¿Cómo hizo esta mujer de Acaponeta, Nayarit, para colarse entre las filas del católico Partido Acción Nacional y llegar hasta la cúspide del mundo cultural mexicano, en un ambiente conservador, dominado por hombres y repelente a los criterios de eficiencia?
Consuelo Sáizar está en un podio, rodeada por veinte banderas de Latinoamérica. Mira la hora, y mira al frente. Se revuelve, inquieta. Tiene una agenda, tiene juntas, tiene obras que terminar.
Son las nueve y media de la mañana del 7 de mayo de 2012. Sáizar, presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México (Conaculta), acaba de inaugurar el Segundo Encuentro Iberoamericano de Diplomacia Cultural, en la Fonoteca Nacional, que funciona en la Casa Alvarado, al sur de la Ciudad de México. En el jardín de esta quinta virreinal hay una carpa donde se han reunido funcionarios y agregados culturales de todo el continente. Ella está vestida con su uniforme de siempre: el traje negro de dos piezas que le hace un sastre, la camisa abotonada hasta el cuello, los zapatos bajos negros y el cabello, negro, hasta los hombros.
—Muchas gracias, bienvenidos a México —dijo a sus invitados al bajar del podio, sin detenerse con ninguno en particular.
Consuelo Sáizar es la funcionaria federal más mediática de los últimos años, blanco de los diarios mexicanos que han cuestionado su gestión como presidenta del Conaculta, que termina este 30 de noviembre. Llevó adelante obras monumentales y ha conseguido el presupuesto en cultura más alto en la historia del Conaculta. Es presidenta del Comité Ejecutivo del Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe; pionera de los libros en aplicaciones para tabletas en español, como Muerte sin fin, de José Gorostiza, y Blanco, de Octavio Paz, y una de las cincuenta personas más influyentes en el mundo editorial hispano —según la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires 2012—, después de haber estado nueve años al frente del Fondo de Cultura Económica (FCE).
—¿Dónde está, Delia?, ¿dónde está la prensa? —pregunta con un tono de voz golpeado, grave.
Camina apresurada por el patio. Detrás de ella van su secretario particular (que carga su portafolio, su bolsa negra y su BlackBerry), su asistente, su secretario técnico y Delia Peña, directora de Comunicación Social. Sáizar se pone las gafas negras.
—No la convocamos, presidenta, como estamos en veda electoral—dice Delia, porque faltan cincuenta y cinco días para las elecciones presidenciales del 1 de julio de 2012.
—¡No, Delia, no! ¡Te equivocaste! Hubiera podido decir una cosa muy sencilla, hubiera cuidado mucho el discurso. Debiste consultarlo. No me calles, Delia. ¡Respeta mis veinte horas de trabajo!
Sáizar sale de la Fonoteca Nacional con la mirada al frente. Avisa a su equipo que se irá caminando hasta la sede del Conaculta, a cuatro cuadras de allí, por la calle de Francisco Sosa, con su secretario técnico. Está furiosa porque tiene tres reglas de oro para sus empleados y colaboradores: no le mientas, no uses su nombre y no le administres la información.
Su secretario particular saca un teléfono y avisa:
—Va para Arenal.
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La recepción de su oficina en la sede del Conaculta, en la calle de Arenal, es enorme y tiene tres esculturas de cobre de Javier Marín. Hay vigas en los techos, pisos de madera y muros amarillos con un par de cuadros. Son las diez de la mañana, y Consuelo Sáizar acaba de llegar, caminando, desde el Encuentro Iberoamericano. Anoche no pudo dormir bien y se siente resfriada. Le pide a su secretario particular algo para la gripe y que tenga todo listo, porque debe salir en cinco minutos y contando.
—¿Qué quieres?, ¿un café? —pregunta, apresurado.
Su despacho está repleto de libreros con cubiertas de cristal. Al fondo hay un baño privado y una puerta que conduce a una sala de juntas. Ella está sentada en su escritorio, firmando documentos. Tiene varias plumas sobre su mesa de trabajo, una Caran d’Ache que ya se le secó la tinta porque casi nunca la usa, una Lamy negra y varias «japonesas», baratas pero buenas, las de batalla. Detrás se puede ver a Felipe Calderón, con la solemnidad de la luz de una lámpara que lo alumbra, en su foto oficial.
—Reviso todo. Nadie sabe lo que es el Conaculta hasta que lo vive. Es el área cultural más compleja probablemente del mundo.
El Conaculta es una institución creada en 1988 que coordina a treinta y dos direcciones y que promueve y difunde la cultura y las artes. Sin ser un ministerio de cultura, depende de la Secretaría de Educación Pública (SEP). Tiene a su cargo museos, bibliotecas, publicaciones, programas de difusión cultural, librerías, apoyos a creadores, institutos de cine. Consuelo Sáizar tomó posesión el 3 de marzo de 2009 y encontró un panorama desastroso, luego de la desafortunada gestión del director de ópera Sergio Vela.
«Un funcionario que se aisló por completo, era un músico de gabinete en el puesto equivocado, no recibía a nadie; lo veía uno encerrado en su oficina, escuchando música plácidamente», dice el escritor René Avilés Fabila. Su administración fue noticia a lo largo de 2007, por los gastos de 676 000 pesos en comidas y 571 000 en viajes, según Excélsior, o el subejercicio de 112.8 millones de pesos para proyectos culturales de estados y municipios, según La Jornada. Cada área, además, arrastraba problemas de gestión, lo que ocasionó constantes renuncias de directores «porque no hay proyecto de trabajo ni urgencia por delinear uno», publicó El Universal. «Maestro Vela […] la comunidad cultural le hace tres críticas, una, el subejercicio diferido; otra, la falta de promoción cultural, y la tercera, la inestabilidad existente», dijo Beatriz Paredes, entonces diputada priista, ante la Comisión de la Cultura en marzo de 2008.
Sergio Vela presentó su renuncia al inicio del tercer año de gobierno de Felipe Calderón. «Entonces llegó Consuelo Sáizar y reintegró a todas las áreas bajo un mismo rubro (Conaculta), bajo un mismo sector, y las hizo colaborar entre ellas, ayudándonos en proyectos, creando equipos, creando aliados de disciplinas de especialidad diversas, y resolvimos así los problemas de gestión», dice Paula Astorga, directora de la Cineteca Nacional, que llegó en junio de 2010.
—Yo sé que llegué a una institución con muy mala marca. Pero impuse un rigor que no existía antes. Se tiene que trabajar con equipos, y los equipos los elige uno. La gente piensa que los funcionarios públicos no trabajamos —Sáizar se queda mirando el documento que acaba de firmar, cierra los ojos y de pronto azota la pluma en el escritorio—. ¡Pero si Juan Manuel Oliva ya no es gobernador! Lo que tengo que corregir…
Junto a una ventana hay una mesita con una serie de fotografías. Sáizar con Ofelia Grande de Andrés, editora de Siruela, en España; Sáizar con Carlos Monsiváis hace quince años; Sáizar en el encuentro de la revista Vuelta, de Octavio Paz, cuando tenía veintinueve. En un sitio aparte está la foto de Julia de la Fuente, su compañera durante más de diez años. Y en el centro resalta, por sobre todas las demás, una foto de su cuarteto de amigas: Sabina Berman, dramaturga; Denise Dresser, politóloga; Rossana Fuentes Berain, vicepresidenta del Grupo Editorial Expansión, y Ana María Olabuenaga, publicista y el cerebro creativo detrás de la campaña de Enrique Peña Nieto, el próximo presidente de México.
—Ellas son mis hermanas, hasta tenemos un chat en WhatsApp.
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«Nadie lo esperaba. Consuelo Sáizar resultó ser una funcionaria con una habilidad política inherente. Es una gran negociadora, ha conseguido el presupuesto más alto en cultura, 15 622 000 pesos [cerca de 1 230 000 dólares]. Y un ejecutivo de ese tamaño que no salga a conseguir fondos está perdido. Es una mujer de carácter que no es monedita de oro, no es suavecita. Consuelo llegó a pisar callos y se ha hecho de enemigos, sobre todo en el sector público, donde algunos se manejan con cierta blandenguería», dice el periodista cultural Humberto Musacchio.
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Al despacho de Consuelo Sáizar entra ahora un mesero con una taza de café sobre una bandeja plateada.
—¿Cómo está, Javier? Se le hace raro vernos en la oficina, ¿verdad? Nomás no se vaya acostumbrando.
—No, ¿cómo cree, presidenta? —responde.
Consuelo Sáizar ya casi no pasa por este sitio. Ahora su centro de mando está en la Biblioteca de México, mejor conocida como La Ciudadela, donde se llevan a cabo las obras de La Ciudad de los Libros y la Imagen, uno de los megaproyectos que ha llevado adelante el Conaculta bajo su gestión (junto con la remodelación de los Estudios Churubusco, el Museo Tamayo Arte Contemporáneo y la Cineteca Nacional, además de la creación del Museo del Cine y el Centro Cultural Elena Garro) y que, como todas las obras, tiene que entregar de aquí a noviembre, antes de finalizar el sexenio, puesto que en diciembre llega el equipo del priista Enrique Peña Nieto.
Sáizar revisa su Twitter. Por esa vía es por la que informa a sus seguidores de los avances de las obras. Está conectada como pocos funcionarios. Por medio de Twitter recomienda artículos, libros que le han fascinado o fragmentos de poemas o da las condolencias por el fallecimiento de algún miembro de la comunidad intelectual. Ella misma lo administra, lo revisa desde su computadora o desde el BlackBerry, y responde a cualquiera que la menciona.
—Empecé a tuitear básicamente porque se metían mucho con mi persona, con mi opción sexual. Entonces un día leí que escribían «Sáizar nunca se peina», «Qué fea es Consuelo Sáizar». Y me atreví a contestarles. Cómo va cambiando el mundo. Hoy ya casi uno se presenta como «Hola, soy @CSaizar y tengo tantos followers«.
Ante las críticas en Twitter como «@rbela17: Consuelo Sáizar es apartidista, comunista, lesbiana, etcetera. Personalmente me repugna», ella contesta: «Gracias por sus conceptos: me honran. Por cierto, le falta el acento a etcétera, y homófobo también lo lleva. Saludos». Al respecto, Genaro Lozano, subdirector de la revista Foreign Affairs, dice: Consuelo Sáizar comenzó a interactuar con los usuarios de Twitter cuando todavía estábamos acostumbrados a que los funcionarios públicos fueran inalcanzables, intocables».
Sáizar mira la hora. Es tiempo de seguir con la agenda. Toma su BlackBerry, su portafolio y unas carpetas y se levanta. El café que acaba de llegar se queda ahí, a medias, aún caliente.
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— Vamos retrasados —dice Sáizar. El chofer acelera. Ella está sentada con el cinturón de seguridad puesto, mientras revisa los correos que llegan a su teléfono, en una Jeep Grand Cherokee negra con ventanas polarizadas, propiedad del Conaculta. Los interiores son de color beige, con asientos de piel. Junto al respaldo tiene dos botellas de agua, una caja metálica con nueces, una bolsa Ziploc con dos manzanas verdes. Son las once cuarenta y cinco de la mañana.
—Fíjate que me negué durante mucho tiempo a tener chofer. No me considero una funcionaria. Yo no funciono. Soy una servidora pública, que es muy diferente.
De camino comienza a sonar su BlackBerry. Ella atiende diciendo: «Consuelo Sáizar». El número es público: está en el portal del Conaculta en internet, igual que su correo electrónico. Contesta siempre diplomática, y cierra cada conversación con un «Lo pondré en mis pendientes, un saludo». Su chofer, Germán, maneja siempre callado. Trabaja con Sáizar desde los tiempos en que ella dirigía el Fondo de Cultura Económica (FCE), en el edificio de Picacho-Ajusco. Dice Sáizar que en un principio el Conaculta les había dado un automóvil más modesto, pero un día Alonso Lujambio, el anterior titular de la SEP, fallecido en septiembre de 2012, le puso esta camioneta lujosa que a Germán no le gustaba porque tenía dura la dirección hidráulica.
—Ahora míralo, no la suelta por nada del mundo.
La presidenta come nueces. Luego le pide a Germán el portafolio plateado que lleva consigo siempre. Ahí lleva una iPad, una libreta en la que anota los pendientes y un Kindle que usa con destreza: hace anotaciones al margen, recomienda un libro, selecciona un pasaje y lo cita en Twitter.
—Usar esto es como el cepillo de dientes, una experiencia personal. En 1984 se llevó aquí el Congreso Internacional de Editores y vino Akio Morita, el cofundador de Sony, y sacó un floppy. Y nos dijo: «Aquí está contenida toda la Enciclopedia Británica». Pensé: «¡Qué maravilla!». Desde entonces he seguido de cerca el proceso de la tecnología. Siempre fui muy tecnologizada. Tuve los primeros celulares que eran enormes. Mis amigas dicen que vengo del futuro.
La camioneta ha llegado a la SEP, donde Sáizar tiene una reunión con el nuevo secretario, José Ángel Córdova.
—A esta junta no entras, pero te entretienes en los pasillos.
Toma su bolsa negra y saca un cepillo negro: comienza a peinarse de arriba abajo, primero a la derecha, luego a la izquierda, luego atrás, y se acomoda el resto con las manos.
—Sólo te pido una cosa: que pongas que sí me peino.
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¿Por qué Consuelo Sáizar viste siempre el mismo traje?, ¿será la forma de mandar un mensaje de autoridad, una forma de no hacer concesiones, una forma de mostrarse en el juego? El uniforme, a final de cuentas, refleja su rigurosidad como funcionaria pública. «Consuelo Sáizar se ha abierto camino en un ambiente político que está culturalmente codificado para ser un espacio de hombres, donde se dan las palmadotas y se cierran los acuerdos políticos en la cantina. El país no se termina por acostumbrar a que las mujeres manden», dice Gabriela Cano, historiadora de El Colegio de México.
«Tiene el poder que le otorga el presupuesto, el poder de tomar decisiones. Tiene el poder del puesto público y el poder de hablarle o susurrarle al oído al presidente y que la escuche, porque detrás de ella está el peso del gobierno de Felipe Calderón», dice la politóloga Denise Dresser.
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Creció en una imprenta, entre tipos móviles y el olor a tinta fresca. Consuelo Sáizar Guerrero nació el 9 de agosto en 1961 en Acaponeta, Nayarit, al noroeste de México, hija de Rodolfo Sáizar y Consuelo Guerrero. Un pueblo chaparrito adonde los diarios nacionales tardaban tres semanas en llegar, envueltos en papel de estraza que ella deshacía al instante. Allí creció con sus hermanos, todos menores, Antonio, Laura y Lolina, en una familia distinguida de provincia. «La familia del periódico», les decían.
Acaponeta era un pueblo lleno de curiosidades: mientras en otros se montaban ferias y peleas de gallos, aquí se hacían lecturas de poesía. Una hermana del actor Pedro Infante vivía allí con sus hijos. Y la solterona del pueblo, Agapita Jordán, daba clases de piano y ponía a las niñas a leer partituras. Nadie sabía cómo había llegado al pueblo y murió sin tener descendencia. Todas soñaban con ganar el certamen Señorita México como lo haría después Blanca María Luisa Díaz Tejeda en 1979, que puso al pueblo en el mapa del país.
—Acaponeta era la Atenas de Nayarit, o eras peinadora o leías poesía.
Su abuelo Martín Sáizar —que era masón— había echado a andar uno de los primeros periódicos regionales del país, El Eco de Nayarit. Era un hombre duro que andaba vestido siempre de blanco, alto, con el cabello cano. El poeta Alí Chumacero, también de Acaponeta, era amigo suyo, y cada vez que iba a visitarlo le llevaba libros del FCE, del que era miembro honorario. El periódico pasaría después a manos del padre de Consuelo Sáizar, Rodolfo —que había sido además alcalde de Acaponeta—, y más tarde a las de Antonio, su hermano, quien está al frente en la actualidad.
—Leí con devoción los poemas de Alí Chumacero desde niña. Es el primer hombre de letras al que conozco en persona. Leí los libros que le llevaba a mi abuelo. Recuerdo también haber leído fascinada La isla del tesoro y Los tres mosqueteros, y luego pasar a Rebecca de Daphne du Maurier, porque me pareció increíble la película de Alfred Hitchcock. Leí a Rulfo y a Fuentes.
«Chelito fue siempre estudiosa. Todas salíamos a andar en patines, saltar la cuerda, brincar los charcos. Pero ella no salía si no se aprendía de memoria cinco palabras del diccionario», dice Perla Díaz de Ealy, amiga de la infancia. Cada domingo se ganaba un dinero limpiando los tipos móviles, las piezas metálicas con que se imprimían los diarios en la imprenta de su familia.
—Yo soy hija de mi madre— dice y repite Sáizar. Su madre, Consuelo Guerrero, vive en Acaponeta. Viene de una familia de maestras, mujeres disciplinadas, que habían quedado viudas después de la Revolución mexicana. Fue directora del único kínder que tenía el pueblo, que estaba tan cerca de su casa que la pequeña Consuelo llegaba antes que todos, incluso antes de sonar las campanas que marcaban la hora de entrada. Su hermana Laura, en cambio, era la última.
Consuelo Guerrero se dedicaba día y noche a cuidar a Lolina, su hija menor, que nació sordomuda, e hizo un gran esfuerzo por rehabilitarla en un pueblo y en unos años en que no había recursos para tratar o entender la discapacidad. Lolina era una niña hiperactiva que podía correr más rápido que todos sus hermanos juntos, y su madre les enseñó a todos cómo cuidar de ella. «Me marcó la historia de mi hermana, la manera de poder encontrar una forma de comunicarte y salir adelante. Me hizo tomar conciencia de lo que implica la palabra, lo fundamental que es. Ahí nació esta pasión por la expresión escrita y el lenguaje», dijo Consuelo Sáizar en el programa Shalalá de Canal 13, el 1 de agosto de 2012.
En el libro compilatorio de testimonios de mujeres mexicanas Gritos y susurros (Raya en el Agua/Aguilar, 2009), que coordinó Denise Dresser, Sáizar recordaba que, de niña, escribía cartas a sus padres cuando llevaban a Lolina a rehabilitarse a la ciudad de México. «Hasta los cinco años sólo supo decir ‘apiquilia’; era el único vocablo que podía pronunciar, y sin embargo tenía más amigas que yo», escribió en ese libro.
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A finales de los setenta se hablaba mucho de feminismo. Se hacían movilizaciones de activistas, se preguntaba qué estaban haciendo las mujeres, dónde estaban, por qué no se les incluía en muchos espacios. Y aunque Consuelo Sáizar nunca participó en el movimiento, todo eso sucedía durante sus años universitarios. «Pertenezco a la primera generación de la Ibero que luchó y consiguió levantarse de los escombros del sismo de 1979. Y en esos momentos decidimos que la universidad éramos nosotros, no los edificios», dijo en la Universidad Iberoamericana, ante un auditorio de graduados el 24 de septiembre de 2011.
Sáizar estudiaba en esta universidad jesuita la carrera de Comunicación. Tras el sismo, se instalaron aulas provisionales que los estudiantes llamaron «gallineros», y ella comenzó a hacerse de un grupo de amigas como Denise Dresser, con quien leía y compraba libros.
—Eran los años de dibujarse de una manera inédita, de buscarse una familia escogida —dice Sáizar.
A veces se iba a comer con Denise Dresser a la cafetería de El Colegio de México y veía, desde las ventanas, el edificio de la carretera Picacho-Ajusco del FCE y, de alguna forma, sabía que un día sería directora de esa editorial. «Lo voy a ser —le dijo a su amiga— cuando tenga cuarenta años».
—Siempre supimos que nuestra generación iba a estar en las instituciones al frente del país. México es un país de instituciones. Pensábamos que éramos la generación de la transformación, que habría que revisarlas y transformarlas. Para nuestra generación, Tiempo nublado, de Octavio Paz, fue un libro fundamental.
En aquel libro, publicado en 1983, Paz hacía un esquema de lo que estaba pasando en el mundo. Y retomaba la idea de José Vasconcelos —ideólogo mexicano del siglo XX— de que el proyecto de un país era ante todo un proyecto cultural. Sáizar recuerda dos premisas que se le quedaron grabadas en la memoria: una, la necesidad de héroes mortales, y dos, la necesidad de emprender grandes actos. Ver el proyecto cultural de la manera más ambiciosa posible. Con ese ánimo llegó Consuelo Sáizar al Conaculta.
«Extrañé mucho que en el año 2000 no se hiciera una encuesta de consumos y hábitos culturales para ver cómo estábamos cerrando el siglo. Durante mucho tiempo no documentamos lo que pasaba. Hay que escucharnos hablar, ver las librerías que tenemos, los programas de fomento cultural. Las generaciones jóvenes están leyendo más. Nosotros nos dimos a la tarea de actualizar un atlas de infraestructura cultural […] y vimos que somos un país de enormes contrastes. La mejor cartelera de teatro en español la tiene la ciudad de México, después de Londres y Nueva York. No en vano tenemos la feria del libro más importante del mundo en español, en Guadalajara. Tenemos que tomarnos en serio que somos buenos lectores. Sí, debemos leer más, pero deberíamos también reconocer nuestras enormes fortalezas», dijo en una entrevista con Ezra Shabot, en Línea directa, de Once TV México, el 22 de julio de 2012.
«Pertenecemos a una generación de mujeres que venía pisando fuerte, que se sale del rebaño —dice Denise Dresser—, mujeres que pensaban distinto. Nos volvimos adultas en la era de la crisis, en los ochenta, cuando el peso se devaluaba, cuando había inflación de 150%, cuando muchos salíamos huyendo de esta realidad de país y crecimos con un imperativo combativo».
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La única vez en su vida en que buscó trabajo sin que se lo ofrecieran antes, Consuelo Sáizar salió a la calle, consultó el Aviso Oportuno y vio un anuncio que decía «Se solicitan correctores». Entonces fue hasta las oficinas de una editorial en la colonia Del Valle, en Ciudad de México, le dieron a corregir un texto y le tomaron el tiempo. Un día después la llamaron por teléfono: había sido la mejor.
Quería un oficio que involucrara el olor de la tinta y el papel, pero sabía que no le gustaban los deadlines agitados del periodismo, y así empezó su carrera en Terranova Editores. Tenía veinte años, era universitaria y trabajaba en el departamento de composición tipográfica, donde los formadores todavía pegaban los tipos sobre galeras para imprimir textos y donde se corregía en pruebas sobre cartón. El oficio de editor era aún un trabajo artesanal.
Recomendada por el rector de la Universidad Iberoamericana, que le había visto mucha madera cuando hizo su servicio comunitario como estudiante en el departamento de Publicaciones de la universidad, llegó a conocer a Juan Landerreche Obregón. Era un «político y católico absoluto», según Sáizar, presidente de Editorial Jus, una editorial de adscripción católica de derecha, que había fundado Manuel Gómez Morín —ideólogo y fundador del conservador Partido Acción Nacional (PAN).
Sáizar y Landerreche tuvieron muchísimas conversaciones sobre cómo se manejaba una empresa editorial, los costos de inventario, la rotación de los libros. Cuando Sáizar le confesó que soñaba con ser directora del FCE, él le dijo: «Niña, si quieres ser directora, necesitas saber tanto de números como de letras». Ella, entonces, se inscribió a una segunda carrera en la Iberoamericana: Ciencias Políticas y Administración Pública. Mientras tanto, Landerreche la nombró gerente general de Jus, de modo que se formó con la misma gente que había creado el PAN.
«Tenía veintitrés años y en el medio editorial le decían la Niña Jus. Publicaba libros de ética, teología, filosofía y literatura. Era rigurosa desde entonces. Sus autores la querían tanto que algunos le heredaron los derechos de sus obras, como el caso de la escritora Emma Godoy», dice Braulio Peralta, asesor editorial del Conaculta.
—Jus era una editorial fundada por intelectuales liberales, la misma generación que había creado el FCE. Se pensó que Jus publicaría libros de derecho y el FCE de economía. Pero en algún momento cayó en manos de quienes la fueron fanatizando, sobre todo en manos del católico Salvador Abascal. Él llegó a publicar cosas como una biografía de Jesucristo, y editó Ulises criollo de José Vasconcelos y la denominó «una edición expurgada», fíjate en el término. Gómez Morín, por supuesto, lo corrió de Jus —dice.
Se convirtió en una editora osada. Comenzó a ir a ferias del libro, a conocer escritores, a asistir a conferencias y lecturas de poesía. En 1988 dice que fue testigo, desde la segunda fila, del encuentro entre Juan Rulfo, Juan José Arreola y Jorge Luis Borges en la Feria del Libro de Buenos Aires.
—Rulfo era taciturno, poco dado a la conversación. Tuve una última conversación con él en noviembre de 1985. «Oiga —me dijo—, ¿ha pensado reeditar la que considero la mejor novela del siglo XX mexicano? Rescoldo, de Antonio Estrada». Y la edité en Jus. Fíjate, «rescoldo», una palabra ya en desuso.
«En los años noventa, Consuelo había entendido muy bien el negocio editorial, siempre preocupada por el futuro del libro en el mercado —dice Déborah Holtz, su amiga y directora de Trilce Ediciones—. Se había hecho de una carrera de editora sólida y se había independizado de Editorial Jus. Tenía su propia editorial, Hoja Casa Editorial, con su socio Gerardo Gally, que fue creciendo hasta tener bien estructuradas las alianzas con otras editoriales como Grijalbo, con quien coeditó mucho. A finales de la década, recuerdo que hasta le dije: ‘Consuelo, hagamos un diván empresarial: yo me acuesto y tú me dices cómo salgo del atolladero’. Era muy inteligente».
Hoja Casa Editorial publicó libros de actualidad, entrevistas y periodismo: una enciclopedia cultural llamada Milenios de México, de Humberto Musacchio; Gritos y susurros, que coordinó Denise Dresser, y que reunía relatos de mujeres sobre sus experiencias personales; Asalto al palacio, de Guillermo H. Cantú, un libro acerca de cómo se había logrado el financiamiento de la campaña del ex presidente Vicente Fox, y el reportaje-biografía El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa, de Claudia Ramírez y Andrew Paxman, ya por el año 2000, entre otros. Todos esos libros eran éxitos automáticos y se vendían en un santiamén.
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«Consuelo Sáizar se ha creado una personalidad de manera muy consciente. Ella cuenta, muy inteligentemente, la historia de la chava de Acaponeta y del periódico, que llegó a la Ibero y la ciudad la deslumbró. Es una seductora de hombres y mujeres. Y me atrevo a decir que es algo que ha estudiado muy bien, sabe cómo hacerlo. Sabe cómo llegarle a la gente. Y siempre se encargó de tener una interlocución con personajes que le parecían importantes, desde Carlos Monsiváis hasta el caso de la maestra Elba Esther Gordillo», dice Katia D’Artigues, columnista política que conoce a Sáizar desde los años noventa.
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La vida adulta de Consuelo Sáizar transcurrió junto a su padre putativo, su padrino, el escritor y cronista Carlos Monsiváis. Lo conoció en una conferencia sobre lo kitsch, lo cursi y el mal gusto, en la ciudad de Cuernavaca. Ella tenía veinticuatro años, él cuarenta y ocho. Ella ya había leído el libro de Monsiváis Días de guardar, le interesaba la crónica y había revisado con cuidado A ustedes les consta, una antología suya.
—Ya no recuerdo qué le dije exactamente cuando terminó la conferencia. Sólo sé que se acercó a mí y me dijo: «Bueno, ¿y tú quién eres?, ¿a qué te dedicas?». Y le ofrecí darle un aventón de regreso a la ciudad de México, cuando todos se estaban disputando el honor de llevar a Carlos. Y en el camino nos pusimos a escuchar unos casetes de boleros que le gustaban. Después vinieron muchos encuentros, lo acompañaba a la librería Gandhi a comprar libros y empezó a invitarme al grupo que iba cada sábado a su casa a ver cine.
«En esos años, Consuelo estaba en la búsqueda de crear su propio gremio, una cofradía. Carlos Monsiváis nos dio la oportunidad a muchos jóvenes con inquietudes. Llegábamos a su casa a escuchar discos que no llegaban a México. Ahí vimos Saló o los 120 días de Sodoma, la película de Pier Paolo Pasolini que estuvo prohibida. Era una figura tutelar para nosotros, sin él no hubiéramos leído a Eugenia Grandet, de Balzac, ni a Julian Barnes; no hubiéramos visto el cine de Federico Fellini ni la ola francesa», dice Braulio Peralta.
Desde que se conocieron, Sáizar empezó a acompañar a Monsiváis a todas partes. Durante años hablaron por teléfono puntualmente, todos los días a las siete de la mañana, para comentar las noticias o hablar de la situación del país. Cuando se veían, iban a tomar un café a El Péndulo y luego iban al bazar de la Zona Rosa. La fotografía que tiene Sáizar en su cuenta de Twitter fue tomada en una marcha de la izquierda en 1992, y allí se ve junto a Monsiváis, en el Zócalo de la ciudad de México.
Los domingos por la tarde ella pasaba a buscarlo y se lo llevaba a cenar. Un día, Consuelo Sáizar, Julia de la Fuente y Carlos Monsiváis fueron a una cafetería llamada Carel’s, ubicada en la colonia Narvarte. Estaban sentados en una mesa frente a una ventana que miraba hacia la calle cuando escucharon a dos hombres que armaban alboroto. Era un asalto: pidieron que nadie se moviera y que pusieran las manos sobre la mesa. Los ladrones metían en una bolsa carteras, dinero, relojes, todo. Pero cuando llegaron con ellos y vieron a Monsiváis, le dijeron: «No, con usted no, maestro, ni a sus amigas. Nuestro respeto». Y no les hicieron nada. Carlos Monsiváis siguió comiendo, tan tranquilo.
Monsiváis murió el 19 de junio de 2010, y Sáizar leyó en su funeral, que se realizó en el Palacio de Bellas Artes, el poema de W. H. Auden, «Funeral Blues», que tanto le gustaba: «Era mi Norte, mi Sur, mi Este y mi Oeste,/ Mi semana de trabajo y mi domingo de descanso,/ Mi mediodía, mi medianoche, mi voz, mi canción;/ Creí que el amor duraría siempre: y me equivoqué./ No precisamos estrellas ahora: apáguenlas todas;/ Envuelvan la luna y desmantelen el sol;/ Desagüen el océano y talen los bosques,/ Porque de ahora en adelante nada servirá».
—Carlos tenía esa enorme capacidad de revisar a la sociedad. Decía que la cultura era la religión civil de los mexicanos, la que nos ha hecho y deshecho. Y era un hombre de muchos ritos. Cuando murió María Félix nos pusimos a ver sus películas, y cuando murió Lola Beltrán escuchamos sus discos. Ahora que él ya no está, he heredado este rito. Cuando se muere alguien pongo un tuit en su honor.
«A la muerte de Carlos Monsváis descubrí que Consuelo le tiene miedo a una cosa: a perder el lenguaje», dice su amiga la dramaturga Sabina Berman. «Cuando él estuvo internado muchos días en el hospital en urgencias, aislado, con oxígeno y los ojos cerrados, Consuelo me dijo: ‘¿Sabes?, ya no puede hablar más, ya no puede escuchar a los otros, ya no puede leer. Eso es la muerte para él’. Y los ojos los tenía anegados en llano. Es su gran temor».
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Son las dos de la tarde de un día de mayo, y Consuelo Sáizar acaba de llegar a La Ciudadela, en el centro de la Ciudad de México, un edificio que desde afuera parece una fortaleza y que ahora alberga el proyecto más ambicioso de su gestión: una biblioteca de bibliotecas.
Este sitio, que fue la Real Fábrica de Tabacos de la Nueva España, luego cuartel militar y cárcel y, finalmente, biblioteca pública desde 1944, solía estar en muy malas condiciones, avejentado. El Conaculta creó un plan maestro, con los arquitectos Alejandro Sánchez y Bernardo Gómez-Pimienta, para remodelar el edificio, rescatarlo como espacio público y albergar cinco bibliotecas personales de intelectuales mexicanos del siglo XX (José Luís Martínez, Carlos Monsiváis, Jaime García Terrés, Antonio Castro Leal y Alí Chumacero). Contará, además, con teatro, cafetería, biblioteca para ciegos y débiles visuales, salas para niños y otros espacios públicos. Las bibliotecas, compradas por el Conaculta y seleccionadas por un comité de académicos, estarán equipadas con lo último en tecnología, con acervos digitalizados que se podrán consultar en tabletas in situ desde una nube digital.
«Se trata de un paso relevante para salir de la vieja historia de estupidez, voracidad e inconsciencia que durante siglos logró que abundantes fondos bibliográficos importantes de México fueran rematados por kilo, privatizados o enviados al extranjero (y hasta utilizados como combustible). Habrá quien recuerde las emigraciones de bibliotecas jesuitas, los saqueos de bibliotecas conventuales durante la guerra de Reforma, y ya en nuestros tiempos, a Vasconcelos narrando (creo que en El desastre) su infructuosa batalla con [el entonces presidente] Álvaro Obregón para adquirir la biblioteca de Joaquín García Icazbalceta que, finalmente, acabó en la Universidad de Texas. (Obregón prefirió usar el dinero para comprarse un par de aviones de guerra que, previsiblemente, no tardaron en morir por la patria.)», escribió Guillermo Sheridan en Letras Libres.
La compra de las cinco bibliotecas personales tuvo un costo de 87 383 400 pesos, según información proporcionada por el Conaculta. La crítica no se hizo esperar: «Conaculta ‘compra nombres’ y paga millones por bibliotecas», decía el encabezado del Excélsior. «Los acervos que ha adquirido la institución […] superan hasta cuatro veces los precios del mercado», publicó el 11 de julio de 2011. «Se está costeando más el nombre del personaje», declaró un librero en la nota.
Consuelo Sáizar se ha puesto un chaleco negro que hace juego con el uniforme. Se desabrocha el botón del cuello y se asegura los puños de la camisa. Ella podría recorrer este edificio a ciegas: conoce cada rincón. Aquí siempre se le ve con un casco blanco, cuando camina entre los taladros y las cortadoras de metal, rodeada de albañiles que cargan fierros y maderas, y se ensucia los zapatos negros. Usualmente la sigue un séquito de arquitectos que le explican los avances de la obra con todo detalle, y ella pide cuentas y regaña a diestra y siniestra: «¡No, esto no me gusta!, esta piedra porosa se va a perforar», o «¡No, quiten esas lámparas, que no parezca inventario!», o «¿Pero a quién se le ocurrió poner este registro en la entrada? ¡Muévanlo de ahí!». Cada vez que entra a una de las bibliotecas, pasa la mano por los muebles de madera y revisa que estén bien pulidos, o al menos no manchados de barniz. Sáizar hasta se pelea con los constructores, les exige se cumplan con sus fechas: «¡No, no me cuente historias, no me cuente sus contratiempos, que yo no le cuento cómo consigo el presupuesto! Quiero que me cumpla con la fecha, entregue y punto. Y si no me cumple, le voy a perder todo el respeto, porque usted no se lo tiene ni a su palabra».
Hoy, en uno de los patios, se han montado varias mesas con manteles largos blancos y maquetas del plan maestro de los arquitectos, además de pantallas que muestran el logotipo del Conaculta en amarillo. Los meseros están acomodando la vajilla blanca y las copas para el vino. El ruido de las obras parece haberse detenido.
El grupo de invitados —lingüistas, traductores, filólogos, críticos literarios e historiadores— está en el patio, en espera de que aparezca Consuelo Sáizar, mientras se entretienen con los canapés. Son diecisiete miembros de la Academia Mexicana de la Lengua, todos están de pie, algunos vestidos con traje y otros con un pantalón de vestir y una chaqueta. Sáizar aparece en el patio y los recibe con un «Muy buenas tardes, maestros, bienvenidos». Después, con ella al frente y como guía, empieza el recorrido por las tres bibliotecas que hay instaladas hasta el momento. Es un recorrido que se sabe de memoria, que lo repite desde 2011, cuando se inauguró el primer fondo, el de José Luís Martínez, cada semana, con periodistas, intelectuales, artistas.
—Vamos a ver primero las bibliotecas antes de comer. A ver, ¿dónde está Fernando Álvarez del Castillo? ¡Vamos a iniciar el recorrido! —grita mientras busca a su director de Bibliotecas.
Sáizar pasea a los invitados por salas elegantes, sobrias, con pisos de madera, escaleras de cristal e iluminación asombrosa, cada una pensada con un diseño arquitectónico distinto; por espacios en los que se inyecta aire caliente y frío para controlar el ambiente y que se preserven los libros, que están ubicados con un dispositivo electrónico para su fácil ubicación. Las bibliotecas están ubicadas, además, sobre una base antisísmica para protegerlas de los terremotos. De pronto se detiene y les muestra un libro:
—Este libro es de Antonio Castro Leal, se lo dedica su amigo Pablo Neruda, Isla Negra, Chile, 4 de junio de 1966.
Los académicos entran maravillados. Recuerdan anécdotas, como cuando Jaime García Terrés se cayó de un banco cuando intentaba bajar un libro de su biblioteca y quedo inconsciente toda una noche sin que la familia se diera cuenta. «Yo por eso ya no me subo ni a un banquito», dice Margit Frenk, filóloga y traductora.
—Estas bibliotecas son la construcción del pensamiento del siglo pasado. Es la curaduría de hombres que fueron autoridades en la materia, poesía, historia, ensayo, crónica. Son bibliotecas del siglo XX en una construcción del siglo XVIII y con tecnología del siglo XXI —dice Sáizar.
Los académicos miran boquiabiertos: ellos vieron estas bibliotecas crecer descomunalmente en las casas de sus dueños, viejos colegas suyos, miembros importantes además del FCE. Sáizar los mira, les toma una foto con su celular e, inmediatamente, la tuitea.
—José Vasconcelos soñaba con llenar esto de libros. Fue él quien gestionó que La Ciudadela se convirtiera en biblioteca pública. Esto es como concluir su sueño —dice.
***
«Consuelo Sáizar muestra a quien puede su gran hazaña. Ha comprado chingo mil libros [226 000] y se ha gastado una fortuna. En todo este 2012 no ha dejado de asestar una serie de golpes publicitarios, más de corte político, similares a los que hacía Carlos Salinas de Gortari, para llamar la atención y que se hable de lo que está haciendo. La gran pregunta es por qué compró estas bibliotecas, por qué se ha manejado por intuición y amistad. La biblioteca de Carlos Monsiváis ni siquiera es extraordinaria, podemos vivir sin ella», dice el escritor René Avilés Fabila.
***
La presidenta tiene el BlackBerry en la mano. Está callada. Se le cayó la tecla de la letra «l» y tiene que hacer malabares para escribir la palabra «libros». Ríe desesperada. Ahora tendrá que llegar a La Ciudadela y darle el teléfono al técnico, pero la última vez que le pidió actualizar la agenda tardó siglos. Grandioso.
—Germán, ¿nos puede abrir el quemacocos?
Está ahí sentada en la camioneta negra, con el chaleco negro del uniforme y las gafas oscuras para el sol. Tiene junto al respaldo la misma caja de nueces de la última vez, las botellitas de agua y una bolsa Ziploc, pero ahora con uvas verdes. La camioneta circula sobre Paseo de la Reforma, a vuelta de rueda. El tráfico está pesado y ella sólo ve pasar las ramas de los árboles, lento, por el quemacocos. Sáizar come nueces.
Son las once de la mañana del lunes 20 de agosto de 2012. Han pasado once días desde su último cumpleaños. Ahora tiene cincuenta y uno, y se fue de vacaciones con Julia de la Fuente. Como se ausentó dos semanas, varios proyectos, como el de la remodelación de la Cineteca Nacional, van retrasados. Es un proyecto a cargo de los arquitectos Michel Rojkind, Gerardo Salinas y Mauricio Rocha —este último a cargo de la Videoteca Digital y del Museo del Cine, dentro de las mismas instalaciones—. La Cineteca cerró sus puertas a principios de 2012 para remodelarse y ampliarse, con un costo de quinientos cuarenta millones de pesos, según información de El Economista.
—¡Me voy unos días y se caen las cosas! Para qué voy a la obra si no me cumplen con las fechas, les digo. Parece zona de guerra, llego y grito. Yo en noviembre tengo que inaugurar con el presidente Calderón. Lo saben y lo voy a hacer. Así pasa con la obra pública en México, yo trato con cien personas diarias y con las cien hay que llegar a acuerdos.
Luce cansada, y de hecho dice que está exhausta. El día comenzó muy temprano. Se levantó a las cinco de la mañana, se sentó a leer todos los diarios nacionales y El País, de España; se fijó en los encabezados, en la foto. Luego abrió Twitter y respondió algunos mensajes. A las nueve de la mañana estaba ya en la Universidad Anáhuac del Norte, al poniente de la ciudad, donde dio una conferencia sobre las dimensiones de las nuevas tecnologías en el ámbito cultural.
—Ojalá la prensa valorara más nuestro trabajo, por las aplicaciones que hemos hecho, que además son gratuitas. Ojalá nos valoraran por el programa de Salas de Lectura que seleccionó la unesco como modelo para reproducirse en América Latina. O por las dos ediciones del Congreso La Experiencia Intelectual de las Mujeres, único en su tipo en América Latina. Reforma me pegó durísimo. Yo no me robé ni un peso, eso costó, y ahí están los gastos para quien quiera revisarlos.
Conaculta organizó, en marzo de 2011, la primera edición de este congreso, que buscaba revalorar y visibilizar las contribuciones de las mujeres. Fue una iniciativa de Consuelo Sáizar, siempre interesada en que las mujeres formen grupos y armen diálogos colectivos. El Palacio de Bellas Artes fue la sede, en el centro de la ciudad, durante cinco días y con catorce mesas de discusión: un espacio para que cincuenta creadoras e intelectuales de Iberoamérica se reunieran en México. El periódico Reforma publicó, el 11 de julio de 2011, que se habían gastado 27 732 036 pesos y que sólo estaban justificando 5 365 840 del total de los recursos. «El Conaculta se niega a explicar en qué gastó los 22 millones 366 mil 196 pesos restantes», publicó.
«Este congreso fue una forma de mostrar los obstáculos culturales a los que nos enfrentamos las mujeres. Fue una forma de visibilizar el problema y crear redes de intercambio duraderas entre creadoras de habla hispana. Pero sobre todo, se venció el prejuicio de que las mujeres exitosas están del otro lado, en San Francisco o en Nueva York. No se había hecho algo así en México, al menos no en nuestra generación posfeminismo», dice Gabriela Cano, quien participó en las conclusiones de aquella edición.
—Tengo diez años al servicio público. Nunca he tenido problemas de nada. Éste es el problema más serio que me quiso armar Reforma, yo no me robé nada, nunca lo probaron, se retractaron cuando se mostraron todos los gastos justificados en el sitio de Transparencia. Estamos en el siglo del IFAI [Instituto Federal de Acceso a la Información], de las redes sociales. Hay mucha gente con resabios del siglo XX que no quiere plegarse a las nuevas exigencias. Yo no me robo ni obedezco complicidades.
«Consuelo es muy sensible a la crítica, aunque parezca lo contrario. No le gustan los escándalos en los medios, pero es algo a lo que tendrá que acostumbrarse si quiere seguir en el ámbito público. La democracia implica cuestionamientos, implica absoluta transparencia y estar siempre bajo el escrutinio de los medios. Creo que a los funcionarios en México les hace falta entender que el golpeteo es, en el fondo, la simple rendición de cuentas a la que debe estar sujeto cualquier miembro de la clase política que maneje un presupuesto público», dice su amiga la politóloga Denise Dresser.
Uno de los golpes más recientes que ha recibido se lo dio Excélsior: «La dependencia encargada de la cultura en el país firmó cuatro contratos con tres agencias [de viajes]; uno hasta por $120 millones [de 2010 a 2012]», publicó el 6 de agosto de 2012. Al día siguiente, el Conaculta mandó una carta en la que aclaraba que la cantidad era errónea, sólo una inferencia basada en montos máximos de contratación y no en los contratos finales, firmados entre el 28 de octubre de 2010 y el 1 de enero de 2012. «La cantidad que suman los cuatro contratos, que da origen a su nota, es de 77 millones 962 mil 687 pesos (menos de dos terceras partes que informó su medio)», declaró el Conaculta al periódico.
—Es totalmente falso. Y me han colgado cosas que ni son mías, como el alto costo que se invirtiera a la construcción de la Estela de Luz sobre Reforma, o en el festejo del Bicentenario de la Independencia de México. A mí no me tocaron esos proyectos. Que me cuestionen lo que hice en el Fondo, ¿por qué no mencionan la duplicación de su facturación? Proceso trae agenda contra mí. Reforma me pega durísimo…, pero también les pega a todos, y cuando Reforma tiene razón, no se puede sostener nadie. Es un periódico influyente. Impidió la fusión de Nextel con Televisa, fue increíble. Es un periódico poderoso.
***
Eran los años noventa y Sáizar tenía aún Hoja Casa Editorial. Se aventuraba entonces a conocer las entrañas del poder político y se había convertido en miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (Caniem). En 1998 auspició un grupo de mujeres que empezó a reunirse el primer viernes de cada mes, informalmente, durante dos años y medio. Asistían políticas, empresarias, escritoras, actrices, académicas, todas entre los treinta y los cuarenta años, aunque también se colaban veinteañeras con ímpetu. El grupo fue creciendo hasta que fueron treinta y cinco mujeres que se reunían «para conversar y ser sin pretender», dice Lorena Elizabeth Hernández, una de las integrantes, hoy promotora editorial de la agencia Se Habla Español. Se formó durante un cumpleaños de Consuelo Sáizar que organizó su amiga Alejandra Latapí, ex consejera electoral. Latapí invitó a todas las amigas de Sáizar a una cena y fue evidente que ella había desarrollado una habilidad impresionante para relacionarse con gente de diversas profesiones e ideologías. Fue tal el éxito de ese cumpleaños que se prolongó a otra cena, y esa cena se repitió en otras, hasta que el grupo, que nunca tuvo un nombre, quedó creado.
«Todas vivíamos o habíamos vivido la experiencia de ser la única mujer en nuestros trabajos. Muchas comenzaban a ser la primera con cargos altos en diversos ámbitos del país. Entonces nos preguntábamos qué papel íbamos a asumir como mujeres y hacia dónde íbamos como generación, en una sociedad donde una directora de cine tenía más limitaciones que un hombre», dice Gabriela Cano, quien participó en el grupo.
«Se acercaba el año 2000, y todas sabíamos que se venían cambios en el país —dice Sabina Berman—. Y estas charlas se convirtieron en un aprendizaje. Ahí conocí a la primera panista en mi vida, Margarita Zavala, esposa de Felipe Calderón, y a la primera priista con la que conversé largo y tendido, María Elena Pérez-Jaén. El grupo que auspició Consuelo se volvió importante en nuestras vidas. Hablábamos con una drástica sinceridad».
Y aunque se había declarado apartidista, el grupo organizó reuniones en privado con cada uno de los candidatos presidenciales para las elecciones de 2000: Cuauhtémoc Cárdenas del Partido de la Revolución Democrática (PRD), Vicente Fox del PAN y Francisco Labastida del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el partido que llevaba setenta años en el poder. Cada uno de ellos llegó asustado a esa sala repleta de mujeres.
«Estamos hablando de principios de 2000, no era común que los candidatos fueran a platicar con la ciudadanía. Entonces eran diálogos brutalmente honestos. No era el estilo del país —dice Sabina Berman—. Recuerdo que Ana María Olabuenaga le dijo a Cárdenas que no le gustaba la publicidad de su campaña. ‘Es una publicidad contraproducente, estás vestido de café contra una pared oscura y estás siempre solo y no sonríes’, le dijo. Y Cárdenas le contestó: ‘Si yo me tengo que ajustar a la publicidad para ser presidente, prefiero no serlo’. Después, en la cena con Vicente Fox, él llegó con Marta Sahagún, que era su vocera, y ella le servía la cena y le cortaba los jitomates. Probablemente es lo que más recuerdo, y finalmente lo que más trascendencia tuvo para el país».
—Fue un ejercicio democrático importante. Aquellas reuniones cumplieron la labor de entendimiento informal. Fue un ejercicio anticipatorio de lo que se convertiría el país: la conversación y la diferencia —dice Sáizar.
Cuando comenzaron las campañas presidenciales de 2000, Consuelo Sáizar pensó que sería interesante que Vicente Fox, el candidato que cobraba más fuerza en ese momento, se pronunciara en la Caniem para entender cuál iba a ser su postura con el gremio. Anteriormente, las integrantes del «grupo» habían pagado una valla publicitaria sobre el Periférico, uno de los circuitos viales más transitados de la ciudad, que decía: «Fox, ¿y las mujeres qué?», ante la negativa del candidato de pronunciarse a favor de las mujeres (y seguía sin hacerlo para entonces). Consuelo Sáizar movió los hilos. Convenció a Aldo Falabella, entonces vicepresidente del Club de Editores, y le dijo que Vicente Fox quería reunirse con ellos. Por el otro lado, hizo lo mismo con la gente del PAN: les dijo que el gremio editorial quería escuchar sus propuestas. Y orquestó el encuentro.
«Vicente Fox llegó a la sede de la Caniem, en Polanco. Había un temor entre muchos editores que estaban tan acostumbrados al PRI y se preguntaban qué pasaría si ganaba Vicente Fox. Entonces el candidato se acercó con varios miembros de la Cámara, con el presidente del Club de Editores, y le dijo que no podía quedarse a la comida, que daría un discurso breve y se retiraría porque tenía un mitin con líderes ambulantes», dice su ex socio Gerardo Gally, hoy director de Editorial Pax.
Sáizar escuchó las palabras de Vicente Fox y se acercó enfadada: «¿Usted se va a dar un discurso a trescientas personas porque somos menos de cien? Pero somos nosotros los que representamos la caja de resonancia de este país. La caja está aquí y no con los trescientos vendedores ambulantes adonde se va a ir. Me parece un error que no se quede, señor candidato».
Fox la miró fijamente pero, de todos modos, dio un breve discurso y se retiró. Después, le dijo a su colaborador Guillermo H. Cantú: «Cuídamela, vela y habla con ella».
Así fue como, después de haberse formado entre los panistas en Jus, Consuelo Sáizar se puso en el mapa de los panistas nuevamente.
***
«¿Y Elba Esther?», soltó la pregunta incómoda el periodista Fernando del Collado. «Una mujer que ama a su país», respondió Consuelo Sáizar en Tragaluz en Milenio TV, el 4 de febrero de 2012. Éste es el nexo que más se le ha cuestionado a la presidenta del Conaculta: su amistad con Elba Esther Gordillo, que se ha adueñado del sindicato más poderoso de México, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), en el puesto desde 1989.
Se conocieron en los años noventa, en una comida, porque Carlos Monsiváis tenía mucho interés en conocerla; entonces afianzaba su poder como líder del gremio sindical educativo. Hoy es la figura pública que obstruye la modernización del sistema educativo del país y que se ha pronunciado en contra de la Evaluación Universal de maestros «porque atenta contra los derechos del trabajo de los integrantes del SNTE», declaró a los medios el 12 de abril de 2012. Una evaluación que, en cambio, se propone reforzar la formación y capacitación de docentes y directivos.
«La amistad que tiene con la maestra viene de mucho atrás. Es una amistad que Consuelo ha reconocido y ha asumido públicamente. Una amistad que, para mí, es una gran incógnita, porque ella representa lo peor del corporativismo sindical, cuya complicidad ha ocasionado efectos devastadores en la educación en México. Es una figura del viejo sistema, y de cómo opera, y está al frente de un coto feudal, el SNTE. Pero Consuelo mira más allá de eso. Ve en la maestra una enorme capacidad de supervivencia», dice Denise Dresser.
—La maestra es una parte pequeñísima de mi vida y lo han hecho un mito quienes no me conocen o quienes me quieren descalificar. Lo digo con toda transparencia: le tengo afecto. No me ha hecho, ni es mi madrina, como dicen. Es un afecto más legítimo, sin interés político ni complicidad —dice Sáizar.
***
«Gonzalo Celorio no renunció, lo cesaron —declaró Carlos Fuentes a La Jornada el 3 de mayo de 2002—. Me parece un error serio del gobierno de Fox, de su política cultural. Celorio era el hombre ideal. […] Es muy desafortunado que este cese […] siga una semana después de la tirantez de las relaciones de Cuba y México, porque Celorio se esmeró porque hubiese presencia del FCE y del libro mexicano en Cuba».
Era el mes de mayo de 2002 cuando la comunidad intelectual recibía con desconcierto la destitución del editor y crítico literario Gonzalo Celorio de su cargo al frente del FCE. «Los libros tienen que venderse, porque si no se vende ni se cobra, se va a la quiebra, seas una editorial privada o pública», dice Humberto Musacchio. Consuelo Sáizar tenía cuarenta años y llegaba a dirigir el FCE, que tenía muchas cuentas que sanar —tal como ella lo había vaticinado—. Era además la primera mujer en dirigir la institución.
La comunidad intelectual la miró con suspicacia. Se preguntaban de qué grupo era, a qué capilla intelectual pertenecía. ¿A la de la Carlos Fuentes, Héctor Aguilar Camín o Enrique Krauze? Pero entonces llegó a hacer algo que gustó a los panistas y a la comunidad intelectual: volver redituable la institución con la venta de libros.
—Entré a darle renovación, el Fondo estaba rezagado en una inercia. Recuerdo que, en mi primer día de trabajo, llegué y pedí el programa editorial. Me dijeron que no había uno como tal. «¡Pero cómo!, ¿entonces cuando salen los libros?», les pregunté. Que por ahí a finales de noviembre para la FIL de Guadalajara. «Y eso a ver si salimos», dijeron.
«Consuelo pensaba que debíamos solventar gastos; se tenían que vender nuestros libros, y en librerías que fueran buenas. No porque fuera una institución pública no significaba que era empresa editorial. Esta idea de trabajo no existía antes en el FCE. Y había que erradicarla de las empresas del Estado», dice Ricardo Nudelman, gerente general de la institución.
Sáizar extrajo las dinámicas del grupo de mujeres y se las llevó a la institución. Creó ahí grupos de científicos, artistas, filósofos, literatos. Ellos eran los que decidían qué obras iban a publicarse. Es un modelo de redes de trabajo y opinión, que también se reproduce en el Conaculta. «Hablé en su momento con Alí Chumacero y me decía que no estaba de acuerdo con los comités: ‘Eso lo debe decidir el que dirige el Fondo’. Le dije que debíamos empezar a discutir los libros con la gente más inteligente de este país. Que se volviera una conversación colectiva, y aprendimos a discutir ideas, claro, sin aniquilarlas», declaró en el programa de TV Shalalá, el 1 de agosto de 2012.
Desde luego hubo resistencias al ritmo y dinámica de trabajo que imponía. Eso ocasionó la salida de colaboradores y de los tres pilares que tenía la institución: María del Carmen Farías, Daniel Goldin y Adolfo Castañón —quien llevaba ahí treinta años. Inmediatamente recibió críticas duras: La Jornada, en mayo de 2006, publicó que Sáizar estaba convirtiendo a la institución en una empresa comercial: «[El FCE] ha liquidado o despedido a más de 80 por ciento del personal: es la rotación de empleados y trabajadores más grande en la historia de la institución», declaró María del Carmen Farías, ex directora de la colección de Ciencia.
«Se hizo de enemigos, autores que fueron rechazados por los dictámenes. Está el caso de Gonzalo Martré, que tiene una novela que se llama Los símbolos transparentes. Le propuso a Sáizar la publicación de tres novelas suyas, que Sáizar pasó al comité y le rechazaron. Desde entonces le ha declarado la guerra, le escribe poemas insultándola, le echa maldiciones, se encadenó a una columna en la FIL de Minería en 2003 y le hizo una huelga de hambre en la FIL de Guadalajara en 2004 junto con el poeta Orlando Guillén, otro rechazado. Y está el caso de René Avilés Fabila, a quien sacaron del catálogo del FCE porque ya no se vendían sus libros», dice Humberto Musacchio.
Durante su administración, Sáizar impulsó colecciones nuevas, obras reunidas de autores que no estaban en el catálogo, como la generación de Juan García Ponce, Margo Glantz, Elena Poniatowska y Sergio Pitol; incorporó colecciones de escritores de los siglos XIX y XX, textos de Alfonso Reyes; reeditó la obra de Josefina Vicens que ya sólo se conseguía en fotocopias y sacó la tesis inédita de Rosario Castellanos, Sobre cultura femenina, y se abrieron librerías y centros culturales como el Bella Época en la ciudad de México y el Gabriel García Márquez para la filial en Bogotá, Colombia. Sacó los libros de las bodegas y en 2002 comenzó a digitalizar.
—Mi gran invención fue el catálogo y la reorientación. La gente sólo se acuerda de las librerías, pero hicimos un gran trabajo con los comités. Para que luego me digan que soy una inculta y una ignorante que no hice nada. Que nomás he leído cinco libros en mi vida. Me han querido tratar como ignorante —dice.
Cuando la nombraron presidenta del Conaculta en marzo de 2009, presentó su último informe. La producción editorial había crecido, en promedio, de 1 234 000 ejemplares por año, a 4 579 000.
—¿Quieres hacerte de enemigos? Sé editor. Estoy convencida de que cuando le rechazas el libro a un autor, te pueden llegar a odiar de por vida. Me llaman la neoliberal de la cultura.
***
Su secretario particular, Salvador Leal, se acerca y le enseña una tarjeta con un recado. Sáizar lo lee, asiente y vuelve a los documentos que está revisando. Está sentada ante una mesa larga de cristal en la biblioteca Antonio Castro Leal de La Ciudadela. «¡Siguiente!», grita, y da por terminada la tercera junta de la tarde. Han dado las seis de un día de agosto de 2012.
Aquí es donde realiza sus juntas, que duran un máximo de veinte minutos. Trabaja por las tardes en esta biblioteca, que es de las más amplias y tiene varias mesas de trabajo entre las que ella puede moverse como si fuera circo de tres pistas. En cada reunión está Ada, la asistente, que anota en la libreta todos los pendientes.
«¡A ver, señorita, no regrese hasta que me traiga la llamada, ahorita!», le dice a Ada cada vez que necesita a alguien al teléfono.
Aquí se reúne con los treinta y dos directores de área, como si fuera una mesa redonda de caballeros medievales. Se discuten proyectos que llevan en común. Si, por ejemplo, van a sacar un libro sobre la historia del cine mexicano, aquí llegan los de la Cineteca Nacional y el Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine) para trabajar con los de la Dirección de Bibliotecas y las Librerías Educal, donde se podrá distribuir dicho libro. Y por supuesto aquí llega y regaña: que no avanza el proyecto de la Cineteca, que no quedan los mapas virtuales de consumo cultural, y más contratiempos.
«A ver, yo no le estoy preguntando si está trabajando o no, yo lo que veo es que está rebasado de trabajo y no me está cumpliendo con los tiempos. No, no me dé explicaciones, a mí no me cuente lo que hizo ayer o antier. Lo que veo es que no me está dando resultados», les dice a sus colaboradores.
***
—Ya es tarde, vámonos a casa —dice Sáizar al reportero.
La calle está en silencio. Abajo, en el estacionamiento, se quedó el chofer, Germán, con la camioneta, esperando por si necesita algo. Son casi las nueve de la noche. Se abre la puerta del elevador y saca las llaves para abrir la puerta. Trae sólo su bolsa y su BlackBerry en la mano. El portafolio se quedó abajo. Ya está cansada. Ahí, detrás de la puerta, está Julia de la Fuente, con una sonrisa. Está vestida con un pantalón oscuro y una blusa lila; tiene el cabello castaño claro que cae sobre los hombros y saluda con voz suave, distinguida.
Éste es un departamento al sur de la ciudad de México, muy cerca de la sede del Conaculta. Desde aquí puede incluso llegar caminando. Es un departamento amplio, moderno. Tiene un armario junto a la puerta y una fotografía en sepia por Lola Álvarez Bravo, que compró hace años en una exposición: dos mujeres jóvenes paradas, juntas, de espaldas, ven las escaleras del Castillo de Chapultepec. Tiene también un librero que recorre la sala hasta el comedor, que ella misma diseñó; los arquitectos pueden levantar una casa o un edificio, pero no saben hacer libreros, dice Sáizar, que se sienta en la sala.
—Los libros que ves ahí son de paso. Son los que estamos leyendo, los de consulta, nuestra biblioteca la tenemos en la casa de Malinalco, en el Estado de México.
—¿Cuál es el mejor consejo que te han dado?
—Pienso mucho en lo que me dijo José Emilio Pacheco cuando llegué al FCE: que era muy joven para el cargo. Tenía cuarenta años. Le dije «No, José Emilio, llevo trabajando desde los dieciséis. Y era mi sueño. Siempre había querido ser directora de esta editorial». Y me sentía preparada, eh. Me había preparado para eso. Entonces me acuerdo que José Emilio me dijo: «Cuando tengas setenta años vas a mirar atrás y vas a pensar qué joven eras cuando llegaste al FCE».
El pasado 1 de julio de 2012, en las elecciones federales de México, el PAN, el partido para el que Sáizar ha trabajado desde 2002, perdió las elecciones para la presidencia ante el priista Enrique Peña Nieto. El PRI regresa y Sáizar dice, entre bromas, que ella regresa a Acaponeta.
—¿Definitivamente?, ¿te retiras de la vida pública?
—Me impactó mucho la enfermedad de Alonso Lujambio [anterior secretario de Educación Pública, muerto en septiembre de 2012]. Vi ese deterioro casi instantáneo y entendí que la vida se te va en un instante.
—¿Te quitan el sueño las obras que has venido haciendo, de manera simultánea?
—Estoy trabajando veinte horas. Y he tenido que revisar desde un pedazo de madera hasta el proceso de una licitación. Hacer infraestructura, que propicie la cultura, es dificilísimo. Y ahora duermo poco, muy poco. Yo siempre tengo imagen de infatigable, de disciplina férrea, de la obsesión por el detalle. Pero nunca imaginé lo grande que esto iba a resultar. Es demandante. Pero he tenido enormes ventajas, una pareja que es absolutamente fantástica y unas amigas generosas.
—¿Qué harás entonces a partir del 1 de diciembre de 2012?
—Me retiro a la industria editorial. Adónde, no sé aún. Soy una mujer de libros. Estoy contenta de regresar a mis orígenes. Ahora el reto de la industria editorial es adaptarse a la tecnología de manera urgente. Va a ser indispensable. Los tirajes de libros se están reduciendo. Estamos dejando un mundo atrás, que ya es viejo.
Julia de la Fuente llega a la sala. Sáizar bebe una malteada de chocolate en un vaso grande, al igual que todas las noches. En la mesita de centro tiene una bandeja con galletas y brownies y un plato con un par de vitaminas, minerales y biomega —que es lo que toma para rendir sus largas jornadas de trabajo y levantarse a las cinco de la mañana del día siguiente—. Julia está sentada junto a Sáizar, en el sofá para dos. Sáizar se acomoda el cabello con las manos y recuerda a Carlos Monsiváis.
—Cuando Carlos murió, Julia se deshizo. Y yo no me podía deshacer. Lloraba en la regadera para que ella no me viera. Y aún sueño que de pronto timbra el teléfono y contesto y escucho su voz, con ese tono de voz que tenía, y me dice «Hola», y luego despierto.
—Nunca lo grabamos. Me hubiera gustado haberlo hecho, soy bien auditiva. Él llamaba a Consuelo cada mañana como a las siete, y a veces Consuelo ya se había ido y nos quedábamos platicando —dice Julia de la Fuente.
Consuelo Sáizar la mira y calla. Julia sonríe. Entonces Sáizar cuenta que ya está planeando cómo será su último día en el Conaculta. Se reunirá con todos sus colaboradores, desayunarán juntos, revisarán los pendientes, los últimos, y se despedirán. Después se irá con sus cuatro grandes amigas: Rossana, Denise, Ana y Sabina. Y luego dormirá tres días seguidos. //
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