Ningún político ha marcado el destino de Europa en la última década como la canciller alemana Angela Merkel quien, luego de dieciséis años en el poder, se retira tras las elecciones generales del próximo 26 de septiembre. Será una separación difícil y una nueva era. Merkel se acerca al final de su mandato con los niveles de aprobación más altos de su país.
El reloj marcaba las 11:20 a.m., de un día soleado pero gélido de diciembre de 2019, cuando Angela Merkel, vestida de negro, cruzó lentamente y en silencio el portón que simboliza la peor tragedia de la historia alemana.
Con el lema, “Arbeit macht frei” (“El trabajo los hará libres”), inscrito en la parte superior, este umbral da comienzo a lo que fue el campo de concentración de Auschwitz, en el actual territorio de Polonia, donde los nazis asesinaron de manera sistemática a más de un millón de personas durante la Segunda Guerra Mundial.
Merkel había llegado poco antes con su comitiva, hoy un monumento conmemorativo, y cruzó ese portón con los clics de las cámaras periodísticas como el único sonido de fondo; después admitió lo difícil que le resultaba estar ahí: “Siento una profunda vergüenza ante los crímenes barbáricos cometidos aquí por los alemanes, crímenes que sobrepasan los límites de lo comprensible”, reconoció en su discurso central, que ofreció en un edificio que apodaban, sarcásticamente, “el sauna”. Allí limpiaban, desinfectaban y despojaban de sus pertenencias a los recién detenidos; ahí eran deshumanizados y comenzaba el horror de Auschwitz-Birkenau.
La visita de Merkel fue poderosa, simbólica y memorable en su carrera política —que, para ese entonces, empezaba a dibujar su fin—; no sólo porque era la primera visita de un canciller a Auschwitz en veinticuatro años, sino también porque el perfil de Merkel era radicalmente distinto al de sus predecesores.
La canciller, después de todo, es la primera y única jefe de gobierno alemana que nació después de la guerra, un hecho que refuerza el principal mensaje que llevó a Polonia: mantener viva la memoria como una responsabilidad “infinita” y “no negociable”, especialmente cuando cada vez hay menos testigos directos de las atrocidades que se vivieron en lugares como Auschwitz. Además, su historia está marcada de manera muy particular por las cicatrices que dejó la guerra.
Nació el 17 de julio de 1954 en Hamburgo, en Alemania Occidental, pero sus padres se trasladaron poco tiempo después al este. Es la única canciller que creció en un país que ya no existe: en la República Democrática Alemana (RDA), detrás del Muro de Berlín. De hecho, la construcción del Muro, en agosto de 1961, es su primer recuerdo político. En ese entonces, la pequeña Angela Dorothea Kasner vivía con sus padres, Herlind y Horst, y su hermano menor, Marcus, en una pequeña ciudad, Templin, unos cien kilómetros al norte de Berlín, donde su padre era pastor luterano.
Los Kasner regresaban un viernes de sus vacaciones de verano, en las que le habían cumplido a la abuela materna de Angela su sueño de recorrer Baviera en un Volkswagen Beetle. Pero su padre comenzó a notar algo raro, fuera de lugar: en los bosques se amontonaba alambre de púas. “De sábado a domingo comenzó la construcción del Muro”, recordó Merkel. “Mi padre ofreció ese domingo un servicio religioso y había un ambiente horrible en la iglesia. Nunca lo olvidaré: las personas lloraban, mi madre también lloraba”. Así despertó a la realidad de ese estado socialista, con una de las policías secretas más represivas del mundo y sin muchas de las libertades de las que gozaban quienes vivían en el lado de Occidente, incluso sus propios primos y su abuela, en Hamburgo.
Merkel, sin embargo, ha descrito su vida en Templin de manera positiva. Asegura que creció “en un Estado malo pero, por ejemplo, con una hermosa naturaleza”. Su infancia y adolescencia tuvieron matices normales, con amores platónicos, escenas de rabia en la pubertad, sueños —quería ser patinadora de hielo— y fiestas colegiales en las que ella, sin embargo, se sentía algo triste: “Era la persona que comía maní mientras el resto bailaba”, admitió en 1994, cuando ya despuntaba el interés por conocer más sobre la entonces joven política del este.
Pero su vida en la RDA también estuvo marcada por el régimen y mucho se ha discutido desde entonces sobre su relación con el sistema. Merkel, por ejemplo, militó en una organización juvenil socialista, la FDJ (Juventud Libre Alemana, por sus siglas en alemán). Y aunque se especuló que pudo haber estado a cargo de la “agitación y propaganda”, ella explicó, en una entrevista en 1991, que lo hizo mayormente por “oportunismo” y que su labor consistió en organizar temas culturales a nivel local. Poco después de que cayera el Muro, nunca sintió que la RDA fuera su patria y dijo que más bien usó el “margen de maniobra” disponible para poder lograr sus objetivos.
De cualquier manera, de su juventud detrás del Muro le sobreviven muchas de las características que hoy la definen como canciller: su disciplina acérrima —fue la mejor estudiante en el colegio—, su afán por no llamar la atención —indispensable para persistir en la RDA—, una claridad argumentativa que heredó de su padre y una tendencia evidente hacia la planeación, aunque eso afectara su espontaneidad. Merkel ha admitido que le gusta pensar en los regalos de Navidad meses antes de que se acerque la fecha para así “evitar el caos”.
También le quedó el conocimiento del ruso que, junto con inglés, era su materia escolar preferida y que le ha servido, desde que asumió el cargo de canciller, como un punto en común con el presidente ruso, Vladimir Putin, el líder internacional con quien más tiempo ha compartido y uno de sus más difíciles rivales.
Pero por más habitual que sea escudriñar en el pasado de Merkel para encontrar los rasgos de su pensamiento político, lo cierto es que nadie habría osado pensar, en la dictadura de la RDA, que esa joven aplomada y discreta terminaría convirtiéndose no sólo en canciller de una Alemania reunificada —algo de por sí inimaginable para muchos—, sino, sobre todo, en una persona a quien la revista Forbes describió como la mujer más poderosa del mundo por diez años consecutivos. Justo ahí está lo que la hace única: “Lo especial es su origen”, explica Robin Alexander, uno de los periodistas mejor conectados de Berlín, que cubre la cancillería para el periódico Die Welt.
***
Angela Merkel tampoco pensaba en la política como carrera profesional. De hecho, escogió una ruta que no podría estar más alejada de lo que la terminaría haciendo famosa. En 1973 se mudó a Leipzig, a tres horas en tren de sus padres y de la vida tranquila de Templin, para estudiar Física en la Universidad Karl Marx.
Escogió esa carrera porque las ciencias le prometían “trabajar cerca de la verdad” y asumió el reto, fascinada por las grandes teorías y con la certeza de que la física experimental no era su fuerte. Se describió a sí misma como buena en su campo sin ser sobresaliente. Obtuvo su mayor logro académico cuando defendió exitosamente en Berlín su tesis del doctorado en Físicoquímica, titulada Influencia de la correlación espacial de la velocidad de reacción biomolecular de reacciones elementales en los medios densos. Su vida personal también cambió en Leipzig. En la biblioteca, mientras cursaba el segundo semestre, conoció a Ulrich Merkel, quien se sintió atraído por su naturalidad. En 1977 se casaron. Fue un matrimonio corto, fallido: cuatro años después, ella empacó y dejó el departamento que compartían. La separación, como dijo ella, no tuvo “encarnizamientos ni ropa sucia”, pero sí le dejó –además de la lavadora– el apellido con el que hoy la conoce el mundo.
Para ese momento, Merkel ya había comenzado su vida laboral en Berlín. Tenía un trabajo monótono como investigadora en el Instituto de Química Física en la Academia de las Ciencias, la principal institución científica de la RDA. Vivía cerca del Muro, algo que la oprimía, y se sentía sola con frecuencia. Sufría por la falta de libertades, en particular, por no poder viajar libremente por Occidente: su sueño era conocer Estados Unidos. Y, sobre todo, ya empezaba a sentir que no quería dedicarse a la física por el resto de su vida.
Entonces, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro. Pero, mientras muchos corrían extasiados hacia la frontera, Merkel estaba, como todos los jueves a las seis de la tarde, con una amiga en el sauna. Ella ya sabía que las autoridades de la RDA habían autorizado la libertad de movimiento, pero ni siquiera uno de los días más históricos de Europa hizo que cambiara su rutina. Vivió ese momento, como tantos otros de su vida, de manera estructurada. Incluso cuando, después del sauna, se dirigió al cruce de Bornholmer Straße —el primero que abrió—, su felicidad fue controlada: “Me encontré con otras personas y de repente estábamos en el departamento de una familia feliz de Berlín occidental”, recordó. “Todos querían ir a Ku’damm —la principal avenida comercial de Berlín occidental—, pero yo preferí volver a casa, pues al día siguiente tenía que madrugar”. Para su temperamento, como ella misma reconoció, ya había deambulado suficiente.
La caída del Muro de Berlín le abrió, como a tantos otros, las puertas a un mundo nuevo. “Todo era tan increíblemente emocionante que nunca me sentí cansada”, dijo. Empezó a buscar cómo vincularse a los movimientos que apenas surgían y encontró su lugar en un grupo algo caótico, Despertar Democrático, donde había, por un lado, un alto número de intelectuales y, por el otro, muchas labores menores de las que podía encargarse una política en ciernes. Merkel comenzó su carrera instalando las computadoras de la oficina. Lo que siguió, luego de la reunificación alemana el 3 de octubre de 1990, fue un ascenso vertiginoso e inusual, como explica su biógrafo Hugo Müller-Vogg: “Que una mujer, especialmente una alemana del este, haya ascendido tan rápidamente y casi sin pausa es algo que nunca había ocurrido en Alemania”.
Merkel se afilió ese mismo año a la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán), de tendencia conservadora, que desde entonces ha sido su hogar político. En las primeras elecciones alemanas conjuntas, en diciembre de 1990, fue elegida como miembro del Parlamento, donde ha permanecido de manera ininterrumpida e incluso ocupando simultáneamente otros cargos. Y el 18 de enero de 1991, cuando apenas llevaba dos años como política, la nombraron ministra federal para las Mujeres y las Juventudes. Tenía 36 años y su jefe directo era nada más y nada menos que Helmut Kohl, el arquitecto de la reunificación.
Mucho se ha escrito en Alemania sobre la relación entre Merkel y Kohl. Merkel ha admitido que el hecho de ser mujer, joven y del este seguramente le ayudó a llamar su atención cuando él buscaba formar un gabinete diverso tras la reunificación, aunque también ha dicho que “nadie le regaló nada” en su ascenso. Ella, además, aprovechó el apoyo del entonces canciller todopoderoso y fue abriéndose, paso a paso, puertas en la política nacional. En 1994 asumió el cargo de ministra del Medio Ambiente y, simultáneamente, fue creciendo en la CDU, donde se convirtió en secretaria general, en 1998. Y nunca olvidó ese consejo que le dio Kohl cuando ella preparaba su primer discurso: “Habla sobre tu origen y sobre tu biografía. En tus orígenes está tu futuro”.
Pero Merkel también supo alejarse de Kohl en un momento clave, una jugada maestra que ella no dudó en calificar como el mayor riesgo que ha tomado en su carrera política hasta la fecha.
Se acercaba la Navidad de 1999 cuando, sin consultar a la dirigencia de su partido, Merkel envió una columna de opinión al diario conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung, uno de los más importantes del país. El texto no habría sido mayor cosa de no ser porque Merkel pedía públicamente algo muy osado: que el partido se desprendiera de Kohl, su viejo “caballo de batalla”, que mantenía una enorme influencia para pesar de que, para entonces, ya había perdido la cancillería y afrontaba un escándalo mayor, luego de conocerse que su partido había recibido donaciones secretas durante años. Esa columna catapultó a Merkel a lo más alto de su partido. Fue elegida presidenta de la CDU en abril de 2000 —cargo que ostentó hasta 2018— y cinco años más tarde venció en las elecciones federales al socialdemócrata Gerhard Schröder y se convirtió en la primera mujer al frente de Alemania.
***
Angela Merkel, la física del este, la más inusual de las políticas, comenzó, tras su confirmación el 22 de noviembre de 2005, lo que terminarían siendo dieciséis años como la figura máxima de la cancillería en Berlín, ese edificio moderno, cerca de la estación central, que fue inaugurado en 2001 y que muchos dicen parece una lavadora gigante. Merkel tiene allí una oficina de 140 metros cuadrados en el séptimo piso, con enormes ventanales, muebles de madera y un escritorio que le pareció tan grande que sólo lo utiliza para llamar a otros líderes. El resto del tiempo prefiere trabajar en una mesa de juntas como cualquier otra. Su secretaria se sienta cerca y Merkel casi nunca la llama por teléfono: prefiere buscarla en persona o dejar la puerta abierta para que puedan comunicarse de manera menos formal.
La canciller cuenta con un grupo muy cercano de colaboradores, que practican dos máximas de manera rigurosa: confianza y discreción absoluta. Rara vez ofrecen detalles más allá de lo acordado y jamás buscan el protagonismo.
Esta privacidad implica, también, que sólo pocos tienen acceso a su oficina. No es como el Despacho Oval de la Casa Blanca, del que cada detalle es ampliamente conocido y donde el presidente en turno se reúne, ante los ojos atentos de la prensa, con otros líderes internacionales. Merkel realiza en su séptimo piso sus reuniones de alto nivel, pero luego se desplaza al primero, donde son las ruedas de prensa, en una zona a la que acceden los periodistas tras recorrer una pequeña galería con retratos de los otros siete cancilleres alemanes de la posguerra.
Merkel también ha creado una barrera estricta entre su vida pública y privada y da una imagen de normalidad detrás de la figura poderosa que es. Está casada desde 1998 con Joachim Sauer, un químico cuántico que ha hecho todo a su alcance para mantener una rutina como la de cualquier otra persona, alejada de la pomposidad política. No da entrevistas, a menos que sea sobre su trabajo; sólo se deja ver en contadas ocasiones —como en un festival anual de ópera de Wagner—. Y los dos viven en un departamento común y corriente en el centro de la ciudad, cerca de la Isla de los Museos, que custodia apenas un par de policías.
Nadie, a menos que lo sepa de antemano, se daría cuenta de que ahí es donde Merkel deja por momentos de ser la canciller para ser esposa, ama de casa y cocinera. En su refrigerador nunca faltan la mantequilla y queso quark. Son famosas sus sopas de papa y sus pasteles de ciruela, aunque también le gusta cocinar pescado y milanesa. Prefiere ir ella misma al supermercado cercano, empujando el carrito, y paga con tarjeta. Alguna vez lo dijo con orgullo: “No es el cargo el que cocina sino yo, Angela, la persona que era y sigo siendo”.
Desde su departamento, su oficina y desde las instituciones europeas, Angela se ha convertido en una figura imprescindible en el continente. Lidera la economía principal de la Unión Europea, un proyecto en el que cree a profundidad, y es la jefa de gobierno más longeva del bloque. Su influencia es tanta que, como dijo Mark Rutte, el primer ministro de los Países Bajos, cuando ella empieza a hablar, los demás políticos dejan sus iPhones, ponen sus bolígrafos sobre la mesa y escuchan.
Y muchas veces tienen que escuchar y discutir por muchas horas. Merkel ha dicho que tiene cualidades como un camello y puede almacenar horas de sueño, lo que le sirve para atender compromisos hasta bien entrada la madrugada. Espera, anticipa reacciones, sopesa escenarios y se toma su tiempo antes de decidir. En ocasiones, también incluye algo de humor, una habilidad que esconde detrás de su seria fachada. Quienes la conocen dicen que, en privado, es muy buena imitando a otras personas y ella ha reconocido que siempre tiene un chiste en su repertorio.
Los alemanes, por su parte, se han acostumbrado al liderazgo sobrio de su canciller, si bien en los últimos años se ha notado cierto cansancio y un ánimo de renovación. Pero una y otra vez han premiado la estabilidad y la continuidad que ella ha ofrecido, sobre todo en épocas de crisis.
Su mensaje a los votantes en 2013, cuando la reeligieron por tercera vez y obtuvo su mejor resultado electoral a nivel nacional, fue: “Ustedes me conocen”. Y sí: los alemanes saben a qué atenerse con Merkel. Aceptan que no sea una gran oradora de masas y que a veces le falte valentía o se demore demasiado en tomar decisiones. Pero aprecian su carácter diplomático, su normalidad y su poca vanidad. Y, sobre todo, saben que no va a salirse de sus cabales. De hecho Merkel es tan consistente que utiliza, salvo en contadas excepciones, el mismo tipo de ropa —pantalón, zapatos planos y una chaqueta que varía de color—, con contadas ocasiones, y siempre pone las manos en forma de rombo, una característica tan conocida que en alemán se creó un término en su honor: die Merkel-Raute, (“el rombo Merkel”), que ella adoptó por “cierto amor a la simetría”.
Pero esa rigurosidad al hablar no siempre le ha funcionado, como comprobó en julio de 2015, durante un foro con un grupo de estudiantes. Reem, una joven palestina de catorce años, tomó el micrófono para decirle que le angustiaba no saber si su familia, tras salir de un campo de refugiados en Líbano, sería expulsada de Alemania; a lo que Merkel respondió, con su estilo característico, que la política es difícil, que Alemania no podía recibir a todos los que huían y algunos tendrían que ser devueltos. Cuando la chica rompió a llorar, Merkel reaccionó torpemente. Ese video se volvió viral y la canciller comenzó a recibir críticas por su frialdad y falta de empatía.
Fue una de las imágenes más poderosas de un verano que, como pocos, marcó a Alemania, a Europa y también a Merkel. Sólo en 2015, más de un millón de personas arriesgaron sus vidas —muchos de ellos, escapando de la guerra en Siria— para buscar un futuro diferente en la Unión Europea. Las imágenes de los migrantes que cruzaban el Mediterráneo o atravesaban el continente a pie no sólo revelaron la magnitud de la crisis humanitaria, sino que también generaron una discusión profunda sobre el poder político de la UE y las prioridades de sus líderes.
La crisis de los refugiados, por supuesto, no fue la primera gran prueba internacional que afrontó la canciller. De hecho, su gobierno ha estado marcado por todo tipo de grandes desafíos internacionales, como la crisis financiera de 2008, el Brexit y, más recientemente, la pandemia del coronavirus. Eso sin contar la crisis de la eurozona, en la que Merkel, en su intento por salvar el euro, se convirtió en la cara principal de la austeridad económica y el rigor fiscal, lo que reforzó su popularidad en Alemania pero generó resentimientos en países del sur del continente, como Grecia y España. Todas las crisis realzaron su talante como una estadista de peso, una líder necesaria, aunque controversial, en la búsqueda de soluciones. Pero también reforzaron la idea de que Merkel ha sido una canciller reactiva, que se vio sorprendida por los hechos y no logró desarrollar la gran visión de lo que quería para Alemania.
De todas, la de los refugiados fue la crisis que más reveló sobre su pensamiento y liderazgo. Y tuvo un doble impacto en su carrera: fue la que más afectó su imagen internacional, pero también la que, en últimas, marcó el comienzo de su final político.
***
A medida que más y más migrantes llegaban a Europa, Merkel decidió no cerrar las fronteras y aceptó a más de un millón de migrantes en Alemania, una decisión trascendental con la que se ganó alabanzas y odios por igual. La canciller no sólo explicó que su país tenía un compromiso ineludible —similar al reto de la reunificación que tanto la marcó en sus inicios políticos—, sino también que era necesario arriesgarse a tomar nuevos caminos.
Para Merkel se trataba de una responsabilidad moral, un rechazo muy personal a las barreras y una afirmación de los principios religiosos de solidaridad y ayuda al prójimo que había visto tan de cerca como hija de un pastor. Años después afirmó que volvería a tomar las mismas decisiones. Y en su momento fue clara: “Viví mucho tiempo detrás de un muro como para desearlo de vuelta”.
También dijo el que se convertiría en su mantra: “Wir schaffen das” (“Lo lograremos”). Sus seguidores entendieron este mensaje como una señal de confianza en momentos de gran inseguridad, pero para sus críticos fue un aliciente para que más migrantes cruzaran el Mediterráneo. Mientras medios internacionales como Time la nombraron “persona del año” en 2015 o la “canciller del mundo libre”, Donald Trump calificó en 2017 como un “error catastrófico” que permitiera la entrada a los refugiados. Se convirtió así en la imagen política clave de la crisis en Europa y su decisión alimentó un debate emocional que dividió profundamente al continente. Generó rechazo en varios países del este, donde la migración es prácticamente un tema tabú, y reveló los límites de su poder. Una de sus biógrafas, Evelyn Roll, por ejemplo, explica que una de las metas que Merkel no pudo cumplir fue “mantener realmente unida a Europa”, y añadió: “La Unión Europea ya no se sostiene tan bien como antes”.
Su propio país también se fragmentó: en las elecciones federales de 2017, el bloque conservador de Merkel terminó en primer lugar, pero obtuvo apenas el 33% de los votos, todo un castigo electoral, y ella se demoró cinco meses —un récord negativo en la historia alemana— en encontrar un socio de coalición que quisiera trabajar con ella. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, un partido de ultraderecha, Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán), ingresó al Parlamento y, además, se convirtió en el principal partido de oposición. Llegó hasta ese punto gracias a su radical rechazo a Merkel y su política migratoria y se convirtió en la voz de quienes más se decepcionaron de la canciller. En protestas callejeras hubo algunos que incluso la llamaban “traidora del pueblo” y pedían su dimisión.
El resultado de las elecciones y el ambiente tan polarizado en el país le revelaron a Merkel que su poder estaba agrietándose. Y la convencieron de que había llegado el momento de retirarse. En octubre de 2018, declaró en Berlín que dejaría el liderazgo de la CDU y que no se presentaría a una reelección nacional en 2021.
Con ese anuncio, comenzó a preparar a los alemanes para una separación difícil y una nueva era. Y cumplió una meta muy personal, un objetivo de vieja data. Pues en 1998, siete años antes de llegar al poder, Merkel aseguró que uno de sus sueños era encontrar el momento adecuado para dejar la política. Quería hacerlo bajo sus propias condiciones y no hecha una “piltrafa medio muerta”. Es un final inusual: lo común en Alemania, donde no hay límite de reelecciones, es que el poder sea ratificado o rechazado en las urnas.
Pero antes de dejar la cancillería, Merkel todavía debió afrontar otra crisis, la del coronavirus. Y aunque la pandemia reveló deficiencias importantes en el sistema de salud alemán, también tuvo una consecuencia inesperada para la canciller. Fue como cerrar el ciclo: comenzó su carrera política cuando dejó atrás la ciencia y terminó su carrera regresando a ella. “El último esfuerzo: Merkel en modo científico”, título un medio alemán un artículo en febrero de este año.
Una y otra vez desde que comenzó la pandemia ha explicado en detalle, de manera racional, con cifras y hasta cálculos matemáticos, cómo funcionan los factores de reproducción del virus y las cadenas de infección. Se le nota cómoda en su rol y, de nuevo, la mayoría de los alemanes ha premiado su liderazgo calmado en un momento crítico. Merkel se acerca al final con los niveles de favorabilidad más altos del país, 66% en agosto.
Así, Merkel, entrega el poder habiendo marcado como pocos, para bien o para mal, el destino de Alemania y Europa. Este año bromeó con que llegó a la cancillería cuando ni siquiera se había inventado el iPhone. Y hay una generación completa que sólo conoce el liderazgo de esta inusual canciller que dejó el mundo monótono de la investigación científica en un país que ya no existe y terminó negociando con cuatro presidentes estadounidenses, cinco primeros ministros británicos, cuatro presidentes franceses y ocho primeros ministros de Italia, por sólo nombrar algunos.
Después de dieciséis años en lo más alto, ha rechazado cualquier nuevo puesto político y quiere, como dijo alguna vez, “encontrar el camino de vuelta hacia la vida normal”. Para ella, esa normalidad probablemente esté ligada a la región donde todo comenzó: cerca de Templin, de donde es ciudadana honoraria. Allá tiene una casa de campo y puede caminar a placer por los bosques de Brandeburgo, disfrutar de la cotidianidad sencilla que le recuerda a su infancia, tener una añorada “fase de aburrimiento” y, sobre todo, aprovechar lo que siempre le hizo falta para ser “completamente feliz”: tiempo.
[/read]
No items found.
No items found.
No items found.
Ningún político ha marcado el destino de Europa en la última década como la canciller alemana Angela Merkel quien, luego de dieciséis años en el poder, se retira tras las elecciones generales del próximo 26 de septiembre. Será una separación difícil y una nueva era. Merkel se acerca al final de su mandato con los niveles de aprobación más altos de su país.
El reloj marcaba las 11:20 a.m., de un día soleado pero gélido de diciembre de 2019, cuando Angela Merkel, vestida de negro, cruzó lentamente y en silencio el portón que simboliza la peor tragedia de la historia alemana.
Con el lema, “Arbeit macht frei” (“El trabajo los hará libres”), inscrito en la parte superior, este umbral da comienzo a lo que fue el campo de concentración de Auschwitz, en el actual territorio de Polonia, donde los nazis asesinaron de manera sistemática a más de un millón de personas durante la Segunda Guerra Mundial.
Merkel había llegado poco antes con su comitiva, hoy un monumento conmemorativo, y cruzó ese portón con los clics de las cámaras periodísticas como el único sonido de fondo; después admitió lo difícil que le resultaba estar ahí: “Siento una profunda vergüenza ante los crímenes barbáricos cometidos aquí por los alemanes, crímenes que sobrepasan los límites de lo comprensible”, reconoció en su discurso central, que ofreció en un edificio que apodaban, sarcásticamente, “el sauna”. Allí limpiaban, desinfectaban y despojaban de sus pertenencias a los recién detenidos; ahí eran deshumanizados y comenzaba el horror de Auschwitz-Birkenau.
La visita de Merkel fue poderosa, simbólica y memorable en su carrera política —que, para ese entonces, empezaba a dibujar su fin—; no sólo porque era la primera visita de un canciller a Auschwitz en veinticuatro años, sino también porque el perfil de Merkel era radicalmente distinto al de sus predecesores.
La canciller, después de todo, es la primera y única jefe de gobierno alemana que nació después de la guerra, un hecho que refuerza el principal mensaje que llevó a Polonia: mantener viva la memoria como una responsabilidad “infinita” y “no negociable”, especialmente cuando cada vez hay menos testigos directos de las atrocidades que se vivieron en lugares como Auschwitz. Además, su historia está marcada de manera muy particular por las cicatrices que dejó la guerra.
Nació el 17 de julio de 1954 en Hamburgo, en Alemania Occidental, pero sus padres se trasladaron poco tiempo después al este. Es la única canciller que creció en un país que ya no existe: en la República Democrática Alemana (RDA), detrás del Muro de Berlín. De hecho, la construcción del Muro, en agosto de 1961, es su primer recuerdo político. En ese entonces, la pequeña Angela Dorothea Kasner vivía con sus padres, Herlind y Horst, y su hermano menor, Marcus, en una pequeña ciudad, Templin, unos cien kilómetros al norte de Berlín, donde su padre era pastor luterano.
Los Kasner regresaban un viernes de sus vacaciones de verano, en las que le habían cumplido a la abuela materna de Angela su sueño de recorrer Baviera en un Volkswagen Beetle. Pero su padre comenzó a notar algo raro, fuera de lugar: en los bosques se amontonaba alambre de púas. “De sábado a domingo comenzó la construcción del Muro”, recordó Merkel. “Mi padre ofreció ese domingo un servicio religioso y había un ambiente horrible en la iglesia. Nunca lo olvidaré: las personas lloraban, mi madre también lloraba”. Así despertó a la realidad de ese estado socialista, con una de las policías secretas más represivas del mundo y sin muchas de las libertades de las que gozaban quienes vivían en el lado de Occidente, incluso sus propios primos y su abuela, en Hamburgo.
Merkel, sin embargo, ha descrito su vida en Templin de manera positiva. Asegura que creció “en un Estado malo pero, por ejemplo, con una hermosa naturaleza”. Su infancia y adolescencia tuvieron matices normales, con amores platónicos, escenas de rabia en la pubertad, sueños —quería ser patinadora de hielo— y fiestas colegiales en las que ella, sin embargo, se sentía algo triste: “Era la persona que comía maní mientras el resto bailaba”, admitió en 1994, cuando ya despuntaba el interés por conocer más sobre la entonces joven política del este.
Pero su vida en la RDA también estuvo marcada por el régimen y mucho se ha discutido desde entonces sobre su relación con el sistema. Merkel, por ejemplo, militó en una organización juvenil socialista, la FDJ (Juventud Libre Alemana, por sus siglas en alemán). Y aunque se especuló que pudo haber estado a cargo de la “agitación y propaganda”, ella explicó, en una entrevista en 1991, que lo hizo mayormente por “oportunismo” y que su labor consistió en organizar temas culturales a nivel local. Poco después de que cayera el Muro, nunca sintió que la RDA fuera su patria y dijo que más bien usó el “margen de maniobra” disponible para poder lograr sus objetivos.
De cualquier manera, de su juventud detrás del Muro le sobreviven muchas de las características que hoy la definen como canciller: su disciplina acérrima —fue la mejor estudiante en el colegio—, su afán por no llamar la atención —indispensable para persistir en la RDA—, una claridad argumentativa que heredó de su padre y una tendencia evidente hacia la planeación, aunque eso afectara su espontaneidad. Merkel ha admitido que le gusta pensar en los regalos de Navidad meses antes de que se acerque la fecha para así “evitar el caos”.
También le quedó el conocimiento del ruso que, junto con inglés, era su materia escolar preferida y que le ha servido, desde que asumió el cargo de canciller, como un punto en común con el presidente ruso, Vladimir Putin, el líder internacional con quien más tiempo ha compartido y uno de sus más difíciles rivales.
Pero por más habitual que sea escudriñar en el pasado de Merkel para encontrar los rasgos de su pensamiento político, lo cierto es que nadie habría osado pensar, en la dictadura de la RDA, que esa joven aplomada y discreta terminaría convirtiéndose no sólo en canciller de una Alemania reunificada —algo de por sí inimaginable para muchos—, sino, sobre todo, en una persona a quien la revista Forbes describió como la mujer más poderosa del mundo por diez años consecutivos. Justo ahí está lo que la hace única: “Lo especial es su origen”, explica Robin Alexander, uno de los periodistas mejor conectados de Berlín, que cubre la cancillería para el periódico Die Welt.
***
Angela Merkel tampoco pensaba en la política como carrera profesional. De hecho, escogió una ruta que no podría estar más alejada de lo que la terminaría haciendo famosa. En 1973 se mudó a Leipzig, a tres horas en tren de sus padres y de la vida tranquila de Templin, para estudiar Física en la Universidad Karl Marx.
Escogió esa carrera porque las ciencias le prometían “trabajar cerca de la verdad” y asumió el reto, fascinada por las grandes teorías y con la certeza de que la física experimental no era su fuerte. Se describió a sí misma como buena en su campo sin ser sobresaliente. Obtuvo su mayor logro académico cuando defendió exitosamente en Berlín su tesis del doctorado en Físicoquímica, titulada Influencia de la correlación espacial de la velocidad de reacción biomolecular de reacciones elementales en los medios densos. Su vida personal también cambió en Leipzig. En la biblioteca, mientras cursaba el segundo semestre, conoció a Ulrich Merkel, quien se sintió atraído por su naturalidad. En 1977 se casaron. Fue un matrimonio corto, fallido: cuatro años después, ella empacó y dejó el departamento que compartían. La separación, como dijo ella, no tuvo “encarnizamientos ni ropa sucia”, pero sí le dejó –además de la lavadora– el apellido con el que hoy la conoce el mundo.
Para ese momento, Merkel ya había comenzado su vida laboral en Berlín. Tenía un trabajo monótono como investigadora en el Instituto de Química Física en la Academia de las Ciencias, la principal institución científica de la RDA. Vivía cerca del Muro, algo que la oprimía, y se sentía sola con frecuencia. Sufría por la falta de libertades, en particular, por no poder viajar libremente por Occidente: su sueño era conocer Estados Unidos. Y, sobre todo, ya empezaba a sentir que no quería dedicarse a la física por el resto de su vida.
Entonces, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro. Pero, mientras muchos corrían extasiados hacia la frontera, Merkel estaba, como todos los jueves a las seis de la tarde, con una amiga en el sauna. Ella ya sabía que las autoridades de la RDA habían autorizado la libertad de movimiento, pero ni siquiera uno de los días más históricos de Europa hizo que cambiara su rutina. Vivió ese momento, como tantos otros de su vida, de manera estructurada. Incluso cuando, después del sauna, se dirigió al cruce de Bornholmer Straße —el primero que abrió—, su felicidad fue controlada: “Me encontré con otras personas y de repente estábamos en el departamento de una familia feliz de Berlín occidental”, recordó. “Todos querían ir a Ku’damm —la principal avenida comercial de Berlín occidental—, pero yo preferí volver a casa, pues al día siguiente tenía que madrugar”. Para su temperamento, como ella misma reconoció, ya había deambulado suficiente.
La caída del Muro de Berlín le abrió, como a tantos otros, las puertas a un mundo nuevo. “Todo era tan increíblemente emocionante que nunca me sentí cansada”, dijo. Empezó a buscar cómo vincularse a los movimientos que apenas surgían y encontró su lugar en un grupo algo caótico, Despertar Democrático, donde había, por un lado, un alto número de intelectuales y, por el otro, muchas labores menores de las que podía encargarse una política en ciernes. Merkel comenzó su carrera instalando las computadoras de la oficina. Lo que siguió, luego de la reunificación alemana el 3 de octubre de 1990, fue un ascenso vertiginoso e inusual, como explica su biógrafo Hugo Müller-Vogg: “Que una mujer, especialmente una alemana del este, haya ascendido tan rápidamente y casi sin pausa es algo que nunca había ocurrido en Alemania”.
Merkel se afilió ese mismo año a la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán), de tendencia conservadora, que desde entonces ha sido su hogar político. En las primeras elecciones alemanas conjuntas, en diciembre de 1990, fue elegida como miembro del Parlamento, donde ha permanecido de manera ininterrumpida e incluso ocupando simultáneamente otros cargos. Y el 18 de enero de 1991, cuando apenas llevaba dos años como política, la nombraron ministra federal para las Mujeres y las Juventudes. Tenía 36 años y su jefe directo era nada más y nada menos que Helmut Kohl, el arquitecto de la reunificación.
Mucho se ha escrito en Alemania sobre la relación entre Merkel y Kohl. Merkel ha admitido que el hecho de ser mujer, joven y del este seguramente le ayudó a llamar su atención cuando él buscaba formar un gabinete diverso tras la reunificación, aunque también ha dicho que “nadie le regaló nada” en su ascenso. Ella, además, aprovechó el apoyo del entonces canciller todopoderoso y fue abriéndose, paso a paso, puertas en la política nacional. En 1994 asumió el cargo de ministra del Medio Ambiente y, simultáneamente, fue creciendo en la CDU, donde se convirtió en secretaria general, en 1998. Y nunca olvidó ese consejo que le dio Kohl cuando ella preparaba su primer discurso: “Habla sobre tu origen y sobre tu biografía. En tus orígenes está tu futuro”.
Pero Merkel también supo alejarse de Kohl en un momento clave, una jugada maestra que ella no dudó en calificar como el mayor riesgo que ha tomado en su carrera política hasta la fecha.
Se acercaba la Navidad de 1999 cuando, sin consultar a la dirigencia de su partido, Merkel envió una columna de opinión al diario conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung, uno de los más importantes del país. El texto no habría sido mayor cosa de no ser porque Merkel pedía públicamente algo muy osado: que el partido se desprendiera de Kohl, su viejo “caballo de batalla”, que mantenía una enorme influencia para pesar de que, para entonces, ya había perdido la cancillería y afrontaba un escándalo mayor, luego de conocerse que su partido había recibido donaciones secretas durante años. Esa columna catapultó a Merkel a lo más alto de su partido. Fue elegida presidenta de la CDU en abril de 2000 —cargo que ostentó hasta 2018— y cinco años más tarde venció en las elecciones federales al socialdemócrata Gerhard Schröder y se convirtió en la primera mujer al frente de Alemania.
***
Angela Merkel, la física del este, la más inusual de las políticas, comenzó, tras su confirmación el 22 de noviembre de 2005, lo que terminarían siendo dieciséis años como la figura máxima de la cancillería en Berlín, ese edificio moderno, cerca de la estación central, que fue inaugurado en 2001 y que muchos dicen parece una lavadora gigante. Merkel tiene allí una oficina de 140 metros cuadrados en el séptimo piso, con enormes ventanales, muebles de madera y un escritorio que le pareció tan grande que sólo lo utiliza para llamar a otros líderes. El resto del tiempo prefiere trabajar en una mesa de juntas como cualquier otra. Su secretaria se sienta cerca y Merkel casi nunca la llama por teléfono: prefiere buscarla en persona o dejar la puerta abierta para que puedan comunicarse de manera menos formal.
La canciller cuenta con un grupo muy cercano de colaboradores, que practican dos máximas de manera rigurosa: confianza y discreción absoluta. Rara vez ofrecen detalles más allá de lo acordado y jamás buscan el protagonismo.
Esta privacidad implica, también, que sólo pocos tienen acceso a su oficina. No es como el Despacho Oval de la Casa Blanca, del que cada detalle es ampliamente conocido y donde el presidente en turno se reúne, ante los ojos atentos de la prensa, con otros líderes internacionales. Merkel realiza en su séptimo piso sus reuniones de alto nivel, pero luego se desplaza al primero, donde son las ruedas de prensa, en una zona a la que acceden los periodistas tras recorrer una pequeña galería con retratos de los otros siete cancilleres alemanes de la posguerra.
Merkel también ha creado una barrera estricta entre su vida pública y privada y da una imagen de normalidad detrás de la figura poderosa que es. Está casada desde 1998 con Joachim Sauer, un químico cuántico que ha hecho todo a su alcance para mantener una rutina como la de cualquier otra persona, alejada de la pomposidad política. No da entrevistas, a menos que sea sobre su trabajo; sólo se deja ver en contadas ocasiones —como en un festival anual de ópera de Wagner—. Y los dos viven en un departamento común y corriente en el centro de la ciudad, cerca de la Isla de los Museos, que custodia apenas un par de policías.
Nadie, a menos que lo sepa de antemano, se daría cuenta de que ahí es donde Merkel deja por momentos de ser la canciller para ser esposa, ama de casa y cocinera. En su refrigerador nunca faltan la mantequilla y queso quark. Son famosas sus sopas de papa y sus pasteles de ciruela, aunque también le gusta cocinar pescado y milanesa. Prefiere ir ella misma al supermercado cercano, empujando el carrito, y paga con tarjeta. Alguna vez lo dijo con orgullo: “No es el cargo el que cocina sino yo, Angela, la persona que era y sigo siendo”.
Desde su departamento, su oficina y desde las instituciones europeas, Angela se ha convertido en una figura imprescindible en el continente. Lidera la economía principal de la Unión Europea, un proyecto en el que cree a profundidad, y es la jefa de gobierno más longeva del bloque. Su influencia es tanta que, como dijo Mark Rutte, el primer ministro de los Países Bajos, cuando ella empieza a hablar, los demás políticos dejan sus iPhones, ponen sus bolígrafos sobre la mesa y escuchan.
Y muchas veces tienen que escuchar y discutir por muchas horas. Merkel ha dicho que tiene cualidades como un camello y puede almacenar horas de sueño, lo que le sirve para atender compromisos hasta bien entrada la madrugada. Espera, anticipa reacciones, sopesa escenarios y se toma su tiempo antes de decidir. En ocasiones, también incluye algo de humor, una habilidad que esconde detrás de su seria fachada. Quienes la conocen dicen que, en privado, es muy buena imitando a otras personas y ella ha reconocido que siempre tiene un chiste en su repertorio.
Los alemanes, por su parte, se han acostumbrado al liderazgo sobrio de su canciller, si bien en los últimos años se ha notado cierto cansancio y un ánimo de renovación. Pero una y otra vez han premiado la estabilidad y la continuidad que ella ha ofrecido, sobre todo en épocas de crisis.
Su mensaje a los votantes en 2013, cuando la reeligieron por tercera vez y obtuvo su mejor resultado electoral a nivel nacional, fue: “Ustedes me conocen”. Y sí: los alemanes saben a qué atenerse con Merkel. Aceptan que no sea una gran oradora de masas y que a veces le falte valentía o se demore demasiado en tomar decisiones. Pero aprecian su carácter diplomático, su normalidad y su poca vanidad. Y, sobre todo, saben que no va a salirse de sus cabales. De hecho Merkel es tan consistente que utiliza, salvo en contadas excepciones, el mismo tipo de ropa —pantalón, zapatos planos y una chaqueta que varía de color—, con contadas ocasiones, y siempre pone las manos en forma de rombo, una característica tan conocida que en alemán se creó un término en su honor: die Merkel-Raute, (“el rombo Merkel”), que ella adoptó por “cierto amor a la simetría”.
Pero esa rigurosidad al hablar no siempre le ha funcionado, como comprobó en julio de 2015, durante un foro con un grupo de estudiantes. Reem, una joven palestina de catorce años, tomó el micrófono para decirle que le angustiaba no saber si su familia, tras salir de un campo de refugiados en Líbano, sería expulsada de Alemania; a lo que Merkel respondió, con su estilo característico, que la política es difícil, que Alemania no podía recibir a todos los que huían y algunos tendrían que ser devueltos. Cuando la chica rompió a llorar, Merkel reaccionó torpemente. Ese video se volvió viral y la canciller comenzó a recibir críticas por su frialdad y falta de empatía.
Fue una de las imágenes más poderosas de un verano que, como pocos, marcó a Alemania, a Europa y también a Merkel. Sólo en 2015, más de un millón de personas arriesgaron sus vidas —muchos de ellos, escapando de la guerra en Siria— para buscar un futuro diferente en la Unión Europea. Las imágenes de los migrantes que cruzaban el Mediterráneo o atravesaban el continente a pie no sólo revelaron la magnitud de la crisis humanitaria, sino que también generaron una discusión profunda sobre el poder político de la UE y las prioridades de sus líderes.
La crisis de los refugiados, por supuesto, no fue la primera gran prueba internacional que afrontó la canciller. De hecho, su gobierno ha estado marcado por todo tipo de grandes desafíos internacionales, como la crisis financiera de 2008, el Brexit y, más recientemente, la pandemia del coronavirus. Eso sin contar la crisis de la eurozona, en la que Merkel, en su intento por salvar el euro, se convirtió en la cara principal de la austeridad económica y el rigor fiscal, lo que reforzó su popularidad en Alemania pero generó resentimientos en países del sur del continente, como Grecia y España. Todas las crisis realzaron su talante como una estadista de peso, una líder necesaria, aunque controversial, en la búsqueda de soluciones. Pero también reforzaron la idea de que Merkel ha sido una canciller reactiva, que se vio sorprendida por los hechos y no logró desarrollar la gran visión de lo que quería para Alemania.
De todas, la de los refugiados fue la crisis que más reveló sobre su pensamiento y liderazgo. Y tuvo un doble impacto en su carrera: fue la que más afectó su imagen internacional, pero también la que, en últimas, marcó el comienzo de su final político.
***
A medida que más y más migrantes llegaban a Europa, Merkel decidió no cerrar las fronteras y aceptó a más de un millón de migrantes en Alemania, una decisión trascendental con la que se ganó alabanzas y odios por igual. La canciller no sólo explicó que su país tenía un compromiso ineludible —similar al reto de la reunificación que tanto la marcó en sus inicios políticos—, sino también que era necesario arriesgarse a tomar nuevos caminos.
Para Merkel se trataba de una responsabilidad moral, un rechazo muy personal a las barreras y una afirmación de los principios religiosos de solidaridad y ayuda al prójimo que había visto tan de cerca como hija de un pastor. Años después afirmó que volvería a tomar las mismas decisiones. Y en su momento fue clara: “Viví mucho tiempo detrás de un muro como para desearlo de vuelta”.
También dijo el que se convertiría en su mantra: “Wir schaffen das” (“Lo lograremos”). Sus seguidores entendieron este mensaje como una señal de confianza en momentos de gran inseguridad, pero para sus críticos fue un aliciente para que más migrantes cruzaran el Mediterráneo. Mientras medios internacionales como Time la nombraron “persona del año” en 2015 o la “canciller del mundo libre”, Donald Trump calificó en 2017 como un “error catastrófico” que permitiera la entrada a los refugiados. Se convirtió así en la imagen política clave de la crisis en Europa y su decisión alimentó un debate emocional que dividió profundamente al continente. Generó rechazo en varios países del este, donde la migración es prácticamente un tema tabú, y reveló los límites de su poder. Una de sus biógrafas, Evelyn Roll, por ejemplo, explica que una de las metas que Merkel no pudo cumplir fue “mantener realmente unida a Europa”, y añadió: “La Unión Europea ya no se sostiene tan bien como antes”.
Su propio país también se fragmentó: en las elecciones federales de 2017, el bloque conservador de Merkel terminó en primer lugar, pero obtuvo apenas el 33% de los votos, todo un castigo electoral, y ella se demoró cinco meses —un récord negativo en la historia alemana— en encontrar un socio de coalición que quisiera trabajar con ella. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, un partido de ultraderecha, Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán), ingresó al Parlamento y, además, se convirtió en el principal partido de oposición. Llegó hasta ese punto gracias a su radical rechazo a Merkel y su política migratoria y se convirtió en la voz de quienes más se decepcionaron de la canciller. En protestas callejeras hubo algunos que incluso la llamaban “traidora del pueblo” y pedían su dimisión.
El resultado de las elecciones y el ambiente tan polarizado en el país le revelaron a Merkel que su poder estaba agrietándose. Y la convencieron de que había llegado el momento de retirarse. En octubre de 2018, declaró en Berlín que dejaría el liderazgo de la CDU y que no se presentaría a una reelección nacional en 2021.
Con ese anuncio, comenzó a preparar a los alemanes para una separación difícil y una nueva era. Y cumplió una meta muy personal, un objetivo de vieja data. Pues en 1998, siete años antes de llegar al poder, Merkel aseguró que uno de sus sueños era encontrar el momento adecuado para dejar la política. Quería hacerlo bajo sus propias condiciones y no hecha una “piltrafa medio muerta”. Es un final inusual: lo común en Alemania, donde no hay límite de reelecciones, es que el poder sea ratificado o rechazado en las urnas.
Pero antes de dejar la cancillería, Merkel todavía debió afrontar otra crisis, la del coronavirus. Y aunque la pandemia reveló deficiencias importantes en el sistema de salud alemán, también tuvo una consecuencia inesperada para la canciller. Fue como cerrar el ciclo: comenzó su carrera política cuando dejó atrás la ciencia y terminó su carrera regresando a ella. “El último esfuerzo: Merkel en modo científico”, título un medio alemán un artículo en febrero de este año.
Una y otra vez desde que comenzó la pandemia ha explicado en detalle, de manera racional, con cifras y hasta cálculos matemáticos, cómo funcionan los factores de reproducción del virus y las cadenas de infección. Se le nota cómoda en su rol y, de nuevo, la mayoría de los alemanes ha premiado su liderazgo calmado en un momento crítico. Merkel se acerca al final con los niveles de favorabilidad más altos del país, 66% en agosto.
Así, Merkel, entrega el poder habiendo marcado como pocos, para bien o para mal, el destino de Alemania y Europa. Este año bromeó con que llegó a la cancillería cuando ni siquiera se había inventado el iPhone. Y hay una generación completa que sólo conoce el liderazgo de esta inusual canciller que dejó el mundo monótono de la investigación científica en un país que ya no existe y terminó negociando con cuatro presidentes estadounidenses, cinco primeros ministros británicos, cuatro presidentes franceses y ocho primeros ministros de Italia, por sólo nombrar algunos.
Después de dieciséis años en lo más alto, ha rechazado cualquier nuevo puesto político y quiere, como dijo alguna vez, “encontrar el camino de vuelta hacia la vida normal”. Para ella, esa normalidad probablemente esté ligada a la región donde todo comenzó: cerca de Templin, de donde es ciudadana honoraria. Allá tiene una casa de campo y puede caminar a placer por los bosques de Brandeburgo, disfrutar de la cotidianidad sencilla que le recuerda a su infancia, tener una añorada “fase de aburrimiento” y, sobre todo, aprovechar lo que siempre le hizo falta para ser “completamente feliz”: tiempo.
[/read]
Ningún político ha marcado el destino de Europa en la última década como la canciller alemana Angela Merkel quien, luego de dieciséis años en el poder, se retira tras las elecciones generales del próximo 26 de septiembre. Será una separación difícil y una nueva era. Merkel se acerca al final de su mandato con los niveles de aprobación más altos de su país.
El reloj marcaba las 11:20 a.m., de un día soleado pero gélido de diciembre de 2019, cuando Angela Merkel, vestida de negro, cruzó lentamente y en silencio el portón que simboliza la peor tragedia de la historia alemana.
Con el lema, “Arbeit macht frei” (“El trabajo los hará libres”), inscrito en la parte superior, este umbral da comienzo a lo que fue el campo de concentración de Auschwitz, en el actual territorio de Polonia, donde los nazis asesinaron de manera sistemática a más de un millón de personas durante la Segunda Guerra Mundial.
Merkel había llegado poco antes con su comitiva, hoy un monumento conmemorativo, y cruzó ese portón con los clics de las cámaras periodísticas como el único sonido de fondo; después admitió lo difícil que le resultaba estar ahí: “Siento una profunda vergüenza ante los crímenes barbáricos cometidos aquí por los alemanes, crímenes que sobrepasan los límites de lo comprensible”, reconoció en su discurso central, que ofreció en un edificio que apodaban, sarcásticamente, “el sauna”. Allí limpiaban, desinfectaban y despojaban de sus pertenencias a los recién detenidos; ahí eran deshumanizados y comenzaba el horror de Auschwitz-Birkenau.
La visita de Merkel fue poderosa, simbólica y memorable en su carrera política —que, para ese entonces, empezaba a dibujar su fin—; no sólo porque era la primera visita de un canciller a Auschwitz en veinticuatro años, sino también porque el perfil de Merkel era radicalmente distinto al de sus predecesores.
La canciller, después de todo, es la primera y única jefe de gobierno alemana que nació después de la guerra, un hecho que refuerza el principal mensaje que llevó a Polonia: mantener viva la memoria como una responsabilidad “infinita” y “no negociable”, especialmente cuando cada vez hay menos testigos directos de las atrocidades que se vivieron en lugares como Auschwitz. Además, su historia está marcada de manera muy particular por las cicatrices que dejó la guerra.
Nació el 17 de julio de 1954 en Hamburgo, en Alemania Occidental, pero sus padres se trasladaron poco tiempo después al este. Es la única canciller que creció en un país que ya no existe: en la República Democrática Alemana (RDA), detrás del Muro de Berlín. De hecho, la construcción del Muro, en agosto de 1961, es su primer recuerdo político. En ese entonces, la pequeña Angela Dorothea Kasner vivía con sus padres, Herlind y Horst, y su hermano menor, Marcus, en una pequeña ciudad, Templin, unos cien kilómetros al norte de Berlín, donde su padre era pastor luterano.
Los Kasner regresaban un viernes de sus vacaciones de verano, en las que le habían cumplido a la abuela materna de Angela su sueño de recorrer Baviera en un Volkswagen Beetle. Pero su padre comenzó a notar algo raro, fuera de lugar: en los bosques se amontonaba alambre de púas. “De sábado a domingo comenzó la construcción del Muro”, recordó Merkel. “Mi padre ofreció ese domingo un servicio religioso y había un ambiente horrible en la iglesia. Nunca lo olvidaré: las personas lloraban, mi madre también lloraba”. Así despertó a la realidad de ese estado socialista, con una de las policías secretas más represivas del mundo y sin muchas de las libertades de las que gozaban quienes vivían en el lado de Occidente, incluso sus propios primos y su abuela, en Hamburgo.
Merkel, sin embargo, ha descrito su vida en Templin de manera positiva. Asegura que creció “en un Estado malo pero, por ejemplo, con una hermosa naturaleza”. Su infancia y adolescencia tuvieron matices normales, con amores platónicos, escenas de rabia en la pubertad, sueños —quería ser patinadora de hielo— y fiestas colegiales en las que ella, sin embargo, se sentía algo triste: “Era la persona que comía maní mientras el resto bailaba”, admitió en 1994, cuando ya despuntaba el interés por conocer más sobre la entonces joven política del este.
Pero su vida en la RDA también estuvo marcada por el régimen y mucho se ha discutido desde entonces sobre su relación con el sistema. Merkel, por ejemplo, militó en una organización juvenil socialista, la FDJ (Juventud Libre Alemana, por sus siglas en alemán). Y aunque se especuló que pudo haber estado a cargo de la “agitación y propaganda”, ella explicó, en una entrevista en 1991, que lo hizo mayormente por “oportunismo” y que su labor consistió en organizar temas culturales a nivel local. Poco después de que cayera el Muro, nunca sintió que la RDA fuera su patria y dijo que más bien usó el “margen de maniobra” disponible para poder lograr sus objetivos.
De cualquier manera, de su juventud detrás del Muro le sobreviven muchas de las características que hoy la definen como canciller: su disciplina acérrima —fue la mejor estudiante en el colegio—, su afán por no llamar la atención —indispensable para persistir en la RDA—, una claridad argumentativa que heredó de su padre y una tendencia evidente hacia la planeación, aunque eso afectara su espontaneidad. Merkel ha admitido que le gusta pensar en los regalos de Navidad meses antes de que se acerque la fecha para así “evitar el caos”.
También le quedó el conocimiento del ruso que, junto con inglés, era su materia escolar preferida y que le ha servido, desde que asumió el cargo de canciller, como un punto en común con el presidente ruso, Vladimir Putin, el líder internacional con quien más tiempo ha compartido y uno de sus más difíciles rivales.
Pero por más habitual que sea escudriñar en el pasado de Merkel para encontrar los rasgos de su pensamiento político, lo cierto es que nadie habría osado pensar, en la dictadura de la RDA, que esa joven aplomada y discreta terminaría convirtiéndose no sólo en canciller de una Alemania reunificada —algo de por sí inimaginable para muchos—, sino, sobre todo, en una persona a quien la revista Forbes describió como la mujer más poderosa del mundo por diez años consecutivos. Justo ahí está lo que la hace única: “Lo especial es su origen”, explica Robin Alexander, uno de los periodistas mejor conectados de Berlín, que cubre la cancillería para el periódico Die Welt.
***
Angela Merkel tampoco pensaba en la política como carrera profesional. De hecho, escogió una ruta que no podría estar más alejada de lo que la terminaría haciendo famosa. En 1973 se mudó a Leipzig, a tres horas en tren de sus padres y de la vida tranquila de Templin, para estudiar Física en la Universidad Karl Marx.
Escogió esa carrera porque las ciencias le prometían “trabajar cerca de la verdad” y asumió el reto, fascinada por las grandes teorías y con la certeza de que la física experimental no era su fuerte. Se describió a sí misma como buena en su campo sin ser sobresaliente. Obtuvo su mayor logro académico cuando defendió exitosamente en Berlín su tesis del doctorado en Físicoquímica, titulada Influencia de la correlación espacial de la velocidad de reacción biomolecular de reacciones elementales en los medios densos. Su vida personal también cambió en Leipzig. En la biblioteca, mientras cursaba el segundo semestre, conoció a Ulrich Merkel, quien se sintió atraído por su naturalidad. En 1977 se casaron. Fue un matrimonio corto, fallido: cuatro años después, ella empacó y dejó el departamento que compartían. La separación, como dijo ella, no tuvo “encarnizamientos ni ropa sucia”, pero sí le dejó –además de la lavadora– el apellido con el que hoy la conoce el mundo.
Para ese momento, Merkel ya había comenzado su vida laboral en Berlín. Tenía un trabajo monótono como investigadora en el Instituto de Química Física en la Academia de las Ciencias, la principal institución científica de la RDA. Vivía cerca del Muro, algo que la oprimía, y se sentía sola con frecuencia. Sufría por la falta de libertades, en particular, por no poder viajar libremente por Occidente: su sueño era conocer Estados Unidos. Y, sobre todo, ya empezaba a sentir que no quería dedicarse a la física por el resto de su vida.
Entonces, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro. Pero, mientras muchos corrían extasiados hacia la frontera, Merkel estaba, como todos los jueves a las seis de la tarde, con una amiga en el sauna. Ella ya sabía que las autoridades de la RDA habían autorizado la libertad de movimiento, pero ni siquiera uno de los días más históricos de Europa hizo que cambiara su rutina. Vivió ese momento, como tantos otros de su vida, de manera estructurada. Incluso cuando, después del sauna, se dirigió al cruce de Bornholmer Straße —el primero que abrió—, su felicidad fue controlada: “Me encontré con otras personas y de repente estábamos en el departamento de una familia feliz de Berlín occidental”, recordó. “Todos querían ir a Ku’damm —la principal avenida comercial de Berlín occidental—, pero yo preferí volver a casa, pues al día siguiente tenía que madrugar”. Para su temperamento, como ella misma reconoció, ya había deambulado suficiente.
La caída del Muro de Berlín le abrió, como a tantos otros, las puertas a un mundo nuevo. “Todo era tan increíblemente emocionante que nunca me sentí cansada”, dijo. Empezó a buscar cómo vincularse a los movimientos que apenas surgían y encontró su lugar en un grupo algo caótico, Despertar Democrático, donde había, por un lado, un alto número de intelectuales y, por el otro, muchas labores menores de las que podía encargarse una política en ciernes. Merkel comenzó su carrera instalando las computadoras de la oficina. Lo que siguió, luego de la reunificación alemana el 3 de octubre de 1990, fue un ascenso vertiginoso e inusual, como explica su biógrafo Hugo Müller-Vogg: “Que una mujer, especialmente una alemana del este, haya ascendido tan rápidamente y casi sin pausa es algo que nunca había ocurrido en Alemania”.
Merkel se afilió ese mismo año a la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán), de tendencia conservadora, que desde entonces ha sido su hogar político. En las primeras elecciones alemanas conjuntas, en diciembre de 1990, fue elegida como miembro del Parlamento, donde ha permanecido de manera ininterrumpida e incluso ocupando simultáneamente otros cargos. Y el 18 de enero de 1991, cuando apenas llevaba dos años como política, la nombraron ministra federal para las Mujeres y las Juventudes. Tenía 36 años y su jefe directo era nada más y nada menos que Helmut Kohl, el arquitecto de la reunificación.
Mucho se ha escrito en Alemania sobre la relación entre Merkel y Kohl. Merkel ha admitido que el hecho de ser mujer, joven y del este seguramente le ayudó a llamar su atención cuando él buscaba formar un gabinete diverso tras la reunificación, aunque también ha dicho que “nadie le regaló nada” en su ascenso. Ella, además, aprovechó el apoyo del entonces canciller todopoderoso y fue abriéndose, paso a paso, puertas en la política nacional. En 1994 asumió el cargo de ministra del Medio Ambiente y, simultáneamente, fue creciendo en la CDU, donde se convirtió en secretaria general, en 1998. Y nunca olvidó ese consejo que le dio Kohl cuando ella preparaba su primer discurso: “Habla sobre tu origen y sobre tu biografía. En tus orígenes está tu futuro”.
Pero Merkel también supo alejarse de Kohl en un momento clave, una jugada maestra que ella no dudó en calificar como el mayor riesgo que ha tomado en su carrera política hasta la fecha.
Se acercaba la Navidad de 1999 cuando, sin consultar a la dirigencia de su partido, Merkel envió una columna de opinión al diario conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung, uno de los más importantes del país. El texto no habría sido mayor cosa de no ser porque Merkel pedía públicamente algo muy osado: que el partido se desprendiera de Kohl, su viejo “caballo de batalla”, que mantenía una enorme influencia para pesar de que, para entonces, ya había perdido la cancillería y afrontaba un escándalo mayor, luego de conocerse que su partido había recibido donaciones secretas durante años. Esa columna catapultó a Merkel a lo más alto de su partido. Fue elegida presidenta de la CDU en abril de 2000 —cargo que ostentó hasta 2018— y cinco años más tarde venció en las elecciones federales al socialdemócrata Gerhard Schröder y se convirtió en la primera mujer al frente de Alemania.
***
Angela Merkel, la física del este, la más inusual de las políticas, comenzó, tras su confirmación el 22 de noviembre de 2005, lo que terminarían siendo dieciséis años como la figura máxima de la cancillería en Berlín, ese edificio moderno, cerca de la estación central, que fue inaugurado en 2001 y que muchos dicen parece una lavadora gigante. Merkel tiene allí una oficina de 140 metros cuadrados en el séptimo piso, con enormes ventanales, muebles de madera y un escritorio que le pareció tan grande que sólo lo utiliza para llamar a otros líderes. El resto del tiempo prefiere trabajar en una mesa de juntas como cualquier otra. Su secretaria se sienta cerca y Merkel casi nunca la llama por teléfono: prefiere buscarla en persona o dejar la puerta abierta para que puedan comunicarse de manera menos formal.
La canciller cuenta con un grupo muy cercano de colaboradores, que practican dos máximas de manera rigurosa: confianza y discreción absoluta. Rara vez ofrecen detalles más allá de lo acordado y jamás buscan el protagonismo.
Esta privacidad implica, también, que sólo pocos tienen acceso a su oficina. No es como el Despacho Oval de la Casa Blanca, del que cada detalle es ampliamente conocido y donde el presidente en turno se reúne, ante los ojos atentos de la prensa, con otros líderes internacionales. Merkel realiza en su séptimo piso sus reuniones de alto nivel, pero luego se desplaza al primero, donde son las ruedas de prensa, en una zona a la que acceden los periodistas tras recorrer una pequeña galería con retratos de los otros siete cancilleres alemanes de la posguerra.
Merkel también ha creado una barrera estricta entre su vida pública y privada y da una imagen de normalidad detrás de la figura poderosa que es. Está casada desde 1998 con Joachim Sauer, un químico cuántico que ha hecho todo a su alcance para mantener una rutina como la de cualquier otra persona, alejada de la pomposidad política. No da entrevistas, a menos que sea sobre su trabajo; sólo se deja ver en contadas ocasiones —como en un festival anual de ópera de Wagner—. Y los dos viven en un departamento común y corriente en el centro de la ciudad, cerca de la Isla de los Museos, que custodia apenas un par de policías.
Nadie, a menos que lo sepa de antemano, se daría cuenta de que ahí es donde Merkel deja por momentos de ser la canciller para ser esposa, ama de casa y cocinera. En su refrigerador nunca faltan la mantequilla y queso quark. Son famosas sus sopas de papa y sus pasteles de ciruela, aunque también le gusta cocinar pescado y milanesa. Prefiere ir ella misma al supermercado cercano, empujando el carrito, y paga con tarjeta. Alguna vez lo dijo con orgullo: “No es el cargo el que cocina sino yo, Angela, la persona que era y sigo siendo”.
Desde su departamento, su oficina y desde las instituciones europeas, Angela se ha convertido en una figura imprescindible en el continente. Lidera la economía principal de la Unión Europea, un proyecto en el que cree a profundidad, y es la jefa de gobierno más longeva del bloque. Su influencia es tanta que, como dijo Mark Rutte, el primer ministro de los Países Bajos, cuando ella empieza a hablar, los demás políticos dejan sus iPhones, ponen sus bolígrafos sobre la mesa y escuchan.
Y muchas veces tienen que escuchar y discutir por muchas horas. Merkel ha dicho que tiene cualidades como un camello y puede almacenar horas de sueño, lo que le sirve para atender compromisos hasta bien entrada la madrugada. Espera, anticipa reacciones, sopesa escenarios y se toma su tiempo antes de decidir. En ocasiones, también incluye algo de humor, una habilidad que esconde detrás de su seria fachada. Quienes la conocen dicen que, en privado, es muy buena imitando a otras personas y ella ha reconocido que siempre tiene un chiste en su repertorio.
Los alemanes, por su parte, se han acostumbrado al liderazgo sobrio de su canciller, si bien en los últimos años se ha notado cierto cansancio y un ánimo de renovación. Pero una y otra vez han premiado la estabilidad y la continuidad que ella ha ofrecido, sobre todo en épocas de crisis.
Su mensaje a los votantes en 2013, cuando la reeligieron por tercera vez y obtuvo su mejor resultado electoral a nivel nacional, fue: “Ustedes me conocen”. Y sí: los alemanes saben a qué atenerse con Merkel. Aceptan que no sea una gran oradora de masas y que a veces le falte valentía o se demore demasiado en tomar decisiones. Pero aprecian su carácter diplomático, su normalidad y su poca vanidad. Y, sobre todo, saben que no va a salirse de sus cabales. De hecho Merkel es tan consistente que utiliza, salvo en contadas excepciones, el mismo tipo de ropa —pantalón, zapatos planos y una chaqueta que varía de color—, con contadas ocasiones, y siempre pone las manos en forma de rombo, una característica tan conocida que en alemán se creó un término en su honor: die Merkel-Raute, (“el rombo Merkel”), que ella adoptó por “cierto amor a la simetría”.
Pero esa rigurosidad al hablar no siempre le ha funcionado, como comprobó en julio de 2015, durante un foro con un grupo de estudiantes. Reem, una joven palestina de catorce años, tomó el micrófono para decirle que le angustiaba no saber si su familia, tras salir de un campo de refugiados en Líbano, sería expulsada de Alemania; a lo que Merkel respondió, con su estilo característico, que la política es difícil, que Alemania no podía recibir a todos los que huían y algunos tendrían que ser devueltos. Cuando la chica rompió a llorar, Merkel reaccionó torpemente. Ese video se volvió viral y la canciller comenzó a recibir críticas por su frialdad y falta de empatía.
Fue una de las imágenes más poderosas de un verano que, como pocos, marcó a Alemania, a Europa y también a Merkel. Sólo en 2015, más de un millón de personas arriesgaron sus vidas —muchos de ellos, escapando de la guerra en Siria— para buscar un futuro diferente en la Unión Europea. Las imágenes de los migrantes que cruzaban el Mediterráneo o atravesaban el continente a pie no sólo revelaron la magnitud de la crisis humanitaria, sino que también generaron una discusión profunda sobre el poder político de la UE y las prioridades de sus líderes.
La crisis de los refugiados, por supuesto, no fue la primera gran prueba internacional que afrontó la canciller. De hecho, su gobierno ha estado marcado por todo tipo de grandes desafíos internacionales, como la crisis financiera de 2008, el Brexit y, más recientemente, la pandemia del coronavirus. Eso sin contar la crisis de la eurozona, en la que Merkel, en su intento por salvar el euro, se convirtió en la cara principal de la austeridad económica y el rigor fiscal, lo que reforzó su popularidad en Alemania pero generó resentimientos en países del sur del continente, como Grecia y España. Todas las crisis realzaron su talante como una estadista de peso, una líder necesaria, aunque controversial, en la búsqueda de soluciones. Pero también reforzaron la idea de que Merkel ha sido una canciller reactiva, que se vio sorprendida por los hechos y no logró desarrollar la gran visión de lo que quería para Alemania.
De todas, la de los refugiados fue la crisis que más reveló sobre su pensamiento y liderazgo. Y tuvo un doble impacto en su carrera: fue la que más afectó su imagen internacional, pero también la que, en últimas, marcó el comienzo de su final político.
***
A medida que más y más migrantes llegaban a Europa, Merkel decidió no cerrar las fronteras y aceptó a más de un millón de migrantes en Alemania, una decisión trascendental con la que se ganó alabanzas y odios por igual. La canciller no sólo explicó que su país tenía un compromiso ineludible —similar al reto de la reunificación que tanto la marcó en sus inicios políticos—, sino también que era necesario arriesgarse a tomar nuevos caminos.
Para Merkel se trataba de una responsabilidad moral, un rechazo muy personal a las barreras y una afirmación de los principios religiosos de solidaridad y ayuda al prójimo que había visto tan de cerca como hija de un pastor. Años después afirmó que volvería a tomar las mismas decisiones. Y en su momento fue clara: “Viví mucho tiempo detrás de un muro como para desearlo de vuelta”.
También dijo el que se convertiría en su mantra: “Wir schaffen das” (“Lo lograremos”). Sus seguidores entendieron este mensaje como una señal de confianza en momentos de gran inseguridad, pero para sus críticos fue un aliciente para que más migrantes cruzaran el Mediterráneo. Mientras medios internacionales como Time la nombraron “persona del año” en 2015 o la “canciller del mundo libre”, Donald Trump calificó en 2017 como un “error catastrófico” que permitiera la entrada a los refugiados. Se convirtió así en la imagen política clave de la crisis en Europa y su decisión alimentó un debate emocional que dividió profundamente al continente. Generó rechazo en varios países del este, donde la migración es prácticamente un tema tabú, y reveló los límites de su poder. Una de sus biógrafas, Evelyn Roll, por ejemplo, explica que una de las metas que Merkel no pudo cumplir fue “mantener realmente unida a Europa”, y añadió: “La Unión Europea ya no se sostiene tan bien como antes”.
Su propio país también se fragmentó: en las elecciones federales de 2017, el bloque conservador de Merkel terminó en primer lugar, pero obtuvo apenas el 33% de los votos, todo un castigo electoral, y ella se demoró cinco meses —un récord negativo en la historia alemana— en encontrar un socio de coalición que quisiera trabajar con ella. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, un partido de ultraderecha, Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán), ingresó al Parlamento y, además, se convirtió en el principal partido de oposición. Llegó hasta ese punto gracias a su radical rechazo a Merkel y su política migratoria y se convirtió en la voz de quienes más se decepcionaron de la canciller. En protestas callejeras hubo algunos que incluso la llamaban “traidora del pueblo” y pedían su dimisión.
El resultado de las elecciones y el ambiente tan polarizado en el país le revelaron a Merkel que su poder estaba agrietándose. Y la convencieron de que había llegado el momento de retirarse. En octubre de 2018, declaró en Berlín que dejaría el liderazgo de la CDU y que no se presentaría a una reelección nacional en 2021.
Con ese anuncio, comenzó a preparar a los alemanes para una separación difícil y una nueva era. Y cumplió una meta muy personal, un objetivo de vieja data. Pues en 1998, siete años antes de llegar al poder, Merkel aseguró que uno de sus sueños era encontrar el momento adecuado para dejar la política. Quería hacerlo bajo sus propias condiciones y no hecha una “piltrafa medio muerta”. Es un final inusual: lo común en Alemania, donde no hay límite de reelecciones, es que el poder sea ratificado o rechazado en las urnas.
Pero antes de dejar la cancillería, Merkel todavía debió afrontar otra crisis, la del coronavirus. Y aunque la pandemia reveló deficiencias importantes en el sistema de salud alemán, también tuvo una consecuencia inesperada para la canciller. Fue como cerrar el ciclo: comenzó su carrera política cuando dejó atrás la ciencia y terminó su carrera regresando a ella. “El último esfuerzo: Merkel en modo científico”, título un medio alemán un artículo en febrero de este año.
Una y otra vez desde que comenzó la pandemia ha explicado en detalle, de manera racional, con cifras y hasta cálculos matemáticos, cómo funcionan los factores de reproducción del virus y las cadenas de infección. Se le nota cómoda en su rol y, de nuevo, la mayoría de los alemanes ha premiado su liderazgo calmado en un momento crítico. Merkel se acerca al final con los niveles de favorabilidad más altos del país, 66% en agosto.
Así, Merkel, entrega el poder habiendo marcado como pocos, para bien o para mal, el destino de Alemania y Europa. Este año bromeó con que llegó a la cancillería cuando ni siquiera se había inventado el iPhone. Y hay una generación completa que sólo conoce el liderazgo de esta inusual canciller que dejó el mundo monótono de la investigación científica en un país que ya no existe y terminó negociando con cuatro presidentes estadounidenses, cinco primeros ministros británicos, cuatro presidentes franceses y ocho primeros ministros de Italia, por sólo nombrar algunos.
Después de dieciséis años en lo más alto, ha rechazado cualquier nuevo puesto político y quiere, como dijo alguna vez, “encontrar el camino de vuelta hacia la vida normal”. Para ella, esa normalidad probablemente esté ligada a la región donde todo comenzó: cerca de Templin, de donde es ciudadana honoraria. Allá tiene una casa de campo y puede caminar a placer por los bosques de Brandeburgo, disfrutar de la cotidianidad sencilla que le recuerda a su infancia, tener una añorada “fase de aburrimiento” y, sobre todo, aprovechar lo que siempre le hizo falta para ser “completamente feliz”: tiempo.
[/read]
Ningún político ha marcado el destino de Europa en la última década como la canciller alemana Angela Merkel quien, luego de dieciséis años en el poder, se retira tras las elecciones generales del próximo 26 de septiembre. Será una separación difícil y una nueva era. Merkel se acerca al final de su mandato con los niveles de aprobación más altos de su país.
El reloj marcaba las 11:20 a.m., de un día soleado pero gélido de diciembre de 2019, cuando Angela Merkel, vestida de negro, cruzó lentamente y en silencio el portón que simboliza la peor tragedia de la historia alemana.
Con el lema, “Arbeit macht frei” (“El trabajo los hará libres”), inscrito en la parte superior, este umbral da comienzo a lo que fue el campo de concentración de Auschwitz, en el actual territorio de Polonia, donde los nazis asesinaron de manera sistemática a más de un millón de personas durante la Segunda Guerra Mundial.
Merkel había llegado poco antes con su comitiva, hoy un monumento conmemorativo, y cruzó ese portón con los clics de las cámaras periodísticas como el único sonido de fondo; después admitió lo difícil que le resultaba estar ahí: “Siento una profunda vergüenza ante los crímenes barbáricos cometidos aquí por los alemanes, crímenes que sobrepasan los límites de lo comprensible”, reconoció en su discurso central, que ofreció en un edificio que apodaban, sarcásticamente, “el sauna”. Allí limpiaban, desinfectaban y despojaban de sus pertenencias a los recién detenidos; ahí eran deshumanizados y comenzaba el horror de Auschwitz-Birkenau.
La visita de Merkel fue poderosa, simbólica y memorable en su carrera política —que, para ese entonces, empezaba a dibujar su fin—; no sólo porque era la primera visita de un canciller a Auschwitz en veinticuatro años, sino también porque el perfil de Merkel era radicalmente distinto al de sus predecesores.
La canciller, después de todo, es la primera y única jefe de gobierno alemana que nació después de la guerra, un hecho que refuerza el principal mensaje que llevó a Polonia: mantener viva la memoria como una responsabilidad “infinita” y “no negociable”, especialmente cuando cada vez hay menos testigos directos de las atrocidades que se vivieron en lugares como Auschwitz. Además, su historia está marcada de manera muy particular por las cicatrices que dejó la guerra.
Nació el 17 de julio de 1954 en Hamburgo, en Alemania Occidental, pero sus padres se trasladaron poco tiempo después al este. Es la única canciller que creció en un país que ya no existe: en la República Democrática Alemana (RDA), detrás del Muro de Berlín. De hecho, la construcción del Muro, en agosto de 1961, es su primer recuerdo político. En ese entonces, la pequeña Angela Dorothea Kasner vivía con sus padres, Herlind y Horst, y su hermano menor, Marcus, en una pequeña ciudad, Templin, unos cien kilómetros al norte de Berlín, donde su padre era pastor luterano.
Los Kasner regresaban un viernes de sus vacaciones de verano, en las que le habían cumplido a la abuela materna de Angela su sueño de recorrer Baviera en un Volkswagen Beetle. Pero su padre comenzó a notar algo raro, fuera de lugar: en los bosques se amontonaba alambre de púas. “De sábado a domingo comenzó la construcción del Muro”, recordó Merkel. “Mi padre ofreció ese domingo un servicio religioso y había un ambiente horrible en la iglesia. Nunca lo olvidaré: las personas lloraban, mi madre también lloraba”. Así despertó a la realidad de ese estado socialista, con una de las policías secretas más represivas del mundo y sin muchas de las libertades de las que gozaban quienes vivían en el lado de Occidente, incluso sus propios primos y su abuela, en Hamburgo.
Merkel, sin embargo, ha descrito su vida en Templin de manera positiva. Asegura que creció “en un Estado malo pero, por ejemplo, con una hermosa naturaleza”. Su infancia y adolescencia tuvieron matices normales, con amores platónicos, escenas de rabia en la pubertad, sueños —quería ser patinadora de hielo— y fiestas colegiales en las que ella, sin embargo, se sentía algo triste: “Era la persona que comía maní mientras el resto bailaba”, admitió en 1994, cuando ya despuntaba el interés por conocer más sobre la entonces joven política del este.
Pero su vida en la RDA también estuvo marcada por el régimen y mucho se ha discutido desde entonces sobre su relación con el sistema. Merkel, por ejemplo, militó en una organización juvenil socialista, la FDJ (Juventud Libre Alemana, por sus siglas en alemán). Y aunque se especuló que pudo haber estado a cargo de la “agitación y propaganda”, ella explicó, en una entrevista en 1991, que lo hizo mayormente por “oportunismo” y que su labor consistió en organizar temas culturales a nivel local. Poco después de que cayera el Muro, nunca sintió que la RDA fuera su patria y dijo que más bien usó el “margen de maniobra” disponible para poder lograr sus objetivos.
De cualquier manera, de su juventud detrás del Muro le sobreviven muchas de las características que hoy la definen como canciller: su disciplina acérrima —fue la mejor estudiante en el colegio—, su afán por no llamar la atención —indispensable para persistir en la RDA—, una claridad argumentativa que heredó de su padre y una tendencia evidente hacia la planeación, aunque eso afectara su espontaneidad. Merkel ha admitido que le gusta pensar en los regalos de Navidad meses antes de que se acerque la fecha para así “evitar el caos”.
También le quedó el conocimiento del ruso que, junto con inglés, era su materia escolar preferida y que le ha servido, desde que asumió el cargo de canciller, como un punto en común con el presidente ruso, Vladimir Putin, el líder internacional con quien más tiempo ha compartido y uno de sus más difíciles rivales.
Pero por más habitual que sea escudriñar en el pasado de Merkel para encontrar los rasgos de su pensamiento político, lo cierto es que nadie habría osado pensar, en la dictadura de la RDA, que esa joven aplomada y discreta terminaría convirtiéndose no sólo en canciller de una Alemania reunificada —algo de por sí inimaginable para muchos—, sino, sobre todo, en una persona a quien la revista Forbes describió como la mujer más poderosa del mundo por diez años consecutivos. Justo ahí está lo que la hace única: “Lo especial es su origen”, explica Robin Alexander, uno de los periodistas mejor conectados de Berlín, que cubre la cancillería para el periódico Die Welt.
***
Angela Merkel tampoco pensaba en la política como carrera profesional. De hecho, escogió una ruta que no podría estar más alejada de lo que la terminaría haciendo famosa. En 1973 se mudó a Leipzig, a tres horas en tren de sus padres y de la vida tranquila de Templin, para estudiar Física en la Universidad Karl Marx.
Escogió esa carrera porque las ciencias le prometían “trabajar cerca de la verdad” y asumió el reto, fascinada por las grandes teorías y con la certeza de que la física experimental no era su fuerte. Se describió a sí misma como buena en su campo sin ser sobresaliente. Obtuvo su mayor logro académico cuando defendió exitosamente en Berlín su tesis del doctorado en Físicoquímica, titulada Influencia de la correlación espacial de la velocidad de reacción biomolecular de reacciones elementales en los medios densos. Su vida personal también cambió en Leipzig. En la biblioteca, mientras cursaba el segundo semestre, conoció a Ulrich Merkel, quien se sintió atraído por su naturalidad. En 1977 se casaron. Fue un matrimonio corto, fallido: cuatro años después, ella empacó y dejó el departamento que compartían. La separación, como dijo ella, no tuvo “encarnizamientos ni ropa sucia”, pero sí le dejó –además de la lavadora– el apellido con el que hoy la conoce el mundo.
Para ese momento, Merkel ya había comenzado su vida laboral en Berlín. Tenía un trabajo monótono como investigadora en el Instituto de Química Física en la Academia de las Ciencias, la principal institución científica de la RDA. Vivía cerca del Muro, algo que la oprimía, y se sentía sola con frecuencia. Sufría por la falta de libertades, en particular, por no poder viajar libremente por Occidente: su sueño era conocer Estados Unidos. Y, sobre todo, ya empezaba a sentir que no quería dedicarse a la física por el resto de su vida.
Entonces, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro. Pero, mientras muchos corrían extasiados hacia la frontera, Merkel estaba, como todos los jueves a las seis de la tarde, con una amiga en el sauna. Ella ya sabía que las autoridades de la RDA habían autorizado la libertad de movimiento, pero ni siquiera uno de los días más históricos de Europa hizo que cambiara su rutina. Vivió ese momento, como tantos otros de su vida, de manera estructurada. Incluso cuando, después del sauna, se dirigió al cruce de Bornholmer Straße —el primero que abrió—, su felicidad fue controlada: “Me encontré con otras personas y de repente estábamos en el departamento de una familia feliz de Berlín occidental”, recordó. “Todos querían ir a Ku’damm —la principal avenida comercial de Berlín occidental—, pero yo preferí volver a casa, pues al día siguiente tenía que madrugar”. Para su temperamento, como ella misma reconoció, ya había deambulado suficiente.
La caída del Muro de Berlín le abrió, como a tantos otros, las puertas a un mundo nuevo. “Todo era tan increíblemente emocionante que nunca me sentí cansada”, dijo. Empezó a buscar cómo vincularse a los movimientos que apenas surgían y encontró su lugar en un grupo algo caótico, Despertar Democrático, donde había, por un lado, un alto número de intelectuales y, por el otro, muchas labores menores de las que podía encargarse una política en ciernes. Merkel comenzó su carrera instalando las computadoras de la oficina. Lo que siguió, luego de la reunificación alemana el 3 de octubre de 1990, fue un ascenso vertiginoso e inusual, como explica su biógrafo Hugo Müller-Vogg: “Que una mujer, especialmente una alemana del este, haya ascendido tan rápidamente y casi sin pausa es algo que nunca había ocurrido en Alemania”.
Merkel se afilió ese mismo año a la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán), de tendencia conservadora, que desde entonces ha sido su hogar político. En las primeras elecciones alemanas conjuntas, en diciembre de 1990, fue elegida como miembro del Parlamento, donde ha permanecido de manera ininterrumpida e incluso ocupando simultáneamente otros cargos. Y el 18 de enero de 1991, cuando apenas llevaba dos años como política, la nombraron ministra federal para las Mujeres y las Juventudes. Tenía 36 años y su jefe directo era nada más y nada menos que Helmut Kohl, el arquitecto de la reunificación.
Mucho se ha escrito en Alemania sobre la relación entre Merkel y Kohl. Merkel ha admitido que el hecho de ser mujer, joven y del este seguramente le ayudó a llamar su atención cuando él buscaba formar un gabinete diverso tras la reunificación, aunque también ha dicho que “nadie le regaló nada” en su ascenso. Ella, además, aprovechó el apoyo del entonces canciller todopoderoso y fue abriéndose, paso a paso, puertas en la política nacional. En 1994 asumió el cargo de ministra del Medio Ambiente y, simultáneamente, fue creciendo en la CDU, donde se convirtió en secretaria general, en 1998. Y nunca olvidó ese consejo que le dio Kohl cuando ella preparaba su primer discurso: “Habla sobre tu origen y sobre tu biografía. En tus orígenes está tu futuro”.
Pero Merkel también supo alejarse de Kohl en un momento clave, una jugada maestra que ella no dudó en calificar como el mayor riesgo que ha tomado en su carrera política hasta la fecha.
Se acercaba la Navidad de 1999 cuando, sin consultar a la dirigencia de su partido, Merkel envió una columna de opinión al diario conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung, uno de los más importantes del país. El texto no habría sido mayor cosa de no ser porque Merkel pedía públicamente algo muy osado: que el partido se desprendiera de Kohl, su viejo “caballo de batalla”, que mantenía una enorme influencia para pesar de que, para entonces, ya había perdido la cancillería y afrontaba un escándalo mayor, luego de conocerse que su partido había recibido donaciones secretas durante años. Esa columna catapultó a Merkel a lo más alto de su partido. Fue elegida presidenta de la CDU en abril de 2000 —cargo que ostentó hasta 2018— y cinco años más tarde venció en las elecciones federales al socialdemócrata Gerhard Schröder y se convirtió en la primera mujer al frente de Alemania.
***
Angela Merkel, la física del este, la más inusual de las políticas, comenzó, tras su confirmación el 22 de noviembre de 2005, lo que terminarían siendo dieciséis años como la figura máxima de la cancillería en Berlín, ese edificio moderno, cerca de la estación central, que fue inaugurado en 2001 y que muchos dicen parece una lavadora gigante. Merkel tiene allí una oficina de 140 metros cuadrados en el séptimo piso, con enormes ventanales, muebles de madera y un escritorio que le pareció tan grande que sólo lo utiliza para llamar a otros líderes. El resto del tiempo prefiere trabajar en una mesa de juntas como cualquier otra. Su secretaria se sienta cerca y Merkel casi nunca la llama por teléfono: prefiere buscarla en persona o dejar la puerta abierta para que puedan comunicarse de manera menos formal.
La canciller cuenta con un grupo muy cercano de colaboradores, que practican dos máximas de manera rigurosa: confianza y discreción absoluta. Rara vez ofrecen detalles más allá de lo acordado y jamás buscan el protagonismo.
Esta privacidad implica, también, que sólo pocos tienen acceso a su oficina. No es como el Despacho Oval de la Casa Blanca, del que cada detalle es ampliamente conocido y donde el presidente en turno se reúne, ante los ojos atentos de la prensa, con otros líderes internacionales. Merkel realiza en su séptimo piso sus reuniones de alto nivel, pero luego se desplaza al primero, donde son las ruedas de prensa, en una zona a la que acceden los periodistas tras recorrer una pequeña galería con retratos de los otros siete cancilleres alemanes de la posguerra.
Merkel también ha creado una barrera estricta entre su vida pública y privada y da una imagen de normalidad detrás de la figura poderosa que es. Está casada desde 1998 con Joachim Sauer, un químico cuántico que ha hecho todo a su alcance para mantener una rutina como la de cualquier otra persona, alejada de la pomposidad política. No da entrevistas, a menos que sea sobre su trabajo; sólo se deja ver en contadas ocasiones —como en un festival anual de ópera de Wagner—. Y los dos viven en un departamento común y corriente en el centro de la ciudad, cerca de la Isla de los Museos, que custodia apenas un par de policías.
Nadie, a menos que lo sepa de antemano, se daría cuenta de que ahí es donde Merkel deja por momentos de ser la canciller para ser esposa, ama de casa y cocinera. En su refrigerador nunca faltan la mantequilla y queso quark. Son famosas sus sopas de papa y sus pasteles de ciruela, aunque también le gusta cocinar pescado y milanesa. Prefiere ir ella misma al supermercado cercano, empujando el carrito, y paga con tarjeta. Alguna vez lo dijo con orgullo: “No es el cargo el que cocina sino yo, Angela, la persona que era y sigo siendo”.
Desde su departamento, su oficina y desde las instituciones europeas, Angela se ha convertido en una figura imprescindible en el continente. Lidera la economía principal de la Unión Europea, un proyecto en el que cree a profundidad, y es la jefa de gobierno más longeva del bloque. Su influencia es tanta que, como dijo Mark Rutte, el primer ministro de los Países Bajos, cuando ella empieza a hablar, los demás políticos dejan sus iPhones, ponen sus bolígrafos sobre la mesa y escuchan.
Y muchas veces tienen que escuchar y discutir por muchas horas. Merkel ha dicho que tiene cualidades como un camello y puede almacenar horas de sueño, lo que le sirve para atender compromisos hasta bien entrada la madrugada. Espera, anticipa reacciones, sopesa escenarios y se toma su tiempo antes de decidir. En ocasiones, también incluye algo de humor, una habilidad que esconde detrás de su seria fachada. Quienes la conocen dicen que, en privado, es muy buena imitando a otras personas y ella ha reconocido que siempre tiene un chiste en su repertorio.
Los alemanes, por su parte, se han acostumbrado al liderazgo sobrio de su canciller, si bien en los últimos años se ha notado cierto cansancio y un ánimo de renovación. Pero una y otra vez han premiado la estabilidad y la continuidad que ella ha ofrecido, sobre todo en épocas de crisis.
Su mensaje a los votantes en 2013, cuando la reeligieron por tercera vez y obtuvo su mejor resultado electoral a nivel nacional, fue: “Ustedes me conocen”. Y sí: los alemanes saben a qué atenerse con Merkel. Aceptan que no sea una gran oradora de masas y que a veces le falte valentía o se demore demasiado en tomar decisiones. Pero aprecian su carácter diplomático, su normalidad y su poca vanidad. Y, sobre todo, saben que no va a salirse de sus cabales. De hecho Merkel es tan consistente que utiliza, salvo en contadas excepciones, el mismo tipo de ropa —pantalón, zapatos planos y una chaqueta que varía de color—, con contadas ocasiones, y siempre pone las manos en forma de rombo, una característica tan conocida que en alemán se creó un término en su honor: die Merkel-Raute, (“el rombo Merkel”), que ella adoptó por “cierto amor a la simetría”.
Pero esa rigurosidad al hablar no siempre le ha funcionado, como comprobó en julio de 2015, durante un foro con un grupo de estudiantes. Reem, una joven palestina de catorce años, tomó el micrófono para decirle que le angustiaba no saber si su familia, tras salir de un campo de refugiados en Líbano, sería expulsada de Alemania; a lo que Merkel respondió, con su estilo característico, que la política es difícil, que Alemania no podía recibir a todos los que huían y algunos tendrían que ser devueltos. Cuando la chica rompió a llorar, Merkel reaccionó torpemente. Ese video se volvió viral y la canciller comenzó a recibir críticas por su frialdad y falta de empatía.
Fue una de las imágenes más poderosas de un verano que, como pocos, marcó a Alemania, a Europa y también a Merkel. Sólo en 2015, más de un millón de personas arriesgaron sus vidas —muchos de ellos, escapando de la guerra en Siria— para buscar un futuro diferente en la Unión Europea. Las imágenes de los migrantes que cruzaban el Mediterráneo o atravesaban el continente a pie no sólo revelaron la magnitud de la crisis humanitaria, sino que también generaron una discusión profunda sobre el poder político de la UE y las prioridades de sus líderes.
La crisis de los refugiados, por supuesto, no fue la primera gran prueba internacional que afrontó la canciller. De hecho, su gobierno ha estado marcado por todo tipo de grandes desafíos internacionales, como la crisis financiera de 2008, el Brexit y, más recientemente, la pandemia del coronavirus. Eso sin contar la crisis de la eurozona, en la que Merkel, en su intento por salvar el euro, se convirtió en la cara principal de la austeridad económica y el rigor fiscal, lo que reforzó su popularidad en Alemania pero generó resentimientos en países del sur del continente, como Grecia y España. Todas las crisis realzaron su talante como una estadista de peso, una líder necesaria, aunque controversial, en la búsqueda de soluciones. Pero también reforzaron la idea de que Merkel ha sido una canciller reactiva, que se vio sorprendida por los hechos y no logró desarrollar la gran visión de lo que quería para Alemania.
De todas, la de los refugiados fue la crisis que más reveló sobre su pensamiento y liderazgo. Y tuvo un doble impacto en su carrera: fue la que más afectó su imagen internacional, pero también la que, en últimas, marcó el comienzo de su final político.
***
A medida que más y más migrantes llegaban a Europa, Merkel decidió no cerrar las fronteras y aceptó a más de un millón de migrantes en Alemania, una decisión trascendental con la que se ganó alabanzas y odios por igual. La canciller no sólo explicó que su país tenía un compromiso ineludible —similar al reto de la reunificación que tanto la marcó en sus inicios políticos—, sino también que era necesario arriesgarse a tomar nuevos caminos.
Para Merkel se trataba de una responsabilidad moral, un rechazo muy personal a las barreras y una afirmación de los principios religiosos de solidaridad y ayuda al prójimo que había visto tan de cerca como hija de un pastor. Años después afirmó que volvería a tomar las mismas decisiones. Y en su momento fue clara: “Viví mucho tiempo detrás de un muro como para desearlo de vuelta”.
También dijo el que se convertiría en su mantra: “Wir schaffen das” (“Lo lograremos”). Sus seguidores entendieron este mensaje como una señal de confianza en momentos de gran inseguridad, pero para sus críticos fue un aliciente para que más migrantes cruzaran el Mediterráneo. Mientras medios internacionales como Time la nombraron “persona del año” en 2015 o la “canciller del mundo libre”, Donald Trump calificó en 2017 como un “error catastrófico” que permitiera la entrada a los refugiados. Se convirtió así en la imagen política clave de la crisis en Europa y su decisión alimentó un debate emocional que dividió profundamente al continente. Generó rechazo en varios países del este, donde la migración es prácticamente un tema tabú, y reveló los límites de su poder. Una de sus biógrafas, Evelyn Roll, por ejemplo, explica que una de las metas que Merkel no pudo cumplir fue “mantener realmente unida a Europa”, y añadió: “La Unión Europea ya no se sostiene tan bien como antes”.
Su propio país también se fragmentó: en las elecciones federales de 2017, el bloque conservador de Merkel terminó en primer lugar, pero obtuvo apenas el 33% de los votos, todo un castigo electoral, y ella se demoró cinco meses —un récord negativo en la historia alemana— en encontrar un socio de coalición que quisiera trabajar con ella. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, un partido de ultraderecha, Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán), ingresó al Parlamento y, además, se convirtió en el principal partido de oposición. Llegó hasta ese punto gracias a su radical rechazo a Merkel y su política migratoria y se convirtió en la voz de quienes más se decepcionaron de la canciller. En protestas callejeras hubo algunos que incluso la llamaban “traidora del pueblo” y pedían su dimisión.
El resultado de las elecciones y el ambiente tan polarizado en el país le revelaron a Merkel que su poder estaba agrietándose. Y la convencieron de que había llegado el momento de retirarse. En octubre de 2018, declaró en Berlín que dejaría el liderazgo de la CDU y que no se presentaría a una reelección nacional en 2021.
Con ese anuncio, comenzó a preparar a los alemanes para una separación difícil y una nueva era. Y cumplió una meta muy personal, un objetivo de vieja data. Pues en 1998, siete años antes de llegar al poder, Merkel aseguró que uno de sus sueños era encontrar el momento adecuado para dejar la política. Quería hacerlo bajo sus propias condiciones y no hecha una “piltrafa medio muerta”. Es un final inusual: lo común en Alemania, donde no hay límite de reelecciones, es que el poder sea ratificado o rechazado en las urnas.
Pero antes de dejar la cancillería, Merkel todavía debió afrontar otra crisis, la del coronavirus. Y aunque la pandemia reveló deficiencias importantes en el sistema de salud alemán, también tuvo una consecuencia inesperada para la canciller. Fue como cerrar el ciclo: comenzó su carrera política cuando dejó atrás la ciencia y terminó su carrera regresando a ella. “El último esfuerzo: Merkel en modo científico”, título un medio alemán un artículo en febrero de este año.
Una y otra vez desde que comenzó la pandemia ha explicado en detalle, de manera racional, con cifras y hasta cálculos matemáticos, cómo funcionan los factores de reproducción del virus y las cadenas de infección. Se le nota cómoda en su rol y, de nuevo, la mayoría de los alemanes ha premiado su liderazgo calmado en un momento crítico. Merkel se acerca al final con los niveles de favorabilidad más altos del país, 66% en agosto.
Así, Merkel, entrega el poder habiendo marcado como pocos, para bien o para mal, el destino de Alemania y Europa. Este año bromeó con que llegó a la cancillería cuando ni siquiera se había inventado el iPhone. Y hay una generación completa que sólo conoce el liderazgo de esta inusual canciller que dejó el mundo monótono de la investigación científica en un país que ya no existe y terminó negociando con cuatro presidentes estadounidenses, cinco primeros ministros británicos, cuatro presidentes franceses y ocho primeros ministros de Italia, por sólo nombrar algunos.
Después de dieciséis años en lo más alto, ha rechazado cualquier nuevo puesto político y quiere, como dijo alguna vez, “encontrar el camino de vuelta hacia la vida normal”. Para ella, esa normalidad probablemente esté ligada a la región donde todo comenzó: cerca de Templin, de donde es ciudadana honoraria. Allá tiene una casa de campo y puede caminar a placer por los bosques de Brandeburgo, disfrutar de la cotidianidad sencilla que le recuerda a su infancia, tener una añorada “fase de aburrimiento” y, sobre todo, aprovechar lo que siempre le hizo falta para ser “completamente feliz”: tiempo.
[/read]
Ningún político ha marcado el destino de Europa en la última década como la canciller alemana Angela Merkel quien, luego de dieciséis años en el poder, se retira tras las elecciones generales del próximo 26 de septiembre. Será una separación difícil y una nueva era. Merkel se acerca al final de su mandato con los niveles de aprobación más altos de su país.
El reloj marcaba las 11:20 a.m., de un día soleado pero gélido de diciembre de 2019, cuando Angela Merkel, vestida de negro, cruzó lentamente y en silencio el portón que simboliza la peor tragedia de la historia alemana.
Con el lema, “Arbeit macht frei” (“El trabajo los hará libres”), inscrito en la parte superior, este umbral da comienzo a lo que fue el campo de concentración de Auschwitz, en el actual territorio de Polonia, donde los nazis asesinaron de manera sistemática a más de un millón de personas durante la Segunda Guerra Mundial.
Merkel había llegado poco antes con su comitiva, hoy un monumento conmemorativo, y cruzó ese portón con los clics de las cámaras periodísticas como el único sonido de fondo; después admitió lo difícil que le resultaba estar ahí: “Siento una profunda vergüenza ante los crímenes barbáricos cometidos aquí por los alemanes, crímenes que sobrepasan los límites de lo comprensible”, reconoció en su discurso central, que ofreció en un edificio que apodaban, sarcásticamente, “el sauna”. Allí limpiaban, desinfectaban y despojaban de sus pertenencias a los recién detenidos; ahí eran deshumanizados y comenzaba el horror de Auschwitz-Birkenau.
La visita de Merkel fue poderosa, simbólica y memorable en su carrera política —que, para ese entonces, empezaba a dibujar su fin—; no sólo porque era la primera visita de un canciller a Auschwitz en veinticuatro años, sino también porque el perfil de Merkel era radicalmente distinto al de sus predecesores.
La canciller, después de todo, es la primera y única jefe de gobierno alemana que nació después de la guerra, un hecho que refuerza el principal mensaje que llevó a Polonia: mantener viva la memoria como una responsabilidad “infinita” y “no negociable”, especialmente cuando cada vez hay menos testigos directos de las atrocidades que se vivieron en lugares como Auschwitz. Además, su historia está marcada de manera muy particular por las cicatrices que dejó la guerra.
Nació el 17 de julio de 1954 en Hamburgo, en Alemania Occidental, pero sus padres se trasladaron poco tiempo después al este. Es la única canciller que creció en un país que ya no existe: en la República Democrática Alemana (RDA), detrás del Muro de Berlín. De hecho, la construcción del Muro, en agosto de 1961, es su primer recuerdo político. En ese entonces, la pequeña Angela Dorothea Kasner vivía con sus padres, Herlind y Horst, y su hermano menor, Marcus, en una pequeña ciudad, Templin, unos cien kilómetros al norte de Berlín, donde su padre era pastor luterano.
Los Kasner regresaban un viernes de sus vacaciones de verano, en las que le habían cumplido a la abuela materna de Angela su sueño de recorrer Baviera en un Volkswagen Beetle. Pero su padre comenzó a notar algo raro, fuera de lugar: en los bosques se amontonaba alambre de púas. “De sábado a domingo comenzó la construcción del Muro”, recordó Merkel. “Mi padre ofreció ese domingo un servicio religioso y había un ambiente horrible en la iglesia. Nunca lo olvidaré: las personas lloraban, mi madre también lloraba”. Así despertó a la realidad de ese estado socialista, con una de las policías secretas más represivas del mundo y sin muchas de las libertades de las que gozaban quienes vivían en el lado de Occidente, incluso sus propios primos y su abuela, en Hamburgo.
Merkel, sin embargo, ha descrito su vida en Templin de manera positiva. Asegura que creció “en un Estado malo pero, por ejemplo, con una hermosa naturaleza”. Su infancia y adolescencia tuvieron matices normales, con amores platónicos, escenas de rabia en la pubertad, sueños —quería ser patinadora de hielo— y fiestas colegiales en las que ella, sin embargo, se sentía algo triste: “Era la persona que comía maní mientras el resto bailaba”, admitió en 1994, cuando ya despuntaba el interés por conocer más sobre la entonces joven política del este.
Pero su vida en la RDA también estuvo marcada por el régimen y mucho se ha discutido desde entonces sobre su relación con el sistema. Merkel, por ejemplo, militó en una organización juvenil socialista, la FDJ (Juventud Libre Alemana, por sus siglas en alemán). Y aunque se especuló que pudo haber estado a cargo de la “agitación y propaganda”, ella explicó, en una entrevista en 1991, que lo hizo mayormente por “oportunismo” y que su labor consistió en organizar temas culturales a nivel local. Poco después de que cayera el Muro, nunca sintió que la RDA fuera su patria y dijo que más bien usó el “margen de maniobra” disponible para poder lograr sus objetivos.
De cualquier manera, de su juventud detrás del Muro le sobreviven muchas de las características que hoy la definen como canciller: su disciplina acérrima —fue la mejor estudiante en el colegio—, su afán por no llamar la atención —indispensable para persistir en la RDA—, una claridad argumentativa que heredó de su padre y una tendencia evidente hacia la planeación, aunque eso afectara su espontaneidad. Merkel ha admitido que le gusta pensar en los regalos de Navidad meses antes de que se acerque la fecha para así “evitar el caos”.
También le quedó el conocimiento del ruso que, junto con inglés, era su materia escolar preferida y que le ha servido, desde que asumió el cargo de canciller, como un punto en común con el presidente ruso, Vladimir Putin, el líder internacional con quien más tiempo ha compartido y uno de sus más difíciles rivales.
Pero por más habitual que sea escudriñar en el pasado de Merkel para encontrar los rasgos de su pensamiento político, lo cierto es que nadie habría osado pensar, en la dictadura de la RDA, que esa joven aplomada y discreta terminaría convirtiéndose no sólo en canciller de una Alemania reunificada —algo de por sí inimaginable para muchos—, sino, sobre todo, en una persona a quien la revista Forbes describió como la mujer más poderosa del mundo por diez años consecutivos. Justo ahí está lo que la hace única: “Lo especial es su origen”, explica Robin Alexander, uno de los periodistas mejor conectados de Berlín, que cubre la cancillería para el periódico Die Welt.
***
Angela Merkel tampoco pensaba en la política como carrera profesional. De hecho, escogió una ruta que no podría estar más alejada de lo que la terminaría haciendo famosa. En 1973 se mudó a Leipzig, a tres horas en tren de sus padres y de la vida tranquila de Templin, para estudiar Física en la Universidad Karl Marx.
Escogió esa carrera porque las ciencias le prometían “trabajar cerca de la verdad” y asumió el reto, fascinada por las grandes teorías y con la certeza de que la física experimental no era su fuerte. Se describió a sí misma como buena en su campo sin ser sobresaliente. Obtuvo su mayor logro académico cuando defendió exitosamente en Berlín su tesis del doctorado en Físicoquímica, titulada Influencia de la correlación espacial de la velocidad de reacción biomolecular de reacciones elementales en los medios densos. Su vida personal también cambió en Leipzig. En la biblioteca, mientras cursaba el segundo semestre, conoció a Ulrich Merkel, quien se sintió atraído por su naturalidad. En 1977 se casaron. Fue un matrimonio corto, fallido: cuatro años después, ella empacó y dejó el departamento que compartían. La separación, como dijo ella, no tuvo “encarnizamientos ni ropa sucia”, pero sí le dejó –además de la lavadora– el apellido con el que hoy la conoce el mundo.
Para ese momento, Merkel ya había comenzado su vida laboral en Berlín. Tenía un trabajo monótono como investigadora en el Instituto de Química Física en la Academia de las Ciencias, la principal institución científica de la RDA. Vivía cerca del Muro, algo que la oprimía, y se sentía sola con frecuencia. Sufría por la falta de libertades, en particular, por no poder viajar libremente por Occidente: su sueño era conocer Estados Unidos. Y, sobre todo, ya empezaba a sentir que no quería dedicarse a la física por el resto de su vida.
Entonces, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro. Pero, mientras muchos corrían extasiados hacia la frontera, Merkel estaba, como todos los jueves a las seis de la tarde, con una amiga en el sauna. Ella ya sabía que las autoridades de la RDA habían autorizado la libertad de movimiento, pero ni siquiera uno de los días más históricos de Europa hizo que cambiara su rutina. Vivió ese momento, como tantos otros de su vida, de manera estructurada. Incluso cuando, después del sauna, se dirigió al cruce de Bornholmer Straße —el primero que abrió—, su felicidad fue controlada: “Me encontré con otras personas y de repente estábamos en el departamento de una familia feliz de Berlín occidental”, recordó. “Todos querían ir a Ku’damm —la principal avenida comercial de Berlín occidental—, pero yo preferí volver a casa, pues al día siguiente tenía que madrugar”. Para su temperamento, como ella misma reconoció, ya había deambulado suficiente.
La caída del Muro de Berlín le abrió, como a tantos otros, las puertas a un mundo nuevo. “Todo era tan increíblemente emocionante que nunca me sentí cansada”, dijo. Empezó a buscar cómo vincularse a los movimientos que apenas surgían y encontró su lugar en un grupo algo caótico, Despertar Democrático, donde había, por un lado, un alto número de intelectuales y, por el otro, muchas labores menores de las que podía encargarse una política en ciernes. Merkel comenzó su carrera instalando las computadoras de la oficina. Lo que siguió, luego de la reunificación alemana el 3 de octubre de 1990, fue un ascenso vertiginoso e inusual, como explica su biógrafo Hugo Müller-Vogg: “Que una mujer, especialmente una alemana del este, haya ascendido tan rápidamente y casi sin pausa es algo que nunca había ocurrido en Alemania”.
Merkel se afilió ese mismo año a la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán), de tendencia conservadora, que desde entonces ha sido su hogar político. En las primeras elecciones alemanas conjuntas, en diciembre de 1990, fue elegida como miembro del Parlamento, donde ha permanecido de manera ininterrumpida e incluso ocupando simultáneamente otros cargos. Y el 18 de enero de 1991, cuando apenas llevaba dos años como política, la nombraron ministra federal para las Mujeres y las Juventudes. Tenía 36 años y su jefe directo era nada más y nada menos que Helmut Kohl, el arquitecto de la reunificación.
Mucho se ha escrito en Alemania sobre la relación entre Merkel y Kohl. Merkel ha admitido que el hecho de ser mujer, joven y del este seguramente le ayudó a llamar su atención cuando él buscaba formar un gabinete diverso tras la reunificación, aunque también ha dicho que “nadie le regaló nada” en su ascenso. Ella, además, aprovechó el apoyo del entonces canciller todopoderoso y fue abriéndose, paso a paso, puertas en la política nacional. En 1994 asumió el cargo de ministra del Medio Ambiente y, simultáneamente, fue creciendo en la CDU, donde se convirtió en secretaria general, en 1998. Y nunca olvidó ese consejo que le dio Kohl cuando ella preparaba su primer discurso: “Habla sobre tu origen y sobre tu biografía. En tus orígenes está tu futuro”.
Pero Merkel también supo alejarse de Kohl en un momento clave, una jugada maestra que ella no dudó en calificar como el mayor riesgo que ha tomado en su carrera política hasta la fecha.
Se acercaba la Navidad de 1999 cuando, sin consultar a la dirigencia de su partido, Merkel envió una columna de opinión al diario conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung, uno de los más importantes del país. El texto no habría sido mayor cosa de no ser porque Merkel pedía públicamente algo muy osado: que el partido se desprendiera de Kohl, su viejo “caballo de batalla”, que mantenía una enorme influencia para pesar de que, para entonces, ya había perdido la cancillería y afrontaba un escándalo mayor, luego de conocerse que su partido había recibido donaciones secretas durante años. Esa columna catapultó a Merkel a lo más alto de su partido. Fue elegida presidenta de la CDU en abril de 2000 —cargo que ostentó hasta 2018— y cinco años más tarde venció en las elecciones federales al socialdemócrata Gerhard Schröder y se convirtió en la primera mujer al frente de Alemania.
***
Angela Merkel, la física del este, la más inusual de las políticas, comenzó, tras su confirmación el 22 de noviembre de 2005, lo que terminarían siendo dieciséis años como la figura máxima de la cancillería en Berlín, ese edificio moderno, cerca de la estación central, que fue inaugurado en 2001 y que muchos dicen parece una lavadora gigante. Merkel tiene allí una oficina de 140 metros cuadrados en el séptimo piso, con enormes ventanales, muebles de madera y un escritorio que le pareció tan grande que sólo lo utiliza para llamar a otros líderes. El resto del tiempo prefiere trabajar en una mesa de juntas como cualquier otra. Su secretaria se sienta cerca y Merkel casi nunca la llama por teléfono: prefiere buscarla en persona o dejar la puerta abierta para que puedan comunicarse de manera menos formal.
La canciller cuenta con un grupo muy cercano de colaboradores, que practican dos máximas de manera rigurosa: confianza y discreción absoluta. Rara vez ofrecen detalles más allá de lo acordado y jamás buscan el protagonismo.
Esta privacidad implica, también, que sólo pocos tienen acceso a su oficina. No es como el Despacho Oval de la Casa Blanca, del que cada detalle es ampliamente conocido y donde el presidente en turno se reúne, ante los ojos atentos de la prensa, con otros líderes internacionales. Merkel realiza en su séptimo piso sus reuniones de alto nivel, pero luego se desplaza al primero, donde son las ruedas de prensa, en una zona a la que acceden los periodistas tras recorrer una pequeña galería con retratos de los otros siete cancilleres alemanes de la posguerra.
Merkel también ha creado una barrera estricta entre su vida pública y privada y da una imagen de normalidad detrás de la figura poderosa que es. Está casada desde 1998 con Joachim Sauer, un químico cuántico que ha hecho todo a su alcance para mantener una rutina como la de cualquier otra persona, alejada de la pomposidad política. No da entrevistas, a menos que sea sobre su trabajo; sólo se deja ver en contadas ocasiones —como en un festival anual de ópera de Wagner—. Y los dos viven en un departamento común y corriente en el centro de la ciudad, cerca de la Isla de los Museos, que custodia apenas un par de policías.
Nadie, a menos que lo sepa de antemano, se daría cuenta de que ahí es donde Merkel deja por momentos de ser la canciller para ser esposa, ama de casa y cocinera. En su refrigerador nunca faltan la mantequilla y queso quark. Son famosas sus sopas de papa y sus pasteles de ciruela, aunque también le gusta cocinar pescado y milanesa. Prefiere ir ella misma al supermercado cercano, empujando el carrito, y paga con tarjeta. Alguna vez lo dijo con orgullo: “No es el cargo el que cocina sino yo, Angela, la persona que era y sigo siendo”.
Desde su departamento, su oficina y desde las instituciones europeas, Angela se ha convertido en una figura imprescindible en el continente. Lidera la economía principal de la Unión Europea, un proyecto en el que cree a profundidad, y es la jefa de gobierno más longeva del bloque. Su influencia es tanta que, como dijo Mark Rutte, el primer ministro de los Países Bajos, cuando ella empieza a hablar, los demás políticos dejan sus iPhones, ponen sus bolígrafos sobre la mesa y escuchan.
Y muchas veces tienen que escuchar y discutir por muchas horas. Merkel ha dicho que tiene cualidades como un camello y puede almacenar horas de sueño, lo que le sirve para atender compromisos hasta bien entrada la madrugada. Espera, anticipa reacciones, sopesa escenarios y se toma su tiempo antes de decidir. En ocasiones, también incluye algo de humor, una habilidad que esconde detrás de su seria fachada. Quienes la conocen dicen que, en privado, es muy buena imitando a otras personas y ella ha reconocido que siempre tiene un chiste en su repertorio.
Los alemanes, por su parte, se han acostumbrado al liderazgo sobrio de su canciller, si bien en los últimos años se ha notado cierto cansancio y un ánimo de renovación. Pero una y otra vez han premiado la estabilidad y la continuidad que ella ha ofrecido, sobre todo en épocas de crisis.
Su mensaje a los votantes en 2013, cuando la reeligieron por tercera vez y obtuvo su mejor resultado electoral a nivel nacional, fue: “Ustedes me conocen”. Y sí: los alemanes saben a qué atenerse con Merkel. Aceptan que no sea una gran oradora de masas y que a veces le falte valentía o se demore demasiado en tomar decisiones. Pero aprecian su carácter diplomático, su normalidad y su poca vanidad. Y, sobre todo, saben que no va a salirse de sus cabales. De hecho Merkel es tan consistente que utiliza, salvo en contadas excepciones, el mismo tipo de ropa —pantalón, zapatos planos y una chaqueta que varía de color—, con contadas ocasiones, y siempre pone las manos en forma de rombo, una característica tan conocida que en alemán se creó un término en su honor: die Merkel-Raute, (“el rombo Merkel”), que ella adoptó por “cierto amor a la simetría”.
Pero esa rigurosidad al hablar no siempre le ha funcionado, como comprobó en julio de 2015, durante un foro con un grupo de estudiantes. Reem, una joven palestina de catorce años, tomó el micrófono para decirle que le angustiaba no saber si su familia, tras salir de un campo de refugiados en Líbano, sería expulsada de Alemania; a lo que Merkel respondió, con su estilo característico, que la política es difícil, que Alemania no podía recibir a todos los que huían y algunos tendrían que ser devueltos. Cuando la chica rompió a llorar, Merkel reaccionó torpemente. Ese video se volvió viral y la canciller comenzó a recibir críticas por su frialdad y falta de empatía.
Fue una de las imágenes más poderosas de un verano que, como pocos, marcó a Alemania, a Europa y también a Merkel. Sólo en 2015, más de un millón de personas arriesgaron sus vidas —muchos de ellos, escapando de la guerra en Siria— para buscar un futuro diferente en la Unión Europea. Las imágenes de los migrantes que cruzaban el Mediterráneo o atravesaban el continente a pie no sólo revelaron la magnitud de la crisis humanitaria, sino que también generaron una discusión profunda sobre el poder político de la UE y las prioridades de sus líderes.
La crisis de los refugiados, por supuesto, no fue la primera gran prueba internacional que afrontó la canciller. De hecho, su gobierno ha estado marcado por todo tipo de grandes desafíos internacionales, como la crisis financiera de 2008, el Brexit y, más recientemente, la pandemia del coronavirus. Eso sin contar la crisis de la eurozona, en la que Merkel, en su intento por salvar el euro, se convirtió en la cara principal de la austeridad económica y el rigor fiscal, lo que reforzó su popularidad en Alemania pero generó resentimientos en países del sur del continente, como Grecia y España. Todas las crisis realzaron su talante como una estadista de peso, una líder necesaria, aunque controversial, en la búsqueda de soluciones. Pero también reforzaron la idea de que Merkel ha sido una canciller reactiva, que se vio sorprendida por los hechos y no logró desarrollar la gran visión de lo que quería para Alemania.
De todas, la de los refugiados fue la crisis que más reveló sobre su pensamiento y liderazgo. Y tuvo un doble impacto en su carrera: fue la que más afectó su imagen internacional, pero también la que, en últimas, marcó el comienzo de su final político.
***
A medida que más y más migrantes llegaban a Europa, Merkel decidió no cerrar las fronteras y aceptó a más de un millón de migrantes en Alemania, una decisión trascendental con la que se ganó alabanzas y odios por igual. La canciller no sólo explicó que su país tenía un compromiso ineludible —similar al reto de la reunificación que tanto la marcó en sus inicios políticos—, sino también que era necesario arriesgarse a tomar nuevos caminos.
Para Merkel se trataba de una responsabilidad moral, un rechazo muy personal a las barreras y una afirmación de los principios religiosos de solidaridad y ayuda al prójimo que había visto tan de cerca como hija de un pastor. Años después afirmó que volvería a tomar las mismas decisiones. Y en su momento fue clara: “Viví mucho tiempo detrás de un muro como para desearlo de vuelta”.
También dijo el que se convertiría en su mantra: “Wir schaffen das” (“Lo lograremos”). Sus seguidores entendieron este mensaje como una señal de confianza en momentos de gran inseguridad, pero para sus críticos fue un aliciente para que más migrantes cruzaran el Mediterráneo. Mientras medios internacionales como Time la nombraron “persona del año” en 2015 o la “canciller del mundo libre”, Donald Trump calificó en 2017 como un “error catastrófico” que permitiera la entrada a los refugiados. Se convirtió así en la imagen política clave de la crisis en Europa y su decisión alimentó un debate emocional que dividió profundamente al continente. Generó rechazo en varios países del este, donde la migración es prácticamente un tema tabú, y reveló los límites de su poder. Una de sus biógrafas, Evelyn Roll, por ejemplo, explica que una de las metas que Merkel no pudo cumplir fue “mantener realmente unida a Europa”, y añadió: “La Unión Europea ya no se sostiene tan bien como antes”.
Su propio país también se fragmentó: en las elecciones federales de 2017, el bloque conservador de Merkel terminó en primer lugar, pero obtuvo apenas el 33% de los votos, todo un castigo electoral, y ella se demoró cinco meses —un récord negativo en la historia alemana— en encontrar un socio de coalición que quisiera trabajar con ella. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, un partido de ultraderecha, Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán), ingresó al Parlamento y, además, se convirtió en el principal partido de oposición. Llegó hasta ese punto gracias a su radical rechazo a Merkel y su política migratoria y se convirtió en la voz de quienes más se decepcionaron de la canciller. En protestas callejeras hubo algunos que incluso la llamaban “traidora del pueblo” y pedían su dimisión.
El resultado de las elecciones y el ambiente tan polarizado en el país le revelaron a Merkel que su poder estaba agrietándose. Y la convencieron de que había llegado el momento de retirarse. En octubre de 2018, declaró en Berlín que dejaría el liderazgo de la CDU y que no se presentaría a una reelección nacional en 2021.
Con ese anuncio, comenzó a preparar a los alemanes para una separación difícil y una nueva era. Y cumplió una meta muy personal, un objetivo de vieja data. Pues en 1998, siete años antes de llegar al poder, Merkel aseguró que uno de sus sueños era encontrar el momento adecuado para dejar la política. Quería hacerlo bajo sus propias condiciones y no hecha una “piltrafa medio muerta”. Es un final inusual: lo común en Alemania, donde no hay límite de reelecciones, es que el poder sea ratificado o rechazado en las urnas.
Pero antes de dejar la cancillería, Merkel todavía debió afrontar otra crisis, la del coronavirus. Y aunque la pandemia reveló deficiencias importantes en el sistema de salud alemán, también tuvo una consecuencia inesperada para la canciller. Fue como cerrar el ciclo: comenzó su carrera política cuando dejó atrás la ciencia y terminó su carrera regresando a ella. “El último esfuerzo: Merkel en modo científico”, título un medio alemán un artículo en febrero de este año.
Una y otra vez desde que comenzó la pandemia ha explicado en detalle, de manera racional, con cifras y hasta cálculos matemáticos, cómo funcionan los factores de reproducción del virus y las cadenas de infección. Se le nota cómoda en su rol y, de nuevo, la mayoría de los alemanes ha premiado su liderazgo calmado en un momento crítico. Merkel se acerca al final con los niveles de favorabilidad más altos del país, 66% en agosto.
Así, Merkel, entrega el poder habiendo marcado como pocos, para bien o para mal, el destino de Alemania y Europa. Este año bromeó con que llegó a la cancillería cuando ni siquiera se había inventado el iPhone. Y hay una generación completa que sólo conoce el liderazgo de esta inusual canciller que dejó el mundo monótono de la investigación científica en un país que ya no existe y terminó negociando con cuatro presidentes estadounidenses, cinco primeros ministros británicos, cuatro presidentes franceses y ocho primeros ministros de Italia, por sólo nombrar algunos.
Después de dieciséis años en lo más alto, ha rechazado cualquier nuevo puesto político y quiere, como dijo alguna vez, “encontrar el camino de vuelta hacia la vida normal”. Para ella, esa normalidad probablemente esté ligada a la región donde todo comenzó: cerca de Templin, de donde es ciudadana honoraria. Allá tiene una casa de campo y puede caminar a placer por los bosques de Brandeburgo, disfrutar de la cotidianidad sencilla que le recuerda a su infancia, tener una añorada “fase de aburrimiento” y, sobre todo, aprovechar lo que siempre le hizo falta para ser “completamente feliz”: tiempo.
[/read]
Ningún político ha marcado el destino de Europa en la última década como la canciller alemana Angela Merkel quien, luego de dieciséis años en el poder, se retira tras las elecciones generales del próximo 26 de septiembre. Será una separación difícil y una nueva era. Merkel se acerca al final de su mandato con los niveles de aprobación más altos de su país.
El reloj marcaba las 11:20 a.m., de un día soleado pero gélido de diciembre de 2019, cuando Angela Merkel, vestida de negro, cruzó lentamente y en silencio el portón que simboliza la peor tragedia de la historia alemana.
Con el lema, “Arbeit macht frei” (“El trabajo los hará libres”), inscrito en la parte superior, este umbral da comienzo a lo que fue el campo de concentración de Auschwitz, en el actual territorio de Polonia, donde los nazis asesinaron de manera sistemática a más de un millón de personas durante la Segunda Guerra Mundial.
Merkel había llegado poco antes con su comitiva, hoy un monumento conmemorativo, y cruzó ese portón con los clics de las cámaras periodísticas como el único sonido de fondo; después admitió lo difícil que le resultaba estar ahí: “Siento una profunda vergüenza ante los crímenes barbáricos cometidos aquí por los alemanes, crímenes que sobrepasan los límites de lo comprensible”, reconoció en su discurso central, que ofreció en un edificio que apodaban, sarcásticamente, “el sauna”. Allí limpiaban, desinfectaban y despojaban de sus pertenencias a los recién detenidos; ahí eran deshumanizados y comenzaba el horror de Auschwitz-Birkenau.
La visita de Merkel fue poderosa, simbólica y memorable en su carrera política —que, para ese entonces, empezaba a dibujar su fin—; no sólo porque era la primera visita de un canciller a Auschwitz en veinticuatro años, sino también porque el perfil de Merkel era radicalmente distinto al de sus predecesores.
La canciller, después de todo, es la primera y única jefe de gobierno alemana que nació después de la guerra, un hecho que refuerza el principal mensaje que llevó a Polonia: mantener viva la memoria como una responsabilidad “infinita” y “no negociable”, especialmente cuando cada vez hay menos testigos directos de las atrocidades que se vivieron en lugares como Auschwitz. Además, su historia está marcada de manera muy particular por las cicatrices que dejó la guerra.
Nació el 17 de julio de 1954 en Hamburgo, en Alemania Occidental, pero sus padres se trasladaron poco tiempo después al este. Es la única canciller que creció en un país que ya no existe: en la República Democrática Alemana (RDA), detrás del Muro de Berlín. De hecho, la construcción del Muro, en agosto de 1961, es su primer recuerdo político. En ese entonces, la pequeña Angela Dorothea Kasner vivía con sus padres, Herlind y Horst, y su hermano menor, Marcus, en una pequeña ciudad, Templin, unos cien kilómetros al norte de Berlín, donde su padre era pastor luterano.
Los Kasner regresaban un viernes de sus vacaciones de verano, en las que le habían cumplido a la abuela materna de Angela su sueño de recorrer Baviera en un Volkswagen Beetle. Pero su padre comenzó a notar algo raro, fuera de lugar: en los bosques se amontonaba alambre de púas. “De sábado a domingo comenzó la construcción del Muro”, recordó Merkel. “Mi padre ofreció ese domingo un servicio religioso y había un ambiente horrible en la iglesia. Nunca lo olvidaré: las personas lloraban, mi madre también lloraba”. Así despertó a la realidad de ese estado socialista, con una de las policías secretas más represivas del mundo y sin muchas de las libertades de las que gozaban quienes vivían en el lado de Occidente, incluso sus propios primos y su abuela, en Hamburgo.
Merkel, sin embargo, ha descrito su vida en Templin de manera positiva. Asegura que creció “en un Estado malo pero, por ejemplo, con una hermosa naturaleza”. Su infancia y adolescencia tuvieron matices normales, con amores platónicos, escenas de rabia en la pubertad, sueños —quería ser patinadora de hielo— y fiestas colegiales en las que ella, sin embargo, se sentía algo triste: “Era la persona que comía maní mientras el resto bailaba”, admitió en 1994, cuando ya despuntaba el interés por conocer más sobre la entonces joven política del este.
Pero su vida en la RDA también estuvo marcada por el régimen y mucho se ha discutido desde entonces sobre su relación con el sistema. Merkel, por ejemplo, militó en una organización juvenil socialista, la FDJ (Juventud Libre Alemana, por sus siglas en alemán). Y aunque se especuló que pudo haber estado a cargo de la “agitación y propaganda”, ella explicó, en una entrevista en 1991, que lo hizo mayormente por “oportunismo” y que su labor consistió en organizar temas culturales a nivel local. Poco después de que cayera el Muro, nunca sintió que la RDA fuera su patria y dijo que más bien usó el “margen de maniobra” disponible para poder lograr sus objetivos.
De cualquier manera, de su juventud detrás del Muro le sobreviven muchas de las características que hoy la definen como canciller: su disciplina acérrima —fue la mejor estudiante en el colegio—, su afán por no llamar la atención —indispensable para persistir en la RDA—, una claridad argumentativa que heredó de su padre y una tendencia evidente hacia la planeación, aunque eso afectara su espontaneidad. Merkel ha admitido que le gusta pensar en los regalos de Navidad meses antes de que se acerque la fecha para así “evitar el caos”.
También le quedó el conocimiento del ruso que, junto con inglés, era su materia escolar preferida y que le ha servido, desde que asumió el cargo de canciller, como un punto en común con el presidente ruso, Vladimir Putin, el líder internacional con quien más tiempo ha compartido y uno de sus más difíciles rivales.
Pero por más habitual que sea escudriñar en el pasado de Merkel para encontrar los rasgos de su pensamiento político, lo cierto es que nadie habría osado pensar, en la dictadura de la RDA, que esa joven aplomada y discreta terminaría convirtiéndose no sólo en canciller de una Alemania reunificada —algo de por sí inimaginable para muchos—, sino, sobre todo, en una persona a quien la revista Forbes describió como la mujer más poderosa del mundo por diez años consecutivos. Justo ahí está lo que la hace única: “Lo especial es su origen”, explica Robin Alexander, uno de los periodistas mejor conectados de Berlín, que cubre la cancillería para el periódico Die Welt.
***
Angela Merkel tampoco pensaba en la política como carrera profesional. De hecho, escogió una ruta que no podría estar más alejada de lo que la terminaría haciendo famosa. En 1973 se mudó a Leipzig, a tres horas en tren de sus padres y de la vida tranquila de Templin, para estudiar Física en la Universidad Karl Marx.
Escogió esa carrera porque las ciencias le prometían “trabajar cerca de la verdad” y asumió el reto, fascinada por las grandes teorías y con la certeza de que la física experimental no era su fuerte. Se describió a sí misma como buena en su campo sin ser sobresaliente. Obtuvo su mayor logro académico cuando defendió exitosamente en Berlín su tesis del doctorado en Físicoquímica, titulada Influencia de la correlación espacial de la velocidad de reacción biomolecular de reacciones elementales en los medios densos. Su vida personal también cambió en Leipzig. En la biblioteca, mientras cursaba el segundo semestre, conoció a Ulrich Merkel, quien se sintió atraído por su naturalidad. En 1977 se casaron. Fue un matrimonio corto, fallido: cuatro años después, ella empacó y dejó el departamento que compartían. La separación, como dijo ella, no tuvo “encarnizamientos ni ropa sucia”, pero sí le dejó –además de la lavadora– el apellido con el que hoy la conoce el mundo.
Para ese momento, Merkel ya había comenzado su vida laboral en Berlín. Tenía un trabajo monótono como investigadora en el Instituto de Química Física en la Academia de las Ciencias, la principal institución científica de la RDA. Vivía cerca del Muro, algo que la oprimía, y se sentía sola con frecuencia. Sufría por la falta de libertades, en particular, por no poder viajar libremente por Occidente: su sueño era conocer Estados Unidos. Y, sobre todo, ya empezaba a sentir que no quería dedicarse a la física por el resto de su vida.
Entonces, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro. Pero, mientras muchos corrían extasiados hacia la frontera, Merkel estaba, como todos los jueves a las seis de la tarde, con una amiga en el sauna. Ella ya sabía que las autoridades de la RDA habían autorizado la libertad de movimiento, pero ni siquiera uno de los días más históricos de Europa hizo que cambiara su rutina. Vivió ese momento, como tantos otros de su vida, de manera estructurada. Incluso cuando, después del sauna, se dirigió al cruce de Bornholmer Straße —el primero que abrió—, su felicidad fue controlada: “Me encontré con otras personas y de repente estábamos en el departamento de una familia feliz de Berlín occidental”, recordó. “Todos querían ir a Ku’damm —la principal avenida comercial de Berlín occidental—, pero yo preferí volver a casa, pues al día siguiente tenía que madrugar”. Para su temperamento, como ella misma reconoció, ya había deambulado suficiente.
La caída del Muro de Berlín le abrió, como a tantos otros, las puertas a un mundo nuevo. “Todo era tan increíblemente emocionante que nunca me sentí cansada”, dijo. Empezó a buscar cómo vincularse a los movimientos que apenas surgían y encontró su lugar en un grupo algo caótico, Despertar Democrático, donde había, por un lado, un alto número de intelectuales y, por el otro, muchas labores menores de las que podía encargarse una política en ciernes. Merkel comenzó su carrera instalando las computadoras de la oficina. Lo que siguió, luego de la reunificación alemana el 3 de octubre de 1990, fue un ascenso vertiginoso e inusual, como explica su biógrafo Hugo Müller-Vogg: “Que una mujer, especialmente una alemana del este, haya ascendido tan rápidamente y casi sin pausa es algo que nunca había ocurrido en Alemania”.
Merkel se afilió ese mismo año a la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán), de tendencia conservadora, que desde entonces ha sido su hogar político. En las primeras elecciones alemanas conjuntas, en diciembre de 1990, fue elegida como miembro del Parlamento, donde ha permanecido de manera ininterrumpida e incluso ocupando simultáneamente otros cargos. Y el 18 de enero de 1991, cuando apenas llevaba dos años como política, la nombraron ministra federal para las Mujeres y las Juventudes. Tenía 36 años y su jefe directo era nada más y nada menos que Helmut Kohl, el arquitecto de la reunificación.
Mucho se ha escrito en Alemania sobre la relación entre Merkel y Kohl. Merkel ha admitido que el hecho de ser mujer, joven y del este seguramente le ayudó a llamar su atención cuando él buscaba formar un gabinete diverso tras la reunificación, aunque también ha dicho que “nadie le regaló nada” en su ascenso. Ella, además, aprovechó el apoyo del entonces canciller todopoderoso y fue abriéndose, paso a paso, puertas en la política nacional. En 1994 asumió el cargo de ministra del Medio Ambiente y, simultáneamente, fue creciendo en la CDU, donde se convirtió en secretaria general, en 1998. Y nunca olvidó ese consejo que le dio Kohl cuando ella preparaba su primer discurso: “Habla sobre tu origen y sobre tu biografía. En tus orígenes está tu futuro”.
Pero Merkel también supo alejarse de Kohl en un momento clave, una jugada maestra que ella no dudó en calificar como el mayor riesgo que ha tomado en su carrera política hasta la fecha.
Se acercaba la Navidad de 1999 cuando, sin consultar a la dirigencia de su partido, Merkel envió una columna de opinión al diario conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung, uno de los más importantes del país. El texto no habría sido mayor cosa de no ser porque Merkel pedía públicamente algo muy osado: que el partido se desprendiera de Kohl, su viejo “caballo de batalla”, que mantenía una enorme influencia para pesar de que, para entonces, ya había perdido la cancillería y afrontaba un escándalo mayor, luego de conocerse que su partido había recibido donaciones secretas durante años. Esa columna catapultó a Merkel a lo más alto de su partido. Fue elegida presidenta de la CDU en abril de 2000 —cargo que ostentó hasta 2018— y cinco años más tarde venció en las elecciones federales al socialdemócrata Gerhard Schröder y se convirtió en la primera mujer al frente de Alemania.
***
Angela Merkel, la física del este, la más inusual de las políticas, comenzó, tras su confirmación el 22 de noviembre de 2005, lo que terminarían siendo dieciséis años como la figura máxima de la cancillería en Berlín, ese edificio moderno, cerca de la estación central, que fue inaugurado en 2001 y que muchos dicen parece una lavadora gigante. Merkel tiene allí una oficina de 140 metros cuadrados en el séptimo piso, con enormes ventanales, muebles de madera y un escritorio que le pareció tan grande que sólo lo utiliza para llamar a otros líderes. El resto del tiempo prefiere trabajar en una mesa de juntas como cualquier otra. Su secretaria se sienta cerca y Merkel casi nunca la llama por teléfono: prefiere buscarla en persona o dejar la puerta abierta para que puedan comunicarse de manera menos formal.
La canciller cuenta con un grupo muy cercano de colaboradores, que practican dos máximas de manera rigurosa: confianza y discreción absoluta. Rara vez ofrecen detalles más allá de lo acordado y jamás buscan el protagonismo.
Esta privacidad implica, también, que sólo pocos tienen acceso a su oficina. No es como el Despacho Oval de la Casa Blanca, del que cada detalle es ampliamente conocido y donde el presidente en turno se reúne, ante los ojos atentos de la prensa, con otros líderes internacionales. Merkel realiza en su séptimo piso sus reuniones de alto nivel, pero luego se desplaza al primero, donde son las ruedas de prensa, en una zona a la que acceden los periodistas tras recorrer una pequeña galería con retratos de los otros siete cancilleres alemanes de la posguerra.
Merkel también ha creado una barrera estricta entre su vida pública y privada y da una imagen de normalidad detrás de la figura poderosa que es. Está casada desde 1998 con Joachim Sauer, un químico cuántico que ha hecho todo a su alcance para mantener una rutina como la de cualquier otra persona, alejada de la pomposidad política. No da entrevistas, a menos que sea sobre su trabajo; sólo se deja ver en contadas ocasiones —como en un festival anual de ópera de Wagner—. Y los dos viven en un departamento común y corriente en el centro de la ciudad, cerca de la Isla de los Museos, que custodia apenas un par de policías.
Nadie, a menos que lo sepa de antemano, se daría cuenta de que ahí es donde Merkel deja por momentos de ser la canciller para ser esposa, ama de casa y cocinera. En su refrigerador nunca faltan la mantequilla y queso quark. Son famosas sus sopas de papa y sus pasteles de ciruela, aunque también le gusta cocinar pescado y milanesa. Prefiere ir ella misma al supermercado cercano, empujando el carrito, y paga con tarjeta. Alguna vez lo dijo con orgullo: “No es el cargo el que cocina sino yo, Angela, la persona que era y sigo siendo”.
Desde su departamento, su oficina y desde las instituciones europeas, Angela se ha convertido en una figura imprescindible en el continente. Lidera la economía principal de la Unión Europea, un proyecto en el que cree a profundidad, y es la jefa de gobierno más longeva del bloque. Su influencia es tanta que, como dijo Mark Rutte, el primer ministro de los Países Bajos, cuando ella empieza a hablar, los demás políticos dejan sus iPhones, ponen sus bolígrafos sobre la mesa y escuchan.
Y muchas veces tienen que escuchar y discutir por muchas horas. Merkel ha dicho que tiene cualidades como un camello y puede almacenar horas de sueño, lo que le sirve para atender compromisos hasta bien entrada la madrugada. Espera, anticipa reacciones, sopesa escenarios y se toma su tiempo antes de decidir. En ocasiones, también incluye algo de humor, una habilidad que esconde detrás de su seria fachada. Quienes la conocen dicen que, en privado, es muy buena imitando a otras personas y ella ha reconocido que siempre tiene un chiste en su repertorio.
Los alemanes, por su parte, se han acostumbrado al liderazgo sobrio de su canciller, si bien en los últimos años se ha notado cierto cansancio y un ánimo de renovación. Pero una y otra vez han premiado la estabilidad y la continuidad que ella ha ofrecido, sobre todo en épocas de crisis.
Su mensaje a los votantes en 2013, cuando la reeligieron por tercera vez y obtuvo su mejor resultado electoral a nivel nacional, fue: “Ustedes me conocen”. Y sí: los alemanes saben a qué atenerse con Merkel. Aceptan que no sea una gran oradora de masas y que a veces le falte valentía o se demore demasiado en tomar decisiones. Pero aprecian su carácter diplomático, su normalidad y su poca vanidad. Y, sobre todo, saben que no va a salirse de sus cabales. De hecho Merkel es tan consistente que utiliza, salvo en contadas excepciones, el mismo tipo de ropa —pantalón, zapatos planos y una chaqueta que varía de color—, con contadas ocasiones, y siempre pone las manos en forma de rombo, una característica tan conocida que en alemán se creó un término en su honor: die Merkel-Raute, (“el rombo Merkel”), que ella adoptó por “cierto amor a la simetría”.
Pero esa rigurosidad al hablar no siempre le ha funcionado, como comprobó en julio de 2015, durante un foro con un grupo de estudiantes. Reem, una joven palestina de catorce años, tomó el micrófono para decirle que le angustiaba no saber si su familia, tras salir de un campo de refugiados en Líbano, sería expulsada de Alemania; a lo que Merkel respondió, con su estilo característico, que la política es difícil, que Alemania no podía recibir a todos los que huían y algunos tendrían que ser devueltos. Cuando la chica rompió a llorar, Merkel reaccionó torpemente. Ese video se volvió viral y la canciller comenzó a recibir críticas por su frialdad y falta de empatía.
Fue una de las imágenes más poderosas de un verano que, como pocos, marcó a Alemania, a Europa y también a Merkel. Sólo en 2015, más de un millón de personas arriesgaron sus vidas —muchos de ellos, escapando de la guerra en Siria— para buscar un futuro diferente en la Unión Europea. Las imágenes de los migrantes que cruzaban el Mediterráneo o atravesaban el continente a pie no sólo revelaron la magnitud de la crisis humanitaria, sino que también generaron una discusión profunda sobre el poder político de la UE y las prioridades de sus líderes.
La crisis de los refugiados, por supuesto, no fue la primera gran prueba internacional que afrontó la canciller. De hecho, su gobierno ha estado marcado por todo tipo de grandes desafíos internacionales, como la crisis financiera de 2008, el Brexit y, más recientemente, la pandemia del coronavirus. Eso sin contar la crisis de la eurozona, en la que Merkel, en su intento por salvar el euro, se convirtió en la cara principal de la austeridad económica y el rigor fiscal, lo que reforzó su popularidad en Alemania pero generó resentimientos en países del sur del continente, como Grecia y España. Todas las crisis realzaron su talante como una estadista de peso, una líder necesaria, aunque controversial, en la búsqueda de soluciones. Pero también reforzaron la idea de que Merkel ha sido una canciller reactiva, que se vio sorprendida por los hechos y no logró desarrollar la gran visión de lo que quería para Alemania.
De todas, la de los refugiados fue la crisis que más reveló sobre su pensamiento y liderazgo. Y tuvo un doble impacto en su carrera: fue la que más afectó su imagen internacional, pero también la que, en últimas, marcó el comienzo de su final político.
***
A medida que más y más migrantes llegaban a Europa, Merkel decidió no cerrar las fronteras y aceptó a más de un millón de migrantes en Alemania, una decisión trascendental con la que se ganó alabanzas y odios por igual. La canciller no sólo explicó que su país tenía un compromiso ineludible —similar al reto de la reunificación que tanto la marcó en sus inicios políticos—, sino también que era necesario arriesgarse a tomar nuevos caminos.
Para Merkel se trataba de una responsabilidad moral, un rechazo muy personal a las barreras y una afirmación de los principios religiosos de solidaridad y ayuda al prójimo que había visto tan de cerca como hija de un pastor. Años después afirmó que volvería a tomar las mismas decisiones. Y en su momento fue clara: “Viví mucho tiempo detrás de un muro como para desearlo de vuelta”.
También dijo el que se convertiría en su mantra: “Wir schaffen das” (“Lo lograremos”). Sus seguidores entendieron este mensaje como una señal de confianza en momentos de gran inseguridad, pero para sus críticos fue un aliciente para que más migrantes cruzaran el Mediterráneo. Mientras medios internacionales como Time la nombraron “persona del año” en 2015 o la “canciller del mundo libre”, Donald Trump calificó en 2017 como un “error catastrófico” que permitiera la entrada a los refugiados. Se convirtió así en la imagen política clave de la crisis en Europa y su decisión alimentó un debate emocional que dividió profundamente al continente. Generó rechazo en varios países del este, donde la migración es prácticamente un tema tabú, y reveló los límites de su poder. Una de sus biógrafas, Evelyn Roll, por ejemplo, explica que una de las metas que Merkel no pudo cumplir fue “mantener realmente unida a Europa”, y añadió: “La Unión Europea ya no se sostiene tan bien como antes”.
Su propio país también se fragmentó: en las elecciones federales de 2017, el bloque conservador de Merkel terminó en primer lugar, pero obtuvo apenas el 33% de los votos, todo un castigo electoral, y ella se demoró cinco meses —un récord negativo en la historia alemana— en encontrar un socio de coalición que quisiera trabajar con ella. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, un partido de ultraderecha, Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán), ingresó al Parlamento y, además, se convirtió en el principal partido de oposición. Llegó hasta ese punto gracias a su radical rechazo a Merkel y su política migratoria y se convirtió en la voz de quienes más se decepcionaron de la canciller. En protestas callejeras hubo algunos que incluso la llamaban “traidora del pueblo” y pedían su dimisión.
El resultado de las elecciones y el ambiente tan polarizado en el país le revelaron a Merkel que su poder estaba agrietándose. Y la convencieron de que había llegado el momento de retirarse. En octubre de 2018, declaró en Berlín que dejaría el liderazgo de la CDU y que no se presentaría a una reelección nacional en 2021.
Con ese anuncio, comenzó a preparar a los alemanes para una separación difícil y una nueva era. Y cumplió una meta muy personal, un objetivo de vieja data. Pues en 1998, siete años antes de llegar al poder, Merkel aseguró que uno de sus sueños era encontrar el momento adecuado para dejar la política. Quería hacerlo bajo sus propias condiciones y no hecha una “piltrafa medio muerta”. Es un final inusual: lo común en Alemania, donde no hay límite de reelecciones, es que el poder sea ratificado o rechazado en las urnas.
Pero antes de dejar la cancillería, Merkel todavía debió afrontar otra crisis, la del coronavirus. Y aunque la pandemia reveló deficiencias importantes en el sistema de salud alemán, también tuvo una consecuencia inesperada para la canciller. Fue como cerrar el ciclo: comenzó su carrera política cuando dejó atrás la ciencia y terminó su carrera regresando a ella. “El último esfuerzo: Merkel en modo científico”, título un medio alemán un artículo en febrero de este año.
Una y otra vez desde que comenzó la pandemia ha explicado en detalle, de manera racional, con cifras y hasta cálculos matemáticos, cómo funcionan los factores de reproducción del virus y las cadenas de infección. Se le nota cómoda en su rol y, de nuevo, la mayoría de los alemanes ha premiado su liderazgo calmado en un momento crítico. Merkel se acerca al final con los niveles de favorabilidad más altos del país, 66% en agosto.
Así, Merkel, entrega el poder habiendo marcado como pocos, para bien o para mal, el destino de Alemania y Europa. Este año bromeó con que llegó a la cancillería cuando ni siquiera se había inventado el iPhone. Y hay una generación completa que sólo conoce el liderazgo de esta inusual canciller que dejó el mundo monótono de la investigación científica en un país que ya no existe y terminó negociando con cuatro presidentes estadounidenses, cinco primeros ministros británicos, cuatro presidentes franceses y ocho primeros ministros de Italia, por sólo nombrar algunos.
Después de dieciséis años en lo más alto, ha rechazado cualquier nuevo puesto político y quiere, como dijo alguna vez, “encontrar el camino de vuelta hacia la vida normal”. Para ella, esa normalidad probablemente esté ligada a la región donde todo comenzó: cerca de Templin, de donde es ciudadana honoraria. Allá tiene una casa de campo y puede caminar a placer por los bosques de Brandeburgo, disfrutar de la cotidianidad sencilla que le recuerda a su infancia, tener una añorada “fase de aburrimiento” y, sobre todo, aprovechar lo que siempre le hizo falta para ser “completamente feliz”: tiempo.
[/read]
No items found.