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Construir a Abraham Cruzvillegas

Construir a Abraham Cruzvillegas

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El año pasado, la Tate Modern de Londres comisionó la instalación del Turbine Hall a Abraham Cruzvillegas. Su pieza, Empty Lot, estuvo exhibida hasta hace unas semanas. A pesar de esto, la obra del artista mexicano es poco conocida en su país.

En su conversación y en su obra, Abraham Cruzvillegas tiende a ramificarse, a la asociación, al “apilamiento”. Sin embargo, en su casa, en su taller, y en su pensamiento impera un orden peculiar. Es un apilamiento coherente. A veces sus esculturas (y sus textos) parecen a punto de caerse, y como en la Ciudad de México donde nació y creció, el equilibrio en ellos es un asunto casi milagroso. A partir de una crisis del artista —que sucedió cuando pasó una larga temporada fuera de México—, empezó una reflexión sobre la relación entre su forma de trabajar y la casa y el barrio donde creció, una colonia marginal en la que los vecinos, colonos llegados de provincia, se hicieron sus propias casas con materiales encontrados en la zona o con lo que podían comprar con sus presupuestos limitados. Sin arquitectura, sin planes, y respondiendo a necesidades urgentes, la forma de construir de sus padres y sus vecinos es análoga a la forma en la que Cruzvillegas ha armado su propio lenguaje, que abunda en preguntas e incertidumbre. Autoconstrucción, más que una serie de obras reunidas bajo un mismo título desde el 2007, es un intento de comprenderse a sí mismo. Es uno de los artistas mexicanos más destacados del mundo en este momento. O eso piensan los directores de la Tate Modern de Londres que le otorgaron la comisión del Turbine Hall 2015-2016. La primera serie de comisiones, patrocinadas por Unilever (2000-2012), presentó a artistas como Louise Bourgeois, Anish Kapoor, Doris Salcedo y Ai Weiwei. El inmenso espacio dentro de la Tate Modern mide 35 metros de alto por 153 de largo, y los artistas realizan instalaciones sitio-específicas que serán vistas por millones de personas a lo largo de seis meses. Después de tres años sin comisionar el Turbine Hall, la Tate Modern invitó a Abraham para iniciar la nueva serie, esta vez patrocinada por Hyundai. Abraham construyó una enorme chinampa, una isla de tierra sobre andamios. No sembró nada, como en un lote baldío. Así se titula la pieza: Empty Lot. Empty Lot se levanta sobre dos enormes andamios triangulares divididos por una pasarela sobre la cual pasean los visitantes. Sobre los andamios colocó una retícula de cajones triangulares de madera que fueron rellenados de tierra de unos 35 diferentes lugares: parques, jardines públicos y privados, y otras áreas verdes de Londres. Durante los seis meses que duró la instalación, crecieron todo tipo de plantas, tal y como crecen en cualquier pedazo de tierra abandonada a su suerte. En algunos de los casos parecen como bromas: en la tierra recogida del Buckingham Palace ha brotado un rosal; en la de una guardería de niños, unas opiáceas. “El material principal es la esperanza”, dice Abraham en el video que presenta Empty Lot en la página de la Tate. Es la esperanza de que crezca algo, de que algo suceda. Desde luego, ya sucedieron muchas cosas. Igual que en los lotes baldíos, en esta escultura a gran escala crecieron yerbas (buenas y malas) y las críticas (buenas y malas), además de juegos, interpretaciones e ideas. Los galeristas de Abraham en México, José Kuri y Mónica Manzutto, relatan el momento en el que les dieron la noticia: La Tate ya tenía quizá veinte obras de Abraham dentro de la colección permanente, así que no fue una ocurrencia del momento —comienza José—. Pero es quizá la comisión más visible que hay en el mundo del arte, la más mediática. Era un compromiso enorme, tanto para la Tate como para el artista que escogieran, por esta visibilidad. A él se lo avisaron con dos años de antelación. El primer año fue absolutamente secreto. Lo sabían cuatro personas. Los tres estaban en Múnich, en la inauguración de Abraham, cuando los llamó Achim Borchardt-Hume, director de exhibiciones en la Tate Modern, para hablar con ellos. Tomó un avión por la mañana y regresó a Londres por la tarde. —Nos citó en el bar del museo y ahí nos avisó. Fue una mezcla gigante de sensaciones. Inmediatamente los tres pedimos un mezcal. “No los veo tan contentos”, dijo Achim Borchardt-Hume. Y sí estábamos muy contentos, pero fue como sacarse el tigre en la rifa: o lo domas o te devora. Para Jonathan Jones, crítico de arte del periódico The Guardian, la de Cruzvillegas es la peor de las instalaciones del Turbine hasta la fecha. En una nota publicada el 16 de octubre del 2015, escribió: “No tiene poder estético, y da poco que pensar Esto es un arte que olvida su misión de inflamar el alma”. Sin embargo, Jeremy Hutchinson, artista conceptual de Londres, fue a visitar la pieza en varias ocasiones con algunos colegas. A él no parece importarle demasiado la ausencia de “el poder estético” de la pieza, y aunque no haya inflamado su alma, le ha hecho meditar y hacerse preguntas: “En resumen, todos estamos de acuerdo en que es una pieza exitosa. Sobre todo en comparación con otras instalaciones anteriores, que han sido o demasiado monumentales o no lo suficiente. ¡Es un reto! Creo que el acierto fue hacer una pieza de gran escala usando materiales muy rudimentarios, lo que esquiva de forma inteligente el problema de ‘demasiado monumentalista’. La pieza es un comentario sutil sobre la propiedad, y sobre el problema más importante que ahora enfrenta la comunidad artística en Londres: el territorio, y dónde carajos se supone que debemos colocarnos nosotros. En fin… Lo sentimos relevante”. Abraham dice, mientras comemos albóndigas en salsa verde con su hija y su mujer, que para él ha sido uno de los proyectos más generosos para sí mismo porque ha podido darse el tiempo de hacer una gran investigación que le ha dado oportunidad de aprender sobre Gran Bretaña, su relación con el paisaje, la historia de su imperialismo: —Aprendí sobre movimientos sociales que tienen que ver con el uso de espacios. Solamente el índice de conceptos para aproximarse a lo que nosotros en español llamamos “parque” es infinito, y cada uno de estos conceptos tiene su genealogía. Su relación política-económica-social-lingüística con la realidad es muy interesante. No estoy haciendo una apología de los británicos tampoco. Para nada: para mí es una aproximación en crisis, que desde mi circunstancia individual me genera un dislocamiento que me maravilla, en un sentido político (no puede ser de otra manera). Y me lleva a ver mis propias circunstancias de otra manera, naturalmente... Después de una larga trayectoria en la que cada proyecto es un nuevo aprendizaje para él, la cantidad de información que ha acumulado es impresionante. Tal vez sea en sus textos, o en las conversaciones, donde esta acumulación de conocimiento se hace más evidente. —Creo que en tus textos lo conectas todo de una manera muy peculiar, ¿no? —Bueno… sí, pero en un sentido más estricto y análogo a la escultura que hago, creo que es más bien un apilamiento. Es un desorden. —Pero aquí en tu casa todo está tan ordenado. Y la impresión siempre en tus esculturas es que hay un equilibrio, una lógica. Yo no diría que son caóticas. —Ese orden que ves viene de la neurosis. Lo digo como algo positivo, no me molesta, soy así, tengo esa tendencia a poner las cosas de determinada manera. Y eso no tiene ninguna explicación. Es como poner las reglas de un juego. Está armado y después no sabes lo que va a pasar. Eso es lo que a mí me provoca mucho. Me genera muchísima felicidad. Que tú pones un orden, una estructura que parece muy bien planteada, y después es un puto desmadre donde no sabes qué va a pasar en lo aleatorio, en el caos, es lo que a mí me interesa.

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“El arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad”, dice Abraham Cruzvillegas.

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Mientras tanto en Londres casi todos los recipientes de Empty Lot están llenos de plantas. Mucha gente pasa por allí para tirar semillas. —Y ahí está la onda del optimismo. Que yo no creo mucho en eso del optimismo, eh… —¡Cómo no! ¿No eres optimista? —Nooo, no, no, no. —Alejandra, ¿no crees que él es optimista? —le pregunto a su mujer para que Abraham pueda comer media albóndiga. —¡Sí! Claro que eres optimista. —Bueno, a ver, sobre todo en el contexto de esa pieza la idea no es tanto el optimismo sino la esperanza. Y no es la fe tampoco. La fe la perdí. Está pasando lo que tiene que pasar, y eso no depende de mí, y eso me da mucho gusto. Como la interpretación —como pasa en cualquier obra de arte— de la gente: el público no está tirando semillas: lo que tiran son ideas.

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Para Guillermo Santamarina, artista, amigo de Abraham, y actual curador del Museo Carrillo Gil, la obra de la Tate es parte de un proceso reciente en el que el artista se está despojando de mecanismos anteriores. Santamarina piensa que la obra de Abraham ha sido en gran medida consecuencia de sus padres (a quienes recuerda como individuos extraordinarios). “Al igual que sus padres le encanta la amistad. Y no pierde este vínculo magisterial con las nuevas generaciones. Ha formado a muchos y ha conectado a muchos artistas entre sí. Y por eso mismo hubo este brinco internacional. Creo que Abraham fue una de las columnas de la Kurimanzutto, una de las antenas, con relaciones que él ha formado por su cuenta. También es un ególatra delirante. Eso está desde hace mucho tiempo, desde antes de que fuera reconocido. Siempre, siempre ha hablado mucho de él, de dónde viene, etcétera”, dice. Santamarina vio la pieza de la Tate en registros cuando se estaba montando. Le parece interesante el desarrollo orgánico, el proceso de crecimiento implícito en Empty Lot: “Siento que Abraham se está yendo hacia estructuras más y más silenciosas”, dice Guillermo, “casi discretas, casi inmatéricas, al permitir que la materia reaccione y vaya determinándose por sí sola. Cada día hace más acciones en la calle, un trabajo completamente efímero, en formato rumor. Está abandonando de alguna manera el objeto formal, la experiencia de la escultura”. Acerca del gran impulso para la carrera de Abraham que supone la comisión de la Tate, Guillermo sonríe con un poco de misterio, como si eso no importara demasiado, y dice: “Él tiene una seguridad absoluta, y si les gusta qué bueno y si no también. Le resulta indiferente. Su obra sigue mutando. Pero sigue siendo él mismo. Tal vez lo que se está quedando atrás es precisamente este afán egolátrico, porque ya no le interesa tanto hablar de sí mismo, porque ahora tiene mucho más que decir que no pertenece a ese legado, a ese pasado. Ahora su necesidad de afirmarse lo está abandonando, se está perdiendo. Yo encuentro que ese proceso está diluyéndose entre sus hijos”. —Sí, bueno... Así es la vida… —replico. —Bueno, para los que no tenemos hijos no es así —dice Guillermo—. Nosotros seguimos hablando de nosotros mismos.

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Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción.

Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción. A veces cambia de nombre: autodestrucción, reconstrucción, autoconfusión. El proyecto toma como punto de partida o como metáfora inicial la casa en la que nació y creció Abraham, en una colonia popular del sur de la ciudad, construida poco a poco, improvisando con los materiales disponibles. “Las premisas que me interesan tienen que ver con la posibilidad de entender (o inventar) la realidad a partir de dimensionar cada sitio donde uno se encuentre como una posible plataforma de creación a partir de la recuperación de los materiales a la mano” (de “Autoconstrucción: una introducción”, en La voluntad de los objetos, 2014, Sexto Piso). La práctica de este artista se extiende más allá de la escultura. Hace películas, danzas, textos, obras de teatro, dibujos, música, performance, arte efímero, y genera vínculos entre otros artistas. Hace unos años, de casualidad, me topé con el blog de la Galería de Comercio, ubicada en mi propio barrio, a unas cuadras de mi casa. Formaban parte de ella Abraham, Nuria Montiel, y otros tres artistas. Esta galería no era otra cosa más que una esquina pública, la de la avenida José Martí y la calle de Comercio, en la colonia Escandón. No tenía local, ni almacén, ni vendía nada. Era como una galería al revés: colectiva, utópica, efímera, no produjo ningún objeto mercantil. Desde el 2010 hasta el 2014 se presentaron allí decenas de acciones artísticas, como el Circuito antideportivo, en el que se invitaba a los participantes a una carrera en la que las reglas eran: no llevar ropa deportiva y no caminar ni correr de forma deportiva; o el Muestreo de flora y fauna en el que se recolectaron especímenes de plantas y animales de los alrededores de la esquina, que está cerca de un parquecito; en la cantina al otro lado de la calle se convocó una plática con dos biólogos que dieron cuenta del muestreo. Físicamente situada en la esquina del mercado de la Escandón, la Galería de Comercio estaba absolutamente fuera del mercado del arte. Abraham, treinta años después de su primera exposición colectiva, se sigue preguntando qué es arte, qué es un objeto de arte. No deja de insistir en ello. Ha llegado a algunas conclusiones, que podrían cambiar de un momento a otro: —En uno de tus textos describes el arte como un patrimonio de la humanidad. Un poco como lo es la ciencia, ¿no? —El arte no es el producto, no es el objeto. Las obras de arte como tal las conocemos, son residuos de los procesos artísticos, son sobras, souvenirs, subproductos del arte. El arte es otra cosa, y eso es de lo que me ha gustado escribir. De nuevo, ¿dónde está el arte? ¿es el momento en el que el compositor redacta la partitura? ¿es el momento en el que se ejecuta la partitura? ¿la grabación? ¿o cuando yo hago tuttuuututu ? —Está en todo eso, ¿no? —Exactamente, sí. Pero el objeto en sí mismo no es la mejor evidencia del arte. O sea, el cassette, por poner un ejemplo ridículo, no es la sinfonía. Pero cuando tú ibas a la tienda, ibas a comprar la sinfonía. —Bueno, pero el cassette traslada un poquito de lo que es el arte… con mucho ruido e interferencia… —Sí, exactamente. Son vehículos, que no necesariamente comunican. Dicen que la comunicación es un vehículo, pero yo no creo en eso tampoco. Son objetos que procuran la proximidad a una obra de arte. Pero la obra de arte en sí sucede cuando te conmueve, cuando te hace pensar algo, cuestionar algo, preguntarte algo. —Hay una incredulidad o desconfianza hacia el arte conceptual. ¿Qué crees que sucede, por qué esta reacción? —Hay una percepción del arte que no necesariamente está atravesada de la voluntad de comprender, sino del prejuicio, y que no necesariamente viene de la gente externa al mundo del arte, sino también dentro del mundo del arte. Hay protagonistas que difieren de algunos modos de hacer arte, y hay críticos alebrestados en contra de lo que reconocemos como arte contemporáneo. Creo que es normal y que es signo de los tiempos que haya un contrapeso político de lo que aparece como algo “nuevo”. Nuevo entre comillas, porque lo que hoy llamamos arte contemporáneo tiene una tradición de al menos 100, 150 años. Además, yo creo que el público en general entiende lo que tiene que entender, porque todos tenemos una educación y un contexto distintos. Las interpretaciones multiplican la obra, la hacen ubicua. El arte exige una interpretación, y si no hay ejercicio interpretativo entonces no hay arte: hay un acto de veneración, una liturgia, es otra cosa, y yo eso lo encuentro peligroso… —Pues sí, pero sigo pensando que es inquietante que haya como un enojo, una acusación, como si los artistas fueran caraduras, como si el arte fuera una manera de hacer dinero fácil. —Sí. Pareciera que de alguna manera lo que pretende el artista es tomarle el pelo a la gente... En un sentido muy estricto, yo no hago obras para el público. Hago obras para hacerme preguntas a mí mismo. Querer preguntarme quién soy, eso es para lo que a mí el arte me sirve. A mí. Pero es que yo no quisiera comunicar nada a nadie, realmente no tengo nada que comunicar, no sé quién soy. ¿Cómo voy a comunicar algo a alguien? —¿No encuentras ese pensamiento un poco paralizante? Porque entonces, ¿qué es lo que te lleva a hacer arte? —Es una voluntad de entender, es la capacidad emancipadora de hacer esa pregunta en público. ¿Quién soy? ¿Por qué? ¿Para qué? Y ésa es una herramienta que comparto contigo o con quien se deje. Yo no estoy tratando de dar una enseñanza, o un mensaje. Esa voluntad didáctica del arte, a mí me parece perversísima. Tirar mensajes, enseñar algo a la gente, comunicarle… Yo no puedo con eso, me parece pavoroso. —Hay un cierto optimismo en tu obra y en tus textos. Eso sí es comunicable. —Claro, porque el motor real de todo es esa pregunta. ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Habrá boletos? (como dice Damián Ortega). Es pura incertidumbre, eso somos. No hay certezas. Retomando esa analogía que hiciste entre el trabajo de un científico y el trabajo de un artista: el neuroquímico tiene que pasarse toda su vida encerrado en un laboratorio haciéndose una pregunta. Y probablemente nunca vaya a encontrar una respuesta. —Sí… Tal vez encuentre otras preguntas, y otras respuestas diferentes… —¡O tal vez no! Tal vez no… Por generaciones de científicos se han preguntado qué es un hoyo negro y qué es la energía que lo rodea. Hoy hubo una noticia sobre eso, que me parece fantástico, la escuché en la radio. Se están haciendo nuevas preguntas al respecto. Yo quisiera compartir esa responsabilidad, la del que se hace preguntas. No del que está obligado a dar respuestas. No creo que el arte sea para dar respuestas, ni la ciencia de hecho. —¿Y entonces? —¡El arte busca preguntas! En un sentido más amplio, la pregunta (para mí) es ¿qué es la identidad? (dentro de ese ¿quién soy yo?). Y yo llevo 30 años con esa pregunta. Soy mexicano, soy varón, soy hijo de éste y de ésta, de acuerdo a ciertas circunstancias, pero eso no es una respuesta para mí.

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Nació en la Ciudad de México en 1968, el año de la matanza de Tlatelolco y las Olimpiadas. Es piscis. Creció en la colonia Ajusco, que no está en el Ajusco sino en el Pedregal, al sur de la Ciudad Universitaria. Sus padres son María de los Ángeles Fuentes, de Tacubaya, y Rogelio Cruzvillegas, de Nahuatzen, Michoacán. Ella es una activista social, comerciante y fundadora del Mercado de la Bola, él (fallecido) fue artesano y maestro en la Universidad Autónoma Metropolitana. Abraham estudió Pedagogía en la UNAM, se licenció con una tesis sobre Joseph Beuys, y al mismo tiempo tomó algunas clases en la ENAP como oyente. Conoció a Damián Ortega en un taller de caricatura del Fisgón. Forma parte de la galería Kurimanzutto desde su inicio en 1999. Dio clases de arte en la Esmeralda y en la ENAP hasta el 2004. Ha sido artista residente en Francia (en el estudio de Alexander Calder) e Italia (2004-2007), en Glasgow, Escocia (2008), Estados Unidos (2009) y Berlín (2010-2011). Lleva unos 15 años con Alejandra, su mujer. Cuando la conoció, no tenía coche, ni celular, y tomaba el pesero para ir a dar clases. Tienen dos hijos chiquitos, Ana y Damián; viven rodeados de plantas, objetos fantásticos y libros. Tiene muchos amigos.

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Desde la primera exposición de la Kurimanzutto en 1999 hasta dos o tres años después, los galeristas no consiguieron vender una sola escultura de Abraham, pero esto nunca les hizo dudar de que era uno de sus artistas más destacados. Según José Kuri, “el mercado jamás es un reflejo de la importancia de un artista, o de lo fundamental que puedan ser sus ideas: es sólo una variable más. En ocasiones —en muchas ocasiones— es al revés: el mercado distorsiona y complica , porque se va con cosas que son muy inmediatas, quizás seductoras a una primera instancia, y que después pueden llegar a ser huecas. Entonces, primero, de eso siempre hay que desconfiar, y segundo, creo que con los artistas que tocan temas más complejos, cuestionamientos más profundos, siempre cuesta más tiempo”. Eduardo Abaroa, artista plástico, es amigo de Abraham desde principios de los noventa. Habla de la obra temprana de Abraham, que pasó casi inadvertida en México, y que es la que a él más le gusta: “Su primera exposición a gran escala, que se llamaba Round de Sombra, fue malentendida y pasada por alto. También hubo otra magnífica muestra, Artesanías Recientes, en Nahuatzen, Michoacán, en casa de su abuela. Allí trabajó con diferentes artesanos de la zona para elaborar piezas que eran aparatos terapéuticos disfuncionales. El gesto de ir a ese lugar tan lejano fue muy elocuente. Sólo fuimos como cinco espectadores. Cruzvillegas y otros artistas realmente internacionales del contexto de México se tardaron 10 o 15 años en empezar a vivir exclusivamente de lo que hacen. Todavía me acuerdo cuando Abraham me decía bastante decepcionado: “no vendo”. Y eso que exhibía en una de las galerías importantes de México en ese momento, la OMR. Incluso ya como artista de Kurimanzutto no fue instantáneo. Requiere de mucho trabajo y hasta estrategia. “La actitud de entender el arte como una actividad integral es una de las principales aportaciones de Cruzvillegas a la discusión. Haciendo un eco más de Beuys, él ha vivido su vida como una inmensa obra de arte, lo que no quiere decir nada romántico y cursi, o bueno, un poco… Lo que hace es intentar generar una discusión escabrosa, difícil, a partir de sus vivencias personales, incluso íntimas. Pero sin esos momentos de humor, sentimentalismo, confusión, etcétera, que a veces surgen en sus textos, en las obras, todo sería muy distinto y quizá no tan interesante. Al mismo tiempo el rigor y el nivel de compromiso son excepcionales.” Hoy en día, esculturas que él vendió por dos mil pesos para pagar su renta se revenden por miles de dólares. No tiene más de seis o siete años que su trabajo se vende sistemáticamente y que él pueda vivir “de esto”. Ha sido profesor, ha escrito, ha hecho ilustración, paletas de melón, todo lo que pueda generar un ingreso. “Y no me causaría ningún conflicto tener que hacerlo de nuevo. Yo tuve que crear mis propias formas de generar recursos para continuar con mi investigación, y no producir mercancía en una aspiración de pertenencia en la que yo hiciera algo que pudiera funcionar en ese espectro.”

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Las esculturas de Abraham son agrupaciones de cosas, objetos colocados en un equilibrio precario, muchas veces a punto de caerse. Son evocadoras, sarcásticas, elocuentes, ácidas, algunas muy bellas. Las últimas piezas tienen títulos largos, que en ocasiones hacen referencia al propio autor (con el verbo en gerundio, el título describe situaciones de la vida diaria, como A new self-portrait definitely unfinished, unstable, hand-made and coherent with the landscape, cursing on the per capita Income at the ñhañhu region, 2012). En ocasiones improvisa con los materiales que encuentra en el mismo lugar donde vaya a ser la exposición, ya sea Seúl, Múnich o Londres. Guillermo Santamarina piensa que Abraham ha sido un artista que trabaja muy puntualmente con el concepto de la sitioespecifidad. —En algún momento yo trabajé con él —relata—. Todavía no era el Abraham de ahora, pero estaba cerca de serlo. Sugerí y logré llevarlo a la Bienal de São Paulo, en 2003 o 2004, no me acuerdo . Primero fuimos a hacer una visita de scouting, y pues... Ya no le vi más el pelo. Por ahí aparecía con cosas que había comprado o que se había encontrado. Nada más como pensando qué materiales podía usar en su idea de sitioespecifidad. Para cuando me di cuenta, ya había cambiado todo, todo lo que habíamos mandado desde México se quedó en una caja, y el pabellón ya no era lo que habíamos pensado. Yo ya no tenía nada que decir. De todas formas, yo no fui el curador, sólo ayudé a que él viniera. –Pero, ¿qué es lo que presentó entonces? –Pues no sé, lo cambió mil veces. Yo estaba, tengo que decirlo, un poco mosqueado. Y un día a la noche, ya con todo montado, llegó al cuarto y me entregó un libro maravilloso sobre el desarrollo del arte de la plumaria en Brasil. Ya con eso me calló el hocico para siempre. Ahí lo tengo… Él es un erudito. Yo siempre lo pienso como nuestro Harry Smith.

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En su casa hay unas vitrinas grandes que forman parte de la pared que divide el comedor/sala del patio exterior. En las repisas de vidrio, conviven en orden todo tipo de objetos: muñequitos de plástico y esculturas de piedra, semillas y piezas de maquetas, chácharas de ayer y hoy, objetos caros y baratos; una verdadera democracia de cosas. Así, de la misma forma, sin jerarquías, en un orden subjetivo y cambiante, impuesto por él mismo, entre las influencias más importantes para Abraham están: sus padres, Marcel Duchamp, sus vecinos de la colonia Ajusco donde creció, Joseph Beuys —sobre quien escribió su tesis—, el bisabuelo de su mujer, el músico y compositor Julián Carrillo, que desarrolló una teoría de música microtonal; guerrilleros, artistas, antropólogos, cineastas, familiares, filósofos, amigos, y ahora sus dos hijos, forman una colectividad que vive de manera horizontal en el mundo de Cruzvillegas, influenciando su obra, modificando su manera de hacer arte. Recientemente se hizo de un cuaderno digital, donde puede tomar notas que pasan directamente a la computadora por bluetooth. En esos cuadernos dibujó “personas que le caen bien” para el catálogo de Empty Lot. Me muestra los dibujos: algunos están manchados de café. Los hace calcando los rostros directamente de la computadora: pone el papel sobre la pantalla y así él va realizando estos dibujos con puras líneas, sin sombras, algunos con una resolución casi geométrica. Entre sus dibujos de “gente que le cae bien” están personas tan dispares como Vasco de Quiroga y Yoko Ono; Günter Grass y el artista argentino Eduardo Costa; el pedagogo Paulo Freire y Antonioni; Maya Deren, Mercedes Sosa, Violeta Parra, Digna Ochoa, Patti Smith, Eva Hesse, Hannah Höch… Las vitrinas de la sala serán uno de los primeros recuerdos de su hijo, que gatea hacia ellas y pega su cara en el vidrio. Ana, de tres años, y Damián, de nueve meses, como suelen hacer todos los niños, han cambiado la vida de sus padres. Alejandra es abogada y trabaja en asuntos de derechos de migrantes (en concreto, de los migrantes centroamericanos que pasan por México). Los niños se mueven entre piezas de arte, plantas y juguetes de colores. “Ha cambiado todo, sí, claro, pero nunca plantearía este tiempo como un sacrificio. Es un momento que se va rápido y no regresa”, dice Abraham ahora que tiene que adaptar sus exposiciones a la agenda escolar de Ana, y que el sueño será intermitente hasta que Damián duerma toda la noche seguida.

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Le pregunto cómo ve el panorama actual del arte en relación con las nuevas generaciones. ¿Qué se necesita hoy en día para sobrevivir como artista? ¿Qué puedes tú aconsejar a un muchacho que está estudiando arte desde tu perspectiva?, pregunto. Después de una larga introducción en la que establece la dificultad de responder a una cuestión así (“implica mucha responsabilidad”), reconoce que ha tenido que enfrentarse a ella en muchas ocasiones durante su larga experiencia como maestro. Como yo lo hago ahora, sus alumnos le preguntaron directamente “cómo le haces para exponer, para viajar, para vender”. —Hay quien dice claramente: “el arte es una estructura en la que las relaciones públicas y la visibilidad (como la que te puede dar las redes sociales ahora) ayudan; y lo otro, casi todo lo demás (o sea, el arte) es intrascendente”. Y yo lo planteo —con quien se deja— en un sentido un poco más crítico: el arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad que ampara que tú seas artista en un tiempo de mierda. Y esos informes (esculturas, poemas, películas, etcétera) están sujetos a una evaluación: ¿Cuáles son los criterios para evaluarlos? ¿La crítica, el mercado, el éxito, la fama, el enriquecimiento? Esos criterios dependen de las necesidades de cada quien —no puede operar un mismo sistema para todos—. Es decir: “Me está yendo bien porque estoy vendiendo un chingo, porque me invitan a exponer mucho, porque tengo más novias, porque gano mucho dinero” o “me está yendo bien porque tengo la posibilidad de generar un lenguaje propio, de hacer algo que no existía antes, que nunca antes nadie pudo haber dicho de una manera que sólo yo puedo hacer”. No se puede poner en el mismo nivel esas categorías de análisis. El éxito para éste y para el otro son cosas muy distintas. Creo que no hay manera de transmitir un modo de evaluar ese éxito. Ahora, lo que yo diría es: no quites el dedo del renglón. No echarse para atrás, no arrugarse, no rajarse, pero tampoco hacerse pendejos. Hay que insistir.

* * *

Fui a visitar a Martín Núñez, un artista y skater de la Ciudad de México que desde hace 7 años le alquila una parte de su casa a Abraham como taller. Fue su alumno y hoy es uno de sus grandes amigos. La casa la construyeron sus abuelos en 1936 en una colonia tranquila de la Ciudad de Méxio, cuyas calles tienen nombres de personas equis, sin apellidos: Amalia, Sara, Abel, Graciela. Me pregunto quiénes serán (¿tal vez son personajes de óperas, o de obras teatrales?) Martín es un ser tranquilo, con una seguridad absoluta en su propia incertidumbre. De alguna manera me recuerda a Abraham. Pinta, hace esculturas, tiene una marca de patines y ropa, y ha utilizado el espacio público como soporte para alguna de sus obras. Por eso lo buscó Abraham años después de haber sido su maestro en La Esmeralda: para invitarlo a participar con una acción en la Galería de Comercio. —Mi idea fue invitar a mis amigos que patinan y que subieran por una rampa e hicieran un dibujo en la pared al azar con las líneas que genera la patineta con el polvo que recogen en las ruedas. En ese momento él tenia una camioneta, y vino a casa porque se iba a llevar la rampa. Entonces acababan de desalojar el piso de arriba de mi casa, y él mostró interés en rentar el espacio. Así que desde entonces conviven en el mismo patio, y ahora entiendo por qué Abraham me dijo que Martín era su cómplice. Aquí los dos comparten momentos de intimidad, gustos, ideas, albures, juegos de palabras. Han hecho algunas esculturas juntos. Se conocen bien. —A veces parece que te está atacando, —me dice Martín cuando le platico de mis entrevistas con Abraham—, o que se está defendiendo. Y bueno, yo entiendo por qué es así. Su trabajo no fue digerido en seguida. Me viene a la mente una revista, la Poliéster. Hubo un número en el que venía una nota sobre una exposición que hizo Abraham que tenía que ver con el boxeo. El crítico hablaba muy mal de esa exposición. Nunca ha sido el artista más querido del país, vamos. Pero cuando yo viajo me doy cuenta cómo lo quieren, cómo lo conocen fuera. Él tiene un impacto muy distinto afuera que el que tiene en su país. De hecho, no sé, igual me equivoco, pero siento que Abraham es de esos artistas que tal vez no tienen su justo valor en su país, y en su contexto. Él ha sabido, de forma muy inteligente, cómo salirse de esa aparente frivolización de su trabajo conceptualizándolo a partir de la idea de Autoconstrucción. Ha sido como un jugador de ajedrez. Después de conversar, Martín me invita a conocer ambos talleres. El de Abraham ocupa tres habitaciones de la parte superior de la casa, dos pequeñas y una más grande, y entre las tres forman una ele. Hay buena luz que entra por ventanas que dan a la calle y al patio interior de la casa. Uno puede imaginar la alegría que pudo sentir un artista sin taller al encontrar este lugar. De aquí salen muchas de las “sobras de arte” de Abraham, sus reportes, sus souvenirs. Hay anaqueles de metal con libros, documentos, revistas y vinilos. Sobre dos largas mesas se secan papeles recién pintados que en algún momento sirvieron para algo y que Abraham cubre con pintura acrílica por uno de los lados: boletos de avión, páginas de revista con algún artículo, poemas, imágenes interesantes, listas de pendientes: ese universo de papel que acompaña la vida cotidiana. Son para una serie de piezas que lleva haciendo ya un rato, que a veces llevan el título de “autorretratos ciegos”: los papelitos, colocados en grandes grupos, y volteados sobre la pared de la galería o la sala del museo, muestran sólo la parte pintada. Pedazos de madera, unas botas; ruedas, muchas ruedas. En la parte que ocupa Martín, además de sus pinturas y esculturas, hay patines, que a veces pasan rodando al taller de Abraham. El taller no está abarrotado y como en su casa todo está ordenado bajo una taxonomía cruzvilleguesca. La palabra taxonomía me hace pensar en taxidermia. Los papelitos estuvieron vivos un día, y ahora al voltearlos y cubrirlos de pintura acrílica rosa, Abraham los diseca, y algo de esa vida que tuvieron perdura en ellos, oculta, secreta o cancelada. La palabra “pepenar” hoy en día en México tiene un sesgo despectivo, y me gustaría que no fuera así, porque suena muy bien junto a “pedagogo”. Viene de la palabra náhuatl pepena, que quiere decir “escoger o recoger”. Que es lo que creo que hace Abraham, el pepenador pedagogo autodidacta: recoge y escoge, escoge y recoge. Pienso que su trabajo se parece al de un bailarín cuando improvisa, que efectúa sus movimientos en un instante de decisión subjetiva que no tiene explicación lógica pero que se afinca en todo el conocimiento y la experiencia del ejecutante; y que a veces tiene éxito y a veces fracasa. Abraham lee, piensa, conversa, escribe y de vez en cuando, con todo eso, improvisa esculturas, películas, danzas, textos, e insiste.

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Construir a Abraham Cruzvillegas

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El año pasado, la Tate Modern de Londres comisionó la instalación del Turbine Hall a Abraham Cruzvillegas. Su pieza, Empty Lot, estuvo exhibida hasta hace unas semanas. A pesar de esto, la obra del artista mexicano es poco conocida en su país.

En su conversación y en su obra, Abraham Cruzvillegas tiende a ramificarse, a la asociación, al “apilamiento”. Sin embargo, en su casa, en su taller, y en su pensamiento impera un orden peculiar. Es un apilamiento coherente. A veces sus esculturas (y sus textos) parecen a punto de caerse, y como en la Ciudad de México donde nació y creció, el equilibrio en ellos es un asunto casi milagroso. A partir de una crisis del artista —que sucedió cuando pasó una larga temporada fuera de México—, empezó una reflexión sobre la relación entre su forma de trabajar y la casa y el barrio donde creció, una colonia marginal en la que los vecinos, colonos llegados de provincia, se hicieron sus propias casas con materiales encontrados en la zona o con lo que podían comprar con sus presupuestos limitados. Sin arquitectura, sin planes, y respondiendo a necesidades urgentes, la forma de construir de sus padres y sus vecinos es análoga a la forma en la que Cruzvillegas ha armado su propio lenguaje, que abunda en preguntas e incertidumbre. Autoconstrucción, más que una serie de obras reunidas bajo un mismo título desde el 2007, es un intento de comprenderse a sí mismo. Es uno de los artistas mexicanos más destacados del mundo en este momento. O eso piensan los directores de la Tate Modern de Londres que le otorgaron la comisión del Turbine Hall 2015-2016. La primera serie de comisiones, patrocinadas por Unilever (2000-2012), presentó a artistas como Louise Bourgeois, Anish Kapoor, Doris Salcedo y Ai Weiwei. El inmenso espacio dentro de la Tate Modern mide 35 metros de alto por 153 de largo, y los artistas realizan instalaciones sitio-específicas que serán vistas por millones de personas a lo largo de seis meses. Después de tres años sin comisionar el Turbine Hall, la Tate Modern invitó a Abraham para iniciar la nueva serie, esta vez patrocinada por Hyundai. Abraham construyó una enorme chinampa, una isla de tierra sobre andamios. No sembró nada, como en un lote baldío. Así se titula la pieza: Empty Lot. Empty Lot se levanta sobre dos enormes andamios triangulares divididos por una pasarela sobre la cual pasean los visitantes. Sobre los andamios colocó una retícula de cajones triangulares de madera que fueron rellenados de tierra de unos 35 diferentes lugares: parques, jardines públicos y privados, y otras áreas verdes de Londres. Durante los seis meses que duró la instalación, crecieron todo tipo de plantas, tal y como crecen en cualquier pedazo de tierra abandonada a su suerte. En algunos de los casos parecen como bromas: en la tierra recogida del Buckingham Palace ha brotado un rosal; en la de una guardería de niños, unas opiáceas. “El material principal es la esperanza”, dice Abraham en el video que presenta Empty Lot en la página de la Tate. Es la esperanza de que crezca algo, de que algo suceda. Desde luego, ya sucedieron muchas cosas. Igual que en los lotes baldíos, en esta escultura a gran escala crecieron yerbas (buenas y malas) y las críticas (buenas y malas), además de juegos, interpretaciones e ideas. Los galeristas de Abraham en México, José Kuri y Mónica Manzutto, relatan el momento en el que les dieron la noticia: La Tate ya tenía quizá veinte obras de Abraham dentro de la colección permanente, así que no fue una ocurrencia del momento —comienza José—. Pero es quizá la comisión más visible que hay en el mundo del arte, la más mediática. Era un compromiso enorme, tanto para la Tate como para el artista que escogieran, por esta visibilidad. A él se lo avisaron con dos años de antelación. El primer año fue absolutamente secreto. Lo sabían cuatro personas. Los tres estaban en Múnich, en la inauguración de Abraham, cuando los llamó Achim Borchardt-Hume, director de exhibiciones en la Tate Modern, para hablar con ellos. Tomó un avión por la mañana y regresó a Londres por la tarde. —Nos citó en el bar del museo y ahí nos avisó. Fue una mezcla gigante de sensaciones. Inmediatamente los tres pedimos un mezcal. “No los veo tan contentos”, dijo Achim Borchardt-Hume. Y sí estábamos muy contentos, pero fue como sacarse el tigre en la rifa: o lo domas o te devora. Para Jonathan Jones, crítico de arte del periódico The Guardian, la de Cruzvillegas es la peor de las instalaciones del Turbine hasta la fecha. En una nota publicada el 16 de octubre del 2015, escribió: “No tiene poder estético, y da poco que pensar Esto es un arte que olvida su misión de inflamar el alma”. Sin embargo, Jeremy Hutchinson, artista conceptual de Londres, fue a visitar la pieza en varias ocasiones con algunos colegas. A él no parece importarle demasiado la ausencia de “el poder estético” de la pieza, y aunque no haya inflamado su alma, le ha hecho meditar y hacerse preguntas: “En resumen, todos estamos de acuerdo en que es una pieza exitosa. Sobre todo en comparación con otras instalaciones anteriores, que han sido o demasiado monumentales o no lo suficiente. ¡Es un reto! Creo que el acierto fue hacer una pieza de gran escala usando materiales muy rudimentarios, lo que esquiva de forma inteligente el problema de ‘demasiado monumentalista’. La pieza es un comentario sutil sobre la propiedad, y sobre el problema más importante que ahora enfrenta la comunidad artística en Londres: el territorio, y dónde carajos se supone que debemos colocarnos nosotros. En fin… Lo sentimos relevante”. Abraham dice, mientras comemos albóndigas en salsa verde con su hija y su mujer, que para él ha sido uno de los proyectos más generosos para sí mismo porque ha podido darse el tiempo de hacer una gran investigación que le ha dado oportunidad de aprender sobre Gran Bretaña, su relación con el paisaje, la historia de su imperialismo: —Aprendí sobre movimientos sociales que tienen que ver con el uso de espacios. Solamente el índice de conceptos para aproximarse a lo que nosotros en español llamamos “parque” es infinito, y cada uno de estos conceptos tiene su genealogía. Su relación política-económica-social-lingüística con la realidad es muy interesante. No estoy haciendo una apología de los británicos tampoco. Para nada: para mí es una aproximación en crisis, que desde mi circunstancia individual me genera un dislocamiento que me maravilla, en un sentido político (no puede ser de otra manera). Y me lleva a ver mis propias circunstancias de otra manera, naturalmente... Después de una larga trayectoria en la que cada proyecto es un nuevo aprendizaje para él, la cantidad de información que ha acumulado es impresionante. Tal vez sea en sus textos, o en las conversaciones, donde esta acumulación de conocimiento se hace más evidente. —Creo que en tus textos lo conectas todo de una manera muy peculiar, ¿no? —Bueno… sí, pero en un sentido más estricto y análogo a la escultura que hago, creo que es más bien un apilamiento. Es un desorden. —Pero aquí en tu casa todo está tan ordenado. Y la impresión siempre en tus esculturas es que hay un equilibrio, una lógica. Yo no diría que son caóticas. —Ese orden que ves viene de la neurosis. Lo digo como algo positivo, no me molesta, soy así, tengo esa tendencia a poner las cosas de determinada manera. Y eso no tiene ninguna explicación. Es como poner las reglas de un juego. Está armado y después no sabes lo que va a pasar. Eso es lo que a mí me provoca mucho. Me genera muchísima felicidad. Que tú pones un orden, una estructura que parece muy bien planteada, y después es un puto desmadre donde no sabes qué va a pasar en lo aleatorio, en el caos, es lo que a mí me interesa.

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“El arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad”, dice Abraham Cruzvillegas.

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Mientras tanto en Londres casi todos los recipientes de Empty Lot están llenos de plantas. Mucha gente pasa por allí para tirar semillas. —Y ahí está la onda del optimismo. Que yo no creo mucho en eso del optimismo, eh… —¡Cómo no! ¿No eres optimista? —Nooo, no, no, no. —Alejandra, ¿no crees que él es optimista? —le pregunto a su mujer para que Abraham pueda comer media albóndiga. —¡Sí! Claro que eres optimista. —Bueno, a ver, sobre todo en el contexto de esa pieza la idea no es tanto el optimismo sino la esperanza. Y no es la fe tampoco. La fe la perdí. Está pasando lo que tiene que pasar, y eso no depende de mí, y eso me da mucho gusto. Como la interpretación —como pasa en cualquier obra de arte— de la gente: el público no está tirando semillas: lo que tiran son ideas.

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Para Guillermo Santamarina, artista, amigo de Abraham, y actual curador del Museo Carrillo Gil, la obra de la Tate es parte de un proceso reciente en el que el artista se está despojando de mecanismos anteriores. Santamarina piensa que la obra de Abraham ha sido en gran medida consecuencia de sus padres (a quienes recuerda como individuos extraordinarios). “Al igual que sus padres le encanta la amistad. Y no pierde este vínculo magisterial con las nuevas generaciones. Ha formado a muchos y ha conectado a muchos artistas entre sí. Y por eso mismo hubo este brinco internacional. Creo que Abraham fue una de las columnas de la Kurimanzutto, una de las antenas, con relaciones que él ha formado por su cuenta. También es un ególatra delirante. Eso está desde hace mucho tiempo, desde antes de que fuera reconocido. Siempre, siempre ha hablado mucho de él, de dónde viene, etcétera”, dice. Santamarina vio la pieza de la Tate en registros cuando se estaba montando. Le parece interesante el desarrollo orgánico, el proceso de crecimiento implícito en Empty Lot: “Siento que Abraham se está yendo hacia estructuras más y más silenciosas”, dice Guillermo, “casi discretas, casi inmatéricas, al permitir que la materia reaccione y vaya determinándose por sí sola. Cada día hace más acciones en la calle, un trabajo completamente efímero, en formato rumor. Está abandonando de alguna manera el objeto formal, la experiencia de la escultura”. Acerca del gran impulso para la carrera de Abraham que supone la comisión de la Tate, Guillermo sonríe con un poco de misterio, como si eso no importara demasiado, y dice: “Él tiene una seguridad absoluta, y si les gusta qué bueno y si no también. Le resulta indiferente. Su obra sigue mutando. Pero sigue siendo él mismo. Tal vez lo que se está quedando atrás es precisamente este afán egolátrico, porque ya no le interesa tanto hablar de sí mismo, porque ahora tiene mucho más que decir que no pertenece a ese legado, a ese pasado. Ahora su necesidad de afirmarse lo está abandonando, se está perdiendo. Yo encuentro que ese proceso está diluyéndose entre sus hijos”. —Sí, bueno... Así es la vida… —replico. —Bueno, para los que no tenemos hijos no es así —dice Guillermo—. Nosotros seguimos hablando de nosotros mismos.

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Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción.

Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción. A veces cambia de nombre: autodestrucción, reconstrucción, autoconfusión. El proyecto toma como punto de partida o como metáfora inicial la casa en la que nació y creció Abraham, en una colonia popular del sur de la ciudad, construida poco a poco, improvisando con los materiales disponibles. “Las premisas que me interesan tienen que ver con la posibilidad de entender (o inventar) la realidad a partir de dimensionar cada sitio donde uno se encuentre como una posible plataforma de creación a partir de la recuperación de los materiales a la mano” (de “Autoconstrucción: una introducción”, en La voluntad de los objetos, 2014, Sexto Piso). La práctica de este artista se extiende más allá de la escultura. Hace películas, danzas, textos, obras de teatro, dibujos, música, performance, arte efímero, y genera vínculos entre otros artistas. Hace unos años, de casualidad, me topé con el blog de la Galería de Comercio, ubicada en mi propio barrio, a unas cuadras de mi casa. Formaban parte de ella Abraham, Nuria Montiel, y otros tres artistas. Esta galería no era otra cosa más que una esquina pública, la de la avenida José Martí y la calle de Comercio, en la colonia Escandón. No tenía local, ni almacén, ni vendía nada. Era como una galería al revés: colectiva, utópica, efímera, no produjo ningún objeto mercantil. Desde el 2010 hasta el 2014 se presentaron allí decenas de acciones artísticas, como el Circuito antideportivo, en el que se invitaba a los participantes a una carrera en la que las reglas eran: no llevar ropa deportiva y no caminar ni correr de forma deportiva; o el Muestreo de flora y fauna en el que se recolectaron especímenes de plantas y animales de los alrededores de la esquina, que está cerca de un parquecito; en la cantina al otro lado de la calle se convocó una plática con dos biólogos que dieron cuenta del muestreo. Físicamente situada en la esquina del mercado de la Escandón, la Galería de Comercio estaba absolutamente fuera del mercado del arte. Abraham, treinta años después de su primera exposición colectiva, se sigue preguntando qué es arte, qué es un objeto de arte. No deja de insistir en ello. Ha llegado a algunas conclusiones, que podrían cambiar de un momento a otro: —En uno de tus textos describes el arte como un patrimonio de la humanidad. Un poco como lo es la ciencia, ¿no? —El arte no es el producto, no es el objeto. Las obras de arte como tal las conocemos, son residuos de los procesos artísticos, son sobras, souvenirs, subproductos del arte. El arte es otra cosa, y eso es de lo que me ha gustado escribir. De nuevo, ¿dónde está el arte? ¿es el momento en el que el compositor redacta la partitura? ¿es el momento en el que se ejecuta la partitura? ¿la grabación? ¿o cuando yo hago tuttuuututu ? —Está en todo eso, ¿no? —Exactamente, sí. Pero el objeto en sí mismo no es la mejor evidencia del arte. O sea, el cassette, por poner un ejemplo ridículo, no es la sinfonía. Pero cuando tú ibas a la tienda, ibas a comprar la sinfonía. —Bueno, pero el cassette traslada un poquito de lo que es el arte… con mucho ruido e interferencia… —Sí, exactamente. Son vehículos, que no necesariamente comunican. Dicen que la comunicación es un vehículo, pero yo no creo en eso tampoco. Son objetos que procuran la proximidad a una obra de arte. Pero la obra de arte en sí sucede cuando te conmueve, cuando te hace pensar algo, cuestionar algo, preguntarte algo. —Hay una incredulidad o desconfianza hacia el arte conceptual. ¿Qué crees que sucede, por qué esta reacción? —Hay una percepción del arte que no necesariamente está atravesada de la voluntad de comprender, sino del prejuicio, y que no necesariamente viene de la gente externa al mundo del arte, sino también dentro del mundo del arte. Hay protagonistas que difieren de algunos modos de hacer arte, y hay críticos alebrestados en contra de lo que reconocemos como arte contemporáneo. Creo que es normal y que es signo de los tiempos que haya un contrapeso político de lo que aparece como algo “nuevo”. Nuevo entre comillas, porque lo que hoy llamamos arte contemporáneo tiene una tradición de al menos 100, 150 años. Además, yo creo que el público en general entiende lo que tiene que entender, porque todos tenemos una educación y un contexto distintos. Las interpretaciones multiplican la obra, la hacen ubicua. El arte exige una interpretación, y si no hay ejercicio interpretativo entonces no hay arte: hay un acto de veneración, una liturgia, es otra cosa, y yo eso lo encuentro peligroso… —Pues sí, pero sigo pensando que es inquietante que haya como un enojo, una acusación, como si los artistas fueran caraduras, como si el arte fuera una manera de hacer dinero fácil. —Sí. Pareciera que de alguna manera lo que pretende el artista es tomarle el pelo a la gente... En un sentido muy estricto, yo no hago obras para el público. Hago obras para hacerme preguntas a mí mismo. Querer preguntarme quién soy, eso es para lo que a mí el arte me sirve. A mí. Pero es que yo no quisiera comunicar nada a nadie, realmente no tengo nada que comunicar, no sé quién soy. ¿Cómo voy a comunicar algo a alguien? —¿No encuentras ese pensamiento un poco paralizante? Porque entonces, ¿qué es lo que te lleva a hacer arte? —Es una voluntad de entender, es la capacidad emancipadora de hacer esa pregunta en público. ¿Quién soy? ¿Por qué? ¿Para qué? Y ésa es una herramienta que comparto contigo o con quien se deje. Yo no estoy tratando de dar una enseñanza, o un mensaje. Esa voluntad didáctica del arte, a mí me parece perversísima. Tirar mensajes, enseñar algo a la gente, comunicarle… Yo no puedo con eso, me parece pavoroso. —Hay un cierto optimismo en tu obra y en tus textos. Eso sí es comunicable. —Claro, porque el motor real de todo es esa pregunta. ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Habrá boletos? (como dice Damián Ortega). Es pura incertidumbre, eso somos. No hay certezas. Retomando esa analogía que hiciste entre el trabajo de un científico y el trabajo de un artista: el neuroquímico tiene que pasarse toda su vida encerrado en un laboratorio haciéndose una pregunta. Y probablemente nunca vaya a encontrar una respuesta. —Sí… Tal vez encuentre otras preguntas, y otras respuestas diferentes… —¡O tal vez no! Tal vez no… Por generaciones de científicos se han preguntado qué es un hoyo negro y qué es la energía que lo rodea. Hoy hubo una noticia sobre eso, que me parece fantástico, la escuché en la radio. Se están haciendo nuevas preguntas al respecto. Yo quisiera compartir esa responsabilidad, la del que se hace preguntas. No del que está obligado a dar respuestas. No creo que el arte sea para dar respuestas, ni la ciencia de hecho. —¿Y entonces? —¡El arte busca preguntas! En un sentido más amplio, la pregunta (para mí) es ¿qué es la identidad? (dentro de ese ¿quién soy yo?). Y yo llevo 30 años con esa pregunta. Soy mexicano, soy varón, soy hijo de éste y de ésta, de acuerdo a ciertas circunstancias, pero eso no es una respuesta para mí.

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Nació en la Ciudad de México en 1968, el año de la matanza de Tlatelolco y las Olimpiadas. Es piscis. Creció en la colonia Ajusco, que no está en el Ajusco sino en el Pedregal, al sur de la Ciudad Universitaria. Sus padres son María de los Ángeles Fuentes, de Tacubaya, y Rogelio Cruzvillegas, de Nahuatzen, Michoacán. Ella es una activista social, comerciante y fundadora del Mercado de la Bola, él (fallecido) fue artesano y maestro en la Universidad Autónoma Metropolitana. Abraham estudió Pedagogía en la UNAM, se licenció con una tesis sobre Joseph Beuys, y al mismo tiempo tomó algunas clases en la ENAP como oyente. Conoció a Damián Ortega en un taller de caricatura del Fisgón. Forma parte de la galería Kurimanzutto desde su inicio en 1999. Dio clases de arte en la Esmeralda y en la ENAP hasta el 2004. Ha sido artista residente en Francia (en el estudio de Alexander Calder) e Italia (2004-2007), en Glasgow, Escocia (2008), Estados Unidos (2009) y Berlín (2010-2011). Lleva unos 15 años con Alejandra, su mujer. Cuando la conoció, no tenía coche, ni celular, y tomaba el pesero para ir a dar clases. Tienen dos hijos chiquitos, Ana y Damián; viven rodeados de plantas, objetos fantásticos y libros. Tiene muchos amigos.

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Desde la primera exposición de la Kurimanzutto en 1999 hasta dos o tres años después, los galeristas no consiguieron vender una sola escultura de Abraham, pero esto nunca les hizo dudar de que era uno de sus artistas más destacados. Según José Kuri, “el mercado jamás es un reflejo de la importancia de un artista, o de lo fundamental que puedan ser sus ideas: es sólo una variable más. En ocasiones —en muchas ocasiones— es al revés: el mercado distorsiona y complica , porque se va con cosas que son muy inmediatas, quizás seductoras a una primera instancia, y que después pueden llegar a ser huecas. Entonces, primero, de eso siempre hay que desconfiar, y segundo, creo que con los artistas que tocan temas más complejos, cuestionamientos más profundos, siempre cuesta más tiempo”. Eduardo Abaroa, artista plástico, es amigo de Abraham desde principios de los noventa. Habla de la obra temprana de Abraham, que pasó casi inadvertida en México, y que es la que a él más le gusta: “Su primera exposición a gran escala, que se llamaba Round de Sombra, fue malentendida y pasada por alto. También hubo otra magnífica muestra, Artesanías Recientes, en Nahuatzen, Michoacán, en casa de su abuela. Allí trabajó con diferentes artesanos de la zona para elaborar piezas que eran aparatos terapéuticos disfuncionales. El gesto de ir a ese lugar tan lejano fue muy elocuente. Sólo fuimos como cinco espectadores. Cruzvillegas y otros artistas realmente internacionales del contexto de México se tardaron 10 o 15 años en empezar a vivir exclusivamente de lo que hacen. Todavía me acuerdo cuando Abraham me decía bastante decepcionado: “no vendo”. Y eso que exhibía en una de las galerías importantes de México en ese momento, la OMR. Incluso ya como artista de Kurimanzutto no fue instantáneo. Requiere de mucho trabajo y hasta estrategia. “La actitud de entender el arte como una actividad integral es una de las principales aportaciones de Cruzvillegas a la discusión. Haciendo un eco más de Beuys, él ha vivido su vida como una inmensa obra de arte, lo que no quiere decir nada romántico y cursi, o bueno, un poco… Lo que hace es intentar generar una discusión escabrosa, difícil, a partir de sus vivencias personales, incluso íntimas. Pero sin esos momentos de humor, sentimentalismo, confusión, etcétera, que a veces surgen en sus textos, en las obras, todo sería muy distinto y quizá no tan interesante. Al mismo tiempo el rigor y el nivel de compromiso son excepcionales.” Hoy en día, esculturas que él vendió por dos mil pesos para pagar su renta se revenden por miles de dólares. No tiene más de seis o siete años que su trabajo se vende sistemáticamente y que él pueda vivir “de esto”. Ha sido profesor, ha escrito, ha hecho ilustración, paletas de melón, todo lo que pueda generar un ingreso. “Y no me causaría ningún conflicto tener que hacerlo de nuevo. Yo tuve que crear mis propias formas de generar recursos para continuar con mi investigación, y no producir mercancía en una aspiración de pertenencia en la que yo hiciera algo que pudiera funcionar en ese espectro.”

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Las esculturas de Abraham son agrupaciones de cosas, objetos colocados en un equilibrio precario, muchas veces a punto de caerse. Son evocadoras, sarcásticas, elocuentes, ácidas, algunas muy bellas. Las últimas piezas tienen títulos largos, que en ocasiones hacen referencia al propio autor (con el verbo en gerundio, el título describe situaciones de la vida diaria, como A new self-portrait definitely unfinished, unstable, hand-made and coherent with the landscape, cursing on the per capita Income at the ñhañhu region, 2012). En ocasiones improvisa con los materiales que encuentra en el mismo lugar donde vaya a ser la exposición, ya sea Seúl, Múnich o Londres. Guillermo Santamarina piensa que Abraham ha sido un artista que trabaja muy puntualmente con el concepto de la sitioespecifidad. —En algún momento yo trabajé con él —relata—. Todavía no era el Abraham de ahora, pero estaba cerca de serlo. Sugerí y logré llevarlo a la Bienal de São Paulo, en 2003 o 2004, no me acuerdo . Primero fuimos a hacer una visita de scouting, y pues... Ya no le vi más el pelo. Por ahí aparecía con cosas que había comprado o que se había encontrado. Nada más como pensando qué materiales podía usar en su idea de sitioespecifidad. Para cuando me di cuenta, ya había cambiado todo, todo lo que habíamos mandado desde México se quedó en una caja, y el pabellón ya no era lo que habíamos pensado. Yo ya no tenía nada que decir. De todas formas, yo no fui el curador, sólo ayudé a que él viniera. –Pero, ¿qué es lo que presentó entonces? –Pues no sé, lo cambió mil veces. Yo estaba, tengo que decirlo, un poco mosqueado. Y un día a la noche, ya con todo montado, llegó al cuarto y me entregó un libro maravilloso sobre el desarrollo del arte de la plumaria en Brasil. Ya con eso me calló el hocico para siempre. Ahí lo tengo… Él es un erudito. Yo siempre lo pienso como nuestro Harry Smith.

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En su casa hay unas vitrinas grandes que forman parte de la pared que divide el comedor/sala del patio exterior. En las repisas de vidrio, conviven en orden todo tipo de objetos: muñequitos de plástico y esculturas de piedra, semillas y piezas de maquetas, chácharas de ayer y hoy, objetos caros y baratos; una verdadera democracia de cosas. Así, de la misma forma, sin jerarquías, en un orden subjetivo y cambiante, impuesto por él mismo, entre las influencias más importantes para Abraham están: sus padres, Marcel Duchamp, sus vecinos de la colonia Ajusco donde creció, Joseph Beuys —sobre quien escribió su tesis—, el bisabuelo de su mujer, el músico y compositor Julián Carrillo, que desarrolló una teoría de música microtonal; guerrilleros, artistas, antropólogos, cineastas, familiares, filósofos, amigos, y ahora sus dos hijos, forman una colectividad que vive de manera horizontal en el mundo de Cruzvillegas, influenciando su obra, modificando su manera de hacer arte. Recientemente se hizo de un cuaderno digital, donde puede tomar notas que pasan directamente a la computadora por bluetooth. En esos cuadernos dibujó “personas que le caen bien” para el catálogo de Empty Lot. Me muestra los dibujos: algunos están manchados de café. Los hace calcando los rostros directamente de la computadora: pone el papel sobre la pantalla y así él va realizando estos dibujos con puras líneas, sin sombras, algunos con una resolución casi geométrica. Entre sus dibujos de “gente que le cae bien” están personas tan dispares como Vasco de Quiroga y Yoko Ono; Günter Grass y el artista argentino Eduardo Costa; el pedagogo Paulo Freire y Antonioni; Maya Deren, Mercedes Sosa, Violeta Parra, Digna Ochoa, Patti Smith, Eva Hesse, Hannah Höch… Las vitrinas de la sala serán uno de los primeros recuerdos de su hijo, que gatea hacia ellas y pega su cara en el vidrio. Ana, de tres años, y Damián, de nueve meses, como suelen hacer todos los niños, han cambiado la vida de sus padres. Alejandra es abogada y trabaja en asuntos de derechos de migrantes (en concreto, de los migrantes centroamericanos que pasan por México). Los niños se mueven entre piezas de arte, plantas y juguetes de colores. “Ha cambiado todo, sí, claro, pero nunca plantearía este tiempo como un sacrificio. Es un momento que se va rápido y no regresa”, dice Abraham ahora que tiene que adaptar sus exposiciones a la agenda escolar de Ana, y que el sueño será intermitente hasta que Damián duerma toda la noche seguida.

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Le pregunto cómo ve el panorama actual del arte en relación con las nuevas generaciones. ¿Qué se necesita hoy en día para sobrevivir como artista? ¿Qué puedes tú aconsejar a un muchacho que está estudiando arte desde tu perspectiva?, pregunto. Después de una larga introducción en la que establece la dificultad de responder a una cuestión así (“implica mucha responsabilidad”), reconoce que ha tenido que enfrentarse a ella en muchas ocasiones durante su larga experiencia como maestro. Como yo lo hago ahora, sus alumnos le preguntaron directamente “cómo le haces para exponer, para viajar, para vender”. —Hay quien dice claramente: “el arte es una estructura en la que las relaciones públicas y la visibilidad (como la que te puede dar las redes sociales ahora) ayudan; y lo otro, casi todo lo demás (o sea, el arte) es intrascendente”. Y yo lo planteo —con quien se deja— en un sentido un poco más crítico: el arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad que ampara que tú seas artista en un tiempo de mierda. Y esos informes (esculturas, poemas, películas, etcétera) están sujetos a una evaluación: ¿Cuáles son los criterios para evaluarlos? ¿La crítica, el mercado, el éxito, la fama, el enriquecimiento? Esos criterios dependen de las necesidades de cada quien —no puede operar un mismo sistema para todos—. Es decir: “Me está yendo bien porque estoy vendiendo un chingo, porque me invitan a exponer mucho, porque tengo más novias, porque gano mucho dinero” o “me está yendo bien porque tengo la posibilidad de generar un lenguaje propio, de hacer algo que no existía antes, que nunca antes nadie pudo haber dicho de una manera que sólo yo puedo hacer”. No se puede poner en el mismo nivel esas categorías de análisis. El éxito para éste y para el otro son cosas muy distintas. Creo que no hay manera de transmitir un modo de evaluar ese éxito. Ahora, lo que yo diría es: no quites el dedo del renglón. No echarse para atrás, no arrugarse, no rajarse, pero tampoco hacerse pendejos. Hay que insistir.

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Fui a visitar a Martín Núñez, un artista y skater de la Ciudad de México que desde hace 7 años le alquila una parte de su casa a Abraham como taller. Fue su alumno y hoy es uno de sus grandes amigos. La casa la construyeron sus abuelos en 1936 en una colonia tranquila de la Ciudad de Méxio, cuyas calles tienen nombres de personas equis, sin apellidos: Amalia, Sara, Abel, Graciela. Me pregunto quiénes serán (¿tal vez son personajes de óperas, o de obras teatrales?) Martín es un ser tranquilo, con una seguridad absoluta en su propia incertidumbre. De alguna manera me recuerda a Abraham. Pinta, hace esculturas, tiene una marca de patines y ropa, y ha utilizado el espacio público como soporte para alguna de sus obras. Por eso lo buscó Abraham años después de haber sido su maestro en La Esmeralda: para invitarlo a participar con una acción en la Galería de Comercio. —Mi idea fue invitar a mis amigos que patinan y que subieran por una rampa e hicieran un dibujo en la pared al azar con las líneas que genera la patineta con el polvo que recogen en las ruedas. En ese momento él tenia una camioneta, y vino a casa porque se iba a llevar la rampa. Entonces acababan de desalojar el piso de arriba de mi casa, y él mostró interés en rentar el espacio. Así que desde entonces conviven en el mismo patio, y ahora entiendo por qué Abraham me dijo que Martín era su cómplice. Aquí los dos comparten momentos de intimidad, gustos, ideas, albures, juegos de palabras. Han hecho algunas esculturas juntos. Se conocen bien. —A veces parece que te está atacando, —me dice Martín cuando le platico de mis entrevistas con Abraham—, o que se está defendiendo. Y bueno, yo entiendo por qué es así. Su trabajo no fue digerido en seguida. Me viene a la mente una revista, la Poliéster. Hubo un número en el que venía una nota sobre una exposición que hizo Abraham que tenía que ver con el boxeo. El crítico hablaba muy mal de esa exposición. Nunca ha sido el artista más querido del país, vamos. Pero cuando yo viajo me doy cuenta cómo lo quieren, cómo lo conocen fuera. Él tiene un impacto muy distinto afuera que el que tiene en su país. De hecho, no sé, igual me equivoco, pero siento que Abraham es de esos artistas que tal vez no tienen su justo valor en su país, y en su contexto. Él ha sabido, de forma muy inteligente, cómo salirse de esa aparente frivolización de su trabajo conceptualizándolo a partir de la idea de Autoconstrucción. Ha sido como un jugador de ajedrez. Después de conversar, Martín me invita a conocer ambos talleres. El de Abraham ocupa tres habitaciones de la parte superior de la casa, dos pequeñas y una más grande, y entre las tres forman una ele. Hay buena luz que entra por ventanas que dan a la calle y al patio interior de la casa. Uno puede imaginar la alegría que pudo sentir un artista sin taller al encontrar este lugar. De aquí salen muchas de las “sobras de arte” de Abraham, sus reportes, sus souvenirs. Hay anaqueles de metal con libros, documentos, revistas y vinilos. Sobre dos largas mesas se secan papeles recién pintados que en algún momento sirvieron para algo y que Abraham cubre con pintura acrílica por uno de los lados: boletos de avión, páginas de revista con algún artículo, poemas, imágenes interesantes, listas de pendientes: ese universo de papel que acompaña la vida cotidiana. Son para una serie de piezas que lleva haciendo ya un rato, que a veces llevan el título de “autorretratos ciegos”: los papelitos, colocados en grandes grupos, y volteados sobre la pared de la galería o la sala del museo, muestran sólo la parte pintada. Pedazos de madera, unas botas; ruedas, muchas ruedas. En la parte que ocupa Martín, además de sus pinturas y esculturas, hay patines, que a veces pasan rodando al taller de Abraham. El taller no está abarrotado y como en su casa todo está ordenado bajo una taxonomía cruzvilleguesca. La palabra taxonomía me hace pensar en taxidermia. Los papelitos estuvieron vivos un día, y ahora al voltearlos y cubrirlos de pintura acrílica rosa, Abraham los diseca, y algo de esa vida que tuvieron perdura en ellos, oculta, secreta o cancelada. La palabra “pepenar” hoy en día en México tiene un sesgo despectivo, y me gustaría que no fuera así, porque suena muy bien junto a “pedagogo”. Viene de la palabra náhuatl pepena, que quiere decir “escoger o recoger”. Que es lo que creo que hace Abraham, el pepenador pedagogo autodidacta: recoge y escoge, escoge y recoge. Pienso que su trabajo se parece al de un bailarín cuando improvisa, que efectúa sus movimientos en un instante de decisión subjetiva que no tiene explicación lógica pero que se afinca en todo el conocimiento y la experiencia del ejecutante; y que a veces tiene éxito y a veces fracasa. Abraham lee, piensa, conversa, escribe y de vez en cuando, con todo eso, improvisa esculturas, películas, danzas, textos, e insiste.

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Construir a Abraham Cruzvillegas

Construir a Abraham Cruzvillegas

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El año pasado, la Tate Modern de Londres comisionó la instalación del Turbine Hall a Abraham Cruzvillegas. Su pieza, Empty Lot, estuvo exhibida hasta hace unas semanas. A pesar de esto, la obra del artista mexicano es poco conocida en su país.

En su conversación y en su obra, Abraham Cruzvillegas tiende a ramificarse, a la asociación, al “apilamiento”. Sin embargo, en su casa, en su taller, y en su pensamiento impera un orden peculiar. Es un apilamiento coherente. A veces sus esculturas (y sus textos) parecen a punto de caerse, y como en la Ciudad de México donde nació y creció, el equilibrio en ellos es un asunto casi milagroso. A partir de una crisis del artista —que sucedió cuando pasó una larga temporada fuera de México—, empezó una reflexión sobre la relación entre su forma de trabajar y la casa y el barrio donde creció, una colonia marginal en la que los vecinos, colonos llegados de provincia, se hicieron sus propias casas con materiales encontrados en la zona o con lo que podían comprar con sus presupuestos limitados. Sin arquitectura, sin planes, y respondiendo a necesidades urgentes, la forma de construir de sus padres y sus vecinos es análoga a la forma en la que Cruzvillegas ha armado su propio lenguaje, que abunda en preguntas e incertidumbre. Autoconstrucción, más que una serie de obras reunidas bajo un mismo título desde el 2007, es un intento de comprenderse a sí mismo. Es uno de los artistas mexicanos más destacados del mundo en este momento. O eso piensan los directores de la Tate Modern de Londres que le otorgaron la comisión del Turbine Hall 2015-2016. La primera serie de comisiones, patrocinadas por Unilever (2000-2012), presentó a artistas como Louise Bourgeois, Anish Kapoor, Doris Salcedo y Ai Weiwei. El inmenso espacio dentro de la Tate Modern mide 35 metros de alto por 153 de largo, y los artistas realizan instalaciones sitio-específicas que serán vistas por millones de personas a lo largo de seis meses. Después de tres años sin comisionar el Turbine Hall, la Tate Modern invitó a Abraham para iniciar la nueva serie, esta vez patrocinada por Hyundai. Abraham construyó una enorme chinampa, una isla de tierra sobre andamios. No sembró nada, como en un lote baldío. Así se titula la pieza: Empty Lot. Empty Lot se levanta sobre dos enormes andamios triangulares divididos por una pasarela sobre la cual pasean los visitantes. Sobre los andamios colocó una retícula de cajones triangulares de madera que fueron rellenados de tierra de unos 35 diferentes lugares: parques, jardines públicos y privados, y otras áreas verdes de Londres. Durante los seis meses que duró la instalación, crecieron todo tipo de plantas, tal y como crecen en cualquier pedazo de tierra abandonada a su suerte. En algunos de los casos parecen como bromas: en la tierra recogida del Buckingham Palace ha brotado un rosal; en la de una guardería de niños, unas opiáceas. “El material principal es la esperanza”, dice Abraham en el video que presenta Empty Lot en la página de la Tate. Es la esperanza de que crezca algo, de que algo suceda. Desde luego, ya sucedieron muchas cosas. Igual que en los lotes baldíos, en esta escultura a gran escala crecieron yerbas (buenas y malas) y las críticas (buenas y malas), además de juegos, interpretaciones e ideas. Los galeristas de Abraham en México, José Kuri y Mónica Manzutto, relatan el momento en el que les dieron la noticia: La Tate ya tenía quizá veinte obras de Abraham dentro de la colección permanente, así que no fue una ocurrencia del momento —comienza José—. Pero es quizá la comisión más visible que hay en el mundo del arte, la más mediática. Era un compromiso enorme, tanto para la Tate como para el artista que escogieran, por esta visibilidad. A él se lo avisaron con dos años de antelación. El primer año fue absolutamente secreto. Lo sabían cuatro personas. Los tres estaban en Múnich, en la inauguración de Abraham, cuando los llamó Achim Borchardt-Hume, director de exhibiciones en la Tate Modern, para hablar con ellos. Tomó un avión por la mañana y regresó a Londres por la tarde. —Nos citó en el bar del museo y ahí nos avisó. Fue una mezcla gigante de sensaciones. Inmediatamente los tres pedimos un mezcal. “No los veo tan contentos”, dijo Achim Borchardt-Hume. Y sí estábamos muy contentos, pero fue como sacarse el tigre en la rifa: o lo domas o te devora. Para Jonathan Jones, crítico de arte del periódico The Guardian, la de Cruzvillegas es la peor de las instalaciones del Turbine hasta la fecha. En una nota publicada el 16 de octubre del 2015, escribió: “No tiene poder estético, y da poco que pensar Esto es un arte que olvida su misión de inflamar el alma”. Sin embargo, Jeremy Hutchinson, artista conceptual de Londres, fue a visitar la pieza en varias ocasiones con algunos colegas. A él no parece importarle demasiado la ausencia de “el poder estético” de la pieza, y aunque no haya inflamado su alma, le ha hecho meditar y hacerse preguntas: “En resumen, todos estamos de acuerdo en que es una pieza exitosa. Sobre todo en comparación con otras instalaciones anteriores, que han sido o demasiado monumentales o no lo suficiente. ¡Es un reto! Creo que el acierto fue hacer una pieza de gran escala usando materiales muy rudimentarios, lo que esquiva de forma inteligente el problema de ‘demasiado monumentalista’. La pieza es un comentario sutil sobre la propiedad, y sobre el problema más importante que ahora enfrenta la comunidad artística en Londres: el territorio, y dónde carajos se supone que debemos colocarnos nosotros. En fin… Lo sentimos relevante”. Abraham dice, mientras comemos albóndigas en salsa verde con su hija y su mujer, que para él ha sido uno de los proyectos más generosos para sí mismo porque ha podido darse el tiempo de hacer una gran investigación que le ha dado oportunidad de aprender sobre Gran Bretaña, su relación con el paisaje, la historia de su imperialismo: —Aprendí sobre movimientos sociales que tienen que ver con el uso de espacios. Solamente el índice de conceptos para aproximarse a lo que nosotros en español llamamos “parque” es infinito, y cada uno de estos conceptos tiene su genealogía. Su relación política-económica-social-lingüística con la realidad es muy interesante. No estoy haciendo una apología de los británicos tampoco. Para nada: para mí es una aproximación en crisis, que desde mi circunstancia individual me genera un dislocamiento que me maravilla, en un sentido político (no puede ser de otra manera). Y me lleva a ver mis propias circunstancias de otra manera, naturalmente... Después de una larga trayectoria en la que cada proyecto es un nuevo aprendizaje para él, la cantidad de información que ha acumulado es impresionante. Tal vez sea en sus textos, o en las conversaciones, donde esta acumulación de conocimiento se hace más evidente. —Creo que en tus textos lo conectas todo de una manera muy peculiar, ¿no? —Bueno… sí, pero en un sentido más estricto y análogo a la escultura que hago, creo que es más bien un apilamiento. Es un desorden. —Pero aquí en tu casa todo está tan ordenado. Y la impresión siempre en tus esculturas es que hay un equilibrio, una lógica. Yo no diría que son caóticas. —Ese orden que ves viene de la neurosis. Lo digo como algo positivo, no me molesta, soy así, tengo esa tendencia a poner las cosas de determinada manera. Y eso no tiene ninguna explicación. Es como poner las reglas de un juego. Está armado y después no sabes lo que va a pasar. Eso es lo que a mí me provoca mucho. Me genera muchísima felicidad. Que tú pones un orden, una estructura que parece muy bien planteada, y después es un puto desmadre donde no sabes qué va a pasar en lo aleatorio, en el caos, es lo que a mí me interesa.

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“El arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad”, dice Abraham Cruzvillegas.

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Mientras tanto en Londres casi todos los recipientes de Empty Lot están llenos de plantas. Mucha gente pasa por allí para tirar semillas. —Y ahí está la onda del optimismo. Que yo no creo mucho en eso del optimismo, eh… —¡Cómo no! ¿No eres optimista? —Nooo, no, no, no. —Alejandra, ¿no crees que él es optimista? —le pregunto a su mujer para que Abraham pueda comer media albóndiga. —¡Sí! Claro que eres optimista. —Bueno, a ver, sobre todo en el contexto de esa pieza la idea no es tanto el optimismo sino la esperanza. Y no es la fe tampoco. La fe la perdí. Está pasando lo que tiene que pasar, y eso no depende de mí, y eso me da mucho gusto. Como la interpretación —como pasa en cualquier obra de arte— de la gente: el público no está tirando semillas: lo que tiran son ideas.

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Para Guillermo Santamarina, artista, amigo de Abraham, y actual curador del Museo Carrillo Gil, la obra de la Tate es parte de un proceso reciente en el que el artista se está despojando de mecanismos anteriores. Santamarina piensa que la obra de Abraham ha sido en gran medida consecuencia de sus padres (a quienes recuerda como individuos extraordinarios). “Al igual que sus padres le encanta la amistad. Y no pierde este vínculo magisterial con las nuevas generaciones. Ha formado a muchos y ha conectado a muchos artistas entre sí. Y por eso mismo hubo este brinco internacional. Creo que Abraham fue una de las columnas de la Kurimanzutto, una de las antenas, con relaciones que él ha formado por su cuenta. También es un ególatra delirante. Eso está desde hace mucho tiempo, desde antes de que fuera reconocido. Siempre, siempre ha hablado mucho de él, de dónde viene, etcétera”, dice. Santamarina vio la pieza de la Tate en registros cuando se estaba montando. Le parece interesante el desarrollo orgánico, el proceso de crecimiento implícito en Empty Lot: “Siento que Abraham se está yendo hacia estructuras más y más silenciosas”, dice Guillermo, “casi discretas, casi inmatéricas, al permitir que la materia reaccione y vaya determinándose por sí sola. Cada día hace más acciones en la calle, un trabajo completamente efímero, en formato rumor. Está abandonando de alguna manera el objeto formal, la experiencia de la escultura”. Acerca del gran impulso para la carrera de Abraham que supone la comisión de la Tate, Guillermo sonríe con un poco de misterio, como si eso no importara demasiado, y dice: “Él tiene una seguridad absoluta, y si les gusta qué bueno y si no también. Le resulta indiferente. Su obra sigue mutando. Pero sigue siendo él mismo. Tal vez lo que se está quedando atrás es precisamente este afán egolátrico, porque ya no le interesa tanto hablar de sí mismo, porque ahora tiene mucho más que decir que no pertenece a ese legado, a ese pasado. Ahora su necesidad de afirmarse lo está abandonando, se está perdiendo. Yo encuentro que ese proceso está diluyéndose entre sus hijos”. —Sí, bueno... Así es la vida… —replico. —Bueno, para los que no tenemos hijos no es así —dice Guillermo—. Nosotros seguimos hablando de nosotros mismos.

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Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción.

Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción. A veces cambia de nombre: autodestrucción, reconstrucción, autoconfusión. El proyecto toma como punto de partida o como metáfora inicial la casa en la que nació y creció Abraham, en una colonia popular del sur de la ciudad, construida poco a poco, improvisando con los materiales disponibles. “Las premisas que me interesan tienen que ver con la posibilidad de entender (o inventar) la realidad a partir de dimensionar cada sitio donde uno se encuentre como una posible plataforma de creación a partir de la recuperación de los materiales a la mano” (de “Autoconstrucción: una introducción”, en La voluntad de los objetos, 2014, Sexto Piso). La práctica de este artista se extiende más allá de la escultura. Hace películas, danzas, textos, obras de teatro, dibujos, música, performance, arte efímero, y genera vínculos entre otros artistas. Hace unos años, de casualidad, me topé con el blog de la Galería de Comercio, ubicada en mi propio barrio, a unas cuadras de mi casa. Formaban parte de ella Abraham, Nuria Montiel, y otros tres artistas. Esta galería no era otra cosa más que una esquina pública, la de la avenida José Martí y la calle de Comercio, en la colonia Escandón. No tenía local, ni almacén, ni vendía nada. Era como una galería al revés: colectiva, utópica, efímera, no produjo ningún objeto mercantil. Desde el 2010 hasta el 2014 se presentaron allí decenas de acciones artísticas, como el Circuito antideportivo, en el que se invitaba a los participantes a una carrera en la que las reglas eran: no llevar ropa deportiva y no caminar ni correr de forma deportiva; o el Muestreo de flora y fauna en el que se recolectaron especímenes de plantas y animales de los alrededores de la esquina, que está cerca de un parquecito; en la cantina al otro lado de la calle se convocó una plática con dos biólogos que dieron cuenta del muestreo. Físicamente situada en la esquina del mercado de la Escandón, la Galería de Comercio estaba absolutamente fuera del mercado del arte. Abraham, treinta años después de su primera exposición colectiva, se sigue preguntando qué es arte, qué es un objeto de arte. No deja de insistir en ello. Ha llegado a algunas conclusiones, que podrían cambiar de un momento a otro: —En uno de tus textos describes el arte como un patrimonio de la humanidad. Un poco como lo es la ciencia, ¿no? —El arte no es el producto, no es el objeto. Las obras de arte como tal las conocemos, son residuos de los procesos artísticos, son sobras, souvenirs, subproductos del arte. El arte es otra cosa, y eso es de lo que me ha gustado escribir. De nuevo, ¿dónde está el arte? ¿es el momento en el que el compositor redacta la partitura? ¿es el momento en el que se ejecuta la partitura? ¿la grabación? ¿o cuando yo hago tuttuuututu ? —Está en todo eso, ¿no? —Exactamente, sí. Pero el objeto en sí mismo no es la mejor evidencia del arte. O sea, el cassette, por poner un ejemplo ridículo, no es la sinfonía. Pero cuando tú ibas a la tienda, ibas a comprar la sinfonía. —Bueno, pero el cassette traslada un poquito de lo que es el arte… con mucho ruido e interferencia… —Sí, exactamente. Son vehículos, que no necesariamente comunican. Dicen que la comunicación es un vehículo, pero yo no creo en eso tampoco. Son objetos que procuran la proximidad a una obra de arte. Pero la obra de arte en sí sucede cuando te conmueve, cuando te hace pensar algo, cuestionar algo, preguntarte algo. —Hay una incredulidad o desconfianza hacia el arte conceptual. ¿Qué crees que sucede, por qué esta reacción? —Hay una percepción del arte que no necesariamente está atravesada de la voluntad de comprender, sino del prejuicio, y que no necesariamente viene de la gente externa al mundo del arte, sino también dentro del mundo del arte. Hay protagonistas que difieren de algunos modos de hacer arte, y hay críticos alebrestados en contra de lo que reconocemos como arte contemporáneo. Creo que es normal y que es signo de los tiempos que haya un contrapeso político de lo que aparece como algo “nuevo”. Nuevo entre comillas, porque lo que hoy llamamos arte contemporáneo tiene una tradición de al menos 100, 150 años. Además, yo creo que el público en general entiende lo que tiene que entender, porque todos tenemos una educación y un contexto distintos. Las interpretaciones multiplican la obra, la hacen ubicua. El arte exige una interpretación, y si no hay ejercicio interpretativo entonces no hay arte: hay un acto de veneración, una liturgia, es otra cosa, y yo eso lo encuentro peligroso… —Pues sí, pero sigo pensando que es inquietante que haya como un enojo, una acusación, como si los artistas fueran caraduras, como si el arte fuera una manera de hacer dinero fácil. —Sí. Pareciera que de alguna manera lo que pretende el artista es tomarle el pelo a la gente... En un sentido muy estricto, yo no hago obras para el público. Hago obras para hacerme preguntas a mí mismo. Querer preguntarme quién soy, eso es para lo que a mí el arte me sirve. A mí. Pero es que yo no quisiera comunicar nada a nadie, realmente no tengo nada que comunicar, no sé quién soy. ¿Cómo voy a comunicar algo a alguien? —¿No encuentras ese pensamiento un poco paralizante? Porque entonces, ¿qué es lo que te lleva a hacer arte? —Es una voluntad de entender, es la capacidad emancipadora de hacer esa pregunta en público. ¿Quién soy? ¿Por qué? ¿Para qué? Y ésa es una herramienta que comparto contigo o con quien se deje. Yo no estoy tratando de dar una enseñanza, o un mensaje. Esa voluntad didáctica del arte, a mí me parece perversísima. Tirar mensajes, enseñar algo a la gente, comunicarle… Yo no puedo con eso, me parece pavoroso. —Hay un cierto optimismo en tu obra y en tus textos. Eso sí es comunicable. —Claro, porque el motor real de todo es esa pregunta. ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Habrá boletos? (como dice Damián Ortega). Es pura incertidumbre, eso somos. No hay certezas. Retomando esa analogía que hiciste entre el trabajo de un científico y el trabajo de un artista: el neuroquímico tiene que pasarse toda su vida encerrado en un laboratorio haciéndose una pregunta. Y probablemente nunca vaya a encontrar una respuesta. —Sí… Tal vez encuentre otras preguntas, y otras respuestas diferentes… —¡O tal vez no! Tal vez no… Por generaciones de científicos se han preguntado qué es un hoyo negro y qué es la energía que lo rodea. Hoy hubo una noticia sobre eso, que me parece fantástico, la escuché en la radio. Se están haciendo nuevas preguntas al respecto. Yo quisiera compartir esa responsabilidad, la del que se hace preguntas. No del que está obligado a dar respuestas. No creo que el arte sea para dar respuestas, ni la ciencia de hecho. —¿Y entonces? —¡El arte busca preguntas! En un sentido más amplio, la pregunta (para mí) es ¿qué es la identidad? (dentro de ese ¿quién soy yo?). Y yo llevo 30 años con esa pregunta. Soy mexicano, soy varón, soy hijo de éste y de ésta, de acuerdo a ciertas circunstancias, pero eso no es una respuesta para mí.

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Nació en la Ciudad de México en 1968, el año de la matanza de Tlatelolco y las Olimpiadas. Es piscis. Creció en la colonia Ajusco, que no está en el Ajusco sino en el Pedregal, al sur de la Ciudad Universitaria. Sus padres son María de los Ángeles Fuentes, de Tacubaya, y Rogelio Cruzvillegas, de Nahuatzen, Michoacán. Ella es una activista social, comerciante y fundadora del Mercado de la Bola, él (fallecido) fue artesano y maestro en la Universidad Autónoma Metropolitana. Abraham estudió Pedagogía en la UNAM, se licenció con una tesis sobre Joseph Beuys, y al mismo tiempo tomó algunas clases en la ENAP como oyente. Conoció a Damián Ortega en un taller de caricatura del Fisgón. Forma parte de la galería Kurimanzutto desde su inicio en 1999. Dio clases de arte en la Esmeralda y en la ENAP hasta el 2004. Ha sido artista residente en Francia (en el estudio de Alexander Calder) e Italia (2004-2007), en Glasgow, Escocia (2008), Estados Unidos (2009) y Berlín (2010-2011). Lleva unos 15 años con Alejandra, su mujer. Cuando la conoció, no tenía coche, ni celular, y tomaba el pesero para ir a dar clases. Tienen dos hijos chiquitos, Ana y Damián; viven rodeados de plantas, objetos fantásticos y libros. Tiene muchos amigos.

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Desde la primera exposición de la Kurimanzutto en 1999 hasta dos o tres años después, los galeristas no consiguieron vender una sola escultura de Abraham, pero esto nunca les hizo dudar de que era uno de sus artistas más destacados. Según José Kuri, “el mercado jamás es un reflejo de la importancia de un artista, o de lo fundamental que puedan ser sus ideas: es sólo una variable más. En ocasiones —en muchas ocasiones— es al revés: el mercado distorsiona y complica , porque se va con cosas que son muy inmediatas, quizás seductoras a una primera instancia, y que después pueden llegar a ser huecas. Entonces, primero, de eso siempre hay que desconfiar, y segundo, creo que con los artistas que tocan temas más complejos, cuestionamientos más profundos, siempre cuesta más tiempo”. Eduardo Abaroa, artista plástico, es amigo de Abraham desde principios de los noventa. Habla de la obra temprana de Abraham, que pasó casi inadvertida en México, y que es la que a él más le gusta: “Su primera exposición a gran escala, que se llamaba Round de Sombra, fue malentendida y pasada por alto. También hubo otra magnífica muestra, Artesanías Recientes, en Nahuatzen, Michoacán, en casa de su abuela. Allí trabajó con diferentes artesanos de la zona para elaborar piezas que eran aparatos terapéuticos disfuncionales. El gesto de ir a ese lugar tan lejano fue muy elocuente. Sólo fuimos como cinco espectadores. Cruzvillegas y otros artistas realmente internacionales del contexto de México se tardaron 10 o 15 años en empezar a vivir exclusivamente de lo que hacen. Todavía me acuerdo cuando Abraham me decía bastante decepcionado: “no vendo”. Y eso que exhibía en una de las galerías importantes de México en ese momento, la OMR. Incluso ya como artista de Kurimanzutto no fue instantáneo. Requiere de mucho trabajo y hasta estrategia. “La actitud de entender el arte como una actividad integral es una de las principales aportaciones de Cruzvillegas a la discusión. Haciendo un eco más de Beuys, él ha vivido su vida como una inmensa obra de arte, lo que no quiere decir nada romántico y cursi, o bueno, un poco… Lo que hace es intentar generar una discusión escabrosa, difícil, a partir de sus vivencias personales, incluso íntimas. Pero sin esos momentos de humor, sentimentalismo, confusión, etcétera, que a veces surgen en sus textos, en las obras, todo sería muy distinto y quizá no tan interesante. Al mismo tiempo el rigor y el nivel de compromiso son excepcionales.” Hoy en día, esculturas que él vendió por dos mil pesos para pagar su renta se revenden por miles de dólares. No tiene más de seis o siete años que su trabajo se vende sistemáticamente y que él pueda vivir “de esto”. Ha sido profesor, ha escrito, ha hecho ilustración, paletas de melón, todo lo que pueda generar un ingreso. “Y no me causaría ningún conflicto tener que hacerlo de nuevo. Yo tuve que crear mis propias formas de generar recursos para continuar con mi investigación, y no producir mercancía en una aspiración de pertenencia en la que yo hiciera algo que pudiera funcionar en ese espectro.”

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Las esculturas de Abraham son agrupaciones de cosas, objetos colocados en un equilibrio precario, muchas veces a punto de caerse. Son evocadoras, sarcásticas, elocuentes, ácidas, algunas muy bellas. Las últimas piezas tienen títulos largos, que en ocasiones hacen referencia al propio autor (con el verbo en gerundio, el título describe situaciones de la vida diaria, como A new self-portrait definitely unfinished, unstable, hand-made and coherent with the landscape, cursing on the per capita Income at the ñhañhu region, 2012). En ocasiones improvisa con los materiales que encuentra en el mismo lugar donde vaya a ser la exposición, ya sea Seúl, Múnich o Londres. Guillermo Santamarina piensa que Abraham ha sido un artista que trabaja muy puntualmente con el concepto de la sitioespecifidad. —En algún momento yo trabajé con él —relata—. Todavía no era el Abraham de ahora, pero estaba cerca de serlo. Sugerí y logré llevarlo a la Bienal de São Paulo, en 2003 o 2004, no me acuerdo . Primero fuimos a hacer una visita de scouting, y pues... Ya no le vi más el pelo. Por ahí aparecía con cosas que había comprado o que se había encontrado. Nada más como pensando qué materiales podía usar en su idea de sitioespecifidad. Para cuando me di cuenta, ya había cambiado todo, todo lo que habíamos mandado desde México se quedó en una caja, y el pabellón ya no era lo que habíamos pensado. Yo ya no tenía nada que decir. De todas formas, yo no fui el curador, sólo ayudé a que él viniera. –Pero, ¿qué es lo que presentó entonces? –Pues no sé, lo cambió mil veces. Yo estaba, tengo que decirlo, un poco mosqueado. Y un día a la noche, ya con todo montado, llegó al cuarto y me entregó un libro maravilloso sobre el desarrollo del arte de la plumaria en Brasil. Ya con eso me calló el hocico para siempre. Ahí lo tengo… Él es un erudito. Yo siempre lo pienso como nuestro Harry Smith.

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En su casa hay unas vitrinas grandes que forman parte de la pared que divide el comedor/sala del patio exterior. En las repisas de vidrio, conviven en orden todo tipo de objetos: muñequitos de plástico y esculturas de piedra, semillas y piezas de maquetas, chácharas de ayer y hoy, objetos caros y baratos; una verdadera democracia de cosas. Así, de la misma forma, sin jerarquías, en un orden subjetivo y cambiante, impuesto por él mismo, entre las influencias más importantes para Abraham están: sus padres, Marcel Duchamp, sus vecinos de la colonia Ajusco donde creció, Joseph Beuys —sobre quien escribió su tesis—, el bisabuelo de su mujer, el músico y compositor Julián Carrillo, que desarrolló una teoría de música microtonal; guerrilleros, artistas, antropólogos, cineastas, familiares, filósofos, amigos, y ahora sus dos hijos, forman una colectividad que vive de manera horizontal en el mundo de Cruzvillegas, influenciando su obra, modificando su manera de hacer arte. Recientemente se hizo de un cuaderno digital, donde puede tomar notas que pasan directamente a la computadora por bluetooth. En esos cuadernos dibujó “personas que le caen bien” para el catálogo de Empty Lot. Me muestra los dibujos: algunos están manchados de café. Los hace calcando los rostros directamente de la computadora: pone el papel sobre la pantalla y así él va realizando estos dibujos con puras líneas, sin sombras, algunos con una resolución casi geométrica. Entre sus dibujos de “gente que le cae bien” están personas tan dispares como Vasco de Quiroga y Yoko Ono; Günter Grass y el artista argentino Eduardo Costa; el pedagogo Paulo Freire y Antonioni; Maya Deren, Mercedes Sosa, Violeta Parra, Digna Ochoa, Patti Smith, Eva Hesse, Hannah Höch… Las vitrinas de la sala serán uno de los primeros recuerdos de su hijo, que gatea hacia ellas y pega su cara en el vidrio. Ana, de tres años, y Damián, de nueve meses, como suelen hacer todos los niños, han cambiado la vida de sus padres. Alejandra es abogada y trabaja en asuntos de derechos de migrantes (en concreto, de los migrantes centroamericanos que pasan por México). Los niños se mueven entre piezas de arte, plantas y juguetes de colores. “Ha cambiado todo, sí, claro, pero nunca plantearía este tiempo como un sacrificio. Es un momento que se va rápido y no regresa”, dice Abraham ahora que tiene que adaptar sus exposiciones a la agenda escolar de Ana, y que el sueño será intermitente hasta que Damián duerma toda la noche seguida.

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Le pregunto cómo ve el panorama actual del arte en relación con las nuevas generaciones. ¿Qué se necesita hoy en día para sobrevivir como artista? ¿Qué puedes tú aconsejar a un muchacho que está estudiando arte desde tu perspectiva?, pregunto. Después de una larga introducción en la que establece la dificultad de responder a una cuestión así (“implica mucha responsabilidad”), reconoce que ha tenido que enfrentarse a ella en muchas ocasiones durante su larga experiencia como maestro. Como yo lo hago ahora, sus alumnos le preguntaron directamente “cómo le haces para exponer, para viajar, para vender”. —Hay quien dice claramente: “el arte es una estructura en la que las relaciones públicas y la visibilidad (como la que te puede dar las redes sociales ahora) ayudan; y lo otro, casi todo lo demás (o sea, el arte) es intrascendente”. Y yo lo planteo —con quien se deja— en un sentido un poco más crítico: el arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad que ampara que tú seas artista en un tiempo de mierda. Y esos informes (esculturas, poemas, películas, etcétera) están sujetos a una evaluación: ¿Cuáles son los criterios para evaluarlos? ¿La crítica, el mercado, el éxito, la fama, el enriquecimiento? Esos criterios dependen de las necesidades de cada quien —no puede operar un mismo sistema para todos—. Es decir: “Me está yendo bien porque estoy vendiendo un chingo, porque me invitan a exponer mucho, porque tengo más novias, porque gano mucho dinero” o “me está yendo bien porque tengo la posibilidad de generar un lenguaje propio, de hacer algo que no existía antes, que nunca antes nadie pudo haber dicho de una manera que sólo yo puedo hacer”. No se puede poner en el mismo nivel esas categorías de análisis. El éxito para éste y para el otro son cosas muy distintas. Creo que no hay manera de transmitir un modo de evaluar ese éxito. Ahora, lo que yo diría es: no quites el dedo del renglón. No echarse para atrás, no arrugarse, no rajarse, pero tampoco hacerse pendejos. Hay que insistir.

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Fui a visitar a Martín Núñez, un artista y skater de la Ciudad de México que desde hace 7 años le alquila una parte de su casa a Abraham como taller. Fue su alumno y hoy es uno de sus grandes amigos. La casa la construyeron sus abuelos en 1936 en una colonia tranquila de la Ciudad de Méxio, cuyas calles tienen nombres de personas equis, sin apellidos: Amalia, Sara, Abel, Graciela. Me pregunto quiénes serán (¿tal vez son personajes de óperas, o de obras teatrales?) Martín es un ser tranquilo, con una seguridad absoluta en su propia incertidumbre. De alguna manera me recuerda a Abraham. Pinta, hace esculturas, tiene una marca de patines y ropa, y ha utilizado el espacio público como soporte para alguna de sus obras. Por eso lo buscó Abraham años después de haber sido su maestro en La Esmeralda: para invitarlo a participar con una acción en la Galería de Comercio. —Mi idea fue invitar a mis amigos que patinan y que subieran por una rampa e hicieran un dibujo en la pared al azar con las líneas que genera la patineta con el polvo que recogen en las ruedas. En ese momento él tenia una camioneta, y vino a casa porque se iba a llevar la rampa. Entonces acababan de desalojar el piso de arriba de mi casa, y él mostró interés en rentar el espacio. Así que desde entonces conviven en el mismo patio, y ahora entiendo por qué Abraham me dijo que Martín era su cómplice. Aquí los dos comparten momentos de intimidad, gustos, ideas, albures, juegos de palabras. Han hecho algunas esculturas juntos. Se conocen bien. —A veces parece que te está atacando, —me dice Martín cuando le platico de mis entrevistas con Abraham—, o que se está defendiendo. Y bueno, yo entiendo por qué es así. Su trabajo no fue digerido en seguida. Me viene a la mente una revista, la Poliéster. Hubo un número en el que venía una nota sobre una exposición que hizo Abraham que tenía que ver con el boxeo. El crítico hablaba muy mal de esa exposición. Nunca ha sido el artista más querido del país, vamos. Pero cuando yo viajo me doy cuenta cómo lo quieren, cómo lo conocen fuera. Él tiene un impacto muy distinto afuera que el que tiene en su país. De hecho, no sé, igual me equivoco, pero siento que Abraham es de esos artistas que tal vez no tienen su justo valor en su país, y en su contexto. Él ha sabido, de forma muy inteligente, cómo salirse de esa aparente frivolización de su trabajo conceptualizándolo a partir de la idea de Autoconstrucción. Ha sido como un jugador de ajedrez. Después de conversar, Martín me invita a conocer ambos talleres. El de Abraham ocupa tres habitaciones de la parte superior de la casa, dos pequeñas y una más grande, y entre las tres forman una ele. Hay buena luz que entra por ventanas que dan a la calle y al patio interior de la casa. Uno puede imaginar la alegría que pudo sentir un artista sin taller al encontrar este lugar. De aquí salen muchas de las “sobras de arte” de Abraham, sus reportes, sus souvenirs. Hay anaqueles de metal con libros, documentos, revistas y vinilos. Sobre dos largas mesas se secan papeles recién pintados que en algún momento sirvieron para algo y que Abraham cubre con pintura acrílica por uno de los lados: boletos de avión, páginas de revista con algún artículo, poemas, imágenes interesantes, listas de pendientes: ese universo de papel que acompaña la vida cotidiana. Son para una serie de piezas que lleva haciendo ya un rato, que a veces llevan el título de “autorretratos ciegos”: los papelitos, colocados en grandes grupos, y volteados sobre la pared de la galería o la sala del museo, muestran sólo la parte pintada. Pedazos de madera, unas botas; ruedas, muchas ruedas. En la parte que ocupa Martín, además de sus pinturas y esculturas, hay patines, que a veces pasan rodando al taller de Abraham. El taller no está abarrotado y como en su casa todo está ordenado bajo una taxonomía cruzvilleguesca. La palabra taxonomía me hace pensar en taxidermia. Los papelitos estuvieron vivos un día, y ahora al voltearlos y cubrirlos de pintura acrílica rosa, Abraham los diseca, y algo de esa vida que tuvieron perdura en ellos, oculta, secreta o cancelada. La palabra “pepenar” hoy en día en México tiene un sesgo despectivo, y me gustaría que no fuera así, porque suena muy bien junto a “pedagogo”. Viene de la palabra náhuatl pepena, que quiere decir “escoger o recoger”. Que es lo que creo que hace Abraham, el pepenador pedagogo autodidacta: recoge y escoge, escoge y recoge. Pienso que su trabajo se parece al de un bailarín cuando improvisa, que efectúa sus movimientos en un instante de decisión subjetiva que no tiene explicación lógica pero que se afinca en todo el conocimiento y la experiencia del ejecutante; y que a veces tiene éxito y a veces fracasa. Abraham lee, piensa, conversa, escribe y de vez en cuando, con todo eso, improvisa esculturas, películas, danzas, textos, e insiste.

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Construir a Abraham Cruzvillegas

Construir a Abraham Cruzvillegas

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El año pasado, la Tate Modern de Londres comisionó la instalación del Turbine Hall a Abraham Cruzvillegas. Su pieza, Empty Lot, estuvo exhibida hasta hace unas semanas. A pesar de esto, la obra del artista mexicano es poco conocida en su país.

En su conversación y en su obra, Abraham Cruzvillegas tiende a ramificarse, a la asociación, al “apilamiento”. Sin embargo, en su casa, en su taller, y en su pensamiento impera un orden peculiar. Es un apilamiento coherente. A veces sus esculturas (y sus textos) parecen a punto de caerse, y como en la Ciudad de México donde nació y creció, el equilibrio en ellos es un asunto casi milagroso. A partir de una crisis del artista —que sucedió cuando pasó una larga temporada fuera de México—, empezó una reflexión sobre la relación entre su forma de trabajar y la casa y el barrio donde creció, una colonia marginal en la que los vecinos, colonos llegados de provincia, se hicieron sus propias casas con materiales encontrados en la zona o con lo que podían comprar con sus presupuestos limitados. Sin arquitectura, sin planes, y respondiendo a necesidades urgentes, la forma de construir de sus padres y sus vecinos es análoga a la forma en la que Cruzvillegas ha armado su propio lenguaje, que abunda en preguntas e incertidumbre. Autoconstrucción, más que una serie de obras reunidas bajo un mismo título desde el 2007, es un intento de comprenderse a sí mismo. Es uno de los artistas mexicanos más destacados del mundo en este momento. O eso piensan los directores de la Tate Modern de Londres que le otorgaron la comisión del Turbine Hall 2015-2016. La primera serie de comisiones, patrocinadas por Unilever (2000-2012), presentó a artistas como Louise Bourgeois, Anish Kapoor, Doris Salcedo y Ai Weiwei. El inmenso espacio dentro de la Tate Modern mide 35 metros de alto por 153 de largo, y los artistas realizan instalaciones sitio-específicas que serán vistas por millones de personas a lo largo de seis meses. Después de tres años sin comisionar el Turbine Hall, la Tate Modern invitó a Abraham para iniciar la nueva serie, esta vez patrocinada por Hyundai. Abraham construyó una enorme chinampa, una isla de tierra sobre andamios. No sembró nada, como en un lote baldío. Así se titula la pieza: Empty Lot. Empty Lot se levanta sobre dos enormes andamios triangulares divididos por una pasarela sobre la cual pasean los visitantes. Sobre los andamios colocó una retícula de cajones triangulares de madera que fueron rellenados de tierra de unos 35 diferentes lugares: parques, jardines públicos y privados, y otras áreas verdes de Londres. Durante los seis meses que duró la instalación, crecieron todo tipo de plantas, tal y como crecen en cualquier pedazo de tierra abandonada a su suerte. En algunos de los casos parecen como bromas: en la tierra recogida del Buckingham Palace ha brotado un rosal; en la de una guardería de niños, unas opiáceas. “El material principal es la esperanza”, dice Abraham en el video que presenta Empty Lot en la página de la Tate. Es la esperanza de que crezca algo, de que algo suceda. Desde luego, ya sucedieron muchas cosas. Igual que en los lotes baldíos, en esta escultura a gran escala crecieron yerbas (buenas y malas) y las críticas (buenas y malas), además de juegos, interpretaciones e ideas. Los galeristas de Abraham en México, José Kuri y Mónica Manzutto, relatan el momento en el que les dieron la noticia: La Tate ya tenía quizá veinte obras de Abraham dentro de la colección permanente, así que no fue una ocurrencia del momento —comienza José—. Pero es quizá la comisión más visible que hay en el mundo del arte, la más mediática. Era un compromiso enorme, tanto para la Tate como para el artista que escogieran, por esta visibilidad. A él se lo avisaron con dos años de antelación. El primer año fue absolutamente secreto. Lo sabían cuatro personas. Los tres estaban en Múnich, en la inauguración de Abraham, cuando los llamó Achim Borchardt-Hume, director de exhibiciones en la Tate Modern, para hablar con ellos. Tomó un avión por la mañana y regresó a Londres por la tarde. —Nos citó en el bar del museo y ahí nos avisó. Fue una mezcla gigante de sensaciones. Inmediatamente los tres pedimos un mezcal. “No los veo tan contentos”, dijo Achim Borchardt-Hume. Y sí estábamos muy contentos, pero fue como sacarse el tigre en la rifa: o lo domas o te devora. Para Jonathan Jones, crítico de arte del periódico The Guardian, la de Cruzvillegas es la peor de las instalaciones del Turbine hasta la fecha. En una nota publicada el 16 de octubre del 2015, escribió: “No tiene poder estético, y da poco que pensar Esto es un arte que olvida su misión de inflamar el alma”. Sin embargo, Jeremy Hutchinson, artista conceptual de Londres, fue a visitar la pieza en varias ocasiones con algunos colegas. A él no parece importarle demasiado la ausencia de “el poder estético” de la pieza, y aunque no haya inflamado su alma, le ha hecho meditar y hacerse preguntas: “En resumen, todos estamos de acuerdo en que es una pieza exitosa. Sobre todo en comparación con otras instalaciones anteriores, que han sido o demasiado monumentales o no lo suficiente. ¡Es un reto! Creo que el acierto fue hacer una pieza de gran escala usando materiales muy rudimentarios, lo que esquiva de forma inteligente el problema de ‘demasiado monumentalista’. La pieza es un comentario sutil sobre la propiedad, y sobre el problema más importante que ahora enfrenta la comunidad artística en Londres: el territorio, y dónde carajos se supone que debemos colocarnos nosotros. En fin… Lo sentimos relevante”. Abraham dice, mientras comemos albóndigas en salsa verde con su hija y su mujer, que para él ha sido uno de los proyectos más generosos para sí mismo porque ha podido darse el tiempo de hacer una gran investigación que le ha dado oportunidad de aprender sobre Gran Bretaña, su relación con el paisaje, la historia de su imperialismo: —Aprendí sobre movimientos sociales que tienen que ver con el uso de espacios. Solamente el índice de conceptos para aproximarse a lo que nosotros en español llamamos “parque” es infinito, y cada uno de estos conceptos tiene su genealogía. Su relación política-económica-social-lingüística con la realidad es muy interesante. No estoy haciendo una apología de los británicos tampoco. Para nada: para mí es una aproximación en crisis, que desde mi circunstancia individual me genera un dislocamiento que me maravilla, en un sentido político (no puede ser de otra manera). Y me lleva a ver mis propias circunstancias de otra manera, naturalmente... Después de una larga trayectoria en la que cada proyecto es un nuevo aprendizaje para él, la cantidad de información que ha acumulado es impresionante. Tal vez sea en sus textos, o en las conversaciones, donde esta acumulación de conocimiento se hace más evidente. —Creo que en tus textos lo conectas todo de una manera muy peculiar, ¿no? —Bueno… sí, pero en un sentido más estricto y análogo a la escultura que hago, creo que es más bien un apilamiento. Es un desorden. —Pero aquí en tu casa todo está tan ordenado. Y la impresión siempre en tus esculturas es que hay un equilibrio, una lógica. Yo no diría que son caóticas. —Ese orden que ves viene de la neurosis. Lo digo como algo positivo, no me molesta, soy así, tengo esa tendencia a poner las cosas de determinada manera. Y eso no tiene ninguna explicación. Es como poner las reglas de un juego. Está armado y después no sabes lo que va a pasar. Eso es lo que a mí me provoca mucho. Me genera muchísima felicidad. Que tú pones un orden, una estructura que parece muy bien planteada, y después es un puto desmadre donde no sabes qué va a pasar en lo aleatorio, en el caos, es lo que a mí me interesa.

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“El arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad”, dice Abraham Cruzvillegas.

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Mientras tanto en Londres casi todos los recipientes de Empty Lot están llenos de plantas. Mucha gente pasa por allí para tirar semillas. —Y ahí está la onda del optimismo. Que yo no creo mucho en eso del optimismo, eh… —¡Cómo no! ¿No eres optimista? —Nooo, no, no, no. —Alejandra, ¿no crees que él es optimista? —le pregunto a su mujer para que Abraham pueda comer media albóndiga. —¡Sí! Claro que eres optimista. —Bueno, a ver, sobre todo en el contexto de esa pieza la idea no es tanto el optimismo sino la esperanza. Y no es la fe tampoco. La fe la perdí. Está pasando lo que tiene que pasar, y eso no depende de mí, y eso me da mucho gusto. Como la interpretación —como pasa en cualquier obra de arte— de la gente: el público no está tirando semillas: lo que tiran son ideas.

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Para Guillermo Santamarina, artista, amigo de Abraham, y actual curador del Museo Carrillo Gil, la obra de la Tate es parte de un proceso reciente en el que el artista se está despojando de mecanismos anteriores. Santamarina piensa que la obra de Abraham ha sido en gran medida consecuencia de sus padres (a quienes recuerda como individuos extraordinarios). “Al igual que sus padres le encanta la amistad. Y no pierde este vínculo magisterial con las nuevas generaciones. Ha formado a muchos y ha conectado a muchos artistas entre sí. Y por eso mismo hubo este brinco internacional. Creo que Abraham fue una de las columnas de la Kurimanzutto, una de las antenas, con relaciones que él ha formado por su cuenta. También es un ególatra delirante. Eso está desde hace mucho tiempo, desde antes de que fuera reconocido. Siempre, siempre ha hablado mucho de él, de dónde viene, etcétera”, dice. Santamarina vio la pieza de la Tate en registros cuando se estaba montando. Le parece interesante el desarrollo orgánico, el proceso de crecimiento implícito en Empty Lot: “Siento que Abraham se está yendo hacia estructuras más y más silenciosas”, dice Guillermo, “casi discretas, casi inmatéricas, al permitir que la materia reaccione y vaya determinándose por sí sola. Cada día hace más acciones en la calle, un trabajo completamente efímero, en formato rumor. Está abandonando de alguna manera el objeto formal, la experiencia de la escultura”. Acerca del gran impulso para la carrera de Abraham que supone la comisión de la Tate, Guillermo sonríe con un poco de misterio, como si eso no importara demasiado, y dice: “Él tiene una seguridad absoluta, y si les gusta qué bueno y si no también. Le resulta indiferente. Su obra sigue mutando. Pero sigue siendo él mismo. Tal vez lo que se está quedando atrás es precisamente este afán egolátrico, porque ya no le interesa tanto hablar de sí mismo, porque ahora tiene mucho más que decir que no pertenece a ese legado, a ese pasado. Ahora su necesidad de afirmarse lo está abandonando, se está perdiendo. Yo encuentro que ese proceso está diluyéndose entre sus hijos”. —Sí, bueno... Así es la vida… —replico. —Bueno, para los que no tenemos hijos no es así —dice Guillermo—. Nosotros seguimos hablando de nosotros mismos.

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Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción.

Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción. A veces cambia de nombre: autodestrucción, reconstrucción, autoconfusión. El proyecto toma como punto de partida o como metáfora inicial la casa en la que nació y creció Abraham, en una colonia popular del sur de la ciudad, construida poco a poco, improvisando con los materiales disponibles. “Las premisas que me interesan tienen que ver con la posibilidad de entender (o inventar) la realidad a partir de dimensionar cada sitio donde uno se encuentre como una posible plataforma de creación a partir de la recuperación de los materiales a la mano” (de “Autoconstrucción: una introducción”, en La voluntad de los objetos, 2014, Sexto Piso). La práctica de este artista se extiende más allá de la escultura. Hace películas, danzas, textos, obras de teatro, dibujos, música, performance, arte efímero, y genera vínculos entre otros artistas. Hace unos años, de casualidad, me topé con el blog de la Galería de Comercio, ubicada en mi propio barrio, a unas cuadras de mi casa. Formaban parte de ella Abraham, Nuria Montiel, y otros tres artistas. Esta galería no era otra cosa más que una esquina pública, la de la avenida José Martí y la calle de Comercio, en la colonia Escandón. No tenía local, ni almacén, ni vendía nada. Era como una galería al revés: colectiva, utópica, efímera, no produjo ningún objeto mercantil. Desde el 2010 hasta el 2014 se presentaron allí decenas de acciones artísticas, como el Circuito antideportivo, en el que se invitaba a los participantes a una carrera en la que las reglas eran: no llevar ropa deportiva y no caminar ni correr de forma deportiva; o el Muestreo de flora y fauna en el que se recolectaron especímenes de plantas y animales de los alrededores de la esquina, que está cerca de un parquecito; en la cantina al otro lado de la calle se convocó una plática con dos biólogos que dieron cuenta del muestreo. Físicamente situada en la esquina del mercado de la Escandón, la Galería de Comercio estaba absolutamente fuera del mercado del arte. Abraham, treinta años después de su primera exposición colectiva, se sigue preguntando qué es arte, qué es un objeto de arte. No deja de insistir en ello. Ha llegado a algunas conclusiones, que podrían cambiar de un momento a otro: —En uno de tus textos describes el arte como un patrimonio de la humanidad. Un poco como lo es la ciencia, ¿no? —El arte no es el producto, no es el objeto. Las obras de arte como tal las conocemos, son residuos de los procesos artísticos, son sobras, souvenirs, subproductos del arte. El arte es otra cosa, y eso es de lo que me ha gustado escribir. De nuevo, ¿dónde está el arte? ¿es el momento en el que el compositor redacta la partitura? ¿es el momento en el que se ejecuta la partitura? ¿la grabación? ¿o cuando yo hago tuttuuututu ? —Está en todo eso, ¿no? —Exactamente, sí. Pero el objeto en sí mismo no es la mejor evidencia del arte. O sea, el cassette, por poner un ejemplo ridículo, no es la sinfonía. Pero cuando tú ibas a la tienda, ibas a comprar la sinfonía. —Bueno, pero el cassette traslada un poquito de lo que es el arte… con mucho ruido e interferencia… —Sí, exactamente. Son vehículos, que no necesariamente comunican. Dicen que la comunicación es un vehículo, pero yo no creo en eso tampoco. Son objetos que procuran la proximidad a una obra de arte. Pero la obra de arte en sí sucede cuando te conmueve, cuando te hace pensar algo, cuestionar algo, preguntarte algo. —Hay una incredulidad o desconfianza hacia el arte conceptual. ¿Qué crees que sucede, por qué esta reacción? —Hay una percepción del arte que no necesariamente está atravesada de la voluntad de comprender, sino del prejuicio, y que no necesariamente viene de la gente externa al mundo del arte, sino también dentro del mundo del arte. Hay protagonistas que difieren de algunos modos de hacer arte, y hay críticos alebrestados en contra de lo que reconocemos como arte contemporáneo. Creo que es normal y que es signo de los tiempos que haya un contrapeso político de lo que aparece como algo “nuevo”. Nuevo entre comillas, porque lo que hoy llamamos arte contemporáneo tiene una tradición de al menos 100, 150 años. Además, yo creo que el público en general entiende lo que tiene que entender, porque todos tenemos una educación y un contexto distintos. Las interpretaciones multiplican la obra, la hacen ubicua. El arte exige una interpretación, y si no hay ejercicio interpretativo entonces no hay arte: hay un acto de veneración, una liturgia, es otra cosa, y yo eso lo encuentro peligroso… —Pues sí, pero sigo pensando que es inquietante que haya como un enojo, una acusación, como si los artistas fueran caraduras, como si el arte fuera una manera de hacer dinero fácil. —Sí. Pareciera que de alguna manera lo que pretende el artista es tomarle el pelo a la gente... En un sentido muy estricto, yo no hago obras para el público. Hago obras para hacerme preguntas a mí mismo. Querer preguntarme quién soy, eso es para lo que a mí el arte me sirve. A mí. Pero es que yo no quisiera comunicar nada a nadie, realmente no tengo nada que comunicar, no sé quién soy. ¿Cómo voy a comunicar algo a alguien? —¿No encuentras ese pensamiento un poco paralizante? Porque entonces, ¿qué es lo que te lleva a hacer arte? —Es una voluntad de entender, es la capacidad emancipadora de hacer esa pregunta en público. ¿Quién soy? ¿Por qué? ¿Para qué? Y ésa es una herramienta que comparto contigo o con quien se deje. Yo no estoy tratando de dar una enseñanza, o un mensaje. Esa voluntad didáctica del arte, a mí me parece perversísima. Tirar mensajes, enseñar algo a la gente, comunicarle… Yo no puedo con eso, me parece pavoroso. —Hay un cierto optimismo en tu obra y en tus textos. Eso sí es comunicable. —Claro, porque el motor real de todo es esa pregunta. ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Habrá boletos? (como dice Damián Ortega). Es pura incertidumbre, eso somos. No hay certezas. Retomando esa analogía que hiciste entre el trabajo de un científico y el trabajo de un artista: el neuroquímico tiene que pasarse toda su vida encerrado en un laboratorio haciéndose una pregunta. Y probablemente nunca vaya a encontrar una respuesta. —Sí… Tal vez encuentre otras preguntas, y otras respuestas diferentes… —¡O tal vez no! Tal vez no… Por generaciones de científicos se han preguntado qué es un hoyo negro y qué es la energía que lo rodea. Hoy hubo una noticia sobre eso, que me parece fantástico, la escuché en la radio. Se están haciendo nuevas preguntas al respecto. Yo quisiera compartir esa responsabilidad, la del que se hace preguntas. No del que está obligado a dar respuestas. No creo que el arte sea para dar respuestas, ni la ciencia de hecho. —¿Y entonces? —¡El arte busca preguntas! En un sentido más amplio, la pregunta (para mí) es ¿qué es la identidad? (dentro de ese ¿quién soy yo?). Y yo llevo 30 años con esa pregunta. Soy mexicano, soy varón, soy hijo de éste y de ésta, de acuerdo a ciertas circunstancias, pero eso no es una respuesta para mí.

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Nació en la Ciudad de México en 1968, el año de la matanza de Tlatelolco y las Olimpiadas. Es piscis. Creció en la colonia Ajusco, que no está en el Ajusco sino en el Pedregal, al sur de la Ciudad Universitaria. Sus padres son María de los Ángeles Fuentes, de Tacubaya, y Rogelio Cruzvillegas, de Nahuatzen, Michoacán. Ella es una activista social, comerciante y fundadora del Mercado de la Bola, él (fallecido) fue artesano y maestro en la Universidad Autónoma Metropolitana. Abraham estudió Pedagogía en la UNAM, se licenció con una tesis sobre Joseph Beuys, y al mismo tiempo tomó algunas clases en la ENAP como oyente. Conoció a Damián Ortega en un taller de caricatura del Fisgón. Forma parte de la galería Kurimanzutto desde su inicio en 1999. Dio clases de arte en la Esmeralda y en la ENAP hasta el 2004. Ha sido artista residente en Francia (en el estudio de Alexander Calder) e Italia (2004-2007), en Glasgow, Escocia (2008), Estados Unidos (2009) y Berlín (2010-2011). Lleva unos 15 años con Alejandra, su mujer. Cuando la conoció, no tenía coche, ni celular, y tomaba el pesero para ir a dar clases. Tienen dos hijos chiquitos, Ana y Damián; viven rodeados de plantas, objetos fantásticos y libros. Tiene muchos amigos.

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Desde la primera exposición de la Kurimanzutto en 1999 hasta dos o tres años después, los galeristas no consiguieron vender una sola escultura de Abraham, pero esto nunca les hizo dudar de que era uno de sus artistas más destacados. Según José Kuri, “el mercado jamás es un reflejo de la importancia de un artista, o de lo fundamental que puedan ser sus ideas: es sólo una variable más. En ocasiones —en muchas ocasiones— es al revés: el mercado distorsiona y complica , porque se va con cosas que son muy inmediatas, quizás seductoras a una primera instancia, y que después pueden llegar a ser huecas. Entonces, primero, de eso siempre hay que desconfiar, y segundo, creo que con los artistas que tocan temas más complejos, cuestionamientos más profundos, siempre cuesta más tiempo”. Eduardo Abaroa, artista plástico, es amigo de Abraham desde principios de los noventa. Habla de la obra temprana de Abraham, que pasó casi inadvertida en México, y que es la que a él más le gusta: “Su primera exposición a gran escala, que se llamaba Round de Sombra, fue malentendida y pasada por alto. También hubo otra magnífica muestra, Artesanías Recientes, en Nahuatzen, Michoacán, en casa de su abuela. Allí trabajó con diferentes artesanos de la zona para elaborar piezas que eran aparatos terapéuticos disfuncionales. El gesto de ir a ese lugar tan lejano fue muy elocuente. Sólo fuimos como cinco espectadores. Cruzvillegas y otros artistas realmente internacionales del contexto de México se tardaron 10 o 15 años en empezar a vivir exclusivamente de lo que hacen. Todavía me acuerdo cuando Abraham me decía bastante decepcionado: “no vendo”. Y eso que exhibía en una de las galerías importantes de México en ese momento, la OMR. Incluso ya como artista de Kurimanzutto no fue instantáneo. Requiere de mucho trabajo y hasta estrategia. “La actitud de entender el arte como una actividad integral es una de las principales aportaciones de Cruzvillegas a la discusión. Haciendo un eco más de Beuys, él ha vivido su vida como una inmensa obra de arte, lo que no quiere decir nada romántico y cursi, o bueno, un poco… Lo que hace es intentar generar una discusión escabrosa, difícil, a partir de sus vivencias personales, incluso íntimas. Pero sin esos momentos de humor, sentimentalismo, confusión, etcétera, que a veces surgen en sus textos, en las obras, todo sería muy distinto y quizá no tan interesante. Al mismo tiempo el rigor y el nivel de compromiso son excepcionales.” Hoy en día, esculturas que él vendió por dos mil pesos para pagar su renta se revenden por miles de dólares. No tiene más de seis o siete años que su trabajo se vende sistemáticamente y que él pueda vivir “de esto”. Ha sido profesor, ha escrito, ha hecho ilustración, paletas de melón, todo lo que pueda generar un ingreso. “Y no me causaría ningún conflicto tener que hacerlo de nuevo. Yo tuve que crear mis propias formas de generar recursos para continuar con mi investigación, y no producir mercancía en una aspiración de pertenencia en la que yo hiciera algo que pudiera funcionar en ese espectro.”

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Las esculturas de Abraham son agrupaciones de cosas, objetos colocados en un equilibrio precario, muchas veces a punto de caerse. Son evocadoras, sarcásticas, elocuentes, ácidas, algunas muy bellas. Las últimas piezas tienen títulos largos, que en ocasiones hacen referencia al propio autor (con el verbo en gerundio, el título describe situaciones de la vida diaria, como A new self-portrait definitely unfinished, unstable, hand-made and coherent with the landscape, cursing on the per capita Income at the ñhañhu region, 2012). En ocasiones improvisa con los materiales que encuentra en el mismo lugar donde vaya a ser la exposición, ya sea Seúl, Múnich o Londres. Guillermo Santamarina piensa que Abraham ha sido un artista que trabaja muy puntualmente con el concepto de la sitioespecifidad. —En algún momento yo trabajé con él —relata—. Todavía no era el Abraham de ahora, pero estaba cerca de serlo. Sugerí y logré llevarlo a la Bienal de São Paulo, en 2003 o 2004, no me acuerdo . Primero fuimos a hacer una visita de scouting, y pues... Ya no le vi más el pelo. Por ahí aparecía con cosas que había comprado o que se había encontrado. Nada más como pensando qué materiales podía usar en su idea de sitioespecifidad. Para cuando me di cuenta, ya había cambiado todo, todo lo que habíamos mandado desde México se quedó en una caja, y el pabellón ya no era lo que habíamos pensado. Yo ya no tenía nada que decir. De todas formas, yo no fui el curador, sólo ayudé a que él viniera. –Pero, ¿qué es lo que presentó entonces? –Pues no sé, lo cambió mil veces. Yo estaba, tengo que decirlo, un poco mosqueado. Y un día a la noche, ya con todo montado, llegó al cuarto y me entregó un libro maravilloso sobre el desarrollo del arte de la plumaria en Brasil. Ya con eso me calló el hocico para siempre. Ahí lo tengo… Él es un erudito. Yo siempre lo pienso como nuestro Harry Smith.

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En su casa hay unas vitrinas grandes que forman parte de la pared que divide el comedor/sala del patio exterior. En las repisas de vidrio, conviven en orden todo tipo de objetos: muñequitos de plástico y esculturas de piedra, semillas y piezas de maquetas, chácharas de ayer y hoy, objetos caros y baratos; una verdadera democracia de cosas. Así, de la misma forma, sin jerarquías, en un orden subjetivo y cambiante, impuesto por él mismo, entre las influencias más importantes para Abraham están: sus padres, Marcel Duchamp, sus vecinos de la colonia Ajusco donde creció, Joseph Beuys —sobre quien escribió su tesis—, el bisabuelo de su mujer, el músico y compositor Julián Carrillo, que desarrolló una teoría de música microtonal; guerrilleros, artistas, antropólogos, cineastas, familiares, filósofos, amigos, y ahora sus dos hijos, forman una colectividad que vive de manera horizontal en el mundo de Cruzvillegas, influenciando su obra, modificando su manera de hacer arte. Recientemente se hizo de un cuaderno digital, donde puede tomar notas que pasan directamente a la computadora por bluetooth. En esos cuadernos dibujó “personas que le caen bien” para el catálogo de Empty Lot. Me muestra los dibujos: algunos están manchados de café. Los hace calcando los rostros directamente de la computadora: pone el papel sobre la pantalla y así él va realizando estos dibujos con puras líneas, sin sombras, algunos con una resolución casi geométrica. Entre sus dibujos de “gente que le cae bien” están personas tan dispares como Vasco de Quiroga y Yoko Ono; Günter Grass y el artista argentino Eduardo Costa; el pedagogo Paulo Freire y Antonioni; Maya Deren, Mercedes Sosa, Violeta Parra, Digna Ochoa, Patti Smith, Eva Hesse, Hannah Höch… Las vitrinas de la sala serán uno de los primeros recuerdos de su hijo, que gatea hacia ellas y pega su cara en el vidrio. Ana, de tres años, y Damián, de nueve meses, como suelen hacer todos los niños, han cambiado la vida de sus padres. Alejandra es abogada y trabaja en asuntos de derechos de migrantes (en concreto, de los migrantes centroamericanos que pasan por México). Los niños se mueven entre piezas de arte, plantas y juguetes de colores. “Ha cambiado todo, sí, claro, pero nunca plantearía este tiempo como un sacrificio. Es un momento que se va rápido y no regresa”, dice Abraham ahora que tiene que adaptar sus exposiciones a la agenda escolar de Ana, y que el sueño será intermitente hasta que Damián duerma toda la noche seguida.

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Le pregunto cómo ve el panorama actual del arte en relación con las nuevas generaciones. ¿Qué se necesita hoy en día para sobrevivir como artista? ¿Qué puedes tú aconsejar a un muchacho que está estudiando arte desde tu perspectiva?, pregunto. Después de una larga introducción en la que establece la dificultad de responder a una cuestión así (“implica mucha responsabilidad”), reconoce que ha tenido que enfrentarse a ella en muchas ocasiones durante su larga experiencia como maestro. Como yo lo hago ahora, sus alumnos le preguntaron directamente “cómo le haces para exponer, para viajar, para vender”. —Hay quien dice claramente: “el arte es una estructura en la que las relaciones públicas y la visibilidad (como la que te puede dar las redes sociales ahora) ayudan; y lo otro, casi todo lo demás (o sea, el arte) es intrascendente”. Y yo lo planteo —con quien se deja— en un sentido un poco más crítico: el arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad que ampara que tú seas artista en un tiempo de mierda. Y esos informes (esculturas, poemas, películas, etcétera) están sujetos a una evaluación: ¿Cuáles son los criterios para evaluarlos? ¿La crítica, el mercado, el éxito, la fama, el enriquecimiento? Esos criterios dependen de las necesidades de cada quien —no puede operar un mismo sistema para todos—. Es decir: “Me está yendo bien porque estoy vendiendo un chingo, porque me invitan a exponer mucho, porque tengo más novias, porque gano mucho dinero” o “me está yendo bien porque tengo la posibilidad de generar un lenguaje propio, de hacer algo que no existía antes, que nunca antes nadie pudo haber dicho de una manera que sólo yo puedo hacer”. No se puede poner en el mismo nivel esas categorías de análisis. El éxito para éste y para el otro son cosas muy distintas. Creo que no hay manera de transmitir un modo de evaluar ese éxito. Ahora, lo que yo diría es: no quites el dedo del renglón. No echarse para atrás, no arrugarse, no rajarse, pero tampoco hacerse pendejos. Hay que insistir.

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Fui a visitar a Martín Núñez, un artista y skater de la Ciudad de México que desde hace 7 años le alquila una parte de su casa a Abraham como taller. Fue su alumno y hoy es uno de sus grandes amigos. La casa la construyeron sus abuelos en 1936 en una colonia tranquila de la Ciudad de Méxio, cuyas calles tienen nombres de personas equis, sin apellidos: Amalia, Sara, Abel, Graciela. Me pregunto quiénes serán (¿tal vez son personajes de óperas, o de obras teatrales?) Martín es un ser tranquilo, con una seguridad absoluta en su propia incertidumbre. De alguna manera me recuerda a Abraham. Pinta, hace esculturas, tiene una marca de patines y ropa, y ha utilizado el espacio público como soporte para alguna de sus obras. Por eso lo buscó Abraham años después de haber sido su maestro en La Esmeralda: para invitarlo a participar con una acción en la Galería de Comercio. —Mi idea fue invitar a mis amigos que patinan y que subieran por una rampa e hicieran un dibujo en la pared al azar con las líneas que genera la patineta con el polvo que recogen en las ruedas. En ese momento él tenia una camioneta, y vino a casa porque se iba a llevar la rampa. Entonces acababan de desalojar el piso de arriba de mi casa, y él mostró interés en rentar el espacio. Así que desde entonces conviven en el mismo patio, y ahora entiendo por qué Abraham me dijo que Martín era su cómplice. Aquí los dos comparten momentos de intimidad, gustos, ideas, albures, juegos de palabras. Han hecho algunas esculturas juntos. Se conocen bien. —A veces parece que te está atacando, —me dice Martín cuando le platico de mis entrevistas con Abraham—, o que se está defendiendo. Y bueno, yo entiendo por qué es así. Su trabajo no fue digerido en seguida. Me viene a la mente una revista, la Poliéster. Hubo un número en el que venía una nota sobre una exposición que hizo Abraham que tenía que ver con el boxeo. El crítico hablaba muy mal de esa exposición. Nunca ha sido el artista más querido del país, vamos. Pero cuando yo viajo me doy cuenta cómo lo quieren, cómo lo conocen fuera. Él tiene un impacto muy distinto afuera que el que tiene en su país. De hecho, no sé, igual me equivoco, pero siento que Abraham es de esos artistas que tal vez no tienen su justo valor en su país, y en su contexto. Él ha sabido, de forma muy inteligente, cómo salirse de esa aparente frivolización de su trabajo conceptualizándolo a partir de la idea de Autoconstrucción. Ha sido como un jugador de ajedrez. Después de conversar, Martín me invita a conocer ambos talleres. El de Abraham ocupa tres habitaciones de la parte superior de la casa, dos pequeñas y una más grande, y entre las tres forman una ele. Hay buena luz que entra por ventanas que dan a la calle y al patio interior de la casa. Uno puede imaginar la alegría que pudo sentir un artista sin taller al encontrar este lugar. De aquí salen muchas de las “sobras de arte” de Abraham, sus reportes, sus souvenirs. Hay anaqueles de metal con libros, documentos, revistas y vinilos. Sobre dos largas mesas se secan papeles recién pintados que en algún momento sirvieron para algo y que Abraham cubre con pintura acrílica por uno de los lados: boletos de avión, páginas de revista con algún artículo, poemas, imágenes interesantes, listas de pendientes: ese universo de papel que acompaña la vida cotidiana. Son para una serie de piezas que lleva haciendo ya un rato, que a veces llevan el título de “autorretratos ciegos”: los papelitos, colocados en grandes grupos, y volteados sobre la pared de la galería o la sala del museo, muestran sólo la parte pintada. Pedazos de madera, unas botas; ruedas, muchas ruedas. En la parte que ocupa Martín, además de sus pinturas y esculturas, hay patines, que a veces pasan rodando al taller de Abraham. El taller no está abarrotado y como en su casa todo está ordenado bajo una taxonomía cruzvilleguesca. La palabra taxonomía me hace pensar en taxidermia. Los papelitos estuvieron vivos un día, y ahora al voltearlos y cubrirlos de pintura acrílica rosa, Abraham los diseca, y algo de esa vida que tuvieron perdura en ellos, oculta, secreta o cancelada. La palabra “pepenar” hoy en día en México tiene un sesgo despectivo, y me gustaría que no fuera así, porque suena muy bien junto a “pedagogo”. Viene de la palabra náhuatl pepena, que quiere decir “escoger o recoger”. Que es lo que creo que hace Abraham, el pepenador pedagogo autodidacta: recoge y escoge, escoge y recoge. Pienso que su trabajo se parece al de un bailarín cuando improvisa, que efectúa sus movimientos en un instante de decisión subjetiva que no tiene explicación lógica pero que se afinca en todo el conocimiento y la experiencia del ejecutante; y que a veces tiene éxito y a veces fracasa. Abraham lee, piensa, conversa, escribe y de vez en cuando, con todo eso, improvisa esculturas, películas, danzas, textos, e insiste.

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Construir a Abraham Cruzvillegas

Construir a Abraham Cruzvillegas

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16
2016
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El año pasado, la Tate Modern de Londres comisionó la instalación del Turbine Hall a Abraham Cruzvillegas. Su pieza, Empty Lot, estuvo exhibida hasta hace unas semanas. A pesar de esto, la obra del artista mexicano es poco conocida en su país.

En su conversación y en su obra, Abraham Cruzvillegas tiende a ramificarse, a la asociación, al “apilamiento”. Sin embargo, en su casa, en su taller, y en su pensamiento impera un orden peculiar. Es un apilamiento coherente. A veces sus esculturas (y sus textos) parecen a punto de caerse, y como en la Ciudad de México donde nació y creció, el equilibrio en ellos es un asunto casi milagroso. A partir de una crisis del artista —que sucedió cuando pasó una larga temporada fuera de México—, empezó una reflexión sobre la relación entre su forma de trabajar y la casa y el barrio donde creció, una colonia marginal en la que los vecinos, colonos llegados de provincia, se hicieron sus propias casas con materiales encontrados en la zona o con lo que podían comprar con sus presupuestos limitados. Sin arquitectura, sin planes, y respondiendo a necesidades urgentes, la forma de construir de sus padres y sus vecinos es análoga a la forma en la que Cruzvillegas ha armado su propio lenguaje, que abunda en preguntas e incertidumbre. Autoconstrucción, más que una serie de obras reunidas bajo un mismo título desde el 2007, es un intento de comprenderse a sí mismo. Es uno de los artistas mexicanos más destacados del mundo en este momento. O eso piensan los directores de la Tate Modern de Londres que le otorgaron la comisión del Turbine Hall 2015-2016. La primera serie de comisiones, patrocinadas por Unilever (2000-2012), presentó a artistas como Louise Bourgeois, Anish Kapoor, Doris Salcedo y Ai Weiwei. El inmenso espacio dentro de la Tate Modern mide 35 metros de alto por 153 de largo, y los artistas realizan instalaciones sitio-específicas que serán vistas por millones de personas a lo largo de seis meses. Después de tres años sin comisionar el Turbine Hall, la Tate Modern invitó a Abraham para iniciar la nueva serie, esta vez patrocinada por Hyundai. Abraham construyó una enorme chinampa, una isla de tierra sobre andamios. No sembró nada, como en un lote baldío. Así se titula la pieza: Empty Lot. Empty Lot se levanta sobre dos enormes andamios triangulares divididos por una pasarela sobre la cual pasean los visitantes. Sobre los andamios colocó una retícula de cajones triangulares de madera que fueron rellenados de tierra de unos 35 diferentes lugares: parques, jardines públicos y privados, y otras áreas verdes de Londres. Durante los seis meses que duró la instalación, crecieron todo tipo de plantas, tal y como crecen en cualquier pedazo de tierra abandonada a su suerte. En algunos de los casos parecen como bromas: en la tierra recogida del Buckingham Palace ha brotado un rosal; en la de una guardería de niños, unas opiáceas. “El material principal es la esperanza”, dice Abraham en el video que presenta Empty Lot en la página de la Tate. Es la esperanza de que crezca algo, de que algo suceda. Desde luego, ya sucedieron muchas cosas. Igual que en los lotes baldíos, en esta escultura a gran escala crecieron yerbas (buenas y malas) y las críticas (buenas y malas), además de juegos, interpretaciones e ideas. Los galeristas de Abraham en México, José Kuri y Mónica Manzutto, relatan el momento en el que les dieron la noticia: La Tate ya tenía quizá veinte obras de Abraham dentro de la colección permanente, así que no fue una ocurrencia del momento —comienza José—. Pero es quizá la comisión más visible que hay en el mundo del arte, la más mediática. Era un compromiso enorme, tanto para la Tate como para el artista que escogieran, por esta visibilidad. A él se lo avisaron con dos años de antelación. El primer año fue absolutamente secreto. Lo sabían cuatro personas. Los tres estaban en Múnich, en la inauguración de Abraham, cuando los llamó Achim Borchardt-Hume, director de exhibiciones en la Tate Modern, para hablar con ellos. Tomó un avión por la mañana y regresó a Londres por la tarde. —Nos citó en el bar del museo y ahí nos avisó. Fue una mezcla gigante de sensaciones. Inmediatamente los tres pedimos un mezcal. “No los veo tan contentos”, dijo Achim Borchardt-Hume. Y sí estábamos muy contentos, pero fue como sacarse el tigre en la rifa: o lo domas o te devora. Para Jonathan Jones, crítico de arte del periódico The Guardian, la de Cruzvillegas es la peor de las instalaciones del Turbine hasta la fecha. En una nota publicada el 16 de octubre del 2015, escribió: “No tiene poder estético, y da poco que pensar Esto es un arte que olvida su misión de inflamar el alma”. Sin embargo, Jeremy Hutchinson, artista conceptual de Londres, fue a visitar la pieza en varias ocasiones con algunos colegas. A él no parece importarle demasiado la ausencia de “el poder estético” de la pieza, y aunque no haya inflamado su alma, le ha hecho meditar y hacerse preguntas: “En resumen, todos estamos de acuerdo en que es una pieza exitosa. Sobre todo en comparación con otras instalaciones anteriores, que han sido o demasiado monumentales o no lo suficiente. ¡Es un reto! Creo que el acierto fue hacer una pieza de gran escala usando materiales muy rudimentarios, lo que esquiva de forma inteligente el problema de ‘demasiado monumentalista’. La pieza es un comentario sutil sobre la propiedad, y sobre el problema más importante que ahora enfrenta la comunidad artística en Londres: el territorio, y dónde carajos se supone que debemos colocarnos nosotros. En fin… Lo sentimos relevante”. Abraham dice, mientras comemos albóndigas en salsa verde con su hija y su mujer, que para él ha sido uno de los proyectos más generosos para sí mismo porque ha podido darse el tiempo de hacer una gran investigación que le ha dado oportunidad de aprender sobre Gran Bretaña, su relación con el paisaje, la historia de su imperialismo: —Aprendí sobre movimientos sociales que tienen que ver con el uso de espacios. Solamente el índice de conceptos para aproximarse a lo que nosotros en español llamamos “parque” es infinito, y cada uno de estos conceptos tiene su genealogía. Su relación política-económica-social-lingüística con la realidad es muy interesante. No estoy haciendo una apología de los británicos tampoco. Para nada: para mí es una aproximación en crisis, que desde mi circunstancia individual me genera un dislocamiento que me maravilla, en un sentido político (no puede ser de otra manera). Y me lleva a ver mis propias circunstancias de otra manera, naturalmente... Después de una larga trayectoria en la que cada proyecto es un nuevo aprendizaje para él, la cantidad de información que ha acumulado es impresionante. Tal vez sea en sus textos, o en las conversaciones, donde esta acumulación de conocimiento se hace más evidente. —Creo que en tus textos lo conectas todo de una manera muy peculiar, ¿no? —Bueno… sí, pero en un sentido más estricto y análogo a la escultura que hago, creo que es más bien un apilamiento. Es un desorden. —Pero aquí en tu casa todo está tan ordenado. Y la impresión siempre en tus esculturas es que hay un equilibrio, una lógica. Yo no diría que son caóticas. —Ese orden que ves viene de la neurosis. Lo digo como algo positivo, no me molesta, soy así, tengo esa tendencia a poner las cosas de determinada manera. Y eso no tiene ninguna explicación. Es como poner las reglas de un juego. Está armado y después no sabes lo que va a pasar. Eso es lo que a mí me provoca mucho. Me genera muchísima felicidad. Que tú pones un orden, una estructura que parece muy bien planteada, y después es un puto desmadre donde no sabes qué va a pasar en lo aleatorio, en el caos, es lo que a mí me interesa.

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“El arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad”, dice Abraham Cruzvillegas.

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Mientras tanto en Londres casi todos los recipientes de Empty Lot están llenos de plantas. Mucha gente pasa por allí para tirar semillas. —Y ahí está la onda del optimismo. Que yo no creo mucho en eso del optimismo, eh… —¡Cómo no! ¿No eres optimista? —Nooo, no, no, no. —Alejandra, ¿no crees que él es optimista? —le pregunto a su mujer para que Abraham pueda comer media albóndiga. —¡Sí! Claro que eres optimista. —Bueno, a ver, sobre todo en el contexto de esa pieza la idea no es tanto el optimismo sino la esperanza. Y no es la fe tampoco. La fe la perdí. Está pasando lo que tiene que pasar, y eso no depende de mí, y eso me da mucho gusto. Como la interpretación —como pasa en cualquier obra de arte— de la gente: el público no está tirando semillas: lo que tiran son ideas.

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Para Guillermo Santamarina, artista, amigo de Abraham, y actual curador del Museo Carrillo Gil, la obra de la Tate es parte de un proceso reciente en el que el artista se está despojando de mecanismos anteriores. Santamarina piensa que la obra de Abraham ha sido en gran medida consecuencia de sus padres (a quienes recuerda como individuos extraordinarios). “Al igual que sus padres le encanta la amistad. Y no pierde este vínculo magisterial con las nuevas generaciones. Ha formado a muchos y ha conectado a muchos artistas entre sí. Y por eso mismo hubo este brinco internacional. Creo que Abraham fue una de las columnas de la Kurimanzutto, una de las antenas, con relaciones que él ha formado por su cuenta. También es un ególatra delirante. Eso está desde hace mucho tiempo, desde antes de que fuera reconocido. Siempre, siempre ha hablado mucho de él, de dónde viene, etcétera”, dice. Santamarina vio la pieza de la Tate en registros cuando se estaba montando. Le parece interesante el desarrollo orgánico, el proceso de crecimiento implícito en Empty Lot: “Siento que Abraham se está yendo hacia estructuras más y más silenciosas”, dice Guillermo, “casi discretas, casi inmatéricas, al permitir que la materia reaccione y vaya determinándose por sí sola. Cada día hace más acciones en la calle, un trabajo completamente efímero, en formato rumor. Está abandonando de alguna manera el objeto formal, la experiencia de la escultura”. Acerca del gran impulso para la carrera de Abraham que supone la comisión de la Tate, Guillermo sonríe con un poco de misterio, como si eso no importara demasiado, y dice: “Él tiene una seguridad absoluta, y si les gusta qué bueno y si no también. Le resulta indiferente. Su obra sigue mutando. Pero sigue siendo él mismo. Tal vez lo que se está quedando atrás es precisamente este afán egolátrico, porque ya no le interesa tanto hablar de sí mismo, porque ahora tiene mucho más que decir que no pertenece a ese legado, a ese pasado. Ahora su necesidad de afirmarse lo está abandonando, se está perdiendo. Yo encuentro que ese proceso está diluyéndose entre sus hijos”. —Sí, bueno... Así es la vida… —replico. —Bueno, para los que no tenemos hijos no es así —dice Guillermo—. Nosotros seguimos hablando de nosotros mismos.

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Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción.

Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción. A veces cambia de nombre: autodestrucción, reconstrucción, autoconfusión. El proyecto toma como punto de partida o como metáfora inicial la casa en la que nació y creció Abraham, en una colonia popular del sur de la ciudad, construida poco a poco, improvisando con los materiales disponibles. “Las premisas que me interesan tienen que ver con la posibilidad de entender (o inventar) la realidad a partir de dimensionar cada sitio donde uno se encuentre como una posible plataforma de creación a partir de la recuperación de los materiales a la mano” (de “Autoconstrucción: una introducción”, en La voluntad de los objetos, 2014, Sexto Piso). La práctica de este artista se extiende más allá de la escultura. Hace películas, danzas, textos, obras de teatro, dibujos, música, performance, arte efímero, y genera vínculos entre otros artistas. Hace unos años, de casualidad, me topé con el blog de la Galería de Comercio, ubicada en mi propio barrio, a unas cuadras de mi casa. Formaban parte de ella Abraham, Nuria Montiel, y otros tres artistas. Esta galería no era otra cosa más que una esquina pública, la de la avenida José Martí y la calle de Comercio, en la colonia Escandón. No tenía local, ni almacén, ni vendía nada. Era como una galería al revés: colectiva, utópica, efímera, no produjo ningún objeto mercantil. Desde el 2010 hasta el 2014 se presentaron allí decenas de acciones artísticas, como el Circuito antideportivo, en el que se invitaba a los participantes a una carrera en la que las reglas eran: no llevar ropa deportiva y no caminar ni correr de forma deportiva; o el Muestreo de flora y fauna en el que se recolectaron especímenes de plantas y animales de los alrededores de la esquina, que está cerca de un parquecito; en la cantina al otro lado de la calle se convocó una plática con dos biólogos que dieron cuenta del muestreo. Físicamente situada en la esquina del mercado de la Escandón, la Galería de Comercio estaba absolutamente fuera del mercado del arte. Abraham, treinta años después de su primera exposición colectiva, se sigue preguntando qué es arte, qué es un objeto de arte. No deja de insistir en ello. Ha llegado a algunas conclusiones, que podrían cambiar de un momento a otro: —En uno de tus textos describes el arte como un patrimonio de la humanidad. Un poco como lo es la ciencia, ¿no? —El arte no es el producto, no es el objeto. Las obras de arte como tal las conocemos, son residuos de los procesos artísticos, son sobras, souvenirs, subproductos del arte. El arte es otra cosa, y eso es de lo que me ha gustado escribir. De nuevo, ¿dónde está el arte? ¿es el momento en el que el compositor redacta la partitura? ¿es el momento en el que se ejecuta la partitura? ¿la grabación? ¿o cuando yo hago tuttuuututu ? —Está en todo eso, ¿no? —Exactamente, sí. Pero el objeto en sí mismo no es la mejor evidencia del arte. O sea, el cassette, por poner un ejemplo ridículo, no es la sinfonía. Pero cuando tú ibas a la tienda, ibas a comprar la sinfonía. —Bueno, pero el cassette traslada un poquito de lo que es el arte… con mucho ruido e interferencia… —Sí, exactamente. Son vehículos, que no necesariamente comunican. Dicen que la comunicación es un vehículo, pero yo no creo en eso tampoco. Son objetos que procuran la proximidad a una obra de arte. Pero la obra de arte en sí sucede cuando te conmueve, cuando te hace pensar algo, cuestionar algo, preguntarte algo. —Hay una incredulidad o desconfianza hacia el arte conceptual. ¿Qué crees que sucede, por qué esta reacción? —Hay una percepción del arte que no necesariamente está atravesada de la voluntad de comprender, sino del prejuicio, y que no necesariamente viene de la gente externa al mundo del arte, sino también dentro del mundo del arte. Hay protagonistas que difieren de algunos modos de hacer arte, y hay críticos alebrestados en contra de lo que reconocemos como arte contemporáneo. Creo que es normal y que es signo de los tiempos que haya un contrapeso político de lo que aparece como algo “nuevo”. Nuevo entre comillas, porque lo que hoy llamamos arte contemporáneo tiene una tradición de al menos 100, 150 años. Además, yo creo que el público en general entiende lo que tiene que entender, porque todos tenemos una educación y un contexto distintos. Las interpretaciones multiplican la obra, la hacen ubicua. El arte exige una interpretación, y si no hay ejercicio interpretativo entonces no hay arte: hay un acto de veneración, una liturgia, es otra cosa, y yo eso lo encuentro peligroso… —Pues sí, pero sigo pensando que es inquietante que haya como un enojo, una acusación, como si los artistas fueran caraduras, como si el arte fuera una manera de hacer dinero fácil. —Sí. Pareciera que de alguna manera lo que pretende el artista es tomarle el pelo a la gente... En un sentido muy estricto, yo no hago obras para el público. Hago obras para hacerme preguntas a mí mismo. Querer preguntarme quién soy, eso es para lo que a mí el arte me sirve. A mí. Pero es que yo no quisiera comunicar nada a nadie, realmente no tengo nada que comunicar, no sé quién soy. ¿Cómo voy a comunicar algo a alguien? —¿No encuentras ese pensamiento un poco paralizante? Porque entonces, ¿qué es lo que te lleva a hacer arte? —Es una voluntad de entender, es la capacidad emancipadora de hacer esa pregunta en público. ¿Quién soy? ¿Por qué? ¿Para qué? Y ésa es una herramienta que comparto contigo o con quien se deje. Yo no estoy tratando de dar una enseñanza, o un mensaje. Esa voluntad didáctica del arte, a mí me parece perversísima. Tirar mensajes, enseñar algo a la gente, comunicarle… Yo no puedo con eso, me parece pavoroso. —Hay un cierto optimismo en tu obra y en tus textos. Eso sí es comunicable. —Claro, porque el motor real de todo es esa pregunta. ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Habrá boletos? (como dice Damián Ortega). Es pura incertidumbre, eso somos. No hay certezas. Retomando esa analogía que hiciste entre el trabajo de un científico y el trabajo de un artista: el neuroquímico tiene que pasarse toda su vida encerrado en un laboratorio haciéndose una pregunta. Y probablemente nunca vaya a encontrar una respuesta. —Sí… Tal vez encuentre otras preguntas, y otras respuestas diferentes… —¡O tal vez no! Tal vez no… Por generaciones de científicos se han preguntado qué es un hoyo negro y qué es la energía que lo rodea. Hoy hubo una noticia sobre eso, que me parece fantástico, la escuché en la radio. Se están haciendo nuevas preguntas al respecto. Yo quisiera compartir esa responsabilidad, la del que se hace preguntas. No del que está obligado a dar respuestas. No creo que el arte sea para dar respuestas, ni la ciencia de hecho. —¿Y entonces? —¡El arte busca preguntas! En un sentido más amplio, la pregunta (para mí) es ¿qué es la identidad? (dentro de ese ¿quién soy yo?). Y yo llevo 30 años con esa pregunta. Soy mexicano, soy varón, soy hijo de éste y de ésta, de acuerdo a ciertas circunstancias, pero eso no es una respuesta para mí.

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Nació en la Ciudad de México en 1968, el año de la matanza de Tlatelolco y las Olimpiadas. Es piscis. Creció en la colonia Ajusco, que no está en el Ajusco sino en el Pedregal, al sur de la Ciudad Universitaria. Sus padres son María de los Ángeles Fuentes, de Tacubaya, y Rogelio Cruzvillegas, de Nahuatzen, Michoacán. Ella es una activista social, comerciante y fundadora del Mercado de la Bola, él (fallecido) fue artesano y maestro en la Universidad Autónoma Metropolitana. Abraham estudió Pedagogía en la UNAM, se licenció con una tesis sobre Joseph Beuys, y al mismo tiempo tomó algunas clases en la ENAP como oyente. Conoció a Damián Ortega en un taller de caricatura del Fisgón. Forma parte de la galería Kurimanzutto desde su inicio en 1999. Dio clases de arte en la Esmeralda y en la ENAP hasta el 2004. Ha sido artista residente en Francia (en el estudio de Alexander Calder) e Italia (2004-2007), en Glasgow, Escocia (2008), Estados Unidos (2009) y Berlín (2010-2011). Lleva unos 15 años con Alejandra, su mujer. Cuando la conoció, no tenía coche, ni celular, y tomaba el pesero para ir a dar clases. Tienen dos hijos chiquitos, Ana y Damián; viven rodeados de plantas, objetos fantásticos y libros. Tiene muchos amigos.

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Desde la primera exposición de la Kurimanzutto en 1999 hasta dos o tres años después, los galeristas no consiguieron vender una sola escultura de Abraham, pero esto nunca les hizo dudar de que era uno de sus artistas más destacados. Según José Kuri, “el mercado jamás es un reflejo de la importancia de un artista, o de lo fundamental que puedan ser sus ideas: es sólo una variable más. En ocasiones —en muchas ocasiones— es al revés: el mercado distorsiona y complica , porque se va con cosas que son muy inmediatas, quizás seductoras a una primera instancia, y que después pueden llegar a ser huecas. Entonces, primero, de eso siempre hay que desconfiar, y segundo, creo que con los artistas que tocan temas más complejos, cuestionamientos más profundos, siempre cuesta más tiempo”. Eduardo Abaroa, artista plástico, es amigo de Abraham desde principios de los noventa. Habla de la obra temprana de Abraham, que pasó casi inadvertida en México, y que es la que a él más le gusta: “Su primera exposición a gran escala, que se llamaba Round de Sombra, fue malentendida y pasada por alto. También hubo otra magnífica muestra, Artesanías Recientes, en Nahuatzen, Michoacán, en casa de su abuela. Allí trabajó con diferentes artesanos de la zona para elaborar piezas que eran aparatos terapéuticos disfuncionales. El gesto de ir a ese lugar tan lejano fue muy elocuente. Sólo fuimos como cinco espectadores. Cruzvillegas y otros artistas realmente internacionales del contexto de México se tardaron 10 o 15 años en empezar a vivir exclusivamente de lo que hacen. Todavía me acuerdo cuando Abraham me decía bastante decepcionado: “no vendo”. Y eso que exhibía en una de las galerías importantes de México en ese momento, la OMR. Incluso ya como artista de Kurimanzutto no fue instantáneo. Requiere de mucho trabajo y hasta estrategia. “La actitud de entender el arte como una actividad integral es una de las principales aportaciones de Cruzvillegas a la discusión. Haciendo un eco más de Beuys, él ha vivido su vida como una inmensa obra de arte, lo que no quiere decir nada romántico y cursi, o bueno, un poco… Lo que hace es intentar generar una discusión escabrosa, difícil, a partir de sus vivencias personales, incluso íntimas. Pero sin esos momentos de humor, sentimentalismo, confusión, etcétera, que a veces surgen en sus textos, en las obras, todo sería muy distinto y quizá no tan interesante. Al mismo tiempo el rigor y el nivel de compromiso son excepcionales.” Hoy en día, esculturas que él vendió por dos mil pesos para pagar su renta se revenden por miles de dólares. No tiene más de seis o siete años que su trabajo se vende sistemáticamente y que él pueda vivir “de esto”. Ha sido profesor, ha escrito, ha hecho ilustración, paletas de melón, todo lo que pueda generar un ingreso. “Y no me causaría ningún conflicto tener que hacerlo de nuevo. Yo tuve que crear mis propias formas de generar recursos para continuar con mi investigación, y no producir mercancía en una aspiración de pertenencia en la que yo hiciera algo que pudiera funcionar en ese espectro.”

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Las esculturas de Abraham son agrupaciones de cosas, objetos colocados en un equilibrio precario, muchas veces a punto de caerse. Son evocadoras, sarcásticas, elocuentes, ácidas, algunas muy bellas. Las últimas piezas tienen títulos largos, que en ocasiones hacen referencia al propio autor (con el verbo en gerundio, el título describe situaciones de la vida diaria, como A new self-portrait definitely unfinished, unstable, hand-made and coherent with the landscape, cursing on the per capita Income at the ñhañhu region, 2012). En ocasiones improvisa con los materiales que encuentra en el mismo lugar donde vaya a ser la exposición, ya sea Seúl, Múnich o Londres. Guillermo Santamarina piensa que Abraham ha sido un artista que trabaja muy puntualmente con el concepto de la sitioespecifidad. —En algún momento yo trabajé con él —relata—. Todavía no era el Abraham de ahora, pero estaba cerca de serlo. Sugerí y logré llevarlo a la Bienal de São Paulo, en 2003 o 2004, no me acuerdo . Primero fuimos a hacer una visita de scouting, y pues... Ya no le vi más el pelo. Por ahí aparecía con cosas que había comprado o que se había encontrado. Nada más como pensando qué materiales podía usar en su idea de sitioespecifidad. Para cuando me di cuenta, ya había cambiado todo, todo lo que habíamos mandado desde México se quedó en una caja, y el pabellón ya no era lo que habíamos pensado. Yo ya no tenía nada que decir. De todas formas, yo no fui el curador, sólo ayudé a que él viniera. –Pero, ¿qué es lo que presentó entonces? –Pues no sé, lo cambió mil veces. Yo estaba, tengo que decirlo, un poco mosqueado. Y un día a la noche, ya con todo montado, llegó al cuarto y me entregó un libro maravilloso sobre el desarrollo del arte de la plumaria en Brasil. Ya con eso me calló el hocico para siempre. Ahí lo tengo… Él es un erudito. Yo siempre lo pienso como nuestro Harry Smith.

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En su casa hay unas vitrinas grandes que forman parte de la pared que divide el comedor/sala del patio exterior. En las repisas de vidrio, conviven en orden todo tipo de objetos: muñequitos de plástico y esculturas de piedra, semillas y piezas de maquetas, chácharas de ayer y hoy, objetos caros y baratos; una verdadera democracia de cosas. Así, de la misma forma, sin jerarquías, en un orden subjetivo y cambiante, impuesto por él mismo, entre las influencias más importantes para Abraham están: sus padres, Marcel Duchamp, sus vecinos de la colonia Ajusco donde creció, Joseph Beuys —sobre quien escribió su tesis—, el bisabuelo de su mujer, el músico y compositor Julián Carrillo, que desarrolló una teoría de música microtonal; guerrilleros, artistas, antropólogos, cineastas, familiares, filósofos, amigos, y ahora sus dos hijos, forman una colectividad que vive de manera horizontal en el mundo de Cruzvillegas, influenciando su obra, modificando su manera de hacer arte. Recientemente se hizo de un cuaderno digital, donde puede tomar notas que pasan directamente a la computadora por bluetooth. En esos cuadernos dibujó “personas que le caen bien” para el catálogo de Empty Lot. Me muestra los dibujos: algunos están manchados de café. Los hace calcando los rostros directamente de la computadora: pone el papel sobre la pantalla y así él va realizando estos dibujos con puras líneas, sin sombras, algunos con una resolución casi geométrica. Entre sus dibujos de “gente que le cae bien” están personas tan dispares como Vasco de Quiroga y Yoko Ono; Günter Grass y el artista argentino Eduardo Costa; el pedagogo Paulo Freire y Antonioni; Maya Deren, Mercedes Sosa, Violeta Parra, Digna Ochoa, Patti Smith, Eva Hesse, Hannah Höch… Las vitrinas de la sala serán uno de los primeros recuerdos de su hijo, que gatea hacia ellas y pega su cara en el vidrio. Ana, de tres años, y Damián, de nueve meses, como suelen hacer todos los niños, han cambiado la vida de sus padres. Alejandra es abogada y trabaja en asuntos de derechos de migrantes (en concreto, de los migrantes centroamericanos que pasan por México). Los niños se mueven entre piezas de arte, plantas y juguetes de colores. “Ha cambiado todo, sí, claro, pero nunca plantearía este tiempo como un sacrificio. Es un momento que se va rápido y no regresa”, dice Abraham ahora que tiene que adaptar sus exposiciones a la agenda escolar de Ana, y que el sueño será intermitente hasta que Damián duerma toda la noche seguida.

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Le pregunto cómo ve el panorama actual del arte en relación con las nuevas generaciones. ¿Qué se necesita hoy en día para sobrevivir como artista? ¿Qué puedes tú aconsejar a un muchacho que está estudiando arte desde tu perspectiva?, pregunto. Después de una larga introducción en la que establece la dificultad de responder a una cuestión así (“implica mucha responsabilidad”), reconoce que ha tenido que enfrentarse a ella en muchas ocasiones durante su larga experiencia como maestro. Como yo lo hago ahora, sus alumnos le preguntaron directamente “cómo le haces para exponer, para viajar, para vender”. —Hay quien dice claramente: “el arte es una estructura en la que las relaciones públicas y la visibilidad (como la que te puede dar las redes sociales ahora) ayudan; y lo otro, casi todo lo demás (o sea, el arte) es intrascendente”. Y yo lo planteo —con quien se deja— en un sentido un poco más crítico: el arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad que ampara que tú seas artista en un tiempo de mierda. Y esos informes (esculturas, poemas, películas, etcétera) están sujetos a una evaluación: ¿Cuáles son los criterios para evaluarlos? ¿La crítica, el mercado, el éxito, la fama, el enriquecimiento? Esos criterios dependen de las necesidades de cada quien —no puede operar un mismo sistema para todos—. Es decir: “Me está yendo bien porque estoy vendiendo un chingo, porque me invitan a exponer mucho, porque tengo más novias, porque gano mucho dinero” o “me está yendo bien porque tengo la posibilidad de generar un lenguaje propio, de hacer algo que no existía antes, que nunca antes nadie pudo haber dicho de una manera que sólo yo puedo hacer”. No se puede poner en el mismo nivel esas categorías de análisis. El éxito para éste y para el otro son cosas muy distintas. Creo que no hay manera de transmitir un modo de evaluar ese éxito. Ahora, lo que yo diría es: no quites el dedo del renglón. No echarse para atrás, no arrugarse, no rajarse, pero tampoco hacerse pendejos. Hay que insistir.

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Fui a visitar a Martín Núñez, un artista y skater de la Ciudad de México que desde hace 7 años le alquila una parte de su casa a Abraham como taller. Fue su alumno y hoy es uno de sus grandes amigos. La casa la construyeron sus abuelos en 1936 en una colonia tranquila de la Ciudad de Méxio, cuyas calles tienen nombres de personas equis, sin apellidos: Amalia, Sara, Abel, Graciela. Me pregunto quiénes serán (¿tal vez son personajes de óperas, o de obras teatrales?) Martín es un ser tranquilo, con una seguridad absoluta en su propia incertidumbre. De alguna manera me recuerda a Abraham. Pinta, hace esculturas, tiene una marca de patines y ropa, y ha utilizado el espacio público como soporte para alguna de sus obras. Por eso lo buscó Abraham años después de haber sido su maestro en La Esmeralda: para invitarlo a participar con una acción en la Galería de Comercio. —Mi idea fue invitar a mis amigos que patinan y que subieran por una rampa e hicieran un dibujo en la pared al azar con las líneas que genera la patineta con el polvo que recogen en las ruedas. En ese momento él tenia una camioneta, y vino a casa porque se iba a llevar la rampa. Entonces acababan de desalojar el piso de arriba de mi casa, y él mostró interés en rentar el espacio. Así que desde entonces conviven en el mismo patio, y ahora entiendo por qué Abraham me dijo que Martín era su cómplice. Aquí los dos comparten momentos de intimidad, gustos, ideas, albures, juegos de palabras. Han hecho algunas esculturas juntos. Se conocen bien. —A veces parece que te está atacando, —me dice Martín cuando le platico de mis entrevistas con Abraham—, o que se está defendiendo. Y bueno, yo entiendo por qué es así. Su trabajo no fue digerido en seguida. Me viene a la mente una revista, la Poliéster. Hubo un número en el que venía una nota sobre una exposición que hizo Abraham que tenía que ver con el boxeo. El crítico hablaba muy mal de esa exposición. Nunca ha sido el artista más querido del país, vamos. Pero cuando yo viajo me doy cuenta cómo lo quieren, cómo lo conocen fuera. Él tiene un impacto muy distinto afuera que el que tiene en su país. De hecho, no sé, igual me equivoco, pero siento que Abraham es de esos artistas que tal vez no tienen su justo valor en su país, y en su contexto. Él ha sabido, de forma muy inteligente, cómo salirse de esa aparente frivolización de su trabajo conceptualizándolo a partir de la idea de Autoconstrucción. Ha sido como un jugador de ajedrez. Después de conversar, Martín me invita a conocer ambos talleres. El de Abraham ocupa tres habitaciones de la parte superior de la casa, dos pequeñas y una más grande, y entre las tres forman una ele. Hay buena luz que entra por ventanas que dan a la calle y al patio interior de la casa. Uno puede imaginar la alegría que pudo sentir un artista sin taller al encontrar este lugar. De aquí salen muchas de las “sobras de arte” de Abraham, sus reportes, sus souvenirs. Hay anaqueles de metal con libros, documentos, revistas y vinilos. Sobre dos largas mesas se secan papeles recién pintados que en algún momento sirvieron para algo y que Abraham cubre con pintura acrílica por uno de los lados: boletos de avión, páginas de revista con algún artículo, poemas, imágenes interesantes, listas de pendientes: ese universo de papel que acompaña la vida cotidiana. Son para una serie de piezas que lleva haciendo ya un rato, que a veces llevan el título de “autorretratos ciegos”: los papelitos, colocados en grandes grupos, y volteados sobre la pared de la galería o la sala del museo, muestran sólo la parte pintada. Pedazos de madera, unas botas; ruedas, muchas ruedas. En la parte que ocupa Martín, además de sus pinturas y esculturas, hay patines, que a veces pasan rodando al taller de Abraham. El taller no está abarrotado y como en su casa todo está ordenado bajo una taxonomía cruzvilleguesca. La palabra taxonomía me hace pensar en taxidermia. Los papelitos estuvieron vivos un día, y ahora al voltearlos y cubrirlos de pintura acrílica rosa, Abraham los diseca, y algo de esa vida que tuvieron perdura en ellos, oculta, secreta o cancelada. La palabra “pepenar” hoy en día en México tiene un sesgo despectivo, y me gustaría que no fuera así, porque suena muy bien junto a “pedagogo”. Viene de la palabra náhuatl pepena, que quiere decir “escoger o recoger”. Que es lo que creo que hace Abraham, el pepenador pedagogo autodidacta: recoge y escoge, escoge y recoge. Pienso que su trabajo se parece al de un bailarín cuando improvisa, que efectúa sus movimientos en un instante de decisión subjetiva que no tiene explicación lógica pero que se afinca en todo el conocimiento y la experiencia del ejecutante; y que a veces tiene éxito y a veces fracasa. Abraham lee, piensa, conversa, escribe y de vez en cuando, con todo eso, improvisa esculturas, películas, danzas, textos, e insiste.

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Construir a Abraham Cruzvillegas

Construir a Abraham Cruzvillegas

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El año pasado, la Tate Modern de Londres comisionó la instalación del Turbine Hall a Abraham Cruzvillegas. Su pieza, Empty Lot, estuvo exhibida hasta hace unas semanas. A pesar de esto, la obra del artista mexicano es poco conocida en su país.

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En su conversación y en su obra, Abraham Cruzvillegas tiende a ramificarse, a la asociación, al “apilamiento”. Sin embargo, en su casa, en su taller, y en su pensamiento impera un orden peculiar. Es un apilamiento coherente. A veces sus esculturas (y sus textos) parecen a punto de caerse, y como en la Ciudad de México donde nació y creció, el equilibrio en ellos es un asunto casi milagroso. A partir de una crisis del artista —que sucedió cuando pasó una larga temporada fuera de México—, empezó una reflexión sobre la relación entre su forma de trabajar y la casa y el barrio donde creció, una colonia marginal en la que los vecinos, colonos llegados de provincia, se hicieron sus propias casas con materiales encontrados en la zona o con lo que podían comprar con sus presupuestos limitados. Sin arquitectura, sin planes, y respondiendo a necesidades urgentes, la forma de construir de sus padres y sus vecinos es análoga a la forma en la que Cruzvillegas ha armado su propio lenguaje, que abunda en preguntas e incertidumbre. Autoconstrucción, más que una serie de obras reunidas bajo un mismo título desde el 2007, es un intento de comprenderse a sí mismo. Es uno de los artistas mexicanos más destacados del mundo en este momento. O eso piensan los directores de la Tate Modern de Londres que le otorgaron la comisión del Turbine Hall 2015-2016. La primera serie de comisiones, patrocinadas por Unilever (2000-2012), presentó a artistas como Louise Bourgeois, Anish Kapoor, Doris Salcedo y Ai Weiwei. El inmenso espacio dentro de la Tate Modern mide 35 metros de alto por 153 de largo, y los artistas realizan instalaciones sitio-específicas que serán vistas por millones de personas a lo largo de seis meses. Después de tres años sin comisionar el Turbine Hall, la Tate Modern invitó a Abraham para iniciar la nueva serie, esta vez patrocinada por Hyundai. Abraham construyó una enorme chinampa, una isla de tierra sobre andamios. No sembró nada, como en un lote baldío. Así se titula la pieza: Empty Lot. Empty Lot se levanta sobre dos enormes andamios triangulares divididos por una pasarela sobre la cual pasean los visitantes. Sobre los andamios colocó una retícula de cajones triangulares de madera que fueron rellenados de tierra de unos 35 diferentes lugares: parques, jardines públicos y privados, y otras áreas verdes de Londres. Durante los seis meses que duró la instalación, crecieron todo tipo de plantas, tal y como crecen en cualquier pedazo de tierra abandonada a su suerte. En algunos de los casos parecen como bromas: en la tierra recogida del Buckingham Palace ha brotado un rosal; en la de una guardería de niños, unas opiáceas. “El material principal es la esperanza”, dice Abraham en el video que presenta Empty Lot en la página de la Tate. Es la esperanza de que crezca algo, de que algo suceda. Desde luego, ya sucedieron muchas cosas. Igual que en los lotes baldíos, en esta escultura a gran escala crecieron yerbas (buenas y malas) y las críticas (buenas y malas), además de juegos, interpretaciones e ideas. Los galeristas de Abraham en México, José Kuri y Mónica Manzutto, relatan el momento en el que les dieron la noticia: La Tate ya tenía quizá veinte obras de Abraham dentro de la colección permanente, así que no fue una ocurrencia del momento —comienza José—. Pero es quizá la comisión más visible que hay en el mundo del arte, la más mediática. Era un compromiso enorme, tanto para la Tate como para el artista que escogieran, por esta visibilidad. A él se lo avisaron con dos años de antelación. El primer año fue absolutamente secreto. Lo sabían cuatro personas. Los tres estaban en Múnich, en la inauguración de Abraham, cuando los llamó Achim Borchardt-Hume, director de exhibiciones en la Tate Modern, para hablar con ellos. Tomó un avión por la mañana y regresó a Londres por la tarde. —Nos citó en el bar del museo y ahí nos avisó. Fue una mezcla gigante de sensaciones. Inmediatamente los tres pedimos un mezcal. “No los veo tan contentos”, dijo Achim Borchardt-Hume. Y sí estábamos muy contentos, pero fue como sacarse el tigre en la rifa: o lo domas o te devora. Para Jonathan Jones, crítico de arte del periódico The Guardian, la de Cruzvillegas es la peor de las instalaciones del Turbine hasta la fecha. En una nota publicada el 16 de octubre del 2015, escribió: “No tiene poder estético, y da poco que pensar Esto es un arte que olvida su misión de inflamar el alma”. Sin embargo, Jeremy Hutchinson, artista conceptual de Londres, fue a visitar la pieza en varias ocasiones con algunos colegas. A él no parece importarle demasiado la ausencia de “el poder estético” de la pieza, y aunque no haya inflamado su alma, le ha hecho meditar y hacerse preguntas: “En resumen, todos estamos de acuerdo en que es una pieza exitosa. Sobre todo en comparación con otras instalaciones anteriores, que han sido o demasiado monumentales o no lo suficiente. ¡Es un reto! Creo que el acierto fue hacer una pieza de gran escala usando materiales muy rudimentarios, lo que esquiva de forma inteligente el problema de ‘demasiado monumentalista’. La pieza es un comentario sutil sobre la propiedad, y sobre el problema más importante que ahora enfrenta la comunidad artística en Londres: el territorio, y dónde carajos se supone que debemos colocarnos nosotros. En fin… Lo sentimos relevante”. Abraham dice, mientras comemos albóndigas en salsa verde con su hija y su mujer, que para él ha sido uno de los proyectos más generosos para sí mismo porque ha podido darse el tiempo de hacer una gran investigación que le ha dado oportunidad de aprender sobre Gran Bretaña, su relación con el paisaje, la historia de su imperialismo: —Aprendí sobre movimientos sociales que tienen que ver con el uso de espacios. Solamente el índice de conceptos para aproximarse a lo que nosotros en español llamamos “parque” es infinito, y cada uno de estos conceptos tiene su genealogía. Su relación política-económica-social-lingüística con la realidad es muy interesante. No estoy haciendo una apología de los británicos tampoco. Para nada: para mí es una aproximación en crisis, que desde mi circunstancia individual me genera un dislocamiento que me maravilla, en un sentido político (no puede ser de otra manera). Y me lleva a ver mis propias circunstancias de otra manera, naturalmente... Después de una larga trayectoria en la que cada proyecto es un nuevo aprendizaje para él, la cantidad de información que ha acumulado es impresionante. Tal vez sea en sus textos, o en las conversaciones, donde esta acumulación de conocimiento se hace más evidente. —Creo que en tus textos lo conectas todo de una manera muy peculiar, ¿no? —Bueno… sí, pero en un sentido más estricto y análogo a la escultura que hago, creo que es más bien un apilamiento. Es un desorden. —Pero aquí en tu casa todo está tan ordenado. Y la impresión siempre en tus esculturas es que hay un equilibrio, una lógica. Yo no diría que son caóticas. —Ese orden que ves viene de la neurosis. Lo digo como algo positivo, no me molesta, soy así, tengo esa tendencia a poner las cosas de determinada manera. Y eso no tiene ninguna explicación. Es como poner las reglas de un juego. Está armado y después no sabes lo que va a pasar. Eso es lo que a mí me provoca mucho. Me genera muchísima felicidad. Que tú pones un orden, una estructura que parece muy bien planteada, y después es un puto desmadre donde no sabes qué va a pasar en lo aleatorio, en el caos, es lo que a mí me interesa.

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“El arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad”, dice Abraham Cruzvillegas.

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Mientras tanto en Londres casi todos los recipientes de Empty Lot están llenos de plantas. Mucha gente pasa por allí para tirar semillas. —Y ahí está la onda del optimismo. Que yo no creo mucho en eso del optimismo, eh… —¡Cómo no! ¿No eres optimista? —Nooo, no, no, no. —Alejandra, ¿no crees que él es optimista? —le pregunto a su mujer para que Abraham pueda comer media albóndiga. —¡Sí! Claro que eres optimista. —Bueno, a ver, sobre todo en el contexto de esa pieza la idea no es tanto el optimismo sino la esperanza. Y no es la fe tampoco. La fe la perdí. Está pasando lo que tiene que pasar, y eso no depende de mí, y eso me da mucho gusto. Como la interpretación —como pasa en cualquier obra de arte— de la gente: el público no está tirando semillas: lo que tiran son ideas.

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Para Guillermo Santamarina, artista, amigo de Abraham, y actual curador del Museo Carrillo Gil, la obra de la Tate es parte de un proceso reciente en el que el artista se está despojando de mecanismos anteriores. Santamarina piensa que la obra de Abraham ha sido en gran medida consecuencia de sus padres (a quienes recuerda como individuos extraordinarios). “Al igual que sus padres le encanta la amistad. Y no pierde este vínculo magisterial con las nuevas generaciones. Ha formado a muchos y ha conectado a muchos artistas entre sí. Y por eso mismo hubo este brinco internacional. Creo que Abraham fue una de las columnas de la Kurimanzutto, una de las antenas, con relaciones que él ha formado por su cuenta. También es un ególatra delirante. Eso está desde hace mucho tiempo, desde antes de que fuera reconocido. Siempre, siempre ha hablado mucho de él, de dónde viene, etcétera”, dice. Santamarina vio la pieza de la Tate en registros cuando se estaba montando. Le parece interesante el desarrollo orgánico, el proceso de crecimiento implícito en Empty Lot: “Siento que Abraham se está yendo hacia estructuras más y más silenciosas”, dice Guillermo, “casi discretas, casi inmatéricas, al permitir que la materia reaccione y vaya determinándose por sí sola. Cada día hace más acciones en la calle, un trabajo completamente efímero, en formato rumor. Está abandonando de alguna manera el objeto formal, la experiencia de la escultura”. Acerca del gran impulso para la carrera de Abraham que supone la comisión de la Tate, Guillermo sonríe con un poco de misterio, como si eso no importara demasiado, y dice: “Él tiene una seguridad absoluta, y si les gusta qué bueno y si no también. Le resulta indiferente. Su obra sigue mutando. Pero sigue siendo él mismo. Tal vez lo que se está quedando atrás es precisamente este afán egolátrico, porque ya no le interesa tanto hablar de sí mismo, porque ahora tiene mucho más que decir que no pertenece a ese legado, a ese pasado. Ahora su necesidad de afirmarse lo está abandonando, se está perdiendo. Yo encuentro que ese proceso está diluyéndose entre sus hijos”. —Sí, bueno... Así es la vida… —replico. —Bueno, para los que no tenemos hijos no es así —dice Guillermo—. Nosotros seguimos hablando de nosotros mismos.

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Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción.

Desde el año 2007, casi toda su obra se reúne bajo el mismo título, un proyecto a largo plazo denominado Autoconstrucción. A veces cambia de nombre: autodestrucción, reconstrucción, autoconfusión. El proyecto toma como punto de partida o como metáfora inicial la casa en la que nació y creció Abraham, en una colonia popular del sur de la ciudad, construida poco a poco, improvisando con los materiales disponibles. “Las premisas que me interesan tienen que ver con la posibilidad de entender (o inventar) la realidad a partir de dimensionar cada sitio donde uno se encuentre como una posible plataforma de creación a partir de la recuperación de los materiales a la mano” (de “Autoconstrucción: una introducción”, en La voluntad de los objetos, 2014, Sexto Piso). La práctica de este artista se extiende más allá de la escultura. Hace películas, danzas, textos, obras de teatro, dibujos, música, performance, arte efímero, y genera vínculos entre otros artistas. Hace unos años, de casualidad, me topé con el blog de la Galería de Comercio, ubicada en mi propio barrio, a unas cuadras de mi casa. Formaban parte de ella Abraham, Nuria Montiel, y otros tres artistas. Esta galería no era otra cosa más que una esquina pública, la de la avenida José Martí y la calle de Comercio, en la colonia Escandón. No tenía local, ni almacén, ni vendía nada. Era como una galería al revés: colectiva, utópica, efímera, no produjo ningún objeto mercantil. Desde el 2010 hasta el 2014 se presentaron allí decenas de acciones artísticas, como el Circuito antideportivo, en el que se invitaba a los participantes a una carrera en la que las reglas eran: no llevar ropa deportiva y no caminar ni correr de forma deportiva; o el Muestreo de flora y fauna en el que se recolectaron especímenes de plantas y animales de los alrededores de la esquina, que está cerca de un parquecito; en la cantina al otro lado de la calle se convocó una plática con dos biólogos que dieron cuenta del muestreo. Físicamente situada en la esquina del mercado de la Escandón, la Galería de Comercio estaba absolutamente fuera del mercado del arte. Abraham, treinta años después de su primera exposición colectiva, se sigue preguntando qué es arte, qué es un objeto de arte. No deja de insistir en ello. Ha llegado a algunas conclusiones, que podrían cambiar de un momento a otro: —En uno de tus textos describes el arte como un patrimonio de la humanidad. Un poco como lo es la ciencia, ¿no? —El arte no es el producto, no es el objeto. Las obras de arte como tal las conocemos, son residuos de los procesos artísticos, son sobras, souvenirs, subproductos del arte. El arte es otra cosa, y eso es de lo que me ha gustado escribir. De nuevo, ¿dónde está el arte? ¿es el momento en el que el compositor redacta la partitura? ¿es el momento en el que se ejecuta la partitura? ¿la grabación? ¿o cuando yo hago tuttuuututu ? —Está en todo eso, ¿no? —Exactamente, sí. Pero el objeto en sí mismo no es la mejor evidencia del arte. O sea, el cassette, por poner un ejemplo ridículo, no es la sinfonía. Pero cuando tú ibas a la tienda, ibas a comprar la sinfonía. —Bueno, pero el cassette traslada un poquito de lo que es el arte… con mucho ruido e interferencia… —Sí, exactamente. Son vehículos, que no necesariamente comunican. Dicen que la comunicación es un vehículo, pero yo no creo en eso tampoco. Son objetos que procuran la proximidad a una obra de arte. Pero la obra de arte en sí sucede cuando te conmueve, cuando te hace pensar algo, cuestionar algo, preguntarte algo. —Hay una incredulidad o desconfianza hacia el arte conceptual. ¿Qué crees que sucede, por qué esta reacción? —Hay una percepción del arte que no necesariamente está atravesada de la voluntad de comprender, sino del prejuicio, y que no necesariamente viene de la gente externa al mundo del arte, sino también dentro del mundo del arte. Hay protagonistas que difieren de algunos modos de hacer arte, y hay críticos alebrestados en contra de lo que reconocemos como arte contemporáneo. Creo que es normal y que es signo de los tiempos que haya un contrapeso político de lo que aparece como algo “nuevo”. Nuevo entre comillas, porque lo que hoy llamamos arte contemporáneo tiene una tradición de al menos 100, 150 años. Además, yo creo que el público en general entiende lo que tiene que entender, porque todos tenemos una educación y un contexto distintos. Las interpretaciones multiplican la obra, la hacen ubicua. El arte exige una interpretación, y si no hay ejercicio interpretativo entonces no hay arte: hay un acto de veneración, una liturgia, es otra cosa, y yo eso lo encuentro peligroso… —Pues sí, pero sigo pensando que es inquietante que haya como un enojo, una acusación, como si los artistas fueran caraduras, como si el arte fuera una manera de hacer dinero fácil. —Sí. Pareciera que de alguna manera lo que pretende el artista es tomarle el pelo a la gente... En un sentido muy estricto, yo no hago obras para el público. Hago obras para hacerme preguntas a mí mismo. Querer preguntarme quién soy, eso es para lo que a mí el arte me sirve. A mí. Pero es que yo no quisiera comunicar nada a nadie, realmente no tengo nada que comunicar, no sé quién soy. ¿Cómo voy a comunicar algo a alguien? —¿No encuentras ese pensamiento un poco paralizante? Porque entonces, ¿qué es lo que te lleva a hacer arte? —Es una voluntad de entender, es la capacidad emancipadora de hacer esa pregunta en público. ¿Quién soy? ¿Por qué? ¿Para qué? Y ésa es una herramienta que comparto contigo o con quien se deje. Yo no estoy tratando de dar una enseñanza, o un mensaje. Esa voluntad didáctica del arte, a mí me parece perversísima. Tirar mensajes, enseñar algo a la gente, comunicarle… Yo no puedo con eso, me parece pavoroso. —Hay un cierto optimismo en tu obra y en tus textos. Eso sí es comunicable. —Claro, porque el motor real de todo es esa pregunta. ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Habrá boletos? (como dice Damián Ortega). Es pura incertidumbre, eso somos. No hay certezas. Retomando esa analogía que hiciste entre el trabajo de un científico y el trabajo de un artista: el neuroquímico tiene que pasarse toda su vida encerrado en un laboratorio haciéndose una pregunta. Y probablemente nunca vaya a encontrar una respuesta. —Sí… Tal vez encuentre otras preguntas, y otras respuestas diferentes… —¡O tal vez no! Tal vez no… Por generaciones de científicos se han preguntado qué es un hoyo negro y qué es la energía que lo rodea. Hoy hubo una noticia sobre eso, que me parece fantástico, la escuché en la radio. Se están haciendo nuevas preguntas al respecto. Yo quisiera compartir esa responsabilidad, la del que se hace preguntas. No del que está obligado a dar respuestas. No creo que el arte sea para dar respuestas, ni la ciencia de hecho. —¿Y entonces? —¡El arte busca preguntas! En un sentido más amplio, la pregunta (para mí) es ¿qué es la identidad? (dentro de ese ¿quién soy yo?). Y yo llevo 30 años con esa pregunta. Soy mexicano, soy varón, soy hijo de éste y de ésta, de acuerdo a ciertas circunstancias, pero eso no es una respuesta para mí.

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Nació en la Ciudad de México en 1968, el año de la matanza de Tlatelolco y las Olimpiadas. Es piscis. Creció en la colonia Ajusco, que no está en el Ajusco sino en el Pedregal, al sur de la Ciudad Universitaria. Sus padres son María de los Ángeles Fuentes, de Tacubaya, y Rogelio Cruzvillegas, de Nahuatzen, Michoacán. Ella es una activista social, comerciante y fundadora del Mercado de la Bola, él (fallecido) fue artesano y maestro en la Universidad Autónoma Metropolitana. Abraham estudió Pedagogía en la UNAM, se licenció con una tesis sobre Joseph Beuys, y al mismo tiempo tomó algunas clases en la ENAP como oyente. Conoció a Damián Ortega en un taller de caricatura del Fisgón. Forma parte de la galería Kurimanzutto desde su inicio en 1999. Dio clases de arte en la Esmeralda y en la ENAP hasta el 2004. Ha sido artista residente en Francia (en el estudio de Alexander Calder) e Italia (2004-2007), en Glasgow, Escocia (2008), Estados Unidos (2009) y Berlín (2010-2011). Lleva unos 15 años con Alejandra, su mujer. Cuando la conoció, no tenía coche, ni celular, y tomaba el pesero para ir a dar clases. Tienen dos hijos chiquitos, Ana y Damián; viven rodeados de plantas, objetos fantásticos y libros. Tiene muchos amigos.

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Desde la primera exposición de la Kurimanzutto en 1999 hasta dos o tres años después, los galeristas no consiguieron vender una sola escultura de Abraham, pero esto nunca les hizo dudar de que era uno de sus artistas más destacados. Según José Kuri, “el mercado jamás es un reflejo de la importancia de un artista, o de lo fundamental que puedan ser sus ideas: es sólo una variable más. En ocasiones —en muchas ocasiones— es al revés: el mercado distorsiona y complica , porque se va con cosas que son muy inmediatas, quizás seductoras a una primera instancia, y que después pueden llegar a ser huecas. Entonces, primero, de eso siempre hay que desconfiar, y segundo, creo que con los artistas que tocan temas más complejos, cuestionamientos más profundos, siempre cuesta más tiempo”. Eduardo Abaroa, artista plástico, es amigo de Abraham desde principios de los noventa. Habla de la obra temprana de Abraham, que pasó casi inadvertida en México, y que es la que a él más le gusta: “Su primera exposición a gran escala, que se llamaba Round de Sombra, fue malentendida y pasada por alto. También hubo otra magnífica muestra, Artesanías Recientes, en Nahuatzen, Michoacán, en casa de su abuela. Allí trabajó con diferentes artesanos de la zona para elaborar piezas que eran aparatos terapéuticos disfuncionales. El gesto de ir a ese lugar tan lejano fue muy elocuente. Sólo fuimos como cinco espectadores. Cruzvillegas y otros artistas realmente internacionales del contexto de México se tardaron 10 o 15 años en empezar a vivir exclusivamente de lo que hacen. Todavía me acuerdo cuando Abraham me decía bastante decepcionado: “no vendo”. Y eso que exhibía en una de las galerías importantes de México en ese momento, la OMR. Incluso ya como artista de Kurimanzutto no fue instantáneo. Requiere de mucho trabajo y hasta estrategia. “La actitud de entender el arte como una actividad integral es una de las principales aportaciones de Cruzvillegas a la discusión. Haciendo un eco más de Beuys, él ha vivido su vida como una inmensa obra de arte, lo que no quiere decir nada romántico y cursi, o bueno, un poco… Lo que hace es intentar generar una discusión escabrosa, difícil, a partir de sus vivencias personales, incluso íntimas. Pero sin esos momentos de humor, sentimentalismo, confusión, etcétera, que a veces surgen en sus textos, en las obras, todo sería muy distinto y quizá no tan interesante. Al mismo tiempo el rigor y el nivel de compromiso son excepcionales.” Hoy en día, esculturas que él vendió por dos mil pesos para pagar su renta se revenden por miles de dólares. No tiene más de seis o siete años que su trabajo se vende sistemáticamente y que él pueda vivir “de esto”. Ha sido profesor, ha escrito, ha hecho ilustración, paletas de melón, todo lo que pueda generar un ingreso. “Y no me causaría ningún conflicto tener que hacerlo de nuevo. Yo tuve que crear mis propias formas de generar recursos para continuar con mi investigación, y no producir mercancía en una aspiración de pertenencia en la que yo hiciera algo que pudiera funcionar en ese espectro.”

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Las esculturas de Abraham son agrupaciones de cosas, objetos colocados en un equilibrio precario, muchas veces a punto de caerse. Son evocadoras, sarcásticas, elocuentes, ácidas, algunas muy bellas. Las últimas piezas tienen títulos largos, que en ocasiones hacen referencia al propio autor (con el verbo en gerundio, el título describe situaciones de la vida diaria, como A new self-portrait definitely unfinished, unstable, hand-made and coherent with the landscape, cursing on the per capita Income at the ñhañhu region, 2012). En ocasiones improvisa con los materiales que encuentra en el mismo lugar donde vaya a ser la exposición, ya sea Seúl, Múnich o Londres. Guillermo Santamarina piensa que Abraham ha sido un artista que trabaja muy puntualmente con el concepto de la sitioespecifidad. —En algún momento yo trabajé con él —relata—. Todavía no era el Abraham de ahora, pero estaba cerca de serlo. Sugerí y logré llevarlo a la Bienal de São Paulo, en 2003 o 2004, no me acuerdo . Primero fuimos a hacer una visita de scouting, y pues... Ya no le vi más el pelo. Por ahí aparecía con cosas que había comprado o que se había encontrado. Nada más como pensando qué materiales podía usar en su idea de sitioespecifidad. Para cuando me di cuenta, ya había cambiado todo, todo lo que habíamos mandado desde México se quedó en una caja, y el pabellón ya no era lo que habíamos pensado. Yo ya no tenía nada que decir. De todas formas, yo no fui el curador, sólo ayudé a que él viniera. –Pero, ¿qué es lo que presentó entonces? –Pues no sé, lo cambió mil veces. Yo estaba, tengo que decirlo, un poco mosqueado. Y un día a la noche, ya con todo montado, llegó al cuarto y me entregó un libro maravilloso sobre el desarrollo del arte de la plumaria en Brasil. Ya con eso me calló el hocico para siempre. Ahí lo tengo… Él es un erudito. Yo siempre lo pienso como nuestro Harry Smith.

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En su casa hay unas vitrinas grandes que forman parte de la pared que divide el comedor/sala del patio exterior. En las repisas de vidrio, conviven en orden todo tipo de objetos: muñequitos de plástico y esculturas de piedra, semillas y piezas de maquetas, chácharas de ayer y hoy, objetos caros y baratos; una verdadera democracia de cosas. Así, de la misma forma, sin jerarquías, en un orden subjetivo y cambiante, impuesto por él mismo, entre las influencias más importantes para Abraham están: sus padres, Marcel Duchamp, sus vecinos de la colonia Ajusco donde creció, Joseph Beuys —sobre quien escribió su tesis—, el bisabuelo de su mujer, el músico y compositor Julián Carrillo, que desarrolló una teoría de música microtonal; guerrilleros, artistas, antropólogos, cineastas, familiares, filósofos, amigos, y ahora sus dos hijos, forman una colectividad que vive de manera horizontal en el mundo de Cruzvillegas, influenciando su obra, modificando su manera de hacer arte. Recientemente se hizo de un cuaderno digital, donde puede tomar notas que pasan directamente a la computadora por bluetooth. En esos cuadernos dibujó “personas que le caen bien” para el catálogo de Empty Lot. Me muestra los dibujos: algunos están manchados de café. Los hace calcando los rostros directamente de la computadora: pone el papel sobre la pantalla y así él va realizando estos dibujos con puras líneas, sin sombras, algunos con una resolución casi geométrica. Entre sus dibujos de “gente que le cae bien” están personas tan dispares como Vasco de Quiroga y Yoko Ono; Günter Grass y el artista argentino Eduardo Costa; el pedagogo Paulo Freire y Antonioni; Maya Deren, Mercedes Sosa, Violeta Parra, Digna Ochoa, Patti Smith, Eva Hesse, Hannah Höch… Las vitrinas de la sala serán uno de los primeros recuerdos de su hijo, que gatea hacia ellas y pega su cara en el vidrio. Ana, de tres años, y Damián, de nueve meses, como suelen hacer todos los niños, han cambiado la vida de sus padres. Alejandra es abogada y trabaja en asuntos de derechos de migrantes (en concreto, de los migrantes centroamericanos que pasan por México). Los niños se mueven entre piezas de arte, plantas y juguetes de colores. “Ha cambiado todo, sí, claro, pero nunca plantearía este tiempo como un sacrificio. Es un momento que se va rápido y no regresa”, dice Abraham ahora que tiene que adaptar sus exposiciones a la agenda escolar de Ana, y que el sueño será intermitente hasta que Damián duerma toda la noche seguida.

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Le pregunto cómo ve el panorama actual del arte en relación con las nuevas generaciones. ¿Qué se necesita hoy en día para sobrevivir como artista? ¿Qué puedes tú aconsejar a un muchacho que está estudiando arte desde tu perspectiva?, pregunto. Después de una larga introducción en la que establece la dificultad de responder a una cuestión así (“implica mucha responsabilidad”), reconoce que ha tenido que enfrentarse a ella en muchas ocasiones durante su larga experiencia como maestro. Como yo lo hago ahora, sus alumnos le preguntaron directamente “cómo le haces para exponer, para viajar, para vender”. —Hay quien dice claramente: “el arte es una estructura en la que las relaciones públicas y la visibilidad (como la que te puede dar las redes sociales ahora) ayudan; y lo otro, casi todo lo demás (o sea, el arte) es intrascendente”. Y yo lo planteo —con quien se deja— en un sentido un poco más crítico: el arte es la posibilidad de generar una investigación de largo plazo, en la que ocasionalmente se entregan informes a la sociedad que ampara que tú seas artista en un tiempo de mierda. Y esos informes (esculturas, poemas, películas, etcétera) están sujetos a una evaluación: ¿Cuáles son los criterios para evaluarlos? ¿La crítica, el mercado, el éxito, la fama, el enriquecimiento? Esos criterios dependen de las necesidades de cada quien —no puede operar un mismo sistema para todos—. Es decir: “Me está yendo bien porque estoy vendiendo un chingo, porque me invitan a exponer mucho, porque tengo más novias, porque gano mucho dinero” o “me está yendo bien porque tengo la posibilidad de generar un lenguaje propio, de hacer algo que no existía antes, que nunca antes nadie pudo haber dicho de una manera que sólo yo puedo hacer”. No se puede poner en el mismo nivel esas categorías de análisis. El éxito para éste y para el otro son cosas muy distintas. Creo que no hay manera de transmitir un modo de evaluar ese éxito. Ahora, lo que yo diría es: no quites el dedo del renglón. No echarse para atrás, no arrugarse, no rajarse, pero tampoco hacerse pendejos. Hay que insistir.

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Fui a visitar a Martín Núñez, un artista y skater de la Ciudad de México que desde hace 7 años le alquila una parte de su casa a Abraham como taller. Fue su alumno y hoy es uno de sus grandes amigos. La casa la construyeron sus abuelos en 1936 en una colonia tranquila de la Ciudad de Méxio, cuyas calles tienen nombres de personas equis, sin apellidos: Amalia, Sara, Abel, Graciela. Me pregunto quiénes serán (¿tal vez son personajes de óperas, o de obras teatrales?) Martín es un ser tranquilo, con una seguridad absoluta en su propia incertidumbre. De alguna manera me recuerda a Abraham. Pinta, hace esculturas, tiene una marca de patines y ropa, y ha utilizado el espacio público como soporte para alguna de sus obras. Por eso lo buscó Abraham años después de haber sido su maestro en La Esmeralda: para invitarlo a participar con una acción en la Galería de Comercio. —Mi idea fue invitar a mis amigos que patinan y que subieran por una rampa e hicieran un dibujo en la pared al azar con las líneas que genera la patineta con el polvo que recogen en las ruedas. En ese momento él tenia una camioneta, y vino a casa porque se iba a llevar la rampa. Entonces acababan de desalojar el piso de arriba de mi casa, y él mostró interés en rentar el espacio. Así que desde entonces conviven en el mismo patio, y ahora entiendo por qué Abraham me dijo que Martín era su cómplice. Aquí los dos comparten momentos de intimidad, gustos, ideas, albures, juegos de palabras. Han hecho algunas esculturas juntos. Se conocen bien. —A veces parece que te está atacando, —me dice Martín cuando le platico de mis entrevistas con Abraham—, o que se está defendiendo. Y bueno, yo entiendo por qué es así. Su trabajo no fue digerido en seguida. Me viene a la mente una revista, la Poliéster. Hubo un número en el que venía una nota sobre una exposición que hizo Abraham que tenía que ver con el boxeo. El crítico hablaba muy mal de esa exposición. Nunca ha sido el artista más querido del país, vamos. Pero cuando yo viajo me doy cuenta cómo lo quieren, cómo lo conocen fuera. Él tiene un impacto muy distinto afuera que el que tiene en su país. De hecho, no sé, igual me equivoco, pero siento que Abraham es de esos artistas que tal vez no tienen su justo valor en su país, y en su contexto. Él ha sabido, de forma muy inteligente, cómo salirse de esa aparente frivolización de su trabajo conceptualizándolo a partir de la idea de Autoconstrucción. Ha sido como un jugador de ajedrez. Después de conversar, Martín me invita a conocer ambos talleres. El de Abraham ocupa tres habitaciones de la parte superior de la casa, dos pequeñas y una más grande, y entre las tres forman una ele. Hay buena luz que entra por ventanas que dan a la calle y al patio interior de la casa. Uno puede imaginar la alegría que pudo sentir un artista sin taller al encontrar este lugar. De aquí salen muchas de las “sobras de arte” de Abraham, sus reportes, sus souvenirs. Hay anaqueles de metal con libros, documentos, revistas y vinilos. Sobre dos largas mesas se secan papeles recién pintados que en algún momento sirvieron para algo y que Abraham cubre con pintura acrílica por uno de los lados: boletos de avión, páginas de revista con algún artículo, poemas, imágenes interesantes, listas de pendientes: ese universo de papel que acompaña la vida cotidiana. Son para una serie de piezas que lleva haciendo ya un rato, que a veces llevan el título de “autorretratos ciegos”: los papelitos, colocados en grandes grupos, y volteados sobre la pared de la galería o la sala del museo, muestran sólo la parte pintada. Pedazos de madera, unas botas; ruedas, muchas ruedas. En la parte que ocupa Martín, además de sus pinturas y esculturas, hay patines, que a veces pasan rodando al taller de Abraham. El taller no está abarrotado y como en su casa todo está ordenado bajo una taxonomía cruzvilleguesca. La palabra taxonomía me hace pensar en taxidermia. Los papelitos estuvieron vivos un día, y ahora al voltearlos y cubrirlos de pintura acrílica rosa, Abraham los diseca, y algo de esa vida que tuvieron perdura en ellos, oculta, secreta o cancelada. La palabra “pepenar” hoy en día en México tiene un sesgo despectivo, y me gustaría que no fuera así, porque suena muy bien junto a “pedagogo”. Viene de la palabra náhuatl pepena, que quiere decir “escoger o recoger”. Que es lo que creo que hace Abraham, el pepenador pedagogo autodidacta: recoge y escoge, escoge y recoge. Pienso que su trabajo se parece al de un bailarín cuando improvisa, que efectúa sus movimientos en un instante de decisión subjetiva que no tiene explicación lógica pero que se afinca en todo el conocimiento y la experiencia del ejecutante; y que a veces tiene éxito y a veces fracasa. Abraham lee, piensa, conversa, escribe y de vez en cuando, con todo eso, improvisa esculturas, películas, danzas, textos, e insiste.

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