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Con la autorización de la Editorial Sexto Piso, presentamos un adelanto de <i>Tengo algunas preguntas para usted</i> (2024) de Rebecca Makkai.
La nueva novela de Rebecca Makkai reflexiona sobre el género del <i>true crime</i> y aborda algunos temas acuciantes de nuestro tiempo: el Me Too y la superación solo aparente de las actitudes machistas.
«Has oído hablar de ella», digo, como un desafío, una certeza. A la mujer sentada en el taburete de al lado en el bar del hotel, que ha cometido el error de entablar conversación; al dentista, que se queda sin preguntas sobre mis hijos y se interesa por lo que he estado haciendo.
A veces saben a quién me refiero de inmediato. Otras preguntan: «¿No fue ese en el que el tipo la tuvo encerrada en el sótano?».
¡No! No. Ese no.
¿Ese en el que la apuñalaban? No. ¿En el que se subía a un taxi con...? Esa era otra chica. ¿Ese en el que ella iba a la fiesta de la fraternidad, en el que él usaba un palo, en el que utilizaba un martillo, en el que ella lo conocía en un centro de rehabilitación y él...? No. ¿Ese en el que él la miraba correr todos los días?
¿Ese en el que ella cometió el error de decirle que no le venía la regla? ¿El del tío paterno? Espera, ¿el otro del tío paterno?
No, el de la piscina. El del alcohol en el..., el pelo de ella alrededor de..., con el tipo que confesó... Exacto. Ese.
Asienten, reconfortados por... ¿Por qué?
La mujer del taburete de al lado saca el tallo de apio de su Bloody Mary y lo mordisquea. El dentista me pide que me enjuague. Le dan vueltas a su nombre en la lengua, en la memoria.
–De ese me acuerdo perfectamente –dicen.
«Ese», porque ¿qué es ella ahora sino un caso? Un caso que se conoce o no, un caso con un conjunto limitado de detalles, un caso que, para dominarlo, requiere memorizar mapas y cronologías.
–¡El del internado! –exclaman–. Claro que me acuerdo, el del vídeo. ¿Tú la conocías?
Es la de la foto que sale si se busca «asesinato en New Hampshire», al lado de otras fotografías policiales de las tragedias relacionadas con las metanfetaminas de los últimos años. La foto –ella riéndose con la boca, no con los ojos, un signo de profunda infelicidad– suele derivar en clickbait. Solo es un recorte de la fotografía del equipo de tenis que sale en el anuario escolar; quien conoció a Thalia puede ver que no estaba realmente disgustada, simplemente le sonreía sin ganas a la cámara.
Fue el caso ese del que se habló tanto.
Ese en el que ella era suficientemente joven, blanca, guapa y rica como para que la gente le prestara atención.
Ese en el que todos éramos suficientemente jóvenes para pensar que alguien más listo que nosotros tendría las respuestas.
Ese en el que quizás nos equivocamos.
Ese en el que todos, colectivamente, cada uno soportando solo el peso de una pluma, quizás nos equivocamos.
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Primera parte
1
Vi el vídeo por primera vez en 2016. Estaba en la cama con el portátil y los auriculares puestos, preocupada por si Jerome se despertaba y tenía que dar explicaciones. Al fondo del pasillo mis hijos dormían. Podría haberme levantado para ver cómo estaban, sentir sus mejillas y su aliento caliente. Podría haber hundido la nariz en el pelo de la pequeña, y el olor de su cuero cabelludo húmedo mezclado con lavanda tal vez me habría bastado para conciliar el sueño.
Pero una amiga a la que no veía desde hacía veinte años acababa de enviarme el enlace, así que hice clic.
Camelot, de Lerner y Loewe. Yo hice de regidora y de directora técnica. Una cámara fija, demasiado cerca de la orquesta, demasiado lejos de los cantantes adolescentes sin micrófono, calidad VHS de 1995, y algún miembro del club de audiovisuales detrás del objetivo. Claro que sabíamos que no éramos geniales, pero ni siquiera éramos tan buenos como nos pensábamos. Quien quiera que fuese el que lo había subido dos décadas después, quien quiera que hubiese señalado en los comentarios los minutos exactos en que aparece Thalia Keith había colgado también la lista de los miembros del reparto y del equipo técnico. Beth Docherty en el papel de una Ginebra muy menuda; Sakina John, resplandeciente, de Morgana con una corona de púas de oro sobre sus trenzas; Mike Stiles, apuesto y tímido, del rey Arturo. Mi nombre está mal escrito, pero también sale.
La ovación final es la última toma en la que se ve a Thalia claramente, con sus rizos oscuros que la distinguen de la masa desvaída. Después casi todo el mundo se queda en el escenario para cantarle el «Cumpleaños feliz» a la señorita Ross, nuestra directora, y lograr que se levante de la primera fila donde se sentaba todas las noches tomando notas. Es muy joven, algo de lo que entonces no me daba cuenta.
Unos cuantos chicos salen y vuelven a entrar en medio de la confusión. Los músicos de la orquesta suben al escenario para cantar, el marido de la señorita Ross sale de entre el público con un ramo de flores, los técnicos aparecen vestidos con camisetas negras y vaqueros negros. Yo no salgo: supongo que me quedé en la cabina. Muy mío lo de no participar.
Entre que todos se juntan y cantan, el asunto del cumpleaños dura cincuenta y dos segundos, durante los que en ningún momento se ve bien a Thalia. En los comentarios, alguien ha ampliado un fragmento del vestido verde que aparece a un lado del encuadre y ha publicado fotos comparadas de esa mancha de color y del vestido que llevaba Thalia, primero cubierto de gasa en el papel de Nimue, la hechicera, la Dama del Lago, y luego sin la gasa, con un sencillo tocado, como Lady Ana. Pero había varios vestidos verdes, entre ellos el de mi amiga Carlotta. Es posible que a esas alturas Thalia ya no estuviera allí.
La mayor parte de la discusión que se leía debajo del vídeo giraba en torno a la cronología de los hechos. La función estaba prevista para las 19:00, pero era probable que aquella adaptación nuestra abreviada empezara con cinco minutos de retraso. Tal vez más. La cinta omitía el descanso, y se especulaba sobre cuánto solían durar los descansos de los musicales de instituto. En función de esas dos variables, el espectáculo habría terminado en algún momento entre las 20:45 y las 21:15. Yo podría haberlo sabido. En aquel momento tendría todas mis notas minuciosas en una carpeta. Pero nunca me lo preguntó nadie.
El forense estableció la hora de la muerte de Thalia entre las 20:00 y la medianoche, una franja cuyo comienzo quedaba delimitado por el musical, así que la hora exacta en que este acabó se había convertido en tema de perpetua fascinación en internet.
«He llegado aquí desde YouTube», había escrito alguien en 2015, y ponía el enlace a otro vídeo. «Mirad esto. Demuestra que todo fue una chapuza. La secuencia cronológica no cuadra».
Otra persona escribió: «Hombre equivocado en la cárcel porque los colegios le bailan el agua a la policía racista».
Y debajo: «¡Bienvenidos al Club de los Cazadores de Moscas! Poned toda vuestra energía en un caso real sin resolver».
Viendo el vídeo veintiún años después de los hechos, el recuerdo que se desprendió de los oscuros recovecos de mi cerebro fue el de estar en la biblioteca con mi amiga Fran, que participaba en la función, buscando en el diccionario la palabra lujuriante. Para acallar nuestras risitas cuando cantábamos «El lujuriante mes de mayo», la señorita Ross nos dijo que lujuriante ahí significaba simplemente «exuberante». «Podéis mirarlo». ¿Qué sabía la señorita Ross de la lujuria? La lujuria era para los jóvenes, no para las profesoras de teatro casadas. Pero («Santa locura», como habría o podría haber dicho Fran), según el diccionario, lujuriante significaba, en efecto, «exuberante». Uno de los ejemplos que daba era «la lujuriante vegetación de las selvas tropicales». Nos fuimos de la biblioteca riéndonos mientras Fran cantaba «¡Oh, la lujuriante vegetación de las selvas tropicales!».
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¿Dónde había guardado ese recuerdo todos esos años?
La primera vez que puse el vídeo fui saltando de aquí para allá y en realidad solo vi el final: no tenía ganas de eternizarme escuchando voces adolescentes e instrumentos de cuerda desafinados. Pero esa misma noche, a las dos de la madrugada, cuando la pastilla de melatonina dejó de hacer efecto y se me aceleró el pulso como si hubiera estado corriendo, lo puse de nuevo desde el principio y vi todas las partes en las que salía Thalia. En el acto I, escena 2, estaba su única escena en el papel de Nimue. Aparecía en el escenario envuelta en una bruma de hielo seco, cantando hipnóticamente detrás de Merlín. Algo en su forma de apartar la vista de él mientras cantaba, mirando hacia los bastidores como si necesitara ayuda, me perturbó. No tenía sentido; todo lo que tenía que hacer era cantar su canción machacona.
Me incliné con cuidado por encima de Jerome para coger su iPad de la mesilla de noche y abrí el vídeo, y esta vez me concentré en su cara, ampliándola aunque perdiera nitidez. Era sutil, pero sí parecía irritada.
Justo entonces, cuando Merlín pronuncia su discurso de despedida ante Arturo y Camelot, ella vuelve a mirar hacia otro lado, casi por encima de su hombro. Y dice algo sin emitir sonido: no es cosa de mi imaginación. Cuando vuelvo a ver la secuencia, me doy cuenta de que sus labios articulan una e. Está diciendo, estoy casi segura, la palabra «qué». Tal vez a un tramoyista o a alguno de mis técnicos que estuviera sosteniendo en alto un accesorio olvidado. Pero ¿qué podía ser tan importante en ese momento, justo antes de hacer mutis?
En 2016 ninguna de las personas que dejaron un comentario se había fijado en esto. Lo único que les importaba era la ovación final, y si ella estaba en el escenario o no en ese último minuto (eso y lo guapa que estaba). Cincuenta y dos segundos, según ellos, eran suficientes para que Thalia Keith se reuniera con la persona que estuviera esperándola entre bastidores y se marchara con ella sin que nadie la viera.
Al final de todo, nuestro ilustre director de orquesta y director musical, con pajarita y la batuta aún en la mano, empieza a anunciar algo a lo que nadie atiende: «¡Gracias a todos! Al salir...», pero el vídeo da paso a una confusión de líneas grises. Seguramente dijera algo sobre pasar lista en el dormitorio o sobre la basura que no debíamos olvidar llevarnos.
«Mirad a Ginebra los dos últimos segundos –se lee en un comentario–. ¿Eso que lleva es una petaca? ¡Quiero ser amiga de Ginebra!». Congelé la imagen y, en efecto, lo que Beth sostenía en alto era una petaca plateada, tal vez confiando en que sus amigos se dieran cuenta pero que los profesores que había entre el público estuvieran demasiado distraídos para enterarse de nada. O tal vez estuviese demasiado borracha para preocuparse.
En otro comentario preguntan si alguien puede identificar a los miembros del público que pasan ante la cámara al dirigirse a la salida.
En otro se lee: «Si veis el especial de Dateline de 2005, no hagáis caso de nada de lo que dicen. Hay muchísimos errores. Además, es Tha, pronunciado za, pero Lester Holt dice todo el tiempo Thay-lia».
«Pensaba que era Tahl-ia», responde alguien.
«No, no, no –escribe el autor de la primera entrada–. Yo conocía a su hermana».
Otro comentario: «Todo esto me pone muy triste». Seguido de tres emojis llorando y un corazón azul.
Después estuve semanas soñando, pero no con la cabeza de Thalia girándose ni con su boca formando sin pronunciarla una pregunta, sino con la petaca de Beth Docherty. En mis sueños yo tenía que encontrarla y volver a esconderla. Llevaba en las manos mi carpeta gigante, pero mis anotaciones no me servían.
Los alumnos de teatro habían pedido hacer esa función; el año anterior sacaban el tema cada vez que la señorita Ross estaba de guardia en los dormitorios. Se había estrenado un nuevo montaje en Broadway en 1993, e incluso los que no fuimos a verla oímos hablar de la música y supimos que habría escotes medievales, besos en escena y solos fabulosos. Para mí significaba fondos de castillos, tronos, árboles sobre ruedas..., nada complicado, ninguna planta carnívora ni ningún Ford Deluxe descapotable sobre el escenario. A los periodistas del futuro les regalaría un sinfín de metáforas fáciles. El internado como reino del bosque, Thalia como hechicera, como princesa, como mártir. ¿Puede haber algo más romántico? ¿Puede haber algo más perfecto que una chica que muere antes de estar hecha del todo? Una chica como una hoja en blanco. Una chica como una proyección de los deseos de usted, ajena a los suyos propios. Una chica como un sacrificio al concepto de chica. Una chica como una serie de fotografías de infancia, todas marcadas con el aura de «chica que morirá joven», como si hasta el fotógrafo de retratos escolares hubiera visto escrito en su cara que sería eternamente joven.
El espectador, el voyeur, hasta el perpetrador, todos estaban libres de culpa si la niña había nacido muerta.
En internet y en la televisión esas cosas arrasan.
Y a usted, señor Bloch, supongo que a usted también le ha
venido bien.
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2
Contra todo pronóstico, en enero de 2018 me encontré volviendo precipitadamente al campus en uno de esos viejos y fiables Blue Cabs que me habían recogido tantas veces, hacía tanto tiempo, en el aeropuerto de Manchester. El taxista me comentó que llevaba todo el día yendo y viniendo de Granby.
–Todos se han ido estas vacaciones.
–Han vuelto a casa para pasar las Navidades –respondí.
Él resopló, como si acabara de confirmarle sus peores sospechas.
Me preguntó si daba clases en Granby. Por un momento me sorprendió que no me hubiera tomado por una alumna. Pero ahí estaba su retrovisor para devolverme mi reflejo: una mujer bien arreglada con arrugas alrededor de los ojos. Le respondí que no, que solo me habían invitado a impartir un curso de dos semanas. No le expliqué que había estudiado en Granby, que recordaba el camino que estábamos haciendo como quien recuerda una vieja canción. Me pareció demasiada información para soltársela en una charla superficial. Tampoco le expliqué el concepto de minisemestre porque habría sonado esnob, exactamente la clase de cosas que él asociaría con esos chavales consentidos.
Había sido idea de Fran llevarme de vuelta allí. Ella nunca había llegado a marcharse: después de unos pocos años fuera estudiando en la universidad, haciendo estudios de posgrado y pasando un tiempo en el extranjero, regresó para dar clases de Historia. Su mujer trabaja en Admisiones y viven en el campus con sus hijos.
El taxista, que se llamaba Lee, me explicó que «llevaba a los chicos de Granby desde que sus abuelos estudiaban allí». Según él, era el tipo de colegio en el que solo se podía entrar a través de contactos familiares. Quise decirle que estaba totalmente equivocado, pero había dejado pasar la oportunidad de aclararle que yo no era ninguna extraña en aquel sitio. Me habló de «los líos en que se meten estos chicos, ni se lo imagina», y me preguntó si había leído el artículo de «unos años antes» en Rolling Stone. Ese artículo («Vive libre o muere: alcohol, drogas y ahogamientos en un internado de élite de New Hampshire») se publicó en 1996, y sí, todos lo habíamos leído. Nos escribimos correos electrónicos desde nuestras residencias universitarias, furiosos por los errores y las especulaciones que encontramos en él, igual que nos enviamos mensajes de texto nueve años después cuando el programa Dateline volvió a sacar el tema.
–No controlan nada a esos chicos –me dijo Lee–. Lo único que me gusta es que tienen por norma no utilizar Uber.
–Es curioso, yo he oído lo contrario. Me refiero al control.
–Pues le han mentido. Le habrían dicho lo que sea con tal de que viniera usted a dar clase.
Yo solo había vuelto a Granby tres veces en los casi veintitrés años que habían pasado desde que me gradué. Hubo un primer reencuentro cuando vivía en Nueva York: me quedé una hora. Volví para la boda de Fran y Anne en la capilla Vieja en 2008. En julio de 2013 pasé unos días en Vermont, y fui a ver a Fran y a conocer a su primer hijo. Y ya. Había evitado los reencuentros de los diez, los quince y los veinte años, y también pasé de las reuniones de antiguos alumnos de Los Ángeles. Hasta que apareció el vídeo de Camelot y Fran me unió al grupo de chat, que se convirtió en una colección de recuerdos del teatro, no había sentido verdadera nostalgia por el lugar. Había decidido esperar a la reunión de 2020, a la que seguro que asistirían mis compañeros de clase, pues coincidían los veinticinco años y el bicentenario del colegio. Pero entonces me llegó esa invitación.
También influyó que Yahav, el hombre con el que estaba teniendo una arrastrada y loca aventura a distancia que ya se estaba alargando demasiado, estuviera a solo dos horas de allí, dando clase durante un año en la facultad de Derecho de la Universidad de Boston. Yahav, que tenía acento israelí, era alto, brillante y neurótico. El tipo de relación que teníamos no me permitía subirme a un avión para ir a verlo. Pero sí hacerme la encontradiza.
Además, quería ver si era capaz; si, a pesar de los nervios, del pánico casi adolescente, estaba preparada para medirme con la chica que se había abierto paso en Granby arrastrando los pies. En teoría en Los Ángeles había conseguido ciertos logros –era profesora adjunta en la universidad y tenía un podcast respetado; una mujer capaz de preparar una comida con ingredientes del mercado y de llevar a sus hijos al colegio razonablemente bien vestida–, pero, en el día a día, no era muy consciente de la distancia que había recorrido. Sabía que Granby no me dejaría indiferente.
De modo que ahí se juntaban el dinero, el amante y mi ego, y –por debajo de todo, en una nota demasiado grave para oírla– Thalia y lo descentrada que me había sentido desde que había visto aquel vídeo.
En cualquier caso, ellos me lo propusieron, yo acepté, y ahí estaba, amarrada al asiento de atrás, dejando que Lee me llevara al campus a quince kilómetros por encima del límite de velocidad.
–¿De qué dará clases, de Shakespeare? –me preguntó. Le expliqué que iba a impartir dos cursos: uno sobre podcasting y el otro sobre estudios cinematográficos.
–¡Estudios cinematográficos! –exclamó–. ¿Verán películas o las harán?
Me pareció que no había respuesta que no fuera a empeorar su opinión tanto de mí como del colegio.
–Sobre historia del cine –lo cual era correcto e incompleto.
Añadí que hasta hacía poco había dado ese mismo curso en la UCLA, un truco que ya había utilizado antes y que tuvo el efecto deseado de llevarlo directamente al equipo de fútbol americano de los Bruins. Pude hacer ruiditos de asentimiento mientras él se embarcaba en un monólogo. Quedaban veinte minutos de trayecto, y cada vez eran menos las probabilidades de que me preguntara por los podcasts o me hablara de Quentin Tarantino. El colegio me había invitado concretamente para dar el seminario de cine, y yo me había ofrecido a doblar las horas porque eso significaba el doble de dinero, pero también porque nunca puedo estarme quieta y si iba a dejar a mis hijos dos semanas para irme al bosque, no quería estar de brazos cruzados. La necesidad de mantenerme ocupada es a la vez un síntoma de ansiedad hiperactiva y la clave de mi éxito.
El podcast que estaba haciendo en ese momento se llamaba Starlet Fever, sobre la historia de las mujeres en el cine: cómo la industria las mastica y las escupe. Iba todo lo bien que puede ir un podcast, alcanzando de vez en cuando los primeros puestos en número de reproducciones. Se ganaba algo de dinero y de vez en cuando oíamos emocionados a algún famoso mencionarnos en una entrevista. Lance, que lo presentaba conmigo, había podido dejar su programa de paisajismo, yo me había permitido rechazar las migajas que me ofrecía la UCLA como adjunta, y un par de agentes literarios se habían ofrecido a representarnos si nos decidíamos a escribir juntos un libro. Estábamos inmersos en los preparativos de nuestra siguiente temporada, que iba a ir de Rita Hayworth, pero era un trabajo de investigación que podía hacerse desde cualquier lugar.
Seguimos a otro Blue Cab por la Ruta 9, con dos chicos en el asiento de atrás.
–Seguro que ahí van algunos de sus alumnos –me dijo Lee–. Ninguno de esos chavales es de por aquí. Incluso vienen de otros países. Esta mañana he llevado a unas chicas que volvían de China y no han dicho ni una palabra. ¿Cómo pueden ir a clase si no hablan nuestro idioma?
Fingí que atendía una llamada antes de que el racismo se hiciera más evidente.
–¡Gary! –le grité al teléfono, y durante diez minutos estuve espaciando una serie de «ajá» y «de acuerdo» mientras el bosque helado pasaba borroso a nuestro lado.
Pero sin las distracciones que había estado proporcionándome Lee no pude evitar los nervios que hasta ese momento había podido ignorar ni la sensación de ser engullida por el bosque. Ahí estaba la pequeña iglesia blanca de la Unión, la señal de que faltaba poco. Y el desvío por la carretera más estrecha, un giro que rescaté de lo más profundo de mi memoria muscular.
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Con el giro afloró también la visión de los pantalones cortos de tela vaquera demasiado largos y la camiseta de tirantes a rayas que llevaba la primera vez que fui a Granby, en 1991. Me recordé preguntándome a mí misma si los chicos de New Hampshire tendrían acento, sin imaginar que muy pocos de mis compañeros serían de allí. Me contuve para no decírselo a Lee ni al teléfono.
Los Robeson, la familia con la que vivía, me había llevado en coche desde Indiana en un solo día, y a la mañana siguiente amanecimos a apenas una hora de viaje. Las ventanillas de atrás estaban bajadas, y ahí sentada con la cara al viento contemplé la sucesión de pintorescas tierras de labranza y un bosque tan tupido que solo se veían muros verdes. Todo olía a estiércol, algo a lo que estaba acostumbrada, y, de pronto, a pino.
–¡Ahí fuera huele a ambientador! –exclamé.
Los Robeson reaccionaron como si fuera una niña pequeña y hubiera dicho algo encantador.
–¡Huele a ambientador! –repitió Severn Robeson, dando una palmada al volante.
Aquel primer día en el campus no podía creerme la densidad del bosque, cómo todo lo que había en el suelo formaba parte de él: las rocas, los troncos, las agujas de pino y el musgo. Había que andar con cuidado. Los únicos bosques que había conocido en Indiana se encontraban entre hileras de casas o detrás de gasolineras: eran bosques que se podían cruzar, llenos de colillas y de latas de refrescos. Cuando de niña oía cuentos de hadas, esos eran los bosques que me imaginaba. Y ahora de pronto las historias de bosques primigenios, niños perdidos y guaridas ocultas tenían sentido. Eso era un bosque.
Fuera del taxi de Lee: la oficina de correos de Granby y lo que antes era el videoclub. El Circle K no había cambiado, pero era difícil ponerse nostálgica con una gasolinera. Ahí estaba la carretera que llevaba al campus, y al verla me recorrió una oleada de adrenalina. Terminé la falsa llamada con Gary deseándole un gran día.
Cuando cayeron todas las hojas aquel primer noviembre, pensé que por fin vería las casas y los edificios a través de los árboles. Pero no, detrás de esas ramas desnudas solo había más ramas desnudas. Y más allá, más.
Por la noche había lechuzas. A veces, si los contenedores no estaban bien cerrados, los osos negros sacaban bolsas de basura enteras y las arrastraban por el campus para abrirlas como si fueran pequeños obsequios.
El coche que habíamos estado siguiendo giró hacia los dormitorios de chicos, pero Lee optó por el camino largo, que bordeaba el campus Bajo, para hacerme un tour, y yo no pude menos que escuchar educadamente.
–Donde voy a dejarla es el campus Alto, que está por encima del río. Allí están los edificios nuevos y lujosos. Pero aquí abajo está la parte antigua, que se remonta a mil setecientos y
pico.
Era de la década de 1820, pero no le corregí. Ya era casi mediodía y unos chicos salían de la sala común y cruzaban el patio encorvados contra el frío.
Lee señaló el aulario original, los dormitorios en los que se congelaban los adolescentes de las granjas, las casitas donde discurría la vida solitaria de los profesores solteros de antaño, la capilla Vieja y la capilla Nueva (ninguna de las dos seguía siendo una capilla, pero ambas eran increíblemente antiguas), la casa del director.
–Ese es el tipo que empezó el colegio con una sola aula –dijo erróneamente, señalando la estatua de bronce de Samuel Granby.
Cuando era estudiante, no podía pasar por su lado sin frotarle el pie, una manía que nunca le conté a nadie. Tampoco podía pasar junto a un teléfono público sin darle la vuelta al auricular. Era algo increíblemente ingenioso y rebelde, créame.
Cuando Lee llegó al final del campus Alto y detuvo el coche, abrí la puerta y me choqué contra una pared de aire helado. Mientras le pagaba me recomendó que no pasara frío, como si pudiera escoger, como si no nos halláramos en el profundo pozo del invierno cubierto enteramente de hielo y sal. Mirando los edificios, que no habían cambiado, y la fina cresta de las montañas Blancas, que se elevaba por encima de la hilera de árboles del este, era fácil creer que ese lugar se había conservado criogénicamente.
Fran me había ofrecido su sofá, pero por la forma en que lo dijo –«Bueno, está el perro, y Jacob siempre anda metiendo ruido, y Max todavía no duerme toda la noche seguida»– me pareció que era más un gesto que una invitación. Así que había optado por alojarme en uno de los dos pisos para invitados, en una pequeña casa situada justo encima del río, que antes se había utilizado de oficina. En cada planta había un dormitorio y un cuarto de baño, y abajo una cocina compartida. Toda la casa olía a lejía.
Deshice las maletas, preocupada por no haber llevado suficientes jerséis, y me dio por pensar en los teléfonos de pago de Granby.
Imagíneme (recuérdeme), con quince o dieciséis años, vestida de negro incluso cuando no estaba entre bastidores, con mis Doc Martens reforzadas con cinta adhesiva y el pelo oscuro y fino alrededor de mi cara de repollo; imagíneme, enfundada en franela, con los ojos perfilados con una gruesa raya, pasando junto a un teléfono y –sin mirar– descolgándolo y dejándolo del revés.
Pero eso solo fue al principio: en el penúltimo año ya no podía pasar por delante de un teléfono sin descolgar el auricular, pulsar un número y escuchar, porque había al menos uno en el que, si lo hacías, se oía otra conversación a través de la estática. Lo descubrí un día que estaba llamando a los dormitorios desde el teléfono del vestíbulo del gimnasio para preguntar si podía llegar un poco más tarde de las 22:00, y después de pulsar el primer botón oí la voz como a medio volumen de un chico que se quejaba a su madre de los parciales. Ella le preguntó si ya se había vacunado de la alergia. Él sonaba quejumbroso y nostálgico, le eché unos doce años y tardé un rato en reconocerlo: era Tim Busse, un jugador de hockey que tenía mal cutis pero una novia guapísima. Debía de estar hablando por el teléfono de su edificio, al otro lado del riachuelo. Yo desconocía la teoría de la telecomunicación que hacía eso posible, y cuando me dio por contárselo a mi marido él meneó la cabeza y dijo: «No puede ser». Le pregunté si me acusaba de mentir o si creía que oía voces. «Quiero decir que eso es imposible», insistió sin alterarse.
Me quedé en el vestíbulo del gimnasio hipnotizada, sin querer perderme ni una sílaba. Pero al final tuve que hacerlo: llamé a los dormitorios, le pedí a la profesora de guardia diez minutos más para cruzar el campus y coger el libro de Historia que me había dejado en la sala común. No, me respondió ella. Quedaban tres minutos para que pasaran lista. Colgué, luego volví a levantar el auricular y pulsé un número. Seguía oyéndose la voz de Tim Busse. Magia. Le dijo a su madre que iba a suspender Física. Me sorprendió. Y de pronto tenía un secreto acerca de él. Un secreto secreto porque él no había querido compartirlo.
Después de eso me enamoré de Tim Busse, a quien antes nunca le había prestado la más mínima atención.
En los meses siguientes probé todos los teléfonos del campus, pero solo funcionaba en el del gimnasio, y solo si la otra persona estaba hablando desde Barton Hall (quizá desde un teléfono en particular).
Casi todo lo que oía eran murmullos indescifrables. Una vez oí a alguien pedir una pizza. A veces hablaban en coreano, español o alemán. Una vez oí «Rhapsody in Blue», la melodía de espera de la United Airlines. A veces oía cosas más interesantes, información que memorizaba. Me enteré de que alguien –nunca averigüé quién– estaría en casa para Pascua pero se negaba a ir a casa de la tía Ellen. Me enteré de que alguien echaba de menos a su novia, de verdad la echaba de menos, de verdad, y no, no estaba saliendo con nadie más, la quería, ¿por qué se ponía así? Tenía que dejar de comportarse de ese modo, ¿no sabía que la echaba de menos?
Se nos conceden tan pocos superpoderes en la vida. Y ese era uno de los míos. Podía recorrer los pasillos sabiendo cosas que ninguno de los chicos de Barton Hall me diría voluntariamente. Sabía que Jorge Cardenas no se permitía beber cuando estaba triste porque así empezaba el alcoholismo, y él no quería ser como su padre.
Habría estado bien si un día hubiera descolgado el teléfono y hubiera oído algo útil, algo incriminatorio. Si hubiera oído a alguien amenazar a Thalia, por ejemplo. O hubiera oído algo sobre usted.
Pero solo se trataba de un hábito cotidiano: recopilaba información sobre mis compañeros como quien acumula periódicos. Esperaba que eso me ayudara a parecerme más a ellos y menos a mí misma; es decir, parecer menos pobre, menos atontada, menos provinciana y vulnerable.
Todos los veranos llevaba a casa el anuario escolar y marcaba la foto de cada alumno con un particular código de colores: si los conocía, si los consideraba mis amigos, si estaba enamorada de ellos. A veces, en pleno aislamiento veraniego, buscaba en el directorio del colegio a sus familias para averiguar el nombre de pila de sus padres, con el único propósito de evadirme por un momento de un dormitorio que odiaba en una casa que no era la mía en un pueblo donde ya no conocía a nadie.
Eso no me hace especial, cosa que también sabía entonces. Solo lo digo para explicarme: me importaban los detalles. No porque pudiera controlarlos, sino porque podía poseerlos.
Y había muy pocas cosas que pudiera llamar mías.
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La nueva novela de Rebecca Makkai reflexiona sobre el género del <i>true crime</i> y aborda algunos temas acuciantes de nuestro tiempo: el Me Too y la superación solo aparente de las actitudes machistas.
«Has oído hablar de ella», digo, como un desafío, una certeza. A la mujer sentada en el taburete de al lado en el bar del hotel, que ha cometido el error de entablar conversación; al dentista, que se queda sin preguntas sobre mis hijos y se interesa por lo que he estado haciendo.
A veces saben a quién me refiero de inmediato. Otras preguntan: «¿No fue ese en el que el tipo la tuvo encerrada en el sótano?».
¡No! No. Ese no.
¿Ese en el que la apuñalaban? No. ¿En el que se subía a un taxi con...? Esa era otra chica. ¿Ese en el que ella iba a la fiesta de la fraternidad, en el que él usaba un palo, en el que utilizaba un martillo, en el que ella lo conocía en un centro de rehabilitación y él...? No. ¿Ese en el que él la miraba correr todos los días?
¿Ese en el que ella cometió el error de decirle que no le venía la regla? ¿El del tío paterno? Espera, ¿el otro del tío paterno?
No, el de la piscina. El del alcohol en el..., el pelo de ella alrededor de..., con el tipo que confesó... Exacto. Ese.
Asienten, reconfortados por... ¿Por qué?
La mujer del taburete de al lado saca el tallo de apio de su Bloody Mary y lo mordisquea. El dentista me pide que me enjuague. Le dan vueltas a su nombre en la lengua, en la memoria.
–De ese me acuerdo perfectamente –dicen.
«Ese», porque ¿qué es ella ahora sino un caso? Un caso que se conoce o no, un caso con un conjunto limitado de detalles, un caso que, para dominarlo, requiere memorizar mapas y cronologías.
–¡El del internado! –exclaman–. Claro que me acuerdo, el del vídeo. ¿Tú la conocías?
Es la de la foto que sale si se busca «asesinato en New Hampshire», al lado de otras fotografías policiales de las tragedias relacionadas con las metanfetaminas de los últimos años. La foto –ella riéndose con la boca, no con los ojos, un signo de profunda infelicidad– suele derivar en clickbait. Solo es un recorte de la fotografía del equipo de tenis que sale en el anuario escolar; quien conoció a Thalia puede ver que no estaba realmente disgustada, simplemente le sonreía sin ganas a la cámara.
Fue el caso ese del que se habló tanto.
Ese en el que ella era suficientemente joven, blanca, guapa y rica como para que la gente le prestara atención.
Ese en el que todos éramos suficientemente jóvenes para pensar que alguien más listo que nosotros tendría las respuestas.
Ese en el que quizás nos equivocamos.
Ese en el que todos, colectivamente, cada uno soportando solo el peso de una pluma, quizás nos equivocamos.
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Primera parte
1
Vi el vídeo por primera vez en 2016. Estaba en la cama con el portátil y los auriculares puestos, preocupada por si Jerome se despertaba y tenía que dar explicaciones. Al fondo del pasillo mis hijos dormían. Podría haberme levantado para ver cómo estaban, sentir sus mejillas y su aliento caliente. Podría haber hundido la nariz en el pelo de la pequeña, y el olor de su cuero cabelludo húmedo mezclado con lavanda tal vez me habría bastado para conciliar el sueño.
Pero una amiga a la que no veía desde hacía veinte años acababa de enviarme el enlace, así que hice clic.
Camelot, de Lerner y Loewe. Yo hice de regidora y de directora técnica. Una cámara fija, demasiado cerca de la orquesta, demasiado lejos de los cantantes adolescentes sin micrófono, calidad VHS de 1995, y algún miembro del club de audiovisuales detrás del objetivo. Claro que sabíamos que no éramos geniales, pero ni siquiera éramos tan buenos como nos pensábamos. Quien quiera que fuese el que lo había subido dos décadas después, quien quiera que hubiese señalado en los comentarios los minutos exactos en que aparece Thalia Keith había colgado también la lista de los miembros del reparto y del equipo técnico. Beth Docherty en el papel de una Ginebra muy menuda; Sakina John, resplandeciente, de Morgana con una corona de púas de oro sobre sus trenzas; Mike Stiles, apuesto y tímido, del rey Arturo. Mi nombre está mal escrito, pero también sale.
La ovación final es la última toma en la que se ve a Thalia claramente, con sus rizos oscuros que la distinguen de la masa desvaída. Después casi todo el mundo se queda en el escenario para cantarle el «Cumpleaños feliz» a la señorita Ross, nuestra directora, y lograr que se levante de la primera fila donde se sentaba todas las noches tomando notas. Es muy joven, algo de lo que entonces no me daba cuenta.
Unos cuantos chicos salen y vuelven a entrar en medio de la confusión. Los músicos de la orquesta suben al escenario para cantar, el marido de la señorita Ross sale de entre el público con un ramo de flores, los técnicos aparecen vestidos con camisetas negras y vaqueros negros. Yo no salgo: supongo que me quedé en la cabina. Muy mío lo de no participar.
Entre que todos se juntan y cantan, el asunto del cumpleaños dura cincuenta y dos segundos, durante los que en ningún momento se ve bien a Thalia. En los comentarios, alguien ha ampliado un fragmento del vestido verde que aparece a un lado del encuadre y ha publicado fotos comparadas de esa mancha de color y del vestido que llevaba Thalia, primero cubierto de gasa en el papel de Nimue, la hechicera, la Dama del Lago, y luego sin la gasa, con un sencillo tocado, como Lady Ana. Pero había varios vestidos verdes, entre ellos el de mi amiga Carlotta. Es posible que a esas alturas Thalia ya no estuviera allí.
La mayor parte de la discusión que se leía debajo del vídeo giraba en torno a la cronología de los hechos. La función estaba prevista para las 19:00, pero era probable que aquella adaptación nuestra abreviada empezara con cinco minutos de retraso. Tal vez más. La cinta omitía el descanso, y se especulaba sobre cuánto solían durar los descansos de los musicales de instituto. En función de esas dos variables, el espectáculo habría terminado en algún momento entre las 20:45 y las 21:15. Yo podría haberlo sabido. En aquel momento tendría todas mis notas minuciosas en una carpeta. Pero nunca me lo preguntó nadie.
El forense estableció la hora de la muerte de Thalia entre las 20:00 y la medianoche, una franja cuyo comienzo quedaba delimitado por el musical, así que la hora exacta en que este acabó se había convertido en tema de perpetua fascinación en internet.
«He llegado aquí desde YouTube», había escrito alguien en 2015, y ponía el enlace a otro vídeo. «Mirad esto. Demuestra que todo fue una chapuza. La secuencia cronológica no cuadra».
Otra persona escribió: «Hombre equivocado en la cárcel porque los colegios le bailan el agua a la policía racista».
Y debajo: «¡Bienvenidos al Club de los Cazadores de Moscas! Poned toda vuestra energía en un caso real sin resolver».
Viendo el vídeo veintiún años después de los hechos, el recuerdo que se desprendió de los oscuros recovecos de mi cerebro fue el de estar en la biblioteca con mi amiga Fran, que participaba en la función, buscando en el diccionario la palabra lujuriante. Para acallar nuestras risitas cuando cantábamos «El lujuriante mes de mayo», la señorita Ross nos dijo que lujuriante ahí significaba simplemente «exuberante». «Podéis mirarlo». ¿Qué sabía la señorita Ross de la lujuria? La lujuria era para los jóvenes, no para las profesoras de teatro casadas. Pero («Santa locura», como habría o podría haber dicho Fran), según el diccionario, lujuriante significaba, en efecto, «exuberante». Uno de los ejemplos que daba era «la lujuriante vegetación de las selvas tropicales». Nos fuimos de la biblioteca riéndonos mientras Fran cantaba «¡Oh, la lujuriante vegetación de las selvas tropicales!».
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¿Dónde había guardado ese recuerdo todos esos años?
La primera vez que puse el vídeo fui saltando de aquí para allá y en realidad solo vi el final: no tenía ganas de eternizarme escuchando voces adolescentes e instrumentos de cuerda desafinados. Pero esa misma noche, a las dos de la madrugada, cuando la pastilla de melatonina dejó de hacer efecto y se me aceleró el pulso como si hubiera estado corriendo, lo puse de nuevo desde el principio y vi todas las partes en las que salía Thalia. En el acto I, escena 2, estaba su única escena en el papel de Nimue. Aparecía en el escenario envuelta en una bruma de hielo seco, cantando hipnóticamente detrás de Merlín. Algo en su forma de apartar la vista de él mientras cantaba, mirando hacia los bastidores como si necesitara ayuda, me perturbó. No tenía sentido; todo lo que tenía que hacer era cantar su canción machacona.
Me incliné con cuidado por encima de Jerome para coger su iPad de la mesilla de noche y abrí el vídeo, y esta vez me concentré en su cara, ampliándola aunque perdiera nitidez. Era sutil, pero sí parecía irritada.
Justo entonces, cuando Merlín pronuncia su discurso de despedida ante Arturo y Camelot, ella vuelve a mirar hacia otro lado, casi por encima de su hombro. Y dice algo sin emitir sonido: no es cosa de mi imaginación. Cuando vuelvo a ver la secuencia, me doy cuenta de que sus labios articulan una e. Está diciendo, estoy casi segura, la palabra «qué». Tal vez a un tramoyista o a alguno de mis técnicos que estuviera sosteniendo en alto un accesorio olvidado. Pero ¿qué podía ser tan importante en ese momento, justo antes de hacer mutis?
En 2016 ninguna de las personas que dejaron un comentario se había fijado en esto. Lo único que les importaba era la ovación final, y si ella estaba en el escenario o no en ese último minuto (eso y lo guapa que estaba). Cincuenta y dos segundos, según ellos, eran suficientes para que Thalia Keith se reuniera con la persona que estuviera esperándola entre bastidores y se marchara con ella sin que nadie la viera.
Al final de todo, nuestro ilustre director de orquesta y director musical, con pajarita y la batuta aún en la mano, empieza a anunciar algo a lo que nadie atiende: «¡Gracias a todos! Al salir...», pero el vídeo da paso a una confusión de líneas grises. Seguramente dijera algo sobre pasar lista en el dormitorio o sobre la basura que no debíamos olvidar llevarnos.
«Mirad a Ginebra los dos últimos segundos –se lee en un comentario–. ¿Eso que lleva es una petaca? ¡Quiero ser amiga de Ginebra!». Congelé la imagen y, en efecto, lo que Beth sostenía en alto era una petaca plateada, tal vez confiando en que sus amigos se dieran cuenta pero que los profesores que había entre el público estuvieran demasiado distraídos para enterarse de nada. O tal vez estuviese demasiado borracha para preocuparse.
En otro comentario preguntan si alguien puede identificar a los miembros del público que pasan ante la cámara al dirigirse a la salida.
En otro se lee: «Si veis el especial de Dateline de 2005, no hagáis caso de nada de lo que dicen. Hay muchísimos errores. Además, es Tha, pronunciado za, pero Lester Holt dice todo el tiempo Thay-lia».
«Pensaba que era Tahl-ia», responde alguien.
«No, no, no –escribe el autor de la primera entrada–. Yo conocía a su hermana».
Otro comentario: «Todo esto me pone muy triste». Seguido de tres emojis llorando y un corazón azul.
Después estuve semanas soñando, pero no con la cabeza de Thalia girándose ni con su boca formando sin pronunciarla una pregunta, sino con la petaca de Beth Docherty. En mis sueños yo tenía que encontrarla y volver a esconderla. Llevaba en las manos mi carpeta gigante, pero mis anotaciones no me servían.
Los alumnos de teatro habían pedido hacer esa función; el año anterior sacaban el tema cada vez que la señorita Ross estaba de guardia en los dormitorios. Se había estrenado un nuevo montaje en Broadway en 1993, e incluso los que no fuimos a verla oímos hablar de la música y supimos que habría escotes medievales, besos en escena y solos fabulosos. Para mí significaba fondos de castillos, tronos, árboles sobre ruedas..., nada complicado, ninguna planta carnívora ni ningún Ford Deluxe descapotable sobre el escenario. A los periodistas del futuro les regalaría un sinfín de metáforas fáciles. El internado como reino del bosque, Thalia como hechicera, como princesa, como mártir. ¿Puede haber algo más romántico? ¿Puede haber algo más perfecto que una chica que muere antes de estar hecha del todo? Una chica como una hoja en blanco. Una chica como una proyección de los deseos de usted, ajena a los suyos propios. Una chica como un sacrificio al concepto de chica. Una chica como una serie de fotografías de infancia, todas marcadas con el aura de «chica que morirá joven», como si hasta el fotógrafo de retratos escolares hubiera visto escrito en su cara que sería eternamente joven.
El espectador, el voyeur, hasta el perpetrador, todos estaban libres de culpa si la niña había nacido muerta.
En internet y en la televisión esas cosas arrasan.
Y a usted, señor Bloch, supongo que a usted también le ha
venido bien.
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2
Contra todo pronóstico, en enero de 2018 me encontré volviendo precipitadamente al campus en uno de esos viejos y fiables Blue Cabs que me habían recogido tantas veces, hacía tanto tiempo, en el aeropuerto de Manchester. El taxista me comentó que llevaba todo el día yendo y viniendo de Granby.
–Todos se han ido estas vacaciones.
–Han vuelto a casa para pasar las Navidades –respondí.
Él resopló, como si acabara de confirmarle sus peores sospechas.
Me preguntó si daba clases en Granby. Por un momento me sorprendió que no me hubiera tomado por una alumna. Pero ahí estaba su retrovisor para devolverme mi reflejo: una mujer bien arreglada con arrugas alrededor de los ojos. Le respondí que no, que solo me habían invitado a impartir un curso de dos semanas. No le expliqué que había estudiado en Granby, que recordaba el camino que estábamos haciendo como quien recuerda una vieja canción. Me pareció demasiada información para soltársela en una charla superficial. Tampoco le expliqué el concepto de minisemestre porque habría sonado esnob, exactamente la clase de cosas que él asociaría con esos chavales consentidos.
Había sido idea de Fran llevarme de vuelta allí. Ella nunca había llegado a marcharse: después de unos pocos años fuera estudiando en la universidad, haciendo estudios de posgrado y pasando un tiempo en el extranjero, regresó para dar clases de Historia. Su mujer trabaja en Admisiones y viven en el campus con sus hijos.
El taxista, que se llamaba Lee, me explicó que «llevaba a los chicos de Granby desde que sus abuelos estudiaban allí». Según él, era el tipo de colegio en el que solo se podía entrar a través de contactos familiares. Quise decirle que estaba totalmente equivocado, pero había dejado pasar la oportunidad de aclararle que yo no era ninguna extraña en aquel sitio. Me habló de «los líos en que se meten estos chicos, ni se lo imagina», y me preguntó si había leído el artículo de «unos años antes» en Rolling Stone. Ese artículo («Vive libre o muere: alcohol, drogas y ahogamientos en un internado de élite de New Hampshire») se publicó en 1996, y sí, todos lo habíamos leído. Nos escribimos correos electrónicos desde nuestras residencias universitarias, furiosos por los errores y las especulaciones que encontramos en él, igual que nos enviamos mensajes de texto nueve años después cuando el programa Dateline volvió a sacar el tema.
–No controlan nada a esos chicos –me dijo Lee–. Lo único que me gusta es que tienen por norma no utilizar Uber.
–Es curioso, yo he oído lo contrario. Me refiero al control.
–Pues le han mentido. Le habrían dicho lo que sea con tal de que viniera usted a dar clase.
Yo solo había vuelto a Granby tres veces en los casi veintitrés años que habían pasado desde que me gradué. Hubo un primer reencuentro cuando vivía en Nueva York: me quedé una hora. Volví para la boda de Fran y Anne en la capilla Vieja en 2008. En julio de 2013 pasé unos días en Vermont, y fui a ver a Fran y a conocer a su primer hijo. Y ya. Había evitado los reencuentros de los diez, los quince y los veinte años, y también pasé de las reuniones de antiguos alumnos de Los Ángeles. Hasta que apareció el vídeo de Camelot y Fran me unió al grupo de chat, que se convirtió en una colección de recuerdos del teatro, no había sentido verdadera nostalgia por el lugar. Había decidido esperar a la reunión de 2020, a la que seguro que asistirían mis compañeros de clase, pues coincidían los veinticinco años y el bicentenario del colegio. Pero entonces me llegó esa invitación.
También influyó que Yahav, el hombre con el que estaba teniendo una arrastrada y loca aventura a distancia que ya se estaba alargando demasiado, estuviera a solo dos horas de allí, dando clase durante un año en la facultad de Derecho de la Universidad de Boston. Yahav, que tenía acento israelí, era alto, brillante y neurótico. El tipo de relación que teníamos no me permitía subirme a un avión para ir a verlo. Pero sí hacerme la encontradiza.
Además, quería ver si era capaz; si, a pesar de los nervios, del pánico casi adolescente, estaba preparada para medirme con la chica que se había abierto paso en Granby arrastrando los pies. En teoría en Los Ángeles había conseguido ciertos logros –era profesora adjunta en la universidad y tenía un podcast respetado; una mujer capaz de preparar una comida con ingredientes del mercado y de llevar a sus hijos al colegio razonablemente bien vestida–, pero, en el día a día, no era muy consciente de la distancia que había recorrido. Sabía que Granby no me dejaría indiferente.
De modo que ahí se juntaban el dinero, el amante y mi ego, y –por debajo de todo, en una nota demasiado grave para oírla– Thalia y lo descentrada que me había sentido desde que había visto aquel vídeo.
En cualquier caso, ellos me lo propusieron, yo acepté, y ahí estaba, amarrada al asiento de atrás, dejando que Lee me llevara al campus a quince kilómetros por encima del límite de velocidad.
–¿De qué dará clases, de Shakespeare? –me preguntó. Le expliqué que iba a impartir dos cursos: uno sobre podcasting y el otro sobre estudios cinematográficos.
–¡Estudios cinematográficos! –exclamó–. ¿Verán películas o las harán?
Me pareció que no había respuesta que no fuera a empeorar su opinión tanto de mí como del colegio.
–Sobre historia del cine –lo cual era correcto e incompleto.
Añadí que hasta hacía poco había dado ese mismo curso en la UCLA, un truco que ya había utilizado antes y que tuvo el efecto deseado de llevarlo directamente al equipo de fútbol americano de los Bruins. Pude hacer ruiditos de asentimiento mientras él se embarcaba en un monólogo. Quedaban veinte minutos de trayecto, y cada vez eran menos las probabilidades de que me preguntara por los podcasts o me hablara de Quentin Tarantino. El colegio me había invitado concretamente para dar el seminario de cine, y yo me había ofrecido a doblar las horas porque eso significaba el doble de dinero, pero también porque nunca puedo estarme quieta y si iba a dejar a mis hijos dos semanas para irme al bosque, no quería estar de brazos cruzados. La necesidad de mantenerme ocupada es a la vez un síntoma de ansiedad hiperactiva y la clave de mi éxito.
El podcast que estaba haciendo en ese momento se llamaba Starlet Fever, sobre la historia de las mujeres en el cine: cómo la industria las mastica y las escupe. Iba todo lo bien que puede ir un podcast, alcanzando de vez en cuando los primeros puestos en número de reproducciones. Se ganaba algo de dinero y de vez en cuando oíamos emocionados a algún famoso mencionarnos en una entrevista. Lance, que lo presentaba conmigo, había podido dejar su programa de paisajismo, yo me había permitido rechazar las migajas que me ofrecía la UCLA como adjunta, y un par de agentes literarios se habían ofrecido a representarnos si nos decidíamos a escribir juntos un libro. Estábamos inmersos en los preparativos de nuestra siguiente temporada, que iba a ir de Rita Hayworth, pero era un trabajo de investigación que podía hacerse desde cualquier lugar.
Seguimos a otro Blue Cab por la Ruta 9, con dos chicos en el asiento de atrás.
–Seguro que ahí van algunos de sus alumnos –me dijo Lee–. Ninguno de esos chavales es de por aquí. Incluso vienen de otros países. Esta mañana he llevado a unas chicas que volvían de China y no han dicho ni una palabra. ¿Cómo pueden ir a clase si no hablan nuestro idioma?
Fingí que atendía una llamada antes de que el racismo se hiciera más evidente.
–¡Gary! –le grité al teléfono, y durante diez minutos estuve espaciando una serie de «ajá» y «de acuerdo» mientras el bosque helado pasaba borroso a nuestro lado.
Pero sin las distracciones que había estado proporcionándome Lee no pude evitar los nervios que hasta ese momento había podido ignorar ni la sensación de ser engullida por el bosque. Ahí estaba la pequeña iglesia blanca de la Unión, la señal de que faltaba poco. Y el desvío por la carretera más estrecha, un giro que rescaté de lo más profundo de mi memoria muscular.
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Con el giro afloró también la visión de los pantalones cortos de tela vaquera demasiado largos y la camiseta de tirantes a rayas que llevaba la primera vez que fui a Granby, en 1991. Me recordé preguntándome a mí misma si los chicos de New Hampshire tendrían acento, sin imaginar que muy pocos de mis compañeros serían de allí. Me contuve para no decírselo a Lee ni al teléfono.
Los Robeson, la familia con la que vivía, me había llevado en coche desde Indiana en un solo día, y a la mañana siguiente amanecimos a apenas una hora de viaje. Las ventanillas de atrás estaban bajadas, y ahí sentada con la cara al viento contemplé la sucesión de pintorescas tierras de labranza y un bosque tan tupido que solo se veían muros verdes. Todo olía a estiércol, algo a lo que estaba acostumbrada, y, de pronto, a pino.
–¡Ahí fuera huele a ambientador! –exclamé.
Los Robeson reaccionaron como si fuera una niña pequeña y hubiera dicho algo encantador.
–¡Huele a ambientador! –repitió Severn Robeson, dando una palmada al volante.
Aquel primer día en el campus no podía creerme la densidad del bosque, cómo todo lo que había en el suelo formaba parte de él: las rocas, los troncos, las agujas de pino y el musgo. Había que andar con cuidado. Los únicos bosques que había conocido en Indiana se encontraban entre hileras de casas o detrás de gasolineras: eran bosques que se podían cruzar, llenos de colillas y de latas de refrescos. Cuando de niña oía cuentos de hadas, esos eran los bosques que me imaginaba. Y ahora de pronto las historias de bosques primigenios, niños perdidos y guaridas ocultas tenían sentido. Eso era un bosque.
Fuera del taxi de Lee: la oficina de correos de Granby y lo que antes era el videoclub. El Circle K no había cambiado, pero era difícil ponerse nostálgica con una gasolinera. Ahí estaba la carretera que llevaba al campus, y al verla me recorrió una oleada de adrenalina. Terminé la falsa llamada con Gary deseándole un gran día.
Cuando cayeron todas las hojas aquel primer noviembre, pensé que por fin vería las casas y los edificios a través de los árboles. Pero no, detrás de esas ramas desnudas solo había más ramas desnudas. Y más allá, más.
Por la noche había lechuzas. A veces, si los contenedores no estaban bien cerrados, los osos negros sacaban bolsas de basura enteras y las arrastraban por el campus para abrirlas como si fueran pequeños obsequios.
El coche que habíamos estado siguiendo giró hacia los dormitorios de chicos, pero Lee optó por el camino largo, que bordeaba el campus Bajo, para hacerme un tour, y yo no pude menos que escuchar educadamente.
–Donde voy a dejarla es el campus Alto, que está por encima del río. Allí están los edificios nuevos y lujosos. Pero aquí abajo está la parte antigua, que se remonta a mil setecientos y
pico.
Era de la década de 1820, pero no le corregí. Ya era casi mediodía y unos chicos salían de la sala común y cruzaban el patio encorvados contra el frío.
Lee señaló el aulario original, los dormitorios en los que se congelaban los adolescentes de las granjas, las casitas donde discurría la vida solitaria de los profesores solteros de antaño, la capilla Vieja y la capilla Nueva (ninguna de las dos seguía siendo una capilla, pero ambas eran increíblemente antiguas), la casa del director.
–Ese es el tipo que empezó el colegio con una sola aula –dijo erróneamente, señalando la estatua de bronce de Samuel Granby.
Cuando era estudiante, no podía pasar por su lado sin frotarle el pie, una manía que nunca le conté a nadie. Tampoco podía pasar junto a un teléfono público sin darle la vuelta al auricular. Era algo increíblemente ingenioso y rebelde, créame.
Cuando Lee llegó al final del campus Alto y detuvo el coche, abrí la puerta y me choqué contra una pared de aire helado. Mientras le pagaba me recomendó que no pasara frío, como si pudiera escoger, como si no nos halláramos en el profundo pozo del invierno cubierto enteramente de hielo y sal. Mirando los edificios, que no habían cambiado, y la fina cresta de las montañas Blancas, que se elevaba por encima de la hilera de árboles del este, era fácil creer que ese lugar se había conservado criogénicamente.
Fran me había ofrecido su sofá, pero por la forma en que lo dijo –«Bueno, está el perro, y Jacob siempre anda metiendo ruido, y Max todavía no duerme toda la noche seguida»– me pareció que era más un gesto que una invitación. Así que había optado por alojarme en uno de los dos pisos para invitados, en una pequeña casa situada justo encima del río, que antes se había utilizado de oficina. En cada planta había un dormitorio y un cuarto de baño, y abajo una cocina compartida. Toda la casa olía a lejía.
Deshice las maletas, preocupada por no haber llevado suficientes jerséis, y me dio por pensar en los teléfonos de pago de Granby.
Imagíneme (recuérdeme), con quince o dieciséis años, vestida de negro incluso cuando no estaba entre bastidores, con mis Doc Martens reforzadas con cinta adhesiva y el pelo oscuro y fino alrededor de mi cara de repollo; imagíneme, enfundada en franela, con los ojos perfilados con una gruesa raya, pasando junto a un teléfono y –sin mirar– descolgándolo y dejándolo del revés.
Pero eso solo fue al principio: en el penúltimo año ya no podía pasar por delante de un teléfono sin descolgar el auricular, pulsar un número y escuchar, porque había al menos uno en el que, si lo hacías, se oía otra conversación a través de la estática. Lo descubrí un día que estaba llamando a los dormitorios desde el teléfono del vestíbulo del gimnasio para preguntar si podía llegar un poco más tarde de las 22:00, y después de pulsar el primer botón oí la voz como a medio volumen de un chico que se quejaba a su madre de los parciales. Ella le preguntó si ya se había vacunado de la alergia. Él sonaba quejumbroso y nostálgico, le eché unos doce años y tardé un rato en reconocerlo: era Tim Busse, un jugador de hockey que tenía mal cutis pero una novia guapísima. Debía de estar hablando por el teléfono de su edificio, al otro lado del riachuelo. Yo desconocía la teoría de la telecomunicación que hacía eso posible, y cuando me dio por contárselo a mi marido él meneó la cabeza y dijo: «No puede ser». Le pregunté si me acusaba de mentir o si creía que oía voces. «Quiero decir que eso es imposible», insistió sin alterarse.
Me quedé en el vestíbulo del gimnasio hipnotizada, sin querer perderme ni una sílaba. Pero al final tuve que hacerlo: llamé a los dormitorios, le pedí a la profesora de guardia diez minutos más para cruzar el campus y coger el libro de Historia que me había dejado en la sala común. No, me respondió ella. Quedaban tres minutos para que pasaran lista. Colgué, luego volví a levantar el auricular y pulsé un número. Seguía oyéndose la voz de Tim Busse. Magia. Le dijo a su madre que iba a suspender Física. Me sorprendió. Y de pronto tenía un secreto acerca de él. Un secreto secreto porque él no había querido compartirlo.
Después de eso me enamoré de Tim Busse, a quien antes nunca le había prestado la más mínima atención.
En los meses siguientes probé todos los teléfonos del campus, pero solo funcionaba en el del gimnasio, y solo si la otra persona estaba hablando desde Barton Hall (quizá desde un teléfono en particular).
Casi todo lo que oía eran murmullos indescifrables. Una vez oí a alguien pedir una pizza. A veces hablaban en coreano, español o alemán. Una vez oí «Rhapsody in Blue», la melodía de espera de la United Airlines. A veces oía cosas más interesantes, información que memorizaba. Me enteré de que alguien –nunca averigüé quién– estaría en casa para Pascua pero se negaba a ir a casa de la tía Ellen. Me enteré de que alguien echaba de menos a su novia, de verdad la echaba de menos, de verdad, y no, no estaba saliendo con nadie más, la quería, ¿por qué se ponía así? Tenía que dejar de comportarse de ese modo, ¿no sabía que la echaba de menos?
Se nos conceden tan pocos superpoderes en la vida. Y ese era uno de los míos. Podía recorrer los pasillos sabiendo cosas que ninguno de los chicos de Barton Hall me diría voluntariamente. Sabía que Jorge Cardenas no se permitía beber cuando estaba triste porque así empezaba el alcoholismo, y él no quería ser como su padre.
Habría estado bien si un día hubiera descolgado el teléfono y hubiera oído algo útil, algo incriminatorio. Si hubiera oído a alguien amenazar a Thalia, por ejemplo. O hubiera oído algo sobre usted.
Pero solo se trataba de un hábito cotidiano: recopilaba información sobre mis compañeros como quien acumula periódicos. Esperaba que eso me ayudara a parecerme más a ellos y menos a mí misma; es decir, parecer menos pobre, menos atontada, menos provinciana y vulnerable.
Todos los veranos llevaba a casa el anuario escolar y marcaba la foto de cada alumno con un particular código de colores: si los conocía, si los consideraba mis amigos, si estaba enamorada de ellos. A veces, en pleno aislamiento veraniego, buscaba en el directorio del colegio a sus familias para averiguar el nombre de pila de sus padres, con el único propósito de evadirme por un momento de un dormitorio que odiaba en una casa que no era la mía en un pueblo donde ya no conocía a nadie.
Eso no me hace especial, cosa que también sabía entonces. Solo lo digo para explicarme: me importaban los detalles. No porque pudiera controlarlos, sino porque podía poseerlos.
Y había muy pocas cosas que pudiera llamar mías.
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Con la autorización de la Editorial Sexto Piso, presentamos un adelanto de Tengo algunas preguntas para usted (2024) de Rebecca Makkai.
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Con la autorización de la Editorial Sexto Piso, presentamos un adelanto de <i>Tengo algunas preguntas para usted</i> (2024) de Rebecca Makkai.
La nueva novela de Rebecca Makkai reflexiona sobre el género del <i>true crime</i> y aborda algunos temas acuciantes de nuestro tiempo: el Me Too y la superación solo aparente de las actitudes machistas.
«Has oído hablar de ella», digo, como un desafío, una certeza. A la mujer sentada en el taburete de al lado en el bar del hotel, que ha cometido el error de entablar conversación; al dentista, que se queda sin preguntas sobre mis hijos y se interesa por lo que he estado haciendo.
A veces saben a quién me refiero de inmediato. Otras preguntan: «¿No fue ese en el que el tipo la tuvo encerrada en el sótano?».
¡No! No. Ese no.
¿Ese en el que la apuñalaban? No. ¿En el que se subía a un taxi con...? Esa era otra chica. ¿Ese en el que ella iba a la fiesta de la fraternidad, en el que él usaba un palo, en el que utilizaba un martillo, en el que ella lo conocía en un centro de rehabilitación y él...? No. ¿Ese en el que él la miraba correr todos los días?
¿Ese en el que ella cometió el error de decirle que no le venía la regla? ¿El del tío paterno? Espera, ¿el otro del tío paterno?
No, el de la piscina. El del alcohol en el..., el pelo de ella alrededor de..., con el tipo que confesó... Exacto. Ese.
Asienten, reconfortados por... ¿Por qué?
La mujer del taburete de al lado saca el tallo de apio de su Bloody Mary y lo mordisquea. El dentista me pide que me enjuague. Le dan vueltas a su nombre en la lengua, en la memoria.
–De ese me acuerdo perfectamente –dicen.
«Ese», porque ¿qué es ella ahora sino un caso? Un caso que se conoce o no, un caso con un conjunto limitado de detalles, un caso que, para dominarlo, requiere memorizar mapas y cronologías.
–¡El del internado! –exclaman–. Claro que me acuerdo, el del vídeo. ¿Tú la conocías?
Es la de la foto que sale si se busca «asesinato en New Hampshire», al lado de otras fotografías policiales de las tragedias relacionadas con las metanfetaminas de los últimos años. La foto –ella riéndose con la boca, no con los ojos, un signo de profunda infelicidad– suele derivar en clickbait. Solo es un recorte de la fotografía del equipo de tenis que sale en el anuario escolar; quien conoció a Thalia puede ver que no estaba realmente disgustada, simplemente le sonreía sin ganas a la cámara.
Fue el caso ese del que se habló tanto.
Ese en el que ella era suficientemente joven, blanca, guapa y rica como para que la gente le prestara atención.
Ese en el que todos éramos suficientemente jóvenes para pensar que alguien más listo que nosotros tendría las respuestas.
Ese en el que quizás nos equivocamos.
Ese en el que todos, colectivamente, cada uno soportando solo el peso de una pluma, quizás nos equivocamos.
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Primera parte
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Vi el vídeo por primera vez en 2016. Estaba en la cama con el portátil y los auriculares puestos, preocupada por si Jerome se despertaba y tenía que dar explicaciones. Al fondo del pasillo mis hijos dormían. Podría haberme levantado para ver cómo estaban, sentir sus mejillas y su aliento caliente. Podría haber hundido la nariz en el pelo de la pequeña, y el olor de su cuero cabelludo húmedo mezclado con lavanda tal vez me habría bastado para conciliar el sueño.
Pero una amiga a la que no veía desde hacía veinte años acababa de enviarme el enlace, así que hice clic.
Camelot, de Lerner y Loewe. Yo hice de regidora y de directora técnica. Una cámara fija, demasiado cerca de la orquesta, demasiado lejos de los cantantes adolescentes sin micrófono, calidad VHS de 1995, y algún miembro del club de audiovisuales detrás del objetivo. Claro que sabíamos que no éramos geniales, pero ni siquiera éramos tan buenos como nos pensábamos. Quien quiera que fuese el que lo había subido dos décadas después, quien quiera que hubiese señalado en los comentarios los minutos exactos en que aparece Thalia Keith había colgado también la lista de los miembros del reparto y del equipo técnico. Beth Docherty en el papel de una Ginebra muy menuda; Sakina John, resplandeciente, de Morgana con una corona de púas de oro sobre sus trenzas; Mike Stiles, apuesto y tímido, del rey Arturo. Mi nombre está mal escrito, pero también sale.
La ovación final es la última toma en la que se ve a Thalia claramente, con sus rizos oscuros que la distinguen de la masa desvaída. Después casi todo el mundo se queda en el escenario para cantarle el «Cumpleaños feliz» a la señorita Ross, nuestra directora, y lograr que se levante de la primera fila donde se sentaba todas las noches tomando notas. Es muy joven, algo de lo que entonces no me daba cuenta.
Unos cuantos chicos salen y vuelven a entrar en medio de la confusión. Los músicos de la orquesta suben al escenario para cantar, el marido de la señorita Ross sale de entre el público con un ramo de flores, los técnicos aparecen vestidos con camisetas negras y vaqueros negros. Yo no salgo: supongo que me quedé en la cabina. Muy mío lo de no participar.
Entre que todos se juntan y cantan, el asunto del cumpleaños dura cincuenta y dos segundos, durante los que en ningún momento se ve bien a Thalia. En los comentarios, alguien ha ampliado un fragmento del vestido verde que aparece a un lado del encuadre y ha publicado fotos comparadas de esa mancha de color y del vestido que llevaba Thalia, primero cubierto de gasa en el papel de Nimue, la hechicera, la Dama del Lago, y luego sin la gasa, con un sencillo tocado, como Lady Ana. Pero había varios vestidos verdes, entre ellos el de mi amiga Carlotta. Es posible que a esas alturas Thalia ya no estuviera allí.
La mayor parte de la discusión que se leía debajo del vídeo giraba en torno a la cronología de los hechos. La función estaba prevista para las 19:00, pero era probable que aquella adaptación nuestra abreviada empezara con cinco minutos de retraso. Tal vez más. La cinta omitía el descanso, y se especulaba sobre cuánto solían durar los descansos de los musicales de instituto. En función de esas dos variables, el espectáculo habría terminado en algún momento entre las 20:45 y las 21:15. Yo podría haberlo sabido. En aquel momento tendría todas mis notas minuciosas en una carpeta. Pero nunca me lo preguntó nadie.
El forense estableció la hora de la muerte de Thalia entre las 20:00 y la medianoche, una franja cuyo comienzo quedaba delimitado por el musical, así que la hora exacta en que este acabó se había convertido en tema de perpetua fascinación en internet.
«He llegado aquí desde YouTube», había escrito alguien en 2015, y ponía el enlace a otro vídeo. «Mirad esto. Demuestra que todo fue una chapuza. La secuencia cronológica no cuadra».
Otra persona escribió: «Hombre equivocado en la cárcel porque los colegios le bailan el agua a la policía racista».
Y debajo: «¡Bienvenidos al Club de los Cazadores de Moscas! Poned toda vuestra energía en un caso real sin resolver».
Viendo el vídeo veintiún años después de los hechos, el recuerdo que se desprendió de los oscuros recovecos de mi cerebro fue el de estar en la biblioteca con mi amiga Fran, que participaba en la función, buscando en el diccionario la palabra lujuriante. Para acallar nuestras risitas cuando cantábamos «El lujuriante mes de mayo», la señorita Ross nos dijo que lujuriante ahí significaba simplemente «exuberante». «Podéis mirarlo». ¿Qué sabía la señorita Ross de la lujuria? La lujuria era para los jóvenes, no para las profesoras de teatro casadas. Pero («Santa locura», como habría o podría haber dicho Fran), según el diccionario, lujuriante significaba, en efecto, «exuberante». Uno de los ejemplos que daba era «la lujuriante vegetación de las selvas tropicales». Nos fuimos de la biblioteca riéndonos mientras Fran cantaba «¡Oh, la lujuriante vegetación de las selvas tropicales!».
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¿Dónde había guardado ese recuerdo todos esos años?
La primera vez que puse el vídeo fui saltando de aquí para allá y en realidad solo vi el final: no tenía ganas de eternizarme escuchando voces adolescentes e instrumentos de cuerda desafinados. Pero esa misma noche, a las dos de la madrugada, cuando la pastilla de melatonina dejó de hacer efecto y se me aceleró el pulso como si hubiera estado corriendo, lo puse de nuevo desde el principio y vi todas las partes en las que salía Thalia. En el acto I, escena 2, estaba su única escena en el papel de Nimue. Aparecía en el escenario envuelta en una bruma de hielo seco, cantando hipnóticamente detrás de Merlín. Algo en su forma de apartar la vista de él mientras cantaba, mirando hacia los bastidores como si necesitara ayuda, me perturbó. No tenía sentido; todo lo que tenía que hacer era cantar su canción machacona.
Me incliné con cuidado por encima de Jerome para coger su iPad de la mesilla de noche y abrí el vídeo, y esta vez me concentré en su cara, ampliándola aunque perdiera nitidez. Era sutil, pero sí parecía irritada.
Justo entonces, cuando Merlín pronuncia su discurso de despedida ante Arturo y Camelot, ella vuelve a mirar hacia otro lado, casi por encima de su hombro. Y dice algo sin emitir sonido: no es cosa de mi imaginación. Cuando vuelvo a ver la secuencia, me doy cuenta de que sus labios articulan una e. Está diciendo, estoy casi segura, la palabra «qué». Tal vez a un tramoyista o a alguno de mis técnicos que estuviera sosteniendo en alto un accesorio olvidado. Pero ¿qué podía ser tan importante en ese momento, justo antes de hacer mutis?
En 2016 ninguna de las personas que dejaron un comentario se había fijado en esto. Lo único que les importaba era la ovación final, y si ella estaba en el escenario o no en ese último minuto (eso y lo guapa que estaba). Cincuenta y dos segundos, según ellos, eran suficientes para que Thalia Keith se reuniera con la persona que estuviera esperándola entre bastidores y se marchara con ella sin que nadie la viera.
Al final de todo, nuestro ilustre director de orquesta y director musical, con pajarita y la batuta aún en la mano, empieza a anunciar algo a lo que nadie atiende: «¡Gracias a todos! Al salir...», pero el vídeo da paso a una confusión de líneas grises. Seguramente dijera algo sobre pasar lista en el dormitorio o sobre la basura que no debíamos olvidar llevarnos.
«Mirad a Ginebra los dos últimos segundos –se lee en un comentario–. ¿Eso que lleva es una petaca? ¡Quiero ser amiga de Ginebra!». Congelé la imagen y, en efecto, lo que Beth sostenía en alto era una petaca plateada, tal vez confiando en que sus amigos se dieran cuenta pero que los profesores que había entre el público estuvieran demasiado distraídos para enterarse de nada. O tal vez estuviese demasiado borracha para preocuparse.
En otro comentario preguntan si alguien puede identificar a los miembros del público que pasan ante la cámara al dirigirse a la salida.
En otro se lee: «Si veis el especial de Dateline de 2005, no hagáis caso de nada de lo que dicen. Hay muchísimos errores. Además, es Tha, pronunciado za, pero Lester Holt dice todo el tiempo Thay-lia».
«Pensaba que era Tahl-ia», responde alguien.
«No, no, no –escribe el autor de la primera entrada–. Yo conocía a su hermana».
Otro comentario: «Todo esto me pone muy triste». Seguido de tres emojis llorando y un corazón azul.
Después estuve semanas soñando, pero no con la cabeza de Thalia girándose ni con su boca formando sin pronunciarla una pregunta, sino con la petaca de Beth Docherty. En mis sueños yo tenía que encontrarla y volver a esconderla. Llevaba en las manos mi carpeta gigante, pero mis anotaciones no me servían.
Los alumnos de teatro habían pedido hacer esa función; el año anterior sacaban el tema cada vez que la señorita Ross estaba de guardia en los dormitorios. Se había estrenado un nuevo montaje en Broadway en 1993, e incluso los que no fuimos a verla oímos hablar de la música y supimos que habría escotes medievales, besos en escena y solos fabulosos. Para mí significaba fondos de castillos, tronos, árboles sobre ruedas..., nada complicado, ninguna planta carnívora ni ningún Ford Deluxe descapotable sobre el escenario. A los periodistas del futuro les regalaría un sinfín de metáforas fáciles. El internado como reino del bosque, Thalia como hechicera, como princesa, como mártir. ¿Puede haber algo más romántico? ¿Puede haber algo más perfecto que una chica que muere antes de estar hecha del todo? Una chica como una hoja en blanco. Una chica como una proyección de los deseos de usted, ajena a los suyos propios. Una chica como un sacrificio al concepto de chica. Una chica como una serie de fotografías de infancia, todas marcadas con el aura de «chica que morirá joven», como si hasta el fotógrafo de retratos escolares hubiera visto escrito en su cara que sería eternamente joven.
El espectador, el voyeur, hasta el perpetrador, todos estaban libres de culpa si la niña había nacido muerta.
En internet y en la televisión esas cosas arrasan.
Y a usted, señor Bloch, supongo que a usted también le ha
venido bien.
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2
Contra todo pronóstico, en enero de 2018 me encontré volviendo precipitadamente al campus en uno de esos viejos y fiables Blue Cabs que me habían recogido tantas veces, hacía tanto tiempo, en el aeropuerto de Manchester. El taxista me comentó que llevaba todo el día yendo y viniendo de Granby.
–Todos se han ido estas vacaciones.
–Han vuelto a casa para pasar las Navidades –respondí.
Él resopló, como si acabara de confirmarle sus peores sospechas.
Me preguntó si daba clases en Granby. Por un momento me sorprendió que no me hubiera tomado por una alumna. Pero ahí estaba su retrovisor para devolverme mi reflejo: una mujer bien arreglada con arrugas alrededor de los ojos. Le respondí que no, que solo me habían invitado a impartir un curso de dos semanas. No le expliqué que había estudiado en Granby, que recordaba el camino que estábamos haciendo como quien recuerda una vieja canción. Me pareció demasiada información para soltársela en una charla superficial. Tampoco le expliqué el concepto de minisemestre porque habría sonado esnob, exactamente la clase de cosas que él asociaría con esos chavales consentidos.
Había sido idea de Fran llevarme de vuelta allí. Ella nunca había llegado a marcharse: después de unos pocos años fuera estudiando en la universidad, haciendo estudios de posgrado y pasando un tiempo en el extranjero, regresó para dar clases de Historia. Su mujer trabaja en Admisiones y viven en el campus con sus hijos.
El taxista, que se llamaba Lee, me explicó que «llevaba a los chicos de Granby desde que sus abuelos estudiaban allí». Según él, era el tipo de colegio en el que solo se podía entrar a través de contactos familiares. Quise decirle que estaba totalmente equivocado, pero había dejado pasar la oportunidad de aclararle que yo no era ninguna extraña en aquel sitio. Me habló de «los líos en que se meten estos chicos, ni se lo imagina», y me preguntó si había leído el artículo de «unos años antes» en Rolling Stone. Ese artículo («Vive libre o muere: alcohol, drogas y ahogamientos en un internado de élite de New Hampshire») se publicó en 1996, y sí, todos lo habíamos leído. Nos escribimos correos electrónicos desde nuestras residencias universitarias, furiosos por los errores y las especulaciones que encontramos en él, igual que nos enviamos mensajes de texto nueve años después cuando el programa Dateline volvió a sacar el tema.
–No controlan nada a esos chicos –me dijo Lee–. Lo único que me gusta es que tienen por norma no utilizar Uber.
–Es curioso, yo he oído lo contrario. Me refiero al control.
–Pues le han mentido. Le habrían dicho lo que sea con tal de que viniera usted a dar clase.
Yo solo había vuelto a Granby tres veces en los casi veintitrés años que habían pasado desde que me gradué. Hubo un primer reencuentro cuando vivía en Nueva York: me quedé una hora. Volví para la boda de Fran y Anne en la capilla Vieja en 2008. En julio de 2013 pasé unos días en Vermont, y fui a ver a Fran y a conocer a su primer hijo. Y ya. Había evitado los reencuentros de los diez, los quince y los veinte años, y también pasé de las reuniones de antiguos alumnos de Los Ángeles. Hasta que apareció el vídeo de Camelot y Fran me unió al grupo de chat, que se convirtió en una colección de recuerdos del teatro, no había sentido verdadera nostalgia por el lugar. Había decidido esperar a la reunión de 2020, a la que seguro que asistirían mis compañeros de clase, pues coincidían los veinticinco años y el bicentenario del colegio. Pero entonces me llegó esa invitación.
También influyó que Yahav, el hombre con el que estaba teniendo una arrastrada y loca aventura a distancia que ya se estaba alargando demasiado, estuviera a solo dos horas de allí, dando clase durante un año en la facultad de Derecho de la Universidad de Boston. Yahav, que tenía acento israelí, era alto, brillante y neurótico. El tipo de relación que teníamos no me permitía subirme a un avión para ir a verlo. Pero sí hacerme la encontradiza.
Además, quería ver si era capaz; si, a pesar de los nervios, del pánico casi adolescente, estaba preparada para medirme con la chica que se había abierto paso en Granby arrastrando los pies. En teoría en Los Ángeles había conseguido ciertos logros –era profesora adjunta en la universidad y tenía un podcast respetado; una mujer capaz de preparar una comida con ingredientes del mercado y de llevar a sus hijos al colegio razonablemente bien vestida–, pero, en el día a día, no era muy consciente de la distancia que había recorrido. Sabía que Granby no me dejaría indiferente.
De modo que ahí se juntaban el dinero, el amante y mi ego, y –por debajo de todo, en una nota demasiado grave para oírla– Thalia y lo descentrada que me había sentido desde que había visto aquel vídeo.
En cualquier caso, ellos me lo propusieron, yo acepté, y ahí estaba, amarrada al asiento de atrás, dejando que Lee me llevara al campus a quince kilómetros por encima del límite de velocidad.
–¿De qué dará clases, de Shakespeare? –me preguntó. Le expliqué que iba a impartir dos cursos: uno sobre podcasting y el otro sobre estudios cinematográficos.
–¡Estudios cinematográficos! –exclamó–. ¿Verán películas o las harán?
Me pareció que no había respuesta que no fuera a empeorar su opinión tanto de mí como del colegio.
–Sobre historia del cine –lo cual era correcto e incompleto.
Añadí que hasta hacía poco había dado ese mismo curso en la UCLA, un truco que ya había utilizado antes y que tuvo el efecto deseado de llevarlo directamente al equipo de fútbol americano de los Bruins. Pude hacer ruiditos de asentimiento mientras él se embarcaba en un monólogo. Quedaban veinte minutos de trayecto, y cada vez eran menos las probabilidades de que me preguntara por los podcasts o me hablara de Quentin Tarantino. El colegio me había invitado concretamente para dar el seminario de cine, y yo me había ofrecido a doblar las horas porque eso significaba el doble de dinero, pero también porque nunca puedo estarme quieta y si iba a dejar a mis hijos dos semanas para irme al bosque, no quería estar de brazos cruzados. La necesidad de mantenerme ocupada es a la vez un síntoma de ansiedad hiperactiva y la clave de mi éxito.
El podcast que estaba haciendo en ese momento se llamaba Starlet Fever, sobre la historia de las mujeres en el cine: cómo la industria las mastica y las escupe. Iba todo lo bien que puede ir un podcast, alcanzando de vez en cuando los primeros puestos en número de reproducciones. Se ganaba algo de dinero y de vez en cuando oíamos emocionados a algún famoso mencionarnos en una entrevista. Lance, que lo presentaba conmigo, había podido dejar su programa de paisajismo, yo me había permitido rechazar las migajas que me ofrecía la UCLA como adjunta, y un par de agentes literarios se habían ofrecido a representarnos si nos decidíamos a escribir juntos un libro. Estábamos inmersos en los preparativos de nuestra siguiente temporada, que iba a ir de Rita Hayworth, pero era un trabajo de investigación que podía hacerse desde cualquier lugar.
Seguimos a otro Blue Cab por la Ruta 9, con dos chicos en el asiento de atrás.
–Seguro que ahí van algunos de sus alumnos –me dijo Lee–. Ninguno de esos chavales es de por aquí. Incluso vienen de otros países. Esta mañana he llevado a unas chicas que volvían de China y no han dicho ni una palabra. ¿Cómo pueden ir a clase si no hablan nuestro idioma?
Fingí que atendía una llamada antes de que el racismo se hiciera más evidente.
–¡Gary! –le grité al teléfono, y durante diez minutos estuve espaciando una serie de «ajá» y «de acuerdo» mientras el bosque helado pasaba borroso a nuestro lado.
Pero sin las distracciones que había estado proporcionándome Lee no pude evitar los nervios que hasta ese momento había podido ignorar ni la sensación de ser engullida por el bosque. Ahí estaba la pequeña iglesia blanca de la Unión, la señal de que faltaba poco. Y el desvío por la carretera más estrecha, un giro que rescaté de lo más profundo de mi memoria muscular.
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Con el giro afloró también la visión de los pantalones cortos de tela vaquera demasiado largos y la camiseta de tirantes a rayas que llevaba la primera vez que fui a Granby, en 1991. Me recordé preguntándome a mí misma si los chicos de New Hampshire tendrían acento, sin imaginar que muy pocos de mis compañeros serían de allí. Me contuve para no decírselo a Lee ni al teléfono.
Los Robeson, la familia con la que vivía, me había llevado en coche desde Indiana en un solo día, y a la mañana siguiente amanecimos a apenas una hora de viaje. Las ventanillas de atrás estaban bajadas, y ahí sentada con la cara al viento contemplé la sucesión de pintorescas tierras de labranza y un bosque tan tupido que solo se veían muros verdes. Todo olía a estiércol, algo a lo que estaba acostumbrada, y, de pronto, a pino.
–¡Ahí fuera huele a ambientador! –exclamé.
Los Robeson reaccionaron como si fuera una niña pequeña y hubiera dicho algo encantador.
–¡Huele a ambientador! –repitió Severn Robeson, dando una palmada al volante.
Aquel primer día en el campus no podía creerme la densidad del bosque, cómo todo lo que había en el suelo formaba parte de él: las rocas, los troncos, las agujas de pino y el musgo. Había que andar con cuidado. Los únicos bosques que había conocido en Indiana se encontraban entre hileras de casas o detrás de gasolineras: eran bosques que se podían cruzar, llenos de colillas y de latas de refrescos. Cuando de niña oía cuentos de hadas, esos eran los bosques que me imaginaba. Y ahora de pronto las historias de bosques primigenios, niños perdidos y guaridas ocultas tenían sentido. Eso era un bosque.
Fuera del taxi de Lee: la oficina de correos de Granby y lo que antes era el videoclub. El Circle K no había cambiado, pero era difícil ponerse nostálgica con una gasolinera. Ahí estaba la carretera que llevaba al campus, y al verla me recorrió una oleada de adrenalina. Terminé la falsa llamada con Gary deseándole un gran día.
Cuando cayeron todas las hojas aquel primer noviembre, pensé que por fin vería las casas y los edificios a través de los árboles. Pero no, detrás de esas ramas desnudas solo había más ramas desnudas. Y más allá, más.
Por la noche había lechuzas. A veces, si los contenedores no estaban bien cerrados, los osos negros sacaban bolsas de basura enteras y las arrastraban por el campus para abrirlas como si fueran pequeños obsequios.
El coche que habíamos estado siguiendo giró hacia los dormitorios de chicos, pero Lee optó por el camino largo, que bordeaba el campus Bajo, para hacerme un tour, y yo no pude menos que escuchar educadamente.
–Donde voy a dejarla es el campus Alto, que está por encima del río. Allí están los edificios nuevos y lujosos. Pero aquí abajo está la parte antigua, que se remonta a mil setecientos y
pico.
Era de la década de 1820, pero no le corregí. Ya era casi mediodía y unos chicos salían de la sala común y cruzaban el patio encorvados contra el frío.
Lee señaló el aulario original, los dormitorios en los que se congelaban los adolescentes de las granjas, las casitas donde discurría la vida solitaria de los profesores solteros de antaño, la capilla Vieja y la capilla Nueva (ninguna de las dos seguía siendo una capilla, pero ambas eran increíblemente antiguas), la casa del director.
–Ese es el tipo que empezó el colegio con una sola aula –dijo erróneamente, señalando la estatua de bronce de Samuel Granby.
Cuando era estudiante, no podía pasar por su lado sin frotarle el pie, una manía que nunca le conté a nadie. Tampoco podía pasar junto a un teléfono público sin darle la vuelta al auricular. Era algo increíblemente ingenioso y rebelde, créame.
Cuando Lee llegó al final del campus Alto y detuvo el coche, abrí la puerta y me choqué contra una pared de aire helado. Mientras le pagaba me recomendó que no pasara frío, como si pudiera escoger, como si no nos halláramos en el profundo pozo del invierno cubierto enteramente de hielo y sal. Mirando los edificios, que no habían cambiado, y la fina cresta de las montañas Blancas, que se elevaba por encima de la hilera de árboles del este, era fácil creer que ese lugar se había conservado criogénicamente.
Fran me había ofrecido su sofá, pero por la forma en que lo dijo –«Bueno, está el perro, y Jacob siempre anda metiendo ruido, y Max todavía no duerme toda la noche seguida»– me pareció que era más un gesto que una invitación. Así que había optado por alojarme en uno de los dos pisos para invitados, en una pequeña casa situada justo encima del río, que antes se había utilizado de oficina. En cada planta había un dormitorio y un cuarto de baño, y abajo una cocina compartida. Toda la casa olía a lejía.
Deshice las maletas, preocupada por no haber llevado suficientes jerséis, y me dio por pensar en los teléfonos de pago de Granby.
Imagíneme (recuérdeme), con quince o dieciséis años, vestida de negro incluso cuando no estaba entre bastidores, con mis Doc Martens reforzadas con cinta adhesiva y el pelo oscuro y fino alrededor de mi cara de repollo; imagíneme, enfundada en franela, con los ojos perfilados con una gruesa raya, pasando junto a un teléfono y –sin mirar– descolgándolo y dejándolo del revés.
Pero eso solo fue al principio: en el penúltimo año ya no podía pasar por delante de un teléfono sin descolgar el auricular, pulsar un número y escuchar, porque había al menos uno en el que, si lo hacías, se oía otra conversación a través de la estática. Lo descubrí un día que estaba llamando a los dormitorios desde el teléfono del vestíbulo del gimnasio para preguntar si podía llegar un poco más tarde de las 22:00, y después de pulsar el primer botón oí la voz como a medio volumen de un chico que se quejaba a su madre de los parciales. Ella le preguntó si ya se había vacunado de la alergia. Él sonaba quejumbroso y nostálgico, le eché unos doce años y tardé un rato en reconocerlo: era Tim Busse, un jugador de hockey que tenía mal cutis pero una novia guapísima. Debía de estar hablando por el teléfono de su edificio, al otro lado del riachuelo. Yo desconocía la teoría de la telecomunicación que hacía eso posible, y cuando me dio por contárselo a mi marido él meneó la cabeza y dijo: «No puede ser». Le pregunté si me acusaba de mentir o si creía que oía voces. «Quiero decir que eso es imposible», insistió sin alterarse.
Me quedé en el vestíbulo del gimnasio hipnotizada, sin querer perderme ni una sílaba. Pero al final tuve que hacerlo: llamé a los dormitorios, le pedí a la profesora de guardia diez minutos más para cruzar el campus y coger el libro de Historia que me había dejado en la sala común. No, me respondió ella. Quedaban tres minutos para que pasaran lista. Colgué, luego volví a levantar el auricular y pulsé un número. Seguía oyéndose la voz de Tim Busse. Magia. Le dijo a su madre que iba a suspender Física. Me sorprendió. Y de pronto tenía un secreto acerca de él. Un secreto secreto porque él no había querido compartirlo.
Después de eso me enamoré de Tim Busse, a quien antes nunca le había prestado la más mínima atención.
En los meses siguientes probé todos los teléfonos del campus, pero solo funcionaba en el del gimnasio, y solo si la otra persona estaba hablando desde Barton Hall (quizá desde un teléfono en particular).
Casi todo lo que oía eran murmullos indescifrables. Una vez oí a alguien pedir una pizza. A veces hablaban en coreano, español o alemán. Una vez oí «Rhapsody in Blue», la melodía de espera de la United Airlines. A veces oía cosas más interesantes, información que memorizaba. Me enteré de que alguien –nunca averigüé quién– estaría en casa para Pascua pero se negaba a ir a casa de la tía Ellen. Me enteré de que alguien echaba de menos a su novia, de verdad la echaba de menos, de verdad, y no, no estaba saliendo con nadie más, la quería, ¿por qué se ponía así? Tenía que dejar de comportarse de ese modo, ¿no sabía que la echaba de menos?
Se nos conceden tan pocos superpoderes en la vida. Y ese era uno de los míos. Podía recorrer los pasillos sabiendo cosas que ninguno de los chicos de Barton Hall me diría voluntariamente. Sabía que Jorge Cardenas no se permitía beber cuando estaba triste porque así empezaba el alcoholismo, y él no quería ser como su padre.
Habría estado bien si un día hubiera descolgado el teléfono y hubiera oído algo útil, algo incriminatorio. Si hubiera oído a alguien amenazar a Thalia, por ejemplo. O hubiera oído algo sobre usted.
Pero solo se trataba de un hábito cotidiano: recopilaba información sobre mis compañeros como quien acumula periódicos. Esperaba que eso me ayudara a parecerme más a ellos y menos a mí misma; es decir, parecer menos pobre, menos atontada, menos provinciana y vulnerable.
Todos los veranos llevaba a casa el anuario escolar y marcaba la foto de cada alumno con un particular código de colores: si los conocía, si los consideraba mis amigos, si estaba enamorada de ellos. A veces, en pleno aislamiento veraniego, buscaba en el directorio del colegio a sus familias para averiguar el nombre de pila de sus padres, con el único propósito de evadirme por un momento de un dormitorio que odiaba en una casa que no era la mía en un pueblo donde ya no conocía a nadie.
Eso no me hace especial, cosa que también sabía entonces. Solo lo digo para explicarme: me importaban los detalles. No porque pudiera controlarlos, sino porque podía poseerlos.
Y había muy pocas cosas que pudiera llamar mías.
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Con la autorización de la Editorial Sexto Piso, presentamos un adelanto de Tengo algunas preguntas para usted (2024) de Rebecca Makkai.
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La nueva novela de Rebecca Makkai reflexiona sobre el género del <i>true crime</i> y aborda algunos temas acuciantes de nuestro tiempo: el Me Too y la superación solo aparente de las actitudes machistas.
«Has oído hablar de ella», digo, como un desafío, una certeza. A la mujer sentada en el taburete de al lado en el bar del hotel, que ha cometido el error de entablar conversación; al dentista, que se queda sin preguntas sobre mis hijos y se interesa por lo que he estado haciendo.
A veces saben a quién me refiero de inmediato. Otras preguntan: «¿No fue ese en el que el tipo la tuvo encerrada en el sótano?».
¡No! No. Ese no.
¿Ese en el que la apuñalaban? No. ¿En el que se subía a un taxi con...? Esa era otra chica. ¿Ese en el que ella iba a la fiesta de la fraternidad, en el que él usaba un palo, en el que utilizaba un martillo, en el que ella lo conocía en un centro de rehabilitación y él...? No. ¿Ese en el que él la miraba correr todos los días?
¿Ese en el que ella cometió el error de decirle que no le venía la regla? ¿El del tío paterno? Espera, ¿el otro del tío paterno?
No, el de la piscina. El del alcohol en el..., el pelo de ella alrededor de..., con el tipo que confesó... Exacto. Ese.
Asienten, reconfortados por... ¿Por qué?
La mujer del taburete de al lado saca el tallo de apio de su Bloody Mary y lo mordisquea. El dentista me pide que me enjuague. Le dan vueltas a su nombre en la lengua, en la memoria.
–De ese me acuerdo perfectamente –dicen.
«Ese», porque ¿qué es ella ahora sino un caso? Un caso que se conoce o no, un caso con un conjunto limitado de detalles, un caso que, para dominarlo, requiere memorizar mapas y cronologías.
–¡El del internado! –exclaman–. Claro que me acuerdo, el del vídeo. ¿Tú la conocías?
Es la de la foto que sale si se busca «asesinato en New Hampshire», al lado de otras fotografías policiales de las tragedias relacionadas con las metanfetaminas de los últimos años. La foto –ella riéndose con la boca, no con los ojos, un signo de profunda infelicidad– suele derivar en clickbait. Solo es un recorte de la fotografía del equipo de tenis que sale en el anuario escolar; quien conoció a Thalia puede ver que no estaba realmente disgustada, simplemente le sonreía sin ganas a la cámara.
Fue el caso ese del que se habló tanto.
Ese en el que ella era suficientemente joven, blanca, guapa y rica como para que la gente le prestara atención.
Ese en el que todos éramos suficientemente jóvenes para pensar que alguien más listo que nosotros tendría las respuestas.
Ese en el que quizás nos equivocamos.
Ese en el que todos, colectivamente, cada uno soportando solo el peso de una pluma, quizás nos equivocamos.
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Primera parte
1
Vi el vídeo por primera vez en 2016. Estaba en la cama con el portátil y los auriculares puestos, preocupada por si Jerome se despertaba y tenía que dar explicaciones. Al fondo del pasillo mis hijos dormían. Podría haberme levantado para ver cómo estaban, sentir sus mejillas y su aliento caliente. Podría haber hundido la nariz en el pelo de la pequeña, y el olor de su cuero cabelludo húmedo mezclado con lavanda tal vez me habría bastado para conciliar el sueño.
Pero una amiga a la que no veía desde hacía veinte años acababa de enviarme el enlace, así que hice clic.
Camelot, de Lerner y Loewe. Yo hice de regidora y de directora técnica. Una cámara fija, demasiado cerca de la orquesta, demasiado lejos de los cantantes adolescentes sin micrófono, calidad VHS de 1995, y algún miembro del club de audiovisuales detrás del objetivo. Claro que sabíamos que no éramos geniales, pero ni siquiera éramos tan buenos como nos pensábamos. Quien quiera que fuese el que lo había subido dos décadas después, quien quiera que hubiese señalado en los comentarios los minutos exactos en que aparece Thalia Keith había colgado también la lista de los miembros del reparto y del equipo técnico. Beth Docherty en el papel de una Ginebra muy menuda; Sakina John, resplandeciente, de Morgana con una corona de púas de oro sobre sus trenzas; Mike Stiles, apuesto y tímido, del rey Arturo. Mi nombre está mal escrito, pero también sale.
La ovación final es la última toma en la que se ve a Thalia claramente, con sus rizos oscuros que la distinguen de la masa desvaída. Después casi todo el mundo se queda en el escenario para cantarle el «Cumpleaños feliz» a la señorita Ross, nuestra directora, y lograr que se levante de la primera fila donde se sentaba todas las noches tomando notas. Es muy joven, algo de lo que entonces no me daba cuenta.
Unos cuantos chicos salen y vuelven a entrar en medio de la confusión. Los músicos de la orquesta suben al escenario para cantar, el marido de la señorita Ross sale de entre el público con un ramo de flores, los técnicos aparecen vestidos con camisetas negras y vaqueros negros. Yo no salgo: supongo que me quedé en la cabina. Muy mío lo de no participar.
Entre que todos se juntan y cantan, el asunto del cumpleaños dura cincuenta y dos segundos, durante los que en ningún momento se ve bien a Thalia. En los comentarios, alguien ha ampliado un fragmento del vestido verde que aparece a un lado del encuadre y ha publicado fotos comparadas de esa mancha de color y del vestido que llevaba Thalia, primero cubierto de gasa en el papel de Nimue, la hechicera, la Dama del Lago, y luego sin la gasa, con un sencillo tocado, como Lady Ana. Pero había varios vestidos verdes, entre ellos el de mi amiga Carlotta. Es posible que a esas alturas Thalia ya no estuviera allí.
La mayor parte de la discusión que se leía debajo del vídeo giraba en torno a la cronología de los hechos. La función estaba prevista para las 19:00, pero era probable que aquella adaptación nuestra abreviada empezara con cinco minutos de retraso. Tal vez más. La cinta omitía el descanso, y se especulaba sobre cuánto solían durar los descansos de los musicales de instituto. En función de esas dos variables, el espectáculo habría terminado en algún momento entre las 20:45 y las 21:15. Yo podría haberlo sabido. En aquel momento tendría todas mis notas minuciosas en una carpeta. Pero nunca me lo preguntó nadie.
El forense estableció la hora de la muerte de Thalia entre las 20:00 y la medianoche, una franja cuyo comienzo quedaba delimitado por el musical, así que la hora exacta en que este acabó se había convertido en tema de perpetua fascinación en internet.
«He llegado aquí desde YouTube», había escrito alguien en 2015, y ponía el enlace a otro vídeo. «Mirad esto. Demuestra que todo fue una chapuza. La secuencia cronológica no cuadra».
Otra persona escribió: «Hombre equivocado en la cárcel porque los colegios le bailan el agua a la policía racista».
Y debajo: «¡Bienvenidos al Club de los Cazadores de Moscas! Poned toda vuestra energía en un caso real sin resolver».
Viendo el vídeo veintiún años después de los hechos, el recuerdo que se desprendió de los oscuros recovecos de mi cerebro fue el de estar en la biblioteca con mi amiga Fran, que participaba en la función, buscando en el diccionario la palabra lujuriante. Para acallar nuestras risitas cuando cantábamos «El lujuriante mes de mayo», la señorita Ross nos dijo que lujuriante ahí significaba simplemente «exuberante». «Podéis mirarlo». ¿Qué sabía la señorita Ross de la lujuria? La lujuria era para los jóvenes, no para las profesoras de teatro casadas. Pero («Santa locura», como habría o podría haber dicho Fran), según el diccionario, lujuriante significaba, en efecto, «exuberante». Uno de los ejemplos que daba era «la lujuriante vegetación de las selvas tropicales». Nos fuimos de la biblioteca riéndonos mientras Fran cantaba «¡Oh, la lujuriante vegetación de las selvas tropicales!».
Te recomendamos leer el adelanto del libro Y dejé de llamarte papá de Caroline Darian, hija de Gisèle Pelicot.
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¿Dónde había guardado ese recuerdo todos esos años?
La primera vez que puse el vídeo fui saltando de aquí para allá y en realidad solo vi el final: no tenía ganas de eternizarme escuchando voces adolescentes e instrumentos de cuerda desafinados. Pero esa misma noche, a las dos de la madrugada, cuando la pastilla de melatonina dejó de hacer efecto y se me aceleró el pulso como si hubiera estado corriendo, lo puse de nuevo desde el principio y vi todas las partes en las que salía Thalia. En el acto I, escena 2, estaba su única escena en el papel de Nimue. Aparecía en el escenario envuelta en una bruma de hielo seco, cantando hipnóticamente detrás de Merlín. Algo en su forma de apartar la vista de él mientras cantaba, mirando hacia los bastidores como si necesitara ayuda, me perturbó. No tenía sentido; todo lo que tenía que hacer era cantar su canción machacona.
Me incliné con cuidado por encima de Jerome para coger su iPad de la mesilla de noche y abrí el vídeo, y esta vez me concentré en su cara, ampliándola aunque perdiera nitidez. Era sutil, pero sí parecía irritada.
Justo entonces, cuando Merlín pronuncia su discurso de despedida ante Arturo y Camelot, ella vuelve a mirar hacia otro lado, casi por encima de su hombro. Y dice algo sin emitir sonido: no es cosa de mi imaginación. Cuando vuelvo a ver la secuencia, me doy cuenta de que sus labios articulan una e. Está diciendo, estoy casi segura, la palabra «qué». Tal vez a un tramoyista o a alguno de mis técnicos que estuviera sosteniendo en alto un accesorio olvidado. Pero ¿qué podía ser tan importante en ese momento, justo antes de hacer mutis?
En 2016 ninguna de las personas que dejaron un comentario se había fijado en esto. Lo único que les importaba era la ovación final, y si ella estaba en el escenario o no en ese último minuto (eso y lo guapa que estaba). Cincuenta y dos segundos, según ellos, eran suficientes para que Thalia Keith se reuniera con la persona que estuviera esperándola entre bastidores y se marchara con ella sin que nadie la viera.
Al final de todo, nuestro ilustre director de orquesta y director musical, con pajarita y la batuta aún en la mano, empieza a anunciar algo a lo que nadie atiende: «¡Gracias a todos! Al salir...», pero el vídeo da paso a una confusión de líneas grises. Seguramente dijera algo sobre pasar lista en el dormitorio o sobre la basura que no debíamos olvidar llevarnos.
«Mirad a Ginebra los dos últimos segundos –se lee en un comentario–. ¿Eso que lleva es una petaca? ¡Quiero ser amiga de Ginebra!». Congelé la imagen y, en efecto, lo que Beth sostenía en alto era una petaca plateada, tal vez confiando en que sus amigos se dieran cuenta pero que los profesores que había entre el público estuvieran demasiado distraídos para enterarse de nada. O tal vez estuviese demasiado borracha para preocuparse.
En otro comentario preguntan si alguien puede identificar a los miembros del público que pasan ante la cámara al dirigirse a la salida.
En otro se lee: «Si veis el especial de Dateline de 2005, no hagáis caso de nada de lo que dicen. Hay muchísimos errores. Además, es Tha, pronunciado za, pero Lester Holt dice todo el tiempo Thay-lia».
«Pensaba que era Tahl-ia», responde alguien.
«No, no, no –escribe el autor de la primera entrada–. Yo conocía a su hermana».
Otro comentario: «Todo esto me pone muy triste». Seguido de tres emojis llorando y un corazón azul.
Después estuve semanas soñando, pero no con la cabeza de Thalia girándose ni con su boca formando sin pronunciarla una pregunta, sino con la petaca de Beth Docherty. En mis sueños yo tenía que encontrarla y volver a esconderla. Llevaba en las manos mi carpeta gigante, pero mis anotaciones no me servían.
Los alumnos de teatro habían pedido hacer esa función; el año anterior sacaban el tema cada vez que la señorita Ross estaba de guardia en los dormitorios. Se había estrenado un nuevo montaje en Broadway en 1993, e incluso los que no fuimos a verla oímos hablar de la música y supimos que habría escotes medievales, besos en escena y solos fabulosos. Para mí significaba fondos de castillos, tronos, árboles sobre ruedas..., nada complicado, ninguna planta carnívora ni ningún Ford Deluxe descapotable sobre el escenario. A los periodistas del futuro les regalaría un sinfín de metáforas fáciles. El internado como reino del bosque, Thalia como hechicera, como princesa, como mártir. ¿Puede haber algo más romántico? ¿Puede haber algo más perfecto que una chica que muere antes de estar hecha del todo? Una chica como una hoja en blanco. Una chica como una proyección de los deseos de usted, ajena a los suyos propios. Una chica como un sacrificio al concepto de chica. Una chica como una serie de fotografías de infancia, todas marcadas con el aura de «chica que morirá joven», como si hasta el fotógrafo de retratos escolares hubiera visto escrito en su cara que sería eternamente joven.
El espectador, el voyeur, hasta el perpetrador, todos estaban libres de culpa si la niña había nacido muerta.
En internet y en la televisión esas cosas arrasan.
Y a usted, señor Bloch, supongo que a usted también le ha
venido bien.
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2
Contra todo pronóstico, en enero de 2018 me encontré volviendo precipitadamente al campus en uno de esos viejos y fiables Blue Cabs que me habían recogido tantas veces, hacía tanto tiempo, en el aeropuerto de Manchester. El taxista me comentó que llevaba todo el día yendo y viniendo de Granby.
–Todos se han ido estas vacaciones.
–Han vuelto a casa para pasar las Navidades –respondí.
Él resopló, como si acabara de confirmarle sus peores sospechas.
Me preguntó si daba clases en Granby. Por un momento me sorprendió que no me hubiera tomado por una alumna. Pero ahí estaba su retrovisor para devolverme mi reflejo: una mujer bien arreglada con arrugas alrededor de los ojos. Le respondí que no, que solo me habían invitado a impartir un curso de dos semanas. No le expliqué que había estudiado en Granby, que recordaba el camino que estábamos haciendo como quien recuerda una vieja canción. Me pareció demasiada información para soltársela en una charla superficial. Tampoco le expliqué el concepto de minisemestre porque habría sonado esnob, exactamente la clase de cosas que él asociaría con esos chavales consentidos.
Había sido idea de Fran llevarme de vuelta allí. Ella nunca había llegado a marcharse: después de unos pocos años fuera estudiando en la universidad, haciendo estudios de posgrado y pasando un tiempo en el extranjero, regresó para dar clases de Historia. Su mujer trabaja en Admisiones y viven en el campus con sus hijos.
El taxista, que se llamaba Lee, me explicó que «llevaba a los chicos de Granby desde que sus abuelos estudiaban allí». Según él, era el tipo de colegio en el que solo se podía entrar a través de contactos familiares. Quise decirle que estaba totalmente equivocado, pero había dejado pasar la oportunidad de aclararle que yo no era ninguna extraña en aquel sitio. Me habló de «los líos en que se meten estos chicos, ni se lo imagina», y me preguntó si había leído el artículo de «unos años antes» en Rolling Stone. Ese artículo («Vive libre o muere: alcohol, drogas y ahogamientos en un internado de élite de New Hampshire») se publicó en 1996, y sí, todos lo habíamos leído. Nos escribimos correos electrónicos desde nuestras residencias universitarias, furiosos por los errores y las especulaciones que encontramos en él, igual que nos enviamos mensajes de texto nueve años después cuando el programa Dateline volvió a sacar el tema.
–No controlan nada a esos chicos –me dijo Lee–. Lo único que me gusta es que tienen por norma no utilizar Uber.
–Es curioso, yo he oído lo contrario. Me refiero al control.
–Pues le han mentido. Le habrían dicho lo que sea con tal de que viniera usted a dar clase.
Yo solo había vuelto a Granby tres veces en los casi veintitrés años que habían pasado desde que me gradué. Hubo un primer reencuentro cuando vivía en Nueva York: me quedé una hora. Volví para la boda de Fran y Anne en la capilla Vieja en 2008. En julio de 2013 pasé unos días en Vermont, y fui a ver a Fran y a conocer a su primer hijo. Y ya. Había evitado los reencuentros de los diez, los quince y los veinte años, y también pasé de las reuniones de antiguos alumnos de Los Ángeles. Hasta que apareció el vídeo de Camelot y Fran me unió al grupo de chat, que se convirtió en una colección de recuerdos del teatro, no había sentido verdadera nostalgia por el lugar. Había decidido esperar a la reunión de 2020, a la que seguro que asistirían mis compañeros de clase, pues coincidían los veinticinco años y el bicentenario del colegio. Pero entonces me llegó esa invitación.
También influyó que Yahav, el hombre con el que estaba teniendo una arrastrada y loca aventura a distancia que ya se estaba alargando demasiado, estuviera a solo dos horas de allí, dando clase durante un año en la facultad de Derecho de la Universidad de Boston. Yahav, que tenía acento israelí, era alto, brillante y neurótico. El tipo de relación que teníamos no me permitía subirme a un avión para ir a verlo. Pero sí hacerme la encontradiza.
Además, quería ver si era capaz; si, a pesar de los nervios, del pánico casi adolescente, estaba preparada para medirme con la chica que se había abierto paso en Granby arrastrando los pies. En teoría en Los Ángeles había conseguido ciertos logros –era profesora adjunta en la universidad y tenía un podcast respetado; una mujer capaz de preparar una comida con ingredientes del mercado y de llevar a sus hijos al colegio razonablemente bien vestida–, pero, en el día a día, no era muy consciente de la distancia que había recorrido. Sabía que Granby no me dejaría indiferente.
De modo que ahí se juntaban el dinero, el amante y mi ego, y –por debajo de todo, en una nota demasiado grave para oírla– Thalia y lo descentrada que me había sentido desde que había visto aquel vídeo.
En cualquier caso, ellos me lo propusieron, yo acepté, y ahí estaba, amarrada al asiento de atrás, dejando que Lee me llevara al campus a quince kilómetros por encima del límite de velocidad.
–¿De qué dará clases, de Shakespeare? –me preguntó. Le expliqué que iba a impartir dos cursos: uno sobre podcasting y el otro sobre estudios cinematográficos.
–¡Estudios cinematográficos! –exclamó–. ¿Verán películas o las harán?
Me pareció que no había respuesta que no fuera a empeorar su opinión tanto de mí como del colegio.
–Sobre historia del cine –lo cual era correcto e incompleto.
Añadí que hasta hacía poco había dado ese mismo curso en la UCLA, un truco que ya había utilizado antes y que tuvo el efecto deseado de llevarlo directamente al equipo de fútbol americano de los Bruins. Pude hacer ruiditos de asentimiento mientras él se embarcaba en un monólogo. Quedaban veinte minutos de trayecto, y cada vez eran menos las probabilidades de que me preguntara por los podcasts o me hablara de Quentin Tarantino. El colegio me había invitado concretamente para dar el seminario de cine, y yo me había ofrecido a doblar las horas porque eso significaba el doble de dinero, pero también porque nunca puedo estarme quieta y si iba a dejar a mis hijos dos semanas para irme al bosque, no quería estar de brazos cruzados. La necesidad de mantenerme ocupada es a la vez un síntoma de ansiedad hiperactiva y la clave de mi éxito.
El podcast que estaba haciendo en ese momento se llamaba Starlet Fever, sobre la historia de las mujeres en el cine: cómo la industria las mastica y las escupe. Iba todo lo bien que puede ir un podcast, alcanzando de vez en cuando los primeros puestos en número de reproducciones. Se ganaba algo de dinero y de vez en cuando oíamos emocionados a algún famoso mencionarnos en una entrevista. Lance, que lo presentaba conmigo, había podido dejar su programa de paisajismo, yo me había permitido rechazar las migajas que me ofrecía la UCLA como adjunta, y un par de agentes literarios se habían ofrecido a representarnos si nos decidíamos a escribir juntos un libro. Estábamos inmersos en los preparativos de nuestra siguiente temporada, que iba a ir de Rita Hayworth, pero era un trabajo de investigación que podía hacerse desde cualquier lugar.
Seguimos a otro Blue Cab por la Ruta 9, con dos chicos en el asiento de atrás.
–Seguro que ahí van algunos de sus alumnos –me dijo Lee–. Ninguno de esos chavales es de por aquí. Incluso vienen de otros países. Esta mañana he llevado a unas chicas que volvían de China y no han dicho ni una palabra. ¿Cómo pueden ir a clase si no hablan nuestro idioma?
Fingí que atendía una llamada antes de que el racismo se hiciera más evidente.
–¡Gary! –le grité al teléfono, y durante diez minutos estuve espaciando una serie de «ajá» y «de acuerdo» mientras el bosque helado pasaba borroso a nuestro lado.
Pero sin las distracciones que había estado proporcionándome Lee no pude evitar los nervios que hasta ese momento había podido ignorar ni la sensación de ser engullida por el bosque. Ahí estaba la pequeña iglesia blanca de la Unión, la señal de que faltaba poco. Y el desvío por la carretera más estrecha, un giro que rescaté de lo más profundo de mi memoria muscular.
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Con el giro afloró también la visión de los pantalones cortos de tela vaquera demasiado largos y la camiseta de tirantes a rayas que llevaba la primera vez que fui a Granby, en 1991. Me recordé preguntándome a mí misma si los chicos de New Hampshire tendrían acento, sin imaginar que muy pocos de mis compañeros serían de allí. Me contuve para no decírselo a Lee ni al teléfono.
Los Robeson, la familia con la que vivía, me había llevado en coche desde Indiana en un solo día, y a la mañana siguiente amanecimos a apenas una hora de viaje. Las ventanillas de atrás estaban bajadas, y ahí sentada con la cara al viento contemplé la sucesión de pintorescas tierras de labranza y un bosque tan tupido que solo se veían muros verdes. Todo olía a estiércol, algo a lo que estaba acostumbrada, y, de pronto, a pino.
–¡Ahí fuera huele a ambientador! –exclamé.
Los Robeson reaccionaron como si fuera una niña pequeña y hubiera dicho algo encantador.
–¡Huele a ambientador! –repitió Severn Robeson, dando una palmada al volante.
Aquel primer día en el campus no podía creerme la densidad del bosque, cómo todo lo que había en el suelo formaba parte de él: las rocas, los troncos, las agujas de pino y el musgo. Había que andar con cuidado. Los únicos bosques que había conocido en Indiana se encontraban entre hileras de casas o detrás de gasolineras: eran bosques que se podían cruzar, llenos de colillas y de latas de refrescos. Cuando de niña oía cuentos de hadas, esos eran los bosques que me imaginaba. Y ahora de pronto las historias de bosques primigenios, niños perdidos y guaridas ocultas tenían sentido. Eso era un bosque.
Fuera del taxi de Lee: la oficina de correos de Granby y lo que antes era el videoclub. El Circle K no había cambiado, pero era difícil ponerse nostálgica con una gasolinera. Ahí estaba la carretera que llevaba al campus, y al verla me recorrió una oleada de adrenalina. Terminé la falsa llamada con Gary deseándole un gran día.
Cuando cayeron todas las hojas aquel primer noviembre, pensé que por fin vería las casas y los edificios a través de los árboles. Pero no, detrás de esas ramas desnudas solo había más ramas desnudas. Y más allá, más.
Por la noche había lechuzas. A veces, si los contenedores no estaban bien cerrados, los osos negros sacaban bolsas de basura enteras y las arrastraban por el campus para abrirlas como si fueran pequeños obsequios.
El coche que habíamos estado siguiendo giró hacia los dormitorios de chicos, pero Lee optó por el camino largo, que bordeaba el campus Bajo, para hacerme un tour, y yo no pude menos que escuchar educadamente.
–Donde voy a dejarla es el campus Alto, que está por encima del río. Allí están los edificios nuevos y lujosos. Pero aquí abajo está la parte antigua, que se remonta a mil setecientos y
pico.
Era de la década de 1820, pero no le corregí. Ya era casi mediodía y unos chicos salían de la sala común y cruzaban el patio encorvados contra el frío.
Lee señaló el aulario original, los dormitorios en los que se congelaban los adolescentes de las granjas, las casitas donde discurría la vida solitaria de los profesores solteros de antaño, la capilla Vieja y la capilla Nueva (ninguna de las dos seguía siendo una capilla, pero ambas eran increíblemente antiguas), la casa del director.
–Ese es el tipo que empezó el colegio con una sola aula –dijo erróneamente, señalando la estatua de bronce de Samuel Granby.
Cuando era estudiante, no podía pasar por su lado sin frotarle el pie, una manía que nunca le conté a nadie. Tampoco podía pasar junto a un teléfono público sin darle la vuelta al auricular. Era algo increíblemente ingenioso y rebelde, créame.
Cuando Lee llegó al final del campus Alto y detuvo el coche, abrí la puerta y me choqué contra una pared de aire helado. Mientras le pagaba me recomendó que no pasara frío, como si pudiera escoger, como si no nos halláramos en el profundo pozo del invierno cubierto enteramente de hielo y sal. Mirando los edificios, que no habían cambiado, y la fina cresta de las montañas Blancas, que se elevaba por encima de la hilera de árboles del este, era fácil creer que ese lugar se había conservado criogénicamente.
Fran me había ofrecido su sofá, pero por la forma en que lo dijo –«Bueno, está el perro, y Jacob siempre anda metiendo ruido, y Max todavía no duerme toda la noche seguida»– me pareció que era más un gesto que una invitación. Así que había optado por alojarme en uno de los dos pisos para invitados, en una pequeña casa situada justo encima del río, que antes se había utilizado de oficina. En cada planta había un dormitorio y un cuarto de baño, y abajo una cocina compartida. Toda la casa olía a lejía.
Deshice las maletas, preocupada por no haber llevado suficientes jerséis, y me dio por pensar en los teléfonos de pago de Granby.
Imagíneme (recuérdeme), con quince o dieciséis años, vestida de negro incluso cuando no estaba entre bastidores, con mis Doc Martens reforzadas con cinta adhesiva y el pelo oscuro y fino alrededor de mi cara de repollo; imagíneme, enfundada en franela, con los ojos perfilados con una gruesa raya, pasando junto a un teléfono y –sin mirar– descolgándolo y dejándolo del revés.
Pero eso solo fue al principio: en el penúltimo año ya no podía pasar por delante de un teléfono sin descolgar el auricular, pulsar un número y escuchar, porque había al menos uno en el que, si lo hacías, se oía otra conversación a través de la estática. Lo descubrí un día que estaba llamando a los dormitorios desde el teléfono del vestíbulo del gimnasio para preguntar si podía llegar un poco más tarde de las 22:00, y después de pulsar el primer botón oí la voz como a medio volumen de un chico que se quejaba a su madre de los parciales. Ella le preguntó si ya se había vacunado de la alergia. Él sonaba quejumbroso y nostálgico, le eché unos doce años y tardé un rato en reconocerlo: era Tim Busse, un jugador de hockey que tenía mal cutis pero una novia guapísima. Debía de estar hablando por el teléfono de su edificio, al otro lado del riachuelo. Yo desconocía la teoría de la telecomunicación que hacía eso posible, y cuando me dio por contárselo a mi marido él meneó la cabeza y dijo: «No puede ser». Le pregunté si me acusaba de mentir o si creía que oía voces. «Quiero decir que eso es imposible», insistió sin alterarse.
Me quedé en el vestíbulo del gimnasio hipnotizada, sin querer perderme ni una sílaba. Pero al final tuve que hacerlo: llamé a los dormitorios, le pedí a la profesora de guardia diez minutos más para cruzar el campus y coger el libro de Historia que me había dejado en la sala común. No, me respondió ella. Quedaban tres minutos para que pasaran lista. Colgué, luego volví a levantar el auricular y pulsé un número. Seguía oyéndose la voz de Tim Busse. Magia. Le dijo a su madre que iba a suspender Física. Me sorprendió. Y de pronto tenía un secreto acerca de él. Un secreto secreto porque él no había querido compartirlo.
Después de eso me enamoré de Tim Busse, a quien antes nunca le había prestado la más mínima atención.
En los meses siguientes probé todos los teléfonos del campus, pero solo funcionaba en el del gimnasio, y solo si la otra persona estaba hablando desde Barton Hall (quizá desde un teléfono en particular).
Casi todo lo que oía eran murmullos indescifrables. Una vez oí a alguien pedir una pizza. A veces hablaban en coreano, español o alemán. Una vez oí «Rhapsody in Blue», la melodía de espera de la United Airlines. A veces oía cosas más interesantes, información que memorizaba. Me enteré de que alguien –nunca averigüé quién– estaría en casa para Pascua pero se negaba a ir a casa de la tía Ellen. Me enteré de que alguien echaba de menos a su novia, de verdad la echaba de menos, de verdad, y no, no estaba saliendo con nadie más, la quería, ¿por qué se ponía así? Tenía que dejar de comportarse de ese modo, ¿no sabía que la echaba de menos?
Se nos conceden tan pocos superpoderes en la vida. Y ese era uno de los míos. Podía recorrer los pasillos sabiendo cosas que ninguno de los chicos de Barton Hall me diría voluntariamente. Sabía que Jorge Cardenas no se permitía beber cuando estaba triste porque así empezaba el alcoholismo, y él no quería ser como su padre.
Habría estado bien si un día hubiera descolgado el teléfono y hubiera oído algo útil, algo incriminatorio. Si hubiera oído a alguien amenazar a Thalia, por ejemplo. O hubiera oído algo sobre usted.
Pero solo se trataba de un hábito cotidiano: recopilaba información sobre mis compañeros como quien acumula periódicos. Esperaba que eso me ayudara a parecerme más a ellos y menos a mí misma; es decir, parecer menos pobre, menos atontada, menos provinciana y vulnerable.
Todos los veranos llevaba a casa el anuario escolar y marcaba la foto de cada alumno con un particular código de colores: si los conocía, si los consideraba mis amigos, si estaba enamorada de ellos. A veces, en pleno aislamiento veraniego, buscaba en el directorio del colegio a sus familias para averiguar el nombre de pila de sus padres, con el único propósito de evadirme por un momento de un dormitorio que odiaba en una casa que no era la mía en un pueblo donde ya no conocía a nadie.
Eso no me hace especial, cosa que también sabía entonces. Solo lo digo para explicarme: me importaban los detalles. No porque pudiera controlarlos, sino porque podía poseerlos.
Y había muy pocas cosas que pudiera llamar mías.
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Con la autorización de la Editorial Sexto Piso, presentamos un adelanto de Tengo algunas preguntas para usted (2024) de Rebecca Makkai.
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Con la autorización de la Editorial Sexto Piso, presentamos un adelanto de <i>Tengo algunas preguntas para usted</i> (2024) de Rebecca Makkai.
La nueva novela de Rebecca Makkai reflexiona sobre el género del <i>true crime</i> y aborda algunos temas acuciantes de nuestro tiempo: el Me Too y la superación solo aparente de las actitudes machistas.
«Has oído hablar de ella», digo, como un desafío, una certeza. A la mujer sentada en el taburete de al lado en el bar del hotel, que ha cometido el error de entablar conversación; al dentista, que se queda sin preguntas sobre mis hijos y se interesa por lo que he estado haciendo.
A veces saben a quién me refiero de inmediato. Otras preguntan: «¿No fue ese en el que el tipo la tuvo encerrada en el sótano?».
¡No! No. Ese no.
¿Ese en el que la apuñalaban? No. ¿En el que se subía a un taxi con...? Esa era otra chica. ¿Ese en el que ella iba a la fiesta de la fraternidad, en el que él usaba un palo, en el que utilizaba un martillo, en el que ella lo conocía en un centro de rehabilitación y él...? No. ¿Ese en el que él la miraba correr todos los días?
¿Ese en el que ella cometió el error de decirle que no le venía la regla? ¿El del tío paterno? Espera, ¿el otro del tío paterno?
No, el de la piscina. El del alcohol en el..., el pelo de ella alrededor de..., con el tipo que confesó... Exacto. Ese.
Asienten, reconfortados por... ¿Por qué?
La mujer del taburete de al lado saca el tallo de apio de su Bloody Mary y lo mordisquea. El dentista me pide que me enjuague. Le dan vueltas a su nombre en la lengua, en la memoria.
–De ese me acuerdo perfectamente –dicen.
«Ese», porque ¿qué es ella ahora sino un caso? Un caso que se conoce o no, un caso con un conjunto limitado de detalles, un caso que, para dominarlo, requiere memorizar mapas y cronologías.
–¡El del internado! –exclaman–. Claro que me acuerdo, el del vídeo. ¿Tú la conocías?
Es la de la foto que sale si se busca «asesinato en New Hampshire», al lado de otras fotografías policiales de las tragedias relacionadas con las metanfetaminas de los últimos años. La foto –ella riéndose con la boca, no con los ojos, un signo de profunda infelicidad– suele derivar en clickbait. Solo es un recorte de la fotografía del equipo de tenis que sale en el anuario escolar; quien conoció a Thalia puede ver que no estaba realmente disgustada, simplemente le sonreía sin ganas a la cámara.
Fue el caso ese del que se habló tanto.
Ese en el que ella era suficientemente joven, blanca, guapa y rica como para que la gente le prestara atención.
Ese en el que todos éramos suficientemente jóvenes para pensar que alguien más listo que nosotros tendría las respuestas.
Ese en el que quizás nos equivocamos.
Ese en el que todos, colectivamente, cada uno soportando solo el peso de una pluma, quizás nos equivocamos.
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Primera parte
1
Vi el vídeo por primera vez en 2016. Estaba en la cama con el portátil y los auriculares puestos, preocupada por si Jerome se despertaba y tenía que dar explicaciones. Al fondo del pasillo mis hijos dormían. Podría haberme levantado para ver cómo estaban, sentir sus mejillas y su aliento caliente. Podría haber hundido la nariz en el pelo de la pequeña, y el olor de su cuero cabelludo húmedo mezclado con lavanda tal vez me habría bastado para conciliar el sueño.
Pero una amiga a la que no veía desde hacía veinte años acababa de enviarme el enlace, así que hice clic.
Camelot, de Lerner y Loewe. Yo hice de regidora y de directora técnica. Una cámara fija, demasiado cerca de la orquesta, demasiado lejos de los cantantes adolescentes sin micrófono, calidad VHS de 1995, y algún miembro del club de audiovisuales detrás del objetivo. Claro que sabíamos que no éramos geniales, pero ni siquiera éramos tan buenos como nos pensábamos. Quien quiera que fuese el que lo había subido dos décadas después, quien quiera que hubiese señalado en los comentarios los minutos exactos en que aparece Thalia Keith había colgado también la lista de los miembros del reparto y del equipo técnico. Beth Docherty en el papel de una Ginebra muy menuda; Sakina John, resplandeciente, de Morgana con una corona de púas de oro sobre sus trenzas; Mike Stiles, apuesto y tímido, del rey Arturo. Mi nombre está mal escrito, pero también sale.
La ovación final es la última toma en la que se ve a Thalia claramente, con sus rizos oscuros que la distinguen de la masa desvaída. Después casi todo el mundo se queda en el escenario para cantarle el «Cumpleaños feliz» a la señorita Ross, nuestra directora, y lograr que se levante de la primera fila donde se sentaba todas las noches tomando notas. Es muy joven, algo de lo que entonces no me daba cuenta.
Unos cuantos chicos salen y vuelven a entrar en medio de la confusión. Los músicos de la orquesta suben al escenario para cantar, el marido de la señorita Ross sale de entre el público con un ramo de flores, los técnicos aparecen vestidos con camisetas negras y vaqueros negros. Yo no salgo: supongo que me quedé en la cabina. Muy mío lo de no participar.
Entre que todos se juntan y cantan, el asunto del cumpleaños dura cincuenta y dos segundos, durante los que en ningún momento se ve bien a Thalia. En los comentarios, alguien ha ampliado un fragmento del vestido verde que aparece a un lado del encuadre y ha publicado fotos comparadas de esa mancha de color y del vestido que llevaba Thalia, primero cubierto de gasa en el papel de Nimue, la hechicera, la Dama del Lago, y luego sin la gasa, con un sencillo tocado, como Lady Ana. Pero había varios vestidos verdes, entre ellos el de mi amiga Carlotta. Es posible que a esas alturas Thalia ya no estuviera allí.
La mayor parte de la discusión que se leía debajo del vídeo giraba en torno a la cronología de los hechos. La función estaba prevista para las 19:00, pero era probable que aquella adaptación nuestra abreviada empezara con cinco minutos de retraso. Tal vez más. La cinta omitía el descanso, y se especulaba sobre cuánto solían durar los descansos de los musicales de instituto. En función de esas dos variables, el espectáculo habría terminado en algún momento entre las 20:45 y las 21:15. Yo podría haberlo sabido. En aquel momento tendría todas mis notas minuciosas en una carpeta. Pero nunca me lo preguntó nadie.
El forense estableció la hora de la muerte de Thalia entre las 20:00 y la medianoche, una franja cuyo comienzo quedaba delimitado por el musical, así que la hora exacta en que este acabó se había convertido en tema de perpetua fascinación en internet.
«He llegado aquí desde YouTube», había escrito alguien en 2015, y ponía el enlace a otro vídeo. «Mirad esto. Demuestra que todo fue una chapuza. La secuencia cronológica no cuadra».
Otra persona escribió: «Hombre equivocado en la cárcel porque los colegios le bailan el agua a la policía racista».
Y debajo: «¡Bienvenidos al Club de los Cazadores de Moscas! Poned toda vuestra energía en un caso real sin resolver».
Viendo el vídeo veintiún años después de los hechos, el recuerdo que se desprendió de los oscuros recovecos de mi cerebro fue el de estar en la biblioteca con mi amiga Fran, que participaba en la función, buscando en el diccionario la palabra lujuriante. Para acallar nuestras risitas cuando cantábamos «El lujuriante mes de mayo», la señorita Ross nos dijo que lujuriante ahí significaba simplemente «exuberante». «Podéis mirarlo». ¿Qué sabía la señorita Ross de la lujuria? La lujuria era para los jóvenes, no para las profesoras de teatro casadas. Pero («Santa locura», como habría o podría haber dicho Fran), según el diccionario, lujuriante significaba, en efecto, «exuberante». Uno de los ejemplos que daba era «la lujuriante vegetación de las selvas tropicales». Nos fuimos de la biblioteca riéndonos mientras Fran cantaba «¡Oh, la lujuriante vegetación de las selvas tropicales!».
Te recomendamos leer el adelanto del libro Y dejé de llamarte papá de Caroline Darian, hija de Gisèle Pelicot.
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¿Dónde había guardado ese recuerdo todos esos años?
La primera vez que puse el vídeo fui saltando de aquí para allá y en realidad solo vi el final: no tenía ganas de eternizarme escuchando voces adolescentes e instrumentos de cuerda desafinados. Pero esa misma noche, a las dos de la madrugada, cuando la pastilla de melatonina dejó de hacer efecto y se me aceleró el pulso como si hubiera estado corriendo, lo puse de nuevo desde el principio y vi todas las partes en las que salía Thalia. En el acto I, escena 2, estaba su única escena en el papel de Nimue. Aparecía en el escenario envuelta en una bruma de hielo seco, cantando hipnóticamente detrás de Merlín. Algo en su forma de apartar la vista de él mientras cantaba, mirando hacia los bastidores como si necesitara ayuda, me perturbó. No tenía sentido; todo lo que tenía que hacer era cantar su canción machacona.
Me incliné con cuidado por encima de Jerome para coger su iPad de la mesilla de noche y abrí el vídeo, y esta vez me concentré en su cara, ampliándola aunque perdiera nitidez. Era sutil, pero sí parecía irritada.
Justo entonces, cuando Merlín pronuncia su discurso de despedida ante Arturo y Camelot, ella vuelve a mirar hacia otro lado, casi por encima de su hombro. Y dice algo sin emitir sonido: no es cosa de mi imaginación. Cuando vuelvo a ver la secuencia, me doy cuenta de que sus labios articulan una e. Está diciendo, estoy casi segura, la palabra «qué». Tal vez a un tramoyista o a alguno de mis técnicos que estuviera sosteniendo en alto un accesorio olvidado. Pero ¿qué podía ser tan importante en ese momento, justo antes de hacer mutis?
En 2016 ninguna de las personas que dejaron un comentario se había fijado en esto. Lo único que les importaba era la ovación final, y si ella estaba en el escenario o no en ese último minuto (eso y lo guapa que estaba). Cincuenta y dos segundos, según ellos, eran suficientes para que Thalia Keith se reuniera con la persona que estuviera esperándola entre bastidores y se marchara con ella sin que nadie la viera.
Al final de todo, nuestro ilustre director de orquesta y director musical, con pajarita y la batuta aún en la mano, empieza a anunciar algo a lo que nadie atiende: «¡Gracias a todos! Al salir...», pero el vídeo da paso a una confusión de líneas grises. Seguramente dijera algo sobre pasar lista en el dormitorio o sobre la basura que no debíamos olvidar llevarnos.
«Mirad a Ginebra los dos últimos segundos –se lee en un comentario–. ¿Eso que lleva es una petaca? ¡Quiero ser amiga de Ginebra!». Congelé la imagen y, en efecto, lo que Beth sostenía en alto era una petaca plateada, tal vez confiando en que sus amigos se dieran cuenta pero que los profesores que había entre el público estuvieran demasiado distraídos para enterarse de nada. O tal vez estuviese demasiado borracha para preocuparse.
En otro comentario preguntan si alguien puede identificar a los miembros del público que pasan ante la cámara al dirigirse a la salida.
En otro se lee: «Si veis el especial de Dateline de 2005, no hagáis caso de nada de lo que dicen. Hay muchísimos errores. Además, es Tha, pronunciado za, pero Lester Holt dice todo el tiempo Thay-lia».
«Pensaba que era Tahl-ia», responde alguien.
«No, no, no –escribe el autor de la primera entrada–. Yo conocía a su hermana».
Otro comentario: «Todo esto me pone muy triste». Seguido de tres emojis llorando y un corazón azul.
Después estuve semanas soñando, pero no con la cabeza de Thalia girándose ni con su boca formando sin pronunciarla una pregunta, sino con la petaca de Beth Docherty. En mis sueños yo tenía que encontrarla y volver a esconderla. Llevaba en las manos mi carpeta gigante, pero mis anotaciones no me servían.
Los alumnos de teatro habían pedido hacer esa función; el año anterior sacaban el tema cada vez que la señorita Ross estaba de guardia en los dormitorios. Se había estrenado un nuevo montaje en Broadway en 1993, e incluso los que no fuimos a verla oímos hablar de la música y supimos que habría escotes medievales, besos en escena y solos fabulosos. Para mí significaba fondos de castillos, tronos, árboles sobre ruedas..., nada complicado, ninguna planta carnívora ni ningún Ford Deluxe descapotable sobre el escenario. A los periodistas del futuro les regalaría un sinfín de metáforas fáciles. El internado como reino del bosque, Thalia como hechicera, como princesa, como mártir. ¿Puede haber algo más romántico? ¿Puede haber algo más perfecto que una chica que muere antes de estar hecha del todo? Una chica como una hoja en blanco. Una chica como una proyección de los deseos de usted, ajena a los suyos propios. Una chica como un sacrificio al concepto de chica. Una chica como una serie de fotografías de infancia, todas marcadas con el aura de «chica que morirá joven», como si hasta el fotógrafo de retratos escolares hubiera visto escrito en su cara que sería eternamente joven.
El espectador, el voyeur, hasta el perpetrador, todos estaban libres de culpa si la niña había nacido muerta.
En internet y en la televisión esas cosas arrasan.
Y a usted, señor Bloch, supongo que a usted también le ha
venido bien.
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Contra todo pronóstico, en enero de 2018 me encontré volviendo precipitadamente al campus en uno de esos viejos y fiables Blue Cabs que me habían recogido tantas veces, hacía tanto tiempo, en el aeropuerto de Manchester. El taxista me comentó que llevaba todo el día yendo y viniendo de Granby.
–Todos se han ido estas vacaciones.
–Han vuelto a casa para pasar las Navidades –respondí.
Él resopló, como si acabara de confirmarle sus peores sospechas.
Me preguntó si daba clases en Granby. Por un momento me sorprendió que no me hubiera tomado por una alumna. Pero ahí estaba su retrovisor para devolverme mi reflejo: una mujer bien arreglada con arrugas alrededor de los ojos. Le respondí que no, que solo me habían invitado a impartir un curso de dos semanas. No le expliqué que había estudiado en Granby, que recordaba el camino que estábamos haciendo como quien recuerda una vieja canción. Me pareció demasiada información para soltársela en una charla superficial. Tampoco le expliqué el concepto de minisemestre porque habría sonado esnob, exactamente la clase de cosas que él asociaría con esos chavales consentidos.
Había sido idea de Fran llevarme de vuelta allí. Ella nunca había llegado a marcharse: después de unos pocos años fuera estudiando en la universidad, haciendo estudios de posgrado y pasando un tiempo en el extranjero, regresó para dar clases de Historia. Su mujer trabaja en Admisiones y viven en el campus con sus hijos.
El taxista, que se llamaba Lee, me explicó que «llevaba a los chicos de Granby desde que sus abuelos estudiaban allí». Según él, era el tipo de colegio en el que solo se podía entrar a través de contactos familiares. Quise decirle que estaba totalmente equivocado, pero había dejado pasar la oportunidad de aclararle que yo no era ninguna extraña en aquel sitio. Me habló de «los líos en que se meten estos chicos, ni se lo imagina», y me preguntó si había leído el artículo de «unos años antes» en Rolling Stone. Ese artículo («Vive libre o muere: alcohol, drogas y ahogamientos en un internado de élite de New Hampshire») se publicó en 1996, y sí, todos lo habíamos leído. Nos escribimos correos electrónicos desde nuestras residencias universitarias, furiosos por los errores y las especulaciones que encontramos en él, igual que nos enviamos mensajes de texto nueve años después cuando el programa Dateline volvió a sacar el tema.
–No controlan nada a esos chicos –me dijo Lee–. Lo único que me gusta es que tienen por norma no utilizar Uber.
–Es curioso, yo he oído lo contrario. Me refiero al control.
–Pues le han mentido. Le habrían dicho lo que sea con tal de que viniera usted a dar clase.
Yo solo había vuelto a Granby tres veces en los casi veintitrés años que habían pasado desde que me gradué. Hubo un primer reencuentro cuando vivía en Nueva York: me quedé una hora. Volví para la boda de Fran y Anne en la capilla Vieja en 2008. En julio de 2013 pasé unos días en Vermont, y fui a ver a Fran y a conocer a su primer hijo. Y ya. Había evitado los reencuentros de los diez, los quince y los veinte años, y también pasé de las reuniones de antiguos alumnos de Los Ángeles. Hasta que apareció el vídeo de Camelot y Fran me unió al grupo de chat, que se convirtió en una colección de recuerdos del teatro, no había sentido verdadera nostalgia por el lugar. Había decidido esperar a la reunión de 2020, a la que seguro que asistirían mis compañeros de clase, pues coincidían los veinticinco años y el bicentenario del colegio. Pero entonces me llegó esa invitación.
También influyó que Yahav, el hombre con el que estaba teniendo una arrastrada y loca aventura a distancia que ya se estaba alargando demasiado, estuviera a solo dos horas de allí, dando clase durante un año en la facultad de Derecho de la Universidad de Boston. Yahav, que tenía acento israelí, era alto, brillante y neurótico. El tipo de relación que teníamos no me permitía subirme a un avión para ir a verlo. Pero sí hacerme la encontradiza.
Además, quería ver si era capaz; si, a pesar de los nervios, del pánico casi adolescente, estaba preparada para medirme con la chica que se había abierto paso en Granby arrastrando los pies. En teoría en Los Ángeles había conseguido ciertos logros –era profesora adjunta en la universidad y tenía un podcast respetado; una mujer capaz de preparar una comida con ingredientes del mercado y de llevar a sus hijos al colegio razonablemente bien vestida–, pero, en el día a día, no era muy consciente de la distancia que había recorrido. Sabía que Granby no me dejaría indiferente.
De modo que ahí se juntaban el dinero, el amante y mi ego, y –por debajo de todo, en una nota demasiado grave para oírla– Thalia y lo descentrada que me había sentido desde que había visto aquel vídeo.
En cualquier caso, ellos me lo propusieron, yo acepté, y ahí estaba, amarrada al asiento de atrás, dejando que Lee me llevara al campus a quince kilómetros por encima del límite de velocidad.
–¿De qué dará clases, de Shakespeare? –me preguntó. Le expliqué que iba a impartir dos cursos: uno sobre podcasting y el otro sobre estudios cinematográficos.
–¡Estudios cinematográficos! –exclamó–. ¿Verán películas o las harán?
Me pareció que no había respuesta que no fuera a empeorar su opinión tanto de mí como del colegio.
–Sobre historia del cine –lo cual era correcto e incompleto.
Añadí que hasta hacía poco había dado ese mismo curso en la UCLA, un truco que ya había utilizado antes y que tuvo el efecto deseado de llevarlo directamente al equipo de fútbol americano de los Bruins. Pude hacer ruiditos de asentimiento mientras él se embarcaba en un monólogo. Quedaban veinte minutos de trayecto, y cada vez eran menos las probabilidades de que me preguntara por los podcasts o me hablara de Quentin Tarantino. El colegio me había invitado concretamente para dar el seminario de cine, y yo me había ofrecido a doblar las horas porque eso significaba el doble de dinero, pero también porque nunca puedo estarme quieta y si iba a dejar a mis hijos dos semanas para irme al bosque, no quería estar de brazos cruzados. La necesidad de mantenerme ocupada es a la vez un síntoma de ansiedad hiperactiva y la clave de mi éxito.
El podcast que estaba haciendo en ese momento se llamaba Starlet Fever, sobre la historia de las mujeres en el cine: cómo la industria las mastica y las escupe. Iba todo lo bien que puede ir un podcast, alcanzando de vez en cuando los primeros puestos en número de reproducciones. Se ganaba algo de dinero y de vez en cuando oíamos emocionados a algún famoso mencionarnos en una entrevista. Lance, que lo presentaba conmigo, había podido dejar su programa de paisajismo, yo me había permitido rechazar las migajas que me ofrecía la UCLA como adjunta, y un par de agentes literarios se habían ofrecido a representarnos si nos decidíamos a escribir juntos un libro. Estábamos inmersos en los preparativos de nuestra siguiente temporada, que iba a ir de Rita Hayworth, pero era un trabajo de investigación que podía hacerse desde cualquier lugar.
Seguimos a otro Blue Cab por la Ruta 9, con dos chicos en el asiento de atrás.
–Seguro que ahí van algunos de sus alumnos –me dijo Lee–. Ninguno de esos chavales es de por aquí. Incluso vienen de otros países. Esta mañana he llevado a unas chicas que volvían de China y no han dicho ni una palabra. ¿Cómo pueden ir a clase si no hablan nuestro idioma?
Fingí que atendía una llamada antes de que el racismo se hiciera más evidente.
–¡Gary! –le grité al teléfono, y durante diez minutos estuve espaciando una serie de «ajá» y «de acuerdo» mientras el bosque helado pasaba borroso a nuestro lado.
Pero sin las distracciones que había estado proporcionándome Lee no pude evitar los nervios que hasta ese momento había podido ignorar ni la sensación de ser engullida por el bosque. Ahí estaba la pequeña iglesia blanca de la Unión, la señal de que faltaba poco. Y el desvío por la carretera más estrecha, un giro que rescaté de lo más profundo de mi memoria muscular.
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Con el giro afloró también la visión de los pantalones cortos de tela vaquera demasiado largos y la camiseta de tirantes a rayas que llevaba la primera vez que fui a Granby, en 1991. Me recordé preguntándome a mí misma si los chicos de New Hampshire tendrían acento, sin imaginar que muy pocos de mis compañeros serían de allí. Me contuve para no decírselo a Lee ni al teléfono.
Los Robeson, la familia con la que vivía, me había llevado en coche desde Indiana en un solo día, y a la mañana siguiente amanecimos a apenas una hora de viaje. Las ventanillas de atrás estaban bajadas, y ahí sentada con la cara al viento contemplé la sucesión de pintorescas tierras de labranza y un bosque tan tupido que solo se veían muros verdes. Todo olía a estiércol, algo a lo que estaba acostumbrada, y, de pronto, a pino.
–¡Ahí fuera huele a ambientador! –exclamé.
Los Robeson reaccionaron como si fuera una niña pequeña y hubiera dicho algo encantador.
–¡Huele a ambientador! –repitió Severn Robeson, dando una palmada al volante.
Aquel primer día en el campus no podía creerme la densidad del bosque, cómo todo lo que había en el suelo formaba parte de él: las rocas, los troncos, las agujas de pino y el musgo. Había que andar con cuidado. Los únicos bosques que había conocido en Indiana se encontraban entre hileras de casas o detrás de gasolineras: eran bosques que se podían cruzar, llenos de colillas y de latas de refrescos. Cuando de niña oía cuentos de hadas, esos eran los bosques que me imaginaba. Y ahora de pronto las historias de bosques primigenios, niños perdidos y guaridas ocultas tenían sentido. Eso era un bosque.
Fuera del taxi de Lee: la oficina de correos de Granby y lo que antes era el videoclub. El Circle K no había cambiado, pero era difícil ponerse nostálgica con una gasolinera. Ahí estaba la carretera que llevaba al campus, y al verla me recorrió una oleada de adrenalina. Terminé la falsa llamada con Gary deseándole un gran día.
Cuando cayeron todas las hojas aquel primer noviembre, pensé que por fin vería las casas y los edificios a través de los árboles. Pero no, detrás de esas ramas desnudas solo había más ramas desnudas. Y más allá, más.
Por la noche había lechuzas. A veces, si los contenedores no estaban bien cerrados, los osos negros sacaban bolsas de basura enteras y las arrastraban por el campus para abrirlas como si fueran pequeños obsequios.
El coche que habíamos estado siguiendo giró hacia los dormitorios de chicos, pero Lee optó por el camino largo, que bordeaba el campus Bajo, para hacerme un tour, y yo no pude menos que escuchar educadamente.
–Donde voy a dejarla es el campus Alto, que está por encima del río. Allí están los edificios nuevos y lujosos. Pero aquí abajo está la parte antigua, que se remonta a mil setecientos y
pico.
Era de la década de 1820, pero no le corregí. Ya era casi mediodía y unos chicos salían de la sala común y cruzaban el patio encorvados contra el frío.
Lee señaló el aulario original, los dormitorios en los que se congelaban los adolescentes de las granjas, las casitas donde discurría la vida solitaria de los profesores solteros de antaño, la capilla Vieja y la capilla Nueva (ninguna de las dos seguía siendo una capilla, pero ambas eran increíblemente antiguas), la casa del director.
–Ese es el tipo que empezó el colegio con una sola aula –dijo erróneamente, señalando la estatua de bronce de Samuel Granby.
Cuando era estudiante, no podía pasar por su lado sin frotarle el pie, una manía que nunca le conté a nadie. Tampoco podía pasar junto a un teléfono público sin darle la vuelta al auricular. Era algo increíblemente ingenioso y rebelde, créame.
Cuando Lee llegó al final del campus Alto y detuvo el coche, abrí la puerta y me choqué contra una pared de aire helado. Mientras le pagaba me recomendó que no pasara frío, como si pudiera escoger, como si no nos halláramos en el profundo pozo del invierno cubierto enteramente de hielo y sal. Mirando los edificios, que no habían cambiado, y la fina cresta de las montañas Blancas, que se elevaba por encima de la hilera de árboles del este, era fácil creer que ese lugar se había conservado criogénicamente.
Fran me había ofrecido su sofá, pero por la forma en que lo dijo –«Bueno, está el perro, y Jacob siempre anda metiendo ruido, y Max todavía no duerme toda la noche seguida»– me pareció que era más un gesto que una invitación. Así que había optado por alojarme en uno de los dos pisos para invitados, en una pequeña casa situada justo encima del río, que antes se había utilizado de oficina. En cada planta había un dormitorio y un cuarto de baño, y abajo una cocina compartida. Toda la casa olía a lejía.
Deshice las maletas, preocupada por no haber llevado suficientes jerséis, y me dio por pensar en los teléfonos de pago de Granby.
Imagíneme (recuérdeme), con quince o dieciséis años, vestida de negro incluso cuando no estaba entre bastidores, con mis Doc Martens reforzadas con cinta adhesiva y el pelo oscuro y fino alrededor de mi cara de repollo; imagíneme, enfundada en franela, con los ojos perfilados con una gruesa raya, pasando junto a un teléfono y –sin mirar– descolgándolo y dejándolo del revés.
Pero eso solo fue al principio: en el penúltimo año ya no podía pasar por delante de un teléfono sin descolgar el auricular, pulsar un número y escuchar, porque había al menos uno en el que, si lo hacías, se oía otra conversación a través de la estática. Lo descubrí un día que estaba llamando a los dormitorios desde el teléfono del vestíbulo del gimnasio para preguntar si podía llegar un poco más tarde de las 22:00, y después de pulsar el primer botón oí la voz como a medio volumen de un chico que se quejaba a su madre de los parciales. Ella le preguntó si ya se había vacunado de la alergia. Él sonaba quejumbroso y nostálgico, le eché unos doce años y tardé un rato en reconocerlo: era Tim Busse, un jugador de hockey que tenía mal cutis pero una novia guapísima. Debía de estar hablando por el teléfono de su edificio, al otro lado del riachuelo. Yo desconocía la teoría de la telecomunicación que hacía eso posible, y cuando me dio por contárselo a mi marido él meneó la cabeza y dijo: «No puede ser». Le pregunté si me acusaba de mentir o si creía que oía voces. «Quiero decir que eso es imposible», insistió sin alterarse.
Me quedé en el vestíbulo del gimnasio hipnotizada, sin querer perderme ni una sílaba. Pero al final tuve que hacerlo: llamé a los dormitorios, le pedí a la profesora de guardia diez minutos más para cruzar el campus y coger el libro de Historia que me había dejado en la sala común. No, me respondió ella. Quedaban tres minutos para que pasaran lista. Colgué, luego volví a levantar el auricular y pulsé un número. Seguía oyéndose la voz de Tim Busse. Magia. Le dijo a su madre que iba a suspender Física. Me sorprendió. Y de pronto tenía un secreto acerca de él. Un secreto secreto porque él no había querido compartirlo.
Después de eso me enamoré de Tim Busse, a quien antes nunca le había prestado la más mínima atención.
En los meses siguientes probé todos los teléfonos del campus, pero solo funcionaba en el del gimnasio, y solo si la otra persona estaba hablando desde Barton Hall (quizá desde un teléfono en particular).
Casi todo lo que oía eran murmullos indescifrables. Una vez oí a alguien pedir una pizza. A veces hablaban en coreano, español o alemán. Una vez oí «Rhapsody in Blue», la melodía de espera de la United Airlines. A veces oía cosas más interesantes, información que memorizaba. Me enteré de que alguien –nunca averigüé quién– estaría en casa para Pascua pero se negaba a ir a casa de la tía Ellen. Me enteré de que alguien echaba de menos a su novia, de verdad la echaba de menos, de verdad, y no, no estaba saliendo con nadie más, la quería, ¿por qué se ponía así? Tenía que dejar de comportarse de ese modo, ¿no sabía que la echaba de menos?
Se nos conceden tan pocos superpoderes en la vida. Y ese era uno de los míos. Podía recorrer los pasillos sabiendo cosas que ninguno de los chicos de Barton Hall me diría voluntariamente. Sabía que Jorge Cardenas no se permitía beber cuando estaba triste porque así empezaba el alcoholismo, y él no quería ser como su padre.
Habría estado bien si un día hubiera descolgado el teléfono y hubiera oído algo útil, algo incriminatorio. Si hubiera oído a alguien amenazar a Thalia, por ejemplo. O hubiera oído algo sobre usted.
Pero solo se trataba de un hábito cotidiano: recopilaba información sobre mis compañeros como quien acumula periódicos. Esperaba que eso me ayudara a parecerme más a ellos y menos a mí misma; es decir, parecer menos pobre, menos atontada, menos provinciana y vulnerable.
Todos los veranos llevaba a casa el anuario escolar y marcaba la foto de cada alumno con un particular código de colores: si los conocía, si los consideraba mis amigos, si estaba enamorada de ellos. A veces, en pleno aislamiento veraniego, buscaba en el directorio del colegio a sus familias para averiguar el nombre de pila de sus padres, con el único propósito de evadirme por un momento de un dormitorio que odiaba en una casa que no era la mía en un pueblo donde ya no conocía a nadie.
Eso no me hace especial, cosa que también sabía entonces. Solo lo digo para explicarme: me importaban los detalles. No porque pudiera controlarlos, sino porque podía poseerlos.
Y había muy pocas cosas que pudiera llamar mías.
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Con la autorización de la Editorial Sexto Piso, presentamos un adelanto de Tengo algunas preguntas para usted (2024) de Rebecca Makkai.
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