La nueva película de Todd Field, nominada a seis premios Oscar, está protagonizada por Cate Blanchett en el rol de una abusiva conductora de orquesta. La cinta ha sido entendida como el cuestionamiento a una figura poderosa y reaccionaria, pero a menudo parece defenderla. <i>Tár</i> ha llegado a las salas de cine en México.
Dice Martin Scorsese que, cuando vio Tár (2022), se despejaron las oscuras nubes de los cielos cinematográficos. Frente a una película tan definida por la técnica y la contemplación de tiempo y espacio, sintió esperanza por el futuro de las imágenes, normalmente apagadas por la homogeneidad y la simpleza de la industria contemporánea. Hay quienes sentimos lo contrario. No puedo hablar por todos, pero la fe de nuestro Marty me parece un síntoma de desesperación en un tiempo en el que la distribución cinematográfica rechaza la diversidad proporcionada alguna vez por el éxito de Michelangelo Antonioni —la radical Blow-up (1966) fue una de las diez películas más vistas en Estados Unidos cuando se estrenó— o de Federico Fellini —me contaron la historia de que la épica gay Satyricon (1969) llegó hasta un pueblito, donde causó estragos en la comunidad—. Lo más cerca que estamos de eso son las aventuras decididamente industriales, complacientes, aunque loables, del cine coreano, mientras que las películas genuinamente arriesgadas de Apichatpong Weerasethakul o Angela Schanelec se quedan atoradas en los circuitos de festival. Sus estrenos, si llegan a ser comerciales, son diminutos; entonces nos aferramos a lo que se les parezca, como si fuera el último salvavidas del Titanic. Pero si esa rueda inflable, o ese bote, fuera solo una ilusión, estaríamos agarrados de la nada, alucinando con la supervivencia mientras nos ahogamos.
Dirigida por el misterioso Todd Field, que abandonó su carrera de actuación hace menos de una década para concentrarse en una espaciada filmografía como director, su más reciente película se concentra en Lydia Tár (Cate Blanchett), la primera mujer —ficticia— en conducir la Orquesta Filarmónica de Berlín, quien lleva una vida exitosa pero aparentemente amenazada por los resentimientos que produce. Field aprovecha la cotidianidad de su protagonista para construir carácter apoyándose en pequeñas pero significativas acciones y en la actuación de Blanchett. Por eso, antes de salir a un conversatorio con el escritor Adam Gopnik durante el New Yorker Festival, hay un énfasis en Lydia mientras se prepara de forma extravagante: la mirada fija, como la de un lobo concentrado en su presa, y aspavientos raros; gestos y bufidos que hablan de un temperamento atlético: salir al público es hacer una interpretación importante, ya sea conduciendo la orquesta, grabando música o dando cátedra. Una vez en el escenario ella se niega a reírse de los chistes de Gopnik, aunque se va soltando, pero sobre todo rechaza las reivindicaciones de nuestro tiempo: prefiere que la llamen “maestro”, en vez de usar el sustantivo en femenino.
A lo largo de la película, Lydia es paseada, asistida, mimada, invitada, porque despierta una admiración sin fondo, tal como la que ella siente por los grandes compositores cuya obra interpreta; sin embargo, ese fanatismo hermenéutico desaparece en su trato con personas que encuentra menores: a menudo se lava las manos, como si le diera asco la humanidad sin talento; los personajes que trabajan para ella suelen ser remplazados sin demasiada consideración, y en una escena importante humilla discretamente a un alumno de la prestigiosa escuela de música Juilliard. Ya volveremos a ella, pero antes tengo que cerrar el retrato con los aspectos más generosos de la protagonista: en cuanto llega a casa y descubre que su esposa y concertino, Sharon (Nina Hoss), tiene un malestar, Lydia se apresura a cuidarla; Petra (Mila Bogojevic), la hija adoptada de Sharon, recibe el mismo cariño, expresado en acciones como llevarla a la escuela y jugar con ella.
El tema de Tár es la ambigüedad del monstruo y la sutileza —o levedad, incluso— de su malicia. Lydia no se exalta durante la mayor parte de la película y lleva a cabo sus crímenes con tal discreción que casi no los vemos. La invisibilidad del mal, manifestada en distintos modos, nos revela el pensamiento reaccionario de la película, decidida a justificar a su protagonista, como lo demuestra la escena que mencioné, en la que Lydia confronta a un estudiante.
El hostil intercambio se desarrolla en un solo plano secuencia de poco más de diez minutos, en el que ella se mueve por el enorme salón de clase mientras la cámara se acomoda para seguirla y asumir la perspectiva de los estudiantes. Si vemos igual que ellos tal vez se deba a que, para Field, deberíamos aprenderle algo a su protagonista, quien insiste en desligar a los grandes compositores de sus crueldades y privilegios. Es difícil, además, identificarse con el estudiante, que es representado como un idiota incapaz de argumentar algo más que menciones de blanquitud y masculinidad para renunciar a Bach. Lydia, en contraste, tan elocuente y dramática como reaccionaria; Blanchett es una actriz tan hábil que hace el papel de una mujer que actúa de profesora sin que la percibamos a ella, pero esto supone una inclinación bastante obvia: el director hace más fácil ponerse del lado de su protagonista, incluso por la forma en que brinca la pierna de su alumno, tan desesperante para ella como para nosotros, y, aunque está claro que Lydia tiene el poder en la situación, Field orienta los afectos de la audiencia en su favor. El minimalismo que imita Tár evita el control de la audiencia para complicar su decisión moral, como, por ejemplo, la discusión larga y quieta entre un sacerdote y un miembro del Ejército Republicano Irlandés en Hunger (2008), de Steve McQueen. El colmo es que el plano secuencia contrasta con una grabación seriamente editada de la clase que alguien usa en contra de Lydia: Field nos deja muy fácil la elección entre la verdad de un plano sin cortes y la manipulación de un montaje que selecciona las frases más problemáticas para dañar a la protagonista.
En general, el director busca dar más volumen a Lydia, minimizar sus acciones y enfatizar el dolor que le traen sus consecuencias. ¿Qué puede lastimar más al público: el sufrimiento fuera de cuadro de Krista, una excolaboradora que nunca vemos, o las imágenes tangibles de la gran conductora afectada por las redes sociales y el exilio? De hecho, esta idea de la observación y el juicio constantes está inscrito en la primera imagen, en la que alguien transmite con su teléfono imágenes desde la habitación de Lydia mientras escribe mensajes que, además de violar su intimidad, la ridiculizan. ¿Será su asistente Francesca (Noémie Merlant) o la invisible Krista , de quien parece haber abusado Lydia? El anonimato de su espía subraya también ese acoso al obligarnos a pensar en las varias sospechosas.
Tár simula una crítica al poder, pero la mayoría de las veces actúa como defensa del genio acorralado por el escrutinio. El constante acecho bajo el que vive Lydia, desde el primer plano, y pasando por escenas en que algo la despierta en la noche o de un perro espantoso que parece a punto de atacarla, representan, sí, la culpa que lleva dentro, pero sobre todo el tormento cotidiano de ser una figura pública. Las dudas sobre la perspectiva de Field se disipan en el desenlace racista y clasista que lamenta la pobreza, estereotipa un país asiático y ataca la vulgaridad de la cultura popular. La vaga noción de un personaje martirizado injustamente encuentra claridad si recordamos la película anterior de Field, Little children (2006), en la que una comunidad tortura sin derecho a un abusador sexual debido al estigma que le dejó su encarcelamiento. Claramente hay una tendencia de ver víctimas en los victimarios.
Si en lo político ya hay suficiente que reclamar, en lo estético el simulacro de Tár nos permite insistir en la desesperación como el razonamiento para encontrar en ella un cine ejemplar. Aunque Field aspira al minimalismo, su arco dramático es convencional, con tres actos muy obvios de exposición, conflicto y resolución, enteramente ausentes del cine contemporáneo más audaz. Si bien Lydia no es una figura pulcra, existe una moralización en su favor, como ya lo vimos, que debilita la ambigüedad, pero quizá lo más desconcertante sea ver planos tan similares a los de Apichatpong Weerasethakul. Los muros de concreto aparente y la iluminación en claroscuro podrían aludir a Memoria (2021), estrenada en Cannes meses antes del rodaje de Tár, pero una secuencia de sueño en una jungla definitivamente parece inspirada por Blue (2018). Para culminar: el nombre de Petra, la hija adoptiva de Sharon, y la atracción que siente Lydia por una nueva chelista en su orquesta berlinesa parecen aludir a The bitter tears of Petra von Kant (1972), de Rainer Werner Fassbinder, cuyo tema también es la destrucción de una lesbiana poderosa y abusiva.
La gran diferencia entre Field y sus aparentes influencias es que Tár carece de riesgo y responsabilidad. En la forma y las ideas se va a la segura, confiado de que hay un público ansioso de ver cine distinto pero separado de él por la distribución que determina el mercado. A falta de mar, un charco.