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Asomarse al interior

Asomarse al interior

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Lo acontecido en el hospital de Mackinac durante el invierno de 1822 no es interesante; sin embargo, lo ocurrido en los años siguientes sí lo es, altamente, por lo que resulta una desgracia que la novela no vaya a relatarlo.
25
.
10
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

En 1822 el cirujano William Beaumont estudió el cuerpo de Alexis St. Martin, quien tras recibir un disparo quedó con el estómago expuesto. El dilema ético del caso bien podría dar para una novela o para un ensayo sobre los jugos gástricos.

De la misma manera en que componer un soneto es mudarse a un cuarto estrecho y descubrir que hay lugar para todos tus muebles, escribir una novela puede sentirse como habitar un espacio amplio, de tejanas dimensiones, y sorprenderse cuando no quepa casi nada.

Para la novela que estoy escribiendo ahora, me puse a investigar sobre la industria azucarera en Veracruz, lo que significa revisar los documentos que otras personas (hombres, casi siempre) escribieron a lo largo de cinco siglos. Interpelar fantasmas. Quien alguna vez haya caído en el vicio de la invocación sabrá que los fantasmas son como los antojos del cuerpo y que, si le abres a uno, aparecen otros cientos. Últimamente mi problema es negarle la entrada a quienes siguen llegando. ¡No caben todos! La novela, esta novela, es un dispositivo de dimensiones limitadas.

En ella no hay espacio, por ejemplo, para el trampero canadiense que vivía con un orificio en el tórax a consecuencia de una herida de bala. Ni para el médico que se iba a consagrar como el padre de la fisiología gástrica por observar la digestión humana a través de dicho orificio. Aunque son interesantes, sus historias implicarían una desviación de 3 000 kilómetros (los que separan a Veracruz de Misuri) durante una época (los mil ochocientos veinte) en la que en México sucedían cosas importantes. Además, a la novela le conviene más que las funciones orgánicas de los seres humanos y las leyes que las rigen aparezcan encarnadas (show), no explicadas (don’t tell).

También te puede interesar: "Sí, también tenemos plástico en el intestino"

Por tales motivos, la novela no contará que en 1822 el cirujano militar estadounidense William Beaumont se encontraba desplegado en la región peletera de Fort Mackinac, Michigan, con 37 años cumplidos y nueve de servicio activo. Ni que, en esa localidad, la American Fur Company empleaba de fijo a 500 hombres, entre francocanadienses y nativos norteamericanos, y beneficiaba a una planilla de 5 000 mercaderes y cazadores. Ni que un desastroso día de junio un jovencísimo comerciante, Alexis St. Martin, recibiría un balazo que le perforaría un pulmón y el estómago. Ni que sería precisamente Beaumont, el único cirujano en kilómetros a la redonda, el encargado de salvarle la vida. Ni que, además de la gastroenterología, Beaumont también practicaba la escritura, y que por eso hoy podemos acceder a sus diarios y partes médicos, donde, entre otros piensos, dejó asentado lo siguiente:

Me llamaron de inmediato. Al llegar, me encontré con que un pedazo de pulmón, del tamaño de un huevo de guajolote, se asomaba por la herida externa, que estaba quemada y lacerada. Y debajo de ella había otro chipote (protrusión) que parecía un pedazo de estómago. Aunque a primera vista yo pensé que eso no podía ser posible, ¿el órgano en ese estado y el paciente todavía vivo? Era inaudito. Y, sin embargo, al examinarlo más de cerca resultó que sí, en efecto era el estómago, y en la parte saliente tenía una incisión tan grande que logré introducir mi dedo índice. A través del agujero se desparramó una porción de su desayuno, ensuciándole la ropa. Ante este dilema, temí que cualquier intento por salvarle la vida resultara inútil.

Contra los pronósticos de Beaumont, St. Martin no solo sobrevivió al accidente, sino que se fue recuperando. Sus glóbulos rojos cerraron filas, aunque no literalmente, pues el agujero continuó abierto. Durante los primeros 15 días, la única forma de alimentarlo era vía rectal, por lo que Beaumont resolvió aplicar compresas en el tórax para forzarlo a retener comida y agua. Para la tercera semana, St. Martin había recuperado el apetito, evacuaba con normalidad y no daba señales de estar enfermo. “Todas las funciones del sistema [gástrico] parecen operar regular y correctamente, como si gozara de perfecta salud, excepto por la herida”, escribió Beaumont. Para la cuarta semana, “el estómago, a la altura del orificio, se adhirió a las intercostales”, donde generó una fístula que permitía la filtración de contenidos de una parte del cuerpo a otra. Para la quinta semana, el tejido circundante cicatrizó, sin sellarse, y el agujero, que ya no era del tamaño de un huevo de guajolote sino de gallina, se afianzó. Parecía “un ano sin esfínter”, dice Beaumont, e incluso cuenta que cada vez que él removía las gasas, “se prolapsaba levemente”, expulsando contenido gástrico. Entonces él aplicaba nitrato de plata y presionaba suavecito con su dedo para meter el estómago de nuevo.

A excepción de una costilla, que extrajo en la semana siete, y de algunas complicaciones del pulmón que resolvió sin demora, Beaumont no registró ningún dolor o incomodidad de parte de St. Martin. Le cambiaba la gasa todos los días, salvo los contadísimos casos en que le permitía a una enfermera hacerlo. Así transcurrieron seis meses. En el invierno las anotaciones se volvieron repetitivas (“va bien”, “mejorando”, “todavía mejorando”, “condición mejora”, “vendado, mejora”, “vendado igual”, “vendado como ayer”) y lo infraordinario tomó el lugar de lo inaudito: vendado, mejora, vendado-mejora-vendado-mej…

Que los diarios no relaten incomodidades no significa que no existieran (ni que sí), tan solo quiere decir que Beaumont no las registró. Que escribió una cosa y no otra. No tenemos manera de saber si St. Martin estaba adolorido, puesto que era analfabeto (en los registros hospitalarios firmó con una equis). Si acaso llegó a expresar alguna queja ante Beaumont, esta se perdió en el camino que va de la palabra al documento.

Lo acontecido en el hospital de Mackinac durante el invierno de 1822 no es interesante; sin embargo, lo ocurrido en los años siguientes sí lo es, altamente, por lo que resulta una desgracia que la novela no vaya a relatarlo. Pero ¿qué vamos a hacer? Las novelas se mandan solas.

En mayo de 1823, las autoridades del condado de Mackinac dejaron de solventar los gastos médicos de St. Martin, y así, desempleado, pauperizado y con un ano en las costillas, se vio abandonado a su suerte. Entonces Beaumont, “por motivos caritativos, dispuesto a salvarle la vida o al menos hacerlo sentir más cómodo” (atestiguaría años más tarde en un juicio por otro asunto), decidió acogerlo en su propia casa. Los biógrafos de Beaumont han llamado la atención sobre el hecho de que su salario de 40 dólares mensuales era insuficiente hasta para los gastos familiares, lo que reviste al gesto de un aura sacrificial.

La novela no contará nada de esto porque apenas y tiene espacio para los fantasmas veracruzanos, pero, si lo hiciera, recurriría a una interrogación feroz: ¿qué cambió, una vez que St. Martin quedó instalado en la casa de Beaumont, para que éste decidiera sacarle provecho al tesoro que tenía entre manos? No sabemos. ¿Acaso la posibilidad de hurgar en lo recóndito del ser humano fue demasiado tentadora? Beaumont anotó:

Este caso ofrece la oportunidad inmejorable de experimentar con los fluidos gástricos y los procesos digestivos. Cada dos o tres días, sin dolor y sin provocar la mínima incomodidad, se extraen algunos mililitros de fluido, el cual corre en cantidades considerables. Varios tipos de sustancias digeribles son introducidos al estómago y examinados durante el proceso de digestión. Será posible, por lo tanto, realizar experimentos interesantes en este sujeto.

Si la novela decidiera, finalmente, incluir dichos reportes, tendría que abandonar el impersonal con el que Beaumont disimuló sus toqueteos. Ahí donde escribió “se extraen”, la novela diría “extraigo”, “introduzco”, “manoseo”, “esculco”, “me atasco, que hay lodo gástrico”. Y ahí donde describió a su paciente como un amasijo de órganos y secreciones, una “pasiva contribución a la ciencia”, la novela intentaría retratar a St. Martin como un humano al que otro humano condenaba a ayunos prolongados para luego empujarle toda clase de objetos, comestibles y no, por el orificio del tórax.

En el otoño de 1824, Beaumont redactó un informe para que el cirujano Joseph Loyell, su mentor, lo ayudara a publicarlo. El 9 de noviembre, Loyell le devolvió comentarios y elogios: la fístula cicatrizada en el tórax de St. Martin era una prueba absoluta “del poder curativo de la naturaleza” y “atribuible en gran medida a su labor (suya de usted)”. Aunque, eso sí, ofrecía algunas sugerencias:

Me daré a la tarea de enviarle libros con experimentos sobre el líquido gástrico para guiar sus indagaciones, que serán sencillas y seguras. Se sabe, por ejemplo, que si el estómago recibe varios artículos, digerirá primero los de una cierta especie, luego los de otra, y así (digamos, carne, budín, papas y col). ¿Usted podría conferir veracidad a este dicho? ¿Y averiguar sobre la digeribilidad de algunas cosas?

Validado y supervisado por su mentor, Beaumont experimentó sin restricciones. Primero fue introduciendo alimentos con un cordón de seda para medir cuánto tiempo le tomaba a St. Martin digerirlos. Los metía y los sacaba por la fístula como jugando a los pescaditos de la feria. Luego introducía también un pedazo de termómetro para medir el mercurio, y comparaba la muestra con otra recreada en tubos de ensayo. Llegó a probar el ácido, al que llamaba “licor gástrico”, con su propia lengua. Determinó que la digestión no era un proceso mecánico de maceración, sino uno químico, puesto que el estómago producía un “calorcito natural” que disolvía los materiales a cierta velocidad bajo determinadas circunstancias.

También notó que el estado de ánimo de St. Martin “parecía afectar la rapidez” de la digestión. ¿Y cuál sería el ánimo de un hombre obligado a fungir como trapiche humano?

La novela tampoco relatará las vidas de los demás médicos que se fueron inmiscuyendo en la investigación al paso de los años: el profesor de Virginia que enlistó alimentos para medir las potencias digestivas de St. Martin (“almidones, mucílagos, gomas, azúcar, frutas ácidas, mantequilla, queso, gelatina, albúmina de huevo…”), y aquellos que recibieron, a manera de obsequio, “botellas de jugo gástrico para examinar con profusión”. Todos sus apellidos (Dunglison, Silliman, Berzelius) hoy figuran en los almanaques médicos, pues sus hallazgos derivaron en certezas que aún determinan tanto la práctica gastroenterológica como las consejerías drive-thru de redes sociales; por ejemplo, algunos asuntos relacionados con el vínculo intestino-cerebro y la microbiota.

También te recomendamos leer: "Los vivos de Emiliano Monge, un ave frágil que flota en la habitación"

Ahora bien, aunque los informes del acontecer digestivo de St. Martin no mencionaran (tell) incomodidades, sus acciones hablarían por sí mismas (show). En 1833, St. Martin aprovechó la transferencia de Beaumont a una nueva base militar para escapársele. Tal vez haya pensado que su deuda con la ciencia médica quedaba saldada tras 10 años de resignada colaboración. Tal vez simplemente estuviera harto de que le picotearan las tripas todos los días. No podemos saberlo y la novela no va a especularlo. Yo no voy a especularlo. No tengo espacio y la novela no es autónoma. Hace rato mentí: ninguna escritura se manda sola. Diarios, cartas, demandas y reportes médicos, todos implican autoría.

Por su correspondencia, sabemos que Beaumont intentó convencer a “aquel viejo fistuloso Alexis” de volver, apelando a su supuesta amistad (“mon ami”) y al bien común: “Es lo mejor que podrías hacer por tu familia, por ti mismo, por mí y por la ciencia”. Pero St. Martin no cedió. Murió de viejo, muchos años después, en Quebec, y sus familiares postergaron el entierro lo más posible para evitar que médicos y otros buitres lo carroñearan.

Beaumont continuó con sus ambiciones médicas, aunque la fortuna no volvió a favorecerlo como antes. A partir de 1860, algunas pacientes de su práctica privada reportaron casos de mala praxis que lo llevaron a juicio y refrescaron el debate sobre lo que había sucedido con St. Martin. (Me pregunto si el estrés derivado de estas situaciones le habrá supuesto a Beaumont fuertes emanaciones de ácido gástrico).

La novela no narrará estos sucesos (disponibles en la colección digital de William Beaumont de la Biblioteca Becker de la Universidad de Washington en St. Louis), pero será imposible que no se vean reflejados dentro y fuera de ella. Después de todo, el eje intestino-cerebro es una verdad asumida en este presente que habitamos. Después de todo, la industria azucarera afecta a los ecosistemas igual que el exceso de glucosa a la microbiota intestinal: alterando, inflamando, desregulándonos deliciosamente. (Plural: la novela y yo, tú y yo, nosotras).

Hoy sabemos (damos por bueno) que los problemas psiquiátricos y digestivos van de la mano, que cuando se está de buenas se digiere distinto que cuando se está de malas y que, cuando se digiere distinto, se vive distinto, se respira distinto, se pone atención a ciertas cosas, se invocan determinados fantasmas,

se escribe una cosa y no otra

y viceversa,

un soneto, una novela

como una fístula para asomarse a lo recóndito.

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En 1822 el cirujano William Beaumont estudió el cuerpo de Alexis St. Martin, quien tras recibir un disparo quedó con el estómago expuesto. El dilema ético del caso bien podría dar para una novela o para un ensayo sobre los jugos gástricos.

De la misma manera en que componer un soneto es mudarse a un cuarto estrecho y descubrir que hay lugar para todos tus muebles, escribir una novela puede sentirse como habitar un espacio amplio, de tejanas dimensiones, y sorprenderse cuando no quepa casi nada.

Para la novela que estoy escribiendo ahora, me puse a investigar sobre la industria azucarera en Veracruz, lo que significa revisar los documentos que otras personas (hombres, casi siempre) escribieron a lo largo de cinco siglos. Interpelar fantasmas. Quien alguna vez haya caído en el vicio de la invocación sabrá que los fantasmas son como los antojos del cuerpo y que, si le abres a uno, aparecen otros cientos. Últimamente mi problema es negarle la entrada a quienes siguen llegando. ¡No caben todos! La novela, esta novela, es un dispositivo de dimensiones limitadas.

En ella no hay espacio, por ejemplo, para el trampero canadiense que vivía con un orificio en el tórax a consecuencia de una herida de bala. Ni para el médico que se iba a consagrar como el padre de la fisiología gástrica por observar la digestión humana a través de dicho orificio. Aunque son interesantes, sus historias implicarían una desviación de 3 000 kilómetros (los que separan a Veracruz de Misuri) durante una época (los mil ochocientos veinte) en la que en México sucedían cosas importantes. Además, a la novela le conviene más que las funciones orgánicas de los seres humanos y las leyes que las rigen aparezcan encarnadas (show), no explicadas (don’t tell).

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Por tales motivos, la novela no contará que en 1822 el cirujano militar estadounidense William Beaumont se encontraba desplegado en la región peletera de Fort Mackinac, Michigan, con 37 años cumplidos y nueve de servicio activo. Ni que, en esa localidad, la American Fur Company empleaba de fijo a 500 hombres, entre francocanadienses y nativos norteamericanos, y beneficiaba a una planilla de 5 000 mercaderes y cazadores. Ni que un desastroso día de junio un jovencísimo comerciante, Alexis St. Martin, recibiría un balazo que le perforaría un pulmón y el estómago. Ni que sería precisamente Beaumont, el único cirujano en kilómetros a la redonda, el encargado de salvarle la vida. Ni que, además de la gastroenterología, Beaumont también practicaba la escritura, y que por eso hoy podemos acceder a sus diarios y partes médicos, donde, entre otros piensos, dejó asentado lo siguiente:

Me llamaron de inmediato. Al llegar, me encontré con que un pedazo de pulmón, del tamaño de un huevo de guajolote, se asomaba por la herida externa, que estaba quemada y lacerada. Y debajo de ella había otro chipote (protrusión) que parecía un pedazo de estómago. Aunque a primera vista yo pensé que eso no podía ser posible, ¿el órgano en ese estado y el paciente todavía vivo? Era inaudito. Y, sin embargo, al examinarlo más de cerca resultó que sí, en efecto era el estómago, y en la parte saliente tenía una incisión tan grande que logré introducir mi dedo índice. A través del agujero se desparramó una porción de su desayuno, ensuciándole la ropa. Ante este dilema, temí que cualquier intento por salvarle la vida resultara inútil.

Contra los pronósticos de Beaumont, St. Martin no solo sobrevivió al accidente, sino que se fue recuperando. Sus glóbulos rojos cerraron filas, aunque no literalmente, pues el agujero continuó abierto. Durante los primeros 15 días, la única forma de alimentarlo era vía rectal, por lo que Beaumont resolvió aplicar compresas en el tórax para forzarlo a retener comida y agua. Para la tercera semana, St. Martin había recuperado el apetito, evacuaba con normalidad y no daba señales de estar enfermo. “Todas las funciones del sistema [gástrico] parecen operar regular y correctamente, como si gozara de perfecta salud, excepto por la herida”, escribió Beaumont. Para la cuarta semana, “el estómago, a la altura del orificio, se adhirió a las intercostales”, donde generó una fístula que permitía la filtración de contenidos de una parte del cuerpo a otra. Para la quinta semana, el tejido circundante cicatrizó, sin sellarse, y el agujero, que ya no era del tamaño de un huevo de guajolote sino de gallina, se afianzó. Parecía “un ano sin esfínter”, dice Beaumont, e incluso cuenta que cada vez que él removía las gasas, “se prolapsaba levemente”, expulsando contenido gástrico. Entonces él aplicaba nitrato de plata y presionaba suavecito con su dedo para meter el estómago de nuevo.

A excepción de una costilla, que extrajo en la semana siete, y de algunas complicaciones del pulmón que resolvió sin demora, Beaumont no registró ningún dolor o incomodidad de parte de St. Martin. Le cambiaba la gasa todos los días, salvo los contadísimos casos en que le permitía a una enfermera hacerlo. Así transcurrieron seis meses. En el invierno las anotaciones se volvieron repetitivas (“va bien”, “mejorando”, “todavía mejorando”, “condición mejora”, “vendado, mejora”, “vendado igual”, “vendado como ayer”) y lo infraordinario tomó el lugar de lo inaudito: vendado, mejora, vendado-mejora-vendado-mej…

Que los diarios no relaten incomodidades no significa que no existieran (ni que sí), tan solo quiere decir que Beaumont no las registró. Que escribió una cosa y no otra. No tenemos manera de saber si St. Martin estaba adolorido, puesto que era analfabeto (en los registros hospitalarios firmó con una equis). Si acaso llegó a expresar alguna queja ante Beaumont, esta se perdió en el camino que va de la palabra al documento.

Lo acontecido en el hospital de Mackinac durante el invierno de 1822 no es interesante; sin embargo, lo ocurrido en los años siguientes sí lo es, altamente, por lo que resulta una desgracia que la novela no vaya a relatarlo. Pero ¿qué vamos a hacer? Las novelas se mandan solas.

En mayo de 1823, las autoridades del condado de Mackinac dejaron de solventar los gastos médicos de St. Martin, y así, desempleado, pauperizado y con un ano en las costillas, se vio abandonado a su suerte. Entonces Beaumont, “por motivos caritativos, dispuesto a salvarle la vida o al menos hacerlo sentir más cómodo” (atestiguaría años más tarde en un juicio por otro asunto), decidió acogerlo en su propia casa. Los biógrafos de Beaumont han llamado la atención sobre el hecho de que su salario de 40 dólares mensuales era insuficiente hasta para los gastos familiares, lo que reviste al gesto de un aura sacrificial.

La novela no contará nada de esto porque apenas y tiene espacio para los fantasmas veracruzanos, pero, si lo hiciera, recurriría a una interrogación feroz: ¿qué cambió, una vez que St. Martin quedó instalado en la casa de Beaumont, para que éste decidiera sacarle provecho al tesoro que tenía entre manos? No sabemos. ¿Acaso la posibilidad de hurgar en lo recóndito del ser humano fue demasiado tentadora? Beaumont anotó:

Este caso ofrece la oportunidad inmejorable de experimentar con los fluidos gástricos y los procesos digestivos. Cada dos o tres días, sin dolor y sin provocar la mínima incomodidad, se extraen algunos mililitros de fluido, el cual corre en cantidades considerables. Varios tipos de sustancias digeribles son introducidos al estómago y examinados durante el proceso de digestión. Será posible, por lo tanto, realizar experimentos interesantes en este sujeto.

Si la novela decidiera, finalmente, incluir dichos reportes, tendría que abandonar el impersonal con el que Beaumont disimuló sus toqueteos. Ahí donde escribió “se extraen”, la novela diría “extraigo”, “introduzco”, “manoseo”, “esculco”, “me atasco, que hay lodo gástrico”. Y ahí donde describió a su paciente como un amasijo de órganos y secreciones, una “pasiva contribución a la ciencia”, la novela intentaría retratar a St. Martin como un humano al que otro humano condenaba a ayunos prolongados para luego empujarle toda clase de objetos, comestibles y no, por el orificio del tórax.

En el otoño de 1824, Beaumont redactó un informe para que el cirujano Joseph Loyell, su mentor, lo ayudara a publicarlo. El 9 de noviembre, Loyell le devolvió comentarios y elogios: la fístula cicatrizada en el tórax de St. Martin era una prueba absoluta “del poder curativo de la naturaleza” y “atribuible en gran medida a su labor (suya de usted)”. Aunque, eso sí, ofrecía algunas sugerencias:

Me daré a la tarea de enviarle libros con experimentos sobre el líquido gástrico para guiar sus indagaciones, que serán sencillas y seguras. Se sabe, por ejemplo, que si el estómago recibe varios artículos, digerirá primero los de una cierta especie, luego los de otra, y así (digamos, carne, budín, papas y col). ¿Usted podría conferir veracidad a este dicho? ¿Y averiguar sobre la digeribilidad de algunas cosas?

Validado y supervisado por su mentor, Beaumont experimentó sin restricciones. Primero fue introduciendo alimentos con un cordón de seda para medir cuánto tiempo le tomaba a St. Martin digerirlos. Los metía y los sacaba por la fístula como jugando a los pescaditos de la feria. Luego introducía también un pedazo de termómetro para medir el mercurio, y comparaba la muestra con otra recreada en tubos de ensayo. Llegó a probar el ácido, al que llamaba “licor gástrico”, con su propia lengua. Determinó que la digestión no era un proceso mecánico de maceración, sino uno químico, puesto que el estómago producía un “calorcito natural” que disolvía los materiales a cierta velocidad bajo determinadas circunstancias.

También notó que el estado de ánimo de St. Martin “parecía afectar la rapidez” de la digestión. ¿Y cuál sería el ánimo de un hombre obligado a fungir como trapiche humano?

La novela tampoco relatará las vidas de los demás médicos que se fueron inmiscuyendo en la investigación al paso de los años: el profesor de Virginia que enlistó alimentos para medir las potencias digestivas de St. Martin (“almidones, mucílagos, gomas, azúcar, frutas ácidas, mantequilla, queso, gelatina, albúmina de huevo…”), y aquellos que recibieron, a manera de obsequio, “botellas de jugo gástrico para examinar con profusión”. Todos sus apellidos (Dunglison, Silliman, Berzelius) hoy figuran en los almanaques médicos, pues sus hallazgos derivaron en certezas que aún determinan tanto la práctica gastroenterológica como las consejerías drive-thru de redes sociales; por ejemplo, algunos asuntos relacionados con el vínculo intestino-cerebro y la microbiota.

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Ahora bien, aunque los informes del acontecer digestivo de St. Martin no mencionaran (tell) incomodidades, sus acciones hablarían por sí mismas (show). En 1833, St. Martin aprovechó la transferencia de Beaumont a una nueva base militar para escapársele. Tal vez haya pensado que su deuda con la ciencia médica quedaba saldada tras 10 años de resignada colaboración. Tal vez simplemente estuviera harto de que le picotearan las tripas todos los días. No podemos saberlo y la novela no va a especularlo. Yo no voy a especularlo. No tengo espacio y la novela no es autónoma. Hace rato mentí: ninguna escritura se manda sola. Diarios, cartas, demandas y reportes médicos, todos implican autoría.

Por su correspondencia, sabemos que Beaumont intentó convencer a “aquel viejo fistuloso Alexis” de volver, apelando a su supuesta amistad (“mon ami”) y al bien común: “Es lo mejor que podrías hacer por tu familia, por ti mismo, por mí y por la ciencia”. Pero St. Martin no cedió. Murió de viejo, muchos años después, en Quebec, y sus familiares postergaron el entierro lo más posible para evitar que médicos y otros buitres lo carroñearan.

Beaumont continuó con sus ambiciones médicas, aunque la fortuna no volvió a favorecerlo como antes. A partir de 1860, algunas pacientes de su práctica privada reportaron casos de mala praxis que lo llevaron a juicio y refrescaron el debate sobre lo que había sucedido con St. Martin. (Me pregunto si el estrés derivado de estas situaciones le habrá supuesto a Beaumont fuertes emanaciones de ácido gástrico).

La novela no narrará estos sucesos (disponibles en la colección digital de William Beaumont de la Biblioteca Becker de la Universidad de Washington en St. Louis), pero será imposible que no se vean reflejados dentro y fuera de ella. Después de todo, el eje intestino-cerebro es una verdad asumida en este presente que habitamos. Después de todo, la industria azucarera afecta a los ecosistemas igual que el exceso de glucosa a la microbiota intestinal: alterando, inflamando, desregulándonos deliciosamente. (Plural: la novela y yo, tú y yo, nosotras).

Hoy sabemos (damos por bueno) que los problemas psiquiátricos y digestivos van de la mano, que cuando se está de buenas se digiere distinto que cuando se está de malas y que, cuando se digiere distinto, se vive distinto, se respira distinto, se pone atención a ciertas cosas, se invocan determinados fantasmas,

se escribe una cosa y no otra

y viceversa,

un soneto, una novela

como una fístula para asomarse a lo recóndito.

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En 1822 el cirujano William Beaumont estudió el cuerpo de Alexis St. Martin, quien tras recibir un disparo quedó con el estómago expuesto. El dilema ético del caso bien podría dar para una novela o para un ensayo sobre los jugos gástricos.

De la misma manera en que componer un soneto es mudarse a un cuarto estrecho y descubrir que hay lugar para todos tus muebles, escribir una novela puede sentirse como habitar un espacio amplio, de tejanas dimensiones, y sorprenderse cuando no quepa casi nada.

Para la novela que estoy escribiendo ahora, me puse a investigar sobre la industria azucarera en Veracruz, lo que significa revisar los documentos que otras personas (hombres, casi siempre) escribieron a lo largo de cinco siglos. Interpelar fantasmas. Quien alguna vez haya caído en el vicio de la invocación sabrá que los fantasmas son como los antojos del cuerpo y que, si le abres a uno, aparecen otros cientos. Últimamente mi problema es negarle la entrada a quienes siguen llegando. ¡No caben todos! La novela, esta novela, es un dispositivo de dimensiones limitadas.

En ella no hay espacio, por ejemplo, para el trampero canadiense que vivía con un orificio en el tórax a consecuencia de una herida de bala. Ni para el médico que se iba a consagrar como el padre de la fisiología gástrica por observar la digestión humana a través de dicho orificio. Aunque son interesantes, sus historias implicarían una desviación de 3 000 kilómetros (los que separan a Veracruz de Misuri) durante una época (los mil ochocientos veinte) en la que en México sucedían cosas importantes. Además, a la novela le conviene más que las funciones orgánicas de los seres humanos y las leyes que las rigen aparezcan encarnadas (show), no explicadas (don’t tell).

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Por tales motivos, la novela no contará que en 1822 el cirujano militar estadounidense William Beaumont se encontraba desplegado en la región peletera de Fort Mackinac, Michigan, con 37 años cumplidos y nueve de servicio activo. Ni que, en esa localidad, la American Fur Company empleaba de fijo a 500 hombres, entre francocanadienses y nativos norteamericanos, y beneficiaba a una planilla de 5 000 mercaderes y cazadores. Ni que un desastroso día de junio un jovencísimo comerciante, Alexis St. Martin, recibiría un balazo que le perforaría un pulmón y el estómago. Ni que sería precisamente Beaumont, el único cirujano en kilómetros a la redonda, el encargado de salvarle la vida. Ni que, además de la gastroenterología, Beaumont también practicaba la escritura, y que por eso hoy podemos acceder a sus diarios y partes médicos, donde, entre otros piensos, dejó asentado lo siguiente:

Me llamaron de inmediato. Al llegar, me encontré con que un pedazo de pulmón, del tamaño de un huevo de guajolote, se asomaba por la herida externa, que estaba quemada y lacerada. Y debajo de ella había otro chipote (protrusión) que parecía un pedazo de estómago. Aunque a primera vista yo pensé que eso no podía ser posible, ¿el órgano en ese estado y el paciente todavía vivo? Era inaudito. Y, sin embargo, al examinarlo más de cerca resultó que sí, en efecto era el estómago, y en la parte saliente tenía una incisión tan grande que logré introducir mi dedo índice. A través del agujero se desparramó una porción de su desayuno, ensuciándole la ropa. Ante este dilema, temí que cualquier intento por salvarle la vida resultara inútil.

Contra los pronósticos de Beaumont, St. Martin no solo sobrevivió al accidente, sino que se fue recuperando. Sus glóbulos rojos cerraron filas, aunque no literalmente, pues el agujero continuó abierto. Durante los primeros 15 días, la única forma de alimentarlo era vía rectal, por lo que Beaumont resolvió aplicar compresas en el tórax para forzarlo a retener comida y agua. Para la tercera semana, St. Martin había recuperado el apetito, evacuaba con normalidad y no daba señales de estar enfermo. “Todas las funciones del sistema [gástrico] parecen operar regular y correctamente, como si gozara de perfecta salud, excepto por la herida”, escribió Beaumont. Para la cuarta semana, “el estómago, a la altura del orificio, se adhirió a las intercostales”, donde generó una fístula que permitía la filtración de contenidos de una parte del cuerpo a otra. Para la quinta semana, el tejido circundante cicatrizó, sin sellarse, y el agujero, que ya no era del tamaño de un huevo de guajolote sino de gallina, se afianzó. Parecía “un ano sin esfínter”, dice Beaumont, e incluso cuenta que cada vez que él removía las gasas, “se prolapsaba levemente”, expulsando contenido gástrico. Entonces él aplicaba nitrato de plata y presionaba suavecito con su dedo para meter el estómago de nuevo.

A excepción de una costilla, que extrajo en la semana siete, y de algunas complicaciones del pulmón que resolvió sin demora, Beaumont no registró ningún dolor o incomodidad de parte de St. Martin. Le cambiaba la gasa todos los días, salvo los contadísimos casos en que le permitía a una enfermera hacerlo. Así transcurrieron seis meses. En el invierno las anotaciones se volvieron repetitivas (“va bien”, “mejorando”, “todavía mejorando”, “condición mejora”, “vendado, mejora”, “vendado igual”, “vendado como ayer”) y lo infraordinario tomó el lugar de lo inaudito: vendado, mejora, vendado-mejora-vendado-mej…

Que los diarios no relaten incomodidades no significa que no existieran (ni que sí), tan solo quiere decir que Beaumont no las registró. Que escribió una cosa y no otra. No tenemos manera de saber si St. Martin estaba adolorido, puesto que era analfabeto (en los registros hospitalarios firmó con una equis). Si acaso llegó a expresar alguna queja ante Beaumont, esta se perdió en el camino que va de la palabra al documento.

Lo acontecido en el hospital de Mackinac durante el invierno de 1822 no es interesante; sin embargo, lo ocurrido en los años siguientes sí lo es, altamente, por lo que resulta una desgracia que la novela no vaya a relatarlo. Pero ¿qué vamos a hacer? Las novelas se mandan solas.

En mayo de 1823, las autoridades del condado de Mackinac dejaron de solventar los gastos médicos de St. Martin, y así, desempleado, pauperizado y con un ano en las costillas, se vio abandonado a su suerte. Entonces Beaumont, “por motivos caritativos, dispuesto a salvarle la vida o al menos hacerlo sentir más cómodo” (atestiguaría años más tarde en un juicio por otro asunto), decidió acogerlo en su propia casa. Los biógrafos de Beaumont han llamado la atención sobre el hecho de que su salario de 40 dólares mensuales era insuficiente hasta para los gastos familiares, lo que reviste al gesto de un aura sacrificial.

La novela no contará nada de esto porque apenas y tiene espacio para los fantasmas veracruzanos, pero, si lo hiciera, recurriría a una interrogación feroz: ¿qué cambió, una vez que St. Martin quedó instalado en la casa de Beaumont, para que éste decidiera sacarle provecho al tesoro que tenía entre manos? No sabemos. ¿Acaso la posibilidad de hurgar en lo recóndito del ser humano fue demasiado tentadora? Beaumont anotó:

Este caso ofrece la oportunidad inmejorable de experimentar con los fluidos gástricos y los procesos digestivos. Cada dos o tres días, sin dolor y sin provocar la mínima incomodidad, se extraen algunos mililitros de fluido, el cual corre en cantidades considerables. Varios tipos de sustancias digeribles son introducidos al estómago y examinados durante el proceso de digestión. Será posible, por lo tanto, realizar experimentos interesantes en este sujeto.

Si la novela decidiera, finalmente, incluir dichos reportes, tendría que abandonar el impersonal con el que Beaumont disimuló sus toqueteos. Ahí donde escribió “se extraen”, la novela diría “extraigo”, “introduzco”, “manoseo”, “esculco”, “me atasco, que hay lodo gástrico”. Y ahí donde describió a su paciente como un amasijo de órganos y secreciones, una “pasiva contribución a la ciencia”, la novela intentaría retratar a St. Martin como un humano al que otro humano condenaba a ayunos prolongados para luego empujarle toda clase de objetos, comestibles y no, por el orificio del tórax.

En el otoño de 1824, Beaumont redactó un informe para que el cirujano Joseph Loyell, su mentor, lo ayudara a publicarlo. El 9 de noviembre, Loyell le devolvió comentarios y elogios: la fístula cicatrizada en el tórax de St. Martin era una prueba absoluta “del poder curativo de la naturaleza” y “atribuible en gran medida a su labor (suya de usted)”. Aunque, eso sí, ofrecía algunas sugerencias:

Me daré a la tarea de enviarle libros con experimentos sobre el líquido gástrico para guiar sus indagaciones, que serán sencillas y seguras. Se sabe, por ejemplo, que si el estómago recibe varios artículos, digerirá primero los de una cierta especie, luego los de otra, y así (digamos, carne, budín, papas y col). ¿Usted podría conferir veracidad a este dicho? ¿Y averiguar sobre la digeribilidad de algunas cosas?

Validado y supervisado por su mentor, Beaumont experimentó sin restricciones. Primero fue introduciendo alimentos con un cordón de seda para medir cuánto tiempo le tomaba a St. Martin digerirlos. Los metía y los sacaba por la fístula como jugando a los pescaditos de la feria. Luego introducía también un pedazo de termómetro para medir el mercurio, y comparaba la muestra con otra recreada en tubos de ensayo. Llegó a probar el ácido, al que llamaba “licor gástrico”, con su propia lengua. Determinó que la digestión no era un proceso mecánico de maceración, sino uno químico, puesto que el estómago producía un “calorcito natural” que disolvía los materiales a cierta velocidad bajo determinadas circunstancias.

También notó que el estado de ánimo de St. Martin “parecía afectar la rapidez” de la digestión. ¿Y cuál sería el ánimo de un hombre obligado a fungir como trapiche humano?

La novela tampoco relatará las vidas de los demás médicos que se fueron inmiscuyendo en la investigación al paso de los años: el profesor de Virginia que enlistó alimentos para medir las potencias digestivas de St. Martin (“almidones, mucílagos, gomas, azúcar, frutas ácidas, mantequilla, queso, gelatina, albúmina de huevo…”), y aquellos que recibieron, a manera de obsequio, “botellas de jugo gástrico para examinar con profusión”. Todos sus apellidos (Dunglison, Silliman, Berzelius) hoy figuran en los almanaques médicos, pues sus hallazgos derivaron en certezas que aún determinan tanto la práctica gastroenterológica como las consejerías drive-thru de redes sociales; por ejemplo, algunos asuntos relacionados con el vínculo intestino-cerebro y la microbiota.

También te recomendamos leer: "Los vivos de Emiliano Monge, un ave frágil que flota en la habitación"

Ahora bien, aunque los informes del acontecer digestivo de St. Martin no mencionaran (tell) incomodidades, sus acciones hablarían por sí mismas (show). En 1833, St. Martin aprovechó la transferencia de Beaumont a una nueva base militar para escapársele. Tal vez haya pensado que su deuda con la ciencia médica quedaba saldada tras 10 años de resignada colaboración. Tal vez simplemente estuviera harto de que le picotearan las tripas todos los días. No podemos saberlo y la novela no va a especularlo. Yo no voy a especularlo. No tengo espacio y la novela no es autónoma. Hace rato mentí: ninguna escritura se manda sola. Diarios, cartas, demandas y reportes médicos, todos implican autoría.

Por su correspondencia, sabemos que Beaumont intentó convencer a “aquel viejo fistuloso Alexis” de volver, apelando a su supuesta amistad (“mon ami”) y al bien común: “Es lo mejor que podrías hacer por tu familia, por ti mismo, por mí y por la ciencia”. Pero St. Martin no cedió. Murió de viejo, muchos años después, en Quebec, y sus familiares postergaron el entierro lo más posible para evitar que médicos y otros buitres lo carroñearan.

Beaumont continuó con sus ambiciones médicas, aunque la fortuna no volvió a favorecerlo como antes. A partir de 1860, algunas pacientes de su práctica privada reportaron casos de mala praxis que lo llevaron a juicio y refrescaron el debate sobre lo que había sucedido con St. Martin. (Me pregunto si el estrés derivado de estas situaciones le habrá supuesto a Beaumont fuertes emanaciones de ácido gástrico).

La novela no narrará estos sucesos (disponibles en la colección digital de William Beaumont de la Biblioteca Becker de la Universidad de Washington en St. Louis), pero será imposible que no se vean reflejados dentro y fuera de ella. Después de todo, el eje intestino-cerebro es una verdad asumida en este presente que habitamos. Después de todo, la industria azucarera afecta a los ecosistemas igual que el exceso de glucosa a la microbiota intestinal: alterando, inflamando, desregulándonos deliciosamente. (Plural: la novela y yo, tú y yo, nosotras).

Hoy sabemos (damos por bueno) que los problemas psiquiátricos y digestivos van de la mano, que cuando se está de buenas se digiere distinto que cuando se está de malas y que, cuando se digiere distinto, se vive distinto, se respira distinto, se pone atención a ciertas cosas, se invocan determinados fantasmas,

se escribe una cosa y no otra

y viceversa,

un soneto, una novela

como una fístula para asomarse a lo recóndito.

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2024
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En 1822 el cirujano William Beaumont estudió el cuerpo de Alexis St. Martin, quien tras recibir un disparo quedó con el estómago expuesto. El dilema ético del caso bien podría dar para una novela o para un ensayo sobre los jugos gástricos.

De la misma manera en que componer un soneto es mudarse a un cuarto estrecho y descubrir que hay lugar para todos tus muebles, escribir una novela puede sentirse como habitar un espacio amplio, de tejanas dimensiones, y sorprenderse cuando no quepa casi nada.

Para la novela que estoy escribiendo ahora, me puse a investigar sobre la industria azucarera en Veracruz, lo que significa revisar los documentos que otras personas (hombres, casi siempre) escribieron a lo largo de cinco siglos. Interpelar fantasmas. Quien alguna vez haya caído en el vicio de la invocación sabrá que los fantasmas son como los antojos del cuerpo y que, si le abres a uno, aparecen otros cientos. Últimamente mi problema es negarle la entrada a quienes siguen llegando. ¡No caben todos! La novela, esta novela, es un dispositivo de dimensiones limitadas.

En ella no hay espacio, por ejemplo, para el trampero canadiense que vivía con un orificio en el tórax a consecuencia de una herida de bala. Ni para el médico que se iba a consagrar como el padre de la fisiología gástrica por observar la digestión humana a través de dicho orificio. Aunque son interesantes, sus historias implicarían una desviación de 3 000 kilómetros (los que separan a Veracruz de Misuri) durante una época (los mil ochocientos veinte) en la que en México sucedían cosas importantes. Además, a la novela le conviene más que las funciones orgánicas de los seres humanos y las leyes que las rigen aparezcan encarnadas (show), no explicadas (don’t tell).

También te puede interesar: "Sí, también tenemos plástico en el intestino"

Por tales motivos, la novela no contará que en 1822 el cirujano militar estadounidense William Beaumont se encontraba desplegado en la región peletera de Fort Mackinac, Michigan, con 37 años cumplidos y nueve de servicio activo. Ni que, en esa localidad, la American Fur Company empleaba de fijo a 500 hombres, entre francocanadienses y nativos norteamericanos, y beneficiaba a una planilla de 5 000 mercaderes y cazadores. Ni que un desastroso día de junio un jovencísimo comerciante, Alexis St. Martin, recibiría un balazo que le perforaría un pulmón y el estómago. Ni que sería precisamente Beaumont, el único cirujano en kilómetros a la redonda, el encargado de salvarle la vida. Ni que, además de la gastroenterología, Beaumont también practicaba la escritura, y que por eso hoy podemos acceder a sus diarios y partes médicos, donde, entre otros piensos, dejó asentado lo siguiente:

Me llamaron de inmediato. Al llegar, me encontré con que un pedazo de pulmón, del tamaño de un huevo de guajolote, se asomaba por la herida externa, que estaba quemada y lacerada. Y debajo de ella había otro chipote (protrusión) que parecía un pedazo de estómago. Aunque a primera vista yo pensé que eso no podía ser posible, ¿el órgano en ese estado y el paciente todavía vivo? Era inaudito. Y, sin embargo, al examinarlo más de cerca resultó que sí, en efecto era el estómago, y en la parte saliente tenía una incisión tan grande que logré introducir mi dedo índice. A través del agujero se desparramó una porción de su desayuno, ensuciándole la ropa. Ante este dilema, temí que cualquier intento por salvarle la vida resultara inútil.

Contra los pronósticos de Beaumont, St. Martin no solo sobrevivió al accidente, sino que se fue recuperando. Sus glóbulos rojos cerraron filas, aunque no literalmente, pues el agujero continuó abierto. Durante los primeros 15 días, la única forma de alimentarlo era vía rectal, por lo que Beaumont resolvió aplicar compresas en el tórax para forzarlo a retener comida y agua. Para la tercera semana, St. Martin había recuperado el apetito, evacuaba con normalidad y no daba señales de estar enfermo. “Todas las funciones del sistema [gástrico] parecen operar regular y correctamente, como si gozara de perfecta salud, excepto por la herida”, escribió Beaumont. Para la cuarta semana, “el estómago, a la altura del orificio, se adhirió a las intercostales”, donde generó una fístula que permitía la filtración de contenidos de una parte del cuerpo a otra. Para la quinta semana, el tejido circundante cicatrizó, sin sellarse, y el agujero, que ya no era del tamaño de un huevo de guajolote sino de gallina, se afianzó. Parecía “un ano sin esfínter”, dice Beaumont, e incluso cuenta que cada vez que él removía las gasas, “se prolapsaba levemente”, expulsando contenido gástrico. Entonces él aplicaba nitrato de plata y presionaba suavecito con su dedo para meter el estómago de nuevo.

A excepción de una costilla, que extrajo en la semana siete, y de algunas complicaciones del pulmón que resolvió sin demora, Beaumont no registró ningún dolor o incomodidad de parte de St. Martin. Le cambiaba la gasa todos los días, salvo los contadísimos casos en que le permitía a una enfermera hacerlo. Así transcurrieron seis meses. En el invierno las anotaciones se volvieron repetitivas (“va bien”, “mejorando”, “todavía mejorando”, “condición mejora”, “vendado, mejora”, “vendado igual”, “vendado como ayer”) y lo infraordinario tomó el lugar de lo inaudito: vendado, mejora, vendado-mejora-vendado-mej…

Que los diarios no relaten incomodidades no significa que no existieran (ni que sí), tan solo quiere decir que Beaumont no las registró. Que escribió una cosa y no otra. No tenemos manera de saber si St. Martin estaba adolorido, puesto que era analfabeto (en los registros hospitalarios firmó con una equis). Si acaso llegó a expresar alguna queja ante Beaumont, esta se perdió en el camino que va de la palabra al documento.

Lo acontecido en el hospital de Mackinac durante el invierno de 1822 no es interesante; sin embargo, lo ocurrido en los años siguientes sí lo es, altamente, por lo que resulta una desgracia que la novela no vaya a relatarlo. Pero ¿qué vamos a hacer? Las novelas se mandan solas.

En mayo de 1823, las autoridades del condado de Mackinac dejaron de solventar los gastos médicos de St. Martin, y así, desempleado, pauperizado y con un ano en las costillas, se vio abandonado a su suerte. Entonces Beaumont, “por motivos caritativos, dispuesto a salvarle la vida o al menos hacerlo sentir más cómodo” (atestiguaría años más tarde en un juicio por otro asunto), decidió acogerlo en su propia casa. Los biógrafos de Beaumont han llamado la atención sobre el hecho de que su salario de 40 dólares mensuales era insuficiente hasta para los gastos familiares, lo que reviste al gesto de un aura sacrificial.

La novela no contará nada de esto porque apenas y tiene espacio para los fantasmas veracruzanos, pero, si lo hiciera, recurriría a una interrogación feroz: ¿qué cambió, una vez que St. Martin quedó instalado en la casa de Beaumont, para que éste decidiera sacarle provecho al tesoro que tenía entre manos? No sabemos. ¿Acaso la posibilidad de hurgar en lo recóndito del ser humano fue demasiado tentadora? Beaumont anotó:

Este caso ofrece la oportunidad inmejorable de experimentar con los fluidos gástricos y los procesos digestivos. Cada dos o tres días, sin dolor y sin provocar la mínima incomodidad, se extraen algunos mililitros de fluido, el cual corre en cantidades considerables. Varios tipos de sustancias digeribles son introducidos al estómago y examinados durante el proceso de digestión. Será posible, por lo tanto, realizar experimentos interesantes en este sujeto.

Si la novela decidiera, finalmente, incluir dichos reportes, tendría que abandonar el impersonal con el que Beaumont disimuló sus toqueteos. Ahí donde escribió “se extraen”, la novela diría “extraigo”, “introduzco”, “manoseo”, “esculco”, “me atasco, que hay lodo gástrico”. Y ahí donde describió a su paciente como un amasijo de órganos y secreciones, una “pasiva contribución a la ciencia”, la novela intentaría retratar a St. Martin como un humano al que otro humano condenaba a ayunos prolongados para luego empujarle toda clase de objetos, comestibles y no, por el orificio del tórax.

En el otoño de 1824, Beaumont redactó un informe para que el cirujano Joseph Loyell, su mentor, lo ayudara a publicarlo. El 9 de noviembre, Loyell le devolvió comentarios y elogios: la fístula cicatrizada en el tórax de St. Martin era una prueba absoluta “del poder curativo de la naturaleza” y “atribuible en gran medida a su labor (suya de usted)”. Aunque, eso sí, ofrecía algunas sugerencias:

Me daré a la tarea de enviarle libros con experimentos sobre el líquido gástrico para guiar sus indagaciones, que serán sencillas y seguras. Se sabe, por ejemplo, que si el estómago recibe varios artículos, digerirá primero los de una cierta especie, luego los de otra, y así (digamos, carne, budín, papas y col). ¿Usted podría conferir veracidad a este dicho? ¿Y averiguar sobre la digeribilidad de algunas cosas?

Validado y supervisado por su mentor, Beaumont experimentó sin restricciones. Primero fue introduciendo alimentos con un cordón de seda para medir cuánto tiempo le tomaba a St. Martin digerirlos. Los metía y los sacaba por la fístula como jugando a los pescaditos de la feria. Luego introducía también un pedazo de termómetro para medir el mercurio, y comparaba la muestra con otra recreada en tubos de ensayo. Llegó a probar el ácido, al que llamaba “licor gástrico”, con su propia lengua. Determinó que la digestión no era un proceso mecánico de maceración, sino uno químico, puesto que el estómago producía un “calorcito natural” que disolvía los materiales a cierta velocidad bajo determinadas circunstancias.

También notó que el estado de ánimo de St. Martin “parecía afectar la rapidez” de la digestión. ¿Y cuál sería el ánimo de un hombre obligado a fungir como trapiche humano?

La novela tampoco relatará las vidas de los demás médicos que se fueron inmiscuyendo en la investigación al paso de los años: el profesor de Virginia que enlistó alimentos para medir las potencias digestivas de St. Martin (“almidones, mucílagos, gomas, azúcar, frutas ácidas, mantequilla, queso, gelatina, albúmina de huevo…”), y aquellos que recibieron, a manera de obsequio, “botellas de jugo gástrico para examinar con profusión”. Todos sus apellidos (Dunglison, Silliman, Berzelius) hoy figuran en los almanaques médicos, pues sus hallazgos derivaron en certezas que aún determinan tanto la práctica gastroenterológica como las consejerías drive-thru de redes sociales; por ejemplo, algunos asuntos relacionados con el vínculo intestino-cerebro y la microbiota.

También te recomendamos leer: "Los vivos de Emiliano Monge, un ave frágil que flota en la habitación"

Ahora bien, aunque los informes del acontecer digestivo de St. Martin no mencionaran (tell) incomodidades, sus acciones hablarían por sí mismas (show). En 1833, St. Martin aprovechó la transferencia de Beaumont a una nueva base militar para escapársele. Tal vez haya pensado que su deuda con la ciencia médica quedaba saldada tras 10 años de resignada colaboración. Tal vez simplemente estuviera harto de que le picotearan las tripas todos los días. No podemos saberlo y la novela no va a especularlo. Yo no voy a especularlo. No tengo espacio y la novela no es autónoma. Hace rato mentí: ninguna escritura se manda sola. Diarios, cartas, demandas y reportes médicos, todos implican autoría.

Por su correspondencia, sabemos que Beaumont intentó convencer a “aquel viejo fistuloso Alexis” de volver, apelando a su supuesta amistad (“mon ami”) y al bien común: “Es lo mejor que podrías hacer por tu familia, por ti mismo, por mí y por la ciencia”. Pero St. Martin no cedió. Murió de viejo, muchos años después, en Quebec, y sus familiares postergaron el entierro lo más posible para evitar que médicos y otros buitres lo carroñearan.

Beaumont continuó con sus ambiciones médicas, aunque la fortuna no volvió a favorecerlo como antes. A partir de 1860, algunas pacientes de su práctica privada reportaron casos de mala praxis que lo llevaron a juicio y refrescaron el debate sobre lo que había sucedido con St. Martin. (Me pregunto si el estrés derivado de estas situaciones le habrá supuesto a Beaumont fuertes emanaciones de ácido gástrico).

La novela no narrará estos sucesos (disponibles en la colección digital de William Beaumont de la Biblioteca Becker de la Universidad de Washington en St. Louis), pero será imposible que no se vean reflejados dentro y fuera de ella. Después de todo, el eje intestino-cerebro es una verdad asumida en este presente que habitamos. Después de todo, la industria azucarera afecta a los ecosistemas igual que el exceso de glucosa a la microbiota intestinal: alterando, inflamando, desregulándonos deliciosamente. (Plural: la novela y yo, tú y yo, nosotras).

Hoy sabemos (damos por bueno) que los problemas psiquiátricos y digestivos van de la mano, que cuando se está de buenas se digiere distinto que cuando se está de malas y que, cuando se digiere distinto, se vive distinto, se respira distinto, se pone atención a ciertas cosas, se invocan determinados fantasmas,

se escribe una cosa y no otra

y viceversa,

un soneto, una novela

como una fístula para asomarse a lo recóndito.

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Lo acontecido en el hospital de Mackinac durante el invierno de 1822 no es interesante; sin embargo, lo ocurrido en los años siguientes sí lo es, altamente, por lo que resulta una desgracia que la novela no vaya a relatarlo.

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Tiempo de Lectura: 00 min

En 1822 el cirujano William Beaumont estudió el cuerpo de Alexis St. Martin, quien tras recibir un disparo quedó con el estómago expuesto. El dilema ético del caso bien podría dar para una novela o para un ensayo sobre los jugos gástricos.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

De la misma manera en que componer un soneto es mudarse a un cuarto estrecho y descubrir que hay lugar para todos tus muebles, escribir una novela puede sentirse como habitar un espacio amplio, de tejanas dimensiones, y sorprenderse cuando no quepa casi nada.

Para la novela que estoy escribiendo ahora, me puse a investigar sobre la industria azucarera en Veracruz, lo que significa revisar los documentos que otras personas (hombres, casi siempre) escribieron a lo largo de cinco siglos. Interpelar fantasmas. Quien alguna vez haya caído en el vicio de la invocación sabrá que los fantasmas son como los antojos del cuerpo y que, si le abres a uno, aparecen otros cientos. Últimamente mi problema es negarle la entrada a quienes siguen llegando. ¡No caben todos! La novela, esta novela, es un dispositivo de dimensiones limitadas.

En ella no hay espacio, por ejemplo, para el trampero canadiense que vivía con un orificio en el tórax a consecuencia de una herida de bala. Ni para el médico que se iba a consagrar como el padre de la fisiología gástrica por observar la digestión humana a través de dicho orificio. Aunque son interesantes, sus historias implicarían una desviación de 3 000 kilómetros (los que separan a Veracruz de Misuri) durante una época (los mil ochocientos veinte) en la que en México sucedían cosas importantes. Además, a la novela le conviene más que las funciones orgánicas de los seres humanos y las leyes que las rigen aparezcan encarnadas (show), no explicadas (don’t tell).

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Por tales motivos, la novela no contará que en 1822 el cirujano militar estadounidense William Beaumont se encontraba desplegado en la región peletera de Fort Mackinac, Michigan, con 37 años cumplidos y nueve de servicio activo. Ni que, en esa localidad, la American Fur Company empleaba de fijo a 500 hombres, entre francocanadienses y nativos norteamericanos, y beneficiaba a una planilla de 5 000 mercaderes y cazadores. Ni que un desastroso día de junio un jovencísimo comerciante, Alexis St. Martin, recibiría un balazo que le perforaría un pulmón y el estómago. Ni que sería precisamente Beaumont, el único cirujano en kilómetros a la redonda, el encargado de salvarle la vida. Ni que, además de la gastroenterología, Beaumont también practicaba la escritura, y que por eso hoy podemos acceder a sus diarios y partes médicos, donde, entre otros piensos, dejó asentado lo siguiente:

Me llamaron de inmediato. Al llegar, me encontré con que un pedazo de pulmón, del tamaño de un huevo de guajolote, se asomaba por la herida externa, que estaba quemada y lacerada. Y debajo de ella había otro chipote (protrusión) que parecía un pedazo de estómago. Aunque a primera vista yo pensé que eso no podía ser posible, ¿el órgano en ese estado y el paciente todavía vivo? Era inaudito. Y, sin embargo, al examinarlo más de cerca resultó que sí, en efecto era el estómago, y en la parte saliente tenía una incisión tan grande que logré introducir mi dedo índice. A través del agujero se desparramó una porción de su desayuno, ensuciándole la ropa. Ante este dilema, temí que cualquier intento por salvarle la vida resultara inútil.

Contra los pronósticos de Beaumont, St. Martin no solo sobrevivió al accidente, sino que se fue recuperando. Sus glóbulos rojos cerraron filas, aunque no literalmente, pues el agujero continuó abierto. Durante los primeros 15 días, la única forma de alimentarlo era vía rectal, por lo que Beaumont resolvió aplicar compresas en el tórax para forzarlo a retener comida y agua. Para la tercera semana, St. Martin había recuperado el apetito, evacuaba con normalidad y no daba señales de estar enfermo. “Todas las funciones del sistema [gástrico] parecen operar regular y correctamente, como si gozara de perfecta salud, excepto por la herida”, escribió Beaumont. Para la cuarta semana, “el estómago, a la altura del orificio, se adhirió a las intercostales”, donde generó una fístula que permitía la filtración de contenidos de una parte del cuerpo a otra. Para la quinta semana, el tejido circundante cicatrizó, sin sellarse, y el agujero, que ya no era del tamaño de un huevo de guajolote sino de gallina, se afianzó. Parecía “un ano sin esfínter”, dice Beaumont, e incluso cuenta que cada vez que él removía las gasas, “se prolapsaba levemente”, expulsando contenido gástrico. Entonces él aplicaba nitrato de plata y presionaba suavecito con su dedo para meter el estómago de nuevo.

A excepción de una costilla, que extrajo en la semana siete, y de algunas complicaciones del pulmón que resolvió sin demora, Beaumont no registró ningún dolor o incomodidad de parte de St. Martin. Le cambiaba la gasa todos los días, salvo los contadísimos casos en que le permitía a una enfermera hacerlo. Así transcurrieron seis meses. En el invierno las anotaciones se volvieron repetitivas (“va bien”, “mejorando”, “todavía mejorando”, “condición mejora”, “vendado, mejora”, “vendado igual”, “vendado como ayer”) y lo infraordinario tomó el lugar de lo inaudito: vendado, mejora, vendado-mejora-vendado-mej…

Que los diarios no relaten incomodidades no significa que no existieran (ni que sí), tan solo quiere decir que Beaumont no las registró. Que escribió una cosa y no otra. No tenemos manera de saber si St. Martin estaba adolorido, puesto que era analfabeto (en los registros hospitalarios firmó con una equis). Si acaso llegó a expresar alguna queja ante Beaumont, esta se perdió en el camino que va de la palabra al documento.

Lo acontecido en el hospital de Mackinac durante el invierno de 1822 no es interesante; sin embargo, lo ocurrido en los años siguientes sí lo es, altamente, por lo que resulta una desgracia que la novela no vaya a relatarlo. Pero ¿qué vamos a hacer? Las novelas se mandan solas.

En mayo de 1823, las autoridades del condado de Mackinac dejaron de solventar los gastos médicos de St. Martin, y así, desempleado, pauperizado y con un ano en las costillas, se vio abandonado a su suerte. Entonces Beaumont, “por motivos caritativos, dispuesto a salvarle la vida o al menos hacerlo sentir más cómodo” (atestiguaría años más tarde en un juicio por otro asunto), decidió acogerlo en su propia casa. Los biógrafos de Beaumont han llamado la atención sobre el hecho de que su salario de 40 dólares mensuales era insuficiente hasta para los gastos familiares, lo que reviste al gesto de un aura sacrificial.

La novela no contará nada de esto porque apenas y tiene espacio para los fantasmas veracruzanos, pero, si lo hiciera, recurriría a una interrogación feroz: ¿qué cambió, una vez que St. Martin quedó instalado en la casa de Beaumont, para que éste decidiera sacarle provecho al tesoro que tenía entre manos? No sabemos. ¿Acaso la posibilidad de hurgar en lo recóndito del ser humano fue demasiado tentadora? Beaumont anotó:

Este caso ofrece la oportunidad inmejorable de experimentar con los fluidos gástricos y los procesos digestivos. Cada dos o tres días, sin dolor y sin provocar la mínima incomodidad, se extraen algunos mililitros de fluido, el cual corre en cantidades considerables. Varios tipos de sustancias digeribles son introducidos al estómago y examinados durante el proceso de digestión. Será posible, por lo tanto, realizar experimentos interesantes en este sujeto.

Si la novela decidiera, finalmente, incluir dichos reportes, tendría que abandonar el impersonal con el que Beaumont disimuló sus toqueteos. Ahí donde escribió “se extraen”, la novela diría “extraigo”, “introduzco”, “manoseo”, “esculco”, “me atasco, que hay lodo gástrico”. Y ahí donde describió a su paciente como un amasijo de órganos y secreciones, una “pasiva contribución a la ciencia”, la novela intentaría retratar a St. Martin como un humano al que otro humano condenaba a ayunos prolongados para luego empujarle toda clase de objetos, comestibles y no, por el orificio del tórax.

En el otoño de 1824, Beaumont redactó un informe para que el cirujano Joseph Loyell, su mentor, lo ayudara a publicarlo. El 9 de noviembre, Loyell le devolvió comentarios y elogios: la fístula cicatrizada en el tórax de St. Martin era una prueba absoluta “del poder curativo de la naturaleza” y “atribuible en gran medida a su labor (suya de usted)”. Aunque, eso sí, ofrecía algunas sugerencias:

Me daré a la tarea de enviarle libros con experimentos sobre el líquido gástrico para guiar sus indagaciones, que serán sencillas y seguras. Se sabe, por ejemplo, que si el estómago recibe varios artículos, digerirá primero los de una cierta especie, luego los de otra, y así (digamos, carne, budín, papas y col). ¿Usted podría conferir veracidad a este dicho? ¿Y averiguar sobre la digeribilidad de algunas cosas?

Validado y supervisado por su mentor, Beaumont experimentó sin restricciones. Primero fue introduciendo alimentos con un cordón de seda para medir cuánto tiempo le tomaba a St. Martin digerirlos. Los metía y los sacaba por la fístula como jugando a los pescaditos de la feria. Luego introducía también un pedazo de termómetro para medir el mercurio, y comparaba la muestra con otra recreada en tubos de ensayo. Llegó a probar el ácido, al que llamaba “licor gástrico”, con su propia lengua. Determinó que la digestión no era un proceso mecánico de maceración, sino uno químico, puesto que el estómago producía un “calorcito natural” que disolvía los materiales a cierta velocidad bajo determinadas circunstancias.

También notó que el estado de ánimo de St. Martin “parecía afectar la rapidez” de la digestión. ¿Y cuál sería el ánimo de un hombre obligado a fungir como trapiche humano?

La novela tampoco relatará las vidas de los demás médicos que se fueron inmiscuyendo en la investigación al paso de los años: el profesor de Virginia que enlistó alimentos para medir las potencias digestivas de St. Martin (“almidones, mucílagos, gomas, azúcar, frutas ácidas, mantequilla, queso, gelatina, albúmina de huevo…”), y aquellos que recibieron, a manera de obsequio, “botellas de jugo gástrico para examinar con profusión”. Todos sus apellidos (Dunglison, Silliman, Berzelius) hoy figuran en los almanaques médicos, pues sus hallazgos derivaron en certezas que aún determinan tanto la práctica gastroenterológica como las consejerías drive-thru de redes sociales; por ejemplo, algunos asuntos relacionados con el vínculo intestino-cerebro y la microbiota.

También te recomendamos leer: "Los vivos de Emiliano Monge, un ave frágil que flota en la habitación"

Ahora bien, aunque los informes del acontecer digestivo de St. Martin no mencionaran (tell) incomodidades, sus acciones hablarían por sí mismas (show). En 1833, St. Martin aprovechó la transferencia de Beaumont a una nueva base militar para escapársele. Tal vez haya pensado que su deuda con la ciencia médica quedaba saldada tras 10 años de resignada colaboración. Tal vez simplemente estuviera harto de que le picotearan las tripas todos los días. No podemos saberlo y la novela no va a especularlo. Yo no voy a especularlo. No tengo espacio y la novela no es autónoma. Hace rato mentí: ninguna escritura se manda sola. Diarios, cartas, demandas y reportes médicos, todos implican autoría.

Por su correspondencia, sabemos que Beaumont intentó convencer a “aquel viejo fistuloso Alexis” de volver, apelando a su supuesta amistad (“mon ami”) y al bien común: “Es lo mejor que podrías hacer por tu familia, por ti mismo, por mí y por la ciencia”. Pero St. Martin no cedió. Murió de viejo, muchos años después, en Quebec, y sus familiares postergaron el entierro lo más posible para evitar que médicos y otros buitres lo carroñearan.

Beaumont continuó con sus ambiciones médicas, aunque la fortuna no volvió a favorecerlo como antes. A partir de 1860, algunas pacientes de su práctica privada reportaron casos de mala praxis que lo llevaron a juicio y refrescaron el debate sobre lo que había sucedido con St. Martin. (Me pregunto si el estrés derivado de estas situaciones le habrá supuesto a Beaumont fuertes emanaciones de ácido gástrico).

La novela no narrará estos sucesos (disponibles en la colección digital de William Beaumont de la Biblioteca Becker de la Universidad de Washington en St. Louis), pero será imposible que no se vean reflejados dentro y fuera de ella. Después de todo, el eje intestino-cerebro es una verdad asumida en este presente que habitamos. Después de todo, la industria azucarera afecta a los ecosistemas igual que el exceso de glucosa a la microbiota intestinal: alterando, inflamando, desregulándonos deliciosamente. (Plural: la novela y yo, tú y yo, nosotras).

Hoy sabemos (damos por bueno) que los problemas psiquiátricos y digestivos van de la mano, que cuando se está de buenas se digiere distinto que cuando se está de malas y que, cuando se digiere distinto, se vive distinto, se respira distinto, se pone atención a ciertas cosas, se invocan determinados fantasmas,

se escribe una cosa y no otra

y viceversa,

un soneto, una novela

como una fístula para asomarse a lo recóndito.

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