Una hora después de confirmado el deceso, el presidente Felipe Calderón aterrizó en Guadalajara para inaugurar el estadio Omnilife, la nueva sede de las Chivas, el equipo más popular de México. El orgullo estaba a flor de piel: el «mejor estadio del mundo» para el «mejor equipo del mundo». La noche del 29 de julio de 2010, Guadalajara era una estampa viva de su eterna contradicción: la ciudad pujante, echada para adelante, la que presumía ser, en ese momento, una de las más seguras de México y Latinoamérica tenía miedo y orgullo.
En las redacciones de los periódicos, ambas notas competían por la cabeza. La muerte de uno de los narcotraficantes más buscados del país frente a la inversión privada más importante de la historia de la ciudad. La caída de «San Ignacio protector», el que nos había vendido la idea de que Guadalajara era segura porque él era el factor de estabilidad de la violencia, frente a la consagración del «Templo Mayor» del Rebaño Sagrado. La nota que irrumpe, que traspasa como una bala de alto poder amenazando la tranquilidad de la ciudad frente a la nota esperada, la que no sorprende pero sí enciende el orgullo local.
Fueron años de cambios acelerados en las mafias de la droga en Guadalajara. El asesinato del cardenal Posadas llevó a Joaquín el Chapo Guzmán Loera a la cárcel y convirtió a los Arellano Félix en el cártel más perseguido. La muerte de Amado Carrillo durante una operación de cirugía plástica y el rápido ascenso y caída del general Gutiérrez Rebollo, quien fue nombrado zar antidrogas y luego aprehendido por sus ligas con el cártel de Juárez, cambió radicalmente la situación de la Perla Tapatía; vinieron los mejores años para la seguridad en la ciudad y también para Ignacio Coronel, que se convirtió en el King of Ice (el rey del cristal).
Tras la fuga del Chapo Guzmán de la prisión de Puente Grande en 2001, Coronel participó en la reunión de capos en la que se creó la llamada Federación, el primer intento de unificación de un gran cártel. Nacho Coronel se quedó con el negocio de matanfetaminas y el control del puerto de Manzanillo y los estados de Colima, Jalisco y Nayarit. Tres años después, la Federación se rompió en una cruenta guerra interna que ganaron el Chapo y sus aliados, entre ellos el Mayo Zambada, el Azul Esparragoza y Nacho Coronel.
Con la plaza bajo control y el negocio al alza, el poder de Coronel floreció. Era el operador de confianza de Guzmán y tuvo infiltradas las instituciones policiacas y de justicia en Jalisco. Mientras que en decenas de ciudades de México la seguridad se salía de control y el crecimiento de los Zetas destrozaba la tranquilidad de plazas como Monterrey, Aguascalientes, Torreón y Cuernavaca, Guadalajara vivió su mejor momento. El mito de que los Zetas no entraban a Jalisco y Colima porque Nacho Coronel mandaba en esta plaza creció a gran velocidad y pasó de ser un rumor entre la fuente policiaca a una «gran verdad» creída y difundida por las clases medias y altas de la ciudad: Nacho nos protege a todos; él tiene un mejor sistema de espionaje que la policía, y les pasa el pitazo cuando vienen los Zetas; cuando pasa Nacho Coronel, los policías lo escoltan; dicen que vive en Colima y se le vio en una boda con el gobernador; no es cierto, deciden otros, vive en Guadalajara a todo lujo; el Chapo se vino a vivir a Puerto Vallarta porque aquí lo protege Nacho… Su poder crecía al mismo ritmo que los mitos y los rumores.
La fiesta se acabó en abril de 2010, cuando en el hotel Green Bay, de Riviera Nayarit, un comando vinculado a los Zetas capturó y mató a Alejandro, uno de los tres hijos de Coronel, de sólo dieciséis años. Nacho perdió el control. La venganza marcó los últimos meses de su vida. Ejecutó a todos los que habían participado en el secuestro y muerte de su hijo y fue hasta Hermosillo para secuestrar a la esposa de Héctor Beltrán Leyva, el H, pero tres semanas después decidió regresarla viva con mensajes que aludían al respeto que se debía tener por las familias.
La suerte del capo cambió. Las murmuraciones ahora señalaban que venían por él. Cuando se veían militares o marinos en la ciudad, de inmediato corría el rumor de que había detenido a Nacho Coronel. El capo sabía que su hora había llegado. Los últimos quince días no salió de la casa de Paseo de los Parques, en Colinas de San Javier, donde estaba resguardado. Hasta ahí llegaron los militares la tarde del 29 de julio de 2010. Cerraron las calles, tomaron las casas vecinas y fueron por él. Hubo balacera y detonaciones de granadas.
Una bala en el tórax y otra en el abdomen acabaron con el capo, pero no con los mitos. La falta de una foto del cuerpo abatido en la casa donde fue capturado generó de inmediato el rumor de que en realidad no estaba muerto. El miedo se apoderó de los tapatíos, los rumores de venganzas por la muerte de Coronel y de que los Zetas tomarían la ciudad corrieron de inmediato. En silencio, Guadalajara lloraba la muerte de «su protector».
Estampa I
La casa de Paseo de los Parques
Cuando quisieron entregar la casa de Paseo de los Parques a un centro de investigación estaba semidestruida: los lavabos y escusados arrancados, algunos vidrios rotos, los pisos levantados. Había aún huellas de los antiguos moradores: cuadernos abiertos con la tarea a medio hacer, libros de escuela, juguetes, cobijas y almohadas; un tejido aún ensartado en las agujas con el estambre ya pardo por el polvo, todo tal como quedó el día de la huida, como si la vida cotidiana se hubiera congelado en el momento del pitazo. «¡Sálganse que vienen por ustedes!». Había también huellas de los nuevos moradores, los judiciales que cuidaban la casa incautada: botellas de brandy vacías, cajas de pizza en el suelo, refrescos a medias en los rincones, revistas malas, pésimas y pornográficas.
Esta y otras propiedades incautadas al Azul Esparragoza tras su detención en los años noventa se ofrecieron a centros universitarios y de beneficencia social. Era una forma de regresar a la sociedad el producto de la guerra al narco.
El centro de investigación al que le ofrecieron la finca declinó la oferta. Meses después, una casa hogar para niñas desamparadas la aceptó y en ella atendió y dio hogar por varios años a cuarenta niñas.
Un buen día comenzaron las presiones del gobierno para que desalojaran la casa. Primero argumentaron quejas de los vecinos, que insistían que en la colonia no estaba permitido que hubiera un hospicio y que era muy molesto vivir al lado de tantas niñas pobres. Después sostuvieron que las niñas deberían ir a un mejor lugar y que la fundación no tenía los recursos suficientes para mantenerlas. Finalmente «les encontraron» un nuevo hogar a las niñas en Tepatitlán, bajo la custodia de una monja, y obligaron a la fundación a dejar la casa.
A los pocos meses del desalojo, el Azul recuperó sus casas y terrenos que el gobierno, con gran diligencia y eficiencia, hizo el favor de limpiar de inquilinos para que no hubiera problemas con la posesión.
Ahí, en la finca que ya había sido cateada e incautada por la Procuraduría General de la República (PGR), cedida a una institución de beneficencia y devuelta a un narcotraficante, gracias a los buenos oficios de jueces y funcionarios, en esa misma casa fue cazado Nacho Coronel.
Nacho Coronel no se fue solo. Detrás de la muerte del protector llegaron las ejecuciones, algunas de ellas a grandes personajes, otras, la mayoría, a sicarios y traficantes menores.
Uno de los peces gordos ejecutados fue Gilberto, el Gil, Murillo, un ex policía de la Dirección Federal de Seguridad que manejaba los asuntos vinculados al Poder Judicial para el cártel del Chapo. Instalado como secretario de juzgado de segunda instancia movía a su antojo expedientes judiciales. Avecindado en Puerto Vallarta, Murillo era un tipo afable que no dudaba en avisarle a las personas que iba a afectar judicialmente con sus maniobras o en ofrecer matar a quien le había bajado la novia a un compañero de cantina. Lo mataron a plena luz del día mientras circulaba por la avenida 8 de Julio, unos metros antes de llegar al Periférico. Un auto Sentra lo alcanzó y desde ahí le dispararon ocho tiros. Nadie más salió lesionado.
Vino después el asesinato de Javier García Morales. Aunque su gente cercana asegura que «no tenía enemigos» y nada tenía que ver el cártel de Sinaloa, el hijo del ex secretario de la Reforma Agraria en el sexenio de José López Portillo, Javier García Paniagua, y nieto del secretario de la Defensa con Gustavo Díaz Ordaz, el general Marcelino García Barragán, había aparecido como uno de los narcotraficantes más buscados en la llamada «macroaveriguación» de la PGR sobre narcotráfico a fines de los noventa. Nunca fue capturado. Por el contrario, años después apareció como secretario general adjunto del Comité Ejecutivo Nacional (CEN) del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
A García Morales lo ejecutaron en un café de la colonia Providencia a las once de la mañana. Alguien lo había citado ahí para un asunto de negocios. «Lo pusieron», dicen sus amigos. En la iglesia de la Madre de Dios, en contraesquina del café, lo estaban esperando un sicario y un motociclista. Cuando García Morales llegó, solo, entregó las llaves al valet parking y se dirigió a la entrada del café. El sicario cruzó la avenida Providencia en diagonal con la pistola en la mano apuntando al suelo. Llamó a García Morales por su nombre y, cuando éste volteó, levantó un poco la pistola y le tiró el primer balazo en una pierna. Inmovilizado y en el suelo, Javiercito, como se le conocía en el ambiente político, recibió otros cuatro tiros en el pecho y cabeza. La moto se emparejó a la altura del sicario y, tras el último disparo, arrancó en sentido contrario por Providencia. Mientras todos los testigos volteaban a ver la moto, el sicario se retiró caminando por la calle Bogotá, donde otro cómplice ya lo esperaba.
Las ejecuciones siguieron. No había un patrón definido, tampoco una reivindicación. Era un simple cambio de mando, de cuadros, de aliados, pero salvo algunos sobresaltos, la vida seguía en la ciudad.
Estampa II
¿Dónde estás, pinche enano?
Cuando salió del circo con el enano en brazos soltó la carcajada. De todas las travesuras, abusos de autoridad, desplantes que había hecho en su vida éste era sin duda el peor. Siempre había querido tener un enano, era el delirio de alcohol con sus amigos. Desde que cumplió deciséis años, en medio de aquella borrachera se prometió a sí mismo que tendría un enano. «¿A poco no sería de poca madre tener un enano que nos traiga los tragos?».
Lo pagó de contado y en dólares. Todavía tuvo el arrojo de regatear: «¿Cuánto si me llevo al enano y la cebra?». Pero el dueño del circo ya se sentía lo suficientemente mal con haber vendido al enano payaso como para encima vender la cebra. Era un circo pobre, pero no un pobre circo. El caso es que le habían llegado al precio, le ofrecieron una cifra que el circo no había visto junta en su vida, y lo vendió.
Ahora sí, cabrones, ya tenemos quien nos haga los tragos, nos limpie las botas y nos pase el encendedor cuando se nos caiga debajo de la mesa. La banda celebró la ocurrencia del jefe. Si algo habían aprendido desde que estaban en la prepa es que con el jefe no les faltaría nada, siempre estarían protegidos de los enemigos, de la policía, de la justicia y hasta de sus propias pendejadas. A cambio sólo había que festejar cuanto chiste u ocurrencia tuviera. El jefe era jefe porque era hijo del mero jefe.
El Tigrito creció con la absoluta certeza de la impunidad. Su abuelo había sido gobernador del estado. Su padre, médico, creció en las filas del partidazo, un verdadero cachorro de la revolución, en los tiempos en que a los cachorros los seleccionaban conforme a sus cualidades: había los obedientes, los bravos, los entreñables. La revolución los necesitaba a todos en el partido, pero a cada uno en su lugar. El padre era de los bravos, de los que sabían morder aunque aparentara ser de clase. El Tigrito, por el contrario, era un cachorro echado a perder.
Los primeros jales fueron al amparo de su padre, o más bien, de la gente de su padre. Desde las oficinas de la Dirección Federal de Seguridad, el muchacho realizó sus primeros secuestros exprés, levantones de fin de semana a amigos ricos con los que se codeaba en el hípico o en el Raquet Club. Era un negocio de cuates, decía él. «No les hacemos nada, sólo es para que colaboren con la causa, con que salga pa’l pedo y la coca ya la hicimos», y por supuesto todos se lo festejaban, incluido el enano, ahora rebautizado como Memito, que a esas alturas ya traía una pistola 45 que caía un poco abajo de la rodilla.
Pasar del secuestro al tráfico fue sólo cuestión de oportunidades. Su padre tenía el encargo del régimen de cuidar que el negocio de las drogas no se «saliera de madre», como acostumbraban decir en el rancho. A chingadazos, pero el Tigre los metió en cintura, puso cuotas de todo: de volumen, de mochada y niveles de involucramiento. Si alguien se salía del orden, pasaba a mejor vida.
Así aprendió Memito que en el crimen organizado lo primero es el orden. Nadie trae una pistola más grande que la del jefe, nadie trae una vieja mejor que la del jefe, y el respeto se gana obedeciendo. Ese martes Memito no estaba. La artritis le estaba deformando los huesos, y los dolores, aunque nunca se quejara enfrente de su jefe, eran ya insoportables. Memito salió del rancho —en las faldas del volcán de Tequila— el lunes para tomar el avión a México, donde lo atendería un especialista en el hospital militar. El Tigrito salió solo. Nunca volvió. Cuando escuchó el primer balazo, volteó buscando a su pequeña escolta. ¿Dónde estás, pinche enano?
El narco es una expresión que lo envuelve todo. En Guadalajara es el crimen organizado, el inversionista más importante, la explicación de cualquier fortuna y la de cualquier infortunio. Todo lo que pasa, lo bueno y lo malo, se explica con el fenómeno del narco, una noción tan falsa como extendida. El narco se convirtió en el Leitmotiv de la narrativa de Guadalajara. El índice criminal subió, bajó y volvió a subir a causa del narco. Los tapatíos no pensaron que el índice de muertes por cada cien mil habitantes había caído de diecinueve a cuatro por los buenos oficios del gobierno, sino porque el narco había dejado de pelear la plaza. Una parte de esa visión es absolutamente correcta y real: desde que el general Gutiérrez Rebollo cayó en desgracia, las ejecuciones bajaron en la zona metropolitana de Guadalajara. No había quién le peleara la plaza a la sociedad Guzmán-Coronel, y Guadalajara se quedó sólo con los muertos de cada día, los que no estaban vinculados al tráfico de drogas, pero no menos importante para la reducción de la violencia fue la reconstrucción de la procuraduría, la creación de un grupo antisecuestros de alto nivel, la limpia de policías municipales, etcétera. Pero para efectos populares, la época de la «pax narca» comenzó cuando hubo un solo líder, el Chapo, y dos grandes operadores, Nacho Coronel y el Lobo Valencia.
Ordenados, socialmente rechazados, pero en el fondo aceptados, los narcos estaban en todos lados y en todos lados estaba el narco, pero Guadalajara estaba en paz. De vez en vez ocurría algún evento sangriento relacionado con el narcotráfico, pero el nivel de tolerancia era cada día mayor; frente a la violencia desplegada en Monterrey o Torreón, Guadalajara era el paraíso. Estaban ahí, todo el mundo lo sabía, pero no eran como esos Zetas descuartizadores o como aquellos bárbaros que mataron al cardenal o pusieron una bomba en una fiesta de quince años. Comenzó incluso a hablarse de los narcos bien, esos que hasta gusto da que te inviten a una fiesta.
La subcultura del narco salió del clóset. La sociedad los rechazaba, pero para ellos dejó de ser vergonzoso, llegó incluso a convertirse en un estilo de vida. Música de banda, prendas de marca, de preferecia Polo o Versace, accesorios Louis Vuitton, botas buenas, cuerpos exageradamente musculosos por el gimnasio o las prótesis tomaron las calles, los antros y las redes sociales. Entre ellos se hacen llamar chacas, jefes entre los indígenas de Sinaloa; y a la mujeres las llaman coñitas. En los antros de moda, los jueves son de chacas. Quien no quiere verlos simplemente no va ese día. El desfile de autos de lujo y guaruras por Avenida Patria se hizo impresionante. Nadie los molesta y ellos no molestan, más allá de exigir, por la vía de los hechos, derecho de paso y alguna muestra de humildad ante el chaca: no les pites, no les reclames, no los veas.
Las fiestas de los chacas comenzaron a circular en las redes sociales. Se presumían como las mejores del fin de semana. Ahí estaban algunos de los apellidos de alcurnia tapatía junto con los apellidos de los narcotraficantes ricos (los hijos de los grandes narcos, de sus operadores financieros, de sus abogados) y, por supuesto, hijos y sobrinos de los políticos en turno. Son los narcos bien, los que están en los colegios de paga más caros, los más estrictos, los de los grupos católicos más conservadores. Estudiaban juntos, jugaban futbol juntos, sabían que juntos son más poderosos y que algún día harán negocios inmobiliarios juntos y quizás en la próxima generación hasta se mezclen, aunque por lo pronto eso está prohibido.
Las torres de departamentos aparecieron en la ciudad como hongos en temporada lluvias. Las torres cambiaron el horizonte del poniente de Guadalajara. Todo se vendió; menos de 30% estaba habitado. La economía iba bien, pero sobre todo el dinero circulaba. Aparecieron más y mejores restaurantes, nuevos hospitales, tiendas de lujo. Guadalajara ya no fue más un rancho grande. La ciudad creció, maduró, se empoderó frente al centro. Era una dinámica que iba mucho más allá del narco, que tenía que ver con un ciclo económico positivo, con el desarrollo de una nueva agroindustria, del cluster de la electrónica, de un gran crecimiento de la industria farmacéutica. Pero para los tapatíos lo que era claro y tangible era que la bonanza tenía que ver sobre todo con la paz entre los grupos criminales.
La caída del Lobo Valencia es el primer síntoma de que la guerra estaba a punto de estallar, pero nadie tenía los elementos para leer lo que se venía. El 28 de octubre de 2009, en una cateo a una casona en Tlajomulco de Zúñiga, en los valles del sur de la zona metropolitana de Guadalajara, encontraron y detuvieron a Óscar Orlando Nava Valencia, el Lobo, quien en 2003 heredó el liderazgo del cártel del Milenio tras la detención del fundador, su tío Luis Valencia. Como nuevo líder, el Lobo pactó con la nueva Federación que estaba creando Joaquín Guzmán y le dio un nuevo giro a su organización: pasó de la siembra y distribución de mariguana a la importación y distribución de cocaína a través del puerto de Manzanillo controlado por Guzmán y operado por Coronel.
Como toda detención de un capo de cierta importancia, el gobierno lo festejó. El Lobo apareció como un hombre de gustos excéntricos, que gustaba de convertir sus armas en joyas: pistolas bañadas en oro o con su apodo grabado con diamantes en la cacha. Mientras el gobierno cacareaba su triunfo y presumía su logro, al interior de la organización del Lobo la paz estaba por estallar.
Muerto el líder, una parte del grupo planteó como estrategia fusionarse con el grupo de Coronel, a otros, los que venían con la organización de tiempo atrás, eso les pareció impensable. Se negaron a desaparecer como cártel y formaron La Resistencia, un grupo que busca mantener su identidad, pero sobre todo su independencia en el negocio. Sus antiguos aliados se convirtieron en sus enemigos. Asesinaron cruelmente a algunos de los que habían pactado con Nacho Coronel. Junto con un mensaje que decía: «Esto le pasa a los torcidos», cinco cabezas aparecen en una hielera. La guerra comenzó.
Estampa III
Shakespeare regresa
Se querían mucho. Difícilmente podían encontrar dentro de la escuela donde estaban a alguien tan semejante. Venían de la misma cultura, tenían los mismos gustos, habían sufrido el mismo miedo, el mismo desprecio, la misma sensación de no pertenecer a ningún lado, el desarraigo que experimenta el que vive huyendo.
Se conocieron desde muy chicos, en primero de primaria, pero no fue hasta ya entrada la secundaria cuando el rechazo de los otros los fue juntando. Ser hijo de narco es una tarea que se va complicando con la edad. De niño se nota poco, pero conforme va avanzando la conciencia crecen la vergüenza y el odio, la prepotencia y la soledad. Para un hijo de narco, el mundo se divide en dos: los chacas, como ellos, y los demás. El tiempo va juntando a los chacas con los chacas, se reconocen, se identifican, se saben, se huelen. Es la misma ropa, las mismas marcas, la misma música, el mismo cinturón, los mismos autos, el mismo lenguaje en el Facebook, la misma manera de imponer el dinero sobre el rechazo, porque saben que los podrán rechazar a ellos pero a su dinero jamás. Por eso están ahí, en un ambiente en principio hostil: de escuelas caras y niños pijos, pero a la larga útil, pues entre sus compañeros están hijos de políticos y de empresarios.
El noviazgo de Lizette y Alonso comenzó a los doce años. Se fueron, los fueron, separando hasta que quedaron solos en el rincón del salón. Como todos los noviazgos de esa edad, el suyo consistía únicamente en pequeños coqueteos y montones de cursilerías. Pero cuando llegaron a los quince, el noviazgo fue más intenso y más visible. Era para ellos una relación perfecta, salvo por un detalle: sus padres eran de cárteles diferentes.
Un día el padre de Lizette apareció en el colegio y, con toda la prepotencia de que fue capaz, le advirtió al director de la secundaria que el noviazgo de su hija con Alonso estaba prohibido. No explicó las razones, pero no era necesario, todos las entendieron. Tampoco acataron las órdenes, sólo fingieron seguirlas. Lizette y Alonso se siguieron viendo a escondidas; el maestro de matemáticas les hacía el paro y los dejaba estar en el salón a la hora del recreo.
Lo que terminó por separarlos fue una bala, no contra ninguno ellos, sino contra el tío de Lizette que cayó abatido, como tantos otros, en una banqueta de la ciudad. Lizette y su familia desaparecieron de un día para otro sin dejar huella, como había sucedido al menos en dos ocasiones anteriores. Como todo narco que se precie se fueron a vivir a Estados Unidos, porque, eso sí, todos tienen visa, cuando no green card. Alonso lo sabe, los compañeros lo saben, los políticos lo saben, los diplomáticos saben… Shakespeare está de regreso.
Los Torcidos aparecieron en un video en Youtube vestidos con traje militar negro, armas largas y capuchas. «Nosotros no estamos contra la sociedad, por el contrario, queremos protegerlos…, somos el cártel Jalisco Nueva Generación», decía el video que fue ya retirado del canal de internet. Asumidos como cártel protector de la sociedad jalisciense, los Torcidos buscaron llamar la atención del gran jefe declarando la guerra a los Zetas. Aparecieron los primeros bloqueos como desplantes de fuerza, pero sin tocar a la población civil. Hubo más cabezas, y ejecuciones. Comenzaron a hacerse evidentes los signos de que algo realmente se rompió.
La caída de Nacho Coronel fue el punto de quiebre. Tras unos días de tranquilidad comenzó la descomposición y el reacomodo. En un arranque violento, el cártel Nueva Generación se asumió como mata-Zetas. El nuevo cártel le declaró la guerra a la organización del norte, y en septiembre de 2011 fueron hasta Boca del Río, Veracruz, a hacer una «ofrenda» de treinta y cinco cadáveres justo frente a la reunión de procuradores de los estados. La respuesta tardó pero llegó. Los Zetas, urgidos de un brazo armado en Jalisco, hicieron un pacto con la organización de La Resistencia, a la que proveyeron de armas y sueldos para su estructura. Dos meses después, debajo de los inconclusos Arcos del Milenio, en Guadalajara, los Zetas y sus nuevos socios abandonan veintiséis cadáveres, algunos de ellos vinculados al cártel Nueva Generación, pero la mayoría inocentes.
La secuencia continuó. Los veintitrés muertos del grupo de los Zetas, colgados y descabezados en Nuevo Laredo, Tamaulipas, fueron vengados con dieciocho descuartizados, en la carretera de Guadalajara a Chapala, y cuarenta y nueve más en Cadereyta, Nuevo León.
La persecución de la Policía Federal se hizo presente. La detención de dos de los mandos principales del cártel Nueva Generación, Erick Valencia, el 85, y Nemesio Oseguera, el Mencho, generó el peor día de terror en la ciudad. Tras un operativo en el que la Policía Federal utilizó un colegio del Opus Dei con niños dentro como base de operaciones, el cártel respondió con una serie de narcobloqueos que paralizaron la ciudad, primero por un problema vial, pero sobre todo por el miedo. La tarde del viernes 9 de marzo de 2012, Guadalajara se arrepintió de todo el consentimiento que había tenido con el narco a lo largos de los años.
La persecución continuó. A lo que quedó de la resistencia en la Ribera de Chapala, le pegaron el Ejército y la Policía Federal. Al cártel Nueva Generación lo dejaron sin cabezas. Todos parecía a favor de las fuerzas federales, hasta llegar a presumir que habían detenido en Guadalajara a Alfredo el Gordo Guzmán Salazar, supuesto hijo del Chapo. Veinticuatro horas después, la noticia fue desmentida. La sensación de control se vino abajo.
¿Quién para?, ¿quién gana esta guerra?
A pesar de todo, en Guadalajara la vida sigue igual, nada ha cambiado. El orgullo y el prejuicio, el odio y la envidia, la complacencia y la complicidad. Nada ha cambiado, salvo que los tapatíos sienten que han perdido algo, algo que no saben cómo describir, ni dónde lo perdieron; algo intangible, pero que saben que ya se fue: la «paz de los narcos». //
*Este texto fue publicado en el número 134 de Gatopardo en septiembre de 2012.