Golpe a Fernando Lugo

Golpe a Fernando Lugo

Un camión viejo se abría paso por las intrincadas calles de Lambaré, una ciudad dormitorio a unos diez kilómetros del centro de Asunción, la capital de Paraguay. Iba cargado con algunos electrodomésticos, computadoras, un aparato de gimnasia y musculación, maletas con ropa, un perchero y algunos cubiertos: todo lo que Fernando Lugo se había llevado […]

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Al día siguiente de la destitución de Lugo, la gente tenía los mismos problemas.

Al día siguiente de la destitución de Lugo, la gente tenía los mismos problemas.

Un camión viejo se abría paso por las intrincadas calles de Lambaré, una ciudad dormitorio a unos diez kilómetros del centro de Asunción, la capital de Paraguay. Iba cargado con algunos electrodomésticos, computadoras, un aparato de gimnasia y musculación, maletas con ropa, un perchero y algunos cubiertos: todo lo que Fernando Lugo se había llevado de la residencia presidencial de Mburuvicha Róga (en guaraní, la Casa del Jefe), de donde emprendió la retirada horas después de haber sido destituido en un histórico juicio político que duró apenas dos días.

Poco antes de la medianoche del viernes 22 de junio de 2012, el camión, guiado por un chofer y dos ayudantes, era recibido por algunos curiosos que daban la bienvenida al barrio Santo Domingo al ex presidente Fernando Armindo Lugo Méndez, soltero de sesenta y un años. Después, en ausencia de la parafernalia político-diplomática de la noche anterior y con los bártulos en su lugar, Lugo recorrió la sala del caserón de paredes revestidas de piedra. Un colaborador cercano lo vio quitarse los zapatos de presidente y calzarse las sandalias de obispo, encender un habano y perderse en preguntas que hizo en voz alta: ¿valió la pena ser presidente?, ¿hice mal en no reconocer a todos mis hijos?, ¿fueron las muertes en Curuguaty las que me llevaron al fracaso?, ¿debí retirarme cuando me diagnosticaron cáncer? Pero las preguntas en torno al periodo inconcluso de su gobierno, que se inició el 20 de abril de 2008, no tenían respuesta.

Benjamín Fernández Bogado, ensayista y analista político, dice que «Paraguay es una sociedad salvajamente conservadora que tolera demasiado todo, menos la muerte. El asesinato de once campesinos y seis policías en Curuguaty terminó con un mandatario fruto de las circunstancias y del azar que nunca estuvo a la altura de jefe del Ejecutivo de un país».

La noche del 20 de abril de 2008, las casi veinte mil almas que tomaron el centro de Asunción y llegaron frente al Panteón Nacional de los Héroes, cantaban: «Patria querida, somos tu esperanza, somos la flor del bello porvenir», el estribillo de «Patria Querida», una canción popular, musicalizada con la melodía de «La Madelaine» Se veían banderas con los colores del Partido Colorado, el Partido Liberal Radical Auténtico, el Encuentro Nacional, la Alianza Patriótica para el Cambio, el Partido Demócrata Cristiano, un arcoíris político trazado con los pinceles del cambio en un país de seis millones de habitantes que hablan dos idiomas oficiales —guaraní y español—, que sufrió durante treinta y cinco años la dictadura de Alfredo Stroessner y que tuvo una lenta transición democrática desde 1989. Un país cuyos principales problemas son la distribución de tierra y la pobreza. A saber, 9.7 millones de hectáreas productivas del campo están en manos de 351 propietarios, según la Dirección General de Estadísticas, Encuestas y Censos (DGEEC), 53% de la población es pobre y 19% vive en la extrema pobreza (según la Cepal). De modo que esa noche de abril, la gente salió a la calle para celebrar la victoria del obispo de los pobres, Fernando Lugo, que luego de treinta y cinco años como sacerdote había dejado de lado la sotana para continuar su lucha como político.

Lugo había decidido ser pastor de la Iglesia contra la voluntad de su padre, Guillermo Lugo, quien quería que fuera abogado, y esa noche de abril se había impuesto sobre sesenta y un años de hegemonía del Partido Colorado, dejando fuera de juego a la primera mujer candidata a la presidencia, la ex ministra de Educación, Blanca Ovelar, de cincuenta y un años, a quien le ganó por un margen de 10%. «La diferencia es avasalladora e inalcanzable», dijo Ovelar al reconocer su fracaso.

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