Era un viernes, alrededor de las 8:30 de la noche, hace diez años. Los primeros invitados de la reunión que organicé ya habían llegado cuando el teléfono sonó. La llamada era de un investigador, asistente de una abogada con quien estuve trabajando. Me avisaba que Juan, nuestro cliente —un mexicano indocumentado, acusado de asesinato en Texas—, no iba a morir. Ese día, el jurado le había dado una sentencia de cadena perpetua. Y no, como yo esperaba, la pena de muerte.
Fue una sensación extraña. Los invitados que llegaban, los que iban a llegar, toda la fiesta —quizás toda la vida más allá de ese veredicto— perdió su sentido después de la llamada. Sonreí y platiqué con los amigos, pero ya nada me importaba tanto, por primera vez había ayudado a salvarle la vida a alguien. Sentí que, por fin, había logrado algo.
Cabe anotar que en ese momento ya no era joven: tenía más de cuarenta años. Mi vida, hasta entonces, había sido bastante ajetreada, con sus sucesos y logros. A los treinta años me mudé de Nueva York, mi ciudad natal, a Ciudad de México. Había publicado tres libros y un sinfín de notas periodísticas, en dos idiomas y varios países. Estuve casado durante diez años, y además tuve otras relaciones con distintas mujeres. Pero repentinamente nada de eso pareció importante.
El caso, por decir lo menos, no tuvo un inicio prometedor. Además de ser indocumentado en Estados Unidos, Juan tenía antecedentes penales, principalmente por posesión de marihuana. Las autoridades migratorias lo habían detenido siete años atrás y lo deportaron a México. En esa nueva ocasión le imputaron cargos por “indecencia con una menor de edad”: el tenía 19 y la chica, 12. Sin embargo, Juan volvió a cruzar la frontera.
La víctima de su homicidio fue un policía. No solamente un policía: fue un oficial amado en su comunidad, que dejó una viuda y varias hijas. Cuando ese agente arrestó a Juan, por una infracción de tráfico, no se dio cuenta de que el mexicano tenía un arma escondida en la cintura de sus jeans. Juan utilizó el arma —a pesar de tener las manos esposadas— para dispararle varias veces al oficial. Cuatro de las balas entraron por la cabeza y reventaron su cerebro.
El crimen ocurrió en un pueblo en los alrededores de Houston, en el condado de Harris. Entonces, y ahora, Texas es el estado más sanguinario y donde más se aplica la pena de muerte en Estados Unidos. Pero desde hace diez años, el fiscal de Harris County ha sido el más despiadado en todo el territorio tejano para matar a sus residentes. Durante todo el año que trabajé en el caso de Juan, pensé que no tenía la menor posibilidad de sobrevivir. Me pareció incuestionable que el jurado le iba a tostar como una rebanada de pan.
Pero, según el sistema jurídico de Estados Unidos, el mero hecho de que alguien sea culpable comprobado de un asesinato no quiere decir ipso facto que merece la pena de muerte. Juan tuvo dos de los mejores abogados defensores del país. La que me contrató, Danalynn Recer, me guio en el trabajo que me correspondía. Yo debía reconstruir la vida del acusado, a través de entrevistas con su familia, amigos, colegas de trabajo, compañeros de escuela, maestros y doctores. En inglés, mi cargo se llama mitigation specialist: especialista en circunstancias atenuantes.
El único crimen para el cual es aplicable la pena de muerte en Estados Unidos es el homicidio. Los equipos defensores de acusados como Juan no estamos buscando que se les declare inocentes. La idea no es que regresen a la calle para reiniciar sus vidas como eran antes del arresto. Nada más trabajamos para salvarlos de la pena capital, aunque tendrán que pasar el resto de sus vidas encarcelados. Y a veces las circunstancias atenuantes pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Durante mi investigación, uno de los hermanos de Juan me dijo que su padre fue particularmente brutal con él cuando era niño: verbal, emocional y físicamente. Una monja que le dio lecciones de la Biblia cuando era un muchachito me dijo que estuvo convencida de que Juan tenía fe e iba a volverse cura al crecer. Encontré testigos de cuando Juan se cayó del techo de una casa y aterrizó sobre la cabeza. También hablé con un compañero de la secundaria que lo vio pegarse en la cabeza en el poste de la portería mientras jugaba futbol, perdiendo la consciencia durante media hora.
Los golpes al cráneo tuvieron un significado decisivo. Un experto interpretó un escaneo cerebral y sugirió que Juan tuvo daño en el lóbulo frontal. Según la ley de Estados Unidos, no se debe sentenciar a pena de muerte a alguien que sufre de discapacidades mentales.
Dos miembros del jurado, entrevistados por el Houston Chronicle después del veredicto, dijeron que la evidencia de mitigación les convenció de que Juan merecía vivir. El caso de Juan fue el primero en el que trabajé. Después de la llamada la noche de la fiesta, jugué mi papel de anfitrión, platicando sobre nimiedades con los invitados. Pero mi mente estaba en otra parte. Llegué a la conclusión de que si un jurado del condado de Harris podía perdonar la vida de un indocumentado mexicano que mató a un policía, entonces existían posibilidades en cualquier caso.
He trabajado como mitigation specialist durante once años, en más de 20 casos, principalmente con inculpados mexicanos, pero también con algunos centroamericanos y un sujeto de Kuwait, acusado de ser terrorista. Sin embargo, creo que el final de mi carrera se acerca. Desde 2007, el año en que empecé, siete estados de Estados Unidos han abolido la pena de muerte. Cada año hay menos procesos con este castigo en juego. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, habla muy a favor de la pena de muerte, igual que su perrito faldero, el fiscal general Jeff Sessions. Pero, a pesar de su discurso beligerante, en la práctica es cada vez más difícil llevar éstos hasta su final .
Trump y Sessions, que representan al gobierno federal, tienen poco que ver con la gran mayoría de los casos de pena de muerte, que son estatales. La decisión de procesarlos está dictaminada en el condado donde el homicidio sucedió. Hay una minoría de casos federales: por ejemplo, el de Dzhokhar Tsarnaev, el joven que, con su hermano, detonó dos bombas durante el maratón de Boston de 2013, matando a tres personas e hiriendo a cientos más. No hay pena de muerte en Massachusetts, el estado donde se ubica Boston, pero hubo tantas víctimas en el bombardeo que se convirtió en un caso federal, considerado terrorismo contra el país. Yo trabajé un caso en que varias personas conspiraron para matar a un oficial en una prisión en Puerto Rico. No hay pena de muerte en Puerto Rico. Pero el homicidio ocurrió en una prisión federal y por eso también se transformó en un caso federal.
Se trate de casos federales o estatales, la complicación más fuerte en contra de la pena de muerte es económica. Un proceso de pena de muerte implica gastos muchísimo mayores que un caso en que el fiscal no elige buscar la máxima sanción. Si el fiscal insiste en la pena de muerte, el estado está obligado a pagar por los servicios de dos abogados, un especialista en circunstancias atenuantes como yo, y un investigador de los hechos, un private eye que se ocupa de lo que pasó el día del crimen, además de los antecedentes penales del inculpado y otros involucrados. Un caso que incluye la investigación en dos países, con los honorarios de los abogados y los expertos, puede fácilmente costar cien mil dólares o hasta mucho más.
Casi siempre hay que contratar a expertos en salud mental, incluyendo un neuropsicólogo, y muchas veces un psiquiatra, para administrar los exámenes y las entrevistas adecuados para determinar si el cliente sufre de discapacidades mentales. Muchas veces, si el acusado es de otro país, hay que contratar a expertos culturales para explicar al jurado ciertos contextos del cliente. Por ejemplo, en el caso de Juan, encontré una criminóloga experta en el sistema policiaco de Guanajuato, donde Juan nació y creció. Ella estuvo dispuesta a dar testimonio sobre la desconfianza y el miedo que la gente de allá tiene a la policía. Una vez en manos del oficial en Texas, Juan pensó, con razón, que su vida estaba en peligro.
Si el jurado decide sentenciar a la pena de muerte al acusado, luego vienen las apelaciones, que a veces duran décadas. A su vez, cada uno de estos procesos de apelación cuesta muy caro al estado. He trabajado varios casos así. En uno de los primeros que me tocó, el inculpado ya perdió las apelaciones de dos cortes. Ahora sigue con la tercera. Ha estado encarcelado en Texas desde 1996. El costo de mantener los gastos legales en un proceso así es enorme. Han hecho estudios que dicen que si se le da a un joven cadena perpetua y vive hasta los 80 años en la cárcel, sigue siendo más barato que todos los costos legales de buscar la pena de muerte.
En comparación, los gastos son mucho menores si el fiscal no busca la pena de muerte. Sin la posibilidad de la sentencia máxima, le asignan al acusado un abogado, que probablemente pasa poco tiempo con su cliente y sin maromas busca negociar un acuerdo con la fiscalía. Si logran el acuerdo, el caso le cuesta al estado muy poco dinero.
Si los fiscales están convencidos de que quieren buscar la pena de muerte, es muy posible que lleven el proceso hasta las últimas consecuencias, a pesar de los costos. Pero en los últimos veinte años, todos los estados (menos Georgia) han ofrecido al jurado la opción de dar una sentencia de cadena perpetua, sin la posibilidad de salir de la cárcel, en lugar de la pena de muerte. Esta opción significa escoger entre la vida y la muerte. Y, por más duro que sea un fiscal, en la mayoría de las oportunidades, los jurados prefieren no matar.
Desde que Trump asumió la presidencia de Estados Unidos, algunos abogados con que trabajo dicen que ha aumentado el número de casos de pena de muerte —estatales y federales— en contra de miembros de pandillas centroamericanas. El presidente hace mucho ruido político sobre cómo se debe aplicar todo el peso de la justicia en contra de los miembros de la MS 13. Los ha llamado “animales” y ha prometido destruirlos. No importa si tienen o no permiso legal para estar en Estados Unidos.
En realidad, el perfil de estos casos presenta complicaciones. Por lo general, se trata del asesinato de un pandillero que, según sus compañeros, ha roto alguna regla importante del grupo. Varios —seis, ocho, a veces más— se confabulan para matarlo.
Las leyes de conspiración en la mayoría de los estados que aplican la pena de muerte son duras. Todos los cómplices son idóneos: no sólo el que planificó el asesinato o el que disparó el gatillo, sino también el chofer que manejaba el coche, el cuidador que guardó la puerta, el que prestó dinero para comprar las balas, la chica que sedujo a la víctima para llegar a la escena del delito. Si buscar la pena de muerte para una persona le cuesta al estado una fortuna, los costos de buscarla para seis sujetos son estratosféricos. Un proceso de esta magnitud puede llevar a la bancarrota a una comunidad pequeña. Según los abogados que entrevisté para esta nota, para ahorrar dinero, los jueces están presionando a los fiscales a decidir rápidamente si van a buscar la pena de muerte o no.
Trump ha sido presidente durante menos de dos años y todavía no hay datos duros sobre el progreso de los casos en contra de los centroamericanos. Pero los abogados con que hablé opinan que es poco probable que los fiscales logren la pena de muerte en los que ya están en curso. Las víctimas son pandilleros, y por lo general tienen antecedentes penales, muchas veces por crímenes violentos. Así no sean figuras que inspiran compasión entre un jurado, cuesta trabajo determinar cuáles de los inculpados son los más culpables y decidir cuáles merecen más la pena de muerte. Cínicamente, un abogado me preguntó si, en un caso con acusados múltiples, la pena de muerte corresponde a los más culpables o los que tienen los mejores juristas. El mismo abogado opina que lo más probable es que la mayoría de estos casos resultarán en un arreglo entre el fiscal y la defensa. Más de 90 por ciento de los casos criminales federales están decididos por arreglos así y nunca van a juicio. Es un sistema que funciona muy mal para los inculpados en cosas menores, por ejemplo con cargos de posesión de drogas. Pero si logran salvarles la vida a los que enfrentan la pena de muerte, el resultado es claramente positivo.
En las últimas semanas, dos abogados me han llamado para preguntar si estoy disponible —y dispuesto— a viajar a El Salvador para investigar el pasado de algunos pandilleros. Les dije que sí, aunque no me han contratado “todavía”. Los otros investigadores de circunstancias atenuantes que conozco, por lo menos los que solemos trabajar los casos de gente de América Latina, me dicen que cada vez hay menos trabajo. Cuando hay un caso, los abogados tienen opciones entre nosotros. Ver a quién por fin le dan el trabajo es un poco como el juego de las sillas.
Por supuesto, me alegra que cada vez haya menos pena de muerte en Estados Unidos. Me siento satisfecho de haber jugado un papel, aunque sea tangencial, en su erosión. Si al fin de cuentas me quedo sin trabajo, seré el desempleado más contento en el mundo. He trabajado un par de casos que todavía no se han resuelto. Pero lo que me hace más feliz es que, hasta la fecha, ningún caso mío se ha ido a la muerte.