Un fragmento de Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio
Si fuéramos capaces de resucitar en un cuerpo nuevo, al que le han insertado nuestros recuerdos, ¿seguiríamos siendo los mismos? Esta es una de las interrogantes que se desprenden de Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio (Almadía, 2020), de Andrea Chapela, una colección de relatos que apunta —en tono futurista— a los cambios de las relaciones humanas a raíz de los embates tecnológicos. Aquí presentamos un fragmento del relato “En proceso”.
EN PROCESO
Todavía no he muerto, es mi primer pensamiento al despertar.
Entonces, las náuseas. El cuerpo que duele. Abrir los ojos. Demasiada luz. ¿Por qué nadie ha venido a tomarme la presión? Me incorporo. ¿Cómo llegué aquí?
En el cuarto solo hay una cama, la misma en la que he dormido desde que llegué al hospital. No hay rastro de la mesa, del sillón, del florero que la enfermera trajo ayer. No hay ventanas. No hay puertas. No hay ninguna salida.
Al mover los brazos no me duelen las articulaciones o el cuello. Los pitidos, pasos, quejas normales del hospital han desaparecido. Se siente como si no existiera nada más allá de este cuarto. ¿Dónde están las enfermeras? Grito. Hola, alguien, dónde estoy. Mi voz no hace eco, el silencio cae pesado cuando mi voz desaparece. ¿Hola? Hola. ¡Hola! Los gritos se enciman uno sobre otro hasta que las palabras pierden sentido, se convierten en desesperación sonora.
¿Dónde estoy?
Lo que recuerdo: Mi nombre es Andrea Chapela. Estaba en el hospital esperando (no recuerdo desde hace cuánto) una Resurrección Asistida (RA). La enfermera (no recuerdo su nombre o su rostro, solo sus manos frías que olían a jabón) me tomó la presión anoche y me dijo que tenía la respiración errática, pero ahora respiro bien. De hecho, no he respirado tan bien en años. Me quedé dormida mientras esperaba morir. Luego, desperté aquí.
Cuando me calmo, busco algo familiar. Observo mis manos. Hay algo extraño en ellas. Miro las palmas. No hay arrugas ni manchas, no hay ninguno de los signos de edad a los que me había acostumbrado. Y aun así las manos se sienten mías. Reconozco los lunares y las cicatrices de esa vez que me quemé con un sartén o cuando me caí y me corté al lanzar una botella al mar. Como no hay un espejo, toco mi cara. Recuerdo usar lentes, pero también recuerdo no usarlos. La piel se siente tersa bajo mis dedos.
La única conclusión que tiene sentido es que en algún momento de la noche mis signos vitales se dispararon y la RA comenzó antes de que despertara. Eso quiere decir que no he vuelto a despertar, ya no estoy en el hospital. Estoy en lo que llaman tránsito. Suspendida entre un cuerpo y otro. Ahora mismo, en algún lugar del hospital, Andrea Chapela está muriendo y Andrea Chapela está naciendo de nuevo y yo soy la Andrea entre ambas.
¿Cuántas Andreas pueden existir a la vez? ¿Qué pasará conmigo cuando la nueva Andrea despierte?
Me levanto y cuando piso el suelo una de las paredes se enciende.
Aunque ya no estoy pisando el suelo, la pared sigue iluminada.
Observo las barras de luz deslizarse de abajo hacia arriba. Parece una pantalla inteligente. Me acerco a ella. Toco la superficie y está fría, pero no reacciona ante mi roce. Recuerdo cuando tenía diecinueve años y proyectaba películas en la pared blanca del jardín para verlas con mi novio, pero en este cuarto no hay proyectores. Doy un paso atrás. Las líneas se engruesan hasta que la luz cubre toda la pared, entonces se condensa en un punto. Parpadea y aparece mi rostro. Observo la imagen, pero no corresponde a la cara de la mujer de 72 años que vi anoche en el baño. Esta es una cara que solo queda en fotografías: yo a los veinticuatro años justo antes del accidente en el que morí por primera vez.
¿Por primera vez? Pensarlo con cuidado me hace recordar. Se siente natural, recordar, a pesar de que estos recuerdos no estaban allí hace un momento. No es la primera vez que muero, no es la primera vez que he estado aquí, pero no lo recuerdo. No recuerdo muchas cosas (si soy honesta no recuerdo los últimos años, no recuerdo envejecer). Todo está borroso, hasta el hospital, hasta este cuarto.
Estoy sentada en la cama, la espalda apoyada en la pared. De repente recuerdo a mi padre. Siempre me regañaba por recargarme en paredes frías. Decía que mis pulmones, el aire en su interior, se enfriarían. Trato de recordar algún momento específico, pero me cuesta trabajo. ¿Cómo era su cara? ¿Cuándo fue la última vez que lo vi?
Mi rostro en la pantalla desaparece.
La luz parpadea de nuevo y luego se estabiliza.
Lo que sé sobre el procedimiento:
El primer caso de RA fue en 2011.
Todavía no se consiguen copias perfectas. Sin lagunas.
Actualmente, 72% de las personas eligen pasar por el procedimiento.
Para ser admitido, no puedes haber tenido hijos.
Solo 48% son elegibles al morir.
No se sabe por qué no siempre funciona, pero solo 30% despierta.
Un cuerpo artificial no puede reproducirse.
Aunque algunas personas han tratado una segunda RA, nadie ha sobrevivido al tránsito más de una vez. Hasta ahora.
En la pantalla, un recuerdo:
Mi papá, mi primer y único padre, sonríe. Su pelo cano y chino, ondulado y plateado después de que lo peinara con un cepillo de cerdas gruesas. La barba poblada arreglada, recién cortada. Trae el saco de terciopelo para ocasiones especiales. Volver a vernos después de mi primera RA es una ocasión especial. Yo soy una niña de nuevo y él ya un abuelo. Lo abrazo en cuanto entra y él me sienta en su regazo. Antes, durante mi primera adolescencia, me sentaba en sus piernas y él me decía: “Antes eras de este tamaño, cabías aquí en mi pecho”. Ese día me dice: “Otra vez puedes dormir acurrucada en mi panza”.
No recuerdo quién lloró primero.
Me siento en el suelo frente a la pantalla. Siempre me ha gustado sentarme en el suelo con las piernas cruzadas. De niña y adolescente era muy torpe (las dos veces) y sentarme así me daba seguridad. Si estoy ya en el suelo, no puedo caerme.
Pocas personas han intentado un segundo tránsito y nadie lo ha completado. Mi presencia aquí debe de ser una señal de que está funcionado. Tal vez estoy aquí para decidir si logramos cruzar. Tal vez por eso hay gente que no despierta, que decide no cruzar.
No recuerdo por qué decidí intentar una segunda RA. Quiero entender por qué decidí arriesgar, por qué esperar la muerte en un cuarto de hospital en busca de un procedimiento que podía no funcionar. ¿No había otra manera de pasar nuestros últimos años?
Comienzo un ejercicio de memoria. Pienso en la gente que recuerdo de mi primera y segunda vida, pienso en momentos precisos y los recuerdos aparecen en la pantalla. Es más fácil entenderlos así, proyectados y ajenos. Hay huecos, algunos por la primera RA, que nunca sanaron, otros porque la carga no se ha completado.
Recuerdo el hospital, recuerdo un hombre en los últimos años, su abrigo negro, su sonrisa cálida, pero no su rostro. Recuerdo mi primera adolescencia más claramente que la segunda, pero mi vida adulta tiene huecos.
Paso de mi padre a mi madre, a mis hermanos, a mis amigos, a rostros que no reconozco, a gente que debería recordar, pero no sé de dónde salen, cómo entender quiénes fueron para mí. Paso por esos rostros cada vez más rápido, tan rápido que las caras se desfiguran entre sí, se mezclan y cuantos más momentos paso, más lejanos se sienten, menos conocidos, menos presentes, menos los entiendo. Menos los recuerdo.
En la pantalla:
Una librería de viejo en Donceles. Una voz familiar entre los libros. Dejo de buscar en la estantería y me vuelvo para verlo. Abrigo negro, cabello antes oscuro ahora cano, arrugas. El tiempo nos ha marcado a ambos, pero lo reconozco y, cuando lo llamo por su nombre, él se gira y me reconoce. Me abraza como se toma algo que puede desaparecer o romperse o esfumarse enseguida y por largo rato, para sorpresa del dependiente, no me suelta.
Los recuerdos se acumulan. Tal vez es más fácil transferirlos cuando ya hay una base. La mente comienza a conectar, a entender y el proceso se acelera, la mente succiona la información, hambrienta por llenar todos los huecos. ¿No hace eso siempre? ¿Rellenar los blancos, inferir el siguiente movimiento, adelantarse a la realidad? Ahora puedo acomodarlos, ponerlos en el orden que desee. Hay tantas posibilidades. En orden cronológico, por persona, por lugar, por duración. Puedo mapear ambas vidas. Siento como cuando era adolescente la primera vez y comenzaba a escribir. Al mover una escena, todas las demás caen en su sitio y comienzo a apreciar la historia completa. Si le pongo orden a mi vida, ¿podré descubrir por qué decidí cruzar, qué sucedió en mi primer tránsito, cómo hacer para cruzar de nuevo?
Pero ¿quiero cruzar de nuevo?
Lo que sé sobre Andrea Chapela:
La primera vez que murió tenía veinticuatro años.
La segunda vez, tiene 72 años.
Fue el quinto caso exitoso de RA en el mundo.
Su color favorito fue el verde y luego el naranja.
Su regalo favorito fueron unos aretes de perlas.
Sus padres se los regalaron las dos veces que cumplió quince años.
Quiso ser química. Quiso ser escritora.
En su segunda vida no fue ninguna de las dos. Vivió como un experimento exitoso, en constante observación.
Se arrepintió del procedimiento.
Lo que no sé sobre Andrea Chapela:
Todo lo que me concierne. Todo lo importante.
Tengo hechos y recuerdos, pero no entiendo el razonamiento, los sentimientos que nos trajeron aquí. ¿Habría Andrea hecho algo distinto al saber que llegaría aquí, que me enfrentaría a nuestra vida para completar un deseo que no entiendo? ¿Habría arriesgado más, vivido más, perseguido los sueños de la primera Andrea sin miedo? ¿Por qué volver cuando sufrimos tanto? No sé por qué quiere enfrentarse a ese dolor, a tratar de repetir lo irrepetible.
Tampoco sé en dónde estoy en el mundo físico. ¿Estaré dentro de un procesador, en un cuarto con temperatura controlada, entre montones y montones de otras conciencias zumbando y parpadeando? ¿Estaré en una memoria bioelectrónica en algún cuarto desde el que pueden monitorear el ritmo de cruce? No sé cuál es el mecanismo por el que existo, no sé cuál es la razón por la que estoy aquí con esta pantalla. ¿Soy un reflejo mental para mirar atrás? ¿Una representación física de la vida pasando frente a mis ojos? ¿Una manera de poner orden? ¿Juez y parte de esta decisión? ¿Tengo poder de decisión sobre el tránsito? ¿Se supone que haga algo, resuelva algo?
O solo soy un remanente de conciencia, un yo secundario y accidental, solo un imprevisto y no hay una razón para que esté aquí.
¿Cómo sería el primer limbo? ¿Serán todos iguales? ¿Habrá mi subconsciente creado algo más interesante que un cuarto vacío la primera vez?
Imagino un jardín amazónico, un tren a alta velocidad y el paisaje borroso por la ventana, un café parisino, un microcuarto en Tokio, incluso la sala del primer departamento donde viví sola, con su sillón rojo, sus cuatro ventanas, por donde veía los días de otoño con el cielo azul y los árboles naranjas. Nunca había visto nada parecido. Me sentaba allí y observaba a las ardillas corretearse en el jardín, le escribía a mi novio de adolescencia correos que nunca enviaba y cada día se sentía larguísimo, pero el tiempo pasaba rápido y el invierno se aproximaba. Muchas veces en mi segunda vida soñé con ese departamento, me parecía que la persona que había vivido allí era feliz y yo, la segunda yo, quería ser así de feliz, quería entender cómo ser así de feliz. ¿Era pura idealización? ¿No es el pasado siempre más feliz? ¿Cuántas veces se puede vivir antes de aceptar que esto es, esto es todo lo que nos tocó vivir, no hay más oportunidades, lo hemos perdido todo, lo hemos sentido todo y ha sido suficiente?
Mi primera RA comenzó con un accidente. Tenía veinticuatro años. No recuerdo el impacto. No recuerdo adónde iba. Solo el dolor y las voces. No estaba en México. Llevaba algunos meses estudiando en Estados Unidos. Del tiempo antes del accidente solo tengo imágenes, como fotografías inconexas, la mayoría de mis recuerdos de esa época se perdieron durante el primer procedimiento. ¿Por qué marqué la casilla para donar mi cuerpo a la ciencia durante el papeleo de la orientación? ¿Leí con cuidado en lo que me metía? Marcar o no marcar la casilla para RA. No me di cuenta de qué estaba decidiendo, solo seguí el impulso, ¿por qué no marcarla? ¿Qué diferencia hacía?
Todavía estaba consciente cuando llegué al hospital y comenzó el procedimiento. Gracias a que doné mi conciencia, seis meses después desperté de nuevo. Tenía cuatro años. Un éxito, mínima pérdida de memoria, una segunda vida, el futuro al alcance del ser humano, pero los primeros diez años de mi nueva vida fueron un infierno.
Pero las cosas han mejorado. Si todo sale bien, la tercera Andrea tomará terapia hormonal de crecimiento acelerado, no pasará años confundida, aprendiendo a asociar dos vidas disociadas, no tendrá que medicarse para evitar trastornos psicológicos, no tendrá que estar bajo observación toda su nueva vida porque los resultados exitosos tienen que monitorearse con cuidado. O tal vez no. Nadie ha tenido una segunda transferencia. De nuevo seremos un caso de estudio.
¿Por qué pasar por eso otra vez, Andrea? ¿Tan desesperada estás por vivir una y otra vez?
Después de repasar nuestras vidas, si pudiera decidir, creo que no cruzaría.
En la pantalla:
Tengo dieciséis años por primera vez, es septiembre, estoy en un asilo de ancianos. Estoy sentada sola en el recibidor cuando él entra. Se acerca como si nos conociéramos de siempre, me pregunta si sé algo de los demás, y yo contesto que ya no deben tardar. Me pide mi celular para hacer una llamada y se lo doy. Desaparece por la puerta. No me entero de su nombre hasta el momento en que nos presentamos frente al grupo de ancianos cuando dice, como presentación, detrás de este cabello estoy yo y su nombre. Quedo encantada con la pinta despreocupada, con su cabello largo, negro y caótico que le cae sobre los ojos, con la breve conversación sobre Cortázar en el estacionamiento.
La siguiente vez que voy al asilo, él no llega.
Detengo el recuerdo. Lo reconozco, pero no solo de mi primera vida, sino también de la segunda. Busco su rostro en mis recuerdos y lo encuentro en la librería de viejo en Donceles. En la pantalla los coloco uno junto al otro. A la derecha a los dieciocho años cuando lo conocí. A la izquierda a los setenta cuando nos reencontramos.
En la pantalla:
La noche que nos despedimos antes de que me fuera a Estados Unidos. Sentados en mi coche afuera de su casa. Es de noche. Llevamos varias horas hablando, llorando y abrazándonos. Me voy al extranjero, sé que necesito irme sola y él no puede vivir esperándome. Mi cabeza en su hombro. Un abrazo que no me atrevo a romper.
A veces siento que voy a buscarte el resto de mi vida.
Él dice que no me cree.
¿Lleva la vida siempre al mismo lugar? A pesar de la ciencia, a pesar del dolor, a pesar del tiempo, ¿habríamos terminado en el mismo lugar sin el accidente, sin RA, encontrándonos al final de nuestras vidas en el Centro, dándonos cuenta de que éramos un pendiente para ambos? ¿Cuál escenario hubiera sido la tragedia más grande? ¿Esta vida o esa posibilidad?
Lo que sé sobre él:
Murió hace ocho años.
Siempre estaba tarareando.
Se sabía todas las canciones que ponían en la radio.
Antes le gustaba Hermann Hesse, después le gustó Thomas Bernhard.
Quiso ser filósofo, quiso ser músico, quiso ser matemático.
Sus padres decían que nada de eso daba dinero.
Logró que le creciera la barba después de los 35.
El primer regalo que me dio fue una docena de panqués de nuez que él horneó. Nunca entendió que me molestara cuando cambiaba los planes y no me avisaba. Les enseñó a sus sobrinas a jugar avión, ¡basta! y ajedrez. Le gustaban los niños. Se fue de México y trabajó en redes neuronales por treinta años.
Algunas líneas de los códigos que me mantienen con vida son suyas.
Él es la respuesta a qué hago aquí. Esta es una historia de amor o un intento de terminar lo interrumpido. ¿Vale la pena arriesgarse por una tercera oportunidad?
¿Arriesgar que el procedimiento de uno no funcione, que uno tenga que vivir de nuevo una existencia rota sin el otro? ¿Jugárselo todo? ¿Qué haces, Andrea? Sí, lo amaste dos veces, pero ¿eso te asegura una tercera? ¿Quién te dijo que esa relación sobrevivirá el tiempo, la distancia, otros cuerpos, nuevos recuerdos?
Será así:
Andrea despertará con cuatro años. Pasará por terapia hormonal. En tres años, cuando pueda reintegrarse a la sociedad, dejará el hospital. Él ya estará allá afuera, en un nuevo cuerpo, pero prometieron no verse hasta que su segunda transferencia fuera un éxito. La otra posibilidad era demasiado dolorosa. Ella se instalará en la Ciudad de México y después de unos meses, cuando se haya acostumbrado a la ciudad, lo buscará. Él ya sabrá que el procedimiento funcionó y la estará esperando. Si quiere volverla a ver, irá todos los días por la mañana a la librería de Donceles. Ella se armará de valor, irá al Centro, se encontrarán. Se reconocerán. No habrá dudas y de nuevo serán jóvenes y esta vez, por fin, esta vez funcionará, tendrán una vida entera juntos. Harán todos los viajes que imaginaron, vivirán juntos todos los años que quieran, se dirán todos los clichés: cómo se han buscado a través del tiempo, cómo se han esperado, cómo son el uno para el otro. Podrán saber por fin si eso que tuvieron sobrevive a todo o si fue un amor nacido de las circunstancias, de haberse perdido y vuelto a encontrar.
Al menos esto es lo que imaginé todos esos años mientras esperaba.
La pantalla se llena de él, de los años que estuvimos juntos en la primera vida. Mi padre me dijo entonces que eso que estaba viviendo, el primer amor, el descubrimiento de la compañía, de la intimidad, era una etapa maravillosa, que la disfrutara. ¿Y lo hice? Seis años juntos. Luego me fui y tuve el accidente. Después vino una vida sin él, una vida donde redescubrir esas cosas ya no tuvo sentido, donde tuve que aprender que nada se puede vivir dos veces igual, donde pasé toda mi juventud no creciendo, sino como un experimento en espera del punto de inflexión, acostumbrándome a las consecuencias de un nuevo cuerpo. Qué libre me sentí cuando cumplí veinticinco años y ya no hubo más expectativas o más vidas, cuando por primera vez sentí que era yo misma de nuevo, una yo más rota, más confundida, más perdida, pero por fin yo. Y fue como si me diera permiso de vivir. Viajé, estudié, dejé de buscar “la primera vez” y encontré placer en otras personas, en otros recuerdos, en otros idiomas y otros países. Hasta que volví a México. ¿Fue ese día en Donceles un momento correcto en el lugar correcto? Regreso al recuerdo. Lo observo. Del joven que él había sido no quedaba mucho, pero de la primera Andrea, de la mujer que iba a ser, ese ideal que perseguía cuando me fui, no había rastro. Fuimos por un café y después traté de no buscarlo porque con él volvían todas las disociaciones. Pero no pude evitar la curiosidad de probar los límites entre una vida y otra, de conocerlo por mí misma y entre los mensajes y las salidas, nos reconocimos. Volvió la cercanía, la familiaridad y con eso pasamos rápidamente de conciertos a viajes, a mudanzas y a vivir la vejez juntos. Hasta que él enfermó, hasta que decidimos que necesitábamos más tiempo. Hasta llegar aquí.
Puedo sentir todos mis recuerdos en su lugar. Mi memoria está completa.
¿De qué sirve que yo piense esto de nuevo? Tanto tiempo para llegar a algo que ya pensé una vez. La decisión está tomada, estamos en tránsito. Estoy gastando mi tiempo en pensar qué pasará entre ellos, en lugar de concentrarme en estar aquí, pero no puedo dejar de pensar en todos los escenarios que nos aguardan, todas las posibilidades que no estoy segura de que existen, y que, de existir, en realidad no viviré. Las vivirá otra Andrea. Todo lo que recuerdo, no lo he vivido realmente, todo lo que imagino, no lo viviré tampoco. Soy solo un momento perdido, un montón de pensamientos, de posibilidades que nunca pasaron. Sería mejor que me acostara de nuevo, cerrara los ojos y esperara a que terminara la carga.
No hay diferencia entre estos minutos y toda una vida. Al final es lo mismo para todos, el tiempo siempre está corriendo. En mi caso el tiempo es más corto, pero después de morir dos veces, ¿realmente querría recordar el tiempo de no existir? ¿Los minutos entre que soy una y soy de nuevo?
Lo que espero es que al final todo tenga sentido, que antes de respirar de nuevo entienda algo importante. Siento como si estuviera esperado que pasara algo y ahora lo que sea que iba a pasar ya pasó. O tal vez no. Tal vez está a punto de pasar o tal vez le va a pasar a alguien más o tal vez yo solita he desaprovechado los momentos que tenía para estar aquí y ahora todo esto será solo un interludio. Pero ¿no viví ambas vidas de la misma forma? Siempre en tránsito de un momento a otro de mi vida, de una meta a otra. Tal vez desperdicié el único momento en el que estaba estática, en el que podía tomarme el tiempo de entenderlo todo, esperando que algo más le diera sentido. Pienso en mi segunda vida cuando quise escribir y no encontré lo que buscaba, así que lo dejé, porque era mejor dejarlo que decepcionarme con lo irrepetible. Pero antes de morir ya no pensaba así. Me di la oportunidad de vivir lo que tuviera que pasarme. Me pregunto si escribiré o si perderé el tiempo o si lo hubiéramos perdido de cualquier forma sin el accidente, si hubiéramos pasado de una cosa a otra sin parar. ¿Cuándo se vive de verdad? ¿Cuándo se empuja hacia adelante? ¿Cuándo se detiene uno? ¿He perdido aquí otra oportunidad?
La pantalla se apaga.
Coloco una mano sobre la pared. ¿Ahora qué? ¿Es una señal de que todo se acaba, que Andrea está a punto de despertar? Siento una aceleración en mi interior, quisiera comenzar a correr sin dirección, quisiera irme lejos, no tener que enfrentarme a lo que viene. Debajo de mi palma siento un movimiento, como si la pared estuviera hecha de ladrillos y estos se reacomodaran. Pero en lugar de la transformación fantástica que espero por mis lecturas de niña, sencillamente aparece una línea negra y en un segundo donde solo había una pared hay una puerta de madera clara. Es la puerta de mi casa en México, donde crecí la primera vez. El pomo es de metal dorado y está frío, tan frío que se siente húmedo cuando lo toco, pero mi mano reconoce su forma alargada.
Por un momento, me decepciona la metáfora facilona de mi subconsciente. Las puertas sirven para ir a otros lugares. ¿Es esto una manera de ayudarme en la transición? ¿Es más fácil digerir la idea de abrir una puerta y cruzar al otro lado, que parpadear y no existir?
Alejo mi mano del pomo. ¿Puedo elegir no cruzar y quedarme aquí? ¿Es esa la razón por la que el procedimiento no funciona siempre? ¿Habrá conciencias que eligen no cruzar, que después de ver pasar todos sus recuerdos frente a ellas, toda la pérdida y disociación de volver a vivir, deciden quedarse, no despertar? ¿Quiere decir esta puerta que puedo decidir?
Esto es lo que va a pasar:
Cruzaré la puerta, olvidaré mi tiempo en el limbo y despertaré.
Cierro los ojos. Tomo el pomo de nuevo. Respiro profundamente. Aquí vamos. Estoy a punto de nacer por tercera vez.
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Este es un fragmento de Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio, de Andrea Chapela. México: Almadía, 2020.
Cortesía de Almadía:
almadiaeditorial.com
Esta historia se publicó en la edición dedicada a “La revolución tecnológica“.
Andrea Chapela. Ciudad de México, 1990. Escritora mexicana. Estudió la maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Iowa, Estados Unidos. De 2009 a 2015 publicó la tetralogía Vâudïz (Ediciones Urano), que empezó a escribir a los quince años. Fue becaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca en 2016 y 2020, y del Ayuntamiento de Madrid en una residencia de escritura en 2019. En 2018 fue ganadora del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen por Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio. En 2019 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola por el libro Un año de servicio a la habitación y el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez por Grados de miopía.
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