¿Qué está pasando con los chinos en el Centro Histórico de la CDMX? ¿Cómo se convirtieron en sus “nuevos dueños”? Aquí no hay respuestas fáciles, pero sí una búsqueda de señales de cambio social.
Recibo un mensaje de mi editor: “Parece que no se está contando bien el asunto de la ‘avalancha’ del comercio chino en el Centro: el desplazamiento de comerciantes tradicionales o no tan tradicionales por parte de bodegueros. Hay una buena dosis de histeria y un poquito de xenofobia. O quizá sí haya una trama de problemas profundos. El caso es que tú, como residente de la Calle de las Novias, tienes la perspectiva para contarlo”.
En verdad es un fenómeno que conviene atender de cerca, priorizando escucha y olfato. Otorrinolaringológicamente. Escribió el cronista Josep Pla que “es mucho más difícil describir que opinar”, tanto más si se trata del lugar donde se vive.
La Calle de las Novias y Ceremonias, en la Lagunilla, se despereza diario a eso de las 10 por medio de tozudos enjabonamientos de banqueta. El comercio ambulante, de reciente proliferación, solo se instala un par de horas más tarde. En términos generales, el corredor abarca unas 175 tiendas de vestidos de novia y quinceañera, trajes de primera comunión, ropones para bautizo y toda suerte de accesorios en las calles de Chile y Comonfort (entre Tacuba y Paraguay) y Honduras (entre Allende y Brasil). “Es la zona en su ramo más grande de América y yo creo que del mundo, sin contar los muchos locales del Mercado de Ropa —asegura José Luis Santiago, portavoz preocupado de una asociación civil—. Pero por culpa de los chinos, ya habrán cerrado como 30 negocios en los últimos dos años”.
La Lagunilla es un barrio de tránsito e inmigración de toda la vida. Puerto de entrada a la Ciudad de México. En sus calles han prosperado judíos y españoles, pero también gente de distintas partes de la República. No es un rumbo ajeno a los forasteros. Con todo, a raíz de la pandemia ha comenzado a recibir —lo mismo que el resto de la ciudad— a inopinados migrantes de Venezuela, Cuba y Haití, entre otras naciones latinoamericanas; aun de regiones árabes y, por supuesto, de China.
En apariencia, estos últimos son los menos conspicuos. No se les ve pidiendo en la calle ni matando el tiempo afuera de los hoteles, tampoco trabajando en antros gays, como en el caso de algunos venezolanos. No viajan en metro ni comen en fondas. No se mezclan, argumentaría un xenófobo.
Su presencia es de otra índole y va más allá de la Lagunilla. Aparte de la calle de Izazaga, alcanza los perímetros de Garibaldi, El Carmen, Peña y Peña, Manuel Doblado, Bolivia y Granaditas. La parte norte del Centro, donde también son más notorias las operaciones de La Unión Tepito, cártel de tentaculares alcances. Pero ese es un tema aparte.
¿O no realmente?
“Los nuevos dueños del Centro”
Me gusta sentarme a admirar la iglesia de Santa Catarina, de portada medio barroca, medio quién sabe qué. Este es el corazón del barrio, a tiro de piedra de su frontera sur. La calle de Perú, antigua acequia del Carmen, solía dividir Tenochtitlan de Tlatelolco y, luego de la Conquista, la traza española de los asentamientos indígenas. Cuando Hernán Cortés ganó esta calle de agua, el 25 de julio de 1521, empezó el final de su guerra.
Quinientos tres años más tarde, la Lagunilla sigue funcionando como zona de paso. Conecta el Centro con Tepito. Al atravesar la sinuosa Perú, uno empieza a notar más y más el trajín de cajas de cartón con caracteres chinos y, sobre todo, ese nuevo medio de transporte que son las bicis eléctricas (“en realidad son motos, pero así se ahorran el emplacado”, tuitea alguien). Al principio, solo las usaban los chinos, pero ahora también mis compatriotas. Son los patrones, parece. También usan scooters. La mayoría de los trabajadores, no obstante, siguen trajinando con su diablito para transportar la mercancía.
Uno de ellos, venezolano, me conduce al fondo de Brasil 103, donde me ofrecen una bici en 15 000 pesos. La traen de China, alcanza los 75 kilómetros por hora y le caben tres pasajeros. Finjo interés a ver si logro entablar una conversación con los jefes, pero resulta imposible: ni ellos hablan español ni yo su lengua sinítica.
—¿Y tú cómo te entiendes con los patrones? —le pregunto a una empleada.
—Ya ni yo sé, pero ya nos acostumbramos. [Risas.]
Vuelvo a la Plaza de Santa Catarina, donde no es raro que huela a mariguana. Cinco diableros juegan a las cartas bajo la sombra de un ficus. Nadie se ríe, pero todos sonríen a la menor provocación. Afuera de la iglesia, una patrulla de la Policía de Investigación de la PGJ. Desde la calle de Nicaragua dan vuelta dos pick-ups con sendos tándems de soldados. Los cascos y las armas no parecen sorprender a nadie. ¿Qué pensaría Leona Vicario, precursora del periodismo femenino en México, si contemplara este cuadro? Su estatua le da la espalda a la Casa Tagle, inmenso cuerpo que no suda.
Yo me pongo a googlear notas de periódico en mi teléfono.
El 12 de mayo, desde Tapachula, la Agencia EFE informa que “la migración irregular de Asia y de África se ha duplicado en lo que va del año en México, donde los habitantes de la frontera sur destacan la presencia de chinos, cuyo tránsito también es más del doble”. Un mes después, el 16 de junio, el periódico Reforma publica: “Pasó la pandemia y vino el tsunami de comercio chino”. El 3 de julio, el portal de N+ llama la atención sobre la llegada de comerciantes asiáticos, con lo cual calles, establecimientos y locales del Centro “han pasado a ser bodegas de productos chinos y han desplazado a comerciantes mexicanos”. Por su parte, La Silla Rota reporta el día 14 que “negocios y mercancía de China [son] los nuevos ‘dueños’ del Centro Histórico”. Tres días más tarde, Milenio habla de un “nuevo boom de bodegas [que] pone en riesgo 76 edificios de la Lagunilla”, mientras que Aristegui Noticias encabeza ese mismo día una nota con la siguiente frase: “La propagación de bodegas en el Centro Histórico ha generado gentrificación en la zona”, lo que me hace recordar este tuit de un par de días antes: “La ‘gentrificación’ de la que nadie habla… Tienen bancos ilegales, bodegas llenas de contrabando, hospitales clandestinos, contratan puro inmigrante ilegal y hasta esclavos les han encontrado... Pero como su físico ni su forma de vida genera[n] envidia, a nadie importa”. No se agotó en esas semanas de mediados de año; en Milenio leo una novohispana cabeza, del 1 de septiembre: “La Nao de China ha regresado a México”. Con todo, el título que más se queda en mi memoria es esta del 30 de julio en El Heraldo de México: “‘Mismo trato que a los chinos’, comerciantes exigen tener el mismo trato”.
Irregular, tsunami, desplazamiento, dueños, riesgo, gentrificación, trato… No le falta razón a mi editor, en efecto se percibe una dosis de histeria.
Pero habrá que escuchar a los vecinos.
“Cayeron en blandito”
Alejandro Garrido, residente en la arbórea calle de Mariana Rodríguez, asegura que “los chinos sí son un problema” por haber “desplazado a comercios tradicionales por medio de la competencia desleal”, y que “gran parte de la mercancía que ofrecen en sus plazas entra al país por medio del contrabando”. Él es investigador de barrios históricos y patrimonio olvidado y sé lo mucho que ha lamentado la demolición, en enero pasado, de la hornacina dieciochesca de Allende 74. “Fueron unos chinos”, me cuchichea una mujer que trabaja a unos pasos.
Alejandro me explica:
—Debido al desastroso manejo de la pandemia, muchos negocios cerraron o quedaron afectados y los chinos compraron o rentaron locales. El norte del Centro se está llenando rápidamente de bodegas donde antes había negocios locales.
—¿Cómo te afecta esto a ti, personalmente?
—La carga y descarga de sus camiones y el transporte de pacas de un lado a otro se ha vuelto un dolor de cabeza. Obstruyen el tránsito vehicular y peatonal. Y las personas que contratan para esta labor han generado condiciones de inseguridad a altas horas de la noche.
Otra persona íntimamente vinculada con la vida del Centro, pero que prefiere no dar su nombre para evitar un malentendido con su jefe en el Gobierno de la Ciudad de México, me dice:
—Este comercio de bodegas ha provocado un problema en cascada en el espacio público, en las banquetas, particularmente: los horarios de carga y descarga no se cumplen, sus tráileres entran a todas horas y destruyen el mobiliario urbano y el cablerío aéreo, poniendo en peligro a la gente.
—¿Qué me puedes decir sobre el desplazamiento de comerciantes establecidos?
—Lo que nos comentan los encargados de los negocios es que los chinos, junto con La Unión Tepito, llegan a los locales, amenazan a los propietarios y ofrecen un año completo de renta por adelantado. Así es como terminan desplazando a los negocios con arraigo.
José Luis Santiago tiene 64 años, pero parece más joven. Microempresario de origen libanés y asturiano, sus raíces están en la Lagunilla. En 2015 fundó la asociación civil La Calle de las Novias y Ceremonias, por medio de la cual —entre otras iniciativas filantrópicas— se entregan cada año vestidos de quinceañera, donados por sus colegas, a adolescentes que tienen a sus mamás en la cárcel. Hace algunas semanas, su rostro se volvió casi viral merced a una entrevista en la que habló de los chinos y su impacto en el corredor que preside: casi un millón de visitas y contando (y miles de comentarios, algunos más sensatos que otros).
Se considera a sí mismo un activista social y no tiene empacho en compartir conmigo, el alma en el rostro, la situación por la que atraviesa su barrio:
Esta migración no se puede comparar con la de nuestros padres y abuelos. Es muy distinto un migrante que llega sin nada y construye a alguien que viene a hacer competencia desleal. Nuestros ancestros se mezclaron, aprendieron a hablar la lengua, a vender y comprar lo que había en México, no importaban la mercancía, generaron riqueza dentro del país, con los del país. Pero la riqueza que generan los chinos no se queda aquí. Se están aprovechando de una economía devastada por la pandemia, de la necesidad de la gente. Van de local en local hostigándote. Son muy amables y todo, pero a la vez persistentes. Tienen un poder económico que no corresponde con la economía mexicana. Como allá los bancos son del gobierno, subsidian a las empresas. Esto es algo que no existe en un país capitalista. ¿Hoy a qué puede aspirar un joven emprendedor si todo lo hacen los chinos más barato? En México, la microempresa está devastada, somos demasiado pequeños para competir con una potencia de ese nivel. ¿Quién nos va a proteger? Tenemos que ponerles un alto, hacer trabajo en conjunto, pero lo malo de la sociedad mexicana es que siempre se deja, por eso hay tanta corrupción. En México todo se puede con dinero, los chinos cayeron en blandito, se saltan todas las trancas, nos agarraron de sus pendejos. Tú conoces la calle de Cuba, antes había una librería de viejo, podías caminar, ahora hay bodegas de chinos y tienen muchísimas cajas sobre la banqueta, cargando y descargando continuamente. ¿Cuándo veías diablitos ahí? Ahora los ves hasta en 16 de Septiembre, obstruyendo la vialidad y vulnerando a la gente. Por si fuera poco, contratan a migrantes venezolanos, haitianos, cubanos, gente sin seguro social. Mucha vivienda se ha convertido en bodega. La Calle de las Novias está en crisis, este es un problema de desplazados muy grave. Aún podemos salvarnos, pero se necesita voluntad política.
“Nosotros no tenemos dientes”
Desde 2011, la Casa Tagle aloja las oficinas del Fideicomiso Centro Histórico de la Ciudad de México, que en el imaginario de muchos es una lámpara de Aladino capaz de resolver cualquier problema en el Centro. Aquí me recibe la historiadora Loredana Montes, collar y aretes con figuras de mazorquita. En el momento de la charla ella era aún la directora general de esta instancia, que desde 1990 se encarga de la recuperación, protección y conservación de una zona tan importante.
—Estamos muy preocupados por la situación, pero sobre todo bastante ocupados —asegura en plural, aludiendo a las diferentes dependencias de gobierno con las que se reúne aproximadamente una vez a la semana desde hace cuatro o cinco meses para planear estrategias e iniciar un diagnóstico—. Para ello es importante lograr una buena articulación, este es un fenómeno extraordinariamente multifactorial. En el caso de una bodega, tal vez tenga que intervenir la Secretaría de Hacienda porque a lo mejor hay mercancía que debe ser revisada. También Migración, pues no sabemos si esas personas llegaron al país de manera ilegal. Y el INAH [Instituto Nacional de Antropología e Historia], por si el inmueble está catalogado. Y la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda [Seduvi] para revisar qué tanto se está violentando el derecho de suelo. Igualmente la Secretaría de Movilidad, pues a veces parece una carrera de obstáculos pasar por las aceras…
—Mientras tanto, ¿qué pueden hacer ustedes desde el Fideicomiso?
—Nos toca ser un medio para la solución. Lo que hacemos es un rastreo en la parte norte del Centro. Entrevistamos a gente, algunos nos dan información, otros no, pero ya estamos haciendo un primer acercamiento y eso me parece valioso. Pero no tenemos dientes para cerrar una bodega.
—¿Para qué sí tienen?
—Nosotros no tenemos dientes.
—¿Quién sí tiene?
—El Instituto de Verificación Administrativa [Invea], Seduvi, las alcaldías que comprende el Centro [Cuauhtémoc y Venustiano Carranza]…
—¿Hay alguna queja recurrente por parte de los comerciantes?
—Que los chinos venden su mercancía más barata. Pero también he llegado a escuchar: “Nosotros no estamos en contra de que estén aquí, qué bueno que vengan, que hagan comercio porque eso revitaliza las calles, pero que levanten la cortina, que haya un verdadero comercio hacia la calle, que no ‘bodeguicen’, pues la ‘bodeguización’ implica la muerte de la dinámica comercial del Centro”.
—¿Qué le diría usted a una persona que exprese un punto de vista xenófobo?
—No me haga hablar… ¿Qué hay detrás de la xenofobia? Miedo. Y entonces empieza a hablarse en términos de “tú eres otro, no eres nosotros”. Una parte importante de nuestra labor es que haya un “nosotros” para todos.
—¿El Centro Histórico es de todos?
—Excepto de quienes depredan.
—¿Estos chinos depredan?
—En alguna medida. Pero también depredan los turistas y en realidad todos los usuarios. En el caso de los asiáticos, pues también hay coreanos en menor escala, llegan sin conocer las reglas del país y con ciertas preconcepciones. Le voy a contar una anécdota: una persona que trabaja aquí en el Fideicomiso vio cómo un asiático estaba colocando un letrero que estaba fuera de norma totalmente y entonces le dijo que por favor no lo pusiera, pero el otro, dándose a entender como podía, le contestó: “¿Cómo nos arreglamos? Estamos en México, ¿no? Aquí todo se puede”. Yo creo que hay que explicarles que no están en tierra de nadie, sino en tierra de todos.
—¿Hay algún rasgo positivo que usted vea en los chinos, alguna virtud?
—Debe de haber muchas, pero hace falta acercarnos más, tender puentes. Por supuesto, está el problema del idioma, muchos chinos solo saben decir [en español] “400”, “450”, es lo que aprenden, lo que necesitan para trabajar.
—¿Tienen ustedes en el radar posibles alianzas de esta gente con La Unión Tepito?
—Sí, claro. No nos consta, pero hemos llegado a escuchar que algunos, no todos, se han estado aliando con el crimen local. No sabemos de qué tamaño sean esas alianzas. Pero existe un peligro, un foco rojo.
“Un mundo entero en trato y disciplina”
Cada que visito el Antiguo Palacio del Arzobispado, en la calle de Moneda, me gusta detenerme un momento frente al mural Canto a los héroes (1952), de José Gordillo, y preguntarles a mis acompañantes a quién creen que haga falta incluir en este muestrario de próceres. Unos contestan que a Madero, otros que más mujeres y hasta mexicanos queer, pero nadie menciona a un chino, filipino, japonés o coreano.
Tal mención no sería tan descabellada, habida cuenta de la estrecha relación que mantuvo la Nueva España con Asia Oriental desde que Andrés de Urdaneta descubrió en 1565 la Corriente de Kuroshio, que permitió la ruta del tornaviaje desde Filipinas. Gracias a ello, a lo largo de 250 años, el Galeón de Manila (Nao de China) importó seda, marfil, especias, porcelana, metales, maderas y otras materias primas de Asia, además de elaborados productos como —por citar el ejemplo más choncho— la reja del coro de la Catedral, fabricada en China alrededor de 1720.
Todo aquello llegaba a Acapulco y otros puertos del Pacífico para ser conducido a la capital del virreinato y finalmente hacia España. La ruta, que podía tomar cinco meses en el Pacífico, se convirtió en la primera línea comercial que unió Asia con América y Europa. El nacimiento de la globalización, con nosotros al centro.
El poeta Bernardo de Balbuena se refirió a ella en un largo poema que es una carta de amor a la Ciudad de México, titulado Grandeza mexicana (1604):
En ti se junta España con la China,
Italia con Japón y, finalmente,
un mundo entero en trato y disciplina.
Dicha ruta ha caído casi en el olvido, con todo y que aún persisten resabios de su influencia en leyendas como la de la Mulata de Córdoba, quien se escapó a las Filipinas a través de un dibujo en una celda de la Inquisición, o la de ese soldado que en 1593 viajó de manera instantánea de Manila a la Plaza Mayor de México y tuvo que ser devuelto en barco. Esto último lo cuenta el cronista Luis González Obregón. Asimismo, está la historia de San Felipe de Jesús, primer santo mexicano, sacrificado en Japón, y dos que tres detalles en las calles del Centro: la puerta del Palacio de Calimaya, los aldabones de bronce de la Antigua Casa de Moneda, el famoso Reloj Chino de Bucareli y, obviamente, el barrio chino de la calle Dolores (pero hay otro en la colonia Viaducto Piedad).
El Lejano Oriente se ha vuelto en verdad muy lejano. Y la ignorancia es caldo de cultivo para el desprecio.
“Después de la India y México, China es el país que cuenta con el mayor número de nacionales emigrados al extranjero”, escribe Zhuang Guotu, de la Universidad Huaqiao, para The UNESCO Courier. En consecuencia, supone una de las nacionalidades que, a través de los llamados “chinos de ultramar” (海外华人), ha recibido una discriminación más canija. “Los brotes de discriminación contra personas originarias del Asia Oriental observados durante la pandemia de covid-19 constituyen un problema que no se resolverá en un día. Sin embargo, a lo largo de los siglos, los chinos residentes en el extranjero han hecho acopio de una capacidad de resistencia que puede resultarles muy útil”, añade el académico.
Para profundizar en la historia sinofóbica nacional, recomiendo leer La casa del dolor ajeno (2015) de Julián Herbert, libro en el cual se revisa la más grande matanza de chinos en América: en Torreón, en mayo de 1911.
Hoy la sinofobia es real en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Hace poco, en un negocio tradicional de la calle de Honduras, pude escuchar: “No sé si sean chinos o coreanos, pero ya están acaparando todo. Ya ves que se ayudan mucho entre ellos”.
Lo mismo que solía decirse, o aún se dice, de las comunidades judías:
—¿Te has dado cuenta de cómo el odio hacia nosotros ahora lo están recibiendo los chinos del Centro? —me comparte un amigo en una cena de Shabat.
—No hay que olvidar que los Camisas Doradas empezaron odiando a los chinos antes que a nosotros —acota el papá en referencia al grupo fascista nacional que hizo su primera aparición pública en la capital mexicana en julio de 1934.
Ya se trate de fascismo de izquierda (“gringo, go to your fucking country”) o de derecha (“como no tenemos pobres suficientes, ahora tenemos que importarlos”), un punto en común es la noción de otredad: migrantes que nos quitan el trabajo y migrantes que nos explotan, los que se adaptan muy rápido y los que nunca se integran, quienes llegan con dinero y quienes vienen sin blanca.
“Tú eres otro, no eres nosotros”.
“No hagas tus preguntas pendejas”
Acudo a Sergio Gallardo, sociólogo y antropólogo que ha estudiado la migración coreana en México. A veces ofrece recorridos etnográficos que van del Centro a Tepito “entre puestos, historias y mercancías populares del otro lado del Pacífico”, según se lee en su Facebook. Dichos paseos tienen la intención de “conectar con las inmigraciones chinas y coreanas”. Luego de darle mucha lata, Sergio me termina escribiendo: “Varios de los comerciantes que conozco me los presentó un amigo chino, por lo que me gustaría más que él te los presentara, por respeto a su círculo de confianza”. Es comprensible. Pero no se logró el contacto.
Tampoco obtuve respuesta del investigador del Centro de Estudios China-México, de la Facultad de Economía de la UNAM, que busqué para hablar sobre el tema.
“Es que sí es un tema muy duro”, me comenta Carmen González, periodista especializada en China, quien igual no consigue enlazarme con su amigo cantonés (identidad de la mayoría de los chinos del Centro) que a lo mejor se animaba.
El silencio es el único amigo que jamás traiciona, se sabe.
Salgo a caminar.
Pero no hacia las famosas “plazas de los chinos” en Izazaga 38, 89 (en espectacular suspensión de actividades desde el 30 de noviembre pasado) y 151, pues mi interés está en la Calle de las Novias y el norte del Centro. Los rumbos de La Unión, el paso a Tepito, puerto de entrada a la Ciudad de México.
En una tienda de República de Brasil, un ojo al gato maneki-neko y otro al garabato, tomo nota del trinomio chino/patrón + venezolano/empleado + mexicano/embalador que se repetirá con ligeras modificaciones a lo largo de mi paseo:
—A 62 pesos el cargador de iPhone, con todo y cuadrito.
—Qué lástima que no acepten tarjeta… ¿El jefe sí entiende español?
—¡Este es más venezolano que yo! [Risas.]
—¿Qué habrá más en la Lagunilla, venezolanos o chinos?
—Obviamente nosotros.
El mexicano ni chista.
En otro local de Brasil, me entretengo viendo juguetes, perfumitos, artículos de papelería, peluches… Ojalá permitieran tomar fotos. Parece una bodega más que una tienda. Pero la cortina está alzada. Es como un Miniso sin decoración. No hace tanto, este tramo de calle, entre Paraguay y el Eje 1 Norte, era de casi puras mueblerías.
Doy la vuelta en Colombia. En la Antigua Cerería La Purísima, negocio centenario atendido por sus dueñas, una de ellas dice que sí, que los chinos sí han ido a preguntarle por su local. “Pero que ni se molesten, pues no está a la venta”. También me cuenta que “antes en esta calle había casas muy lindas, pero ahora pura bodega con puertas de metal”.
Ya estoy en El Carmen, no creo que ningún político haya andado aquí en los últimos meses, ni siquiera en coche, el tránsito se ha vuelto tan alucinadamente complicado que apenas en agosto el restaurante El Taquito Taurino, en la esquina con Bolivia, tuvo que cerrar sus puertas luego de 107 años de historia. ¿La razón? El intenso comercio informal que se propaga aquí como un enjambre sordo (pero no mudo). Ya ningún cliente se puede acercar.
Marco Guillén, propietario, explica en una conferencia de prensa: “[Primero coreanos y ahora chinos] traen mercancía económica pero de mala calidad; el tema es que esta gente oriental les da mercancía a los indocumentados [latinoamericanos] para que, en lo que sacan sus permisos, sus papeleos para emigrar a Estados Unidos, la vendan, y la única forma es ocupando más y más espacios en la calle, y ya se volvió un problema”.
Platico con Víctor, que viene a diario desde Ecatepec a trabajar en un puesto de jugos sobre José Joaquín Herrera. Su testimonio es sucinto pero eficaz: “Pues prácticamente sí hay muchos chinos y creo que en todo Tepito son más chinos los que tienen bodegas que mexicanos. Al parecer los chinos nos están invadiendo en todo”.
Paso por la Plaza del Estudiante, que hace rato dejó de ser un jardín. Esta no es la ciudad de Monsiváis, de Poniatowska. Aún evoca el siglo XX, pero sus colores son otros, más brillantes, más sucios. Peña y Peña ha pasado a llamarse, vox populi, la Calle de los Chinos. No extrañe un cambio de nomenclatura en el mediano plazo. Aquí visito tres plazas comerciales —hay más en la zona— en los números 13, 14 y 18. Las últimas dos están conectadas entre sí desde adentro. La primera, en la acera de enfrente, es más pequeña, pero igual con montacargas. Entrar al baño cuesta siete pesos.
Justo antes de entrar, una pancarta hace pucheros: “Mochila nacional”. Latinoamericanos pregonan su mercancía al puro estilo chilango. ¿Qué tan común será que alguno de ellos se enamore de una china, de algún mexicano? El mestizaje es un asunto que se construye en la calle, pero que se consuma en la cama (o en la trastienda).
El 14 es un panal. Más que una ensoñación, el origen de un déjà vu. Cantoneses en su cantón. Anoto el nombre de algunos locales: Yuan Quan, Hua, Dragón de Oro, Jinghua Internacional, Liang Ying, Piao-Lang, Yang Chen… Puente Pacífico se anuncia por medio de un rótulo esmerado, lo mismo que Importaciones de Oriente, cuyo logotipo ostenta un león casi tequitqui. Llama la atención que a la entrada de Jin Peng se asome una bandera mexicana y, de igual forma, este anuncio en el local 248: “Se solicita empleado mexicano”.
Abundan los cosméticos. También hay sombreros de tela de ala ancha, libretitas coquetas, dispensadores de agua automáticos, lámparas para uñas, minilavadoras, los lápices “infinitos” que tanto se venden en el metro... En una tienda de perfumes hiperbaratos, una empleada me confirma que, en efecto, aquí se surte mucho vagonero. Aunque yo nunca he visto que vendan perfumes. Su patrona me sonríe; yo no creo que me entienda. Recuerdo una frase de la novela El complot mongol (1969), de Rafael Bernal: “¡Pinches chales! A veces parece que no saben nada de lo que pasa, pero luego resulta como que lo saben todo”.
De pronto, una idea: este es un hito tan importante como lo fueron los primeros mercados de la Merced y la Lagunilla. Las plazas de Peña y Peña serán —ya son— mercados de abasto, de cierto tipo de abasto, que marcarán esta generación. ¿A quién no le gustan las chucherías, lo barato, lo desechable? ¿Quién no ha comprado en Temu o en Shein? Late capitalism, lo llaman en redes.
De la plaza de Peña y Peña 13 solo destaco un cartel en los locales 24-25: “Se solicita empleado que no sea pendejo como el Dorian”.
En el 18, una sorpresa: 100 patitos amarillos de los que se ponen en la cabeza a solo 100 pesos. En la calle, un torero los da a 10 pesos la pieza, usualmente decorados para la ocasión: la figura de Claudia Sheinbaum, la bandera de México... La juguetería se llama Suli. Más adelante, en otro local, ofrecen los mismos patitos, solo que acá dos bolsas cuestan 150 pesos. Nada mal: inviertes tres billetes de 50 pesos, más lo que cueste la decoración personalizada, y ya obtienes una ganancia de casi 2 000 pesos, descontando lo que toca darles a las mafias. Pero yo qué sé, solo soy otorrino.
En Yue Xin, un letrero hace sonreír: “Se solicita empleada guapa, güerita”, mientras que otro, al fondo de la plaza, me hace alejarme: “No hagas tus preguntas pendejas”. ¿Qué preguntas? No será la única vez que vea esta frase. En el local 26, un par de señoras le enseñan groserías en español a un chino que solo se ríe nervioso. Me acuerdo de otra frase del El complot mongol: “¡Pinches chinos!, siempre están muertos de risa. Y caminan como si no caminaran, como que nada más se fueran resbalando, y así se andan resbalando por todos lados, desde la Mongolia Exterior hasta la calle de Dolores”.
De nuevo en el 14. Me detengo en un local de relojes, el único en la plaza, “de los pocos que no son de chinos”. Pero ¿es china la mercancía? “Eso sí no sé”. Es el local 249. Un Rolex “de oro” cuesta 150 pesos (140 al mayoreo), es decir, 100 pesos más barato que en La Rinconada, en Tepito, me consta. “De hecho, acá se surten los de La Rinconada”. Lo que me hace pensar en la cantidad de gente que mejor viene acá, y seguro en Tepito las ventas habrán caído o de plano se dedican a vender otras cosas. ¿Qué cosas? Pienso que estas plazas —los muros blancos, algunos ventiladores— son un Tepito sin cultura: ni Santa Muerte ni micheladas, tampoco música. En algún punto, la vendedora siente la necesidad de aclarar que sus relojes son copias. Me llevo un Casio clásico vintage color rojo a 130 pesos (el dorado, por ser el más solicitado, cuesta 180). El recibo lleva una marca de agua: “Estos productos fueron adquiridos en subastas del SAE [Servicio de Administración y Enajenación de Bienes], Secretaría de Hacienda”.
—¿Cómo se llevan ustedes con los chinos?
—Pues son bien sociables, pasan y te dicen “buenos días”.
—Yo no he tenido suerte, nadie ha querido hablar conmigo.
—Es que no saben español.
—Entonces, ¿cómo le hacen para pedir comida?
—Tienen sus propios restaurantes aquí a la vuelta, sobre González Ortega.
No veo niños, ¿dónde estudiarán mientras sus padres trabajan? ¿Dónde vive esta gente? Salgo del panal, ¿habrá abeja reina?, ¿con qué permisos cuentan las plazas?, ¿pagarán derecho de piso?, ¿por qué no aceptan tarjeta?
Preguntas pendejas que se hace uno.