Desde que llegué a vivir a la Ciudad de México, hace poco más de una década, he esperado el temblor que marcaría mi vida. Crecí escuchando historias de tíos y primos sobre ese momento de 1985 en que la Tierra cimbró y desplomó, en unos cuantos segundos, vidas y edificios. Y una de mis primeras tareas como reportera en esta ciudad, fue contar los veinte años de ese sismo. Recuerdo a los topos de Tlatelolco, unos hombres nostálgicos vestidos en sus overoles naranja y en un oficio sin demanda, a una familia de damnificados que me hicieron sentir como en mi propia casa, cuando yo era una recién llegada sin pertenencia. Recuerdo a otra familia que aún vivía en campamento y al hijo haciendo su tarea bajo el alumbrado público. Recuerdo la fotografía de una niña sobre ruinas. Parecía jugar en un paisaje lunar.
Desde que llegué a vivir a Ciudad de México asumí que me tocaría mi temblor. Que todos quienes vivimos aquí debemos pagar una cuota con esa Tierra que tiembla, que se fractura, que se abre.
Y llegó. Llegó mientras atendía una junta de trabajo en una cafetería a pie de calle en la colonia Roma, con mi segunda hija, de ocho meses de edad. Ella jugaba con la azucarera cuando sentí un leve movimiento en el piso; pensé que un gran autobús había cruzado la calle y me asomé para comprobarlo. Entonces vi las capas de asfalto moverse como una aletargada ola.
Apenas sentí el temblor bajo mis pies, con un brazo cargué a Emilia y con otra mano arrastré la carriola. Corrí al centro de la calle esquivando autos cuyos choferes desconcertados no frenaban. Un hombre nos abrazó y me dijo: “Suelta la carriola, abraza a tu bebé”. Supongo que era estúpido estar aferrada al carrito en medio del terremoto, pero quizás era la memoria de mi cuerpo que me decía sujetar la mano de mi otra hija que estaba a tres kilómetros de distancia, en la guardería. A lo lejos escuché el estruendo de un edificio que colapsaba. Vi el polvo elevarse hacia el cielo. Miré a mi hija y le dije: “Estamos bien hija, estamos bien”. Emilia se sentía segura en mis brazos y jugaba aún con la azucarera que habíamos robado sin querer de la cafetería. Hasta que una explosión la sacó de su calma y se puso a llorar. La apreté y le repetí: “Estamos bien hija. Todo estará bien”. Entonces me sentí útil para ella.
Caminé dos horas para llegar por mi otra hija a la guardería, me llevó el doble de tiempo de una caminata normal. Fue un paseo apocalíptico. Conforme avanzaba al norte de la ciudad, veía más edificios derrumbados. Las calles olían a gas y varias explosiones sonaron a la redonda. ¿Así se siente una guerra? Caminé sorteando calles y al mismo tiempo queriendo llegar a las ruinas. Llegué a la esquina de Ámsterdam y Laredo, un edificio de ocho pisos más planta baja que colapsó con nueve personas dentro. Sólo dos hombres sobrevivieron, ambos fotógrafos. Un grupo de personas empujaba una patrulla policial que había sido aplastada por los balcones, otro acercaba un trascabo que, con su gran mano mecánica, me recordó lo insignificantes que eran mis manos. Intenté sumarme a la cadena de personas que pasaban uno a uno los bloques de cemento para rescatar sobrevivientes, quería ser parte de algo, como si perderme entre esos brazos y ese polvo me hiciera menos vulnerable. Pero Emilia, amarrada a mi pecho, me recordó otra vez que era madre, que mi otra niña esperaba por mí, y supe que tenía que irme de allí. Al pie de las ruinas, una joven mujer lloraba sin consuelo. Fue la primera vez que sentí la muerte. Me alejé y lloré con ella. Entendí que no tenía nada qué hacer. Que si a alguien debía salvar, que si algo podían sostener mis manos, era a mis propias hijas. Salvarlas del miedo, de la duda, de la misma tormenta que mi mamá me salvaba en las noches de mi infancia.
Seguí el camino sintiéndome sola. Egoísta. Inútil. Las calles se llenaban de gente anónima cargando escombros, atendiendo heridos, llevando agua, mientras yo sólo tenía la urgencia de llegar a casa. Caminé con miedo a la réplica, miedo al árbol, al poste, al cable de luz. Atrás quedaron más cadenas humanas quitando, mano a mano, los escombros; levantando el puño para pedir silencio, en una poderosa metáfora de lo que esta ciudad ha (había) perdido, su disposición a escuchar al otro.
Atrás los edificios derrumbados, clóset, comedor, colchón, cortina, vajilla, fotos enmarcadas, oso de peluche, zapatos, invitaciones, balón, televisor, tocador, escritorio, ropa, comida, libros, plantas, más fotografías, actas que demuestran que nacimos, que hicimos, que compramos, que amamos, que morimos. Ahí expuesta nuestra intimidad, nuestra fragilidad. El polvo que fuimos elevándose al cielo. Dicen que un análisis al polvo de las Torres Gemelas arrojó que 45.1 por ciento estaba hecho de lana de roca y fibra de vidrio, 31.8 por ciento de mezcla de plástico y hormigón, 7.891 por ciento de madera carbonizada, 2.1 por ciento de fibras de papel, dos por ciento de fibras sintéticas, 1.4 por ciento de fragmentos de vidrio, 1.4 por ciento de fibras naturales, 1.3 por ciento de restos humanos y una cantidad inferior a uno por ciento de medicamentos (ingeridos por los cuerpos), pintura, espuma y amianto. ¿De qué están hechos nuestros recuerdos, nuestro lugar, eso que llamamos casa?
Después de dos horas de andar a pie con los nueve kilos de Emilia a cuestas llegué a la guardería por mi hija mayor. Pero ella ya estaba con su papá. Él había cruzado la ciudad en bicicleta. Los encontré afuera de la casa intentando llamarme desde un teléfono público. Nos abrazamos y soltamos en llanto. Sabernos vivos, sabernos bien.
* * *
Temer.
La noche del sismo, escribí unas líneas para recordar en el futuro: “Las niñas duermen. Como la calma, como saber que hice bien mí trabajo. Aunque yo tengo miedo. Aunque están los que aún esperan. Los que aún no vuelven a casa”.
Amanecí el 20 de septiembre en vigilia, escuchando el bramido de la ciudad, como animal herido. Nos habíamos metido a la misma cama, en esa necesidad de sabernos juntos. Juntos, siempre lo he pensado, duele menos la muerte. En la habitación quedaron Ricardo y las niñas. Yo no pude dormir y me fui a la sala. Tenía miedo de las réplicas pero no era eso lo que me quitaba el sueño: era imaginar a los sobrevivientes la primera noche bajo las ruinas de los edificios. La oscuridad, el frío, la sed. La desesperación de escuchar voces como espejismos en el desierto de los escombros. El destino que se acerca al callarse las otras voces bajo las ruinas.
Un par de días después del terremoto las niñas me acompañaron a hacer entrevistas. Fuimos a la oficina de unos arquitectos a preguntar sobre corrupción inmobiliaria. La secretaria cerró la puerta y Naira se paró de inmediato: “Mamá, la puerta está cerrada, no vamos a poder salir de aquí”. Desesperada se puso de puntillas para alcanzar la manija. Tiene miedo de jirafas e hipopótamos con dientes filosos que llegarán a morderla mientras duerme. Tiene miedo de la noche y de las tormentas. De salir de casa. De que su padre no vuelva del trabajo. Ahora tiene miedo de esa puerta cerrada. Yo tengo miedo de no poder salvarla.
Un mes después del sismo, cuando las niñas ya duermen, me descubro mirando videos del 19 de septiembre. Una noche vi una y otra vez un recuento macabro: los diez peores terremotos del mundo. Me imaginé en las situaciones de las personas que vi en Ecuador, Nepal, Chile, Japón. Calculé mis respuestas para intentar salvarme. Hay momentos de ociosidad en los que imagino qué haría si quedara bajo los escombros con mis hijas. Otros, más productivos, ensayo bajar los sesenta y nueve escalones que hay desde mi departamento en el tercer piso, hasta la calle, mi récord son treinta y dos segundos con ambas niñas a cuestas. Veintidós kilos de amor y deber y la medida de la desesperación: habré respirado doscientas ochenta y ocho veces y mi corazón no habrá palpitado sino explotado en cuarenta y ocho momentos.
El otro día descubrí que el movimiento sísmico puede ser tan fuerte que es imposible bajar de pie. Trastabillas, te golpeas, ruedas, tardas en volver a pararte y mantener la vertical. Entonces mis entrenamientos perdieron sentido. O no son otra cosa más que una medida de la desesperación. Porque, ¿qué haces si no querer correr para salvarte cuando todo puede colapsar sobre ti?
Preparé la maleta de emergencia y cada día que pasa y mi cuerpo se va desprendiendo del miedo y de lo imprescindible, mi vida se va banalizando: a los documentos importantes, mis diarios y fotografías, le sumé mis discos duros del trabajo, algunos libros autografiados. Todavía no agrego un juguete de Naira. No sé cómo preguntarle por el que querría salvar si nos quedáramos sin casa.
Quisiera acostumbrarme de nuevo al leve temblor del edificio provocado por el paso de los autobuses. Quisiera acostumbrarme otra vez al sonido de las alarmas de autos. Quisiera poder dormir sin angustia, sin la preocupación de ponerme calcetines o pantalón para salir corriendo. Quiero volver a mis miedos de antes. A un asalto o a que me atropelle un microbús. Quisiera que mi centro dejara de temblar.
* * *
Cuidar.
Apuntes en mi cuenta de Twitter a cinco días del sismo, cuando camino con mis hijas frente a los edificios en ruinas: “Se trata de que vean los daños. Se trata de que crezcan sabiendo que pertenecen. Que alguien verá por ellas aunque no las conozca. Que alguien responderá a sus miedos, a su dolor. Y que ese pequeño gesto, ese mirarse, ese saber, las hace parte de un contrato mutuo de cuidados”.
Hay un video de una mujer con un megáfono en mano gritando hacia las ruinas de un edificio. En realidad son dos videos. Uno está tomado de noche y otro de día.
En el primero de ellos, la mujer con un casco amarillo, rodeada de rescatistas, clama: “Hijos, los estoy buscando. Por favor, ¿dónde están, hijos?, Julián, Jimena, hay mucha gente que los está buscando, los amo, los extraño, ya quiero verlos, ¿dónde están?, hagan ruido, griten. Julián, Jimena”. La madre gritaba a sus hijos de once y seis años que quedaron bajo los escombros cuando se desmoronó el edificio de Tlalpan y Taxqueña. Los cuerpos de ambos fueron rescatados en la madrugada del 20 de septiembre. Estaban abrazados.
En el segundo video, otra mujer grita: “Aguanta por favor, estamos haciendo todo lo posible por sacarte. Tu hija está bien. No nos vamos a mover de aquí hasta que te tengamos con nosotros. Tu mujer está bien. Tus papás están bien y tus hermanos. Sabes que te amo, hijo. No me voy a mover de aquí hasta que salgas. Ten fe. Que dios te cuide”. Karina Gaona gritaba a su hermano Erick bajo los escombros del edificio ubicado en Medellín y San Luis Potosí. Erick murió, Karina lo intuía, pero aun así, en el momento en que gritaba lo hacía para no dejarlo solo ni abandonado.
Puedo ver los videos una y otra vez y una y otra vez suceden en el momento. Ambas mujeres están al pie del edificio en ruinas con un megáfono en mano asistiendo no a la muerte, sino a la vida de su otro, para decirles: aguanta, aquí estoy, aquí estamos por ti. Ellas con el megáfono, mientras los demás mueven edificios enteros para salvarlos. Ahora sabemos que ese llamado era acariciar su mano mientras su muerte. Esa fue su manera de cuidarlos. De amarlos hasta el final. Veo el video y sucede de nuevo. Ellas ahí, mientras su muerte los muere.
Hoy afuera la ciudad recupera su latido. Adentro mis hijas duermen. Aún siento el temblor bajo mis pies y quizá lo perciba por un tiempo más. Aún veo las capas de asfalto moverse como pesadas olas. Sé que soy insuficiente para mis hijas, pero sé también que alguien moverá edificios enteros.