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El llamado a "no romantizar" a los pueblos indígenas

El llamado a "no romantizar" a los pueblos indígenas

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
23
.
07
.
21
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El mito romántico del “indígena” se construyó sobre el del “buen salvaje”, el cual niega la posibilidad del mal, de la opresión y, en general, de la complejidad en el otro. El capitalismo y el patriarcado también precisan de narrativas que romantizan sus peores aspectos. Sin embargo, no se deben equiparar estas advertencias con el llamado a no romantizar a los pueblos indígenas.

Los sistemas de opresión necesitan crear la ilusión de que son medianamente soportables, necesitan de un universo narrativo que los justifique. Los sistemas de opresión echan mano de historias que disfracen sus terrores y minimicen sus efectos, necesitan narrativas que, de tan potentes, los muestre incluso como deseables e imprescindibles. La creación de ese mundo de historias es un elemento fundamental para el sostenimiento de los sistemas de opresión. Para el patriarcado, por ejemplo, la construcción del amor romántico como eje narrativo es un mecanismo que sostiene la opresión, que la naturaliza y esconde sus rigores. Sin las historias que romantizan los sistemas de opresión, éstos se develan desnudos y se arriesgan a que alguien señale que el traje del emperador es solo una ficción que los muestre decadentes y revele su verdadera naturaleza. Romantizar la opresión implica revestirla, implica idealizar un pequeño elemento positivo que servirá de caballo de Troya en el mundo de nuestros deseos, de modo que sus terribles efectos, que inevitablemente llegarán, sean narrados después como consecuencias de nuestras propias elecciones. Romantizar implica, en casos extremos, disfrazar la opresión con el ropaje del deseo, la inocula como elección personal por medio de un complejo entramado de relatos que nos son recreados una y otra vez.

[read more]

Los terribles efectos del consumismo desmedido, tan necesario para el crecimiento económico dentro del capitalismo, están envueltos en la creación constante de los deseos por mercancías totalmente prescindibles para llevar una vida digna, a través de la publicidad. Las narraciones construidas dentro de los anuncios publicitarios disfrazan los efectos que el consumismo tiene sobre los cuerpos y sobre el medio ambiente. Por ejemplo, la publicidad oculta los efectos terribles de los refrescos y las bebidas azucaradas sobre el cuerpo humano, a la vez que disfraza la extracción de agua potable necesaria para su fabricación, que deja sin este líquido a poblaciones enteras. De este modo, se romantiza la explotación de los mantos acuíferos y las enfermedades que provocan estas bebidas, narrándolas incluso como lo contrario de lo que realmente son; en una operación perversa, han sido nombrados como su contrario: “la chispa de la vida”. Una vez inoculadas estas historias y operando sobre nuestros deseos, la preferencia por estos productos parece ser consecuencia de una elección individual y, por lo tanto, el consumo de éstos se disfraza como el resultado de haber ejercido nuestra voluntad en libre elección, esa libertad individual de la que tanto se habla dentro del sistema capitalista. La idea que sostiene que elegimos los productos del capitalismo por voluntad propia oculta que nuestra supuesta libertad fue previamente confinada a un universo pequeño y delimitado por férreas rejas de relatos en cárceles narrativas. La publicidad es al consumismo capitalista lo que el amor romántico es al patriarcado.Resulta extraño entonces que, en este contexto, muchas personas adviertan del peligro de romantizar a los pueblos indígenas. Cada vez que escucho este llamado, pienso que, más bien, la necesidad urgente es la de desarticular las romantizaciones de los grandes sistemas de opresión. ¿Qué se esconde detrás del llamado a dejar de romantizar elementos relacionados con los pueblos indígenas? ¿A quién se hace este llamado? Si la romantización de las formas de vida y de organización de los pueblos indígenas fuera hegemónica, seguramente la tendríamos tan naturalizada que no llamaríamos a desarticularla; esa romantización de los pueblos indígenas hubiera conquistado nuestros deseos y en el mundo de nuestras elecciones optaríamos sin chistar por modos de vida y de conducta que vinieran de la tradición de los miles de pueblos indígenas en el mundo. Pero no es así. La romantización de los pueblos indígenas oculta una operación previa: haber aplicado el mito del buen salvaje a la categoría indígena, una operación racista que nos narra como buenos por naturaleza, como entes incapaces de ejercer maldad, de ser humanidad también con las complejidades que ello implica. La advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas va dirigida claramente a quienes tienen el acercamiento racista desde el lente del buen salvaje; para quienes formamos parte de los pueblos indígenas esta advertencia no tiene sentido porque vivimos nuestros propias complejidades y contradicciones como todas las culturas y pueblos del mundo. Por otro lado, el llamado a no romantizar a los pueblos indígenas carga sobre ellos la posibilidad de defraudar las expectativas creadas desde el exterior: “no nos romanticen, no vaya a ser que les decepcionemos”. Esta carga y la advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas me parece injusta porque desplaza la responsabilidad de quienes romantizan desde su racismo disfrazado de buena intención y la traslada a la categoría indígena. Más que advertir sobre la romantización de los pueblos indígenas habría que advertir sobre el racismo previo que sucede a esa romantización. Decir más bien “no hagan lecturas racistas” en lugar de decir “no romanticen”. Los pueblos indígenas resistimos a los sistemas de opresión pero no somos inmunes a ellos, esta resistencia es suficiente carga como para asumir la responsabilidad de ser totalmente impolutos y así no decepcionar a quienes nos han romantizado.Detrás de la advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas viene una avalancha desmitificadora que evidencia los prejuicios previos: que resulta que en los pueblos indígenas también sufren los efectos de los sistemas de opresión, que también se ha inoculado los deseos del capitalismo, que también se reproducen asimetrías sociales. ¿Pues cuáles eran sus ideas previas? La advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas me parece que, en muchas ocasiones, solo protege del desencanto a quienes previamente han creado sus ideas desde el mito del buen salvaje; quienes pertenecemos a los pueblos indígenas sabemos que los frentes de lucha son múltiples y entre esos frentes están los internos. Cada vez que se hace esta advertencia, pienso en otras que, de tan hegemónicas, no son cuestionadas como romantizaciones: la de los grandes sistemas de opresión. Esa advertencia es la que me parece inmensamente más urgente.

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El mito romántico del “indígena” se construyó sobre el del “buen salvaje”, el cual niega la posibilidad del mal, de la opresión y, en general, de la complejidad en el otro. El capitalismo y el patriarcado también precisan de narrativas que romantizan sus peores aspectos. Sin embargo, no se deben equiparar estas advertencias con el llamado a no romantizar a los pueblos indígenas.

Los sistemas de opresión necesitan crear la ilusión de que son medianamente soportables, necesitan de un universo narrativo que los justifique. Los sistemas de opresión echan mano de historias que disfracen sus terrores y minimicen sus efectos, necesitan narrativas que, de tan potentes, los muestre incluso como deseables e imprescindibles. La creación de ese mundo de historias es un elemento fundamental para el sostenimiento de los sistemas de opresión. Para el patriarcado, por ejemplo, la construcción del amor romántico como eje narrativo es un mecanismo que sostiene la opresión, que la naturaliza y esconde sus rigores. Sin las historias que romantizan los sistemas de opresión, éstos se develan desnudos y se arriesgan a que alguien señale que el traje del emperador es solo una ficción que los muestre decadentes y revele su verdadera naturaleza. Romantizar la opresión implica revestirla, implica idealizar un pequeño elemento positivo que servirá de caballo de Troya en el mundo de nuestros deseos, de modo que sus terribles efectos, que inevitablemente llegarán, sean narrados después como consecuencias de nuestras propias elecciones. Romantizar implica, en casos extremos, disfrazar la opresión con el ropaje del deseo, la inocula como elección personal por medio de un complejo entramado de relatos que nos son recreados una y otra vez.

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Los terribles efectos del consumismo desmedido, tan necesario para el crecimiento económico dentro del capitalismo, están envueltos en la creación constante de los deseos por mercancías totalmente prescindibles para llevar una vida digna, a través de la publicidad. Las narraciones construidas dentro de los anuncios publicitarios disfrazan los efectos que el consumismo tiene sobre los cuerpos y sobre el medio ambiente. Por ejemplo, la publicidad oculta los efectos terribles de los refrescos y las bebidas azucaradas sobre el cuerpo humano, a la vez que disfraza la extracción de agua potable necesaria para su fabricación, que deja sin este líquido a poblaciones enteras. De este modo, se romantiza la explotación de los mantos acuíferos y las enfermedades que provocan estas bebidas, narrándolas incluso como lo contrario de lo que realmente son; en una operación perversa, han sido nombrados como su contrario: “la chispa de la vida”. Una vez inoculadas estas historias y operando sobre nuestros deseos, la preferencia por estos productos parece ser consecuencia de una elección individual y, por lo tanto, el consumo de éstos se disfraza como el resultado de haber ejercido nuestra voluntad en libre elección, esa libertad individual de la que tanto se habla dentro del sistema capitalista. La idea que sostiene que elegimos los productos del capitalismo por voluntad propia oculta que nuestra supuesta libertad fue previamente confinada a un universo pequeño y delimitado por férreas rejas de relatos en cárceles narrativas. La publicidad es al consumismo capitalista lo que el amor romántico es al patriarcado.Resulta extraño entonces que, en este contexto, muchas personas adviertan del peligro de romantizar a los pueblos indígenas. Cada vez que escucho este llamado, pienso que, más bien, la necesidad urgente es la de desarticular las romantizaciones de los grandes sistemas de opresión. ¿Qué se esconde detrás del llamado a dejar de romantizar elementos relacionados con los pueblos indígenas? ¿A quién se hace este llamado? Si la romantización de las formas de vida y de organización de los pueblos indígenas fuera hegemónica, seguramente la tendríamos tan naturalizada que no llamaríamos a desarticularla; esa romantización de los pueblos indígenas hubiera conquistado nuestros deseos y en el mundo de nuestras elecciones optaríamos sin chistar por modos de vida y de conducta que vinieran de la tradición de los miles de pueblos indígenas en el mundo. Pero no es así. La romantización de los pueblos indígenas oculta una operación previa: haber aplicado el mito del buen salvaje a la categoría indígena, una operación racista que nos narra como buenos por naturaleza, como entes incapaces de ejercer maldad, de ser humanidad también con las complejidades que ello implica. La advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas va dirigida claramente a quienes tienen el acercamiento racista desde el lente del buen salvaje; para quienes formamos parte de los pueblos indígenas esta advertencia no tiene sentido porque vivimos nuestros propias complejidades y contradicciones como todas las culturas y pueblos del mundo. Por otro lado, el llamado a no romantizar a los pueblos indígenas carga sobre ellos la posibilidad de defraudar las expectativas creadas desde el exterior: “no nos romanticen, no vaya a ser que les decepcionemos”. Esta carga y la advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas me parece injusta porque desplaza la responsabilidad de quienes romantizan desde su racismo disfrazado de buena intención y la traslada a la categoría indígena. Más que advertir sobre la romantización de los pueblos indígenas habría que advertir sobre el racismo previo que sucede a esa romantización. Decir más bien “no hagan lecturas racistas” en lugar de decir “no romanticen”. Los pueblos indígenas resistimos a los sistemas de opresión pero no somos inmunes a ellos, esta resistencia es suficiente carga como para asumir la responsabilidad de ser totalmente impolutos y así no decepcionar a quienes nos han romantizado.Detrás de la advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas viene una avalancha desmitificadora que evidencia los prejuicios previos: que resulta que en los pueblos indígenas también sufren los efectos de los sistemas de opresión, que también se ha inoculado los deseos del capitalismo, que también se reproducen asimetrías sociales. ¿Pues cuáles eran sus ideas previas? La advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas me parece que, en muchas ocasiones, solo protege del desencanto a quienes previamente han creado sus ideas desde el mito del buen salvaje; quienes pertenecemos a los pueblos indígenas sabemos que los frentes de lucha son múltiples y entre esos frentes están los internos. Cada vez que se hace esta advertencia, pienso en otras que, de tan hegemónicas, no son cuestionadas como romantizaciones: la de los grandes sistemas de opresión. Esa advertencia es la que me parece inmensamente más urgente.

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El mito romántico del “indígena” se construyó sobre el del “buen salvaje”, el cual niega la posibilidad del mal, de la opresión y, en general, de la complejidad en el otro. El capitalismo y el patriarcado también precisan de narrativas que romantizan sus peores aspectos. Sin embargo, no se deben equiparar estas advertencias con el llamado a no romantizar a los pueblos indígenas.

Los sistemas de opresión necesitan crear la ilusión de que son medianamente soportables, necesitan de un universo narrativo que los justifique. Los sistemas de opresión echan mano de historias que disfracen sus terrores y minimicen sus efectos, necesitan narrativas que, de tan potentes, los muestre incluso como deseables e imprescindibles. La creación de ese mundo de historias es un elemento fundamental para el sostenimiento de los sistemas de opresión. Para el patriarcado, por ejemplo, la construcción del amor romántico como eje narrativo es un mecanismo que sostiene la opresión, que la naturaliza y esconde sus rigores. Sin las historias que romantizan los sistemas de opresión, éstos se develan desnudos y se arriesgan a que alguien señale que el traje del emperador es solo una ficción que los muestre decadentes y revele su verdadera naturaleza. Romantizar la opresión implica revestirla, implica idealizar un pequeño elemento positivo que servirá de caballo de Troya en el mundo de nuestros deseos, de modo que sus terribles efectos, que inevitablemente llegarán, sean narrados después como consecuencias de nuestras propias elecciones. Romantizar implica, en casos extremos, disfrazar la opresión con el ropaje del deseo, la inocula como elección personal por medio de un complejo entramado de relatos que nos son recreados una y otra vez.

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Los terribles efectos del consumismo desmedido, tan necesario para el crecimiento económico dentro del capitalismo, están envueltos en la creación constante de los deseos por mercancías totalmente prescindibles para llevar una vida digna, a través de la publicidad. Las narraciones construidas dentro de los anuncios publicitarios disfrazan los efectos que el consumismo tiene sobre los cuerpos y sobre el medio ambiente. Por ejemplo, la publicidad oculta los efectos terribles de los refrescos y las bebidas azucaradas sobre el cuerpo humano, a la vez que disfraza la extracción de agua potable necesaria para su fabricación, que deja sin este líquido a poblaciones enteras. De este modo, se romantiza la explotación de los mantos acuíferos y las enfermedades que provocan estas bebidas, narrándolas incluso como lo contrario de lo que realmente son; en una operación perversa, han sido nombrados como su contrario: “la chispa de la vida”. Una vez inoculadas estas historias y operando sobre nuestros deseos, la preferencia por estos productos parece ser consecuencia de una elección individual y, por lo tanto, el consumo de éstos se disfraza como el resultado de haber ejercido nuestra voluntad en libre elección, esa libertad individual de la que tanto se habla dentro del sistema capitalista. La idea que sostiene que elegimos los productos del capitalismo por voluntad propia oculta que nuestra supuesta libertad fue previamente confinada a un universo pequeño y delimitado por férreas rejas de relatos en cárceles narrativas. La publicidad es al consumismo capitalista lo que el amor romántico es al patriarcado.Resulta extraño entonces que, en este contexto, muchas personas adviertan del peligro de romantizar a los pueblos indígenas. Cada vez que escucho este llamado, pienso que, más bien, la necesidad urgente es la de desarticular las romantizaciones de los grandes sistemas de opresión. ¿Qué se esconde detrás del llamado a dejar de romantizar elementos relacionados con los pueblos indígenas? ¿A quién se hace este llamado? Si la romantización de las formas de vida y de organización de los pueblos indígenas fuera hegemónica, seguramente la tendríamos tan naturalizada que no llamaríamos a desarticularla; esa romantización de los pueblos indígenas hubiera conquistado nuestros deseos y en el mundo de nuestras elecciones optaríamos sin chistar por modos de vida y de conducta que vinieran de la tradición de los miles de pueblos indígenas en el mundo. Pero no es así. La romantización de los pueblos indígenas oculta una operación previa: haber aplicado el mito del buen salvaje a la categoría indígena, una operación racista que nos narra como buenos por naturaleza, como entes incapaces de ejercer maldad, de ser humanidad también con las complejidades que ello implica. La advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas va dirigida claramente a quienes tienen el acercamiento racista desde el lente del buen salvaje; para quienes formamos parte de los pueblos indígenas esta advertencia no tiene sentido porque vivimos nuestros propias complejidades y contradicciones como todas las culturas y pueblos del mundo. Por otro lado, el llamado a no romantizar a los pueblos indígenas carga sobre ellos la posibilidad de defraudar las expectativas creadas desde el exterior: “no nos romanticen, no vaya a ser que les decepcionemos”. Esta carga y la advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas me parece injusta porque desplaza la responsabilidad de quienes romantizan desde su racismo disfrazado de buena intención y la traslada a la categoría indígena. Más que advertir sobre la romantización de los pueblos indígenas habría que advertir sobre el racismo previo que sucede a esa romantización. Decir más bien “no hagan lecturas racistas” en lugar de decir “no romanticen”. Los pueblos indígenas resistimos a los sistemas de opresión pero no somos inmunes a ellos, esta resistencia es suficiente carga como para asumir la responsabilidad de ser totalmente impolutos y así no decepcionar a quienes nos han romantizado.Detrás de la advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas viene una avalancha desmitificadora que evidencia los prejuicios previos: que resulta que en los pueblos indígenas también sufren los efectos de los sistemas de opresión, que también se ha inoculado los deseos del capitalismo, que también se reproducen asimetrías sociales. ¿Pues cuáles eran sus ideas previas? La advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas me parece que, en muchas ocasiones, solo protege del desencanto a quienes previamente han creado sus ideas desde el mito del buen salvaje; quienes pertenecemos a los pueblos indígenas sabemos que los frentes de lucha son múltiples y entre esos frentes están los internos. Cada vez que se hace esta advertencia, pienso en otras que, de tan hegemónicas, no son cuestionadas como romantizaciones: la de los grandes sistemas de opresión. Esa advertencia es la que me parece inmensamente más urgente.

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Los sistemas de opresión necesitan crear la ilusión de que son medianamente soportables, necesitan de un universo narrativo que los justifique. Los sistemas de opresión echan mano de historias que disfracen sus terrores y minimicen sus efectos, necesitan narrativas que, de tan potentes, los muestre incluso como deseables e imprescindibles. La creación de ese mundo de historias es un elemento fundamental para el sostenimiento de los sistemas de opresión. Para el patriarcado, por ejemplo, la construcción del amor romántico como eje narrativo es un mecanismo que sostiene la opresión, que la naturaliza y esconde sus rigores. Sin las historias que romantizan los sistemas de opresión, éstos se develan desnudos y se arriesgan a que alguien señale que el traje del emperador es solo una ficción que los muestre decadentes y revele su verdadera naturaleza. Romantizar la opresión implica revestirla, implica idealizar un pequeño elemento positivo que servirá de caballo de Troya en el mundo de nuestros deseos, de modo que sus terribles efectos, que inevitablemente llegarán, sean narrados después como consecuencias de nuestras propias elecciones. Romantizar implica, en casos extremos, disfrazar la opresión con el ropaje del deseo, la inocula como elección personal por medio de un complejo entramado de relatos que nos son recreados una y otra vez.

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Los terribles efectos del consumismo desmedido, tan necesario para el crecimiento económico dentro del capitalismo, están envueltos en la creación constante de los deseos por mercancías totalmente prescindibles para llevar una vida digna, a través de la publicidad. Las narraciones construidas dentro de los anuncios publicitarios disfrazan los efectos que el consumismo tiene sobre los cuerpos y sobre el medio ambiente. Por ejemplo, la publicidad oculta los efectos terribles de los refrescos y las bebidas azucaradas sobre el cuerpo humano, a la vez que disfraza la extracción de agua potable necesaria para su fabricación, que deja sin este líquido a poblaciones enteras. De este modo, se romantiza la explotación de los mantos acuíferos y las enfermedades que provocan estas bebidas, narrándolas incluso como lo contrario de lo que realmente son; en una operación perversa, han sido nombrados como su contrario: “la chispa de la vida”. Una vez inoculadas estas historias y operando sobre nuestros deseos, la preferencia por estos productos parece ser consecuencia de una elección individual y, por lo tanto, el consumo de éstos se disfraza como el resultado de haber ejercido nuestra voluntad en libre elección, esa libertad individual de la que tanto se habla dentro del sistema capitalista. La idea que sostiene que elegimos los productos del capitalismo por voluntad propia oculta que nuestra supuesta libertad fue previamente confinada a un universo pequeño y delimitado por férreas rejas de relatos en cárceles narrativas. La publicidad es al consumismo capitalista lo que el amor romántico es al patriarcado.Resulta extraño entonces que, en este contexto, muchas personas adviertan del peligro de romantizar a los pueblos indígenas. Cada vez que escucho este llamado, pienso que, más bien, la necesidad urgente es la de desarticular las romantizaciones de los grandes sistemas de opresión. ¿Qué se esconde detrás del llamado a dejar de romantizar elementos relacionados con los pueblos indígenas? ¿A quién se hace este llamado? Si la romantización de las formas de vida y de organización de los pueblos indígenas fuera hegemónica, seguramente la tendríamos tan naturalizada que no llamaríamos a desarticularla; esa romantización de los pueblos indígenas hubiera conquistado nuestros deseos y en el mundo de nuestras elecciones optaríamos sin chistar por modos de vida y de conducta que vinieran de la tradición de los miles de pueblos indígenas en el mundo. Pero no es así. La romantización de los pueblos indígenas oculta una operación previa: haber aplicado el mito del buen salvaje a la categoría indígena, una operación racista que nos narra como buenos por naturaleza, como entes incapaces de ejercer maldad, de ser humanidad también con las complejidades que ello implica. La advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas va dirigida claramente a quienes tienen el acercamiento racista desde el lente del buen salvaje; para quienes formamos parte de los pueblos indígenas esta advertencia no tiene sentido porque vivimos nuestros propias complejidades y contradicciones como todas las culturas y pueblos del mundo. Por otro lado, el llamado a no romantizar a los pueblos indígenas carga sobre ellos la posibilidad de defraudar las expectativas creadas desde el exterior: “no nos romanticen, no vaya a ser que les decepcionemos”. Esta carga y la advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas me parece injusta porque desplaza la responsabilidad de quienes romantizan desde su racismo disfrazado de buena intención y la traslada a la categoría indígena. Más que advertir sobre la romantización de los pueblos indígenas habría que advertir sobre el racismo previo que sucede a esa romantización. Decir más bien “no hagan lecturas racistas” en lugar de decir “no romanticen”. Los pueblos indígenas resistimos a los sistemas de opresión pero no somos inmunes a ellos, esta resistencia es suficiente carga como para asumir la responsabilidad de ser totalmente impolutos y así no decepcionar a quienes nos han romantizado.Detrás de la advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas viene una avalancha desmitificadora que evidencia los prejuicios previos: que resulta que en los pueblos indígenas también sufren los efectos de los sistemas de opresión, que también se ha inoculado los deseos del capitalismo, que también se reproducen asimetrías sociales. ¿Pues cuáles eran sus ideas previas? La advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas me parece que, en muchas ocasiones, solo protege del desencanto a quienes previamente han creado sus ideas desde el mito del buen salvaje; quienes pertenecemos a los pueblos indígenas sabemos que los frentes de lucha son múltiples y entre esos frentes están los internos. Cada vez que se hace esta advertencia, pienso en otras que, de tan hegemónicas, no son cuestionadas como romantizaciones: la de los grandes sistemas de opresión. Esa advertencia es la que me parece inmensamente más urgente.

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Los sistemas de opresión necesitan crear la ilusión de que son medianamente soportables, necesitan de un universo narrativo que los justifique. Los sistemas de opresión echan mano de historias que disfracen sus terrores y minimicen sus efectos, necesitan narrativas que, de tan potentes, los muestre incluso como deseables e imprescindibles. La creación de ese mundo de historias es un elemento fundamental para el sostenimiento de los sistemas de opresión. Para el patriarcado, por ejemplo, la construcción del amor romántico como eje narrativo es un mecanismo que sostiene la opresión, que la naturaliza y esconde sus rigores. Sin las historias que romantizan los sistemas de opresión, éstos se develan desnudos y se arriesgan a que alguien señale que el traje del emperador es solo una ficción que los muestre decadentes y revele su verdadera naturaleza. Romantizar la opresión implica revestirla, implica idealizar un pequeño elemento positivo que servirá de caballo de Troya en el mundo de nuestros deseos, de modo que sus terribles efectos, que inevitablemente llegarán, sean narrados después como consecuencias de nuestras propias elecciones. Romantizar implica, en casos extremos, disfrazar la opresión con el ropaje del deseo, la inocula como elección personal por medio de un complejo entramado de relatos que nos son recreados una y otra vez.

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Los terribles efectos del consumismo desmedido, tan necesario para el crecimiento económico dentro del capitalismo, están envueltos en la creación constante de los deseos por mercancías totalmente prescindibles para llevar una vida digna, a través de la publicidad. Las narraciones construidas dentro de los anuncios publicitarios disfrazan los efectos que el consumismo tiene sobre los cuerpos y sobre el medio ambiente. Por ejemplo, la publicidad oculta los efectos terribles de los refrescos y las bebidas azucaradas sobre el cuerpo humano, a la vez que disfraza la extracción de agua potable necesaria para su fabricación, que deja sin este líquido a poblaciones enteras. De este modo, se romantiza la explotación de los mantos acuíferos y las enfermedades que provocan estas bebidas, narrándolas incluso como lo contrario de lo que realmente son; en una operación perversa, han sido nombrados como su contrario: “la chispa de la vida”. Una vez inoculadas estas historias y operando sobre nuestros deseos, la preferencia por estos productos parece ser consecuencia de una elección individual y, por lo tanto, el consumo de éstos se disfraza como el resultado de haber ejercido nuestra voluntad en libre elección, esa libertad individual de la que tanto se habla dentro del sistema capitalista. La idea que sostiene que elegimos los productos del capitalismo por voluntad propia oculta que nuestra supuesta libertad fue previamente confinada a un universo pequeño y delimitado por férreas rejas de relatos en cárceles narrativas. La publicidad es al consumismo capitalista lo que el amor romántico es al patriarcado.Resulta extraño entonces que, en este contexto, muchas personas adviertan del peligro de romantizar a los pueblos indígenas. Cada vez que escucho este llamado, pienso que, más bien, la necesidad urgente es la de desarticular las romantizaciones de los grandes sistemas de opresión. ¿Qué se esconde detrás del llamado a dejar de romantizar elementos relacionados con los pueblos indígenas? ¿A quién se hace este llamado? Si la romantización de las formas de vida y de organización de los pueblos indígenas fuera hegemónica, seguramente la tendríamos tan naturalizada que no llamaríamos a desarticularla; esa romantización de los pueblos indígenas hubiera conquistado nuestros deseos y en el mundo de nuestras elecciones optaríamos sin chistar por modos de vida y de conducta que vinieran de la tradición de los miles de pueblos indígenas en el mundo. Pero no es así. La romantización de los pueblos indígenas oculta una operación previa: haber aplicado el mito del buen salvaje a la categoría indígena, una operación racista que nos narra como buenos por naturaleza, como entes incapaces de ejercer maldad, de ser humanidad también con las complejidades que ello implica. La advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas va dirigida claramente a quienes tienen el acercamiento racista desde el lente del buen salvaje; para quienes formamos parte de los pueblos indígenas esta advertencia no tiene sentido porque vivimos nuestros propias complejidades y contradicciones como todas las culturas y pueblos del mundo. Por otro lado, el llamado a no romantizar a los pueblos indígenas carga sobre ellos la posibilidad de defraudar las expectativas creadas desde el exterior: “no nos romanticen, no vaya a ser que les decepcionemos”. Esta carga y la advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas me parece injusta porque desplaza la responsabilidad de quienes romantizan desde su racismo disfrazado de buena intención y la traslada a la categoría indígena. Más que advertir sobre la romantización de los pueblos indígenas habría que advertir sobre el racismo previo que sucede a esa romantización. Decir más bien “no hagan lecturas racistas” en lugar de decir “no romanticen”. Los pueblos indígenas resistimos a los sistemas de opresión pero no somos inmunes a ellos, esta resistencia es suficiente carga como para asumir la responsabilidad de ser totalmente impolutos y así no decepcionar a quienes nos han romantizado.Detrás de la advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas viene una avalancha desmitificadora que evidencia los prejuicios previos: que resulta que en los pueblos indígenas también sufren los efectos de los sistemas de opresión, que también se ha inoculado los deseos del capitalismo, que también se reproducen asimetrías sociales. ¿Pues cuáles eran sus ideas previas? La advertencia de no romantizar a los pueblos indígenas me parece que, en muchas ocasiones, solo protege del desencanto a quienes previamente han creado sus ideas desde el mito del buen salvaje; quienes pertenecemos a los pueblos indígenas sabemos que los frentes de lucha son múltiples y entre esos frentes están los internos. Cada vez que se hace esta advertencia, pienso en otras que, de tan hegemónicas, no son cuestionadas como romantizaciones: la de los grandes sistemas de opresión. Esa advertencia es la que me parece inmensamente más urgente.

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