Permítanme contarles la historia de mis intentos y fracasos por psicoanalizarme. Diré que el primero de mis analistas era un hombre barbado, que tenía incluso cierto parecido con Sigmund Freud. Recibía en un consultorio en una colonia elegante a las afueras de la ciudad y cada viaje hasta allá era una proeza, pero yo iba dos o tres veces por semana, dependiendo de la urgencia. “Barragán” lo llamaré, en honor a la colonia Doctores, donde vivo. A veces llegaba a su consultorio y la sesión anterior no había terminado; podía escuchar el relato del otro paciente ensimismado. Trataba de no prestar atención, por pudor, pero también por la creencia extraña de que su discurso podía contaminar mis rumiaciones, el miedo a que la sesión no se tratara de mí sino de lo que había oído; en fin, era una de las miles de cosas insignificantes que me preocupaban.
Un dato importante es que era análisis lacaniano. Yo no sabía nada de teoría psicoanalítica. Mi fantasía sobre los lacanianos era que hacían un turboanálisis, algo mejor, digamos, que los freudianos; algo más intelectual, propio de mis aspiraciones de escritor que entonces estaban en juego. Eso era su marca: un espejismo que se deriva de la propia figura de su fundador, Jacques Lacan, y del círculo intelectual al que pertenecía.
Tenía veintitantos años y detestaba ser funcionario público. Viví tres años en el extranjero, primero por trabajo y luego, como estudiante de maestría. A veces viajaba a México sólo para tener una sesión de análisis y aprovechaba para hacer otras cosas, nunca al revés. Fui haciéndome viejo en el diván de Barragán. Mi encuentro con el periodismo me acercó al oficio de escritor y comencé a tener trabajos más interesantes. Fundé una empresa editorial y allí estaba él; la empresa creció y yo seguía con Barragán, como algo que uno hace ya por costumbre, un ruido blanco que enmascara otros sonidos indeseables. Pasaron más o menos veinte años. ¡Veinte años! Pero un día, no me acuerdo muy bien por qué, dejé ese análisis, me liberé de la servidumbre de ir dos veces por semana a un consultorio, con la misma infelicidad a cuestas, pero con signos externos de éxito. Tal vez estaba fatigado del sonido de mis propios problemas: quedé neurótico como siempre. Fuera del análisis, terminé de escribir un libro. De alguna manera, me había convertido en escritor.
A mi segunda analista la llamaremos “Lavista”. También es de la escuela lacaniana. Me la recomendó un amigo psiconalista con quien había cursado la preparatoria y mantenido una relación estrecha en los años universitarios. El consultorio de Lavista estaba en un edificio localizado en una colonia céntrica de la ciudad. La puerta de la entrada se abría a un vestíbulo donde estaba el ascensor que me escupía a otro lleno de puertas, donde debía tocar un nuevo timbre. Lavista abría la puerta y me daba la mano con una sonrisa. Siempre me maravilló esta coreografía de timbres y puertas. Entraba a un espacio amplio y pulcro; ella me conducía hacia un estudio al fondo a la derecha, ahí estaban el sillón donde se sentaba y el diván. Una vez que me acostaba, miraba un grabado que colgaba del muro, una figura indeterminada como si fuera una mancha en una prueba de Rorschach en la que uno proyecta sus ansiedades.
Había regresado al psicoanálisis luego de una decepción amorosa, con la misma sensación vaga de que, a pesar de que las cosas no iban mal, tampoco estaban bien. Luego de publicar el libro, decidí renunciar a la editorial que había fundado. Estaba cansado de la mala administración del negocio, que caía fuera de mis manos. También pensé que había tenido mi cuota de editor. Pasaba demasiadas horas preocupado por los textos ajenos y me daban ganas de dedicarme a los míos. Pero en lugar de seguir escribiendo, en vez de cumplir con los contratos que firmé con la editorial para entregar dos libros más, fundé otro emprendimiento y me entregué a un nuevo laberinto administrativo de abogados, accionistas, asambleas, consejos de administración, balance de resultados, al que había que agregarle algunas labores de revisión de textos. Otra vez, desde afuera, la cosa tal vez no se veía mal. El nuevo sitio editorial le daba voz a un grupo nuevo y radical de escritores y periodistas, además de que tenía un modelo de negocios lindo, con un foro para animar discusiones públicas, salones de clase y un café. Pero las crecientes responsabilidades comenzaron a cobrarme su cuota. Empecé a beber mucho, a tomar decisiones de negocios cada vez más irresponsables y arriesgadas.
Quizás hubo un punto de inflexión luego del temblor de septiembre de 2017. Ese día estaba en un departamento que rentaba frente a la Plaza Río de Janeiro, tomando una siesta para curarme la cruda provocada por una borrachera de la noche anterior. La sacudida me agarró en la cama. Me levanté un poco aturdido y me costó unos segundos largos entender la magnitud, hasta que el sismo cambió de ritmo y se sintió como si un taladro gigantesco percutiera contra el edificio de diez pisos. Cuadros, lámparas, libros cayeron al suelo; los muros se cuartearon frente a mí. Te dicen que, si estás en un quinto piso, lo conveniente es esperar a que termine el movimiento. Eso fue lo que hice, para encontrar, de camino a la calle, los intestinos de un edificio herido, los pedazos de yeso y concreto esparcidos por el suelo como piedras lanzadas por un volcán. El departamento de Río de Janeiro me encantaba: el escenario de numerosas fiestas y cenas, la roca de una identidad basada en una vida social alegre, con personas bien posicionadas. Allí se acabó. Estuve unos meses viviendo en casas de amigos o familiares hasta que conseguí rentar un departamento más pequeño. Justo por esas fechas comencé una relación que parecía ideal, con un hombre encantador y culto pero, como si se tratara de un sueño, la situación magnífica comenzó a virar hacia una relación ardorosa y enloquecida que ahora sólo me parece real porque la viví. Va un ejemplo del delirio.
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Llamémosle “Vértiz”. Era argentino. Un día que llegó de Buenos Aires, me contó que había comenzado a ver a un psicoanalista, cuyo nombre nunca supe, porque se refería a él como “Lacan”. Bueno, Lacan le había dicho que tenía que consumir cocaína diariamente para ayudarse a salir de su atolladero, así que el departamento se convirtió en una pequeña central donde llegaban numerosos dealers. Claro que eso y otras cosas similares terminaron más bien por hundirse en un pozo lleno de peligro. Un psiquiatra me advirtió que Vértiz podría ser psicótico y que, en momentos de delirio, mi vida estaba en riesgo. Me cambié a un lugar donde no me podría encontrar: un pequeño edificio que había comprado en la colonia Doctores y que no tenía intención de habitar. Mientras, claro, seguía yendo al psicoanálisis con Lavista, pero ya no era un asunto ordenado, de algunas veces a la semana, con horarios fijos, sino que comenzó a funcionar como una hotline a la que acudía a ver si podía dilucidar por qué me estaba metiendo en éste y otro problema, uno más grotesco que el otro. Una tarde llegué al consultorio y le conté a la doctora que uno de mis socios, un abogado con mucho poder, tal vez deseaba demandarme por administración fraudulenta.
Lavista dio un gritito: “¡Se tiene que detener!”, como si la manzana de Newton pudiera haber hecho algo una vez separada de la rama del árbol, como si el meteorito de Chicxulub pudiera hacer otra cosa que caer sobre la Tierra. Allí me di cuenta de que algo se había roto y abandoné una vez más el psicoanálisis. El negocio cerró, no me demandaron y yo me recluí en mi nuevo departamento a beber.
Era el principio de la pandemia. Un vecino, amigo mío, al que le rentaba un departamento, se tiró por la azotea una mañana de abril de 2020, luego de tratar de cortarse las venas. Escuché un golpe y salí a ver qué había pasado: Me lo encontré tirado en el piso, inconsciente, desangrándose; hubo que llamar a la ambulancia, atender al Ministerio Público, hablar con sus parientes. Fue un retrato de mi propia fragilidad.
En otra ocasión, me perdí un par de días por la bebida, desatendí un par de asuntos de trabajo y casi me quedo sin el ingreso que me sostenía.
Necesitaba ayuda. Y de manera completamente necia, volví a buscar el psicoanálisis, tal vez porque era lo único que conocía.
Llamémosle “Erazo”. Tiene su consultorio en el barrio de San Pedro de los Pinos, en una de esas calles y avenidas con cifras. Su número de calle y casa es una combinación de treses y nueves y eso, como los detalles pequeños de los consultorios de otros analistas, también es motivo de floridas especulaciones. El portón es negro. Hay que tocar el timbre. Se accede por el patio a una casa donde hay una sala de techos altos, con una aralia que toca el cielo raso y dos grandes ventanas que dan a la calle. Llegué muy confundido. Lo tengo anotado en mi calendario físico y mental, porque al salir de allí no volví a beber. Teniendo en cuenta los relatos de terror para abandonar el alcohol, de la mitología alrededor de los doce pasos, los miles de libros y películas con la narrativa sustancia-abstinencia-recaída-muerte…, todavía me pregunto: ¿Qué fue lo que pasó?
Con el tiempo, comencé a notar serias diferencias entre mis análisis anteriores y el nuevo proceso. Aquí no hay diván, por ejemplo. Erazo se sienta en un sillón y yo en otro y, debido a la pandemia, los dos usamos mascarillas, lo cual sigue siendo un poco extraño. Erazo me tutea (mis analistas lacanianos, no). En las sesiones hablo y él lo hace de regreso. A veces interviene, como lo hacen otros analistas, para señalar algo que he dicho y que lo haga consciente; pero otras, Erazo elabora más y suena como una voz razonable y esa voz, de alguna manera, se ha metido en mis conversaciones internas. Me ha costado un montón de trabajo recuperarme del colapso de hace unos años y su gigantesco melodrama. Ha sido un asunto paulatino. Se siente como cuando se te destapan los oídos: se te quita una molestia, recuperas un sentido; se quita la congestión en la nariz, puedes oler mejor, sin importar que sean cosas agradables o desagradables. Está bien.
La nueva etapa me ha hecho pensar mucho sobre el psicoanálisis. Hay días en que quisiera levantar un caso en contra de mis psicoanalistas anteriores. Me gustaría que hubiera una especie de Procuraduría Psicoanalítica del Consumidor para exhibir mi queja, algo que me permitiera revisar qué salió mal, por qué terminé bebiendo en un cuarto en la Doctores, contemplando el intento de suicidio de mi vecino. Como no existe tal cosa, he comenzado a recorrer ese camino solo: me he puesto a leer sobre psicoanálisis y hablar con algunos psicoanalistas y psicoterapeutas. Así me encontré con un tema que me era completamente desconocido hasta hace unos meses, que explicaría por qué me fue tan mal, particularmente, en mi último análisis lacaniano. Tiene que ver con el silencio con el que algunos psicoanalistas enfrentan la transferencia de sus pacientes.
El aporte central de Sigmund Freud, la razón por la que se le compara con Copérnico y Darwin, es porque desbancó la idea de que el ser humano es el maestro de sí mismo; es un movimiento tan importante como decir que la Tierra no es el centro del Universo o que la humanidad no es el foco de la Creación.
Nuestras relaciones personales son, de hecho, una espesa jungla de malentendidos, nunca lo que parecen; somos unos seres trágicos porque en realidad no nos conocemos y sabemos aún menos quiénes son los demás. Freud desarrolló la idea de que estos comportamientos se moldean en nuestra infancia y que todos redirigimos, de manera inconsciente, nuestros sentimientos y temores de las relaciones del pasado al presente. Yo me engancho en un psicoanálisis precisamente porque allí voy a comportarme con mi analista de una manera que hace eco de los aspectos más dolorosos de las relaciones con mis padres o las personas de mi infancia. En el ambiente controlado y secreto del consultorio, con el analista en un sillón, escuchando, y yo en el diván, hablando, es posible comenzar a entender lo que hago y por qué lo hago, de dónde vienen mis impulsos, y entonces, podemos ajustar y redirigir el comportamiento hacia mí y los demás de manera menos desafortunada, para convertir el sufrimiento “neurótico” en una infelicidad común, como dijo el mismo Freud en Estudios sobre la histeria.
Y aquí es donde hace su entrada el asunto del silencio, es decir, del comportamiento del analista en el análisis. Me he encontrado con numerosas aproximaciones a esto, pero quiero referirme en esta ocasión a una cercana a mí, el libro fantástico de Janet Malcolm, único en su género, porque se trata de un acercamiento desde el periodismo a la profesión del analista y todo lo que la rodea. Psicoanálisis: la profesión imposible es un libro escrito en los albores de los años ochenta, cuando el psicoanálisis era una práctica en auge en Estados Unidos —hoy, en franco declive: no así en Francia y América Latina—. Entre otras muchas cosas, Malcolm hace una exposición de algunas ideas claves del psicoanálisis, como las dificultades de los analistas para mantenerse como un espejo del dolor de los analizantes y sus infancias rotas. “Los analistas son, después de todo, personas reales, con cualidades reales y peculiaridades y emociones”, escribió. “Desde que Freud estableció la situación psicoanalítica como la conocemos, los psicoanalistas han estado luchando con (en algunos casos, escapando de) su radical desemejanza de cualquier otra relación humana”.
En general, los analistas se confinan a escuchar a sus pacientes y, a veces, a ofrecer algunas conjeturas llamadas “intervenciones” sobre el significado inconsciente de lo que acaban de escuchar. Un analista no da consejo, no habla de sí mismo, no discute conceptos abstractos ni da su opinión política. De ninguna manera se acuesta con sus pacientes o manipula la transferencia para su satisfacción personal. En la tensión entre el psicoanalista y el paciente es donde está el éxito o fracaso de un proceso, que no es otra cosa que el hecho de que el paciente tire a la basura a su analista porque entiende que éste no podrá cumplir sus fantasías de niño, que lo mejor será tratar de resolver estas fábulas, aunque de manera limitada y madura, en la vida real, en el trabajo, en las relaciones de pareja. Algunos analistas piensan, sin embargo, que la exageración de su rol como personas poco gratificantes puede subvertir el proceso que se ha puesto en movimiento.
Ésta es una pista para entender qué fue lo que me pasó con Lavista. Pedí algunas referencias sobre ella. Colegas me dicen que encuentran problemática la manera en que siempre se comporta en el análisis como una pantalla silenciosa. Puede ser muy útil para algunos, pero terrible para otros. Concuerdo. La mejor manera de describir lo que sentía: estar frente a una mampara donde se reflejaban mis miedos como sombras, con los que me tocaba luchar solo, sin ningún avance ni éxito, por seis años más o menos.
Y ¿qué puede hacer uno, que ha depositado su confianza en todo esto? ¿Caer en picada hasta mirar de frente a la muerte?
Uno de los aspectos que encuentro más conflictivos del psicoanálisis es que éstos y otros grandes temas son de difícil acceso y nula discusión pública. Si bien el psicoanálisis es parte de nuestro debate cultural cotidiano en literatura, antropología, derecho o educación, aspectos cruciales sobre lo que pasa en el diván los conocen unos cuantos; están inscritos en los recorridos secretos de quienes fueron pacientes, en las cavernosas asociaciones de psicoanalistas, dentro de las aulas de los centros de educación psicoanalítica, en las arcanas revistas especializadas, envueltos en un lenguaje incomprensible, en los congresos y coloquios y en las interminables discusiones de los psicoanalistas, siempre a punto de la fragmentación, de una manera francamente neurótica. Me llama mucho la atención, además, que casi nunca escuchamos la voz de los pacientes —aunque recientemente he ido descubriendo varios escritores que han hablado de su psicoanálisis: Adam Gopnik en The New Yorker, Doris Lessing en El cuaderno dorado o Sylvia Plath, que dialoga con el poeta Al Alvarez desde el diván—.
Así que aquí estoy, después de treinta años, preguntándome cosas sobre el psicoanálisis. Ahora que he estado leyendo biografías de Freud y Lacan puedo entender la fascinación que miles de personas han sentido por ellos y por las terapias psicoanalíticas. En el camino, me entero de que en México el psicoanálisis está en auge, con miles de practicantes de distintas escuelas, formados de manera muy diversa; es un ambiente rico, complejo y también lleno de minas. Me cuentan que hay personas que han tomado algún curso en las escuelas de psicoanálisis, abren una cuenta de Facebook y se ponen a recibir pacientes sin haber ellos pasado por una terapia. En cualquier caso, el análisis para mí dejó de ser un escenario vagamente letrado y glamoroso; ahora es un paisaje agreste, decididamente liminal, entre la vida y la muerte. Me entero, además, de que mi proceso con Erazo no es psicoanálisis en el sentido estricto, sino psicoterapia; me dicen que tal vez he cambiado el oro por el cobre, para marcar una distinción que estableció el propio Freud; que las diferencias están en la duración, el enfoque pero, sobre todo, en el papel de la persona con la que hablas en el consultorio. En cualquier caso, el cobre funciona. Creo que el psicoanálisis debe de renunciar al oropel. Es, además, un proceso combustible. Freud decía que la transferencia es el equivalente de las sustancias peligrosas con las que operan ciertos científicos o profesionistas. Nadie está al resguardo de que se produzca una explosión. Por último, es un proceso que no se trata ya de mis analistas lacanianos, sino de mí mismo; un laberinto que comencé a transitar y para salir de él creo que debo de terminar de recorrerlo, a pesar de ellos mismos.