Sinforosa y Juan Martín han vivido solos desde hace cuatro décadas en La Estrella. Nadie más habita este pueblo solitario en la provincia de Teruel, España, que llegó a tener alrededor de 200 habitantes y en el que marcharse pasó a ser la norma.
Los dos últimos habitantes de La Estrella tienen planes a futuro: han plantado encinas. Parece un aviso, una declaración de intenciones que se revela nada más llegar a este barrio rural español perteneciente a Mosqueruela y ubicado en el Maestrazgo aragonés, en la provincia de Teruel, junto al límite de la de Castellón.
Sinforosa Sancho está sentada en el banco de la puerta de su casa, templada por el sol, rodeada de gatos y envuelta en silencio. Aquí, al fondo de un barranco de difícil acceso, en una ladera rocosa, ella y su marido, Juan Martín Colomer, han vivido solos desde hace casi cuatro décadas en una de las dos hospederías de la iglesia. En estas calles, en las que crece la hierba, llegaron a convivir alrededor de 200 personas. El aislamiento, una naturaleza hostil, el hambre de posguerra y, sobre todo, el éxodo rural desde finales de los años cincuenta, fueron vaciando la aldea hasta que en los años ochenta sólo quedaron aquí los dos ermitaños, a una edad en la que ya nadie se marcharía en busca de trabajo. El hijo de Sinforosa y Juan Martín fue el último niño de La Estrella, tras la muerte de su otra hija, a los 11 años, por un derrame cerebral. Después de que se fueran todos los vecinos, el arraigo de Sinforosa se convirtió en resistencia.
—Te has criao así —dice Sinforosa con una sonrisa tímida, como asumiendo que las cosas son como son y no tiene sentido cambiarlas.
Mientras habla, a su espalda se extiende una fachada de tonos pastel, amarilla y rosa. La pintura dibuja ladrillos, columnas, sombras. Es un trampantojo que imita a un edificio neoclásico en el que hay dos relojes solares: uno para la mañana y otro para la tarde. La casa en la que viven Sinforosa y Juan Martín es una de las dos hospederías del obispado que, junto al Santuario de la Virgen de La Estrella, cierran una pequeña plaza presidida por una morera.
[read more]Sinforosa se queda en el banco mientras Juan Martín muestra la aldea: junto a la plaza hay algunas casas reformadas, aunque casi siempre están vacías. Más allá, todo es ruina y abandono. En total, son unas cuarenta viviendas. Hay un horno que no se ha usado durante décadas, un lavadero en el que Sinforosa todavía lava la ropa como antaño y un cementerio que es el único punto al que llega la cobertura móvil. El padre de Sinforosa fue el último enterrado allí. Mientras ella insiste en quedarse, Juan Martín, que preferiría vivir en cualquiera de los pueblos más cercanos, consiente. Ella quiere morir donde nació, morirse con sus muertos, ser la que cierre el pueblo. Por ser la última, siente la necesidad de cuidar hasta el fin lo que una vez fue de todos. Son dos tipos de amor muy distintos los que los retienen. El de ella, por la tierra en la que nació y a la que la une el vínculo inquebrantable con los antepasados. El de él, por Sinforosa.
Para recordar que su lugar en el mundo es Vistabella, un municipio de la provincia de Castellón a unos 17 kilómetros de La Estrella, Martín ha inscrito su nombre y el de su pueblo en una de las puertas de su Land Rover. Es el vehículo del que se vale una vez a la semana para subir, por un camino angosto y zigzagueante, barranco arriba, a hacer la compra en Vistabella. Se encarga él de hacerlo porque Sinforosa no sale de La Estrella ni por un momento. No ha dejado este lugar desde que hace casi una década sufrió una aparatosa caída que le obligó a salir en ambulancia.
—A mi mujer no hay quien la saque de aquí —dice Juan Martín mientras sigue caminando—. Yo me iría a Vistabella. Tenemos casa en Villafranca y en Vistabella y está todo más arreglado. Tienes servicios, tienes ducha, tienes de todo. Aquí te tienes que lavar con una tinaja ahí, de cualquier manera. No es igual…
—Y entonces, ¿por qué no se quiere ir ella?
—Ay, porque sacar a mi mujer de aquí es matarla.
***
La Estrella se ubica en la margen izquierda de un río que separa dos provincias y dos comunidades autónomas, en el punto más despoblado de Europa. De este lado, es Teruel (Aragón); del otro, empieza Castellón (Comunidad Valenciana). De este lado, el río se llama Monleón; del otro, Montlleó. De un lado, el pueblo más cercano es Mosqueruela (Teruel); del otro, es Vistabella (Castellón).
—Aquí hablamos así como a medias, pero nos entendemos —dice Juan Martín.
Un día, hace siglos, cuando aquí no había nada salvo árboles, un pastor de Mosqueruela regresó a su pueblo asegurando que había tenido una visión mariana tan luminosa como cegadora; que había visto cómo una virgen sujetaba un bebé con una mano y mostraba una estrella brillante de ocho puntas con la otra. Los vecinos de Mosqueruela bajaron a ese paraje, cargaron la figura y la dejaron en la iglesia parroquial. Pero la virgen desapareció y, una vez más, el pastor la encontró donde la primera vez. Así ocurrió hasta tres veces. Los vecinos no se resistieron a interpretar el milagro y entendieron que era voluntad de la virgen permanecer en este lugar. Construyeron una ermita y una casa de peregrinos. La ermita inicial era mucho más pequeña que la actual. A medida que se consolidaba el culto mariano en torno al santuario de La Estrella, especialmente desde la construcción de la ermita nueva, iniciada en 1720, se fueron estableciendo cada vez más vecinos, atraídos por el flujo constante de gente y a pesar de la difícil accesibilidad de un lugar que ni siquiera contaba con la pista forestal de 12 kilómetros que hoy da acceso. Por el mismo motivo, se construyó una segunda hospedería. La Estrella creció tanto que llegó a contar con más de 200 habitantes que vivían principalmente de las viñas.
Ahora Juan Martín y Sinforosa se dirigen hacia la ermita. Es una construcción barroca rematada por una cúpula de teja vidriada azul celeste. Sinforosa extrae una llave del bolsillo, la introduce en la cerradura sin éxito. Cuando al fin logra abrir, cede el paso. Martín avanza hacia el altar. La ermita tiene tres naves de crucero cuyas bóvedas están rematadas con pinturas religiosas.
—Se venían a parir a los críos y los mataban y los metían ahí abajo. Tras el altar hay como un cementerio y si se abre, se descubre que está lleno de criaturas —dice Juan Martín, que accede a la parte trasera del altar, abarrotada de exvotos, y pisa fuerte para demostrar que bajo las baldosas tiene que haber un hueco.
Por la escasez de conexiones, la aldea siempre fue conocida como “la paridera del rey” y se convirtió en un lugar perfecto para ocultar embarazos cuya condición se trataba de mantener en secreto.
—Eso que dice es muy antiguo —aclara Sinforosa, como quitándole importancia, mientras mira a su alrededor para asegurarse de que la ermita está impecable y se dirige hacia la puerta.
Cuando vienen los romeros, el último fin de semana de mayo, es la cofradía la que se encarga de limpiar la iglesia antes y después de las rogativas. El resto del año, Sinforosa es la responsable del mantenimiento.
—Eso, la tonta —dice entre risas justo antes de volver a salir a la calle.
—¿Cómo que la tonta?
—Pues porque no me voy.
—¿Y por qué no se va?
—Estás aquí...
La devoción mariana fue a más en La Estrella desde que en el siglo XVII brotara agua después de una prolongada sequía. Con motivo del milagro que cada vez atraía más peregrinos, se amplió el santuario. Lo que entonces se consideró milagro, dos siglos después dio lugar a la catástrofe. En ese mismo templo, una de las fachadas de piedra de sillería da los detalles de cómo la naturaleza empezó a echar a los vecinos. La inscripción reza:
R.I.P.DILUVIO en la ESTRELLA9. Octubre. 1883.17 casas destruidas26 personas Muertas
De lo que ocurrió, quedan las huellas.
Martín puede imaginar, si alza la vista hacia la ladera y mira con detenimiento, por dónde cayó el agua exactamente el día del diluvio.
—Los de campo notamos y vemos que hay sitios en los que no ha llegao el agua en la vida —dice Juan Martín—. En 1883 arrastró piedras y de todo. Y mira si hace años, pero se nota que bajó muchísima agua.
En 1883, el despoblamiento en La Estrella empezó como empiezan los peores finales: con un muerto recién nacido.
Había llovido sin descanso durante dos semanas, con sus noches y sus días. El río solía arrastrar un caudal escaso, pero después de aquellos días fue dando algunos avisos de que el peligro estaba por llegar. Cuando aumentó seis metros, se desbordó y arrancó el puente con rabia. Juan Martín tiene la explicación:
—Es que en realidad es un río seco; si llueve mucho, sale loco.
Una riada arrastró árboles y rocas en su descenso por el barranco que da cobijo y acceso a la aldea y destruyó las casas y mató familias enteras. El estruendo despertó a los vecinos. Algunos partieron a pie hacia Mosqueruela. De noche, cuesta arriba y con la lluvia en contra, lograron hacer en dos horas un camino que normalmente requiere casi cinco. En el pueblo ya estaba Antonio Meseguer, que había llegado en busca de un médico porque su mujer se había puesto de parto. La intensidad de la tormenta retrasó su regreso y le libró de ver cómo todos los suyos morían, incluido el recién nacido. Pero no lo salvó de encontrarse todos los cadáveres de su familia y de las vecinas que asistieron a su mujer, a la que halló aferrada al cordón umbilical.
No todos los cuerpos estaban a la vista y los vecinos estuvieron buscándolos durante dos semanas. Encontraron veintiuno. A los otros cinco los dieron por muertos.
Aunque Sinforosa mira las nubes y sabe qué va a ocurrir, lo cierto es que lo que hace el agua aquí nunca es completamente predecible. Dice Juan Martín que el problema de La Estrella es que “las tormentas no llegan al punto; no llegan cuando tienen que llegar”.
—Aquí es muy pobre de agua. En alguna época, hace 200 años, siempre había agua, pero desde hace setenta años… Se ha terminao, hija —dice con resignación—. El agua parece que es muy llana, pero cuando viene es corriente y se retiene mal.
Quedan otras huellas de la inundación: un brote que habla de la vida y de la resistencia y que a los únicos vecinos de La Estrella les parece sagrado. Es lo que queda de un olivo al que se aferró una pareja para que no la arrastrara la corriente. Gracias al árbol, ambos lograron salvarse y su historia pasó de abuelos a nietos.
Tras el diluvio, se extendió entre los vecinos un rumor que tenía que ver con su aislamiento y que se convirtió en leyenda después de varias generaciones. Después de la tormenta alguien dijo que una de esas mujeres cuyo embarazo se ocultó se había negado a desprenderse de su hijo recién nacido. Como no consiguió retenerlo, cuenta hoy la leyenda, lanzó una maldición que invocaba la lluvia, los truenos, la muerte.
Varias décadas después del diluvio, llegó la Guerra Civil española. Aquel verano de 1936, Juan Martín ya caminaba, aunque todavía no hablaba. Su primer recuerdo, aún intacto, pertenece a esos días extraños. Estaba en el campo, jugando con el cedazo que usaban sus padres para aventar el trigo. Se cortó un dedo con el cierre metálico y su padre le untó la mano con resina. Después, Juan Martín apenas volvió a verlo.
Por su aislamiento, La Estrella se convirtió en un lugar de paso para el maquis, la resistencia antifranquista que se echó al monte durante y, sobre todo, después de la Guerra Civil. Desde muy pequeño, Martín pagó las consecuencias de vivir en un lugar que despertaba sospechas. La Guardia Civil merodeaba siempre por la aldea en busca de maquis. Y, recuerda Martín, de comida.
—Y el hambre también es viva cuando no tienes na’ que comer.
—Viva…
—No hay cosa más viva que el hambre. ¿Por qué te crees que había tanta bruja y brujería? Porque la gente estaba débil; no comía. Se quedaron callados y aún no sé cómo no me pegaron un tiro.
La Guardia Civil sospechaba que el padre de Juan Martín era un enlace que alimentaba a los maquis de la zona y les ayudaba a ocultarse. Era habitual que se presentaran en casa; unas veces vestidos de uniforme y otras de paisanos. Creían que Juan Martín, que era ya un niño de siete años, no se enteraba de nada. Así que un día aparecieron en su casa haciéndose pasar por maquis, por si tenían la suerte de que delatara a su padre. “¿Y cómo es que el otro día vinisteis vestidos de guardias civiles y hoy de maquis?”, les dijo. Finalmente acusaron al padre de enlace y lo fusilaron. A la madre la encarcelaron durante cinco años.
En esos años, La Estrella, que había llegado a tener alrededor de 200 habitantes, se fue vaciando. Al problema de la sequía, las tormentas impuntuales y el terreno que impedía el cultivo, se unió la hambruna de la posguerra.
—El que tenía patatas era un campeón —recuerda Juan Martín—. El que tenía padre o madre, ya comía. Nos daban racionamiento los ayuntamientos. A los que pertenecían a Mosqueruela, se lo daban allí, y al que pertenecía a la parte valenciana de Villafranca, pues allí. Pero eso no se podía comer porque estaba malo. La gente no podía, no tenía vida. Se iban a Barcelona, Castellón, Zaragoza…
A la familia de Sinforosa no le fue tan mal.
—Después de la guerra, a mis padres les dijeron si querían pasar aquí —dice en la casa que comparte con Juan Martín desde hace setenta años, que es la más grande de las dos hospederías—. Yo tenía un miedo de estar ahí, con seis años… Se iba mi madre a la fuente y yo en casa no me quedaba. En la que habíamos vivido ya no cambiamos porque tenían una cerda de cría y cuando paría había que sacar al macho a la calle porque no cabía en el corral, entre tantos animales.
Para Sinforosa, la mudanza fue traumática. La casa en la que vive hoy y que se niega a dejar, le parecía entonces un lugar aterrador. Es una casa de tres plantas y varias habitaciones. En la planta alta del edificio estaba la escuela, pero Sinforosa no aprendió a leer en la escuela, a pesar de que la tenía en su casa. Tuvo que dejarla demasiado pronto para cuidar las ovejas de su familia. Nadie le preguntó nunca qué quería ser de mayor porque no había opciones. Pero tenía inquietud y tenía libros que leía su madre. Antes de ir al campo con las ovejas, Sinforosa guardaba alguno de los libros y se reunía con Teófila, otra niña pastora que antes de salir de casa con su rebaño actuaba del mismo modo. Aprendieron a leer juntas. Solas. Desde entonces, a Sinforosa le fascina todo lo que traen los forasteros si se puede leer. Hasta los folletos de ofertas de los grandes supermercados que se niega a visitar.
—¿Le habría gustado seguir estudiando?
—¡Hombre! Mejor habría sido que guardar ovejas.
—¿Tenía alguna idea de lo que querría ser de mayor?
—Ay, a mí eso no me lo decían. “A guardar las ovejas”...
Sinforosa y Juan Martín se conocieron por aquella época. A ella le tocó cuidar de las ovejas cuando su hermana mayor se casó y se marchó fuera. Él ya cuidaba el rebaño de su hermano.
—Ella tendría catorce o quince años y yo tendría doce o trece. Ella fue la lista, que se lo buscó más joven y yo caí en la trampa —bromea.
Algunos años después empezaron a “fiestear” en una taberna del pueblo muy próxima a las casas de ambos. Para seducir a Sinforosa, Juan Martín repetía unos versos que había aprendido de memoria: “Quisiera ser hiedra y subir por las paredes, y entrar en tu habitación por ver el dormir que tienes”. Parece ser que aquellas palabras impresionaron a Sinforosa, porque se casaron a los dos años, justo a la vez que una de las hermanas de ella. Fue una boda doble. Sinforosa llevaba un vestido sencillo, oscuro y floreado. Fue un día tan normal para ella que ni siquiera sabe si guarda alguna fotografía. Desde aquella fecha que no recuerda con exactitud, hace unos setenta años, han permanecido aquí. Cada vez más solos.
—Entonces no se llevaba eso de ir de blanco y fui como vamos ahora o como un domingo cualquiera —recuerda Sinforosa.
Después de la boda, la hermana de Sinforosa se fue de La Estrella. No fue un caso aislado. En un terreno abrupto y poco fértil al que el agua no llegaba o llegaba provocando desastres, la vida era cada vez más difícil y marcharse pasó a ser la norma a partir de finales de los años cincuenta. Cuando Sinforosa y Juan Martín se casaron, en La Estrella aún vivían 30 familias que se fueron a lo largo de tres décadas. El éxodo rural que fue vaciando el campo en España hizo el resto.
La despoblación rural no es una peculiaridad de España, sino una tendencia casi global que empezó a dejar a los campesinos sin trabajo tras la mecanización de las tareas agrícolas y que concentró la inversión en las grandes ciudades. A partir de los años cincuenta, España se urbanizó casi de golpe y las ciudades demandaban mano de obra procedente del campo.
Las cifras dicen que 53% del territorio español está en riesgo de despoblación. Es decir que sus municipios tienen menos de 1 000 habitantes. Hay cuatro provincias —Teruel entre ellas— de las que ya han emigrado más de la mitad de sus nacidos. De los 265 908 habitantes que tuvo la provincia de Teruel en su mejor momento demográfico (1910), en 2018 quedaban 135 562. En un siglo la provincia ha perdido la mitad de su población y se queda con 100 personas menos cada mes. La densidad media es de 9.1 habitantes por kilómetro cuadrado —menos de 10 convierte un lugar en desierto demográfico—. Además, se encuentra en la zona con el índice de envejecimiento más alto y el índice de natalidad más bajo de la Unión Europea.
La investigadora Pilar Burillo ha puesto nombre a este abandono propiciado por unas políticas que dejaron en un segundo plano a la población rural: demotanasia. Demos significa “pueblo” y tanasia significa “muerte”.
La zona más despoblada de España, dentro de la cual se encuentra la provincia de Teruel, es conocida como la Laponia del Sur. Dentro de esa Laponia española están los Montes Universales. Según un estudio de catedráticos de la Universidad de Zaragoza de la Asociación Serranía Celtibérica, Montes Universales es ya la zona más despoblada de Europa. Hay un punto en el que la densidad de población no llega ni a un habitante por kilómetro cuadrado.
Pero la población española ha aumentado. Más de 10 millones en apenas un cuarto de siglo. De esa cifra, la mitad se ha ido concentrando en las grandes ciudades. Madrid se ha convertido en una especie de agujero negro que absorbe la población de las comunidades más cercanas pero que salva las periféricas, especialmente costeras. Tal es la capacidad de absorción, que se habla de una nueva ola de despoblación que ya no sólo afecta a los pueblos, sino que ha empezado a vaciar capitales de provincia. Los de Aragón, cuando se marchan, prefieren Cataluña, Madrid y la Comunidad Valenciana, en ese orden, por proximidad y por posibilidades. Los de La Estrella partieron hacia Castellón, Zaragoza y Barcelona.
—No es que se fueran todos de golpe. Pero sí puede que se fueran unos cien en un año. Había un vecino que me decía que cada vez que uno se iba, él se comía un pollo —recuerda Juan Martín.
—¿Quería quedarse solo?
—Pues al final él también se fue.
Era uno de los últimos vecinos de Sinforosa y Juan Martín.
Mientras las ciudades demandaban mano de obra barata, la mecanización de los trabajos agrícolas dejó parada a gran parte del campesinado. Se iban primero y sobre todo los jóvenes. La población iba envejeciendo y el número de muertes empezó a superar el de nacimientos. El desarrollismo acelerado tras décadas de estancamiento benefició a las ciudades y dejó al margen los pueblos. La Estrella no es una excepción. Varios pueblos salpicados por la geografía española cuentan con un solo habitante o dos. A menudo, son ancianos que no pudieron o no quisieron irse. Lo que al principio consistió en quedarse porque la vida estaba ahí y la edad de trabajar se estaba agotando, en algunos casos se acabó convirtiendo en resistencia. Personas como Sinforosa se acostumbraron a ser cuestionadas por quedarse en un lugar del que todos se fueron y lo que en principio era aceptación, arraigo y necesidad de morir donde nacieron dio paso a una tozudez que al forastero le cuesta entender.
—¿Les gustaría que viniera alguien a vivir aquí?
—No. Porque no vendrán. No hay vida —dice Sinforosa.
***
El último fin de semana de mayo, La Estrella parece cualquier cosa menos un lugar habitado por dos ancianos. En la plaza hay una barra portátil en la que varios camareros sirven bebidas y bocadillos. La planta baja de la casa de Sinforosa y Juan Martín está a punto de convertirse en verbena y la alta en comedor. El pueblo está lleno de gente y en la calle que lleva a la ermita hay varios puestos de artesanía. Los coches esconden fachadas semiderruidas y a veces, incluso, suenan las campanas. Entre el tumulto llega Isabel, una mujer alta y morena que ofrece un lugar para dormir y comer.
—Aquí se duerme en colchonetas, nada de señorío —advierte Sinforosa.
Isabel busca un cuarto libre en la hospedería que es la casa de Juan Martín y Sinforosa, donde esta noche todos cenarán, beberán, bailarán y dormirán.
—Vamos arriba a comer —dice en un tono alegre.
La planta alta es el antiguo colegio, un lugar tan alejado del resto del mundo que hasta hace muy poco colgaba de una de sus paredes un mapa que incluía la Unión Soviética. Isabel se reúne con sus amigos, que comen las tradicionales judías de este día en una larga mesa abarrotada de comida.
—Sinforosa se va a quedar aquí hasta el final porque está convencida de que tiene que morir donde nació —dice Isabel durante la cena—. Esta noche, ella y su marido ni siquiera duermen. Hay una gran verbena, con una actuación divertidísima, ya verás.
Lo dice elevando mucho la voz para abrirse paso sobre el ruido que viene de otras mesas. Aunque Isabel es de Castellón, siempre viene a La Estrella el último fin de semana de mayo por su abuelo, que nació aquí y aquí está enterrado. Como ella, acuden unas 200 personas para reunirse en este día tan especial que parece un espejismo.
—Yo no soy creyente, en absoluto. Pero mira lo que llevo colgado —dice, extrayendo bajo su jersey un colgante—. A algo hay que aferrarse cuando pasas momentos difíciles. Son mis raíces; es mi identidad. A mí me hablan de una virgen, y digo: me da igual que sea una virgen o un trozo de piedra. Pero la Virgen de La Estrella...
La romería dura todo el fin de semana, desde que los romeros bajan a pie desde Mosqueruela el sábado a las dos de la tarde hasta que se van el domingo a las cuatro. El domingo acuden a misa, toman el típico rosco y, tras la última procesión, vuelven todos juntos a Mosqueruela. Antaño también se celebraba una romería por San Martín, en noviembre, pero desapareció. Aquel día significaba el fin de la vendimia. Ahora ha perdido el sentido. También tenían lugar rogativas en momentos puntuales con motivo de sequías, plagas y guerra.
Cuando todos se marchan de golpe, queda en La Estrella una sensación como de discoteca vacía y los gatos salen de su escondite. Antes había muchos más, pero los cazadores los confunden con conejos y ahora sólo queda una docena. Todos se llaman Michurrín. Los perros, por su parte, responden al nombre de Pichurrín. Sólo una perra se ha ganado un nombre diferente: Chispa, la perra que encandila a Juan Martín y que ha mantenido encerrada hasta que se han ido los romeros por temor a que le hicieran algo a su “niña”. Las abejas también han vuelto.
—Siempre, cuando salen de la caja, salen de culo, de cara a la colmena. ¿Eso cómo te lo explicas? Salen así para calcular, porque si salen por el otro lado, dirán: “A ver ande vuelvo yo ahora...”. Mala desgracia que no venga. Si se terminara la colmena, que no quedara ni una, nosotros no viviríamos diez años.
Cuando al fin se quedan solos, retoman sus tareas cotidianas y Sinforosa reconoce a medias cierto alivio.
—¿A usted le gusta que venga toda esta gente?
—Si vinieran to’s los días, acostumbrá a estar sola…
—Tanta gente, de repente…
—Te marean, te marean. Y si estuviéramos en otra casa, cambia. Pero esta casa y aquella son de la iglesia. Pero bueno, un día…
Sinforosa y Martín van juntos al huerto, cargando cubos de pienso para los perros y la comida para las gallinas. Está a punto de anochecer. Al volver a la cocina, Sinforosa fríe patatas para la cena en una sartén de porcelana con un mango de madera que hizo Juan Martín.
La cocina es pequeña. Sobre un suelo de piedra hay dos mesas repletas de comida y utensilios frente a una cocina de gas butano. La chimenea todavía desprende olor a tizones. Sólo hace una década que usan gas butano, aunque habían comprado una cocina mucho tiempo antes. Por miedo a que pudiera explotar, Sinforosa la mantuvo escondida en una habitación durante años y siguió cocinando en la lumbre. Juan Martín consiguió convencerla de sus ventajas y le hizo ver que además no tenía sentido esconderla en una habitación. Hasta hace una década, iluminaban la casa con candiles y teas, pero ahora cuentan con paneles solares y un motor que provee electricidad.
Con la cena lista, Juan Martín aparece con un pan que compró en un pueblo cercano la última vez que hizo la compra; un pan que le dura tres o cuatro días. Sinforosa se niega a comer, pero acompaña a la mesa e insiste constantemente en freír huevos.
—Deja, que estamos con las patatas. Ahora los preparo yo —dice él.
El reloj de la cocina marca una hora menos que la hora real. Los cambios de horario, cada verano e invierno, a ellos poco les importan, porque su reloj de pared está sincronizado con los relojes solares de afuera.
***
Han pasado tres años desde entonces. El punto que da inicio a la angosta pista forestal que lleva a La Estrella está en obras. El caudal del río lleva más agua, dos niñas juegan en la plaza mientras un adulto come dentro de un coche. Los gatos que alimenta Sinforosa se han multiplicado. También han plantado encinas nuevas. Las encinas nuevas, las niñas, la pareja joven, el hombre que come pensando en mañana, el río y los gatos dan forma a una promesa, un deseo o un espejismo.
Sinforosa está sentada en el banco. Ahora tiene 87 años y el pelo igual de blanco, con idénticas ondas. Está ahí, como estatua de carne y hueso, como una alegoría de sí misma, cuidadora del lugar en el que ha previsto morir. Al final del poyo está Juan Martín. Con los ojos medio escondidos bajo una gorra oscura y barba de varios días, machaca almendrucos sobre un tronco. Extiende la mano y ofrece unas almendras. No queda claro si el suyo es un gesto de bienvenida o una estrategia de despiste.
Mientras su marido sigue cascando almendrucos, Sinforosa entra en la casa y sale de ella con un bote oxidado y lo agita. El sonido del pienso al golpear contra la hojalata congrega a todos los gatos junto a la morera que preside la plaza y da pie a una batalla en la que está claro cuáles van a perder antes de que el pienso toque el suelo. Los gatos terminan apresuradamente su banquete y se esfuman. Llega un viento frío, como cargado de agua, y se convierte en el augurio de algo que Sinforosa ya sabía mucho antes: que va a llover. Sinforosa, en este momento en el que todo parece quedar en suspenso, demuestra que su dominio de la meteorología está casi tan intacto como la memoria de su marido:
—Esto es vida. Este aire vaporea todo.
El hombre que comía dentro del coche desciende, se presenta como Vicente y despeja las últimas dudas: sólo viene de visita; suele hacerlo a menudo.
Llega la lluvia y Juan Martín y Sinforosa, que han servido una infusión al aire libre, se mantienen inmóviles bajo el agua. La lluvia aprieta. Entonces deciden subir a la planta alta de la casa y encender fuego. Hasta Juan Martín, que piensa que “por delante te quema y por detrás te hiela”, cree que lo mejor será cargar unos troncos y unas ramas de romero.
Juan Martín entra en la casa con una caja cargada de ramas. Se para en la escalera, con la caja sobre la pierna izquierda, mientras cuenta cómo hizo una llave maestra para todas las casas antiguas del pueblo y cómo arregló la cocina de gas butano, que dejó de funcionar hace poco. Viste un pantalón de pana marrón, chaqueta oscura y camisa de franela de cuadros. Sinforosa sube tras él, pisando fuerte con sus botas de montaña. Todas las habitaciones de la hospedería quedan abajo. La pareja atraviesa la sala que era el antiguo colegio y accede a una amplia cocina. Bajo una enorme chimenea de piedra, Sinforosa empieza a colocar las ramas que ha traído su marido y les prende fuego y acerca una silla de mimbre. Juan Martín y Sinforosa han seguido plantando encinas, recogiendo huevos y dando de comer a los perros y a los gatos. Viven con una pensión que entre los dos no supera los 1 200 euros. Todo lo que antes tenían aquí, como el pan y las legumbres, ahora lo trae Juan Martín con su Land Rover una vez a la semana desde Vistabella, porque aquí no hay dónde comprar. Cuando llega el invierno, la pareja hace acopio de alimentos. El difícil acceso les ha traído varias decepciones, tanto con el personal sanitario como con la Guardia Civil. Cuando Sinforosa se cayó y se rompió la cadera, recuerda Juan Martín, no vino la ambulancia del pueblo que le correspondía, sino la de otro. Algo similar ocurre con la Guardia Civil.
—Alguna vez los llamaron de masías cercanas y no vinieron —lamenta Juan Martín.
Hace tres inviernos se quedaron completamente incomunicados. Hacía tiempo que no ocurría, pero no les sorprendió demasiado.
—Había un metro de nieve y no se podía salir de aquí —recuerda él.
—Pero bueno, siempre compras antes —dice ella.
Después de llenar la mesa de comida, Martín coloca un pan redondo contra su pecho y, desde el otro lado, arrastra la navaja que él mismo hizo, con el pulgar de la mano derecha sobre el pan.
A Sinforosa se le rompen las tenazas en la mano mientras trata de mantener el fuego.
—Esto está roto —dice, partiendo troncos.
—Todo se cansa de servir. Todo se rompe —responde Juan Martín, con las manos cruzadas, los codos apoyados sobre las rodillas y sin ninguna nostalgia: entre risas.
Sinforosa a veces para de avivar el fuego, se levanta y se asoma a la ventana para comprobar que aún queda sol. Cuando regresa a la silla, cuenta que no tiene ningún interés en hacer algo que nunca hizo: subir a un avión.
—Es que ir por el aire no apetece…
Ni por tierra: ella no sale de La Estrella desde hace años.
Cuando pregunto por el cementerio, ella me disuade de visitarlo y Martín aclara:
—Su padre fue la última persona que se ha enterrado aquí. Que sin estar malo se murió durmiendo. No se sabe ni dónde está, de la hierba que hay.
—Allí no hay más que matas. No se ve nada. No merece la pena ir —dice Sinforosa.
Aunque no quiera ir, aunque deje que la hierba vaya cubriendo las tumbas y borrando la memoria del pueblo que cuida, al fondo de esas negaciones repetidas parece que hay algo que no cuenta. Entre los que han vivido en el campo durante toda su vida y han trabajado la tierra, morir donde se nació es un deseo casi universal. Queda claro que es mejor olvidarse del cementerio cuando Vicente, que se ha unido a nosotros junto a la lumbre, dice:
—¿Sabes por qué creo que Sinforosa no se va en realidad? Por su hija. Estoy convencido de que se quedó por ella —dice Vicente, que lleva doce años visitando La Estrella sólo para hablar con Sinforosa y Juan Martín, ver amanecer y volver a casa.
Hace mucho que Sinforosa entró en esa categoría de madres sin hijos que nadie se ha atrevido a nombrar porque quizá sea mejor conjurarla mediante el silencio. Su hija tenía 11 años. Un día se fue de la escuela antes de tiempo con un fuerte dolor de cabeza hacia la casa de su tía. Le dijo que avisara a su madre porque se estaba muriendo. No sabía la niña que le estaba dando un derrame cerebral, pero lo cierto es que murió.
Puede que Vicente tenga razón porque al final uno es de donde se quedan sus muertos. Y es ahí donde quiere morir. A Sinforosa le pertenecen tanto el último difunto como el último niño de su aldea. Ser la última es un imperativo genético para ella.
El fuego se agota. El cielo, entrada la noche, se despeja, se llena de estrellas y da sentido al nombre del pueblo. Desde que se ha ido el sol, se ha parado el tiempo. Ahora no es ninguna hora.
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Sinforosa y Juan Martín han vivido solos desde hace cuatro décadas en La Estrella. Nadie más habita este pueblo solitario en la provincia de Teruel, España, que llegó a tener alrededor de 200 habitantes y en el que marcharse pasó a ser la norma.
Los dos últimos habitantes de La Estrella tienen planes a futuro: han plantado encinas. Parece un aviso, una declaración de intenciones que se revela nada más llegar a este barrio rural español perteneciente a Mosqueruela y ubicado en el Maestrazgo aragonés, en la provincia de Teruel, junto al límite de la de Castellón.
Sinforosa Sancho está sentada en el banco de la puerta de su casa, templada por el sol, rodeada de gatos y envuelta en silencio. Aquí, al fondo de un barranco de difícil acceso, en una ladera rocosa, ella y su marido, Juan Martín Colomer, han vivido solos desde hace casi cuatro décadas en una de las dos hospederías de la iglesia. En estas calles, en las que crece la hierba, llegaron a convivir alrededor de 200 personas. El aislamiento, una naturaleza hostil, el hambre de posguerra y, sobre todo, el éxodo rural desde finales de los años cincuenta, fueron vaciando la aldea hasta que en los años ochenta sólo quedaron aquí los dos ermitaños, a una edad en la que ya nadie se marcharía en busca de trabajo. El hijo de Sinforosa y Juan Martín fue el último niño de La Estrella, tras la muerte de su otra hija, a los 11 años, por un derrame cerebral. Después de que se fueran todos los vecinos, el arraigo de Sinforosa se convirtió en resistencia.
—Te has criao así —dice Sinforosa con una sonrisa tímida, como asumiendo que las cosas son como son y no tiene sentido cambiarlas.
Mientras habla, a su espalda se extiende una fachada de tonos pastel, amarilla y rosa. La pintura dibuja ladrillos, columnas, sombras. Es un trampantojo que imita a un edificio neoclásico en el que hay dos relojes solares: uno para la mañana y otro para la tarde. La casa en la que viven Sinforosa y Juan Martín es una de las dos hospederías del obispado que, junto al Santuario de la Virgen de La Estrella, cierran una pequeña plaza presidida por una morera.
[read more]Sinforosa se queda en el banco mientras Juan Martín muestra la aldea: junto a la plaza hay algunas casas reformadas, aunque casi siempre están vacías. Más allá, todo es ruina y abandono. En total, son unas cuarenta viviendas. Hay un horno que no se ha usado durante décadas, un lavadero en el que Sinforosa todavía lava la ropa como antaño y un cementerio que es el único punto al que llega la cobertura móvil. El padre de Sinforosa fue el último enterrado allí. Mientras ella insiste en quedarse, Juan Martín, que preferiría vivir en cualquiera de los pueblos más cercanos, consiente. Ella quiere morir donde nació, morirse con sus muertos, ser la que cierre el pueblo. Por ser la última, siente la necesidad de cuidar hasta el fin lo que una vez fue de todos. Son dos tipos de amor muy distintos los que los retienen. El de ella, por la tierra en la que nació y a la que la une el vínculo inquebrantable con los antepasados. El de él, por Sinforosa.
Para recordar que su lugar en el mundo es Vistabella, un municipio de la provincia de Castellón a unos 17 kilómetros de La Estrella, Martín ha inscrito su nombre y el de su pueblo en una de las puertas de su Land Rover. Es el vehículo del que se vale una vez a la semana para subir, por un camino angosto y zigzagueante, barranco arriba, a hacer la compra en Vistabella. Se encarga él de hacerlo porque Sinforosa no sale de La Estrella ni por un momento. No ha dejado este lugar desde que hace casi una década sufrió una aparatosa caída que le obligó a salir en ambulancia.
—A mi mujer no hay quien la saque de aquí —dice Juan Martín mientras sigue caminando—. Yo me iría a Vistabella. Tenemos casa en Villafranca y en Vistabella y está todo más arreglado. Tienes servicios, tienes ducha, tienes de todo. Aquí te tienes que lavar con una tinaja ahí, de cualquier manera. No es igual…
—Y entonces, ¿por qué no se quiere ir ella?
—Ay, porque sacar a mi mujer de aquí es matarla.
***
La Estrella se ubica en la margen izquierda de un río que separa dos provincias y dos comunidades autónomas, en el punto más despoblado de Europa. De este lado, es Teruel (Aragón); del otro, empieza Castellón (Comunidad Valenciana). De este lado, el río se llama Monleón; del otro, Montlleó. De un lado, el pueblo más cercano es Mosqueruela (Teruel); del otro, es Vistabella (Castellón).
—Aquí hablamos así como a medias, pero nos entendemos —dice Juan Martín.
Un día, hace siglos, cuando aquí no había nada salvo árboles, un pastor de Mosqueruela regresó a su pueblo asegurando que había tenido una visión mariana tan luminosa como cegadora; que había visto cómo una virgen sujetaba un bebé con una mano y mostraba una estrella brillante de ocho puntas con la otra. Los vecinos de Mosqueruela bajaron a ese paraje, cargaron la figura y la dejaron en la iglesia parroquial. Pero la virgen desapareció y, una vez más, el pastor la encontró donde la primera vez. Así ocurrió hasta tres veces. Los vecinos no se resistieron a interpretar el milagro y entendieron que era voluntad de la virgen permanecer en este lugar. Construyeron una ermita y una casa de peregrinos. La ermita inicial era mucho más pequeña que la actual. A medida que se consolidaba el culto mariano en torno al santuario de La Estrella, especialmente desde la construcción de la ermita nueva, iniciada en 1720, se fueron estableciendo cada vez más vecinos, atraídos por el flujo constante de gente y a pesar de la difícil accesibilidad de un lugar que ni siquiera contaba con la pista forestal de 12 kilómetros que hoy da acceso. Por el mismo motivo, se construyó una segunda hospedería. La Estrella creció tanto que llegó a contar con más de 200 habitantes que vivían principalmente de las viñas.
Ahora Juan Martín y Sinforosa se dirigen hacia la ermita. Es una construcción barroca rematada por una cúpula de teja vidriada azul celeste. Sinforosa extrae una llave del bolsillo, la introduce en la cerradura sin éxito. Cuando al fin logra abrir, cede el paso. Martín avanza hacia el altar. La ermita tiene tres naves de crucero cuyas bóvedas están rematadas con pinturas religiosas.
—Se venían a parir a los críos y los mataban y los metían ahí abajo. Tras el altar hay como un cementerio y si se abre, se descubre que está lleno de criaturas —dice Juan Martín, que accede a la parte trasera del altar, abarrotada de exvotos, y pisa fuerte para demostrar que bajo las baldosas tiene que haber un hueco.
Por la escasez de conexiones, la aldea siempre fue conocida como “la paridera del rey” y se convirtió en un lugar perfecto para ocultar embarazos cuya condición se trataba de mantener en secreto.
—Eso que dice es muy antiguo —aclara Sinforosa, como quitándole importancia, mientras mira a su alrededor para asegurarse de que la ermita está impecable y se dirige hacia la puerta.
Cuando vienen los romeros, el último fin de semana de mayo, es la cofradía la que se encarga de limpiar la iglesia antes y después de las rogativas. El resto del año, Sinforosa es la responsable del mantenimiento.
—Eso, la tonta —dice entre risas justo antes de volver a salir a la calle.
—¿Cómo que la tonta?
—Pues porque no me voy.
—¿Y por qué no se va?
—Estás aquí...
La devoción mariana fue a más en La Estrella desde que en el siglo XVII brotara agua después de una prolongada sequía. Con motivo del milagro que cada vez atraía más peregrinos, se amplió el santuario. Lo que entonces se consideró milagro, dos siglos después dio lugar a la catástrofe. En ese mismo templo, una de las fachadas de piedra de sillería da los detalles de cómo la naturaleza empezó a echar a los vecinos. La inscripción reza:
R.I.P.DILUVIO en la ESTRELLA9. Octubre. 1883.17 casas destruidas26 personas Muertas
De lo que ocurrió, quedan las huellas.
Martín puede imaginar, si alza la vista hacia la ladera y mira con detenimiento, por dónde cayó el agua exactamente el día del diluvio.
—Los de campo notamos y vemos que hay sitios en los que no ha llegao el agua en la vida —dice Juan Martín—. En 1883 arrastró piedras y de todo. Y mira si hace años, pero se nota que bajó muchísima agua.
En 1883, el despoblamiento en La Estrella empezó como empiezan los peores finales: con un muerto recién nacido.
Había llovido sin descanso durante dos semanas, con sus noches y sus días. El río solía arrastrar un caudal escaso, pero después de aquellos días fue dando algunos avisos de que el peligro estaba por llegar. Cuando aumentó seis metros, se desbordó y arrancó el puente con rabia. Juan Martín tiene la explicación:
—Es que en realidad es un río seco; si llueve mucho, sale loco.
Una riada arrastró árboles y rocas en su descenso por el barranco que da cobijo y acceso a la aldea y destruyó las casas y mató familias enteras. El estruendo despertó a los vecinos. Algunos partieron a pie hacia Mosqueruela. De noche, cuesta arriba y con la lluvia en contra, lograron hacer en dos horas un camino que normalmente requiere casi cinco. En el pueblo ya estaba Antonio Meseguer, que había llegado en busca de un médico porque su mujer se había puesto de parto. La intensidad de la tormenta retrasó su regreso y le libró de ver cómo todos los suyos morían, incluido el recién nacido. Pero no lo salvó de encontrarse todos los cadáveres de su familia y de las vecinas que asistieron a su mujer, a la que halló aferrada al cordón umbilical.
No todos los cuerpos estaban a la vista y los vecinos estuvieron buscándolos durante dos semanas. Encontraron veintiuno. A los otros cinco los dieron por muertos.
Aunque Sinforosa mira las nubes y sabe qué va a ocurrir, lo cierto es que lo que hace el agua aquí nunca es completamente predecible. Dice Juan Martín que el problema de La Estrella es que “las tormentas no llegan al punto; no llegan cuando tienen que llegar”.
—Aquí es muy pobre de agua. En alguna época, hace 200 años, siempre había agua, pero desde hace setenta años… Se ha terminao, hija —dice con resignación—. El agua parece que es muy llana, pero cuando viene es corriente y se retiene mal.
Quedan otras huellas de la inundación: un brote que habla de la vida y de la resistencia y que a los únicos vecinos de La Estrella les parece sagrado. Es lo que queda de un olivo al que se aferró una pareja para que no la arrastrara la corriente. Gracias al árbol, ambos lograron salvarse y su historia pasó de abuelos a nietos.
Tras el diluvio, se extendió entre los vecinos un rumor que tenía que ver con su aislamiento y que se convirtió en leyenda después de varias generaciones. Después de la tormenta alguien dijo que una de esas mujeres cuyo embarazo se ocultó se había negado a desprenderse de su hijo recién nacido. Como no consiguió retenerlo, cuenta hoy la leyenda, lanzó una maldición que invocaba la lluvia, los truenos, la muerte.
Varias décadas después del diluvio, llegó la Guerra Civil española. Aquel verano de 1936, Juan Martín ya caminaba, aunque todavía no hablaba. Su primer recuerdo, aún intacto, pertenece a esos días extraños. Estaba en el campo, jugando con el cedazo que usaban sus padres para aventar el trigo. Se cortó un dedo con el cierre metálico y su padre le untó la mano con resina. Después, Juan Martín apenas volvió a verlo.
Por su aislamiento, La Estrella se convirtió en un lugar de paso para el maquis, la resistencia antifranquista que se echó al monte durante y, sobre todo, después de la Guerra Civil. Desde muy pequeño, Martín pagó las consecuencias de vivir en un lugar que despertaba sospechas. La Guardia Civil merodeaba siempre por la aldea en busca de maquis. Y, recuerda Martín, de comida.
—Y el hambre también es viva cuando no tienes na’ que comer.
—Viva…
—No hay cosa más viva que el hambre. ¿Por qué te crees que había tanta bruja y brujería? Porque la gente estaba débil; no comía. Se quedaron callados y aún no sé cómo no me pegaron un tiro.
La Guardia Civil sospechaba que el padre de Juan Martín era un enlace que alimentaba a los maquis de la zona y les ayudaba a ocultarse. Era habitual que se presentaran en casa; unas veces vestidos de uniforme y otras de paisanos. Creían que Juan Martín, que era ya un niño de siete años, no se enteraba de nada. Así que un día aparecieron en su casa haciéndose pasar por maquis, por si tenían la suerte de que delatara a su padre. “¿Y cómo es que el otro día vinisteis vestidos de guardias civiles y hoy de maquis?”, les dijo. Finalmente acusaron al padre de enlace y lo fusilaron. A la madre la encarcelaron durante cinco años.
En esos años, La Estrella, que había llegado a tener alrededor de 200 habitantes, se fue vaciando. Al problema de la sequía, las tormentas impuntuales y el terreno que impedía el cultivo, se unió la hambruna de la posguerra.
—El que tenía patatas era un campeón —recuerda Juan Martín—. El que tenía padre o madre, ya comía. Nos daban racionamiento los ayuntamientos. A los que pertenecían a Mosqueruela, se lo daban allí, y al que pertenecía a la parte valenciana de Villafranca, pues allí. Pero eso no se podía comer porque estaba malo. La gente no podía, no tenía vida. Se iban a Barcelona, Castellón, Zaragoza…
A la familia de Sinforosa no le fue tan mal.
—Después de la guerra, a mis padres les dijeron si querían pasar aquí —dice en la casa que comparte con Juan Martín desde hace setenta años, que es la más grande de las dos hospederías—. Yo tenía un miedo de estar ahí, con seis años… Se iba mi madre a la fuente y yo en casa no me quedaba. En la que habíamos vivido ya no cambiamos porque tenían una cerda de cría y cuando paría había que sacar al macho a la calle porque no cabía en el corral, entre tantos animales.
Para Sinforosa, la mudanza fue traumática. La casa en la que vive hoy y que se niega a dejar, le parecía entonces un lugar aterrador. Es una casa de tres plantas y varias habitaciones. En la planta alta del edificio estaba la escuela, pero Sinforosa no aprendió a leer en la escuela, a pesar de que la tenía en su casa. Tuvo que dejarla demasiado pronto para cuidar las ovejas de su familia. Nadie le preguntó nunca qué quería ser de mayor porque no había opciones. Pero tenía inquietud y tenía libros que leía su madre. Antes de ir al campo con las ovejas, Sinforosa guardaba alguno de los libros y se reunía con Teófila, otra niña pastora que antes de salir de casa con su rebaño actuaba del mismo modo. Aprendieron a leer juntas. Solas. Desde entonces, a Sinforosa le fascina todo lo que traen los forasteros si se puede leer. Hasta los folletos de ofertas de los grandes supermercados que se niega a visitar.
—¿Le habría gustado seguir estudiando?
—¡Hombre! Mejor habría sido que guardar ovejas.
—¿Tenía alguna idea de lo que querría ser de mayor?
—Ay, a mí eso no me lo decían. “A guardar las ovejas”...
Sinforosa y Juan Martín se conocieron por aquella época. A ella le tocó cuidar de las ovejas cuando su hermana mayor se casó y se marchó fuera. Él ya cuidaba el rebaño de su hermano.
—Ella tendría catorce o quince años y yo tendría doce o trece. Ella fue la lista, que se lo buscó más joven y yo caí en la trampa —bromea.
Algunos años después empezaron a “fiestear” en una taberna del pueblo muy próxima a las casas de ambos. Para seducir a Sinforosa, Juan Martín repetía unos versos que había aprendido de memoria: “Quisiera ser hiedra y subir por las paredes, y entrar en tu habitación por ver el dormir que tienes”. Parece ser que aquellas palabras impresionaron a Sinforosa, porque se casaron a los dos años, justo a la vez que una de las hermanas de ella. Fue una boda doble. Sinforosa llevaba un vestido sencillo, oscuro y floreado. Fue un día tan normal para ella que ni siquiera sabe si guarda alguna fotografía. Desde aquella fecha que no recuerda con exactitud, hace unos setenta años, han permanecido aquí. Cada vez más solos.
—Entonces no se llevaba eso de ir de blanco y fui como vamos ahora o como un domingo cualquiera —recuerda Sinforosa.
Después de la boda, la hermana de Sinforosa se fue de La Estrella. No fue un caso aislado. En un terreno abrupto y poco fértil al que el agua no llegaba o llegaba provocando desastres, la vida era cada vez más difícil y marcharse pasó a ser la norma a partir de finales de los años cincuenta. Cuando Sinforosa y Juan Martín se casaron, en La Estrella aún vivían 30 familias que se fueron a lo largo de tres décadas. El éxodo rural que fue vaciando el campo en España hizo el resto.
La despoblación rural no es una peculiaridad de España, sino una tendencia casi global que empezó a dejar a los campesinos sin trabajo tras la mecanización de las tareas agrícolas y que concentró la inversión en las grandes ciudades. A partir de los años cincuenta, España se urbanizó casi de golpe y las ciudades demandaban mano de obra procedente del campo.
Las cifras dicen que 53% del territorio español está en riesgo de despoblación. Es decir que sus municipios tienen menos de 1 000 habitantes. Hay cuatro provincias —Teruel entre ellas— de las que ya han emigrado más de la mitad de sus nacidos. De los 265 908 habitantes que tuvo la provincia de Teruel en su mejor momento demográfico (1910), en 2018 quedaban 135 562. En un siglo la provincia ha perdido la mitad de su población y se queda con 100 personas menos cada mes. La densidad media es de 9.1 habitantes por kilómetro cuadrado —menos de 10 convierte un lugar en desierto demográfico—. Además, se encuentra en la zona con el índice de envejecimiento más alto y el índice de natalidad más bajo de la Unión Europea.
La investigadora Pilar Burillo ha puesto nombre a este abandono propiciado por unas políticas que dejaron en un segundo plano a la población rural: demotanasia. Demos significa “pueblo” y tanasia significa “muerte”.
La zona más despoblada de España, dentro de la cual se encuentra la provincia de Teruel, es conocida como la Laponia del Sur. Dentro de esa Laponia española están los Montes Universales. Según un estudio de catedráticos de la Universidad de Zaragoza de la Asociación Serranía Celtibérica, Montes Universales es ya la zona más despoblada de Europa. Hay un punto en el que la densidad de población no llega ni a un habitante por kilómetro cuadrado.
Pero la población española ha aumentado. Más de 10 millones en apenas un cuarto de siglo. De esa cifra, la mitad se ha ido concentrando en las grandes ciudades. Madrid se ha convertido en una especie de agujero negro que absorbe la población de las comunidades más cercanas pero que salva las periféricas, especialmente costeras. Tal es la capacidad de absorción, que se habla de una nueva ola de despoblación que ya no sólo afecta a los pueblos, sino que ha empezado a vaciar capitales de provincia. Los de Aragón, cuando se marchan, prefieren Cataluña, Madrid y la Comunidad Valenciana, en ese orden, por proximidad y por posibilidades. Los de La Estrella partieron hacia Castellón, Zaragoza y Barcelona.
—No es que se fueran todos de golpe. Pero sí puede que se fueran unos cien en un año. Había un vecino que me decía que cada vez que uno se iba, él se comía un pollo —recuerda Juan Martín.
—¿Quería quedarse solo?
—Pues al final él también se fue.
Era uno de los últimos vecinos de Sinforosa y Juan Martín.
Mientras las ciudades demandaban mano de obra barata, la mecanización de los trabajos agrícolas dejó parada a gran parte del campesinado. Se iban primero y sobre todo los jóvenes. La población iba envejeciendo y el número de muertes empezó a superar el de nacimientos. El desarrollismo acelerado tras décadas de estancamiento benefició a las ciudades y dejó al margen los pueblos. La Estrella no es una excepción. Varios pueblos salpicados por la geografía española cuentan con un solo habitante o dos. A menudo, son ancianos que no pudieron o no quisieron irse. Lo que al principio consistió en quedarse porque la vida estaba ahí y la edad de trabajar se estaba agotando, en algunos casos se acabó convirtiendo en resistencia. Personas como Sinforosa se acostumbraron a ser cuestionadas por quedarse en un lugar del que todos se fueron y lo que en principio era aceptación, arraigo y necesidad de morir donde nacieron dio paso a una tozudez que al forastero le cuesta entender.
—¿Les gustaría que viniera alguien a vivir aquí?
—No. Porque no vendrán. No hay vida —dice Sinforosa.
***
El último fin de semana de mayo, La Estrella parece cualquier cosa menos un lugar habitado por dos ancianos. En la plaza hay una barra portátil en la que varios camareros sirven bebidas y bocadillos. La planta baja de la casa de Sinforosa y Juan Martín está a punto de convertirse en verbena y la alta en comedor. El pueblo está lleno de gente y en la calle que lleva a la ermita hay varios puestos de artesanía. Los coches esconden fachadas semiderruidas y a veces, incluso, suenan las campanas. Entre el tumulto llega Isabel, una mujer alta y morena que ofrece un lugar para dormir y comer.
—Aquí se duerme en colchonetas, nada de señorío —advierte Sinforosa.
Isabel busca un cuarto libre en la hospedería que es la casa de Juan Martín y Sinforosa, donde esta noche todos cenarán, beberán, bailarán y dormirán.
—Vamos arriba a comer —dice en un tono alegre.
La planta alta es el antiguo colegio, un lugar tan alejado del resto del mundo que hasta hace muy poco colgaba de una de sus paredes un mapa que incluía la Unión Soviética. Isabel se reúne con sus amigos, que comen las tradicionales judías de este día en una larga mesa abarrotada de comida.
—Sinforosa se va a quedar aquí hasta el final porque está convencida de que tiene que morir donde nació —dice Isabel durante la cena—. Esta noche, ella y su marido ni siquiera duermen. Hay una gran verbena, con una actuación divertidísima, ya verás.
Lo dice elevando mucho la voz para abrirse paso sobre el ruido que viene de otras mesas. Aunque Isabel es de Castellón, siempre viene a La Estrella el último fin de semana de mayo por su abuelo, que nació aquí y aquí está enterrado. Como ella, acuden unas 200 personas para reunirse en este día tan especial que parece un espejismo.
—Yo no soy creyente, en absoluto. Pero mira lo que llevo colgado —dice, extrayendo bajo su jersey un colgante—. A algo hay que aferrarse cuando pasas momentos difíciles. Son mis raíces; es mi identidad. A mí me hablan de una virgen, y digo: me da igual que sea una virgen o un trozo de piedra. Pero la Virgen de La Estrella...
La romería dura todo el fin de semana, desde que los romeros bajan a pie desde Mosqueruela el sábado a las dos de la tarde hasta que se van el domingo a las cuatro. El domingo acuden a misa, toman el típico rosco y, tras la última procesión, vuelven todos juntos a Mosqueruela. Antaño también se celebraba una romería por San Martín, en noviembre, pero desapareció. Aquel día significaba el fin de la vendimia. Ahora ha perdido el sentido. También tenían lugar rogativas en momentos puntuales con motivo de sequías, plagas y guerra.
Cuando todos se marchan de golpe, queda en La Estrella una sensación como de discoteca vacía y los gatos salen de su escondite. Antes había muchos más, pero los cazadores los confunden con conejos y ahora sólo queda una docena. Todos se llaman Michurrín. Los perros, por su parte, responden al nombre de Pichurrín. Sólo una perra se ha ganado un nombre diferente: Chispa, la perra que encandila a Juan Martín y que ha mantenido encerrada hasta que se han ido los romeros por temor a que le hicieran algo a su “niña”. Las abejas también han vuelto.
—Siempre, cuando salen de la caja, salen de culo, de cara a la colmena. ¿Eso cómo te lo explicas? Salen así para calcular, porque si salen por el otro lado, dirán: “A ver ande vuelvo yo ahora...”. Mala desgracia que no venga. Si se terminara la colmena, que no quedara ni una, nosotros no viviríamos diez años.
Cuando al fin se quedan solos, retoman sus tareas cotidianas y Sinforosa reconoce a medias cierto alivio.
—¿A usted le gusta que venga toda esta gente?
—Si vinieran to’s los días, acostumbrá a estar sola…
—Tanta gente, de repente…
—Te marean, te marean. Y si estuviéramos en otra casa, cambia. Pero esta casa y aquella son de la iglesia. Pero bueno, un día…
Sinforosa y Martín van juntos al huerto, cargando cubos de pienso para los perros y la comida para las gallinas. Está a punto de anochecer. Al volver a la cocina, Sinforosa fríe patatas para la cena en una sartén de porcelana con un mango de madera que hizo Juan Martín.
La cocina es pequeña. Sobre un suelo de piedra hay dos mesas repletas de comida y utensilios frente a una cocina de gas butano. La chimenea todavía desprende olor a tizones. Sólo hace una década que usan gas butano, aunque habían comprado una cocina mucho tiempo antes. Por miedo a que pudiera explotar, Sinforosa la mantuvo escondida en una habitación durante años y siguió cocinando en la lumbre. Juan Martín consiguió convencerla de sus ventajas y le hizo ver que además no tenía sentido esconderla en una habitación. Hasta hace una década, iluminaban la casa con candiles y teas, pero ahora cuentan con paneles solares y un motor que provee electricidad.
Con la cena lista, Juan Martín aparece con un pan que compró en un pueblo cercano la última vez que hizo la compra; un pan que le dura tres o cuatro días. Sinforosa se niega a comer, pero acompaña a la mesa e insiste constantemente en freír huevos.
—Deja, que estamos con las patatas. Ahora los preparo yo —dice él.
El reloj de la cocina marca una hora menos que la hora real. Los cambios de horario, cada verano e invierno, a ellos poco les importan, porque su reloj de pared está sincronizado con los relojes solares de afuera.
***
Han pasado tres años desde entonces. El punto que da inicio a la angosta pista forestal que lleva a La Estrella está en obras. El caudal del río lleva más agua, dos niñas juegan en la plaza mientras un adulto come dentro de un coche. Los gatos que alimenta Sinforosa se han multiplicado. También han plantado encinas nuevas. Las encinas nuevas, las niñas, la pareja joven, el hombre que come pensando en mañana, el río y los gatos dan forma a una promesa, un deseo o un espejismo.
Sinforosa está sentada en el banco. Ahora tiene 87 años y el pelo igual de blanco, con idénticas ondas. Está ahí, como estatua de carne y hueso, como una alegoría de sí misma, cuidadora del lugar en el que ha previsto morir. Al final del poyo está Juan Martín. Con los ojos medio escondidos bajo una gorra oscura y barba de varios días, machaca almendrucos sobre un tronco. Extiende la mano y ofrece unas almendras. No queda claro si el suyo es un gesto de bienvenida o una estrategia de despiste.
Mientras su marido sigue cascando almendrucos, Sinforosa entra en la casa y sale de ella con un bote oxidado y lo agita. El sonido del pienso al golpear contra la hojalata congrega a todos los gatos junto a la morera que preside la plaza y da pie a una batalla en la que está claro cuáles van a perder antes de que el pienso toque el suelo. Los gatos terminan apresuradamente su banquete y se esfuman. Llega un viento frío, como cargado de agua, y se convierte en el augurio de algo que Sinforosa ya sabía mucho antes: que va a llover. Sinforosa, en este momento en el que todo parece quedar en suspenso, demuestra que su dominio de la meteorología está casi tan intacto como la memoria de su marido:
—Esto es vida. Este aire vaporea todo.
El hombre que comía dentro del coche desciende, se presenta como Vicente y despeja las últimas dudas: sólo viene de visita; suele hacerlo a menudo.
Llega la lluvia y Juan Martín y Sinforosa, que han servido una infusión al aire libre, se mantienen inmóviles bajo el agua. La lluvia aprieta. Entonces deciden subir a la planta alta de la casa y encender fuego. Hasta Juan Martín, que piensa que “por delante te quema y por detrás te hiela”, cree que lo mejor será cargar unos troncos y unas ramas de romero.
Juan Martín entra en la casa con una caja cargada de ramas. Se para en la escalera, con la caja sobre la pierna izquierda, mientras cuenta cómo hizo una llave maestra para todas las casas antiguas del pueblo y cómo arregló la cocina de gas butano, que dejó de funcionar hace poco. Viste un pantalón de pana marrón, chaqueta oscura y camisa de franela de cuadros. Sinforosa sube tras él, pisando fuerte con sus botas de montaña. Todas las habitaciones de la hospedería quedan abajo. La pareja atraviesa la sala que era el antiguo colegio y accede a una amplia cocina. Bajo una enorme chimenea de piedra, Sinforosa empieza a colocar las ramas que ha traído su marido y les prende fuego y acerca una silla de mimbre. Juan Martín y Sinforosa han seguido plantando encinas, recogiendo huevos y dando de comer a los perros y a los gatos. Viven con una pensión que entre los dos no supera los 1 200 euros. Todo lo que antes tenían aquí, como el pan y las legumbres, ahora lo trae Juan Martín con su Land Rover una vez a la semana desde Vistabella, porque aquí no hay dónde comprar. Cuando llega el invierno, la pareja hace acopio de alimentos. El difícil acceso les ha traído varias decepciones, tanto con el personal sanitario como con la Guardia Civil. Cuando Sinforosa se cayó y se rompió la cadera, recuerda Juan Martín, no vino la ambulancia del pueblo que le correspondía, sino la de otro. Algo similar ocurre con la Guardia Civil.
—Alguna vez los llamaron de masías cercanas y no vinieron —lamenta Juan Martín.
Hace tres inviernos se quedaron completamente incomunicados. Hacía tiempo que no ocurría, pero no les sorprendió demasiado.
—Había un metro de nieve y no se podía salir de aquí —recuerda él.
—Pero bueno, siempre compras antes —dice ella.
Después de llenar la mesa de comida, Martín coloca un pan redondo contra su pecho y, desde el otro lado, arrastra la navaja que él mismo hizo, con el pulgar de la mano derecha sobre el pan.
A Sinforosa se le rompen las tenazas en la mano mientras trata de mantener el fuego.
—Esto está roto —dice, partiendo troncos.
—Todo se cansa de servir. Todo se rompe —responde Juan Martín, con las manos cruzadas, los codos apoyados sobre las rodillas y sin ninguna nostalgia: entre risas.
Sinforosa a veces para de avivar el fuego, se levanta y se asoma a la ventana para comprobar que aún queda sol. Cuando regresa a la silla, cuenta que no tiene ningún interés en hacer algo que nunca hizo: subir a un avión.
—Es que ir por el aire no apetece…
Ni por tierra: ella no sale de La Estrella desde hace años.
Cuando pregunto por el cementerio, ella me disuade de visitarlo y Martín aclara:
—Su padre fue la última persona que se ha enterrado aquí. Que sin estar malo se murió durmiendo. No se sabe ni dónde está, de la hierba que hay.
—Allí no hay más que matas. No se ve nada. No merece la pena ir —dice Sinforosa.
Aunque no quiera ir, aunque deje que la hierba vaya cubriendo las tumbas y borrando la memoria del pueblo que cuida, al fondo de esas negaciones repetidas parece que hay algo que no cuenta. Entre los que han vivido en el campo durante toda su vida y han trabajado la tierra, morir donde se nació es un deseo casi universal. Queda claro que es mejor olvidarse del cementerio cuando Vicente, que se ha unido a nosotros junto a la lumbre, dice:
—¿Sabes por qué creo que Sinforosa no se va en realidad? Por su hija. Estoy convencido de que se quedó por ella —dice Vicente, que lleva doce años visitando La Estrella sólo para hablar con Sinforosa y Juan Martín, ver amanecer y volver a casa.
Hace mucho que Sinforosa entró en esa categoría de madres sin hijos que nadie se ha atrevido a nombrar porque quizá sea mejor conjurarla mediante el silencio. Su hija tenía 11 años. Un día se fue de la escuela antes de tiempo con un fuerte dolor de cabeza hacia la casa de su tía. Le dijo que avisara a su madre porque se estaba muriendo. No sabía la niña que le estaba dando un derrame cerebral, pero lo cierto es que murió.
Puede que Vicente tenga razón porque al final uno es de donde se quedan sus muertos. Y es ahí donde quiere morir. A Sinforosa le pertenecen tanto el último difunto como el último niño de su aldea. Ser la última es un imperativo genético para ella.
El fuego se agota. El cielo, entrada la noche, se despeja, se llena de estrellas y da sentido al nombre del pueblo. Desde que se ha ido el sol, se ha parado el tiempo. Ahora no es ninguna hora.
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Sinforosa y Juan Martín han vivido solos desde hace cuatro décadas en La Estrella. Nadie más habita este pueblo solitario en la provincia de Teruel, España, que llegó a tener alrededor de 200 habitantes y en el que marcharse pasó a ser la norma.
Los dos últimos habitantes de La Estrella tienen planes a futuro: han plantado encinas. Parece un aviso, una declaración de intenciones que se revela nada más llegar a este barrio rural español perteneciente a Mosqueruela y ubicado en el Maestrazgo aragonés, en la provincia de Teruel, junto al límite de la de Castellón.
Sinforosa Sancho está sentada en el banco de la puerta de su casa, templada por el sol, rodeada de gatos y envuelta en silencio. Aquí, al fondo de un barranco de difícil acceso, en una ladera rocosa, ella y su marido, Juan Martín Colomer, han vivido solos desde hace casi cuatro décadas en una de las dos hospederías de la iglesia. En estas calles, en las que crece la hierba, llegaron a convivir alrededor de 200 personas. El aislamiento, una naturaleza hostil, el hambre de posguerra y, sobre todo, el éxodo rural desde finales de los años cincuenta, fueron vaciando la aldea hasta que en los años ochenta sólo quedaron aquí los dos ermitaños, a una edad en la que ya nadie se marcharía en busca de trabajo. El hijo de Sinforosa y Juan Martín fue el último niño de La Estrella, tras la muerte de su otra hija, a los 11 años, por un derrame cerebral. Después de que se fueran todos los vecinos, el arraigo de Sinforosa se convirtió en resistencia.
—Te has criao así —dice Sinforosa con una sonrisa tímida, como asumiendo que las cosas son como son y no tiene sentido cambiarlas.
Mientras habla, a su espalda se extiende una fachada de tonos pastel, amarilla y rosa. La pintura dibuja ladrillos, columnas, sombras. Es un trampantojo que imita a un edificio neoclásico en el que hay dos relojes solares: uno para la mañana y otro para la tarde. La casa en la que viven Sinforosa y Juan Martín es una de las dos hospederías del obispado que, junto al Santuario de la Virgen de La Estrella, cierran una pequeña plaza presidida por una morera.
[read more]Sinforosa se queda en el banco mientras Juan Martín muestra la aldea: junto a la plaza hay algunas casas reformadas, aunque casi siempre están vacías. Más allá, todo es ruina y abandono. En total, son unas cuarenta viviendas. Hay un horno que no se ha usado durante décadas, un lavadero en el que Sinforosa todavía lava la ropa como antaño y un cementerio que es el único punto al que llega la cobertura móvil. El padre de Sinforosa fue el último enterrado allí. Mientras ella insiste en quedarse, Juan Martín, que preferiría vivir en cualquiera de los pueblos más cercanos, consiente. Ella quiere morir donde nació, morirse con sus muertos, ser la que cierre el pueblo. Por ser la última, siente la necesidad de cuidar hasta el fin lo que una vez fue de todos. Son dos tipos de amor muy distintos los que los retienen. El de ella, por la tierra en la que nació y a la que la une el vínculo inquebrantable con los antepasados. El de él, por Sinforosa.
Para recordar que su lugar en el mundo es Vistabella, un municipio de la provincia de Castellón a unos 17 kilómetros de La Estrella, Martín ha inscrito su nombre y el de su pueblo en una de las puertas de su Land Rover. Es el vehículo del que se vale una vez a la semana para subir, por un camino angosto y zigzagueante, barranco arriba, a hacer la compra en Vistabella. Se encarga él de hacerlo porque Sinforosa no sale de La Estrella ni por un momento. No ha dejado este lugar desde que hace casi una década sufrió una aparatosa caída que le obligó a salir en ambulancia.
—A mi mujer no hay quien la saque de aquí —dice Juan Martín mientras sigue caminando—. Yo me iría a Vistabella. Tenemos casa en Villafranca y en Vistabella y está todo más arreglado. Tienes servicios, tienes ducha, tienes de todo. Aquí te tienes que lavar con una tinaja ahí, de cualquier manera. No es igual…
—Y entonces, ¿por qué no se quiere ir ella?
—Ay, porque sacar a mi mujer de aquí es matarla.
***
La Estrella se ubica en la margen izquierda de un río que separa dos provincias y dos comunidades autónomas, en el punto más despoblado de Europa. De este lado, es Teruel (Aragón); del otro, empieza Castellón (Comunidad Valenciana). De este lado, el río se llama Monleón; del otro, Montlleó. De un lado, el pueblo más cercano es Mosqueruela (Teruel); del otro, es Vistabella (Castellón).
—Aquí hablamos así como a medias, pero nos entendemos —dice Juan Martín.
Un día, hace siglos, cuando aquí no había nada salvo árboles, un pastor de Mosqueruela regresó a su pueblo asegurando que había tenido una visión mariana tan luminosa como cegadora; que había visto cómo una virgen sujetaba un bebé con una mano y mostraba una estrella brillante de ocho puntas con la otra. Los vecinos de Mosqueruela bajaron a ese paraje, cargaron la figura y la dejaron en la iglesia parroquial. Pero la virgen desapareció y, una vez más, el pastor la encontró donde la primera vez. Así ocurrió hasta tres veces. Los vecinos no se resistieron a interpretar el milagro y entendieron que era voluntad de la virgen permanecer en este lugar. Construyeron una ermita y una casa de peregrinos. La ermita inicial era mucho más pequeña que la actual. A medida que se consolidaba el culto mariano en torno al santuario de La Estrella, especialmente desde la construcción de la ermita nueva, iniciada en 1720, se fueron estableciendo cada vez más vecinos, atraídos por el flujo constante de gente y a pesar de la difícil accesibilidad de un lugar que ni siquiera contaba con la pista forestal de 12 kilómetros que hoy da acceso. Por el mismo motivo, se construyó una segunda hospedería. La Estrella creció tanto que llegó a contar con más de 200 habitantes que vivían principalmente de las viñas.
Ahora Juan Martín y Sinforosa se dirigen hacia la ermita. Es una construcción barroca rematada por una cúpula de teja vidriada azul celeste. Sinforosa extrae una llave del bolsillo, la introduce en la cerradura sin éxito. Cuando al fin logra abrir, cede el paso. Martín avanza hacia el altar. La ermita tiene tres naves de crucero cuyas bóvedas están rematadas con pinturas religiosas.
—Se venían a parir a los críos y los mataban y los metían ahí abajo. Tras el altar hay como un cementerio y si se abre, se descubre que está lleno de criaturas —dice Juan Martín, que accede a la parte trasera del altar, abarrotada de exvotos, y pisa fuerte para demostrar que bajo las baldosas tiene que haber un hueco.
Por la escasez de conexiones, la aldea siempre fue conocida como “la paridera del rey” y se convirtió en un lugar perfecto para ocultar embarazos cuya condición se trataba de mantener en secreto.
—Eso que dice es muy antiguo —aclara Sinforosa, como quitándole importancia, mientras mira a su alrededor para asegurarse de que la ermita está impecable y se dirige hacia la puerta.
Cuando vienen los romeros, el último fin de semana de mayo, es la cofradía la que se encarga de limpiar la iglesia antes y después de las rogativas. El resto del año, Sinforosa es la responsable del mantenimiento.
—Eso, la tonta —dice entre risas justo antes de volver a salir a la calle.
—¿Cómo que la tonta?
—Pues porque no me voy.
—¿Y por qué no se va?
—Estás aquí...
La devoción mariana fue a más en La Estrella desde que en el siglo XVII brotara agua después de una prolongada sequía. Con motivo del milagro que cada vez atraía más peregrinos, se amplió el santuario. Lo que entonces se consideró milagro, dos siglos después dio lugar a la catástrofe. En ese mismo templo, una de las fachadas de piedra de sillería da los detalles de cómo la naturaleza empezó a echar a los vecinos. La inscripción reza:
R.I.P.DILUVIO en la ESTRELLA9. Octubre. 1883.17 casas destruidas26 personas Muertas
De lo que ocurrió, quedan las huellas.
Martín puede imaginar, si alza la vista hacia la ladera y mira con detenimiento, por dónde cayó el agua exactamente el día del diluvio.
—Los de campo notamos y vemos que hay sitios en los que no ha llegao el agua en la vida —dice Juan Martín—. En 1883 arrastró piedras y de todo. Y mira si hace años, pero se nota que bajó muchísima agua.
En 1883, el despoblamiento en La Estrella empezó como empiezan los peores finales: con un muerto recién nacido.
Había llovido sin descanso durante dos semanas, con sus noches y sus días. El río solía arrastrar un caudal escaso, pero después de aquellos días fue dando algunos avisos de que el peligro estaba por llegar. Cuando aumentó seis metros, se desbordó y arrancó el puente con rabia. Juan Martín tiene la explicación:
—Es que en realidad es un río seco; si llueve mucho, sale loco.
Una riada arrastró árboles y rocas en su descenso por el barranco que da cobijo y acceso a la aldea y destruyó las casas y mató familias enteras. El estruendo despertó a los vecinos. Algunos partieron a pie hacia Mosqueruela. De noche, cuesta arriba y con la lluvia en contra, lograron hacer en dos horas un camino que normalmente requiere casi cinco. En el pueblo ya estaba Antonio Meseguer, que había llegado en busca de un médico porque su mujer se había puesto de parto. La intensidad de la tormenta retrasó su regreso y le libró de ver cómo todos los suyos morían, incluido el recién nacido. Pero no lo salvó de encontrarse todos los cadáveres de su familia y de las vecinas que asistieron a su mujer, a la que halló aferrada al cordón umbilical.
No todos los cuerpos estaban a la vista y los vecinos estuvieron buscándolos durante dos semanas. Encontraron veintiuno. A los otros cinco los dieron por muertos.
Aunque Sinforosa mira las nubes y sabe qué va a ocurrir, lo cierto es que lo que hace el agua aquí nunca es completamente predecible. Dice Juan Martín que el problema de La Estrella es que “las tormentas no llegan al punto; no llegan cuando tienen que llegar”.
—Aquí es muy pobre de agua. En alguna época, hace 200 años, siempre había agua, pero desde hace setenta años… Se ha terminao, hija —dice con resignación—. El agua parece que es muy llana, pero cuando viene es corriente y se retiene mal.
Quedan otras huellas de la inundación: un brote que habla de la vida y de la resistencia y que a los únicos vecinos de La Estrella les parece sagrado. Es lo que queda de un olivo al que se aferró una pareja para que no la arrastrara la corriente. Gracias al árbol, ambos lograron salvarse y su historia pasó de abuelos a nietos.
Tras el diluvio, se extendió entre los vecinos un rumor que tenía que ver con su aislamiento y que se convirtió en leyenda después de varias generaciones. Después de la tormenta alguien dijo que una de esas mujeres cuyo embarazo se ocultó se había negado a desprenderse de su hijo recién nacido. Como no consiguió retenerlo, cuenta hoy la leyenda, lanzó una maldición que invocaba la lluvia, los truenos, la muerte.
Varias décadas después del diluvio, llegó la Guerra Civil española. Aquel verano de 1936, Juan Martín ya caminaba, aunque todavía no hablaba. Su primer recuerdo, aún intacto, pertenece a esos días extraños. Estaba en el campo, jugando con el cedazo que usaban sus padres para aventar el trigo. Se cortó un dedo con el cierre metálico y su padre le untó la mano con resina. Después, Juan Martín apenas volvió a verlo.
Por su aislamiento, La Estrella se convirtió en un lugar de paso para el maquis, la resistencia antifranquista que se echó al monte durante y, sobre todo, después de la Guerra Civil. Desde muy pequeño, Martín pagó las consecuencias de vivir en un lugar que despertaba sospechas. La Guardia Civil merodeaba siempre por la aldea en busca de maquis. Y, recuerda Martín, de comida.
—Y el hambre también es viva cuando no tienes na’ que comer.
—Viva…
—No hay cosa más viva que el hambre. ¿Por qué te crees que había tanta bruja y brujería? Porque la gente estaba débil; no comía. Se quedaron callados y aún no sé cómo no me pegaron un tiro.
La Guardia Civil sospechaba que el padre de Juan Martín era un enlace que alimentaba a los maquis de la zona y les ayudaba a ocultarse. Era habitual que se presentaran en casa; unas veces vestidos de uniforme y otras de paisanos. Creían que Juan Martín, que era ya un niño de siete años, no se enteraba de nada. Así que un día aparecieron en su casa haciéndose pasar por maquis, por si tenían la suerte de que delatara a su padre. “¿Y cómo es que el otro día vinisteis vestidos de guardias civiles y hoy de maquis?”, les dijo. Finalmente acusaron al padre de enlace y lo fusilaron. A la madre la encarcelaron durante cinco años.
En esos años, La Estrella, que había llegado a tener alrededor de 200 habitantes, se fue vaciando. Al problema de la sequía, las tormentas impuntuales y el terreno que impedía el cultivo, se unió la hambruna de la posguerra.
—El que tenía patatas era un campeón —recuerda Juan Martín—. El que tenía padre o madre, ya comía. Nos daban racionamiento los ayuntamientos. A los que pertenecían a Mosqueruela, se lo daban allí, y al que pertenecía a la parte valenciana de Villafranca, pues allí. Pero eso no se podía comer porque estaba malo. La gente no podía, no tenía vida. Se iban a Barcelona, Castellón, Zaragoza…
A la familia de Sinforosa no le fue tan mal.
—Después de la guerra, a mis padres les dijeron si querían pasar aquí —dice en la casa que comparte con Juan Martín desde hace setenta años, que es la más grande de las dos hospederías—. Yo tenía un miedo de estar ahí, con seis años… Se iba mi madre a la fuente y yo en casa no me quedaba. En la que habíamos vivido ya no cambiamos porque tenían una cerda de cría y cuando paría había que sacar al macho a la calle porque no cabía en el corral, entre tantos animales.
Para Sinforosa, la mudanza fue traumática. La casa en la que vive hoy y que se niega a dejar, le parecía entonces un lugar aterrador. Es una casa de tres plantas y varias habitaciones. En la planta alta del edificio estaba la escuela, pero Sinforosa no aprendió a leer en la escuela, a pesar de que la tenía en su casa. Tuvo que dejarla demasiado pronto para cuidar las ovejas de su familia. Nadie le preguntó nunca qué quería ser de mayor porque no había opciones. Pero tenía inquietud y tenía libros que leía su madre. Antes de ir al campo con las ovejas, Sinforosa guardaba alguno de los libros y se reunía con Teófila, otra niña pastora que antes de salir de casa con su rebaño actuaba del mismo modo. Aprendieron a leer juntas. Solas. Desde entonces, a Sinforosa le fascina todo lo que traen los forasteros si se puede leer. Hasta los folletos de ofertas de los grandes supermercados que se niega a visitar.
—¿Le habría gustado seguir estudiando?
—¡Hombre! Mejor habría sido que guardar ovejas.
—¿Tenía alguna idea de lo que querría ser de mayor?
—Ay, a mí eso no me lo decían. “A guardar las ovejas”...
Sinforosa y Juan Martín se conocieron por aquella época. A ella le tocó cuidar de las ovejas cuando su hermana mayor se casó y se marchó fuera. Él ya cuidaba el rebaño de su hermano.
—Ella tendría catorce o quince años y yo tendría doce o trece. Ella fue la lista, que se lo buscó más joven y yo caí en la trampa —bromea.
Algunos años después empezaron a “fiestear” en una taberna del pueblo muy próxima a las casas de ambos. Para seducir a Sinforosa, Juan Martín repetía unos versos que había aprendido de memoria: “Quisiera ser hiedra y subir por las paredes, y entrar en tu habitación por ver el dormir que tienes”. Parece ser que aquellas palabras impresionaron a Sinforosa, porque se casaron a los dos años, justo a la vez que una de las hermanas de ella. Fue una boda doble. Sinforosa llevaba un vestido sencillo, oscuro y floreado. Fue un día tan normal para ella que ni siquiera sabe si guarda alguna fotografía. Desde aquella fecha que no recuerda con exactitud, hace unos setenta años, han permanecido aquí. Cada vez más solos.
—Entonces no se llevaba eso de ir de blanco y fui como vamos ahora o como un domingo cualquiera —recuerda Sinforosa.
Después de la boda, la hermana de Sinforosa se fue de La Estrella. No fue un caso aislado. En un terreno abrupto y poco fértil al que el agua no llegaba o llegaba provocando desastres, la vida era cada vez más difícil y marcharse pasó a ser la norma a partir de finales de los años cincuenta. Cuando Sinforosa y Juan Martín se casaron, en La Estrella aún vivían 30 familias que se fueron a lo largo de tres décadas. El éxodo rural que fue vaciando el campo en España hizo el resto.
La despoblación rural no es una peculiaridad de España, sino una tendencia casi global que empezó a dejar a los campesinos sin trabajo tras la mecanización de las tareas agrícolas y que concentró la inversión en las grandes ciudades. A partir de los años cincuenta, España se urbanizó casi de golpe y las ciudades demandaban mano de obra procedente del campo.
Las cifras dicen que 53% del territorio español está en riesgo de despoblación. Es decir que sus municipios tienen menos de 1 000 habitantes. Hay cuatro provincias —Teruel entre ellas— de las que ya han emigrado más de la mitad de sus nacidos. De los 265 908 habitantes que tuvo la provincia de Teruel en su mejor momento demográfico (1910), en 2018 quedaban 135 562. En un siglo la provincia ha perdido la mitad de su población y se queda con 100 personas menos cada mes. La densidad media es de 9.1 habitantes por kilómetro cuadrado —menos de 10 convierte un lugar en desierto demográfico—. Además, se encuentra en la zona con el índice de envejecimiento más alto y el índice de natalidad más bajo de la Unión Europea.
La investigadora Pilar Burillo ha puesto nombre a este abandono propiciado por unas políticas que dejaron en un segundo plano a la población rural: demotanasia. Demos significa “pueblo” y tanasia significa “muerte”.
La zona más despoblada de España, dentro de la cual se encuentra la provincia de Teruel, es conocida como la Laponia del Sur. Dentro de esa Laponia española están los Montes Universales. Según un estudio de catedráticos de la Universidad de Zaragoza de la Asociación Serranía Celtibérica, Montes Universales es ya la zona más despoblada de Europa. Hay un punto en el que la densidad de población no llega ni a un habitante por kilómetro cuadrado.
Pero la población española ha aumentado. Más de 10 millones en apenas un cuarto de siglo. De esa cifra, la mitad se ha ido concentrando en las grandes ciudades. Madrid se ha convertido en una especie de agujero negro que absorbe la población de las comunidades más cercanas pero que salva las periféricas, especialmente costeras. Tal es la capacidad de absorción, que se habla de una nueva ola de despoblación que ya no sólo afecta a los pueblos, sino que ha empezado a vaciar capitales de provincia. Los de Aragón, cuando se marchan, prefieren Cataluña, Madrid y la Comunidad Valenciana, en ese orden, por proximidad y por posibilidades. Los de La Estrella partieron hacia Castellón, Zaragoza y Barcelona.
—No es que se fueran todos de golpe. Pero sí puede que se fueran unos cien en un año. Había un vecino que me decía que cada vez que uno se iba, él se comía un pollo —recuerda Juan Martín.
—¿Quería quedarse solo?
—Pues al final él también se fue.
Era uno de los últimos vecinos de Sinforosa y Juan Martín.
Mientras las ciudades demandaban mano de obra barata, la mecanización de los trabajos agrícolas dejó parada a gran parte del campesinado. Se iban primero y sobre todo los jóvenes. La población iba envejeciendo y el número de muertes empezó a superar el de nacimientos. El desarrollismo acelerado tras décadas de estancamiento benefició a las ciudades y dejó al margen los pueblos. La Estrella no es una excepción. Varios pueblos salpicados por la geografía española cuentan con un solo habitante o dos. A menudo, son ancianos que no pudieron o no quisieron irse. Lo que al principio consistió en quedarse porque la vida estaba ahí y la edad de trabajar se estaba agotando, en algunos casos se acabó convirtiendo en resistencia. Personas como Sinforosa se acostumbraron a ser cuestionadas por quedarse en un lugar del que todos se fueron y lo que en principio era aceptación, arraigo y necesidad de morir donde nacieron dio paso a una tozudez que al forastero le cuesta entender.
—¿Les gustaría que viniera alguien a vivir aquí?
—No. Porque no vendrán. No hay vida —dice Sinforosa.
***
El último fin de semana de mayo, La Estrella parece cualquier cosa menos un lugar habitado por dos ancianos. En la plaza hay una barra portátil en la que varios camareros sirven bebidas y bocadillos. La planta baja de la casa de Sinforosa y Juan Martín está a punto de convertirse en verbena y la alta en comedor. El pueblo está lleno de gente y en la calle que lleva a la ermita hay varios puestos de artesanía. Los coches esconden fachadas semiderruidas y a veces, incluso, suenan las campanas. Entre el tumulto llega Isabel, una mujer alta y morena que ofrece un lugar para dormir y comer.
—Aquí se duerme en colchonetas, nada de señorío —advierte Sinforosa.
Isabel busca un cuarto libre en la hospedería que es la casa de Juan Martín y Sinforosa, donde esta noche todos cenarán, beberán, bailarán y dormirán.
—Vamos arriba a comer —dice en un tono alegre.
La planta alta es el antiguo colegio, un lugar tan alejado del resto del mundo que hasta hace muy poco colgaba de una de sus paredes un mapa que incluía la Unión Soviética. Isabel se reúne con sus amigos, que comen las tradicionales judías de este día en una larga mesa abarrotada de comida.
—Sinforosa se va a quedar aquí hasta el final porque está convencida de que tiene que morir donde nació —dice Isabel durante la cena—. Esta noche, ella y su marido ni siquiera duermen. Hay una gran verbena, con una actuación divertidísima, ya verás.
Lo dice elevando mucho la voz para abrirse paso sobre el ruido que viene de otras mesas. Aunque Isabel es de Castellón, siempre viene a La Estrella el último fin de semana de mayo por su abuelo, que nació aquí y aquí está enterrado. Como ella, acuden unas 200 personas para reunirse en este día tan especial que parece un espejismo.
—Yo no soy creyente, en absoluto. Pero mira lo que llevo colgado —dice, extrayendo bajo su jersey un colgante—. A algo hay que aferrarse cuando pasas momentos difíciles. Son mis raíces; es mi identidad. A mí me hablan de una virgen, y digo: me da igual que sea una virgen o un trozo de piedra. Pero la Virgen de La Estrella...
La romería dura todo el fin de semana, desde que los romeros bajan a pie desde Mosqueruela el sábado a las dos de la tarde hasta que se van el domingo a las cuatro. El domingo acuden a misa, toman el típico rosco y, tras la última procesión, vuelven todos juntos a Mosqueruela. Antaño también se celebraba una romería por San Martín, en noviembre, pero desapareció. Aquel día significaba el fin de la vendimia. Ahora ha perdido el sentido. También tenían lugar rogativas en momentos puntuales con motivo de sequías, plagas y guerra.
Cuando todos se marchan de golpe, queda en La Estrella una sensación como de discoteca vacía y los gatos salen de su escondite. Antes había muchos más, pero los cazadores los confunden con conejos y ahora sólo queda una docena. Todos se llaman Michurrín. Los perros, por su parte, responden al nombre de Pichurrín. Sólo una perra se ha ganado un nombre diferente: Chispa, la perra que encandila a Juan Martín y que ha mantenido encerrada hasta que se han ido los romeros por temor a que le hicieran algo a su “niña”. Las abejas también han vuelto.
—Siempre, cuando salen de la caja, salen de culo, de cara a la colmena. ¿Eso cómo te lo explicas? Salen así para calcular, porque si salen por el otro lado, dirán: “A ver ande vuelvo yo ahora...”. Mala desgracia que no venga. Si se terminara la colmena, que no quedara ni una, nosotros no viviríamos diez años.
Cuando al fin se quedan solos, retoman sus tareas cotidianas y Sinforosa reconoce a medias cierto alivio.
—¿A usted le gusta que venga toda esta gente?
—Si vinieran to’s los días, acostumbrá a estar sola…
—Tanta gente, de repente…
—Te marean, te marean. Y si estuviéramos en otra casa, cambia. Pero esta casa y aquella son de la iglesia. Pero bueno, un día…
Sinforosa y Martín van juntos al huerto, cargando cubos de pienso para los perros y la comida para las gallinas. Está a punto de anochecer. Al volver a la cocina, Sinforosa fríe patatas para la cena en una sartén de porcelana con un mango de madera que hizo Juan Martín.
La cocina es pequeña. Sobre un suelo de piedra hay dos mesas repletas de comida y utensilios frente a una cocina de gas butano. La chimenea todavía desprende olor a tizones. Sólo hace una década que usan gas butano, aunque habían comprado una cocina mucho tiempo antes. Por miedo a que pudiera explotar, Sinforosa la mantuvo escondida en una habitación durante años y siguió cocinando en la lumbre. Juan Martín consiguió convencerla de sus ventajas y le hizo ver que además no tenía sentido esconderla en una habitación. Hasta hace una década, iluminaban la casa con candiles y teas, pero ahora cuentan con paneles solares y un motor que provee electricidad.
Con la cena lista, Juan Martín aparece con un pan que compró en un pueblo cercano la última vez que hizo la compra; un pan que le dura tres o cuatro días. Sinforosa se niega a comer, pero acompaña a la mesa e insiste constantemente en freír huevos.
—Deja, que estamos con las patatas. Ahora los preparo yo —dice él.
El reloj de la cocina marca una hora menos que la hora real. Los cambios de horario, cada verano e invierno, a ellos poco les importan, porque su reloj de pared está sincronizado con los relojes solares de afuera.
***
Han pasado tres años desde entonces. El punto que da inicio a la angosta pista forestal que lleva a La Estrella está en obras. El caudal del río lleva más agua, dos niñas juegan en la plaza mientras un adulto come dentro de un coche. Los gatos que alimenta Sinforosa se han multiplicado. También han plantado encinas nuevas. Las encinas nuevas, las niñas, la pareja joven, el hombre que come pensando en mañana, el río y los gatos dan forma a una promesa, un deseo o un espejismo.
Sinforosa está sentada en el banco. Ahora tiene 87 años y el pelo igual de blanco, con idénticas ondas. Está ahí, como estatua de carne y hueso, como una alegoría de sí misma, cuidadora del lugar en el que ha previsto morir. Al final del poyo está Juan Martín. Con los ojos medio escondidos bajo una gorra oscura y barba de varios días, machaca almendrucos sobre un tronco. Extiende la mano y ofrece unas almendras. No queda claro si el suyo es un gesto de bienvenida o una estrategia de despiste.
Mientras su marido sigue cascando almendrucos, Sinforosa entra en la casa y sale de ella con un bote oxidado y lo agita. El sonido del pienso al golpear contra la hojalata congrega a todos los gatos junto a la morera que preside la plaza y da pie a una batalla en la que está claro cuáles van a perder antes de que el pienso toque el suelo. Los gatos terminan apresuradamente su banquete y se esfuman. Llega un viento frío, como cargado de agua, y se convierte en el augurio de algo que Sinforosa ya sabía mucho antes: que va a llover. Sinforosa, en este momento en el que todo parece quedar en suspenso, demuestra que su dominio de la meteorología está casi tan intacto como la memoria de su marido:
—Esto es vida. Este aire vaporea todo.
El hombre que comía dentro del coche desciende, se presenta como Vicente y despeja las últimas dudas: sólo viene de visita; suele hacerlo a menudo.
Llega la lluvia y Juan Martín y Sinforosa, que han servido una infusión al aire libre, se mantienen inmóviles bajo el agua. La lluvia aprieta. Entonces deciden subir a la planta alta de la casa y encender fuego. Hasta Juan Martín, que piensa que “por delante te quema y por detrás te hiela”, cree que lo mejor será cargar unos troncos y unas ramas de romero.
Juan Martín entra en la casa con una caja cargada de ramas. Se para en la escalera, con la caja sobre la pierna izquierda, mientras cuenta cómo hizo una llave maestra para todas las casas antiguas del pueblo y cómo arregló la cocina de gas butano, que dejó de funcionar hace poco. Viste un pantalón de pana marrón, chaqueta oscura y camisa de franela de cuadros. Sinforosa sube tras él, pisando fuerte con sus botas de montaña. Todas las habitaciones de la hospedería quedan abajo. La pareja atraviesa la sala que era el antiguo colegio y accede a una amplia cocina. Bajo una enorme chimenea de piedra, Sinforosa empieza a colocar las ramas que ha traído su marido y les prende fuego y acerca una silla de mimbre. Juan Martín y Sinforosa han seguido plantando encinas, recogiendo huevos y dando de comer a los perros y a los gatos. Viven con una pensión que entre los dos no supera los 1 200 euros. Todo lo que antes tenían aquí, como el pan y las legumbres, ahora lo trae Juan Martín con su Land Rover una vez a la semana desde Vistabella, porque aquí no hay dónde comprar. Cuando llega el invierno, la pareja hace acopio de alimentos. El difícil acceso les ha traído varias decepciones, tanto con el personal sanitario como con la Guardia Civil. Cuando Sinforosa se cayó y se rompió la cadera, recuerda Juan Martín, no vino la ambulancia del pueblo que le correspondía, sino la de otro. Algo similar ocurre con la Guardia Civil.
—Alguna vez los llamaron de masías cercanas y no vinieron —lamenta Juan Martín.
Hace tres inviernos se quedaron completamente incomunicados. Hacía tiempo que no ocurría, pero no les sorprendió demasiado.
—Había un metro de nieve y no se podía salir de aquí —recuerda él.
—Pero bueno, siempre compras antes —dice ella.
Después de llenar la mesa de comida, Martín coloca un pan redondo contra su pecho y, desde el otro lado, arrastra la navaja que él mismo hizo, con el pulgar de la mano derecha sobre el pan.
A Sinforosa se le rompen las tenazas en la mano mientras trata de mantener el fuego.
—Esto está roto —dice, partiendo troncos.
—Todo se cansa de servir. Todo se rompe —responde Juan Martín, con las manos cruzadas, los codos apoyados sobre las rodillas y sin ninguna nostalgia: entre risas.
Sinforosa a veces para de avivar el fuego, se levanta y se asoma a la ventana para comprobar que aún queda sol. Cuando regresa a la silla, cuenta que no tiene ningún interés en hacer algo que nunca hizo: subir a un avión.
—Es que ir por el aire no apetece…
Ni por tierra: ella no sale de La Estrella desde hace años.
Cuando pregunto por el cementerio, ella me disuade de visitarlo y Martín aclara:
—Su padre fue la última persona que se ha enterrado aquí. Que sin estar malo se murió durmiendo. No se sabe ni dónde está, de la hierba que hay.
—Allí no hay más que matas. No se ve nada. No merece la pena ir —dice Sinforosa.
Aunque no quiera ir, aunque deje que la hierba vaya cubriendo las tumbas y borrando la memoria del pueblo que cuida, al fondo de esas negaciones repetidas parece que hay algo que no cuenta. Entre los que han vivido en el campo durante toda su vida y han trabajado la tierra, morir donde se nació es un deseo casi universal. Queda claro que es mejor olvidarse del cementerio cuando Vicente, que se ha unido a nosotros junto a la lumbre, dice:
—¿Sabes por qué creo que Sinforosa no se va en realidad? Por su hija. Estoy convencido de que se quedó por ella —dice Vicente, que lleva doce años visitando La Estrella sólo para hablar con Sinforosa y Juan Martín, ver amanecer y volver a casa.
Hace mucho que Sinforosa entró en esa categoría de madres sin hijos que nadie se ha atrevido a nombrar porque quizá sea mejor conjurarla mediante el silencio. Su hija tenía 11 años. Un día se fue de la escuela antes de tiempo con un fuerte dolor de cabeza hacia la casa de su tía. Le dijo que avisara a su madre porque se estaba muriendo. No sabía la niña que le estaba dando un derrame cerebral, pero lo cierto es que murió.
Puede que Vicente tenga razón porque al final uno es de donde se quedan sus muertos. Y es ahí donde quiere morir. A Sinforosa le pertenecen tanto el último difunto como el último niño de su aldea. Ser la última es un imperativo genético para ella.
El fuego se agota. El cielo, entrada la noche, se despeja, se llena de estrellas y da sentido al nombre del pueblo. Desde que se ha ido el sol, se ha parado el tiempo. Ahora no es ninguna hora.
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Sinforosa y Juan Martín han vivido solos desde hace cuatro décadas en La Estrella. Nadie más habita este pueblo solitario en la provincia de Teruel, España, que llegó a tener alrededor de 200 habitantes y en el que marcharse pasó a ser la norma.
Los dos últimos habitantes de La Estrella tienen planes a futuro: han plantado encinas. Parece un aviso, una declaración de intenciones que se revela nada más llegar a este barrio rural español perteneciente a Mosqueruela y ubicado en el Maestrazgo aragonés, en la provincia de Teruel, junto al límite de la de Castellón.
Sinforosa Sancho está sentada en el banco de la puerta de su casa, templada por el sol, rodeada de gatos y envuelta en silencio. Aquí, al fondo de un barranco de difícil acceso, en una ladera rocosa, ella y su marido, Juan Martín Colomer, han vivido solos desde hace casi cuatro décadas en una de las dos hospederías de la iglesia. En estas calles, en las que crece la hierba, llegaron a convivir alrededor de 200 personas. El aislamiento, una naturaleza hostil, el hambre de posguerra y, sobre todo, el éxodo rural desde finales de los años cincuenta, fueron vaciando la aldea hasta que en los años ochenta sólo quedaron aquí los dos ermitaños, a una edad en la que ya nadie se marcharía en busca de trabajo. El hijo de Sinforosa y Juan Martín fue el último niño de La Estrella, tras la muerte de su otra hija, a los 11 años, por un derrame cerebral. Después de que se fueran todos los vecinos, el arraigo de Sinforosa se convirtió en resistencia.
—Te has criao así —dice Sinforosa con una sonrisa tímida, como asumiendo que las cosas son como son y no tiene sentido cambiarlas.
Mientras habla, a su espalda se extiende una fachada de tonos pastel, amarilla y rosa. La pintura dibuja ladrillos, columnas, sombras. Es un trampantojo que imita a un edificio neoclásico en el que hay dos relojes solares: uno para la mañana y otro para la tarde. La casa en la que viven Sinforosa y Juan Martín es una de las dos hospederías del obispado que, junto al Santuario de la Virgen de La Estrella, cierran una pequeña plaza presidida por una morera.
[read more]Sinforosa se queda en el banco mientras Juan Martín muestra la aldea: junto a la plaza hay algunas casas reformadas, aunque casi siempre están vacías. Más allá, todo es ruina y abandono. En total, son unas cuarenta viviendas. Hay un horno que no se ha usado durante décadas, un lavadero en el que Sinforosa todavía lava la ropa como antaño y un cementerio que es el único punto al que llega la cobertura móvil. El padre de Sinforosa fue el último enterrado allí. Mientras ella insiste en quedarse, Juan Martín, que preferiría vivir en cualquiera de los pueblos más cercanos, consiente. Ella quiere morir donde nació, morirse con sus muertos, ser la que cierre el pueblo. Por ser la última, siente la necesidad de cuidar hasta el fin lo que una vez fue de todos. Son dos tipos de amor muy distintos los que los retienen. El de ella, por la tierra en la que nació y a la que la une el vínculo inquebrantable con los antepasados. El de él, por Sinforosa.
Para recordar que su lugar en el mundo es Vistabella, un municipio de la provincia de Castellón a unos 17 kilómetros de La Estrella, Martín ha inscrito su nombre y el de su pueblo en una de las puertas de su Land Rover. Es el vehículo del que se vale una vez a la semana para subir, por un camino angosto y zigzagueante, barranco arriba, a hacer la compra en Vistabella. Se encarga él de hacerlo porque Sinforosa no sale de La Estrella ni por un momento. No ha dejado este lugar desde que hace casi una década sufrió una aparatosa caída que le obligó a salir en ambulancia.
—A mi mujer no hay quien la saque de aquí —dice Juan Martín mientras sigue caminando—. Yo me iría a Vistabella. Tenemos casa en Villafranca y en Vistabella y está todo más arreglado. Tienes servicios, tienes ducha, tienes de todo. Aquí te tienes que lavar con una tinaja ahí, de cualquier manera. No es igual…
—Y entonces, ¿por qué no se quiere ir ella?
—Ay, porque sacar a mi mujer de aquí es matarla.
***
La Estrella se ubica en la margen izquierda de un río que separa dos provincias y dos comunidades autónomas, en el punto más despoblado de Europa. De este lado, es Teruel (Aragón); del otro, empieza Castellón (Comunidad Valenciana). De este lado, el río se llama Monleón; del otro, Montlleó. De un lado, el pueblo más cercano es Mosqueruela (Teruel); del otro, es Vistabella (Castellón).
—Aquí hablamos así como a medias, pero nos entendemos —dice Juan Martín.
Un día, hace siglos, cuando aquí no había nada salvo árboles, un pastor de Mosqueruela regresó a su pueblo asegurando que había tenido una visión mariana tan luminosa como cegadora; que había visto cómo una virgen sujetaba un bebé con una mano y mostraba una estrella brillante de ocho puntas con la otra. Los vecinos de Mosqueruela bajaron a ese paraje, cargaron la figura y la dejaron en la iglesia parroquial. Pero la virgen desapareció y, una vez más, el pastor la encontró donde la primera vez. Así ocurrió hasta tres veces. Los vecinos no se resistieron a interpretar el milagro y entendieron que era voluntad de la virgen permanecer en este lugar. Construyeron una ermita y una casa de peregrinos. La ermita inicial era mucho más pequeña que la actual. A medida que se consolidaba el culto mariano en torno al santuario de La Estrella, especialmente desde la construcción de la ermita nueva, iniciada en 1720, se fueron estableciendo cada vez más vecinos, atraídos por el flujo constante de gente y a pesar de la difícil accesibilidad de un lugar que ni siquiera contaba con la pista forestal de 12 kilómetros que hoy da acceso. Por el mismo motivo, se construyó una segunda hospedería. La Estrella creció tanto que llegó a contar con más de 200 habitantes que vivían principalmente de las viñas.
Ahora Juan Martín y Sinforosa se dirigen hacia la ermita. Es una construcción barroca rematada por una cúpula de teja vidriada azul celeste. Sinforosa extrae una llave del bolsillo, la introduce en la cerradura sin éxito. Cuando al fin logra abrir, cede el paso. Martín avanza hacia el altar. La ermita tiene tres naves de crucero cuyas bóvedas están rematadas con pinturas religiosas.
—Se venían a parir a los críos y los mataban y los metían ahí abajo. Tras el altar hay como un cementerio y si se abre, se descubre que está lleno de criaturas —dice Juan Martín, que accede a la parte trasera del altar, abarrotada de exvotos, y pisa fuerte para demostrar que bajo las baldosas tiene que haber un hueco.
Por la escasez de conexiones, la aldea siempre fue conocida como “la paridera del rey” y se convirtió en un lugar perfecto para ocultar embarazos cuya condición se trataba de mantener en secreto.
—Eso que dice es muy antiguo —aclara Sinforosa, como quitándole importancia, mientras mira a su alrededor para asegurarse de que la ermita está impecable y se dirige hacia la puerta.
Cuando vienen los romeros, el último fin de semana de mayo, es la cofradía la que se encarga de limpiar la iglesia antes y después de las rogativas. El resto del año, Sinforosa es la responsable del mantenimiento.
—Eso, la tonta —dice entre risas justo antes de volver a salir a la calle.
—¿Cómo que la tonta?
—Pues porque no me voy.
—¿Y por qué no se va?
—Estás aquí...
La devoción mariana fue a más en La Estrella desde que en el siglo XVII brotara agua después de una prolongada sequía. Con motivo del milagro que cada vez atraía más peregrinos, se amplió el santuario. Lo que entonces se consideró milagro, dos siglos después dio lugar a la catástrofe. En ese mismo templo, una de las fachadas de piedra de sillería da los detalles de cómo la naturaleza empezó a echar a los vecinos. La inscripción reza:
R.I.P.DILUVIO en la ESTRELLA9. Octubre. 1883.17 casas destruidas26 personas Muertas
De lo que ocurrió, quedan las huellas.
Martín puede imaginar, si alza la vista hacia la ladera y mira con detenimiento, por dónde cayó el agua exactamente el día del diluvio.
—Los de campo notamos y vemos que hay sitios en los que no ha llegao el agua en la vida —dice Juan Martín—. En 1883 arrastró piedras y de todo. Y mira si hace años, pero se nota que bajó muchísima agua.
En 1883, el despoblamiento en La Estrella empezó como empiezan los peores finales: con un muerto recién nacido.
Había llovido sin descanso durante dos semanas, con sus noches y sus días. El río solía arrastrar un caudal escaso, pero después de aquellos días fue dando algunos avisos de que el peligro estaba por llegar. Cuando aumentó seis metros, se desbordó y arrancó el puente con rabia. Juan Martín tiene la explicación:
—Es que en realidad es un río seco; si llueve mucho, sale loco.
Una riada arrastró árboles y rocas en su descenso por el barranco que da cobijo y acceso a la aldea y destruyó las casas y mató familias enteras. El estruendo despertó a los vecinos. Algunos partieron a pie hacia Mosqueruela. De noche, cuesta arriba y con la lluvia en contra, lograron hacer en dos horas un camino que normalmente requiere casi cinco. En el pueblo ya estaba Antonio Meseguer, que había llegado en busca de un médico porque su mujer se había puesto de parto. La intensidad de la tormenta retrasó su regreso y le libró de ver cómo todos los suyos morían, incluido el recién nacido. Pero no lo salvó de encontrarse todos los cadáveres de su familia y de las vecinas que asistieron a su mujer, a la que halló aferrada al cordón umbilical.
No todos los cuerpos estaban a la vista y los vecinos estuvieron buscándolos durante dos semanas. Encontraron veintiuno. A los otros cinco los dieron por muertos.
Aunque Sinforosa mira las nubes y sabe qué va a ocurrir, lo cierto es que lo que hace el agua aquí nunca es completamente predecible. Dice Juan Martín que el problema de La Estrella es que “las tormentas no llegan al punto; no llegan cuando tienen que llegar”.
—Aquí es muy pobre de agua. En alguna época, hace 200 años, siempre había agua, pero desde hace setenta años… Se ha terminao, hija —dice con resignación—. El agua parece que es muy llana, pero cuando viene es corriente y se retiene mal.
Quedan otras huellas de la inundación: un brote que habla de la vida y de la resistencia y que a los únicos vecinos de La Estrella les parece sagrado. Es lo que queda de un olivo al que se aferró una pareja para que no la arrastrara la corriente. Gracias al árbol, ambos lograron salvarse y su historia pasó de abuelos a nietos.
Tras el diluvio, se extendió entre los vecinos un rumor que tenía que ver con su aislamiento y que se convirtió en leyenda después de varias generaciones. Después de la tormenta alguien dijo que una de esas mujeres cuyo embarazo se ocultó se había negado a desprenderse de su hijo recién nacido. Como no consiguió retenerlo, cuenta hoy la leyenda, lanzó una maldición que invocaba la lluvia, los truenos, la muerte.
Varias décadas después del diluvio, llegó la Guerra Civil española. Aquel verano de 1936, Juan Martín ya caminaba, aunque todavía no hablaba. Su primer recuerdo, aún intacto, pertenece a esos días extraños. Estaba en el campo, jugando con el cedazo que usaban sus padres para aventar el trigo. Se cortó un dedo con el cierre metálico y su padre le untó la mano con resina. Después, Juan Martín apenas volvió a verlo.
Por su aislamiento, La Estrella se convirtió en un lugar de paso para el maquis, la resistencia antifranquista que se echó al monte durante y, sobre todo, después de la Guerra Civil. Desde muy pequeño, Martín pagó las consecuencias de vivir en un lugar que despertaba sospechas. La Guardia Civil merodeaba siempre por la aldea en busca de maquis. Y, recuerda Martín, de comida.
—Y el hambre también es viva cuando no tienes na’ que comer.
—Viva…
—No hay cosa más viva que el hambre. ¿Por qué te crees que había tanta bruja y brujería? Porque la gente estaba débil; no comía. Se quedaron callados y aún no sé cómo no me pegaron un tiro.
La Guardia Civil sospechaba que el padre de Juan Martín era un enlace que alimentaba a los maquis de la zona y les ayudaba a ocultarse. Era habitual que se presentaran en casa; unas veces vestidos de uniforme y otras de paisanos. Creían que Juan Martín, que era ya un niño de siete años, no se enteraba de nada. Así que un día aparecieron en su casa haciéndose pasar por maquis, por si tenían la suerte de que delatara a su padre. “¿Y cómo es que el otro día vinisteis vestidos de guardias civiles y hoy de maquis?”, les dijo. Finalmente acusaron al padre de enlace y lo fusilaron. A la madre la encarcelaron durante cinco años.
En esos años, La Estrella, que había llegado a tener alrededor de 200 habitantes, se fue vaciando. Al problema de la sequía, las tormentas impuntuales y el terreno que impedía el cultivo, se unió la hambruna de la posguerra.
—El que tenía patatas era un campeón —recuerda Juan Martín—. El que tenía padre o madre, ya comía. Nos daban racionamiento los ayuntamientos. A los que pertenecían a Mosqueruela, se lo daban allí, y al que pertenecía a la parte valenciana de Villafranca, pues allí. Pero eso no se podía comer porque estaba malo. La gente no podía, no tenía vida. Se iban a Barcelona, Castellón, Zaragoza…
A la familia de Sinforosa no le fue tan mal.
—Después de la guerra, a mis padres les dijeron si querían pasar aquí —dice en la casa que comparte con Juan Martín desde hace setenta años, que es la más grande de las dos hospederías—. Yo tenía un miedo de estar ahí, con seis años… Se iba mi madre a la fuente y yo en casa no me quedaba. En la que habíamos vivido ya no cambiamos porque tenían una cerda de cría y cuando paría había que sacar al macho a la calle porque no cabía en el corral, entre tantos animales.
Para Sinforosa, la mudanza fue traumática. La casa en la que vive hoy y que se niega a dejar, le parecía entonces un lugar aterrador. Es una casa de tres plantas y varias habitaciones. En la planta alta del edificio estaba la escuela, pero Sinforosa no aprendió a leer en la escuela, a pesar de que la tenía en su casa. Tuvo que dejarla demasiado pronto para cuidar las ovejas de su familia. Nadie le preguntó nunca qué quería ser de mayor porque no había opciones. Pero tenía inquietud y tenía libros que leía su madre. Antes de ir al campo con las ovejas, Sinforosa guardaba alguno de los libros y se reunía con Teófila, otra niña pastora que antes de salir de casa con su rebaño actuaba del mismo modo. Aprendieron a leer juntas. Solas. Desde entonces, a Sinforosa le fascina todo lo que traen los forasteros si se puede leer. Hasta los folletos de ofertas de los grandes supermercados que se niega a visitar.
—¿Le habría gustado seguir estudiando?
—¡Hombre! Mejor habría sido que guardar ovejas.
—¿Tenía alguna idea de lo que querría ser de mayor?
—Ay, a mí eso no me lo decían. “A guardar las ovejas”...
Sinforosa y Juan Martín se conocieron por aquella época. A ella le tocó cuidar de las ovejas cuando su hermana mayor se casó y se marchó fuera. Él ya cuidaba el rebaño de su hermano.
—Ella tendría catorce o quince años y yo tendría doce o trece. Ella fue la lista, que se lo buscó más joven y yo caí en la trampa —bromea.
Algunos años después empezaron a “fiestear” en una taberna del pueblo muy próxima a las casas de ambos. Para seducir a Sinforosa, Juan Martín repetía unos versos que había aprendido de memoria: “Quisiera ser hiedra y subir por las paredes, y entrar en tu habitación por ver el dormir que tienes”. Parece ser que aquellas palabras impresionaron a Sinforosa, porque se casaron a los dos años, justo a la vez que una de las hermanas de ella. Fue una boda doble. Sinforosa llevaba un vestido sencillo, oscuro y floreado. Fue un día tan normal para ella que ni siquiera sabe si guarda alguna fotografía. Desde aquella fecha que no recuerda con exactitud, hace unos setenta años, han permanecido aquí. Cada vez más solos.
—Entonces no se llevaba eso de ir de blanco y fui como vamos ahora o como un domingo cualquiera —recuerda Sinforosa.
Después de la boda, la hermana de Sinforosa se fue de La Estrella. No fue un caso aislado. En un terreno abrupto y poco fértil al que el agua no llegaba o llegaba provocando desastres, la vida era cada vez más difícil y marcharse pasó a ser la norma a partir de finales de los años cincuenta. Cuando Sinforosa y Juan Martín se casaron, en La Estrella aún vivían 30 familias que se fueron a lo largo de tres décadas. El éxodo rural que fue vaciando el campo en España hizo el resto.
La despoblación rural no es una peculiaridad de España, sino una tendencia casi global que empezó a dejar a los campesinos sin trabajo tras la mecanización de las tareas agrícolas y que concentró la inversión en las grandes ciudades. A partir de los años cincuenta, España se urbanizó casi de golpe y las ciudades demandaban mano de obra procedente del campo.
Las cifras dicen que 53% del territorio español está en riesgo de despoblación. Es decir que sus municipios tienen menos de 1 000 habitantes. Hay cuatro provincias —Teruel entre ellas— de las que ya han emigrado más de la mitad de sus nacidos. De los 265 908 habitantes que tuvo la provincia de Teruel en su mejor momento demográfico (1910), en 2018 quedaban 135 562. En un siglo la provincia ha perdido la mitad de su población y se queda con 100 personas menos cada mes. La densidad media es de 9.1 habitantes por kilómetro cuadrado —menos de 10 convierte un lugar en desierto demográfico—. Además, se encuentra en la zona con el índice de envejecimiento más alto y el índice de natalidad más bajo de la Unión Europea.
La investigadora Pilar Burillo ha puesto nombre a este abandono propiciado por unas políticas que dejaron en un segundo plano a la población rural: demotanasia. Demos significa “pueblo” y tanasia significa “muerte”.
La zona más despoblada de España, dentro de la cual se encuentra la provincia de Teruel, es conocida como la Laponia del Sur. Dentro de esa Laponia española están los Montes Universales. Según un estudio de catedráticos de la Universidad de Zaragoza de la Asociación Serranía Celtibérica, Montes Universales es ya la zona más despoblada de Europa. Hay un punto en el que la densidad de población no llega ni a un habitante por kilómetro cuadrado.
Pero la población española ha aumentado. Más de 10 millones en apenas un cuarto de siglo. De esa cifra, la mitad se ha ido concentrando en las grandes ciudades. Madrid se ha convertido en una especie de agujero negro que absorbe la población de las comunidades más cercanas pero que salva las periféricas, especialmente costeras. Tal es la capacidad de absorción, que se habla de una nueva ola de despoblación que ya no sólo afecta a los pueblos, sino que ha empezado a vaciar capitales de provincia. Los de Aragón, cuando se marchan, prefieren Cataluña, Madrid y la Comunidad Valenciana, en ese orden, por proximidad y por posibilidades. Los de La Estrella partieron hacia Castellón, Zaragoza y Barcelona.
—No es que se fueran todos de golpe. Pero sí puede que se fueran unos cien en un año. Había un vecino que me decía que cada vez que uno se iba, él se comía un pollo —recuerda Juan Martín.
—¿Quería quedarse solo?
—Pues al final él también se fue.
Era uno de los últimos vecinos de Sinforosa y Juan Martín.
Mientras las ciudades demandaban mano de obra barata, la mecanización de los trabajos agrícolas dejó parada a gran parte del campesinado. Se iban primero y sobre todo los jóvenes. La población iba envejeciendo y el número de muertes empezó a superar el de nacimientos. El desarrollismo acelerado tras décadas de estancamiento benefició a las ciudades y dejó al margen los pueblos. La Estrella no es una excepción. Varios pueblos salpicados por la geografía española cuentan con un solo habitante o dos. A menudo, son ancianos que no pudieron o no quisieron irse. Lo que al principio consistió en quedarse porque la vida estaba ahí y la edad de trabajar se estaba agotando, en algunos casos se acabó convirtiendo en resistencia. Personas como Sinforosa se acostumbraron a ser cuestionadas por quedarse en un lugar del que todos se fueron y lo que en principio era aceptación, arraigo y necesidad de morir donde nacieron dio paso a una tozudez que al forastero le cuesta entender.
—¿Les gustaría que viniera alguien a vivir aquí?
—No. Porque no vendrán. No hay vida —dice Sinforosa.
***
El último fin de semana de mayo, La Estrella parece cualquier cosa menos un lugar habitado por dos ancianos. En la plaza hay una barra portátil en la que varios camareros sirven bebidas y bocadillos. La planta baja de la casa de Sinforosa y Juan Martín está a punto de convertirse en verbena y la alta en comedor. El pueblo está lleno de gente y en la calle que lleva a la ermita hay varios puestos de artesanía. Los coches esconden fachadas semiderruidas y a veces, incluso, suenan las campanas. Entre el tumulto llega Isabel, una mujer alta y morena que ofrece un lugar para dormir y comer.
—Aquí se duerme en colchonetas, nada de señorío —advierte Sinforosa.
Isabel busca un cuarto libre en la hospedería que es la casa de Juan Martín y Sinforosa, donde esta noche todos cenarán, beberán, bailarán y dormirán.
—Vamos arriba a comer —dice en un tono alegre.
La planta alta es el antiguo colegio, un lugar tan alejado del resto del mundo que hasta hace muy poco colgaba de una de sus paredes un mapa que incluía la Unión Soviética. Isabel se reúne con sus amigos, que comen las tradicionales judías de este día en una larga mesa abarrotada de comida.
—Sinforosa se va a quedar aquí hasta el final porque está convencida de que tiene que morir donde nació —dice Isabel durante la cena—. Esta noche, ella y su marido ni siquiera duermen. Hay una gran verbena, con una actuación divertidísima, ya verás.
Lo dice elevando mucho la voz para abrirse paso sobre el ruido que viene de otras mesas. Aunque Isabel es de Castellón, siempre viene a La Estrella el último fin de semana de mayo por su abuelo, que nació aquí y aquí está enterrado. Como ella, acuden unas 200 personas para reunirse en este día tan especial que parece un espejismo.
—Yo no soy creyente, en absoluto. Pero mira lo que llevo colgado —dice, extrayendo bajo su jersey un colgante—. A algo hay que aferrarse cuando pasas momentos difíciles. Son mis raíces; es mi identidad. A mí me hablan de una virgen, y digo: me da igual que sea una virgen o un trozo de piedra. Pero la Virgen de La Estrella...
La romería dura todo el fin de semana, desde que los romeros bajan a pie desde Mosqueruela el sábado a las dos de la tarde hasta que se van el domingo a las cuatro. El domingo acuden a misa, toman el típico rosco y, tras la última procesión, vuelven todos juntos a Mosqueruela. Antaño también se celebraba una romería por San Martín, en noviembre, pero desapareció. Aquel día significaba el fin de la vendimia. Ahora ha perdido el sentido. También tenían lugar rogativas en momentos puntuales con motivo de sequías, plagas y guerra.
Cuando todos se marchan de golpe, queda en La Estrella una sensación como de discoteca vacía y los gatos salen de su escondite. Antes había muchos más, pero los cazadores los confunden con conejos y ahora sólo queda una docena. Todos se llaman Michurrín. Los perros, por su parte, responden al nombre de Pichurrín. Sólo una perra se ha ganado un nombre diferente: Chispa, la perra que encandila a Juan Martín y que ha mantenido encerrada hasta que se han ido los romeros por temor a que le hicieran algo a su “niña”. Las abejas también han vuelto.
—Siempre, cuando salen de la caja, salen de culo, de cara a la colmena. ¿Eso cómo te lo explicas? Salen así para calcular, porque si salen por el otro lado, dirán: “A ver ande vuelvo yo ahora...”. Mala desgracia que no venga. Si se terminara la colmena, que no quedara ni una, nosotros no viviríamos diez años.
Cuando al fin se quedan solos, retoman sus tareas cotidianas y Sinforosa reconoce a medias cierto alivio.
—¿A usted le gusta que venga toda esta gente?
—Si vinieran to’s los días, acostumbrá a estar sola…
—Tanta gente, de repente…
—Te marean, te marean. Y si estuviéramos en otra casa, cambia. Pero esta casa y aquella son de la iglesia. Pero bueno, un día…
Sinforosa y Martín van juntos al huerto, cargando cubos de pienso para los perros y la comida para las gallinas. Está a punto de anochecer. Al volver a la cocina, Sinforosa fríe patatas para la cena en una sartén de porcelana con un mango de madera que hizo Juan Martín.
La cocina es pequeña. Sobre un suelo de piedra hay dos mesas repletas de comida y utensilios frente a una cocina de gas butano. La chimenea todavía desprende olor a tizones. Sólo hace una década que usan gas butano, aunque habían comprado una cocina mucho tiempo antes. Por miedo a que pudiera explotar, Sinforosa la mantuvo escondida en una habitación durante años y siguió cocinando en la lumbre. Juan Martín consiguió convencerla de sus ventajas y le hizo ver que además no tenía sentido esconderla en una habitación. Hasta hace una década, iluminaban la casa con candiles y teas, pero ahora cuentan con paneles solares y un motor que provee electricidad.
Con la cena lista, Juan Martín aparece con un pan que compró en un pueblo cercano la última vez que hizo la compra; un pan que le dura tres o cuatro días. Sinforosa se niega a comer, pero acompaña a la mesa e insiste constantemente en freír huevos.
—Deja, que estamos con las patatas. Ahora los preparo yo —dice él.
El reloj de la cocina marca una hora menos que la hora real. Los cambios de horario, cada verano e invierno, a ellos poco les importan, porque su reloj de pared está sincronizado con los relojes solares de afuera.
***
Han pasado tres años desde entonces. El punto que da inicio a la angosta pista forestal que lleva a La Estrella está en obras. El caudal del río lleva más agua, dos niñas juegan en la plaza mientras un adulto come dentro de un coche. Los gatos que alimenta Sinforosa se han multiplicado. También han plantado encinas nuevas. Las encinas nuevas, las niñas, la pareja joven, el hombre que come pensando en mañana, el río y los gatos dan forma a una promesa, un deseo o un espejismo.
Sinforosa está sentada en el banco. Ahora tiene 87 años y el pelo igual de blanco, con idénticas ondas. Está ahí, como estatua de carne y hueso, como una alegoría de sí misma, cuidadora del lugar en el que ha previsto morir. Al final del poyo está Juan Martín. Con los ojos medio escondidos bajo una gorra oscura y barba de varios días, machaca almendrucos sobre un tronco. Extiende la mano y ofrece unas almendras. No queda claro si el suyo es un gesto de bienvenida o una estrategia de despiste.
Mientras su marido sigue cascando almendrucos, Sinforosa entra en la casa y sale de ella con un bote oxidado y lo agita. El sonido del pienso al golpear contra la hojalata congrega a todos los gatos junto a la morera que preside la plaza y da pie a una batalla en la que está claro cuáles van a perder antes de que el pienso toque el suelo. Los gatos terminan apresuradamente su banquete y se esfuman. Llega un viento frío, como cargado de agua, y se convierte en el augurio de algo que Sinforosa ya sabía mucho antes: que va a llover. Sinforosa, en este momento en el que todo parece quedar en suspenso, demuestra que su dominio de la meteorología está casi tan intacto como la memoria de su marido:
—Esto es vida. Este aire vaporea todo.
El hombre que comía dentro del coche desciende, se presenta como Vicente y despeja las últimas dudas: sólo viene de visita; suele hacerlo a menudo.
Llega la lluvia y Juan Martín y Sinforosa, que han servido una infusión al aire libre, se mantienen inmóviles bajo el agua. La lluvia aprieta. Entonces deciden subir a la planta alta de la casa y encender fuego. Hasta Juan Martín, que piensa que “por delante te quema y por detrás te hiela”, cree que lo mejor será cargar unos troncos y unas ramas de romero.
Juan Martín entra en la casa con una caja cargada de ramas. Se para en la escalera, con la caja sobre la pierna izquierda, mientras cuenta cómo hizo una llave maestra para todas las casas antiguas del pueblo y cómo arregló la cocina de gas butano, que dejó de funcionar hace poco. Viste un pantalón de pana marrón, chaqueta oscura y camisa de franela de cuadros. Sinforosa sube tras él, pisando fuerte con sus botas de montaña. Todas las habitaciones de la hospedería quedan abajo. La pareja atraviesa la sala que era el antiguo colegio y accede a una amplia cocina. Bajo una enorme chimenea de piedra, Sinforosa empieza a colocar las ramas que ha traído su marido y les prende fuego y acerca una silla de mimbre. Juan Martín y Sinforosa han seguido plantando encinas, recogiendo huevos y dando de comer a los perros y a los gatos. Viven con una pensión que entre los dos no supera los 1 200 euros. Todo lo que antes tenían aquí, como el pan y las legumbres, ahora lo trae Juan Martín con su Land Rover una vez a la semana desde Vistabella, porque aquí no hay dónde comprar. Cuando llega el invierno, la pareja hace acopio de alimentos. El difícil acceso les ha traído varias decepciones, tanto con el personal sanitario como con la Guardia Civil. Cuando Sinforosa se cayó y se rompió la cadera, recuerda Juan Martín, no vino la ambulancia del pueblo que le correspondía, sino la de otro. Algo similar ocurre con la Guardia Civil.
—Alguna vez los llamaron de masías cercanas y no vinieron —lamenta Juan Martín.
Hace tres inviernos se quedaron completamente incomunicados. Hacía tiempo que no ocurría, pero no les sorprendió demasiado.
—Había un metro de nieve y no se podía salir de aquí —recuerda él.
—Pero bueno, siempre compras antes —dice ella.
Después de llenar la mesa de comida, Martín coloca un pan redondo contra su pecho y, desde el otro lado, arrastra la navaja que él mismo hizo, con el pulgar de la mano derecha sobre el pan.
A Sinforosa se le rompen las tenazas en la mano mientras trata de mantener el fuego.
—Esto está roto —dice, partiendo troncos.
—Todo se cansa de servir. Todo se rompe —responde Juan Martín, con las manos cruzadas, los codos apoyados sobre las rodillas y sin ninguna nostalgia: entre risas.
Sinforosa a veces para de avivar el fuego, se levanta y se asoma a la ventana para comprobar que aún queda sol. Cuando regresa a la silla, cuenta que no tiene ningún interés en hacer algo que nunca hizo: subir a un avión.
—Es que ir por el aire no apetece…
Ni por tierra: ella no sale de La Estrella desde hace años.
Cuando pregunto por el cementerio, ella me disuade de visitarlo y Martín aclara:
—Su padre fue la última persona que se ha enterrado aquí. Que sin estar malo se murió durmiendo. No se sabe ni dónde está, de la hierba que hay.
—Allí no hay más que matas. No se ve nada. No merece la pena ir —dice Sinforosa.
Aunque no quiera ir, aunque deje que la hierba vaya cubriendo las tumbas y borrando la memoria del pueblo que cuida, al fondo de esas negaciones repetidas parece que hay algo que no cuenta. Entre los que han vivido en el campo durante toda su vida y han trabajado la tierra, morir donde se nació es un deseo casi universal. Queda claro que es mejor olvidarse del cementerio cuando Vicente, que se ha unido a nosotros junto a la lumbre, dice:
—¿Sabes por qué creo que Sinforosa no se va en realidad? Por su hija. Estoy convencido de que se quedó por ella —dice Vicente, que lleva doce años visitando La Estrella sólo para hablar con Sinforosa y Juan Martín, ver amanecer y volver a casa.
Hace mucho que Sinforosa entró en esa categoría de madres sin hijos que nadie se ha atrevido a nombrar porque quizá sea mejor conjurarla mediante el silencio. Su hija tenía 11 años. Un día se fue de la escuela antes de tiempo con un fuerte dolor de cabeza hacia la casa de su tía. Le dijo que avisara a su madre porque se estaba muriendo. No sabía la niña que le estaba dando un derrame cerebral, pero lo cierto es que murió.
Puede que Vicente tenga razón porque al final uno es de donde se quedan sus muertos. Y es ahí donde quiere morir. A Sinforosa le pertenecen tanto el último difunto como el último niño de su aldea. Ser la última es un imperativo genético para ella.
El fuego se agota. El cielo, entrada la noche, se despeja, se llena de estrellas y da sentido al nombre del pueblo. Desde que se ha ido el sol, se ha parado el tiempo. Ahora no es ninguna hora.
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Sinforosa y Juan Martín han vivido solos desde hace cuatro décadas en La Estrella. Nadie más habita este pueblo solitario en la provincia de Teruel, España, que llegó a tener alrededor de 200 habitantes y en el que marcharse pasó a ser la norma.
Los dos últimos habitantes de La Estrella tienen planes a futuro: han plantado encinas. Parece un aviso, una declaración de intenciones que se revela nada más llegar a este barrio rural español perteneciente a Mosqueruela y ubicado en el Maestrazgo aragonés, en la provincia de Teruel, junto al límite de la de Castellón.
Sinforosa Sancho está sentada en el banco de la puerta de su casa, templada por el sol, rodeada de gatos y envuelta en silencio. Aquí, al fondo de un barranco de difícil acceso, en una ladera rocosa, ella y su marido, Juan Martín Colomer, han vivido solos desde hace casi cuatro décadas en una de las dos hospederías de la iglesia. En estas calles, en las que crece la hierba, llegaron a convivir alrededor de 200 personas. El aislamiento, una naturaleza hostil, el hambre de posguerra y, sobre todo, el éxodo rural desde finales de los años cincuenta, fueron vaciando la aldea hasta que en los años ochenta sólo quedaron aquí los dos ermitaños, a una edad en la que ya nadie se marcharía en busca de trabajo. El hijo de Sinforosa y Juan Martín fue el último niño de La Estrella, tras la muerte de su otra hija, a los 11 años, por un derrame cerebral. Después de que se fueran todos los vecinos, el arraigo de Sinforosa se convirtió en resistencia.
—Te has criao así —dice Sinforosa con una sonrisa tímida, como asumiendo que las cosas son como son y no tiene sentido cambiarlas.
Mientras habla, a su espalda se extiende una fachada de tonos pastel, amarilla y rosa. La pintura dibuja ladrillos, columnas, sombras. Es un trampantojo que imita a un edificio neoclásico en el que hay dos relojes solares: uno para la mañana y otro para la tarde. La casa en la que viven Sinforosa y Juan Martín es una de las dos hospederías del obispado que, junto al Santuario de la Virgen de La Estrella, cierran una pequeña plaza presidida por una morera.
[read more]Sinforosa se queda en el banco mientras Juan Martín muestra la aldea: junto a la plaza hay algunas casas reformadas, aunque casi siempre están vacías. Más allá, todo es ruina y abandono. En total, son unas cuarenta viviendas. Hay un horno que no se ha usado durante décadas, un lavadero en el que Sinforosa todavía lava la ropa como antaño y un cementerio que es el único punto al que llega la cobertura móvil. El padre de Sinforosa fue el último enterrado allí. Mientras ella insiste en quedarse, Juan Martín, que preferiría vivir en cualquiera de los pueblos más cercanos, consiente. Ella quiere morir donde nació, morirse con sus muertos, ser la que cierre el pueblo. Por ser la última, siente la necesidad de cuidar hasta el fin lo que una vez fue de todos. Son dos tipos de amor muy distintos los que los retienen. El de ella, por la tierra en la que nació y a la que la une el vínculo inquebrantable con los antepasados. El de él, por Sinforosa.
Para recordar que su lugar en el mundo es Vistabella, un municipio de la provincia de Castellón a unos 17 kilómetros de La Estrella, Martín ha inscrito su nombre y el de su pueblo en una de las puertas de su Land Rover. Es el vehículo del que se vale una vez a la semana para subir, por un camino angosto y zigzagueante, barranco arriba, a hacer la compra en Vistabella. Se encarga él de hacerlo porque Sinforosa no sale de La Estrella ni por un momento. No ha dejado este lugar desde que hace casi una década sufrió una aparatosa caída que le obligó a salir en ambulancia.
—A mi mujer no hay quien la saque de aquí —dice Juan Martín mientras sigue caminando—. Yo me iría a Vistabella. Tenemos casa en Villafranca y en Vistabella y está todo más arreglado. Tienes servicios, tienes ducha, tienes de todo. Aquí te tienes que lavar con una tinaja ahí, de cualquier manera. No es igual…
—Y entonces, ¿por qué no se quiere ir ella?
—Ay, porque sacar a mi mujer de aquí es matarla.
***
La Estrella se ubica en la margen izquierda de un río que separa dos provincias y dos comunidades autónomas, en el punto más despoblado de Europa. De este lado, es Teruel (Aragón); del otro, empieza Castellón (Comunidad Valenciana). De este lado, el río se llama Monleón; del otro, Montlleó. De un lado, el pueblo más cercano es Mosqueruela (Teruel); del otro, es Vistabella (Castellón).
—Aquí hablamos así como a medias, pero nos entendemos —dice Juan Martín.
Un día, hace siglos, cuando aquí no había nada salvo árboles, un pastor de Mosqueruela regresó a su pueblo asegurando que había tenido una visión mariana tan luminosa como cegadora; que había visto cómo una virgen sujetaba un bebé con una mano y mostraba una estrella brillante de ocho puntas con la otra. Los vecinos de Mosqueruela bajaron a ese paraje, cargaron la figura y la dejaron en la iglesia parroquial. Pero la virgen desapareció y, una vez más, el pastor la encontró donde la primera vez. Así ocurrió hasta tres veces. Los vecinos no se resistieron a interpretar el milagro y entendieron que era voluntad de la virgen permanecer en este lugar. Construyeron una ermita y una casa de peregrinos. La ermita inicial era mucho más pequeña que la actual. A medida que se consolidaba el culto mariano en torno al santuario de La Estrella, especialmente desde la construcción de la ermita nueva, iniciada en 1720, se fueron estableciendo cada vez más vecinos, atraídos por el flujo constante de gente y a pesar de la difícil accesibilidad de un lugar que ni siquiera contaba con la pista forestal de 12 kilómetros que hoy da acceso. Por el mismo motivo, se construyó una segunda hospedería. La Estrella creció tanto que llegó a contar con más de 200 habitantes que vivían principalmente de las viñas.
Ahora Juan Martín y Sinforosa se dirigen hacia la ermita. Es una construcción barroca rematada por una cúpula de teja vidriada azul celeste. Sinforosa extrae una llave del bolsillo, la introduce en la cerradura sin éxito. Cuando al fin logra abrir, cede el paso. Martín avanza hacia el altar. La ermita tiene tres naves de crucero cuyas bóvedas están rematadas con pinturas religiosas.
—Se venían a parir a los críos y los mataban y los metían ahí abajo. Tras el altar hay como un cementerio y si se abre, se descubre que está lleno de criaturas —dice Juan Martín, que accede a la parte trasera del altar, abarrotada de exvotos, y pisa fuerte para demostrar que bajo las baldosas tiene que haber un hueco.
Por la escasez de conexiones, la aldea siempre fue conocida como “la paridera del rey” y se convirtió en un lugar perfecto para ocultar embarazos cuya condición se trataba de mantener en secreto.
—Eso que dice es muy antiguo —aclara Sinforosa, como quitándole importancia, mientras mira a su alrededor para asegurarse de que la ermita está impecable y se dirige hacia la puerta.
Cuando vienen los romeros, el último fin de semana de mayo, es la cofradía la que se encarga de limpiar la iglesia antes y después de las rogativas. El resto del año, Sinforosa es la responsable del mantenimiento.
—Eso, la tonta —dice entre risas justo antes de volver a salir a la calle.
—¿Cómo que la tonta?
—Pues porque no me voy.
—¿Y por qué no se va?
—Estás aquí...
La devoción mariana fue a más en La Estrella desde que en el siglo XVII brotara agua después de una prolongada sequía. Con motivo del milagro que cada vez atraía más peregrinos, se amplió el santuario. Lo que entonces se consideró milagro, dos siglos después dio lugar a la catástrofe. En ese mismo templo, una de las fachadas de piedra de sillería da los detalles de cómo la naturaleza empezó a echar a los vecinos. La inscripción reza:
R.I.P.DILUVIO en la ESTRELLA9. Octubre. 1883.17 casas destruidas26 personas Muertas
De lo que ocurrió, quedan las huellas.
Martín puede imaginar, si alza la vista hacia la ladera y mira con detenimiento, por dónde cayó el agua exactamente el día del diluvio.
—Los de campo notamos y vemos que hay sitios en los que no ha llegao el agua en la vida —dice Juan Martín—. En 1883 arrastró piedras y de todo. Y mira si hace años, pero se nota que bajó muchísima agua.
En 1883, el despoblamiento en La Estrella empezó como empiezan los peores finales: con un muerto recién nacido.
Había llovido sin descanso durante dos semanas, con sus noches y sus días. El río solía arrastrar un caudal escaso, pero después de aquellos días fue dando algunos avisos de que el peligro estaba por llegar. Cuando aumentó seis metros, se desbordó y arrancó el puente con rabia. Juan Martín tiene la explicación:
—Es que en realidad es un río seco; si llueve mucho, sale loco.
Una riada arrastró árboles y rocas en su descenso por el barranco que da cobijo y acceso a la aldea y destruyó las casas y mató familias enteras. El estruendo despertó a los vecinos. Algunos partieron a pie hacia Mosqueruela. De noche, cuesta arriba y con la lluvia en contra, lograron hacer en dos horas un camino que normalmente requiere casi cinco. En el pueblo ya estaba Antonio Meseguer, que había llegado en busca de un médico porque su mujer se había puesto de parto. La intensidad de la tormenta retrasó su regreso y le libró de ver cómo todos los suyos morían, incluido el recién nacido. Pero no lo salvó de encontrarse todos los cadáveres de su familia y de las vecinas que asistieron a su mujer, a la que halló aferrada al cordón umbilical.
No todos los cuerpos estaban a la vista y los vecinos estuvieron buscándolos durante dos semanas. Encontraron veintiuno. A los otros cinco los dieron por muertos.
Aunque Sinforosa mira las nubes y sabe qué va a ocurrir, lo cierto es que lo que hace el agua aquí nunca es completamente predecible. Dice Juan Martín que el problema de La Estrella es que “las tormentas no llegan al punto; no llegan cuando tienen que llegar”.
—Aquí es muy pobre de agua. En alguna época, hace 200 años, siempre había agua, pero desde hace setenta años… Se ha terminao, hija —dice con resignación—. El agua parece que es muy llana, pero cuando viene es corriente y se retiene mal.
Quedan otras huellas de la inundación: un brote que habla de la vida y de la resistencia y que a los únicos vecinos de La Estrella les parece sagrado. Es lo que queda de un olivo al que se aferró una pareja para que no la arrastrara la corriente. Gracias al árbol, ambos lograron salvarse y su historia pasó de abuelos a nietos.
Tras el diluvio, se extendió entre los vecinos un rumor que tenía que ver con su aislamiento y que se convirtió en leyenda después de varias generaciones. Después de la tormenta alguien dijo que una de esas mujeres cuyo embarazo se ocultó se había negado a desprenderse de su hijo recién nacido. Como no consiguió retenerlo, cuenta hoy la leyenda, lanzó una maldición que invocaba la lluvia, los truenos, la muerte.
Varias décadas después del diluvio, llegó la Guerra Civil española. Aquel verano de 1936, Juan Martín ya caminaba, aunque todavía no hablaba. Su primer recuerdo, aún intacto, pertenece a esos días extraños. Estaba en el campo, jugando con el cedazo que usaban sus padres para aventar el trigo. Se cortó un dedo con el cierre metálico y su padre le untó la mano con resina. Después, Juan Martín apenas volvió a verlo.
Por su aislamiento, La Estrella se convirtió en un lugar de paso para el maquis, la resistencia antifranquista que se echó al monte durante y, sobre todo, después de la Guerra Civil. Desde muy pequeño, Martín pagó las consecuencias de vivir en un lugar que despertaba sospechas. La Guardia Civil merodeaba siempre por la aldea en busca de maquis. Y, recuerda Martín, de comida.
—Y el hambre también es viva cuando no tienes na’ que comer.
—Viva…
—No hay cosa más viva que el hambre. ¿Por qué te crees que había tanta bruja y brujería? Porque la gente estaba débil; no comía. Se quedaron callados y aún no sé cómo no me pegaron un tiro.
La Guardia Civil sospechaba que el padre de Juan Martín era un enlace que alimentaba a los maquis de la zona y les ayudaba a ocultarse. Era habitual que se presentaran en casa; unas veces vestidos de uniforme y otras de paisanos. Creían que Juan Martín, que era ya un niño de siete años, no se enteraba de nada. Así que un día aparecieron en su casa haciéndose pasar por maquis, por si tenían la suerte de que delatara a su padre. “¿Y cómo es que el otro día vinisteis vestidos de guardias civiles y hoy de maquis?”, les dijo. Finalmente acusaron al padre de enlace y lo fusilaron. A la madre la encarcelaron durante cinco años.
En esos años, La Estrella, que había llegado a tener alrededor de 200 habitantes, se fue vaciando. Al problema de la sequía, las tormentas impuntuales y el terreno que impedía el cultivo, se unió la hambruna de la posguerra.
—El que tenía patatas era un campeón —recuerda Juan Martín—. El que tenía padre o madre, ya comía. Nos daban racionamiento los ayuntamientos. A los que pertenecían a Mosqueruela, se lo daban allí, y al que pertenecía a la parte valenciana de Villafranca, pues allí. Pero eso no se podía comer porque estaba malo. La gente no podía, no tenía vida. Se iban a Barcelona, Castellón, Zaragoza…
A la familia de Sinforosa no le fue tan mal.
—Después de la guerra, a mis padres les dijeron si querían pasar aquí —dice en la casa que comparte con Juan Martín desde hace setenta años, que es la más grande de las dos hospederías—. Yo tenía un miedo de estar ahí, con seis años… Se iba mi madre a la fuente y yo en casa no me quedaba. En la que habíamos vivido ya no cambiamos porque tenían una cerda de cría y cuando paría había que sacar al macho a la calle porque no cabía en el corral, entre tantos animales.
Para Sinforosa, la mudanza fue traumática. La casa en la que vive hoy y que se niega a dejar, le parecía entonces un lugar aterrador. Es una casa de tres plantas y varias habitaciones. En la planta alta del edificio estaba la escuela, pero Sinforosa no aprendió a leer en la escuela, a pesar de que la tenía en su casa. Tuvo que dejarla demasiado pronto para cuidar las ovejas de su familia. Nadie le preguntó nunca qué quería ser de mayor porque no había opciones. Pero tenía inquietud y tenía libros que leía su madre. Antes de ir al campo con las ovejas, Sinforosa guardaba alguno de los libros y se reunía con Teófila, otra niña pastora que antes de salir de casa con su rebaño actuaba del mismo modo. Aprendieron a leer juntas. Solas. Desde entonces, a Sinforosa le fascina todo lo que traen los forasteros si se puede leer. Hasta los folletos de ofertas de los grandes supermercados que se niega a visitar.
—¿Le habría gustado seguir estudiando?
—¡Hombre! Mejor habría sido que guardar ovejas.
—¿Tenía alguna idea de lo que querría ser de mayor?
—Ay, a mí eso no me lo decían. “A guardar las ovejas”...
Sinforosa y Juan Martín se conocieron por aquella época. A ella le tocó cuidar de las ovejas cuando su hermana mayor se casó y se marchó fuera. Él ya cuidaba el rebaño de su hermano.
—Ella tendría catorce o quince años y yo tendría doce o trece. Ella fue la lista, que se lo buscó más joven y yo caí en la trampa —bromea.
Algunos años después empezaron a “fiestear” en una taberna del pueblo muy próxima a las casas de ambos. Para seducir a Sinforosa, Juan Martín repetía unos versos que había aprendido de memoria: “Quisiera ser hiedra y subir por las paredes, y entrar en tu habitación por ver el dormir que tienes”. Parece ser que aquellas palabras impresionaron a Sinforosa, porque se casaron a los dos años, justo a la vez que una de las hermanas de ella. Fue una boda doble. Sinforosa llevaba un vestido sencillo, oscuro y floreado. Fue un día tan normal para ella que ni siquiera sabe si guarda alguna fotografía. Desde aquella fecha que no recuerda con exactitud, hace unos setenta años, han permanecido aquí. Cada vez más solos.
—Entonces no se llevaba eso de ir de blanco y fui como vamos ahora o como un domingo cualquiera —recuerda Sinforosa.
Después de la boda, la hermana de Sinforosa se fue de La Estrella. No fue un caso aislado. En un terreno abrupto y poco fértil al que el agua no llegaba o llegaba provocando desastres, la vida era cada vez más difícil y marcharse pasó a ser la norma a partir de finales de los años cincuenta. Cuando Sinforosa y Juan Martín se casaron, en La Estrella aún vivían 30 familias que se fueron a lo largo de tres décadas. El éxodo rural que fue vaciando el campo en España hizo el resto.
La despoblación rural no es una peculiaridad de España, sino una tendencia casi global que empezó a dejar a los campesinos sin trabajo tras la mecanización de las tareas agrícolas y que concentró la inversión en las grandes ciudades. A partir de los años cincuenta, España se urbanizó casi de golpe y las ciudades demandaban mano de obra procedente del campo.
Las cifras dicen que 53% del territorio español está en riesgo de despoblación. Es decir que sus municipios tienen menos de 1 000 habitantes. Hay cuatro provincias —Teruel entre ellas— de las que ya han emigrado más de la mitad de sus nacidos. De los 265 908 habitantes que tuvo la provincia de Teruel en su mejor momento demográfico (1910), en 2018 quedaban 135 562. En un siglo la provincia ha perdido la mitad de su población y se queda con 100 personas menos cada mes. La densidad media es de 9.1 habitantes por kilómetro cuadrado —menos de 10 convierte un lugar en desierto demográfico—. Además, se encuentra en la zona con el índice de envejecimiento más alto y el índice de natalidad más bajo de la Unión Europea.
La investigadora Pilar Burillo ha puesto nombre a este abandono propiciado por unas políticas que dejaron en un segundo plano a la población rural: demotanasia. Demos significa “pueblo” y tanasia significa “muerte”.
La zona más despoblada de España, dentro de la cual se encuentra la provincia de Teruel, es conocida como la Laponia del Sur. Dentro de esa Laponia española están los Montes Universales. Según un estudio de catedráticos de la Universidad de Zaragoza de la Asociación Serranía Celtibérica, Montes Universales es ya la zona más despoblada de Europa. Hay un punto en el que la densidad de población no llega ni a un habitante por kilómetro cuadrado.
Pero la población española ha aumentado. Más de 10 millones en apenas un cuarto de siglo. De esa cifra, la mitad se ha ido concentrando en las grandes ciudades. Madrid se ha convertido en una especie de agujero negro que absorbe la población de las comunidades más cercanas pero que salva las periféricas, especialmente costeras. Tal es la capacidad de absorción, que se habla de una nueva ola de despoblación que ya no sólo afecta a los pueblos, sino que ha empezado a vaciar capitales de provincia. Los de Aragón, cuando se marchan, prefieren Cataluña, Madrid y la Comunidad Valenciana, en ese orden, por proximidad y por posibilidades. Los de La Estrella partieron hacia Castellón, Zaragoza y Barcelona.
—No es que se fueran todos de golpe. Pero sí puede que se fueran unos cien en un año. Había un vecino que me decía que cada vez que uno se iba, él se comía un pollo —recuerda Juan Martín.
—¿Quería quedarse solo?
—Pues al final él también se fue.
Era uno de los últimos vecinos de Sinforosa y Juan Martín.
Mientras las ciudades demandaban mano de obra barata, la mecanización de los trabajos agrícolas dejó parada a gran parte del campesinado. Se iban primero y sobre todo los jóvenes. La población iba envejeciendo y el número de muertes empezó a superar el de nacimientos. El desarrollismo acelerado tras décadas de estancamiento benefició a las ciudades y dejó al margen los pueblos. La Estrella no es una excepción. Varios pueblos salpicados por la geografía española cuentan con un solo habitante o dos. A menudo, son ancianos que no pudieron o no quisieron irse. Lo que al principio consistió en quedarse porque la vida estaba ahí y la edad de trabajar se estaba agotando, en algunos casos se acabó convirtiendo en resistencia. Personas como Sinforosa se acostumbraron a ser cuestionadas por quedarse en un lugar del que todos se fueron y lo que en principio era aceptación, arraigo y necesidad de morir donde nacieron dio paso a una tozudez que al forastero le cuesta entender.
—¿Les gustaría que viniera alguien a vivir aquí?
—No. Porque no vendrán. No hay vida —dice Sinforosa.
***
El último fin de semana de mayo, La Estrella parece cualquier cosa menos un lugar habitado por dos ancianos. En la plaza hay una barra portátil en la que varios camareros sirven bebidas y bocadillos. La planta baja de la casa de Sinforosa y Juan Martín está a punto de convertirse en verbena y la alta en comedor. El pueblo está lleno de gente y en la calle que lleva a la ermita hay varios puestos de artesanía. Los coches esconden fachadas semiderruidas y a veces, incluso, suenan las campanas. Entre el tumulto llega Isabel, una mujer alta y morena que ofrece un lugar para dormir y comer.
—Aquí se duerme en colchonetas, nada de señorío —advierte Sinforosa.
Isabel busca un cuarto libre en la hospedería que es la casa de Juan Martín y Sinforosa, donde esta noche todos cenarán, beberán, bailarán y dormirán.
—Vamos arriba a comer —dice en un tono alegre.
La planta alta es el antiguo colegio, un lugar tan alejado del resto del mundo que hasta hace muy poco colgaba de una de sus paredes un mapa que incluía la Unión Soviética. Isabel se reúne con sus amigos, que comen las tradicionales judías de este día en una larga mesa abarrotada de comida.
—Sinforosa se va a quedar aquí hasta el final porque está convencida de que tiene que morir donde nació —dice Isabel durante la cena—. Esta noche, ella y su marido ni siquiera duermen. Hay una gran verbena, con una actuación divertidísima, ya verás.
Lo dice elevando mucho la voz para abrirse paso sobre el ruido que viene de otras mesas. Aunque Isabel es de Castellón, siempre viene a La Estrella el último fin de semana de mayo por su abuelo, que nació aquí y aquí está enterrado. Como ella, acuden unas 200 personas para reunirse en este día tan especial que parece un espejismo.
—Yo no soy creyente, en absoluto. Pero mira lo que llevo colgado —dice, extrayendo bajo su jersey un colgante—. A algo hay que aferrarse cuando pasas momentos difíciles. Son mis raíces; es mi identidad. A mí me hablan de una virgen, y digo: me da igual que sea una virgen o un trozo de piedra. Pero la Virgen de La Estrella...
La romería dura todo el fin de semana, desde que los romeros bajan a pie desde Mosqueruela el sábado a las dos de la tarde hasta que se van el domingo a las cuatro. El domingo acuden a misa, toman el típico rosco y, tras la última procesión, vuelven todos juntos a Mosqueruela. Antaño también se celebraba una romería por San Martín, en noviembre, pero desapareció. Aquel día significaba el fin de la vendimia. Ahora ha perdido el sentido. También tenían lugar rogativas en momentos puntuales con motivo de sequías, plagas y guerra.
Cuando todos se marchan de golpe, queda en La Estrella una sensación como de discoteca vacía y los gatos salen de su escondite. Antes había muchos más, pero los cazadores los confunden con conejos y ahora sólo queda una docena. Todos se llaman Michurrín. Los perros, por su parte, responden al nombre de Pichurrín. Sólo una perra se ha ganado un nombre diferente: Chispa, la perra que encandila a Juan Martín y que ha mantenido encerrada hasta que se han ido los romeros por temor a que le hicieran algo a su “niña”. Las abejas también han vuelto.
—Siempre, cuando salen de la caja, salen de culo, de cara a la colmena. ¿Eso cómo te lo explicas? Salen así para calcular, porque si salen por el otro lado, dirán: “A ver ande vuelvo yo ahora...”. Mala desgracia que no venga. Si se terminara la colmena, que no quedara ni una, nosotros no viviríamos diez años.
Cuando al fin se quedan solos, retoman sus tareas cotidianas y Sinforosa reconoce a medias cierto alivio.
—¿A usted le gusta que venga toda esta gente?
—Si vinieran to’s los días, acostumbrá a estar sola…
—Tanta gente, de repente…
—Te marean, te marean. Y si estuviéramos en otra casa, cambia. Pero esta casa y aquella son de la iglesia. Pero bueno, un día…
Sinforosa y Martín van juntos al huerto, cargando cubos de pienso para los perros y la comida para las gallinas. Está a punto de anochecer. Al volver a la cocina, Sinforosa fríe patatas para la cena en una sartén de porcelana con un mango de madera que hizo Juan Martín.
La cocina es pequeña. Sobre un suelo de piedra hay dos mesas repletas de comida y utensilios frente a una cocina de gas butano. La chimenea todavía desprende olor a tizones. Sólo hace una década que usan gas butano, aunque habían comprado una cocina mucho tiempo antes. Por miedo a que pudiera explotar, Sinforosa la mantuvo escondida en una habitación durante años y siguió cocinando en la lumbre. Juan Martín consiguió convencerla de sus ventajas y le hizo ver que además no tenía sentido esconderla en una habitación. Hasta hace una década, iluminaban la casa con candiles y teas, pero ahora cuentan con paneles solares y un motor que provee electricidad.
Con la cena lista, Juan Martín aparece con un pan que compró en un pueblo cercano la última vez que hizo la compra; un pan que le dura tres o cuatro días. Sinforosa se niega a comer, pero acompaña a la mesa e insiste constantemente en freír huevos.
—Deja, que estamos con las patatas. Ahora los preparo yo —dice él.
El reloj de la cocina marca una hora menos que la hora real. Los cambios de horario, cada verano e invierno, a ellos poco les importan, porque su reloj de pared está sincronizado con los relojes solares de afuera.
***
Han pasado tres años desde entonces. El punto que da inicio a la angosta pista forestal que lleva a La Estrella está en obras. El caudal del río lleva más agua, dos niñas juegan en la plaza mientras un adulto come dentro de un coche. Los gatos que alimenta Sinforosa se han multiplicado. También han plantado encinas nuevas. Las encinas nuevas, las niñas, la pareja joven, el hombre que come pensando en mañana, el río y los gatos dan forma a una promesa, un deseo o un espejismo.
Sinforosa está sentada en el banco. Ahora tiene 87 años y el pelo igual de blanco, con idénticas ondas. Está ahí, como estatua de carne y hueso, como una alegoría de sí misma, cuidadora del lugar en el que ha previsto morir. Al final del poyo está Juan Martín. Con los ojos medio escondidos bajo una gorra oscura y barba de varios días, machaca almendrucos sobre un tronco. Extiende la mano y ofrece unas almendras. No queda claro si el suyo es un gesto de bienvenida o una estrategia de despiste.
Mientras su marido sigue cascando almendrucos, Sinforosa entra en la casa y sale de ella con un bote oxidado y lo agita. El sonido del pienso al golpear contra la hojalata congrega a todos los gatos junto a la morera que preside la plaza y da pie a una batalla en la que está claro cuáles van a perder antes de que el pienso toque el suelo. Los gatos terminan apresuradamente su banquete y se esfuman. Llega un viento frío, como cargado de agua, y se convierte en el augurio de algo que Sinforosa ya sabía mucho antes: que va a llover. Sinforosa, en este momento en el que todo parece quedar en suspenso, demuestra que su dominio de la meteorología está casi tan intacto como la memoria de su marido:
—Esto es vida. Este aire vaporea todo.
El hombre que comía dentro del coche desciende, se presenta como Vicente y despeja las últimas dudas: sólo viene de visita; suele hacerlo a menudo.
Llega la lluvia y Juan Martín y Sinforosa, que han servido una infusión al aire libre, se mantienen inmóviles bajo el agua. La lluvia aprieta. Entonces deciden subir a la planta alta de la casa y encender fuego. Hasta Juan Martín, que piensa que “por delante te quema y por detrás te hiela”, cree que lo mejor será cargar unos troncos y unas ramas de romero.
Juan Martín entra en la casa con una caja cargada de ramas. Se para en la escalera, con la caja sobre la pierna izquierda, mientras cuenta cómo hizo una llave maestra para todas las casas antiguas del pueblo y cómo arregló la cocina de gas butano, que dejó de funcionar hace poco. Viste un pantalón de pana marrón, chaqueta oscura y camisa de franela de cuadros. Sinforosa sube tras él, pisando fuerte con sus botas de montaña. Todas las habitaciones de la hospedería quedan abajo. La pareja atraviesa la sala que era el antiguo colegio y accede a una amplia cocina. Bajo una enorme chimenea de piedra, Sinforosa empieza a colocar las ramas que ha traído su marido y les prende fuego y acerca una silla de mimbre. Juan Martín y Sinforosa han seguido plantando encinas, recogiendo huevos y dando de comer a los perros y a los gatos. Viven con una pensión que entre los dos no supera los 1 200 euros. Todo lo que antes tenían aquí, como el pan y las legumbres, ahora lo trae Juan Martín con su Land Rover una vez a la semana desde Vistabella, porque aquí no hay dónde comprar. Cuando llega el invierno, la pareja hace acopio de alimentos. El difícil acceso les ha traído varias decepciones, tanto con el personal sanitario como con la Guardia Civil. Cuando Sinforosa se cayó y se rompió la cadera, recuerda Juan Martín, no vino la ambulancia del pueblo que le correspondía, sino la de otro. Algo similar ocurre con la Guardia Civil.
—Alguna vez los llamaron de masías cercanas y no vinieron —lamenta Juan Martín.
Hace tres inviernos se quedaron completamente incomunicados. Hacía tiempo que no ocurría, pero no les sorprendió demasiado.
—Había un metro de nieve y no se podía salir de aquí —recuerda él.
—Pero bueno, siempre compras antes —dice ella.
Después de llenar la mesa de comida, Martín coloca un pan redondo contra su pecho y, desde el otro lado, arrastra la navaja que él mismo hizo, con el pulgar de la mano derecha sobre el pan.
A Sinforosa se le rompen las tenazas en la mano mientras trata de mantener el fuego.
—Esto está roto —dice, partiendo troncos.
—Todo se cansa de servir. Todo se rompe —responde Juan Martín, con las manos cruzadas, los codos apoyados sobre las rodillas y sin ninguna nostalgia: entre risas.
Sinforosa a veces para de avivar el fuego, se levanta y se asoma a la ventana para comprobar que aún queda sol. Cuando regresa a la silla, cuenta que no tiene ningún interés en hacer algo que nunca hizo: subir a un avión.
—Es que ir por el aire no apetece…
Ni por tierra: ella no sale de La Estrella desde hace años.
Cuando pregunto por el cementerio, ella me disuade de visitarlo y Martín aclara:
—Su padre fue la última persona que se ha enterrado aquí. Que sin estar malo se murió durmiendo. No se sabe ni dónde está, de la hierba que hay.
—Allí no hay más que matas. No se ve nada. No merece la pena ir —dice Sinforosa.
Aunque no quiera ir, aunque deje que la hierba vaya cubriendo las tumbas y borrando la memoria del pueblo que cuida, al fondo de esas negaciones repetidas parece que hay algo que no cuenta. Entre los que han vivido en el campo durante toda su vida y han trabajado la tierra, morir donde se nació es un deseo casi universal. Queda claro que es mejor olvidarse del cementerio cuando Vicente, que se ha unido a nosotros junto a la lumbre, dice:
—¿Sabes por qué creo que Sinforosa no se va en realidad? Por su hija. Estoy convencido de que se quedó por ella —dice Vicente, que lleva doce años visitando La Estrella sólo para hablar con Sinforosa y Juan Martín, ver amanecer y volver a casa.
Hace mucho que Sinforosa entró en esa categoría de madres sin hijos que nadie se ha atrevido a nombrar porque quizá sea mejor conjurarla mediante el silencio. Su hija tenía 11 años. Un día se fue de la escuela antes de tiempo con un fuerte dolor de cabeza hacia la casa de su tía. Le dijo que avisara a su madre porque se estaba muriendo. No sabía la niña que le estaba dando un derrame cerebral, pero lo cierto es que murió.
Puede que Vicente tenga razón porque al final uno es de donde se quedan sus muertos. Y es ahí donde quiere morir. A Sinforosa le pertenecen tanto el último difunto como el último niño de su aldea. Ser la última es un imperativo genético para ella.
El fuego se agota. El cielo, entrada la noche, se despeja, se llena de estrellas y da sentido al nombre del pueblo. Desde que se ha ido el sol, se ha parado el tiempo. Ahora no es ninguna hora.
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Sinforosa y Juan Martín han vivido solos desde hace cuatro décadas en La Estrella. Nadie más habita este pueblo solitario en la provincia de Teruel, España, que llegó a tener alrededor de 200 habitantes y en el que marcharse pasó a ser la norma.
Los dos últimos habitantes de La Estrella tienen planes a futuro: han plantado encinas. Parece un aviso, una declaración de intenciones que se revela nada más llegar a este barrio rural español perteneciente a Mosqueruela y ubicado en el Maestrazgo aragonés, en la provincia de Teruel, junto al límite de la de Castellón.
Sinforosa Sancho está sentada en el banco de la puerta de su casa, templada por el sol, rodeada de gatos y envuelta en silencio. Aquí, al fondo de un barranco de difícil acceso, en una ladera rocosa, ella y su marido, Juan Martín Colomer, han vivido solos desde hace casi cuatro décadas en una de las dos hospederías de la iglesia. En estas calles, en las que crece la hierba, llegaron a convivir alrededor de 200 personas. El aislamiento, una naturaleza hostil, el hambre de posguerra y, sobre todo, el éxodo rural desde finales de los años cincuenta, fueron vaciando la aldea hasta que en los años ochenta sólo quedaron aquí los dos ermitaños, a una edad en la que ya nadie se marcharía en busca de trabajo. El hijo de Sinforosa y Juan Martín fue el último niño de La Estrella, tras la muerte de su otra hija, a los 11 años, por un derrame cerebral. Después de que se fueran todos los vecinos, el arraigo de Sinforosa se convirtió en resistencia.
—Te has criao así —dice Sinforosa con una sonrisa tímida, como asumiendo que las cosas son como son y no tiene sentido cambiarlas.
Mientras habla, a su espalda se extiende una fachada de tonos pastel, amarilla y rosa. La pintura dibuja ladrillos, columnas, sombras. Es un trampantojo que imita a un edificio neoclásico en el que hay dos relojes solares: uno para la mañana y otro para la tarde. La casa en la que viven Sinforosa y Juan Martín es una de las dos hospederías del obispado que, junto al Santuario de la Virgen de La Estrella, cierran una pequeña plaza presidida por una morera.
[read more]Sinforosa se queda en el banco mientras Juan Martín muestra la aldea: junto a la plaza hay algunas casas reformadas, aunque casi siempre están vacías. Más allá, todo es ruina y abandono. En total, son unas cuarenta viviendas. Hay un horno que no se ha usado durante décadas, un lavadero en el que Sinforosa todavía lava la ropa como antaño y un cementerio que es el único punto al que llega la cobertura móvil. El padre de Sinforosa fue el último enterrado allí. Mientras ella insiste en quedarse, Juan Martín, que preferiría vivir en cualquiera de los pueblos más cercanos, consiente. Ella quiere morir donde nació, morirse con sus muertos, ser la que cierre el pueblo. Por ser la última, siente la necesidad de cuidar hasta el fin lo que una vez fue de todos. Son dos tipos de amor muy distintos los que los retienen. El de ella, por la tierra en la que nació y a la que la une el vínculo inquebrantable con los antepasados. El de él, por Sinforosa.
Para recordar que su lugar en el mundo es Vistabella, un municipio de la provincia de Castellón a unos 17 kilómetros de La Estrella, Martín ha inscrito su nombre y el de su pueblo en una de las puertas de su Land Rover. Es el vehículo del que se vale una vez a la semana para subir, por un camino angosto y zigzagueante, barranco arriba, a hacer la compra en Vistabella. Se encarga él de hacerlo porque Sinforosa no sale de La Estrella ni por un momento. No ha dejado este lugar desde que hace casi una década sufrió una aparatosa caída que le obligó a salir en ambulancia.
—A mi mujer no hay quien la saque de aquí —dice Juan Martín mientras sigue caminando—. Yo me iría a Vistabella. Tenemos casa en Villafranca y en Vistabella y está todo más arreglado. Tienes servicios, tienes ducha, tienes de todo. Aquí te tienes que lavar con una tinaja ahí, de cualquier manera. No es igual…
—Y entonces, ¿por qué no se quiere ir ella?
—Ay, porque sacar a mi mujer de aquí es matarla.
***
La Estrella se ubica en la margen izquierda de un río que separa dos provincias y dos comunidades autónomas, en el punto más despoblado de Europa. De este lado, es Teruel (Aragón); del otro, empieza Castellón (Comunidad Valenciana). De este lado, el río se llama Monleón; del otro, Montlleó. De un lado, el pueblo más cercano es Mosqueruela (Teruel); del otro, es Vistabella (Castellón).
—Aquí hablamos así como a medias, pero nos entendemos —dice Juan Martín.
Un día, hace siglos, cuando aquí no había nada salvo árboles, un pastor de Mosqueruela regresó a su pueblo asegurando que había tenido una visión mariana tan luminosa como cegadora; que había visto cómo una virgen sujetaba un bebé con una mano y mostraba una estrella brillante de ocho puntas con la otra. Los vecinos de Mosqueruela bajaron a ese paraje, cargaron la figura y la dejaron en la iglesia parroquial. Pero la virgen desapareció y, una vez más, el pastor la encontró donde la primera vez. Así ocurrió hasta tres veces. Los vecinos no se resistieron a interpretar el milagro y entendieron que era voluntad de la virgen permanecer en este lugar. Construyeron una ermita y una casa de peregrinos. La ermita inicial era mucho más pequeña que la actual. A medida que se consolidaba el culto mariano en torno al santuario de La Estrella, especialmente desde la construcción de la ermita nueva, iniciada en 1720, se fueron estableciendo cada vez más vecinos, atraídos por el flujo constante de gente y a pesar de la difícil accesibilidad de un lugar que ni siquiera contaba con la pista forestal de 12 kilómetros que hoy da acceso. Por el mismo motivo, se construyó una segunda hospedería. La Estrella creció tanto que llegó a contar con más de 200 habitantes que vivían principalmente de las viñas.
Ahora Juan Martín y Sinforosa se dirigen hacia la ermita. Es una construcción barroca rematada por una cúpula de teja vidriada azul celeste. Sinforosa extrae una llave del bolsillo, la introduce en la cerradura sin éxito. Cuando al fin logra abrir, cede el paso. Martín avanza hacia el altar. La ermita tiene tres naves de crucero cuyas bóvedas están rematadas con pinturas religiosas.
—Se venían a parir a los críos y los mataban y los metían ahí abajo. Tras el altar hay como un cementerio y si se abre, se descubre que está lleno de criaturas —dice Juan Martín, que accede a la parte trasera del altar, abarrotada de exvotos, y pisa fuerte para demostrar que bajo las baldosas tiene que haber un hueco.
Por la escasez de conexiones, la aldea siempre fue conocida como “la paridera del rey” y se convirtió en un lugar perfecto para ocultar embarazos cuya condición se trataba de mantener en secreto.
—Eso que dice es muy antiguo —aclara Sinforosa, como quitándole importancia, mientras mira a su alrededor para asegurarse de que la ermita está impecable y se dirige hacia la puerta.
Cuando vienen los romeros, el último fin de semana de mayo, es la cofradía la que se encarga de limpiar la iglesia antes y después de las rogativas. El resto del año, Sinforosa es la responsable del mantenimiento.
—Eso, la tonta —dice entre risas justo antes de volver a salir a la calle.
—¿Cómo que la tonta?
—Pues porque no me voy.
—¿Y por qué no se va?
—Estás aquí...
La devoción mariana fue a más en La Estrella desde que en el siglo XVII brotara agua después de una prolongada sequía. Con motivo del milagro que cada vez atraía más peregrinos, se amplió el santuario. Lo que entonces se consideró milagro, dos siglos después dio lugar a la catástrofe. En ese mismo templo, una de las fachadas de piedra de sillería da los detalles de cómo la naturaleza empezó a echar a los vecinos. La inscripción reza:
R.I.P.DILUVIO en la ESTRELLA9. Octubre. 1883.17 casas destruidas26 personas Muertas
De lo que ocurrió, quedan las huellas.
Martín puede imaginar, si alza la vista hacia la ladera y mira con detenimiento, por dónde cayó el agua exactamente el día del diluvio.
—Los de campo notamos y vemos que hay sitios en los que no ha llegao el agua en la vida —dice Juan Martín—. En 1883 arrastró piedras y de todo. Y mira si hace años, pero se nota que bajó muchísima agua.
En 1883, el despoblamiento en La Estrella empezó como empiezan los peores finales: con un muerto recién nacido.
Había llovido sin descanso durante dos semanas, con sus noches y sus días. El río solía arrastrar un caudal escaso, pero después de aquellos días fue dando algunos avisos de que el peligro estaba por llegar. Cuando aumentó seis metros, se desbordó y arrancó el puente con rabia. Juan Martín tiene la explicación:
—Es que en realidad es un río seco; si llueve mucho, sale loco.
Una riada arrastró árboles y rocas en su descenso por el barranco que da cobijo y acceso a la aldea y destruyó las casas y mató familias enteras. El estruendo despertó a los vecinos. Algunos partieron a pie hacia Mosqueruela. De noche, cuesta arriba y con la lluvia en contra, lograron hacer en dos horas un camino que normalmente requiere casi cinco. En el pueblo ya estaba Antonio Meseguer, que había llegado en busca de un médico porque su mujer se había puesto de parto. La intensidad de la tormenta retrasó su regreso y le libró de ver cómo todos los suyos morían, incluido el recién nacido. Pero no lo salvó de encontrarse todos los cadáveres de su familia y de las vecinas que asistieron a su mujer, a la que halló aferrada al cordón umbilical.
No todos los cuerpos estaban a la vista y los vecinos estuvieron buscándolos durante dos semanas. Encontraron veintiuno. A los otros cinco los dieron por muertos.
Aunque Sinforosa mira las nubes y sabe qué va a ocurrir, lo cierto es que lo que hace el agua aquí nunca es completamente predecible. Dice Juan Martín que el problema de La Estrella es que “las tormentas no llegan al punto; no llegan cuando tienen que llegar”.
—Aquí es muy pobre de agua. En alguna época, hace 200 años, siempre había agua, pero desde hace setenta años… Se ha terminao, hija —dice con resignación—. El agua parece que es muy llana, pero cuando viene es corriente y se retiene mal.
Quedan otras huellas de la inundación: un brote que habla de la vida y de la resistencia y que a los únicos vecinos de La Estrella les parece sagrado. Es lo que queda de un olivo al que se aferró una pareja para que no la arrastrara la corriente. Gracias al árbol, ambos lograron salvarse y su historia pasó de abuelos a nietos.
Tras el diluvio, se extendió entre los vecinos un rumor que tenía que ver con su aislamiento y que se convirtió en leyenda después de varias generaciones. Después de la tormenta alguien dijo que una de esas mujeres cuyo embarazo se ocultó se había negado a desprenderse de su hijo recién nacido. Como no consiguió retenerlo, cuenta hoy la leyenda, lanzó una maldición que invocaba la lluvia, los truenos, la muerte.
Varias décadas después del diluvio, llegó la Guerra Civil española. Aquel verano de 1936, Juan Martín ya caminaba, aunque todavía no hablaba. Su primer recuerdo, aún intacto, pertenece a esos días extraños. Estaba en el campo, jugando con el cedazo que usaban sus padres para aventar el trigo. Se cortó un dedo con el cierre metálico y su padre le untó la mano con resina. Después, Juan Martín apenas volvió a verlo.
Por su aislamiento, La Estrella se convirtió en un lugar de paso para el maquis, la resistencia antifranquista que se echó al monte durante y, sobre todo, después de la Guerra Civil. Desde muy pequeño, Martín pagó las consecuencias de vivir en un lugar que despertaba sospechas. La Guardia Civil merodeaba siempre por la aldea en busca de maquis. Y, recuerda Martín, de comida.
—Y el hambre también es viva cuando no tienes na’ que comer.
—Viva…
—No hay cosa más viva que el hambre. ¿Por qué te crees que había tanta bruja y brujería? Porque la gente estaba débil; no comía. Se quedaron callados y aún no sé cómo no me pegaron un tiro.
La Guardia Civil sospechaba que el padre de Juan Martín era un enlace que alimentaba a los maquis de la zona y les ayudaba a ocultarse. Era habitual que se presentaran en casa; unas veces vestidos de uniforme y otras de paisanos. Creían que Juan Martín, que era ya un niño de siete años, no se enteraba de nada. Así que un día aparecieron en su casa haciéndose pasar por maquis, por si tenían la suerte de que delatara a su padre. “¿Y cómo es que el otro día vinisteis vestidos de guardias civiles y hoy de maquis?”, les dijo. Finalmente acusaron al padre de enlace y lo fusilaron. A la madre la encarcelaron durante cinco años.
En esos años, La Estrella, que había llegado a tener alrededor de 200 habitantes, se fue vaciando. Al problema de la sequía, las tormentas impuntuales y el terreno que impedía el cultivo, se unió la hambruna de la posguerra.
—El que tenía patatas era un campeón —recuerda Juan Martín—. El que tenía padre o madre, ya comía. Nos daban racionamiento los ayuntamientos. A los que pertenecían a Mosqueruela, se lo daban allí, y al que pertenecía a la parte valenciana de Villafranca, pues allí. Pero eso no se podía comer porque estaba malo. La gente no podía, no tenía vida. Se iban a Barcelona, Castellón, Zaragoza…
A la familia de Sinforosa no le fue tan mal.
—Después de la guerra, a mis padres les dijeron si querían pasar aquí —dice en la casa que comparte con Juan Martín desde hace setenta años, que es la más grande de las dos hospederías—. Yo tenía un miedo de estar ahí, con seis años… Se iba mi madre a la fuente y yo en casa no me quedaba. En la que habíamos vivido ya no cambiamos porque tenían una cerda de cría y cuando paría había que sacar al macho a la calle porque no cabía en el corral, entre tantos animales.
Para Sinforosa, la mudanza fue traumática. La casa en la que vive hoy y que se niega a dejar, le parecía entonces un lugar aterrador. Es una casa de tres plantas y varias habitaciones. En la planta alta del edificio estaba la escuela, pero Sinforosa no aprendió a leer en la escuela, a pesar de que la tenía en su casa. Tuvo que dejarla demasiado pronto para cuidar las ovejas de su familia. Nadie le preguntó nunca qué quería ser de mayor porque no había opciones. Pero tenía inquietud y tenía libros que leía su madre. Antes de ir al campo con las ovejas, Sinforosa guardaba alguno de los libros y se reunía con Teófila, otra niña pastora que antes de salir de casa con su rebaño actuaba del mismo modo. Aprendieron a leer juntas. Solas. Desde entonces, a Sinforosa le fascina todo lo que traen los forasteros si se puede leer. Hasta los folletos de ofertas de los grandes supermercados que se niega a visitar.
—¿Le habría gustado seguir estudiando?
—¡Hombre! Mejor habría sido que guardar ovejas.
—¿Tenía alguna idea de lo que querría ser de mayor?
—Ay, a mí eso no me lo decían. “A guardar las ovejas”...
Sinforosa y Juan Martín se conocieron por aquella época. A ella le tocó cuidar de las ovejas cuando su hermana mayor se casó y se marchó fuera. Él ya cuidaba el rebaño de su hermano.
—Ella tendría catorce o quince años y yo tendría doce o trece. Ella fue la lista, que se lo buscó más joven y yo caí en la trampa —bromea.
Algunos años después empezaron a “fiestear” en una taberna del pueblo muy próxima a las casas de ambos. Para seducir a Sinforosa, Juan Martín repetía unos versos que había aprendido de memoria: “Quisiera ser hiedra y subir por las paredes, y entrar en tu habitación por ver el dormir que tienes”. Parece ser que aquellas palabras impresionaron a Sinforosa, porque se casaron a los dos años, justo a la vez que una de las hermanas de ella. Fue una boda doble. Sinforosa llevaba un vestido sencillo, oscuro y floreado. Fue un día tan normal para ella que ni siquiera sabe si guarda alguna fotografía. Desde aquella fecha que no recuerda con exactitud, hace unos setenta años, han permanecido aquí. Cada vez más solos.
—Entonces no se llevaba eso de ir de blanco y fui como vamos ahora o como un domingo cualquiera —recuerda Sinforosa.
Después de la boda, la hermana de Sinforosa se fue de La Estrella. No fue un caso aislado. En un terreno abrupto y poco fértil al que el agua no llegaba o llegaba provocando desastres, la vida era cada vez más difícil y marcharse pasó a ser la norma a partir de finales de los años cincuenta. Cuando Sinforosa y Juan Martín se casaron, en La Estrella aún vivían 30 familias que se fueron a lo largo de tres décadas. El éxodo rural que fue vaciando el campo en España hizo el resto.
La despoblación rural no es una peculiaridad de España, sino una tendencia casi global que empezó a dejar a los campesinos sin trabajo tras la mecanización de las tareas agrícolas y que concentró la inversión en las grandes ciudades. A partir de los años cincuenta, España se urbanizó casi de golpe y las ciudades demandaban mano de obra procedente del campo.
Las cifras dicen que 53% del territorio español está en riesgo de despoblación. Es decir que sus municipios tienen menos de 1 000 habitantes. Hay cuatro provincias —Teruel entre ellas— de las que ya han emigrado más de la mitad de sus nacidos. De los 265 908 habitantes que tuvo la provincia de Teruel en su mejor momento demográfico (1910), en 2018 quedaban 135 562. En un siglo la provincia ha perdido la mitad de su población y se queda con 100 personas menos cada mes. La densidad media es de 9.1 habitantes por kilómetro cuadrado —menos de 10 convierte un lugar en desierto demográfico—. Además, se encuentra en la zona con el índice de envejecimiento más alto y el índice de natalidad más bajo de la Unión Europea.
La investigadora Pilar Burillo ha puesto nombre a este abandono propiciado por unas políticas que dejaron en un segundo plano a la población rural: demotanasia. Demos significa “pueblo” y tanasia significa “muerte”.
La zona más despoblada de España, dentro de la cual se encuentra la provincia de Teruel, es conocida como la Laponia del Sur. Dentro de esa Laponia española están los Montes Universales. Según un estudio de catedráticos de la Universidad de Zaragoza de la Asociación Serranía Celtibérica, Montes Universales es ya la zona más despoblada de Europa. Hay un punto en el que la densidad de población no llega ni a un habitante por kilómetro cuadrado.
Pero la población española ha aumentado. Más de 10 millones en apenas un cuarto de siglo. De esa cifra, la mitad se ha ido concentrando en las grandes ciudades. Madrid se ha convertido en una especie de agujero negro que absorbe la población de las comunidades más cercanas pero que salva las periféricas, especialmente costeras. Tal es la capacidad de absorción, que se habla de una nueva ola de despoblación que ya no sólo afecta a los pueblos, sino que ha empezado a vaciar capitales de provincia. Los de Aragón, cuando se marchan, prefieren Cataluña, Madrid y la Comunidad Valenciana, en ese orden, por proximidad y por posibilidades. Los de La Estrella partieron hacia Castellón, Zaragoza y Barcelona.
—No es que se fueran todos de golpe. Pero sí puede que se fueran unos cien en un año. Había un vecino que me decía que cada vez que uno se iba, él se comía un pollo —recuerda Juan Martín.
—¿Quería quedarse solo?
—Pues al final él también se fue.
Era uno de los últimos vecinos de Sinforosa y Juan Martín.
Mientras las ciudades demandaban mano de obra barata, la mecanización de los trabajos agrícolas dejó parada a gran parte del campesinado. Se iban primero y sobre todo los jóvenes. La población iba envejeciendo y el número de muertes empezó a superar el de nacimientos. El desarrollismo acelerado tras décadas de estancamiento benefició a las ciudades y dejó al margen los pueblos. La Estrella no es una excepción. Varios pueblos salpicados por la geografía española cuentan con un solo habitante o dos. A menudo, son ancianos que no pudieron o no quisieron irse. Lo que al principio consistió en quedarse porque la vida estaba ahí y la edad de trabajar se estaba agotando, en algunos casos se acabó convirtiendo en resistencia. Personas como Sinforosa se acostumbraron a ser cuestionadas por quedarse en un lugar del que todos se fueron y lo que en principio era aceptación, arraigo y necesidad de morir donde nacieron dio paso a una tozudez que al forastero le cuesta entender.
—¿Les gustaría que viniera alguien a vivir aquí?
—No. Porque no vendrán. No hay vida —dice Sinforosa.
***
El último fin de semana de mayo, La Estrella parece cualquier cosa menos un lugar habitado por dos ancianos. En la plaza hay una barra portátil en la que varios camareros sirven bebidas y bocadillos. La planta baja de la casa de Sinforosa y Juan Martín está a punto de convertirse en verbena y la alta en comedor. El pueblo está lleno de gente y en la calle que lleva a la ermita hay varios puestos de artesanía. Los coches esconden fachadas semiderruidas y a veces, incluso, suenan las campanas. Entre el tumulto llega Isabel, una mujer alta y morena que ofrece un lugar para dormir y comer.
—Aquí se duerme en colchonetas, nada de señorío —advierte Sinforosa.
Isabel busca un cuarto libre en la hospedería que es la casa de Juan Martín y Sinforosa, donde esta noche todos cenarán, beberán, bailarán y dormirán.
—Vamos arriba a comer —dice en un tono alegre.
La planta alta es el antiguo colegio, un lugar tan alejado del resto del mundo que hasta hace muy poco colgaba de una de sus paredes un mapa que incluía la Unión Soviética. Isabel se reúne con sus amigos, que comen las tradicionales judías de este día en una larga mesa abarrotada de comida.
—Sinforosa se va a quedar aquí hasta el final porque está convencida de que tiene que morir donde nació —dice Isabel durante la cena—. Esta noche, ella y su marido ni siquiera duermen. Hay una gran verbena, con una actuación divertidísima, ya verás.
Lo dice elevando mucho la voz para abrirse paso sobre el ruido que viene de otras mesas. Aunque Isabel es de Castellón, siempre viene a La Estrella el último fin de semana de mayo por su abuelo, que nació aquí y aquí está enterrado. Como ella, acuden unas 200 personas para reunirse en este día tan especial que parece un espejismo.
—Yo no soy creyente, en absoluto. Pero mira lo que llevo colgado —dice, extrayendo bajo su jersey un colgante—. A algo hay que aferrarse cuando pasas momentos difíciles. Son mis raíces; es mi identidad. A mí me hablan de una virgen, y digo: me da igual que sea una virgen o un trozo de piedra. Pero la Virgen de La Estrella...
La romería dura todo el fin de semana, desde que los romeros bajan a pie desde Mosqueruela el sábado a las dos de la tarde hasta que se van el domingo a las cuatro. El domingo acuden a misa, toman el típico rosco y, tras la última procesión, vuelven todos juntos a Mosqueruela. Antaño también se celebraba una romería por San Martín, en noviembre, pero desapareció. Aquel día significaba el fin de la vendimia. Ahora ha perdido el sentido. También tenían lugar rogativas en momentos puntuales con motivo de sequías, plagas y guerra.
Cuando todos se marchan de golpe, queda en La Estrella una sensación como de discoteca vacía y los gatos salen de su escondite. Antes había muchos más, pero los cazadores los confunden con conejos y ahora sólo queda una docena. Todos se llaman Michurrín. Los perros, por su parte, responden al nombre de Pichurrín. Sólo una perra se ha ganado un nombre diferente: Chispa, la perra que encandila a Juan Martín y que ha mantenido encerrada hasta que se han ido los romeros por temor a que le hicieran algo a su “niña”. Las abejas también han vuelto.
—Siempre, cuando salen de la caja, salen de culo, de cara a la colmena. ¿Eso cómo te lo explicas? Salen así para calcular, porque si salen por el otro lado, dirán: “A ver ande vuelvo yo ahora...”. Mala desgracia que no venga. Si se terminara la colmena, que no quedara ni una, nosotros no viviríamos diez años.
Cuando al fin se quedan solos, retoman sus tareas cotidianas y Sinforosa reconoce a medias cierto alivio.
—¿A usted le gusta que venga toda esta gente?
—Si vinieran to’s los días, acostumbrá a estar sola…
—Tanta gente, de repente…
—Te marean, te marean. Y si estuviéramos en otra casa, cambia. Pero esta casa y aquella son de la iglesia. Pero bueno, un día…
Sinforosa y Martín van juntos al huerto, cargando cubos de pienso para los perros y la comida para las gallinas. Está a punto de anochecer. Al volver a la cocina, Sinforosa fríe patatas para la cena en una sartén de porcelana con un mango de madera que hizo Juan Martín.
La cocina es pequeña. Sobre un suelo de piedra hay dos mesas repletas de comida y utensilios frente a una cocina de gas butano. La chimenea todavía desprende olor a tizones. Sólo hace una década que usan gas butano, aunque habían comprado una cocina mucho tiempo antes. Por miedo a que pudiera explotar, Sinforosa la mantuvo escondida en una habitación durante años y siguió cocinando en la lumbre. Juan Martín consiguió convencerla de sus ventajas y le hizo ver que además no tenía sentido esconderla en una habitación. Hasta hace una década, iluminaban la casa con candiles y teas, pero ahora cuentan con paneles solares y un motor que provee electricidad.
Con la cena lista, Juan Martín aparece con un pan que compró en un pueblo cercano la última vez que hizo la compra; un pan que le dura tres o cuatro días. Sinforosa se niega a comer, pero acompaña a la mesa e insiste constantemente en freír huevos.
—Deja, que estamos con las patatas. Ahora los preparo yo —dice él.
El reloj de la cocina marca una hora menos que la hora real. Los cambios de horario, cada verano e invierno, a ellos poco les importan, porque su reloj de pared está sincronizado con los relojes solares de afuera.
***
Han pasado tres años desde entonces. El punto que da inicio a la angosta pista forestal que lleva a La Estrella está en obras. El caudal del río lleva más agua, dos niñas juegan en la plaza mientras un adulto come dentro de un coche. Los gatos que alimenta Sinforosa se han multiplicado. También han plantado encinas nuevas. Las encinas nuevas, las niñas, la pareja joven, el hombre que come pensando en mañana, el río y los gatos dan forma a una promesa, un deseo o un espejismo.
Sinforosa está sentada en el banco. Ahora tiene 87 años y el pelo igual de blanco, con idénticas ondas. Está ahí, como estatua de carne y hueso, como una alegoría de sí misma, cuidadora del lugar en el que ha previsto morir. Al final del poyo está Juan Martín. Con los ojos medio escondidos bajo una gorra oscura y barba de varios días, machaca almendrucos sobre un tronco. Extiende la mano y ofrece unas almendras. No queda claro si el suyo es un gesto de bienvenida o una estrategia de despiste.
Mientras su marido sigue cascando almendrucos, Sinforosa entra en la casa y sale de ella con un bote oxidado y lo agita. El sonido del pienso al golpear contra la hojalata congrega a todos los gatos junto a la morera que preside la plaza y da pie a una batalla en la que está claro cuáles van a perder antes de que el pienso toque el suelo. Los gatos terminan apresuradamente su banquete y se esfuman. Llega un viento frío, como cargado de agua, y se convierte en el augurio de algo que Sinforosa ya sabía mucho antes: que va a llover. Sinforosa, en este momento en el que todo parece quedar en suspenso, demuestra que su dominio de la meteorología está casi tan intacto como la memoria de su marido:
—Esto es vida. Este aire vaporea todo.
El hombre que comía dentro del coche desciende, se presenta como Vicente y despeja las últimas dudas: sólo viene de visita; suele hacerlo a menudo.
Llega la lluvia y Juan Martín y Sinforosa, que han servido una infusión al aire libre, se mantienen inmóviles bajo el agua. La lluvia aprieta. Entonces deciden subir a la planta alta de la casa y encender fuego. Hasta Juan Martín, que piensa que “por delante te quema y por detrás te hiela”, cree que lo mejor será cargar unos troncos y unas ramas de romero.
Juan Martín entra en la casa con una caja cargada de ramas. Se para en la escalera, con la caja sobre la pierna izquierda, mientras cuenta cómo hizo una llave maestra para todas las casas antiguas del pueblo y cómo arregló la cocina de gas butano, que dejó de funcionar hace poco. Viste un pantalón de pana marrón, chaqueta oscura y camisa de franela de cuadros. Sinforosa sube tras él, pisando fuerte con sus botas de montaña. Todas las habitaciones de la hospedería quedan abajo. La pareja atraviesa la sala que era el antiguo colegio y accede a una amplia cocina. Bajo una enorme chimenea de piedra, Sinforosa empieza a colocar las ramas que ha traído su marido y les prende fuego y acerca una silla de mimbre. Juan Martín y Sinforosa han seguido plantando encinas, recogiendo huevos y dando de comer a los perros y a los gatos. Viven con una pensión que entre los dos no supera los 1 200 euros. Todo lo que antes tenían aquí, como el pan y las legumbres, ahora lo trae Juan Martín con su Land Rover una vez a la semana desde Vistabella, porque aquí no hay dónde comprar. Cuando llega el invierno, la pareja hace acopio de alimentos. El difícil acceso les ha traído varias decepciones, tanto con el personal sanitario como con la Guardia Civil. Cuando Sinforosa se cayó y se rompió la cadera, recuerda Juan Martín, no vino la ambulancia del pueblo que le correspondía, sino la de otro. Algo similar ocurre con la Guardia Civil.
—Alguna vez los llamaron de masías cercanas y no vinieron —lamenta Juan Martín.
Hace tres inviernos se quedaron completamente incomunicados. Hacía tiempo que no ocurría, pero no les sorprendió demasiado.
—Había un metro de nieve y no se podía salir de aquí —recuerda él.
—Pero bueno, siempre compras antes —dice ella.
Después de llenar la mesa de comida, Martín coloca un pan redondo contra su pecho y, desde el otro lado, arrastra la navaja que él mismo hizo, con el pulgar de la mano derecha sobre el pan.
A Sinforosa se le rompen las tenazas en la mano mientras trata de mantener el fuego.
—Esto está roto —dice, partiendo troncos.
—Todo se cansa de servir. Todo se rompe —responde Juan Martín, con las manos cruzadas, los codos apoyados sobre las rodillas y sin ninguna nostalgia: entre risas.
Sinforosa a veces para de avivar el fuego, se levanta y se asoma a la ventana para comprobar que aún queda sol. Cuando regresa a la silla, cuenta que no tiene ningún interés en hacer algo que nunca hizo: subir a un avión.
—Es que ir por el aire no apetece…
Ni por tierra: ella no sale de La Estrella desde hace años.
Cuando pregunto por el cementerio, ella me disuade de visitarlo y Martín aclara:
—Su padre fue la última persona que se ha enterrado aquí. Que sin estar malo se murió durmiendo. No se sabe ni dónde está, de la hierba que hay.
—Allí no hay más que matas. No se ve nada. No merece la pena ir —dice Sinforosa.
Aunque no quiera ir, aunque deje que la hierba vaya cubriendo las tumbas y borrando la memoria del pueblo que cuida, al fondo de esas negaciones repetidas parece que hay algo que no cuenta. Entre los que han vivido en el campo durante toda su vida y han trabajado la tierra, morir donde se nació es un deseo casi universal. Queda claro que es mejor olvidarse del cementerio cuando Vicente, que se ha unido a nosotros junto a la lumbre, dice:
—¿Sabes por qué creo que Sinforosa no se va en realidad? Por su hija. Estoy convencido de que se quedó por ella —dice Vicente, que lleva doce años visitando La Estrella sólo para hablar con Sinforosa y Juan Martín, ver amanecer y volver a casa.
Hace mucho que Sinforosa entró en esa categoría de madres sin hijos que nadie se ha atrevido a nombrar porque quizá sea mejor conjurarla mediante el silencio. Su hija tenía 11 años. Un día se fue de la escuela antes de tiempo con un fuerte dolor de cabeza hacia la casa de su tía. Le dijo que avisara a su madre porque se estaba muriendo. No sabía la niña que le estaba dando un derrame cerebral, pero lo cierto es que murió.
Puede que Vicente tenga razón porque al final uno es de donde se quedan sus muertos. Y es ahí donde quiere morir. A Sinforosa le pertenecen tanto el último difunto como el último niño de su aldea. Ser la última es un imperativo genético para ella.
El fuego se agota. El cielo, entrada la noche, se despeja, se llena de estrellas y da sentido al nombre del pueblo. Desde que se ha ido el sol, se ha parado el tiempo. Ahora no es ninguna hora.
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