La mayoría de las mujeres en Ghana, en África Occidental, no tienen voz ni tienen poder. Les tienen miedo. Desde hace diez años el gobierno lucha a contracorriente por cerrar los campos de concentración a donde las envían acusadas de practicar brujería. Hoy más de 300 mujeres siguen aisladas, desterradas y despojadas de sus propiedades. Las mujeres de Ghana viven en los márgenes de los márgenes sociales.
En un lugar muy lejano está la casa de una bruja. Sus paredes de adobe gris no tienen ventanas y su tejado es de chapa. En el patio hay tres gallinas y un cabritillo. Adentro están la bruja, que se llama Sana Siblzm, y su hermana Ayi, que hace casi veinticinco años la sacó del campamento donde había sido enviada por hacer magia negra. Sentados frente a ellas, en un suelo de tierra y dos alfombras desvaídas, estamos nosotros y Mustapha tomando notas. —Tener una hermana que ha sido acusada de brujería es una marca en la familia—dice Ayi, unos cincuenta años, pañuelo perlado y vestido con estampado de lunares—. Por suerte, la sangre es más fuerte que nada. Habla en Dagbani, una de las cerca de 80 lenguas de Ghana, usada principalmente en el norte del país. En los últimos años una maldición pesa sobre esta zona, y aparentemente no tiene que ver con que sea la más pobre —dos de cada tres ghaneses en situación de extrema pobreza viven en alguna de las tres regiones septentrionales, aunque en ellas habite menos de la quinta parte de la población total—. Este es el único lugar del mundo donde mujeres a las que, tras suceder una desgracia sin explicación aparente en su comunidad, acusan de ser brujas y terminan desterradas, viviendo en campamentos situados en los márgenes de aldeas pobres. En los márgenes de los márgenes. Cárceles al aire libre para algunos, refugios seguros para otros, estos lugares —un puñado de chozas con tejado de paja, sin electricidad ni agua corriente, en medio de ninguna parte y fuera del control gubernamental— han sido, desde principios del siglo XX, el único hogar posible para miles de personas. Ayi cuenta cómo sacó a su hermana, unos veinte años mayor que ella, de uno de esos campos en 1996. Tras suplicarle al tindana —el sacerdote custodio del lugar— que la dejara marcharse, el hombre hizo una última prueba para comprobar si Sana ya se había purgado de magia oscura. —Le cortó el pescuezo a un pollo y lo dejó caminar mientras se desangraba. Como el animal cayó muerto bocarriba, el tindana nos dijo que podía irse: ya no seguía siendo una bruja. Después recogió a su hermana en un taxi y se la llevó lejos a empezar una nueva vida. Sana la escucha, con sus enormes ojeras tirando de los párpados, mientras se acaricia un anillo de metal como quien acaricia la memoria. Se siente vieja y enferma y cuenta su propia historia dejando que se asome a veces algo parecido a una media sonrisa. Dice que en los noventa vivía en la comunidad de Adibo con su esposo y sus ocho hijos. Una tarde recibió la visita de un hermano y del hijo de este, quien parecía estar enfermo. “Creo que tu chico no se encuentra muy bien”, le dijo Sana, pero su hermano no le dio mayor importancia al estado del crío. Al pasar los días, sin embargo, la acusó de haber provocado con brujería su enfermedad, y la sospecha se extendió entre los vecinos. —¿Por qué crees que te acusó tu propio hermano? Sana se encoge de hombros y se asoma de nuevo desde un simulacro de sonrisa. —No lo sé, pero un tiempo antes yo le había prestado dinero para comprar semillas a cambio de una parte de la cosecha. Aquello sucedió en la misma época en que tenía que devolverme el dinero. Tras las acusaciones se refugió con su hermana Ayi en otro pueblo, Bimbilla, 50 kilómetros al sur de Adibo. Confiaba en que, pasado un tiempo, los ánimos se habrían calmado y podría regresar a su casa. Se equivocó: al poco tiempo se presentó allí su hermano con supuestos testigos para llevarla ante el sacerdote fetichista del lugar, una especie de juez místico. Sana usa las palabras “dinero” y “soborno” para explicar lo que pasó después. El sacerdote la envió al campamento de brujas de Gnani, uno de los siete que en aquel momento existían en el país. Allí fue encerrada dos noches en una habitación sin luz ni comida, pues cuando una bruja permanece en ese lugar un día completo sus poderes desaparecen y acaba confesando su culpa. Tras el encierro la llevaron ante un altar de purificación, donde el tindana le dio a beber una poción a base de hierbas y sangre de pollo: si Sana era una bruja, ese brebaje nauseabundo debía expulsar la magia oscura de su interior en forma de vómitos y diarrea; si no lo era, no tendría ningún mal que purgar. —Resistí con todas mis fuerzas para no vomitar ni hacer de vientre, y lo logré… pero no sirvió de nada. Los dioses del altar habían decretado que Sana nunca había practicado la brujería, pero su comunidad, sin embargo, no la dejó regresar. Pasó los tres años siguientes en el campamento de Gnani, repudiada por los suyos. Durante ese tiempo su marido falleció en una de las revueltas locales que de vez en cuando agitan el norte. Ella no pudo despedirse de él, y apenas vio a alguno de sus hijos que de tanto en tanto recorrían incontables kilómetros para visitarla. Tuvo que acostumbrarse a las dificultades de vivir entre brujas: sin atención sanitaria, electricidad o agua corriente, compartiendo con otras los pocos metros cuadrados de una choza. Como las demás, hacía tareas domésticas o agrarias bajo la dirección del tindana que las custodiaba. Él les había dado un nuevo hogar a todas donde no serían atacadas y les había arrancado su magia negra. ¿No era justo, entonces, que trabajaran bajo sus condiciones? Sana cuidaba además de su compañera de choza, Fishitu, que era muy mayor y estaba más enferma que ella. —Pobre Fishitu, a los tres meses de irme de allí se murió de hambre. Luego, ocurrió lo que cuenta Ayi: que la dejaron salir del campamento tras el sacrificio ritual del pollo, que recogió sus escasas pertenencias en unas bolsas de plástico que su hermana metió con prisas en el maletero de un taxi. Que empezó otro cuento, otro principio, en otra parte. Las hermanas llevan cuatro años en Kuga. Un familiar de ambas es el jefe de esa comunidad y les entregó la casa como regalo de bienvenida. Antes de que se instalaran, el jefe ya había convencido a los suyos de que Sana debía ser bien recibida, puesto que ningún mal podría hacerles. Hace un rato, un par de vecinas conversaban alegremente con las hermanas en el patio. Sana, a veces, casi les sonreía.
Sana de 80 años pasó tres en un campo de brujas luego de ser acusada por su propio hermano.
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Había una vez, en el año 1900, una mujer que estaba a punto de morir. Sus vecinos la habían rodeado y le gritaban que era una bruja y que iban a matarla para que dejara de atormentarlos en sus sueños. Poco antes de cumplir con sus amenazas intervino un imam, un sabio musulmán, que logró detener la ejecución. Apartó a la supuesta hechicera de la multitud y la llevó, junto con su hijo, a una mezquita del pueblo de Gambaga. Allí les hizo jurar ante el Corán que nunca más practicarían la brujería y les dio cobijo en una habitación que estaba junto al templo. Con el paso de los años, a aquel refugio llegaron más personas que habían sido acusadas de practicar magia negra en sus comunidades y buscaban protección y misericordia. Así nació el primer campamento de brujas exiliadas en Ghana. Después surgieron otros asentamientos parecidos entre los Dagomba y otros grupos étnicos del norte del país, algunos de los cuáles tenían sus propios altares frente a los que se juzgaban los casos de brujería que eran denunciados ante sacerdotes fetichistas. En la actualidad quedan activos cuatro de estos campamentos, en las localidades norteñas de Gambaga, Kpatinga, Kukuo y Gnani. Aunque tanto el gobierno como organizaciones sin ánimo de lucro y medios de comunicación subrayan que es el único lugar del mundo donde existe algo así, investigadores como Jeffrey Kahn, de la Universidad de Chicago, aseguran que hay campos de trabajo para acusados de brujería en otros países de la zona, como Benin. En cualquier caso, son los campamentos ghaneses los que en los últimos años han concentrado la atención internacional y generado críticas a las autoridades del país, uno de los más estables y desarrollados de África Occidental. Las presiones para el cierre de estos campos de brujas desterradas comenzaron en la década de los noventa, principalmente por parte de organizaciones de defensa de los derechos humanos. Sin embargo, estos reclamos cayeron durante años en saco roto. Hasta que algo cambió las cosas.
“Tener una hermana que ha sido acusada de brujería es una marca en la familia—dice Aiyi—. Por suerte, la sangre es más fuerte que nada".
En noviembre de 2010, una mujer de 72 años llamada Ama Hemma fue quemada viva por un pastor evangelista y otras cuatro personas en la ciudad de Tema. Cuando llegó la policía, los agresores aseguraron que la habían rociado con queroseno para sacar la magia negra que tenía dentro, pero que accidentalmente una cerilla la había hecho arder. La mujer murió al día siguiente, en el hospital. Tras el asesinato de Hemma, que conmocionó al país, el gobierno anunció que estaba dispuesto a acabar con las acusaciones de brujería y con la cultura de la violencia y el destierro asociada a ella. Y, eventualmente, a cerrar los campamentos a los que se enviaba a esas personas. En una conferencia celebrada en 2011 en la capital, Accra, se sentaron las bases de las actuaciones que se emprenderían en los siguientes años. Una de las más importantes: la creación de un nuevo corpus legislativo que prohibiría las acusaciones de brujería. A partir de ese momento, cualquier persona podría denunciar en un tribunal o una comisaría que había sido señalada como bruja. “Estas prácticas se han convertido en una acusación contra la conciencia de nuestra sociedad”, dijo entonces la viceministra de Mujer y Asuntos de la Infancia de Ghana, Hajia Hawawu Boya Gariba. En su discurso aseguró que “etiquetar a algunos de nuestros parientes como brujas y magos y expulsarlos a campamentos, donde viven en condiciones inhumanas y deplorables, es una violación de sus derechos humanos fundamentales”. Se dio así el primer paso para el cierre de los campos de brujas. Un camino que llevó a clausurar el de Bonyasi, a finales de 2014, y, más recientemente, el de Nabuli, en diciembre de 2019. En los cuatro campamentos mencionados, aún activos, se estima que siguen viviendo más de trescientas personas. Sin embargo, hay voces disidentes que no creen que estos lugares sean el problema. En su artículo "Empowering Witches and the West: the 'Anti-Witch Camp Campaign’ and Discourses of Power in Ghana", la antropóloga Shelagh Roxburgh critica la visión reduccionista que se ofrece desde occidente sobre los campamentos de brujas. Junto con otros académicos, asegura que estos sitios funcionan, principalmente, como un refugio para personas que han sido exiliadas o han huido de su hogar por miedo a la violencia. Personas que, de no existir estos espacios, no habrían acabado de modo muy diferente a como lo hizo Ama Hemma, la anciana que quemaron viva. Las instituciones gubernamentales de Ghana tampoco ignoran esta realidad. Son conscientes de que, antes de acabar con los campamentos, las mujeres que los habitan tienen que poder reintegrarse en la sociedad. Tienen que dejar de ser temidas.
Mustapha nació en el campo de Kukuo donde convive gente confinada al destierro y personas no acusadas. En la actualidad, colabora como voluntario para el cierre definitivo de los campos de brujas que aun existen en Ghana.
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Issah Mustapha aparca su vieja motocicleta en la estación de tro-tros de Yendi. Los tro-tros son los minibuses que, por poco dinero y, en un viaje repleto de incomodidades, recorren las rutas de Ghana. Yendi es una de las ciudades principales de la Región Norte, y también el escenario perfecto de un improbable western africano. El color sepia de la tierra se ha apoderado de cada esquina, cada desconchón en las paredes de los edificios de planta baja y hasta del tiempo mismo, que parece transcurrir en un pasado que solo existe en el cine o las postales de los rastros. Stop Open Defecation. Get your own toilet. No Wahala! En el muro de la estación sin techo no hay carteles de prófugos con captura sino un letrero blanco y rojo que le pide a la gente que deje de cagar en la vía pública. Debajo aparecen los logos de Unicef, el gobierno de Canadá y el Ministerio de Desarrollo Rural de Ghana. Los carteles intentan reemplazar la falta de inversión en infraestructuras de saneamiento o la instalación de váteres en las casas. “Unicef ha estado trabajando con varios socios para promover el cambio de comportamiento en lugar del suministro directo de letrinas o la provisión de subsidios”, dice la organización en su web, en un apartado en el que asegura que tres de cada diez familias en el norte defecan en espacios públicos y abiertos. Mustapha aparca su motocicleta negra como el forajido que ata su caballo justo antes de entrar al saloon y liarse a palos con los locales. Lleva pantalones tejanos, una camisa larga azul a cuadros y un kufi —un gorro corto muy usado en África Occidental— con el dibujo de una mezquita y un sol gigante bordado en su parte delantera. Aun no es mediodía y pide disculpas por el retraso. Ha llegado tan rápido como ha podido teniendo en cuenta que lleva más de dos horas recorriendo los 70 kilómetros hasta Yendi a través de carreteras de tierra. Viene directo de Kukuo, que además de ser uno de los campamentos de brujas es también la aldea donde nació y en la que vive desde entonces.
“A aquel refugio llegaron más personas acusadas de practicar magia negra y buscaban protección y misericordia. Así nació el primer campamento de brujas exiliadas”.
Conseguimos su contacto a través de ActionAid, una organización británica de derechos humanos que ejerce un fuerte lobby en Ghana por el cierre de los campamentos de brujas. Aunque Mustapha trabaja como maestro en Kukuo, de vez en cuando hace de enlace entre la organización y aquellos periodistas o funcionarios públicos que quieren visitar los campos o hablar con las mujeres que han salido de ellos. Mustapha además es el bisnieto de una bruja exiliada y está casado con la nieta de otra. Al contrario de lo que sucede en el resto de los campamentos, situados en los márgenes de alguna localidad y separados de la misma, en Kukuo la población local convive puerta con puerta con las personas que han sido desterradas de otras comunidades por usar magia negra. —Llevo toda mi vida entre supuestas brujas. Por eso sé lo que sufren y por eso hago lo que hago. Su dolor… todo lo que les pasa, me concierne. El origen de su aldea pudo estar ligado a un brujo nigeriano que, hace más de un siglo, se estableció en el lugar y cobraba a los visitantes por solucionar sus problemas con remedios mágicos. Quizás sea cierto o quizás solo otro cuento. Sea como sea, reproduce una creencia muy extendida: los hombres brujos emplean la magia para proteger a los suyos o ayudar a otros; las mujeres solo lo hacen para causar daño a los demás. Nuestro guía y traductor hace un par de llamadas y emprendemos el camino a las casas de las brujas, tras negociar el precio de la carrera con el chófer de un triciclo motorizado. Además de polvo y tierra, a la salida de Yendi dejamos atrás un multitudinario cortejo fúnebre que recorre la arteria principal de la ciudad. También un urinario improvisado detrás de un muro, con un par de planchas de chapa que preservan a duras penas la intimidad de sus usuarios. No mucho más tarde llegamos a la casa de Adamu y su hija.
Sana Siblzm, y su hermana Ayi, que hace casi veinticinco años la sacó del campamento donde había sido enviada por hacer magia negra.
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En la página 46 del libro Ghana In Retrospect: Some Aspects of Ghanaian Culture, Peter Sarpong indica que “En Ghana, la creencia extendida es que las brujas solo hieren a sus seres más cercanos. Uno ha de buscar al malvado entre su propia gente, madre, hermana, tías, buenos amigos, y a la anciana de la familia… ¡Especialmente a esa tía senil que ha perdido todos sus dientes, excepto dos o tres!”. Adamu Bawa es una mujer pequeña y de su sonrisa, ocasional y enorme, asoman solo tres dientes puestos en fila como una hilera de tumbas de marfil. Una cicatriz en diagonal conecta los surcos de su frente con los de la parte alta del tabique nasal, que termina en una masa de carne torcida y chata y hace de preludio de las muchas grietas de su boca. Dice que aun no ha cumplido los sesenta. Quien más habla es su hija Amatu, que es alta y va cubierta por una túnica ancha y negra. Tiene la fuerza que parece haber perdido su madre, que se limita casi solo a asentir con la cabeza mientras se recuesta en el muro. Estamos en la entrada de su casita azul y gris, donde una radio vieja escupe desde el poyete una balada británica de los ochenta. Adamu está enferma del corazón. Según su hija, desde el mismo momento en que la acusaron de bruja. —Le subió la tensión de golpe. La llevamos al médico y nos dijo que la tenía por las nubes… y sigue así desde entonces. Después nos cuenta una historia que se repite cientos de veces en el norte de Ghana y que casi siempre protagonizan mujeres viudas con cierto estatus económico. Una historia que casi nunca acaba bien para ellas. La de Adamu empezó hace seis años, cuando un forastero se acercó a su puerta para pedirle comida. Ella era la mayor de entre sus hermanos, su esposo había muerto y, para entonces, tenía en herencia un buen trozo de tierra fértil. Su familia, dice Amatu, siempre había sentido celos de que las cosas le fueran bien. Como aquel año la cosecha había sido abundante, Adamu accedió a darle a aquel extraño lo que pedía. Pero al año siguiente, cuando el hombre regresó con el mismo reclamo, se negó. Ahí empezaron los problemas.
“La creencia extendida es que las brujas solo hieren a sus seres más cercanos. Uno busca al malvado entre su propia gente, madre, hermana, tías, buenos amigos. ¡A esa tía senil que ha perdido todos sus dientes, excepto dos o tres!”
—El forastero la acusó de bruja y las hermanas de mi madre lo apoyaron. ¡Aquello no tenía sentido! —dice Amatu, y cuenta que un hermano quiso defenderla, pero cayó enfermo y no tuvo fuerzas para hacer nada. Cuando los acusadores llevaron a su madre frente al sacerdote fetichista, éste preguntó si había habido algún herido o muerto. Como la respuesta fue negativa, zanjó el asunto diciendo que no veía brujería por ningún lado. —A pesar de ello mis tías la exiliaron. Y después, claro, le quitaron todas sus propiedades. Adamu pasó entonces dos días en el campamento de Gnani. Su recuerdo de aquella breve estancia no es demasiado malo, dice agachando la cabeza. Después, su hija la sacó de allí y se la trajo a vivir con su familia a Madina, la comunidad en la que estamos. Al jefe y los vecinos les pareció bien, pues a fin de cuentas el sacerdote fetichista había negado que fuera una bruja. Era, por tanto, inofensiva. Le preguntamos a madre e hija por qué creen que existen las acusaciones y los destierros por brujería. Amatu contesta que porque hay gente que prefiere robarles sus pertenencias a los acusados que trabajar. Después les preguntamos por qué, en un porcentaje muy alto de los casos, las acusadas son viudas —el perfil típico, según organizaciones que trabajan en el terreno, es el de mujeres en torno a 65 años que han perdido a su esposo—. Amatu tuerce el gesto: —Bueno, si no tienen cerca a un hombre que las proteja, las mujeres son un blanco más fácil. ¿No?
Amatu, la hija de Adamu, cuida de su madre, cuyos problemas cardiovasculares empeoraron desde el día en que fue acusada de bruja.
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La cuestión del género es un parámetro constante en los estudios sobre la brujería ghanesa. Las conclusiones, con distintos matices, suelen ser siempre las mismas: aunque tanto hombres como mujeres pueden usar la magia negra, se acusa mayoritariamente a estas últimas porque se teme su poder. O, quizás, porque resulta revulsiva su capacidad de tenerlo. En una investigación de 2005 sobre las habitantes del campamento de Gambaga —que sentaría las bases para su documental Las Brujas de Gambaga—, la periodista y cineasta Yaba Badoe descubrió que muchas de ellas habían sido acusadas y desterradas tras negarse a obedecer las indicaciones de algún hombre de su familia o comunidad. En un sentido parecido, Susan Drucker-Brown afirmó, en un estudio sobre brujería y género entre los Mamprusi —un grupo étnico que habita el norte del país—, que el miedo a las brujas había crecido en la misma medida que lo había hecho la dependencia de los hombres hacia las mujeres. “Este temor se puede ver como una medida de la importancia de una jerarquía femenina normalmente oculta, en la que las relaciones entre hombres y mujeres tienen una base precaria”, apuntaba. La palabra “patriarcado” sale varias veces de la boca de Lamnatu Adam cuando habla del fenómeno. Ella es la máxima responsable de la organización de derechos humanos Songtaba, que funciona como colaboradora local de ActionAid. La entrevistamos en su oficina, en Tamale —la capital de la Región Norte—, mientras nos interrumpe en ocasiones el canto de un gallo desde el patio de atrás. —Vivimos en una sociedad dominada por los hombres en la que la mayoría de las mujeres no tienen voz ni poder. Lamnatu es musulmana, al igual que Mustapha y que la mayoría de la población en el norte de Ghana, y lleva el pelo cubierto por un velo amarillo con lentejuelas. Habla despacio y con un gesto conciliador, entrecruzando las manos mientras apoya los codos en la mesa de su despacho. Desde allí dicta órdenes sin cambiar de tono a los chicos que continuamente entran y salen para hacerle alguna consulta. Parece ser su estilo de liderazgo en una organización que, en los últimos años, algo ha debido contribuir en la reducción de destierros y la reinserción de las supuestas brujas, a la vista de los datos: hace una década había más de mil mujeres en los campos; a finales de 2019, unas 350.
“Cuando llevaron a su madre frente al sacerdote fetichista, éste preguntó si había habido algún herido o muerto. Como la respuesta fue negativa, zanjó el asunto diciendo que no veía brujería por ningún lado”.
Pero la integración es gradual y requiere mucho esfuerzo. Los trabajadores de Songtaba recorren los campamentos haciendo perfiles de mujeres que quieren salir, aunque la mayoría tiene grandes traumas con la idea de volver a sus comunidades de origen. —Si se les pregunta, realmente no es que no quieran irse, sino que temen la reacusación—dice Lamnatu—. A veces hay algunas que no tienen suerte y, unas semanas después de regresar, alguien cercano sufre una muerte repentina o una enfermedad... cualquier cosa que la gente no sepa explicar. En esos casos, se les suele volver a acusar y a desterrar automáticamente. Hace un par de años, Songataba llevó a los campamentos a algunas mujeres que habían logrado reinsertarse en otras comunidades para que desmitificaran el regreso y animaran al resto a querer salir. —Muchas no tienen a nadie que las espere en casa. Son viudas, sus hombres han muerto, no tienen hijos. ¿A dónde van? Hay mujeres que llevan más de veinte años en esos campos. Para organizaciones como la de Lamnatu, una de las acciones más importantes para facilitar el regreso de las brujas consiste en convencer a los jefes de las comunidades de que las acepten una vez salgan del campo. También, que prohíban las acusaciones y los destierros entre los suyos. —Se les hace ver que, si no son capaces de proteger a sus mujeres, están fallando como jefes. Hay quienes son sensibles a este planteamiento, pero lleva mucho tiempo. Aunque en unos casos se las reintegra en la misma población de la que se fueron, lo más habitual es que se busquen comunidades alternativas donde viva algún hijo o familiar, como les ocurrió a Sana y Adamu. La responsable de Songtaba estima que, en los últimos años, unas 220 supuestas brujas han logrado regresar de los campos.
Lamnatu Adam es directora ejecutiva de Songtaba, ONG que lucha por los derechos de las mujeres y el cierre definitivo de los campos de brujas en Ghana.
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Ghana tiene un parlamento, pero está lleno de tribus; tiene un consejo de ministros, pero decenas de consejos de ancianos; tiene un presidente que, a veces, manda menos que los jefes. En el país se nombra a Dios en varias decenas de lenguas, en iglesias (presbiterianas, católicas, evangélicas, metodistas) o mezquitas, pero también hay pequeños dioses en las cumbres de las montañas, sumergidos en los lagos, bajo la tierra de los campos estériles. Ghana, el primer país del África negra en conseguir su independencia —de los ingleses, en 1957—, posiblemente sea también una de las antiguas colonias en las que lo viejo y lo nuevo, lo occidental y lo propio, conviven de una manera más armónica. Quizás sea éste el legado más importante de su primer presidente, Kwame Nkrumah, que además de soñar con una África unida —fue uno de los mayores impulsores de los movimientos panafricanistas de mediados del siglo pasado—, creyó que en esa nueva nación debía coexistir todo lo que habían traído los europeos con todo lo ancestral. Así queda reflejado en la Constitución de Ghana, que además de garantizar la libertad de cultos y creencias, reconoce la legitimidad del sistema de consejos de ancianos y jefaturas tradicionales. A veces, sin embargo, este equilibrio de poderes y espiritualidades se vuelve frágil y entra en una contradicción algo más que aparente. Un ejemplo nos lo dio un candidato al Parlamento con el que cenamos a las afueras de Sawla, una ciudad norteña. Poco antes de despedirnos, confesó que la democracia a la manera occidental le parecía “una basura inútil”. —Hace solo unos años mi familia y yo podíamos comunicarnos con mi hermano, que vive en España, a través del pozo que tenemos en el patio de casa. Invocábamos a los espíritus de nuestros antepasados para que le trasmitieran nuestros mensajes, al otro lado del pozo, y nosotros podíamos oírlo a él perfectamente decirnos que estaba bien. ¡Pero ahora, con todos estos nuevos valores occidentales, este tipo de cosas ya no funcionan!
“Llevo toda mi vida entre supuestas brujas. Sé lo que sufren y por eso hago lo que hago. Su dolor, todo lo que les pasa, me concierne”.
La anécdota, tan real como las Elecciones Generales de Ghana previstas para finales de este año, revela una lógica interna que subyace en el día a día de sus ciudadanos. Que se mueve como el mecanismo de un reloj. Es el tictac que alterna, minutos antes de la salida de un bus con pantalla incorporada, el sermón incendiario de un predicador llamando al arrepentimiento de sus pasajeros y el speech promocional, brazos en alto y voz impostada, de un vendedor de hierbas mágicas contra el mal aliento. El mismo tictac que explica que la imagen de decenas de brujas desterradas en medio de la nada pueda ser vista por cientos de miles de ghaneses en un canal de Youtube. Tratar de leer ese tictac, dejando en un cajón los anteojos del prejuicio occidental, es clave para entender fenómenos como el de la brujería y sus implicaciones. La idea de que las acusaciones de brujería aumentaron como respuesta a la colonización británica —que impuso estructuras y valores seculares en una sociedad basada en la fuerza de lo común y la protección de la comunidad—, está más extendida aún que la propia creencia en la brujería. Y esto es decir mucho en un país en el que, quien más y quien menos, cree en la existencia de algún tipo de fuerza sobrenatural. En un mundo invisible capaz de explicar el costado más amargo de la vida, como la enfermedad o la muerte. Dice Leo Igwe, activista nigeriano y uno de los mayores expertos en el fenómeno de la brujería en África Occidental, que los problemas de la violencia contra las brujas acusadas y los campos a los que se las destierra no pueden abordarse de manera efectiva sin entender las preocupaciones que generan esos abusos. Es decir, ¿cómo se puede convencer a alguien de que linchar o exiliar a una bruja es un atentado contra los derechos humanos, si esa persona está sufriendo por miedo a que su vecina se coma su corazón mientras duerme? En una entrevista a dos hombres que habían participado en el linchamiento de una supuesta bruja, la investigadora Shelagh Roxburgh notó que ninguno de ellos consideraba lo que hicieron como un acto “violento”. Sin embargo, se alteraban mucho al contar cómo un amigo de ambos había soñado que su vecina le mordía el brazo y, al despertarse, aun tenía las marcas de los dientes en su carne. Lo que pasó después de que la mujer se negara a confesar no fue un acto de violencia, sino de justicia. De protección del bien común.
Sana tiene 80 años y pasó tres en un campo de brujas luego de ser acusada por su propio hermano.
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—Nuestro propósito es cerrar los campos de brujas y acabar con las acusaciones y los destierros, no con los santuarios donde son juzgadas. La figura posiblemente exista en la burocracia estatal de todos los países del mundo: es el funcionario público honrado, escéptico y cumplidor que, precisamente por ser las tres cosas, sufre. El que tenemos delante se llama Nantomah Adam Baani y nos ha recibido en su despacho, en un barrio del extrarradio de Tamale, sin demasiado entusiasmo. Tras invitarnos a tomar asiento saca un cuaderno y anota nuestras respuestas a preguntas de policía aduanero: ¿De dónde venimos? ¿Qué venimos a hacer? ¿Qué pretendemos conseguir en esta entrevista? Una vez recaba la información con profesionalidad de hormiga pelotera, se ausenta unos minutos, tras los cuales nos hace pasar a una habitación contigua, donde un tipo más grande que él, con un despacho más grande que él y una sonrisa más grande que la suya, nos vuelve a hacer las mismas preguntas. Como somos dos periodistas españoles y uno argentino, nos soluciona la papeleta hablar de Messi y el Fútbol Club Barcelona, lo que supone mostrar un pasaporte simbólico que acredita que somos gente legal y confiable. Estrechamos después la mano grande del gran hombre que le da, finalmente, permiso al funcionario Baani para hablar con nosotros. —Una cosa son los campos y otra el sistema de creencias—dice, de vuelta a su propio despacho—. Los altares y santuarios forman parte de nuestra cultura y están reconocidos por la Constitución, pero nadie tiene el derecho de exiliar a otros. Adam trabaja en el departamento contra la corrupción de la Commission for Human Rights and Administrative Justice (CHRAJ), un organismo público independiente del gobierno y reconocido por la constitución ghanesa que se encarga de supervisar cuestiones relacionadas con los derechos humanos. Es también uno de los miembros más destacados del Comité para la Reintegración, creado en 2011 con el objetivo de parar las acusaciones y destierros y reinsertar a las supuestas brujas. Un comité que, además de la CHRAJ, está integrado por todos a los que se presupone que pueden ser parte de la solución a estos problemas: desde representantes gubernamentales, de las fuerzas de seguridad y de organizaciones sin ánimo de lucro hasta la misma Casa Regional de Jefes —que agrupa a los reyes y jefes tradicionales en las regiones del norte— o instituciones religiosas, islámicas y cristianas. Sobre estas últimas, su posición ha resultado a veces cuestionable. Según relata Roxburgh en una de sus investigaciones, un trabajador de una organización de derechos humanos le contó la historia de una aldea, de mayoría presbiteriana, en la que nunca había habido sospechas de brujería hasta la llegada de nuevas iglesias evangélicas. En ese momento, azuzados por los pastores desde los altares, los vecinos comenzaron a acusarse entre sí de practicar la magia oscura. Opoku Onyinah, un televangelista, teólogo y figura destacada del movimiento pentecostal ghanés, afirmó en un artículo que muchas de estas iglesias promueven “discursos populistas sobre la brujería, señalándola como un peligro extremo y una amenaza existencial en la continua guerra entre el cielo y el infierno”. Planteado en esos términos, solo la protección espiritual que ofrecen los exorcismos y las conversiones a la fe verdadera podría calmar los miedos de una población aterrada. O, dicho de otro modo: una manera de captar clientes cuando crece el mercado de almas descarriadas.
"Una cosa son los campos y otra el sistema de creencias. Los altares y santuarios forman parte de nuestra cultura, pero nadie tiene el derecho de exiliar a otros".
Adam sigue con su discurso, preciso y desapasionado, sobre la labor del comité para la reintegración (sacar a las mujeres de los campamentos, explicarles a las que son acusadas que pueden denunciar a sus acusadores en un juzgado o una comisaría, sensibilizar a la población para que no les hagan daño). Le preguntamos de cuánto es la partida presupuestaria que el gobierno destina a este tipo de acciones, dirigidas por el comité. El servidor público sonríe. —Cero. El gobierno gasta cero en la reinserción de las brujas. Pero luego se corrige: dice que hay que reconocer que hace años una representante del ejecutivo fue a los campos y les dio a las mujeres algo para cubrir sus necesidades básicas unos días. Después se encoge de hombros, y añade que se ha invitado muchas veces a miembros del gobierno a visitar los campos, pero que éstos siempre responden que están ocupados. Se encoge de hombros otra vez y sonríe amargamente. Nosotros metemos el dedo en la herida: ¿Cómo es posible que no se ponga nada de dinero, tras tantas declaraciones e iniciativas gubernamentales en contra de los campamentos? —Bueno, esto es algo típico de los políticos africanos. Puedes decir en voz alta que algo te importa, pero lo que realmente te importa depende de la cantidad de dinero que inviertas en solucionarlo. Hablamos un rato más con él, en su despacho oscuro y sin aire acondicionado. Reconoce lo importante que resulta que los jefes tradicionales respalden las acciones del comité y prohíban los destierros y las acusaciones en sus comunidades. Asegura que estos son, sin duda, una pieza clave en la solución del problema. También dice que confía en que, algún día, puedan cerrarse los campamentos de brujas, porque ninguna de ellas necesitará vivir allí para estar protegida. Después estrechamos su mano y nos acompaña hasta la calle, donde le da indicaciones al conductor de un triciclo motorizado para que nos lleve a nuestro hotel. Nos hace señas de despedida y lo vemos regresar a su despacho. A empezar, otra vez, el día.