voces lo que describe la tormenta escondida en el cuerpo, o la reconciliación con el azar que mece al mundo. En este caso hará más bien que mal revelar el desenlace: a diferencia de Edipo, Ion no se saca los ojos; su movimiento se dirige al contrario del inicio, cuando queda huérfano, y halla una familia con amigos en Berlín. Ion se dedica a la música, parece en paz, y el último de cuatro accidentes de coche que suceden a lo largo de la película termina al fin en rescate y una imagen conmovedora: un abrazo.

Music no describe la forma de sobrepasar la tragedia; Schanelec se rehúsa a declarar que entiende la fórmula de la felicidad, pero nos la muestra, inexplicable, como todos los otros fenómenos en la vida. La música le pareció a Hegel una forma tan elevada justo porque reproduce este misterio, y gracias a Schanelec, entre muchos otros, el cine debería ser entendido como una forma afín: una frecuencia que se expresa en imágenes sin decir algo. No una trama: una sensación. De ahí, tal vez, el título de la película.

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A finales de los años setenta, en un texto sobre Ceddo (1977), del gran director senegalés Ousmane Sembène, el también grande —pero en la crítica— Serge Daney escribió: “Lo que pertenece a la música es todo lo que nos refiere a nuestro supuesto conocimiento y lo ya-visto; lo que pertenece al habla es cuanto nos refiere a nuestra ignorancia”. Daney quiere decir que la película se compone de dos tramas: una vinculada con el habla y otra con la música; una arqueológica y otra mitológica. Pero no tiene sentido ahondar más en aquel texto y sus conclusiones. Simplemente la frase me vino a la cabeza al ver por segunda vez Music (2023), de la directora alemana Angela Schanelec.

Siempre he necesitado una segunda vuelta para entender las películas de Schanelec, y tal vez ni siquiera entonces las capto del todo, aunque las tramas no son particularmente enmarañadas y los temas son más producto del azar que de un imaginario ensayístico. En palabras más simples: ni son difíciles porque posean la sofisticación melodramática de un Atom Egoyan —quien nos confunde con los papeles y las relaciones de sus personajes intrigantes—, ni lo son porque se lancen a buscar respuestas a cuestionamientos filosóficos sobre, digamos, la modernidad y la imagen, como lo hace el cine de Harun Farocki. De hecho, a estos cineastas les entiendo razonablemente bien. La dificultad de Schanelec tiene más que ver con la renuencia a hacer del cine una expresión de ideas; su intención parte del deseo más o menos opuesto de convertir al aparato fílmico en proyector de afectos. Escribo “más o menos” porque las ideas suponen una emoción; de lo contrario, no nos quemarían el estómago las diferencias políticas, religiosas y hasta cinematográficas. Schanelec se concentra en las sensaciones y los sentimientos a partir de una sola idea: no planear la película, sino encontrarla.

Music se comporta como una canción o un aria, y su único tema, la sanación, se expresa mediante la música.

Frente a Music, entonces, se me ocurre lo mismo que a Daney: la música, aquí, nos permite cierto conocimiento, mientras que el habla nos dice muy poco, al contrario de la manera en que suelen funcionar ambos lenguajes cotidianamente. Por lo general se cree que las notas, los acordes y las progresiones son más misteriosas que las palabras. Por esa razón los pensadores en pleno auge del romanticismo —Hegel, por ejemplo— encontraron en la música y en la poesía —que es también música, pero hecha con palabras— la cima de la expresión artística: al dejarnos tan abrumados como la realidad misma, sin habla para explicar sus secretos, estas formas replican la sustancia portentosa del mundo natural. Aunque Schanelec todavía parte de una historia que contar, su estilo es una radicalización de lo que motivó a Robert Bresson: darle la vuelta al cine; es decir, si el fin tradicional de una película es mostrar los objetos, los espacios, los cuerpos, él los ocultaba, de tal modo que un choque no se veía mediante la imagen del vehículo abollándose, sino a partir solamente de la cara de un testigo y el sonido de las llantas al derraparse, como en Au hasard Balthazar (1966).

En Music, I Was at Home, But (2019), The Dreamed Path (2016) y otras películas, Schanelec narra sin narrar: es difícil entender quién está a cuadro, qué está haciendo, con quién y por qué. De nuevo, el habla no sirve de mucho, salvo para nombrar a los personajes; nada de lo que digan es suficiente como para entenderlos. La fragmentación de la norma narrativa es tal que cada plano resulta un mundo completo y el montaje adquiere la forma de un museo: si vemos un tríptico del Bosco están claros los episodios pero no el progreso de una imagen a otra; es decir, El juicio final nos enseña en tres cuadros el viaje humano del Edén al Infierno, pero no vemos exactamente lo que pasa entre una etapa y otra. Schanelec hace lo mismo: a veces, entre dos planos inmediatos, pasan muchos años y apenas si hay elementos que lo esclarezcan. Por otra parte, así como hay pinturas en sus planos-museo, hay estatuas, más que personajes, y por ello la directora se concentra en las manos, los pies, los cuellos, los zapatos. Sus actores, como los de Bresson, son modelos quietos cuya inmovilidad existe no para significar algo, sino para manifestarse como ejemplo de un milagro que ignoramos todos los días.

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Music, el reverso total del mito y la tragedia de Edipo.

Music —lo entendí esta segunda vez que la vi— se trata de un accidente en Grecia durante los años 80 en el que sobrevive un niño recién nacido. Una familia lo adopta y, muchos años después, ya hecho un joven, Ion (Aliocha Schneider) va con sus amigos a la playa. Ahí lo acosa un par de hombres y al empujar a uno de ellos cuando intenta besarlo, Ion comete un homicidio sin dolo. En la prisión, una carcelera llamada Iro (Agathe Bonitzer) se enamora de él y, al terminar su condena, empiezan una familia. Él no sabe que ella es su madre, ni que el hombre a quien mató era su padre. Tampoco el público, que apenas se da cuenta de que el mismo actor que sobrevive al accidente del comienzo interpreta a la víctima de Ion, lo cual no tiene sentido: ¿cómo puede tener este hombre la misma edad a lo largo de tantos años? Schanelec demuestra así una ambivalente consideración por el público y la narración: ya que el rostro de Lucian (Theodore Vrachas) aparece en un solo plano cuando Ion está recién nacido, al usar al mismo actor intuimos, en la escena de su muerte, que interpreta al mismo personaje. Lo que no dicen las palabras lo aclaran las imágenes. Si uno sabe mirarlas.

Schanelec retoma el mito y la tragedia de Edipo para revertirlos en casi todo sentido. Si Sófocles escribió sobre el destino y la responsabilidad, la directora alemana parte del azar y la inocencia. Ion no es un hombre violento, a diferencia de Edipo, e ignoramos si su predicamento es de un orden divino, ya que aparenta más bien una serie de coincidencias. Para Schanelec los eventos son marcas en la arena que el tiempo va deslavando, como el mar, hasta que desaparecen con todo y sus conexiones. Si una historia es lo que resulta de hilar sucesos, Schanelec se niega a ello: su cine enfrenta toda noción de pasado para concentrarse en el presente de cada imagen. No tiene sentido ver Music para entender su significado o lo que ha sucedido hasta cierto punto para formar una trama, sino contemplar las composiciones, los colores pardos y a veces vivos, y la inmovilidad que resalta el paso del tiempo: afecto puro.

En Music, la fragmentación de la norma narrativa es tal que cada plano resulta un mundo completo.

El guion, que representa el habla, es insuficiente para expresar a Schanelec. Music se comporta como una canción o un aria, y su único tema, la sanación, se expresa mediante la música. A lo largo de la vida violenta de Ion los personajes cantan y rebasan así el lenguaje: es el sonido de sus voces lo que describe la tormenta escondida en el cuerpo, o la reconciliación con el azar que mece al mundo. En este caso hará más bien que mal revelar el desenlace: a diferencia de Edipo, Ion no se saca los ojos; su movimiento se dirige al contrario del inicio, cuando queda huérfano, y halla una familia con amigos en Berlín. Ion se dedica a la música, parece en paz, y el último de cuatro accidentes de coche que suceden a lo largo de la película termina al fin en rescate y una imagen conmovedora: un abrazo.

Music no describe la forma de sobrepasar la tragedia; Schanelec se rehúsa a declarar que entiende la fórmula de la felicidad, pero nos la muestra, inexplicable, como todos los otros fenómenos en la vida. La música le pareció a Hegel una forma tan elevada justo porque reproduce este misterio, y gracias a Schanelec, entre muchos otros, el cine debería ser entendido como una forma afín: una frecuencia que se expresa en imágenes sin decir algo. No una trama: una sensación. De ahí, tal vez, el título de la película.

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Music hace pedazos la norma narrativa a tal grado que no tiene sentido verla para entender su significado o identificar una trama, sino para contemplar las composiciones, los colores pardos y a veces vivos, y la inmovilidad que resalta el paso del tiempo: afecto puro. Angela Schanelec nos acerca al conocimiento a partir de sensaciones, no de ideas.

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A finales de los años setenta, en un texto sobre Ceddo (1977), del gran director senegalés Ousmane Sembène, el también grande —pero en la crítica— Serge Daney escribió: “Lo que pertenece a la música es todo lo que nos refiere a nuestro supuesto conocimiento y lo ya-visto; lo que pertenece al habla es cuanto nos refiere a nuestra ignorancia”. Daney quiere decir que la película se compone de dos tramas: una vinculada con el habla y otra con la música; una arqueológica y otra mitológica. Pero no tiene sentido ahondar más en aquel texto y sus conclusiones. Simplemente la frase me vino a la cabeza al ver por segunda vez Music (2023), de la directora alemana Angela Schanelec.

Siempre he necesitado una segunda vuelta para entender las películas de Schanelec, y tal vez ni siquiera entonces las capto del todo, aunque las tramas no son particularmente enmarañadas y los temas son más producto del azar que de un imaginario ensayístico. En palabras más simples: ni son difíciles porque posean la sofisticación melodramática de un Atom Egoyan —quien nos confunde con los papeles y las relaciones de sus personajes intrigantes—, ni lo son porque se lancen a buscar respuestas a cuestionamientos filosóficos sobre, digamos, la modernidad y la imagen, como lo hace el cine de Harun Farocki. De hecho, a estos cineastas les entiendo razonablemente bien. La dificultad de Schanelec tiene más que ver con la renuencia a hacer del cine una expresión de ideas; su intención parte del deseo más o menos opuesto de convertir al aparato fílmico en proyector de afectos. Escribo “más o menos” porque las ideas suponen una emoción; de lo contrario, no nos quemarían el estómago las diferencias políticas, religiosas y hasta cinematográficas. Schanelec se concentra en las sensaciones y los sentimientos a partir de una sola idea: no planear la película, sino encontrarla.

Music se comporta como una canción o un aria, y su único tema, la sanación, se expresa mediante la música.

Frente a Music, entonces, se me ocurre lo mismo que a Daney: la música, aquí, nos permite cierto conocimiento, mientras que el habla nos dice muy poco, al contrario de la manera en que suelen funcionar ambos lenguajes cotidianamente. Por lo general se cree que las notas, los acordes y las progresiones son más misteriosas que las palabras. Por esa razón los pensadores en pleno auge del romanticismo —Hegel, por ejemplo— encontraron en la música y en la poesía —que es también música, pero hecha con palabras— la cima de la expresión artística: al dejarnos tan abrumados como la realidad misma, sin habla para explicar sus secretos, estas formas replican la sustancia portentosa del mundo natural. Aunque Schanelec todavía parte de una historia que contar, su estilo es una radicalización de lo que motivó a Robert Bresson: darle la vuelta al cine; es decir, si el fin tradicional de una película es mostrar los objetos, los espacios, los cuerpos, él los ocultaba, de tal modo que un choque no se veía mediante la imagen del vehículo abollándose, sino a partir solamente de la cara de un testigo y el sonido de las llantas al derraparse, como en Au hasard Balthazar (1966).

En Music, I Was at Home, But (2019), The Dreamed Path (2016) y otras películas, Schanelec narra sin narrar: es difícil entender quién está a cuadro, qué está haciendo, con quién y por qué. De nuevo, el habla no sirve de mucho, salvo para nombrar a los personajes; nada de lo que digan es suficiente como para entenderlos. La fragmentación de la norma narrativa es tal que cada plano resulta un mundo completo y el montaje adquiere la forma de un museo: si vemos un tríptico del Bosco están claros los episodios pero no el progreso de una imagen a otra; es decir, El juicio final nos enseña en tres cuadros el viaje humano del Edén al Infierno, pero no vemos exactamente lo que pasa entre una etapa y otra. Schanelec hace lo mismo: a veces, entre dos planos inmediatos, pasan muchos años y apenas si hay elementos que lo esclarezcan. Por otra parte, así como hay pinturas en sus planos-museo, hay estatuas, más que personajes, y por ello la directora se concentra en las manos, los pies, los cuellos, los zapatos. Sus actores, como los de Bresson, son modelos quietos cuya inmovilidad existe no para significar algo, sino para manifestarse como ejemplo de un milagro que ignoramos todos los días.

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Music, el reverso total del mito y la tragedia de Edipo.

Music —lo entendí esta segunda vez que la vi— se trata de un accidente en Grecia durante los años 80 en el que sobrevive un niño recién nacido. Una familia lo adopta y, muchos años después, ya hecho un joven, Ion (Aliocha Schneider) va con sus amigos a la playa. Ahí lo acosa un par de hombres y al empujar a uno de ellos cuando intenta besarlo, Ion comete un homicidio sin dolo. En la prisión, una carcelera llamada Iro (Agathe Bonitzer) se enamora de él y, al terminar su condena, empiezan una familia. Él no sabe que ella es su madre, ni que el hombre a quien mató era su padre. Tampoco el público, que apenas se da cuenta de que el mismo actor que sobrevive al accidente del comienzo interpreta a la víctima de Ion, lo cual no tiene sentido: ¿cómo puede tener este hombre la misma edad a lo largo de tantos años? Schanelec demuestra así una ambivalente consideración por el público y la narración: ya que el rostro de Lucian (Theodore Vrachas) aparece en un solo plano cuando Ion está recién nacido, al usar al mismo actor intuimos, en la escena de su muerte, que interpreta al mismo personaje. Lo que no dicen las palabras lo aclaran las imágenes. Si uno sabe mirarlas.

Schanelec retoma el mito y la tragedia de Edipo para revertirlos en casi todo sentido. Si Sófocles escribió sobre el destino y la responsabilidad, la directora alemana parte del azar y la inocencia. Ion no es un hombre violento, a diferencia de Edipo, e ignoramos si su predicamento es de un orden divino, ya que aparenta más bien una serie de coincidencias. Para Schanelec los eventos son marcas en la arena que el tiempo va deslavando, como el mar, hasta que desaparecen con todo y sus conexiones. Si una historia es lo que resulta de hilar sucesos, Schanelec se niega a ello: su cine enfrenta toda noción de pasado para concentrarse en el presente de cada imagen. No tiene sentido ver Music para entender su significado o lo que ha sucedido hasta cierto punto para formar una trama, sino contemplar las composiciones, los colores pardos y a veces vivos, y la inmovilidad que resalta el paso del tiempo: afecto puro.

En Music, la fragmentación de la norma narrativa es tal que cada plano resulta un mundo completo.

El guion, que representa el habla, es insuficiente para expresar a Schanelec. Music se comporta como una canción o un aria, y su único tema, la sanación, se expresa mediante la música. A lo largo de la vida violenta de Ion los personajes cantan y rebasan así el lenguaje: es el sonido de sus voces lo que describe la tormenta escondida en el cuerpo, o la reconciliación con el azar que mece al mundo. En este caso hará más bien que mal revelar el desenlace: a diferencia de Edipo, Ion no se saca los ojos; su movimiento se dirige al contrario del inicio, cuando queda huérfano, y halla una familia con amigos en Berlín. Ion se dedica a la música, parece en paz, y el último de cuatro accidentes de coche que suceden a lo largo de la película termina al fin en rescate y una imagen conmovedora: un abrazo.

Music no describe la forma de sobrepasar la tragedia; Schanelec se rehúsa a declarar que entiende la fórmula de la felicidad, pero nos la muestra, inexplicable, como todos los otros fenómenos en la vida. La música le pareció a Hegel una forma tan elevada justo porque reproduce este misterio, y gracias a Schanelec, entre muchos otros, el cine debería ser entendido como una forma afín: una frecuencia que se expresa en imágenes sin decir algo. No una trama: una sensación. De ahí, tal vez, el título de la película.

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