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<i>Warfare</i>: cara (distraída) de guerra

<i>Warfare</i>: cara (distraída) de guerra

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Una película que, bajo la promesa del hiperrealismo, hace uso directo de los pretendidos recuerdos de los soldados de la Marina estadounidense que combatieron en Irak.
18
.
04
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Alex Garland, un director con más ocurrencias que ideas, da forma a un tipo de cine bélico: el del <i>realismo farsante</i>.

La pregunta que me hice con más frecuencia durante la proyección de Warfare (2025), de Alex Garland, fue: “¿Por qué estoy viendo esto?”. La respuesta, claro, es que fui invitado a una función de prensa, pero la inquietud partía de un razonamiento más extenso, que se podría traducir así: “¿Por qué hacernos ver estas imágenes, en este momento de la historia?”. La pregunta es importante, ya que Warfare suele ser descrita por su campaña publicitaria —y en la propia pantalla— como una simulación de combate hiperrealista. Garland narra una misión de 2006 realizada por un grupo de fuerzas especiales de la Marina estadounidense en Irak, contada en tiempo más o menos real, y apegada a los recuerdos de los veteranos que la vivieron. De hecho, Warfare empieza advirtiéndonos que “esta película usa solamente sus recuerdos”, y para garantizarlo es codirigida por Ray Mendoza, uno de los hombres que estuvieron en el campo de batalla.

La sola idea de hacer una película con base en la memoria presenta complicaciones que abordó mejor el gran cineasta soviético Andréi Tarkovski en El espejo (Zerkalo, 1975): los recuerdos no son fiables. La memoria es subjetiva, desordenada y posiblemente ficticia, tal como lo muestra El espejo, que narra los recuerdos de un moribundo y por eso mismo termina siendo incomprensible. Garland, en cambio, confía en que el recuerdo de un evento traumático y compartido por varios hombres pueda construir una narrativa fiable. Dado que además hay registros del evento, la postura puede ser aceptable, pero la subjetividad desde la que está narrada Warfare supone otra clase de problema, esta vez político, que remite a la película anterior de Garland, Guerra civil (Civil War, 2024).

El director inglés no es un cineasta de ideas, sino de ocurrencias. Su carrera la empezó como novelista y luego guionista; de hecho, él adaptó su libro The Beach como la película del mismo nombre, dirigida por Danny Boyle, y protagonizada por Leonardo Di Caprio. A lo largo de la carrera de Garland se percibe cómo juega con ciertas convenciones, pero sin torcerlas de maneras radicales: los zombis de Exterminio (28 Days Later, 2002) son producto de la rabia, entendida como una ira indomable, pero al final siguen siendo zombis; en Ex Máquina (Ex Machina, 2014), el científico loco crea no un monstruo que se sale de control, sino un robot del que se enamora el protagonista visitante (para después salirse de control), y en Aniquilación (Annihiliation, 2018) un área contaminada por material extraterrestre evoca la “zona” de Andréi Tarkovski en Stalker (1979), pero todo termina como mito heroico de acción en el que el orden del universo se vuelve a estabilizar. Garland es un cineasta más bien efectista que pretende distinguirse de la mayoría pero sin zafarse por completo de ella: es el equivalente cinematográfico de los músicos que toman ciertas técnicas de la vanguardia y las adaptan al pop para ganar el estatus de innovadores, aunque se mantienen lo suficientemente convencionales con tal de asegurarse el éxito comercial.

Un énfasis en la agonía, más que en la humanización de la guerra (y más que en el combate propiamente dicho).

No tendría que ser inherente a un carácter popular la incapacidad de razonar sobre conceptos complejos (y no lo fue para muchos cineastas clásicos, de John Ford, narrador ambivalente de la historia estadounidense, a King Vidor, que tras retirarse de los grandes estudios de Hollywood hizo un cortometraje sobre metafísica en los años sesenta), pero el cine de Garland a menudo demuestra lo anecdóticas que son sus reflexiones. Volvemos a Civil War, que caricaturiza la circunstancia política actual en Estados Unidos y, peor aún, la embellece: aunque la película imagina una guerra entre distintos grupos a lo largo de la nación, se rehúsa a explicarlos, y encima ilustra la desgracia de un conflicto militar en el país más poderoso del mundo a partir de imágenes que evocan no el dolor y la pestilencia, sino ciertos comerciales luminosos de ropa y viajes. Warfare parece decidida a una estrategia contraria, pero aun así la presión del éxito comercial la hace incoherente.

La trama no tiene ningún contexto: la primera imagen que vemos proviene del videoclip de “Call on Me”, una canción techno del DJ sueco Eric Prydz. El elenco de Garland, un grupo de SEAL de la Marina, ve el video como ritual antes de salir al combate: ya vestidos y armados, gritan por las mujeres a cuadro, que bailan en diminutos atuendos de gimnasio. En su mayoría, los soldados son jóvenes, casi niños; su inmadurez se observa cuando salen a la operación y, antes de llegar a su objetivo, imitan los movimientos pélvicos del video. Garland se fija en sus rostros durante la primera escena para que los identifiquemos más adelante, pero ninguno tiene personalidad, más allá de la forma y los gestos que les prestan los actores. Al igual que para la Marina, no son personas, sino recursos, y eso que estos son los personajes mejor desarrollados en Warfare

La misión pretende dar apoyo a una operación de los marines. Los SEAL ocupan una casa donde montan un nido de francotiradores y, para ello, entran a la fuerza, destrozan un muro y secuestran a una familia iraquí. Garland sugiere cierta empatía por los civiles y por los traductores iraquíes del escuadrón, pero en general son figuras que quedan fuera del cuadro —como lo anuncia la propia película, los recuerdos que importan son los de los invasores—. Garland, sin embargo, muestra imágenes que ninguno de los soldados podría haber visto y exhibe así la delgadez de su compromiso con su intención original. Quizá le preocupe quedar bien con los espectadores de izquierda, que deberían ‘relajarse’ al ver cierta inquietud por los iraquíes en pantalla. Esto motiva también el énfasis en la agonía, más que en la humanización o —durante la mayor parte del metraje— en las balaceras.

 

Los SEAL pronto son rodeados y superados en número por el enemigo, que llama a una revuelta espontánea en su contra. Los insurgentes son objetos mortíferos afuera de la casa, pero Garland al menos dedica más de la mitad de la película no al heroísmo, sino al dolor y el miedo de los protagonistas: cuando un intento de evacuar a un par de heridos sale mal, varios miembros del escuadrón terminan destrozados y Garland observa sus reacciones de sufrimiento. Los gritos se convierten en una tortura y, a momentos, Garland hace lo posible por taparlos mediante efectos de sonido. Si mi pregunta original derivaba del supuesto realismo de la película; si no encontraba el sentido de ver imágenes de combate que aspiraban a sustituir el evento real (aunque es imposible, ya que las imágenes no ponen a nadie en riesgo, no matan), en estos momentos en los que Garland maquilla el horror me pregunto lo opuesto: ¿por qué no llegar hasta las últimas consecuencias para representar la guerra como angustia física y psicológica?

Las películas de guerra de John Ford también producían cierta ambivalencia entre la búsqueda del realismo, el patriotismo imprescindible de los años alrededor de la Segunda Guerra Mundial y la crítica a la cultura militar de su país, pero Ford supo sostener todos estos puntos de vista en, por ejemplo, Fuimos los sacrificados (They Were Expendable, 1945). Aquella película le obsequia al público ratos de emoción a partir de escenas de combate realistas en lanchas de la Marina, pero también describe la evacuación de las Filipinas como una inmoralidad que dejó atrás a los hombres de menor rango con tal de salvar a los mandos, como al general Douglas MacArthur. Seguramente su público original entendió las imágenes como cargadas de sacrificio, pero el resto de la filmografía de Ford sugiere que su tema es la explotación. Las imágenes de Garland hablan de cuerpos desmembrados, pero (para bien y para mal) evitan contarnos en nombre de qué fueron llevados los protagonistas al matadero; incluso se percibe la incompetencia cuando uno de los personajes se inyecta morfina en el dedo, en vez de administrársela a uno de los heridos, lo cual contradice la imagen del soldado profesional cuyo entrenamiento lo hace invencible. En contraste, por asustados que estén los protagonistas de La caída del halcón negro (Black Hawk Down, 2001), de Ridley Scott, siempre reaccionan con la cabeza fría: claramente es un ejemplo de cine reaccionario que busca sostener la mitología militar estadounidense; para muestra, Mark Bowden, en su libro original, describe cómo un soldado, en la confusión, mata a un bebé. Scott omite esta escena y otras que puedan contradecir su imaginario militarista.

Te recomendamos leer: "La luz que imaginamos", de Payal Kapadia: lo sensorial y lo mágico contra el dolor cotidiano de Alonso Díaz de la Vega.

Warfare encuentra argumentos para defenderse de la sospecha propagandística con sus escenas de terror bélico, pero la narrativa nos distrae de todo cuestionamiento cuando decide concentrarse en el segundo escuadrón de SEAL, que llega a rescatar a sus compañeros. Si bien uno de los salvadores se tropieza con los heridos y los atormenta con discursos de superación personal, el líder del segundo escuadrón salva a todos gracias a su determinación y liderazgo. ¿Qué nos quiere decir, entonces, Warfare, que, con todo lo apegada que quiere estar a los hechos, no deja de expresar una perspectiva? Sus críticas se anulan ante sus elogios; su realismo se diluye en un intento de no incomodar al público; su dispositivo se viene abajo en los créditos, que muestran un making of en el que vemos cómo todo lo antes mostrado fue una ilusión. El realismo de Warfare es una farsa, y su intención, un despropósito en un mundo en el que podemos ver metraje real de masacres al momento en que suceden. El cine bélico no tiene la necesidad de ser realista ante lo que el internet es capaz de mostrarnos; más bien, tiene la obligación de indagar sobre las razones por las que unos niños sin oportunidades (no cuerpos sin personalidad) son mandados al extranjero para matar a otros y regresar sin piernas, sin espíritu. Garland, un hombre de ocurrencias, no logra ni intenta comprenderlo, solo complacernos a partir de lo que debería ahuyentar nuestra mirada.

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Alex Garland, un director con más ocurrencias que ideas, da forma a un tipo de cine bélico: el del <i>realismo farsante</i>.

La pregunta que me hice con más frecuencia durante la proyección de Warfare (2025), de Alex Garland, fue: “¿Por qué estoy viendo esto?”. La respuesta, claro, es que fui invitado a una función de prensa, pero la inquietud partía de un razonamiento más extenso, que se podría traducir así: “¿Por qué hacernos ver estas imágenes, en este momento de la historia?”. La pregunta es importante, ya que Warfare suele ser descrita por su campaña publicitaria —y en la propia pantalla— como una simulación de combate hiperrealista. Garland narra una misión de 2006 realizada por un grupo de fuerzas especiales de la Marina estadounidense en Irak, contada en tiempo más o menos real, y apegada a los recuerdos de los veteranos que la vivieron. De hecho, Warfare empieza advirtiéndonos que “esta película usa solamente sus recuerdos”, y para garantizarlo es codirigida por Ray Mendoza, uno de los hombres que estuvieron en el campo de batalla.

La sola idea de hacer una película con base en la memoria presenta complicaciones que abordó mejor el gran cineasta soviético Andréi Tarkovski en El espejo (Zerkalo, 1975): los recuerdos no son fiables. La memoria es subjetiva, desordenada y posiblemente ficticia, tal como lo muestra El espejo, que narra los recuerdos de un moribundo y por eso mismo termina siendo incomprensible. Garland, en cambio, confía en que el recuerdo de un evento traumático y compartido por varios hombres pueda construir una narrativa fiable. Dado que además hay registros del evento, la postura puede ser aceptable, pero la subjetividad desde la que está narrada Warfare supone otra clase de problema, esta vez político, que remite a la película anterior de Garland, Guerra civil (Civil War, 2024).

El director inglés no es un cineasta de ideas, sino de ocurrencias. Su carrera la empezó como novelista y luego guionista; de hecho, él adaptó su libro The Beach como la película del mismo nombre, dirigida por Danny Boyle, y protagonizada por Leonardo Di Caprio. A lo largo de la carrera de Garland se percibe cómo juega con ciertas convenciones, pero sin torcerlas de maneras radicales: los zombis de Exterminio (28 Days Later, 2002) son producto de la rabia, entendida como una ira indomable, pero al final siguen siendo zombis; en Ex Máquina (Ex Machina, 2014), el científico loco crea no un monstruo que se sale de control, sino un robot del que se enamora el protagonista visitante (para después salirse de control), y en Aniquilación (Annihiliation, 2018) un área contaminada por material extraterrestre evoca la “zona” de Andréi Tarkovski en Stalker (1979), pero todo termina como mito heroico de acción en el que el orden del universo se vuelve a estabilizar. Garland es un cineasta más bien efectista que pretende distinguirse de la mayoría pero sin zafarse por completo de ella: es el equivalente cinematográfico de los músicos que toman ciertas técnicas de la vanguardia y las adaptan al pop para ganar el estatus de innovadores, aunque se mantienen lo suficientemente convencionales con tal de asegurarse el éxito comercial.

Un énfasis en la agonía, más que en la humanización de la guerra (y más que en el combate propiamente dicho).

No tendría que ser inherente a un carácter popular la incapacidad de razonar sobre conceptos complejos (y no lo fue para muchos cineastas clásicos, de John Ford, narrador ambivalente de la historia estadounidense, a King Vidor, que tras retirarse de los grandes estudios de Hollywood hizo un cortometraje sobre metafísica en los años sesenta), pero el cine de Garland a menudo demuestra lo anecdóticas que son sus reflexiones. Volvemos a Civil War, que caricaturiza la circunstancia política actual en Estados Unidos y, peor aún, la embellece: aunque la película imagina una guerra entre distintos grupos a lo largo de la nación, se rehúsa a explicarlos, y encima ilustra la desgracia de un conflicto militar en el país más poderoso del mundo a partir de imágenes que evocan no el dolor y la pestilencia, sino ciertos comerciales luminosos de ropa y viajes. Warfare parece decidida a una estrategia contraria, pero aun así la presión del éxito comercial la hace incoherente.

La trama no tiene ningún contexto: la primera imagen que vemos proviene del videoclip de “Call on Me”, una canción techno del DJ sueco Eric Prydz. El elenco de Garland, un grupo de SEAL de la Marina, ve el video como ritual antes de salir al combate: ya vestidos y armados, gritan por las mujeres a cuadro, que bailan en diminutos atuendos de gimnasio. En su mayoría, los soldados son jóvenes, casi niños; su inmadurez se observa cuando salen a la operación y, antes de llegar a su objetivo, imitan los movimientos pélvicos del video. Garland se fija en sus rostros durante la primera escena para que los identifiquemos más adelante, pero ninguno tiene personalidad, más allá de la forma y los gestos que les prestan los actores. Al igual que para la Marina, no son personas, sino recursos, y eso que estos son los personajes mejor desarrollados en Warfare

La misión pretende dar apoyo a una operación de los marines. Los SEAL ocupan una casa donde montan un nido de francotiradores y, para ello, entran a la fuerza, destrozan un muro y secuestran a una familia iraquí. Garland sugiere cierta empatía por los civiles y por los traductores iraquíes del escuadrón, pero en general son figuras que quedan fuera del cuadro —como lo anuncia la propia película, los recuerdos que importan son los de los invasores—. Garland, sin embargo, muestra imágenes que ninguno de los soldados podría haber visto y exhibe así la delgadez de su compromiso con su intención original. Quizá le preocupe quedar bien con los espectadores de izquierda, que deberían ‘relajarse’ al ver cierta inquietud por los iraquíes en pantalla. Esto motiva también el énfasis en la agonía, más que en la humanización o —durante la mayor parte del metraje— en las balaceras.

 

Los SEAL pronto son rodeados y superados en número por el enemigo, que llama a una revuelta espontánea en su contra. Los insurgentes son objetos mortíferos afuera de la casa, pero Garland al menos dedica más de la mitad de la película no al heroísmo, sino al dolor y el miedo de los protagonistas: cuando un intento de evacuar a un par de heridos sale mal, varios miembros del escuadrón terminan destrozados y Garland observa sus reacciones de sufrimiento. Los gritos se convierten en una tortura y, a momentos, Garland hace lo posible por taparlos mediante efectos de sonido. Si mi pregunta original derivaba del supuesto realismo de la película; si no encontraba el sentido de ver imágenes de combate que aspiraban a sustituir el evento real (aunque es imposible, ya que las imágenes no ponen a nadie en riesgo, no matan), en estos momentos en los que Garland maquilla el horror me pregunto lo opuesto: ¿por qué no llegar hasta las últimas consecuencias para representar la guerra como angustia física y psicológica?

Las películas de guerra de John Ford también producían cierta ambivalencia entre la búsqueda del realismo, el patriotismo imprescindible de los años alrededor de la Segunda Guerra Mundial y la crítica a la cultura militar de su país, pero Ford supo sostener todos estos puntos de vista en, por ejemplo, Fuimos los sacrificados (They Were Expendable, 1945). Aquella película le obsequia al público ratos de emoción a partir de escenas de combate realistas en lanchas de la Marina, pero también describe la evacuación de las Filipinas como una inmoralidad que dejó atrás a los hombres de menor rango con tal de salvar a los mandos, como al general Douglas MacArthur. Seguramente su público original entendió las imágenes como cargadas de sacrificio, pero el resto de la filmografía de Ford sugiere que su tema es la explotación. Las imágenes de Garland hablan de cuerpos desmembrados, pero (para bien y para mal) evitan contarnos en nombre de qué fueron llevados los protagonistas al matadero; incluso se percibe la incompetencia cuando uno de los personajes se inyecta morfina en el dedo, en vez de administrársela a uno de los heridos, lo cual contradice la imagen del soldado profesional cuyo entrenamiento lo hace invencible. En contraste, por asustados que estén los protagonistas de La caída del halcón negro (Black Hawk Down, 2001), de Ridley Scott, siempre reaccionan con la cabeza fría: claramente es un ejemplo de cine reaccionario que busca sostener la mitología militar estadounidense; para muestra, Mark Bowden, en su libro original, describe cómo un soldado, en la confusión, mata a un bebé. Scott omite esta escena y otras que puedan contradecir su imaginario militarista.

Te recomendamos leer: "La luz que imaginamos", de Payal Kapadia: lo sensorial y lo mágico contra el dolor cotidiano de Alonso Díaz de la Vega.

Warfare encuentra argumentos para defenderse de la sospecha propagandística con sus escenas de terror bélico, pero la narrativa nos distrae de todo cuestionamiento cuando decide concentrarse en el segundo escuadrón de SEAL, que llega a rescatar a sus compañeros. Si bien uno de los salvadores se tropieza con los heridos y los atormenta con discursos de superación personal, el líder del segundo escuadrón salva a todos gracias a su determinación y liderazgo. ¿Qué nos quiere decir, entonces, Warfare, que, con todo lo apegada que quiere estar a los hechos, no deja de expresar una perspectiva? Sus críticas se anulan ante sus elogios; su realismo se diluye en un intento de no incomodar al público; su dispositivo se viene abajo en los créditos, que muestran un making of en el que vemos cómo todo lo antes mostrado fue una ilusión. El realismo de Warfare es una farsa, y su intención, un despropósito en un mundo en el que podemos ver metraje real de masacres al momento en que suceden. El cine bélico no tiene la necesidad de ser realista ante lo que el internet es capaz de mostrarnos; más bien, tiene la obligación de indagar sobre las razones por las que unos niños sin oportunidades (no cuerpos sin personalidad) son mandados al extranjero para matar a otros y regresar sin piernas, sin espíritu. Garland, un hombre de ocurrencias, no logra ni intenta comprenderlo, solo complacernos a partir de lo que debería ahuyentar nuestra mirada.

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Una película que, bajo la promesa del hiperrealismo, hace uso directo de los pretendidos recuerdos de los soldados de la Marina estadounidense que combatieron en Irak.
18
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Alex Garland, un director con más ocurrencias que ideas, da forma a un tipo de cine bélico: el del <i>realismo farsante</i>.

La pregunta que me hice con más frecuencia durante la proyección de Warfare (2025), de Alex Garland, fue: “¿Por qué estoy viendo esto?”. La respuesta, claro, es que fui invitado a una función de prensa, pero la inquietud partía de un razonamiento más extenso, que se podría traducir así: “¿Por qué hacernos ver estas imágenes, en este momento de la historia?”. La pregunta es importante, ya que Warfare suele ser descrita por su campaña publicitaria —y en la propia pantalla— como una simulación de combate hiperrealista. Garland narra una misión de 2006 realizada por un grupo de fuerzas especiales de la Marina estadounidense en Irak, contada en tiempo más o menos real, y apegada a los recuerdos de los veteranos que la vivieron. De hecho, Warfare empieza advirtiéndonos que “esta película usa solamente sus recuerdos”, y para garantizarlo es codirigida por Ray Mendoza, uno de los hombres que estuvieron en el campo de batalla.

La sola idea de hacer una película con base en la memoria presenta complicaciones que abordó mejor el gran cineasta soviético Andréi Tarkovski en El espejo (Zerkalo, 1975): los recuerdos no son fiables. La memoria es subjetiva, desordenada y posiblemente ficticia, tal como lo muestra El espejo, que narra los recuerdos de un moribundo y por eso mismo termina siendo incomprensible. Garland, en cambio, confía en que el recuerdo de un evento traumático y compartido por varios hombres pueda construir una narrativa fiable. Dado que además hay registros del evento, la postura puede ser aceptable, pero la subjetividad desde la que está narrada Warfare supone otra clase de problema, esta vez político, que remite a la película anterior de Garland, Guerra civil (Civil War, 2024).

El director inglés no es un cineasta de ideas, sino de ocurrencias. Su carrera la empezó como novelista y luego guionista; de hecho, él adaptó su libro The Beach como la película del mismo nombre, dirigida por Danny Boyle, y protagonizada por Leonardo Di Caprio. A lo largo de la carrera de Garland se percibe cómo juega con ciertas convenciones, pero sin torcerlas de maneras radicales: los zombis de Exterminio (28 Days Later, 2002) son producto de la rabia, entendida como una ira indomable, pero al final siguen siendo zombis; en Ex Máquina (Ex Machina, 2014), el científico loco crea no un monstruo que se sale de control, sino un robot del que se enamora el protagonista visitante (para después salirse de control), y en Aniquilación (Annihiliation, 2018) un área contaminada por material extraterrestre evoca la “zona” de Andréi Tarkovski en Stalker (1979), pero todo termina como mito heroico de acción en el que el orden del universo se vuelve a estabilizar. Garland es un cineasta más bien efectista que pretende distinguirse de la mayoría pero sin zafarse por completo de ella: es el equivalente cinematográfico de los músicos que toman ciertas técnicas de la vanguardia y las adaptan al pop para ganar el estatus de innovadores, aunque se mantienen lo suficientemente convencionales con tal de asegurarse el éxito comercial.

Un énfasis en la agonía, más que en la humanización de la guerra (y más que en el combate propiamente dicho).

No tendría que ser inherente a un carácter popular la incapacidad de razonar sobre conceptos complejos (y no lo fue para muchos cineastas clásicos, de John Ford, narrador ambivalente de la historia estadounidense, a King Vidor, que tras retirarse de los grandes estudios de Hollywood hizo un cortometraje sobre metafísica en los años sesenta), pero el cine de Garland a menudo demuestra lo anecdóticas que son sus reflexiones. Volvemos a Civil War, que caricaturiza la circunstancia política actual en Estados Unidos y, peor aún, la embellece: aunque la película imagina una guerra entre distintos grupos a lo largo de la nación, se rehúsa a explicarlos, y encima ilustra la desgracia de un conflicto militar en el país más poderoso del mundo a partir de imágenes que evocan no el dolor y la pestilencia, sino ciertos comerciales luminosos de ropa y viajes. Warfare parece decidida a una estrategia contraria, pero aun así la presión del éxito comercial la hace incoherente.

La trama no tiene ningún contexto: la primera imagen que vemos proviene del videoclip de “Call on Me”, una canción techno del DJ sueco Eric Prydz. El elenco de Garland, un grupo de SEAL de la Marina, ve el video como ritual antes de salir al combate: ya vestidos y armados, gritan por las mujeres a cuadro, que bailan en diminutos atuendos de gimnasio. En su mayoría, los soldados son jóvenes, casi niños; su inmadurez se observa cuando salen a la operación y, antes de llegar a su objetivo, imitan los movimientos pélvicos del video. Garland se fija en sus rostros durante la primera escena para que los identifiquemos más adelante, pero ninguno tiene personalidad, más allá de la forma y los gestos que les prestan los actores. Al igual que para la Marina, no son personas, sino recursos, y eso que estos son los personajes mejor desarrollados en Warfare

La misión pretende dar apoyo a una operación de los marines. Los SEAL ocupan una casa donde montan un nido de francotiradores y, para ello, entran a la fuerza, destrozan un muro y secuestran a una familia iraquí. Garland sugiere cierta empatía por los civiles y por los traductores iraquíes del escuadrón, pero en general son figuras que quedan fuera del cuadro —como lo anuncia la propia película, los recuerdos que importan son los de los invasores—. Garland, sin embargo, muestra imágenes que ninguno de los soldados podría haber visto y exhibe así la delgadez de su compromiso con su intención original. Quizá le preocupe quedar bien con los espectadores de izquierda, que deberían ‘relajarse’ al ver cierta inquietud por los iraquíes en pantalla. Esto motiva también el énfasis en la agonía, más que en la humanización o —durante la mayor parte del metraje— en las balaceras.

 

Los SEAL pronto son rodeados y superados en número por el enemigo, que llama a una revuelta espontánea en su contra. Los insurgentes son objetos mortíferos afuera de la casa, pero Garland al menos dedica más de la mitad de la película no al heroísmo, sino al dolor y el miedo de los protagonistas: cuando un intento de evacuar a un par de heridos sale mal, varios miembros del escuadrón terminan destrozados y Garland observa sus reacciones de sufrimiento. Los gritos se convierten en una tortura y, a momentos, Garland hace lo posible por taparlos mediante efectos de sonido. Si mi pregunta original derivaba del supuesto realismo de la película; si no encontraba el sentido de ver imágenes de combate que aspiraban a sustituir el evento real (aunque es imposible, ya que las imágenes no ponen a nadie en riesgo, no matan), en estos momentos en los que Garland maquilla el horror me pregunto lo opuesto: ¿por qué no llegar hasta las últimas consecuencias para representar la guerra como angustia física y psicológica?

Las películas de guerra de John Ford también producían cierta ambivalencia entre la búsqueda del realismo, el patriotismo imprescindible de los años alrededor de la Segunda Guerra Mundial y la crítica a la cultura militar de su país, pero Ford supo sostener todos estos puntos de vista en, por ejemplo, Fuimos los sacrificados (They Were Expendable, 1945). Aquella película le obsequia al público ratos de emoción a partir de escenas de combate realistas en lanchas de la Marina, pero también describe la evacuación de las Filipinas como una inmoralidad que dejó atrás a los hombres de menor rango con tal de salvar a los mandos, como al general Douglas MacArthur. Seguramente su público original entendió las imágenes como cargadas de sacrificio, pero el resto de la filmografía de Ford sugiere que su tema es la explotación. Las imágenes de Garland hablan de cuerpos desmembrados, pero (para bien y para mal) evitan contarnos en nombre de qué fueron llevados los protagonistas al matadero; incluso se percibe la incompetencia cuando uno de los personajes se inyecta morfina en el dedo, en vez de administrársela a uno de los heridos, lo cual contradice la imagen del soldado profesional cuyo entrenamiento lo hace invencible. En contraste, por asustados que estén los protagonistas de La caída del halcón negro (Black Hawk Down, 2001), de Ridley Scott, siempre reaccionan con la cabeza fría: claramente es un ejemplo de cine reaccionario que busca sostener la mitología militar estadounidense; para muestra, Mark Bowden, en su libro original, describe cómo un soldado, en la confusión, mata a un bebé. Scott omite esta escena y otras que puedan contradecir su imaginario militarista.

Te recomendamos leer: "La luz que imaginamos", de Payal Kapadia: lo sensorial y lo mágico contra el dolor cotidiano de Alonso Díaz de la Vega.

Warfare encuentra argumentos para defenderse de la sospecha propagandística con sus escenas de terror bélico, pero la narrativa nos distrae de todo cuestionamiento cuando decide concentrarse en el segundo escuadrón de SEAL, que llega a rescatar a sus compañeros. Si bien uno de los salvadores se tropieza con los heridos y los atormenta con discursos de superación personal, el líder del segundo escuadrón salva a todos gracias a su determinación y liderazgo. ¿Qué nos quiere decir, entonces, Warfare, que, con todo lo apegada que quiere estar a los hechos, no deja de expresar una perspectiva? Sus críticas se anulan ante sus elogios; su realismo se diluye en un intento de no incomodar al público; su dispositivo se viene abajo en los créditos, que muestran un making of en el que vemos cómo todo lo antes mostrado fue una ilusión. El realismo de Warfare es una farsa, y su intención, un despropósito en un mundo en el que podemos ver metraje real de masacres al momento en que suceden. El cine bélico no tiene la necesidad de ser realista ante lo que el internet es capaz de mostrarnos; más bien, tiene la obligación de indagar sobre las razones por las que unos niños sin oportunidades (no cuerpos sin personalidad) son mandados al extranjero para matar a otros y regresar sin piernas, sin espíritu. Garland, un hombre de ocurrencias, no logra ni intenta comprenderlo, solo complacernos a partir de lo que debería ahuyentar nuestra mirada.

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La pregunta que me hice con más frecuencia durante la proyección de Warfare (2025), de Alex Garland, fue: “¿Por qué estoy viendo esto?”. La respuesta, claro, es que fui invitado a una función de prensa, pero la inquietud partía de un razonamiento más extenso, que se podría traducir así: “¿Por qué hacernos ver estas imágenes, en este momento de la historia?”. La pregunta es importante, ya que Warfare suele ser descrita por su campaña publicitaria —y en la propia pantalla— como una simulación de combate hiperrealista. Garland narra una misión de 2006 realizada por un grupo de fuerzas especiales de la Marina estadounidense en Irak, contada en tiempo más o menos real, y apegada a los recuerdos de los veteranos que la vivieron. De hecho, Warfare empieza advirtiéndonos que “esta película usa solamente sus recuerdos”, y para garantizarlo es codirigida por Ray Mendoza, uno de los hombres que estuvieron en el campo de batalla.

La sola idea de hacer una película con base en la memoria presenta complicaciones que abordó mejor el gran cineasta soviético Andréi Tarkovski en El espejo (Zerkalo, 1975): los recuerdos no son fiables. La memoria es subjetiva, desordenada y posiblemente ficticia, tal como lo muestra El espejo, que narra los recuerdos de un moribundo y por eso mismo termina siendo incomprensible. Garland, en cambio, confía en que el recuerdo de un evento traumático y compartido por varios hombres pueda construir una narrativa fiable. Dado que además hay registros del evento, la postura puede ser aceptable, pero la subjetividad desde la que está narrada Warfare supone otra clase de problema, esta vez político, que remite a la película anterior de Garland, Guerra civil (Civil War, 2024).

El director inglés no es un cineasta de ideas, sino de ocurrencias. Su carrera la empezó como novelista y luego guionista; de hecho, él adaptó su libro The Beach como la película del mismo nombre, dirigida por Danny Boyle, y protagonizada por Leonardo Di Caprio. A lo largo de la carrera de Garland se percibe cómo juega con ciertas convenciones, pero sin torcerlas de maneras radicales: los zombis de Exterminio (28 Days Later, 2002) son producto de la rabia, entendida como una ira indomable, pero al final siguen siendo zombis; en Ex Máquina (Ex Machina, 2014), el científico loco crea no un monstruo que se sale de control, sino un robot del que se enamora el protagonista visitante (para después salirse de control), y en Aniquilación (Annihiliation, 2018) un área contaminada por material extraterrestre evoca la “zona” de Andréi Tarkovski en Stalker (1979), pero todo termina como mito heroico de acción en el que el orden del universo se vuelve a estabilizar. Garland es un cineasta más bien efectista que pretende distinguirse de la mayoría pero sin zafarse por completo de ella: es el equivalente cinematográfico de los músicos que toman ciertas técnicas de la vanguardia y las adaptan al pop para ganar el estatus de innovadores, aunque se mantienen lo suficientemente convencionales con tal de asegurarse el éxito comercial.

Un énfasis en la agonía, más que en la humanización de la guerra (y más que en el combate propiamente dicho).

No tendría que ser inherente a un carácter popular la incapacidad de razonar sobre conceptos complejos (y no lo fue para muchos cineastas clásicos, de John Ford, narrador ambivalente de la historia estadounidense, a King Vidor, que tras retirarse de los grandes estudios de Hollywood hizo un cortometraje sobre metafísica en los años sesenta), pero el cine de Garland a menudo demuestra lo anecdóticas que son sus reflexiones. Volvemos a Civil War, que caricaturiza la circunstancia política actual en Estados Unidos y, peor aún, la embellece: aunque la película imagina una guerra entre distintos grupos a lo largo de la nación, se rehúsa a explicarlos, y encima ilustra la desgracia de un conflicto militar en el país más poderoso del mundo a partir de imágenes que evocan no el dolor y la pestilencia, sino ciertos comerciales luminosos de ropa y viajes. Warfare parece decidida a una estrategia contraria, pero aun así la presión del éxito comercial la hace incoherente.

La trama no tiene ningún contexto: la primera imagen que vemos proviene del videoclip de “Call on Me”, una canción techno del DJ sueco Eric Prydz. El elenco de Garland, un grupo de SEAL de la Marina, ve el video como ritual antes de salir al combate: ya vestidos y armados, gritan por las mujeres a cuadro, que bailan en diminutos atuendos de gimnasio. En su mayoría, los soldados son jóvenes, casi niños; su inmadurez se observa cuando salen a la operación y, antes de llegar a su objetivo, imitan los movimientos pélvicos del video. Garland se fija en sus rostros durante la primera escena para que los identifiquemos más adelante, pero ninguno tiene personalidad, más allá de la forma y los gestos que les prestan los actores. Al igual que para la Marina, no son personas, sino recursos, y eso que estos son los personajes mejor desarrollados en Warfare

La misión pretende dar apoyo a una operación de los marines. Los SEAL ocupan una casa donde montan un nido de francotiradores y, para ello, entran a la fuerza, destrozan un muro y secuestran a una familia iraquí. Garland sugiere cierta empatía por los civiles y por los traductores iraquíes del escuadrón, pero en general son figuras que quedan fuera del cuadro —como lo anuncia la propia película, los recuerdos que importan son los de los invasores—. Garland, sin embargo, muestra imágenes que ninguno de los soldados podría haber visto y exhibe así la delgadez de su compromiso con su intención original. Quizá le preocupe quedar bien con los espectadores de izquierda, que deberían ‘relajarse’ al ver cierta inquietud por los iraquíes en pantalla. Esto motiva también el énfasis en la agonía, más que en la humanización o —durante la mayor parte del metraje— en las balaceras.

 

Los SEAL pronto son rodeados y superados en número por el enemigo, que llama a una revuelta espontánea en su contra. Los insurgentes son objetos mortíferos afuera de la casa, pero Garland al menos dedica más de la mitad de la película no al heroísmo, sino al dolor y el miedo de los protagonistas: cuando un intento de evacuar a un par de heridos sale mal, varios miembros del escuadrón terminan destrozados y Garland observa sus reacciones de sufrimiento. Los gritos se convierten en una tortura y, a momentos, Garland hace lo posible por taparlos mediante efectos de sonido. Si mi pregunta original derivaba del supuesto realismo de la película; si no encontraba el sentido de ver imágenes de combate que aspiraban a sustituir el evento real (aunque es imposible, ya que las imágenes no ponen a nadie en riesgo, no matan), en estos momentos en los que Garland maquilla el horror me pregunto lo opuesto: ¿por qué no llegar hasta las últimas consecuencias para representar la guerra como angustia física y psicológica?

Las películas de guerra de John Ford también producían cierta ambivalencia entre la búsqueda del realismo, el patriotismo imprescindible de los años alrededor de la Segunda Guerra Mundial y la crítica a la cultura militar de su país, pero Ford supo sostener todos estos puntos de vista en, por ejemplo, Fuimos los sacrificados (They Were Expendable, 1945). Aquella película le obsequia al público ratos de emoción a partir de escenas de combate realistas en lanchas de la Marina, pero también describe la evacuación de las Filipinas como una inmoralidad que dejó atrás a los hombres de menor rango con tal de salvar a los mandos, como al general Douglas MacArthur. Seguramente su público original entendió las imágenes como cargadas de sacrificio, pero el resto de la filmografía de Ford sugiere que su tema es la explotación. Las imágenes de Garland hablan de cuerpos desmembrados, pero (para bien y para mal) evitan contarnos en nombre de qué fueron llevados los protagonistas al matadero; incluso se percibe la incompetencia cuando uno de los personajes se inyecta morfina en el dedo, en vez de administrársela a uno de los heridos, lo cual contradice la imagen del soldado profesional cuyo entrenamiento lo hace invencible. En contraste, por asustados que estén los protagonistas de La caída del halcón negro (Black Hawk Down, 2001), de Ridley Scott, siempre reaccionan con la cabeza fría: claramente es un ejemplo de cine reaccionario que busca sostener la mitología militar estadounidense; para muestra, Mark Bowden, en su libro original, describe cómo un soldado, en la confusión, mata a un bebé. Scott omite esta escena y otras que puedan contradecir su imaginario militarista.

Te recomendamos leer: "La luz que imaginamos", de Payal Kapadia: lo sensorial y lo mágico contra el dolor cotidiano de Alonso Díaz de la Vega.

Warfare encuentra argumentos para defenderse de la sospecha propagandística con sus escenas de terror bélico, pero la narrativa nos distrae de todo cuestionamiento cuando decide concentrarse en el segundo escuadrón de SEAL, que llega a rescatar a sus compañeros. Si bien uno de los salvadores se tropieza con los heridos y los atormenta con discursos de superación personal, el líder del segundo escuadrón salva a todos gracias a su determinación y liderazgo. ¿Qué nos quiere decir, entonces, Warfare, que, con todo lo apegada que quiere estar a los hechos, no deja de expresar una perspectiva? Sus críticas se anulan ante sus elogios; su realismo se diluye en un intento de no incomodar al público; su dispositivo se viene abajo en los créditos, que muestran un making of en el que vemos cómo todo lo antes mostrado fue una ilusión. El realismo de Warfare es una farsa, y su intención, un despropósito en un mundo en el que podemos ver metraje real de masacres al momento en que suceden. El cine bélico no tiene la necesidad de ser realista ante lo que el internet es capaz de mostrarnos; más bien, tiene la obligación de indagar sobre las razones por las que unos niños sin oportunidades (no cuerpos sin personalidad) son mandados al extranjero para matar a otros y regresar sin piernas, sin espíritu. Garland, un hombre de ocurrencias, no logra ni intenta comprenderlo, solo complacernos a partir de lo que debería ahuyentar nuestra mirada.

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Una película que, bajo la promesa del hiperrealismo, hace uso directo de los pretendidos recuerdos de los soldados de la Marina estadounidense que combatieron en Irak.

<i>Warfare</i>: cara (distraída) de guerra

<i>Warfare</i>: cara (distraída) de guerra

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Tiempo de Lectura: 00 min

Alex Garland, un director con más ocurrencias que ideas, da forma a un tipo de cine bélico: el del <i>realismo farsante</i>.

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Fotografía de
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La pregunta que me hice con más frecuencia durante la proyección de Warfare (2025), de Alex Garland, fue: “¿Por qué estoy viendo esto?”. La respuesta, claro, es que fui invitado a una función de prensa, pero la inquietud partía de un razonamiento más extenso, que se podría traducir así: “¿Por qué hacernos ver estas imágenes, en este momento de la historia?”. La pregunta es importante, ya que Warfare suele ser descrita por su campaña publicitaria —y en la propia pantalla— como una simulación de combate hiperrealista. Garland narra una misión de 2006 realizada por un grupo de fuerzas especiales de la Marina estadounidense en Irak, contada en tiempo más o menos real, y apegada a los recuerdos de los veteranos que la vivieron. De hecho, Warfare empieza advirtiéndonos que “esta película usa solamente sus recuerdos”, y para garantizarlo es codirigida por Ray Mendoza, uno de los hombres que estuvieron en el campo de batalla.

La sola idea de hacer una película con base en la memoria presenta complicaciones que abordó mejor el gran cineasta soviético Andréi Tarkovski en El espejo (Zerkalo, 1975): los recuerdos no son fiables. La memoria es subjetiva, desordenada y posiblemente ficticia, tal como lo muestra El espejo, que narra los recuerdos de un moribundo y por eso mismo termina siendo incomprensible. Garland, en cambio, confía en que el recuerdo de un evento traumático y compartido por varios hombres pueda construir una narrativa fiable. Dado que además hay registros del evento, la postura puede ser aceptable, pero la subjetividad desde la que está narrada Warfare supone otra clase de problema, esta vez político, que remite a la película anterior de Garland, Guerra civil (Civil War, 2024).

El director inglés no es un cineasta de ideas, sino de ocurrencias. Su carrera la empezó como novelista y luego guionista; de hecho, él adaptó su libro The Beach como la película del mismo nombre, dirigida por Danny Boyle, y protagonizada por Leonardo Di Caprio. A lo largo de la carrera de Garland se percibe cómo juega con ciertas convenciones, pero sin torcerlas de maneras radicales: los zombis de Exterminio (28 Days Later, 2002) son producto de la rabia, entendida como una ira indomable, pero al final siguen siendo zombis; en Ex Máquina (Ex Machina, 2014), el científico loco crea no un monstruo que se sale de control, sino un robot del que se enamora el protagonista visitante (para después salirse de control), y en Aniquilación (Annihiliation, 2018) un área contaminada por material extraterrestre evoca la “zona” de Andréi Tarkovski en Stalker (1979), pero todo termina como mito heroico de acción en el que el orden del universo se vuelve a estabilizar. Garland es un cineasta más bien efectista que pretende distinguirse de la mayoría pero sin zafarse por completo de ella: es el equivalente cinematográfico de los músicos que toman ciertas técnicas de la vanguardia y las adaptan al pop para ganar el estatus de innovadores, aunque se mantienen lo suficientemente convencionales con tal de asegurarse el éxito comercial.

Un énfasis en la agonía, más que en la humanización de la guerra (y más que en el combate propiamente dicho).

No tendría que ser inherente a un carácter popular la incapacidad de razonar sobre conceptos complejos (y no lo fue para muchos cineastas clásicos, de John Ford, narrador ambivalente de la historia estadounidense, a King Vidor, que tras retirarse de los grandes estudios de Hollywood hizo un cortometraje sobre metafísica en los años sesenta), pero el cine de Garland a menudo demuestra lo anecdóticas que son sus reflexiones. Volvemos a Civil War, que caricaturiza la circunstancia política actual en Estados Unidos y, peor aún, la embellece: aunque la película imagina una guerra entre distintos grupos a lo largo de la nación, se rehúsa a explicarlos, y encima ilustra la desgracia de un conflicto militar en el país más poderoso del mundo a partir de imágenes que evocan no el dolor y la pestilencia, sino ciertos comerciales luminosos de ropa y viajes. Warfare parece decidida a una estrategia contraria, pero aun así la presión del éxito comercial la hace incoherente.

La trama no tiene ningún contexto: la primera imagen que vemos proviene del videoclip de “Call on Me”, una canción techno del DJ sueco Eric Prydz. El elenco de Garland, un grupo de SEAL de la Marina, ve el video como ritual antes de salir al combate: ya vestidos y armados, gritan por las mujeres a cuadro, que bailan en diminutos atuendos de gimnasio. En su mayoría, los soldados son jóvenes, casi niños; su inmadurez se observa cuando salen a la operación y, antes de llegar a su objetivo, imitan los movimientos pélvicos del video. Garland se fija en sus rostros durante la primera escena para que los identifiquemos más adelante, pero ninguno tiene personalidad, más allá de la forma y los gestos que les prestan los actores. Al igual que para la Marina, no son personas, sino recursos, y eso que estos son los personajes mejor desarrollados en Warfare

La misión pretende dar apoyo a una operación de los marines. Los SEAL ocupan una casa donde montan un nido de francotiradores y, para ello, entran a la fuerza, destrozan un muro y secuestran a una familia iraquí. Garland sugiere cierta empatía por los civiles y por los traductores iraquíes del escuadrón, pero en general son figuras que quedan fuera del cuadro —como lo anuncia la propia película, los recuerdos que importan son los de los invasores—. Garland, sin embargo, muestra imágenes que ninguno de los soldados podría haber visto y exhibe así la delgadez de su compromiso con su intención original. Quizá le preocupe quedar bien con los espectadores de izquierda, que deberían ‘relajarse’ al ver cierta inquietud por los iraquíes en pantalla. Esto motiva también el énfasis en la agonía, más que en la humanización o —durante la mayor parte del metraje— en las balaceras.

 

Los SEAL pronto son rodeados y superados en número por el enemigo, que llama a una revuelta espontánea en su contra. Los insurgentes son objetos mortíferos afuera de la casa, pero Garland al menos dedica más de la mitad de la película no al heroísmo, sino al dolor y el miedo de los protagonistas: cuando un intento de evacuar a un par de heridos sale mal, varios miembros del escuadrón terminan destrozados y Garland observa sus reacciones de sufrimiento. Los gritos se convierten en una tortura y, a momentos, Garland hace lo posible por taparlos mediante efectos de sonido. Si mi pregunta original derivaba del supuesto realismo de la película; si no encontraba el sentido de ver imágenes de combate que aspiraban a sustituir el evento real (aunque es imposible, ya que las imágenes no ponen a nadie en riesgo, no matan), en estos momentos en los que Garland maquilla el horror me pregunto lo opuesto: ¿por qué no llegar hasta las últimas consecuencias para representar la guerra como angustia física y psicológica?

Las películas de guerra de John Ford también producían cierta ambivalencia entre la búsqueda del realismo, el patriotismo imprescindible de los años alrededor de la Segunda Guerra Mundial y la crítica a la cultura militar de su país, pero Ford supo sostener todos estos puntos de vista en, por ejemplo, Fuimos los sacrificados (They Were Expendable, 1945). Aquella película le obsequia al público ratos de emoción a partir de escenas de combate realistas en lanchas de la Marina, pero también describe la evacuación de las Filipinas como una inmoralidad que dejó atrás a los hombres de menor rango con tal de salvar a los mandos, como al general Douglas MacArthur. Seguramente su público original entendió las imágenes como cargadas de sacrificio, pero el resto de la filmografía de Ford sugiere que su tema es la explotación. Las imágenes de Garland hablan de cuerpos desmembrados, pero (para bien y para mal) evitan contarnos en nombre de qué fueron llevados los protagonistas al matadero; incluso se percibe la incompetencia cuando uno de los personajes se inyecta morfina en el dedo, en vez de administrársela a uno de los heridos, lo cual contradice la imagen del soldado profesional cuyo entrenamiento lo hace invencible. En contraste, por asustados que estén los protagonistas de La caída del halcón negro (Black Hawk Down, 2001), de Ridley Scott, siempre reaccionan con la cabeza fría: claramente es un ejemplo de cine reaccionario que busca sostener la mitología militar estadounidense; para muestra, Mark Bowden, en su libro original, describe cómo un soldado, en la confusión, mata a un bebé. Scott omite esta escena y otras que puedan contradecir su imaginario militarista.

Te recomendamos leer: "La luz que imaginamos", de Payal Kapadia: lo sensorial y lo mágico contra el dolor cotidiano de Alonso Díaz de la Vega.

Warfare encuentra argumentos para defenderse de la sospecha propagandística con sus escenas de terror bélico, pero la narrativa nos distrae de todo cuestionamiento cuando decide concentrarse en el segundo escuadrón de SEAL, que llega a rescatar a sus compañeros. Si bien uno de los salvadores se tropieza con los heridos y los atormenta con discursos de superación personal, el líder del segundo escuadrón salva a todos gracias a su determinación y liderazgo. ¿Qué nos quiere decir, entonces, Warfare, que, con todo lo apegada que quiere estar a los hechos, no deja de expresar una perspectiva? Sus críticas se anulan ante sus elogios; su realismo se diluye en un intento de no incomodar al público; su dispositivo se viene abajo en los créditos, que muestran un making of en el que vemos cómo todo lo antes mostrado fue una ilusión. El realismo de Warfare es una farsa, y su intención, un despropósito en un mundo en el que podemos ver metraje real de masacres al momento en que suceden. El cine bélico no tiene la necesidad de ser realista ante lo que el internet es capaz de mostrarnos; más bien, tiene la obligación de indagar sobre las razones por las que unos niños sin oportunidades (no cuerpos sin personalidad) son mandados al extranjero para matar a otros y regresar sin piernas, sin espíritu. Garland, un hombre de ocurrencias, no logra ni intenta comprenderlo, solo complacernos a partir de lo que debería ahuyentar nuestra mirada.

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