El actor y director estadounidense encarnó por décadas el arquetipo del vaquero que sortea la vida a balazos. Clint Eastwood reinventa la imagen de sí mismo en su más reciente película, Cry Macho, con la que pretende que veamos no al vaquero violento o al policía despiadado, sino a un hombre que se ha dado cuenta, con la edad, de que “ser macho está sobrevalorado”.
La historia de Clint Eastwood es la historia de dos vaqueros. El primero de ellos se hizo famoso en los westerns italianos dirigidos por Sergio Leone durante los años sesenta. Aunque las tramas lo describen como un ser pragmático y egoísta que sortea la vida a balazos, no se le pueden negar las cortesías ocasionales que lo hacen parecer, incluso, un héroe. Sin biografía ni mucha complejidad de carácter, apenas se le puede considerar un personaje: más bien es un arquetipo, un icono, que se manifestó en muchos de los papeles que Eastwood interpretó —vaqueros o no— hasta principios de los años noventa. Si estas primeras encarnaciones son cuestionables por exaltar la violencia como una forma legítima de convivir, en su piel más perturbadora, la del sanguinario detective Harry Callahan, el arquetipo se vuelve hasta repugnante: a lo largo de cinco películas, de Dirty Harry (1971) a The Dead Pool (1988), Harry El Sucio mató a 43 criminales y materializó placenteramente los deseos punitivos, fascistoides, de la sociedad estadounidense.
Y luego está el otro vaquero, cuyas raíces se pueden tocar en los westerns que Eastwood dirigió en los años setenta y ochenta, donde empezó a objetar la hegemonía de la violencia. Aunque todavía interpretaba a un individuo brutal en misiones sangrientas, como autor cinematográfico Eastwood parecía cuestionar la legitimidad de abalanzarse sobre el mal y destruirlo a puñaladas. Su escepticismo llegó a un punto culminante en Unforgiven (1992), donde hizo una revisión definitiva del género que acabaría con los mitos heroicos y expondría a sus personajes no como pistoleros románticos sino como sociópatas lamentables. En el protagonista se podía ver, por turnos, a los dos vaqueros: el clásico, bíblicamente destructivo, y el nuevo, vulnerable, incluso tierno.
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Desde entonces Eastwood ha interpretado a detectives, un astronauta, un fotógrafo seductor y viejos gruñones que, obligados por las circunstancias, exponen su gentileza mientras se adaptan a un mundo que les resulta incomprensible. Todos ellos son versiones de ese nuevo vaquero tierno, pero, dadas las profesiones tan disímiles, ninguno es propiamente él. Ninguno, claro, hasta Mike Milo, el protagonista de la más reciente película de Eastwood, Cry Macho (2021), que se estrena el 16 de septiembre en salas de cine y HBO Max.
¿Por qué Eastwood interpreta a un vaquero hasta casi veinte años después de Unforgiven? Es un misterio que su nueva película resuelve: lo hace para completar la filmografía de un hombre que se formó en el western, que cuestionó sus convenciones y certezas y que ahora desea reinventar, si no al género, a la imagen de sí mismo que construyó durante décadas. Cry Macho es un ejercicio de iconoclasia —al igual que otras películas recientes de Eastwood—, donde el director pretende transformar lo que imaginamos al escuchar su nombre; que veamos en la imaginación no al vaquero violento o al policía despiadado sino a un hombre que, con la edad, se ha dado cuenta de que “ser macho está sobrevalorado”.
Situada en 1980, Cry Macho narra la historia de Mike, un vaquero de rodeo que en el pasado perdió a su familia y encontró en el alcohol y los pleitos un refugio endeble. Un amigo lo salvó contratándolo para cuidar de los animales en su rancho, y ahora le pide un favor a cambio: encontrar a su hijo adolescente en la Ciudad de México y traerlo a Texas para rescatarlo de su madre indiferente. Las distinciones entre el Eastwood clásico y este otro brotan por todos lados, desde la edad del personaje hasta el hecho de que sólo una vez empuña una pistola pero no la dispara. De hecho, sus talentos se orientan al cuidado y en varias escenas lo vemos domando con dulzura a unos caballos o acariciando a una cabra antes de curarle una herida. Algo queda de los gruñidos clásicos de Eastwood pero ahora van acompañados del patetismo de la edad: es un viejito simpático.
Irónicamente, por esa misma razón las torpezas de la película se resienten tanto. Es increíble que las mujeres en Cry Macho se le avienten con deseo a un Eastwood lento y de voz temblorosa, o que a alguien se le ocurra darle una misión tan delicada a un hombre en esas condiciones, cuando lo mejor que podría ofrecérsele es una pensión para el retiro. Aunque Eastwood sabe que su trama describe a un vaquero viejo, parece inconsciente de qué tanto, y quizá por eso nos presenta a Mike por primera vez en una imagen romántica: una camioneta Chevrolet atraviesa la mañana y poco a poco el montaje nos va revelando al conductor en detalles que sugieren una presencia formidable. Al detenerse, por supuesto, es Clint Eastwood quien se baja de la camioneta, pero, a pesar de la fuerza que le quieren adjudicar los planos, es inevitable observar la rigidez contrastante de su cuerpo.
La iconoclasia de Cry Macho adquiere un carácter accidental que ya no sólo invalida la imagen viril y brutal sino la fuerza misma de Eastwood para aparecer a cuadro. El efecto de estos errores puede ser discutible porque, al final, lo que vemos es a un autor luchando por su obra y por el significado de sí mismo como icono; sin embargo, hay otros aspectos que recalcan la artificialidad de la película y crean una tensión entre los planes subversivos y las limitaciones del resultado.
Aunque la mayor parte de Cry Macho se sitúa en México, la película entera está filmada en Nuevo México y se nota: la arquitectura y los paisajes no corresponden con los que pretenden simular, y los acentos insinúan a veces latitudes más al sur del continente. Para ser una película sobre el choque cultural entre el texano Mike y el adolescente Rafael (Eduardo Minett), la mirada tiende cómodamente al exotismo. El colmo son las mujeres que conoce Mike en el camino: la madre de Rafael, una excéntrica seductora que vive en una improbable hacienda en la Ciudad de México, y Marta (Natalia Traven), la dueña de un pequeño restaurante que refugia a los protagonistas durante su huida y que parece evocar deliberadamente el tono y la presencia de María Félix. Por encima de cualquier sutileza se impone la idea tan estadounidense de la seniorita.
A pesar de esto, el encuentro con Marta concede las imágenes más conmovedoras de la película porque son las que mejor expresan la iconoclasia de Eastwood. Mike cocina para Marta, hace reír a sus nietas y baila con ella “Sabor a Mí”, de Eydie Gormé y los Panchos. Abrazados bajo una luz romántica, los personajes se mecen cariñosamente y producen un inesperado acto de magia: tras décadas de personificar la violencia, un vaquero desaparece por completo y lo sustituye otro, amigable y amoroso. Sería una imagen perfecta para cerrar la filmografía de Eastwood pero, quién sabe, el vaquero eterno todavía puede montar.
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