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Ilustración de Fernanda Jiménez.
Si la reforma electoral se aprueba como está redactada, reducirá el mínimo de candidaturas que los partidos deben destinar para las personas indígenas, migrantes, afromexicanas, LGBTI y con discapacidad. Además, el Plan B limita en mucho la capacidad del INE para evitar que haya candidatos que han cometido violencia de género, y discrimina a los jóvenes, que no tendrán prioridad para ser parte de las mesas que instalan las casillas.
Ante la reactivación, el primero de febrero, del proceso legislativo en torno al llamado “Plan B”, vale la pena preguntarse cuáles serían las consecuencias concretas de los cambios propuestos. En otras palabras, más allá de las afirmaciones abstractas sobre “la democracia”, ¿qué pasaría para la persona de a pie si se aprueba la iniciativa de Morena respecto al INE?, ¿cómo afectaría la reforma el panorama de los derechos políticos y electorales? A continuación destaco cómo, de aprobarse la reforma en sus términos actuales, se exacerbarían de manera preocupante las desigualdades en estos ámbitos. En particular, se afectarían los derechos de diversos grupos históricamente relegados de la arena pública, como las mujeres y las juventudes, además de las personas LGBTI, con discapacidad, indígenas, afromexicanas y migrantes.
Primer retroceso: menos posibilidades para acceder a puestos públicos
La manifestación más clara de que el Plan B aumentaría las desigualdades es que disminuiría la probabilidad de acceder a candidaturas para las personas jóvenes, indígenas, afromexicanas, LGBTI, migrantes o con discapacidad. Esto sería el resultado directo de la reducción de las acciones afirmativas. La propuesta legislativa es que los partidos reserven mínimo 25 candidaturas a diputaciones (del total de 500) para la gente joven, afromexicana, indígena, con discapacidad, LGBTI y residente en el extranjero. A pesar de parecer progresista, esta medida implicaría graves pérdidas, pues el INE ha impulsado que el mínimo de candidaturas para estos grupos hoy sea mayor. Por ejemplo, en las elecciones de 2021, el INE obligó a que cada partido o coalición destinara al menos 30 postulaciones para diputaciones a personas indígenas, otras ocho a personas con discapacidad, cinco a migrantes y residentes en el extranjero, cuatro a personas afromexicanas y tres a integrantes de la comunidad LGBTI —un total mínimo de cincuenta candidaturas (es decir, el doble de lo que exige la reforma).
Además, el INE usualmente establece reglas claras para que los partidos asignen este tipo de postulaciones: identifica los distritos electorales con al menos 40% de población indígena para que ahí se cumpla la cuota por mayoría relativa o señala en qué lugares de las listas de representación proporcional se debe ubicar a las fórmulas de quienes pertenecen a estas minorías (por ejemplo, en 2021 fue en los primeros diez lugares de las listas). El Plan B actual no solo reduce el número mínimo de candidaturas: tampoco establece cuántas corresponden a cada grupo discriminado ni define con precisión cómo se debe asignar cada una por separado, más allá de referir que se pueden aplicar en cualquier distrito electoral (en los casos de mayoría relativa) y en dos bloques ubicados en los primeros veinte lugares de las listas (en los casos de representación proporcional). Esto, en lugar de dar mayor certeza jurídica, sujeta a quienes pertenecen a un grupo discriminado a decisiones más discrecionales, tomadas por las cúpulas partidistas.
Segundo retroceso: menos capacidades para garantizar la igualdad
Otra grave propuesta que reforzaría la desigualdad político-electoral es la disminución de las posibilidades institucionales para impulsar la inclusión y prevenir o sancionar la exclusión y la violencia. Esto deriva de nuevas restricciones a las atribuciones institucionales, así como de la eliminación o reducción de áreas sustantivas en el INE y otros organismos electorales.
Un ejemplo emblemático es que la reforma reduciría bastante la posibilidad de limitar las candidaturas de quienes han violentado a mujeres. A la fecha, en algunos casos, ha sido posible declarar que una persona no acredita un “modo honesto de vivir” y negar su postulación por haber cometido violencia política de género. Sin embargo, con el Plan B ya no sería viable limitar las prerrogativas políticas de nadie a menos de que reciba expresamente una sanción penal —y no todas las formas de violencia política por razones de género están tipificadas penalmente, ni se sancionan siempre que son denunciadas—. Por otra parte, el Plan B también impediría condicionar las prerrogativas políticas a requisitos que no aparezcan explícitamente en la Constitución o en la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales. Esto impediría al INE solicitar (como hace hoy) que las personas aspirantes presenten su “3 de 3 contra la violencia”, un formato que se instauró por demanda feminista y que ayuda a restringir la postulación, por ejemplo, de quienes aparecen en los registros de deudores alimentarios o han ejercido violencia sexual, familiar o doméstica.
En cuanto al desmantelamiento de áreas sustantivas, la propuesta de reforma ni siquiera considera a la Unidad Técnica de Igualdad de Género y No Discriminación del INE, la cual se encarga de hacer transversal la inclusión al interior y al exterior del Instituto. Esto abre la puerta a su extinción. Dicho sea de paso, el Plan B también prevé que desaparezcan las unidades que atienden esta materia en los institutos electorales estatales, pues establece que estos organismos solo pueden tener dos áreas sustantivas (la de “Organización, Capacitación Electoral y Educación Cívica” y la de “Administración, Prerrogativas y Asuntos Jurídicos”).
Por si fuera poco, la reforma reduciría muchas otras áreas del INE que realizan acciones contra la desigualdad político-electoral. Por citar un caso, la Dirección Ejecutiva de Capacitación Electoral y Educación Cívica hoy fondea proyectos ciudadanos para la participación política de las mujeres, organiza concursos y alianzas con medios comunitarios para promover los derechos electorales de jóvenes y de mujeres indígenas y afromexicanas, genera campañas masivas para prevenir la violencia política por razones de género, realiza periódicamente una Consulta Infantil y Juvenil y capacita al funcionariado de las casillas en protocolos para el voto de personas trans y de personas con discapacidad, entre muchas otras funciones. El Plan B obligaría a que esta Dirección se fusione con la Dirección Ejecutiva de Organización Electoral y además absorba las atribuciones de la Unidad Técnica de Vinculación con los Organismos Públicos Locales. Esto, por supuesto, acotaría sus posibilidades de acción, dadas las limitaciones de personal.
Tercer retroceso: Nuevas normas discriminatorias
Finalmente, el Plan B generaría reglas inéditas que muy probablemente tendrían efectos excluyentes. Una muestra: al decidir qué vecinas o vecinos se encargarán de cada casilla en las elecciones, la ley ahora obligaría sin justificación a privilegiar a quienes tengan mayor edad, lo cual indirectamente desfavorece a las personas jóvenes. Otra muestra: al desaparecer a la mayoría del personal del INE en los distritos electorales, se reduciría la capacidad para actualizar debidamente el registro de votantes y detectar las nuevas colonias que surjan con el tiempo. Esto impediría mantener vigente el padrón y hacer cambios a la ubicación de las casillas, dejando a muchos electores (posiblemente los más jóvenes y de zonas más marginadas) con menores posibilidades de votar.
Todos los retrocesos señalados se suman a una gran omisión en el proceso legislativo: la ausencia de consultas a la ciudadanía. Esto es grave porque diversos instrumentos internacionales establecen que, para definir leyes y políticas que afecten a las diversas poblaciones discriminadas, se les debe incluir en el proceso de decisión. “Nada sobre nosotros sin nosotros”, reza el lema histórico de la lucha de las personas con discapacidad. Lo mismo aplica para pueblos y comunidades indígenas y afrodescendientes, para las mujeres, para la gente LGBTI. No escuchar sus voces es vulnerar sus derechos humanos.
Por todo lo anterior, queda claro que el Plan B va más allá de conceptos, abstracciones y formalidades. En realidad, su contenido nos involucra a todas, todos y todes, porque trastoca las bases de la democracia y profundiza las desigualdades que por generaciones la ciudadanía ha buscado desmontar.
Si la reforma electoral se aprueba como está redactada, reducirá el mínimo de candidaturas que los partidos deben destinar para las personas indígenas, migrantes, afromexicanas, LGBTI y con discapacidad. Además, el Plan B limita en mucho la capacidad del INE para evitar que haya candidatos que han cometido violencia de género, y discrimina a los jóvenes, que no tendrán prioridad para ser parte de las mesas que instalan las casillas.
Ante la reactivación, el primero de febrero, del proceso legislativo en torno al llamado “Plan B”, vale la pena preguntarse cuáles serían las consecuencias concretas de los cambios propuestos. En otras palabras, más allá de las afirmaciones abstractas sobre “la democracia”, ¿qué pasaría para la persona de a pie si se aprueba la iniciativa de Morena respecto al INE?, ¿cómo afectaría la reforma el panorama de los derechos políticos y electorales? A continuación destaco cómo, de aprobarse la reforma en sus términos actuales, se exacerbarían de manera preocupante las desigualdades en estos ámbitos. En particular, se afectarían los derechos de diversos grupos históricamente relegados de la arena pública, como las mujeres y las juventudes, además de las personas LGBTI, con discapacidad, indígenas, afromexicanas y migrantes.
Primer retroceso: menos posibilidades para acceder a puestos públicos
La manifestación más clara de que el Plan B aumentaría las desigualdades es que disminuiría la probabilidad de acceder a candidaturas para las personas jóvenes, indígenas, afromexicanas, LGBTI, migrantes o con discapacidad. Esto sería el resultado directo de la reducción de las acciones afirmativas. La propuesta legislativa es que los partidos reserven mínimo 25 candidaturas a diputaciones (del total de 500) para la gente joven, afromexicana, indígena, con discapacidad, LGBTI y residente en el extranjero. A pesar de parecer progresista, esta medida implicaría graves pérdidas, pues el INE ha impulsado que el mínimo de candidaturas para estos grupos hoy sea mayor. Por ejemplo, en las elecciones de 2021, el INE obligó a que cada partido o coalición destinara al menos 30 postulaciones para diputaciones a personas indígenas, otras ocho a personas con discapacidad, cinco a migrantes y residentes en el extranjero, cuatro a personas afromexicanas y tres a integrantes de la comunidad LGBTI —un total mínimo de cincuenta candidaturas (es decir, el doble de lo que exige la reforma).
Además, el INE usualmente establece reglas claras para que los partidos asignen este tipo de postulaciones: identifica los distritos electorales con al menos 40% de población indígena para que ahí se cumpla la cuota por mayoría relativa o señala en qué lugares de las listas de representación proporcional se debe ubicar a las fórmulas de quienes pertenecen a estas minorías (por ejemplo, en 2021 fue en los primeros diez lugares de las listas). El Plan B actual no solo reduce el número mínimo de candidaturas: tampoco establece cuántas corresponden a cada grupo discriminado ni define con precisión cómo se debe asignar cada una por separado, más allá de referir que se pueden aplicar en cualquier distrito electoral (en los casos de mayoría relativa) y en dos bloques ubicados en los primeros veinte lugares de las listas (en los casos de representación proporcional). Esto, en lugar de dar mayor certeza jurídica, sujeta a quienes pertenecen a un grupo discriminado a decisiones más discrecionales, tomadas por las cúpulas partidistas.
Segundo retroceso: menos capacidades para garantizar la igualdad
Otra grave propuesta que reforzaría la desigualdad político-electoral es la disminución de las posibilidades institucionales para impulsar la inclusión y prevenir o sancionar la exclusión y la violencia. Esto deriva de nuevas restricciones a las atribuciones institucionales, así como de la eliminación o reducción de áreas sustantivas en el INE y otros organismos electorales.
Un ejemplo emblemático es que la reforma reduciría bastante la posibilidad de limitar las candidaturas de quienes han violentado a mujeres. A la fecha, en algunos casos, ha sido posible declarar que una persona no acredita un “modo honesto de vivir” y negar su postulación por haber cometido violencia política de género. Sin embargo, con el Plan B ya no sería viable limitar las prerrogativas políticas de nadie a menos de que reciba expresamente una sanción penal —y no todas las formas de violencia política por razones de género están tipificadas penalmente, ni se sancionan siempre que son denunciadas—. Por otra parte, el Plan B también impediría condicionar las prerrogativas políticas a requisitos que no aparezcan explícitamente en la Constitución o en la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales. Esto impediría al INE solicitar (como hace hoy) que las personas aspirantes presenten su “3 de 3 contra la violencia”, un formato que se instauró por demanda feminista y que ayuda a restringir la postulación, por ejemplo, de quienes aparecen en los registros de deudores alimentarios o han ejercido violencia sexual, familiar o doméstica.
En cuanto al desmantelamiento de áreas sustantivas, la propuesta de reforma ni siquiera considera a la Unidad Técnica de Igualdad de Género y No Discriminación del INE, la cual se encarga de hacer transversal la inclusión al interior y al exterior del Instituto. Esto abre la puerta a su extinción. Dicho sea de paso, el Plan B también prevé que desaparezcan las unidades que atienden esta materia en los institutos electorales estatales, pues establece que estos organismos solo pueden tener dos áreas sustantivas (la de “Organización, Capacitación Electoral y Educación Cívica” y la de “Administración, Prerrogativas y Asuntos Jurídicos”).
Por si fuera poco, la reforma reduciría muchas otras áreas del INE que realizan acciones contra la desigualdad político-electoral. Por citar un caso, la Dirección Ejecutiva de Capacitación Electoral y Educación Cívica hoy fondea proyectos ciudadanos para la participación política de las mujeres, organiza concursos y alianzas con medios comunitarios para promover los derechos electorales de jóvenes y de mujeres indígenas y afromexicanas, genera campañas masivas para prevenir la violencia política por razones de género, realiza periódicamente una Consulta Infantil y Juvenil y capacita al funcionariado de las casillas en protocolos para el voto de personas trans y de personas con discapacidad, entre muchas otras funciones. El Plan B obligaría a que esta Dirección se fusione con la Dirección Ejecutiva de Organización Electoral y además absorba las atribuciones de la Unidad Técnica de Vinculación con los Organismos Públicos Locales. Esto, por supuesto, acotaría sus posibilidades de acción, dadas las limitaciones de personal.
Tercer retroceso: Nuevas normas discriminatorias
Finalmente, el Plan B generaría reglas inéditas que muy probablemente tendrían efectos excluyentes. Una muestra: al decidir qué vecinas o vecinos se encargarán de cada casilla en las elecciones, la ley ahora obligaría sin justificación a privilegiar a quienes tengan mayor edad, lo cual indirectamente desfavorece a las personas jóvenes. Otra muestra: al desaparecer a la mayoría del personal del INE en los distritos electorales, se reduciría la capacidad para actualizar debidamente el registro de votantes y detectar las nuevas colonias que surjan con el tiempo. Esto impediría mantener vigente el padrón y hacer cambios a la ubicación de las casillas, dejando a muchos electores (posiblemente los más jóvenes y de zonas más marginadas) con menores posibilidades de votar.
Todos los retrocesos señalados se suman a una gran omisión en el proceso legislativo: la ausencia de consultas a la ciudadanía. Esto es grave porque diversos instrumentos internacionales establecen que, para definir leyes y políticas que afecten a las diversas poblaciones discriminadas, se les debe incluir en el proceso de decisión. “Nada sobre nosotros sin nosotros”, reza el lema histórico de la lucha de las personas con discapacidad. Lo mismo aplica para pueblos y comunidades indígenas y afrodescendientes, para las mujeres, para la gente LGBTI. No escuchar sus voces es vulnerar sus derechos humanos.
Por todo lo anterior, queda claro que el Plan B va más allá de conceptos, abstracciones y formalidades. En realidad, su contenido nos involucra a todas, todos y todes, porque trastoca las bases de la democracia y profundiza las desigualdades que por generaciones la ciudadanía ha buscado desmontar.
Ilustración de Fernanda Jiménez.
Si la reforma electoral se aprueba como está redactada, reducirá el mínimo de candidaturas que los partidos deben destinar para las personas indígenas, migrantes, afromexicanas, LGBTI y con discapacidad. Además, el Plan B limita en mucho la capacidad del INE para evitar que haya candidatos que han cometido violencia de género, y discrimina a los jóvenes, que no tendrán prioridad para ser parte de las mesas que instalan las casillas.
Ante la reactivación, el primero de febrero, del proceso legislativo en torno al llamado “Plan B”, vale la pena preguntarse cuáles serían las consecuencias concretas de los cambios propuestos. En otras palabras, más allá de las afirmaciones abstractas sobre “la democracia”, ¿qué pasaría para la persona de a pie si se aprueba la iniciativa de Morena respecto al INE?, ¿cómo afectaría la reforma el panorama de los derechos políticos y electorales? A continuación destaco cómo, de aprobarse la reforma en sus términos actuales, se exacerbarían de manera preocupante las desigualdades en estos ámbitos. En particular, se afectarían los derechos de diversos grupos históricamente relegados de la arena pública, como las mujeres y las juventudes, además de las personas LGBTI, con discapacidad, indígenas, afromexicanas y migrantes.
Primer retroceso: menos posibilidades para acceder a puestos públicos
La manifestación más clara de que el Plan B aumentaría las desigualdades es que disminuiría la probabilidad de acceder a candidaturas para las personas jóvenes, indígenas, afromexicanas, LGBTI, migrantes o con discapacidad. Esto sería el resultado directo de la reducción de las acciones afirmativas. La propuesta legislativa es que los partidos reserven mínimo 25 candidaturas a diputaciones (del total de 500) para la gente joven, afromexicana, indígena, con discapacidad, LGBTI y residente en el extranjero. A pesar de parecer progresista, esta medida implicaría graves pérdidas, pues el INE ha impulsado que el mínimo de candidaturas para estos grupos hoy sea mayor. Por ejemplo, en las elecciones de 2021, el INE obligó a que cada partido o coalición destinara al menos 30 postulaciones para diputaciones a personas indígenas, otras ocho a personas con discapacidad, cinco a migrantes y residentes en el extranjero, cuatro a personas afromexicanas y tres a integrantes de la comunidad LGBTI —un total mínimo de cincuenta candidaturas (es decir, el doble de lo que exige la reforma).
Además, el INE usualmente establece reglas claras para que los partidos asignen este tipo de postulaciones: identifica los distritos electorales con al menos 40% de población indígena para que ahí se cumpla la cuota por mayoría relativa o señala en qué lugares de las listas de representación proporcional se debe ubicar a las fórmulas de quienes pertenecen a estas minorías (por ejemplo, en 2021 fue en los primeros diez lugares de las listas). El Plan B actual no solo reduce el número mínimo de candidaturas: tampoco establece cuántas corresponden a cada grupo discriminado ni define con precisión cómo se debe asignar cada una por separado, más allá de referir que se pueden aplicar en cualquier distrito electoral (en los casos de mayoría relativa) y en dos bloques ubicados en los primeros veinte lugares de las listas (en los casos de representación proporcional). Esto, en lugar de dar mayor certeza jurídica, sujeta a quienes pertenecen a un grupo discriminado a decisiones más discrecionales, tomadas por las cúpulas partidistas.
Segundo retroceso: menos capacidades para garantizar la igualdad
Otra grave propuesta que reforzaría la desigualdad político-electoral es la disminución de las posibilidades institucionales para impulsar la inclusión y prevenir o sancionar la exclusión y la violencia. Esto deriva de nuevas restricciones a las atribuciones institucionales, así como de la eliminación o reducción de áreas sustantivas en el INE y otros organismos electorales.
Un ejemplo emblemático es que la reforma reduciría bastante la posibilidad de limitar las candidaturas de quienes han violentado a mujeres. A la fecha, en algunos casos, ha sido posible declarar que una persona no acredita un “modo honesto de vivir” y negar su postulación por haber cometido violencia política de género. Sin embargo, con el Plan B ya no sería viable limitar las prerrogativas políticas de nadie a menos de que reciba expresamente una sanción penal —y no todas las formas de violencia política por razones de género están tipificadas penalmente, ni se sancionan siempre que son denunciadas—. Por otra parte, el Plan B también impediría condicionar las prerrogativas políticas a requisitos que no aparezcan explícitamente en la Constitución o en la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales. Esto impediría al INE solicitar (como hace hoy) que las personas aspirantes presenten su “3 de 3 contra la violencia”, un formato que se instauró por demanda feminista y que ayuda a restringir la postulación, por ejemplo, de quienes aparecen en los registros de deudores alimentarios o han ejercido violencia sexual, familiar o doméstica.
En cuanto al desmantelamiento de áreas sustantivas, la propuesta de reforma ni siquiera considera a la Unidad Técnica de Igualdad de Género y No Discriminación del INE, la cual se encarga de hacer transversal la inclusión al interior y al exterior del Instituto. Esto abre la puerta a su extinción. Dicho sea de paso, el Plan B también prevé que desaparezcan las unidades que atienden esta materia en los institutos electorales estatales, pues establece que estos organismos solo pueden tener dos áreas sustantivas (la de “Organización, Capacitación Electoral y Educación Cívica” y la de “Administración, Prerrogativas y Asuntos Jurídicos”).
Por si fuera poco, la reforma reduciría muchas otras áreas del INE que realizan acciones contra la desigualdad político-electoral. Por citar un caso, la Dirección Ejecutiva de Capacitación Electoral y Educación Cívica hoy fondea proyectos ciudadanos para la participación política de las mujeres, organiza concursos y alianzas con medios comunitarios para promover los derechos electorales de jóvenes y de mujeres indígenas y afromexicanas, genera campañas masivas para prevenir la violencia política por razones de género, realiza periódicamente una Consulta Infantil y Juvenil y capacita al funcionariado de las casillas en protocolos para el voto de personas trans y de personas con discapacidad, entre muchas otras funciones. El Plan B obligaría a que esta Dirección se fusione con la Dirección Ejecutiva de Organización Electoral y además absorba las atribuciones de la Unidad Técnica de Vinculación con los Organismos Públicos Locales. Esto, por supuesto, acotaría sus posibilidades de acción, dadas las limitaciones de personal.
Tercer retroceso: Nuevas normas discriminatorias
Finalmente, el Plan B generaría reglas inéditas que muy probablemente tendrían efectos excluyentes. Una muestra: al decidir qué vecinas o vecinos se encargarán de cada casilla en las elecciones, la ley ahora obligaría sin justificación a privilegiar a quienes tengan mayor edad, lo cual indirectamente desfavorece a las personas jóvenes. Otra muestra: al desaparecer a la mayoría del personal del INE en los distritos electorales, se reduciría la capacidad para actualizar debidamente el registro de votantes y detectar las nuevas colonias que surjan con el tiempo. Esto impediría mantener vigente el padrón y hacer cambios a la ubicación de las casillas, dejando a muchos electores (posiblemente los más jóvenes y de zonas más marginadas) con menores posibilidades de votar.
Todos los retrocesos señalados se suman a una gran omisión en el proceso legislativo: la ausencia de consultas a la ciudadanía. Esto es grave porque diversos instrumentos internacionales establecen que, para definir leyes y políticas que afecten a las diversas poblaciones discriminadas, se les debe incluir en el proceso de decisión. “Nada sobre nosotros sin nosotros”, reza el lema histórico de la lucha de las personas con discapacidad. Lo mismo aplica para pueblos y comunidades indígenas y afrodescendientes, para las mujeres, para la gente LGBTI. No escuchar sus voces es vulnerar sus derechos humanos.
Por todo lo anterior, queda claro que el Plan B va más allá de conceptos, abstracciones y formalidades. En realidad, su contenido nos involucra a todas, todos y todes, porque trastoca las bases de la democracia y profundiza las desigualdades que por generaciones la ciudadanía ha buscado desmontar.
Si la reforma electoral se aprueba como está redactada, reducirá el mínimo de candidaturas que los partidos deben destinar para las personas indígenas, migrantes, afromexicanas, LGBTI y con discapacidad. Además, el Plan B limita en mucho la capacidad del INE para evitar que haya candidatos que han cometido violencia de género, y discrimina a los jóvenes, que no tendrán prioridad para ser parte de las mesas que instalan las casillas.
Ante la reactivación, el primero de febrero, del proceso legislativo en torno al llamado “Plan B”, vale la pena preguntarse cuáles serían las consecuencias concretas de los cambios propuestos. En otras palabras, más allá de las afirmaciones abstractas sobre “la democracia”, ¿qué pasaría para la persona de a pie si se aprueba la iniciativa de Morena respecto al INE?, ¿cómo afectaría la reforma el panorama de los derechos políticos y electorales? A continuación destaco cómo, de aprobarse la reforma en sus términos actuales, se exacerbarían de manera preocupante las desigualdades en estos ámbitos. En particular, se afectarían los derechos de diversos grupos históricamente relegados de la arena pública, como las mujeres y las juventudes, además de las personas LGBTI, con discapacidad, indígenas, afromexicanas y migrantes.
Primer retroceso: menos posibilidades para acceder a puestos públicos
La manifestación más clara de que el Plan B aumentaría las desigualdades es que disminuiría la probabilidad de acceder a candidaturas para las personas jóvenes, indígenas, afromexicanas, LGBTI, migrantes o con discapacidad. Esto sería el resultado directo de la reducción de las acciones afirmativas. La propuesta legislativa es que los partidos reserven mínimo 25 candidaturas a diputaciones (del total de 500) para la gente joven, afromexicana, indígena, con discapacidad, LGBTI y residente en el extranjero. A pesar de parecer progresista, esta medida implicaría graves pérdidas, pues el INE ha impulsado que el mínimo de candidaturas para estos grupos hoy sea mayor. Por ejemplo, en las elecciones de 2021, el INE obligó a que cada partido o coalición destinara al menos 30 postulaciones para diputaciones a personas indígenas, otras ocho a personas con discapacidad, cinco a migrantes y residentes en el extranjero, cuatro a personas afromexicanas y tres a integrantes de la comunidad LGBTI —un total mínimo de cincuenta candidaturas (es decir, el doble de lo que exige la reforma).
Además, el INE usualmente establece reglas claras para que los partidos asignen este tipo de postulaciones: identifica los distritos electorales con al menos 40% de población indígena para que ahí se cumpla la cuota por mayoría relativa o señala en qué lugares de las listas de representación proporcional se debe ubicar a las fórmulas de quienes pertenecen a estas minorías (por ejemplo, en 2021 fue en los primeros diez lugares de las listas). El Plan B actual no solo reduce el número mínimo de candidaturas: tampoco establece cuántas corresponden a cada grupo discriminado ni define con precisión cómo se debe asignar cada una por separado, más allá de referir que se pueden aplicar en cualquier distrito electoral (en los casos de mayoría relativa) y en dos bloques ubicados en los primeros veinte lugares de las listas (en los casos de representación proporcional). Esto, en lugar de dar mayor certeza jurídica, sujeta a quienes pertenecen a un grupo discriminado a decisiones más discrecionales, tomadas por las cúpulas partidistas.
Segundo retroceso: menos capacidades para garantizar la igualdad
Otra grave propuesta que reforzaría la desigualdad político-electoral es la disminución de las posibilidades institucionales para impulsar la inclusión y prevenir o sancionar la exclusión y la violencia. Esto deriva de nuevas restricciones a las atribuciones institucionales, así como de la eliminación o reducción de áreas sustantivas en el INE y otros organismos electorales.
Un ejemplo emblemático es que la reforma reduciría bastante la posibilidad de limitar las candidaturas de quienes han violentado a mujeres. A la fecha, en algunos casos, ha sido posible declarar que una persona no acredita un “modo honesto de vivir” y negar su postulación por haber cometido violencia política de género. Sin embargo, con el Plan B ya no sería viable limitar las prerrogativas políticas de nadie a menos de que reciba expresamente una sanción penal —y no todas las formas de violencia política por razones de género están tipificadas penalmente, ni se sancionan siempre que son denunciadas—. Por otra parte, el Plan B también impediría condicionar las prerrogativas políticas a requisitos que no aparezcan explícitamente en la Constitución o en la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales. Esto impediría al INE solicitar (como hace hoy) que las personas aspirantes presenten su “3 de 3 contra la violencia”, un formato que se instauró por demanda feminista y que ayuda a restringir la postulación, por ejemplo, de quienes aparecen en los registros de deudores alimentarios o han ejercido violencia sexual, familiar o doméstica.
En cuanto al desmantelamiento de áreas sustantivas, la propuesta de reforma ni siquiera considera a la Unidad Técnica de Igualdad de Género y No Discriminación del INE, la cual se encarga de hacer transversal la inclusión al interior y al exterior del Instituto. Esto abre la puerta a su extinción. Dicho sea de paso, el Plan B también prevé que desaparezcan las unidades que atienden esta materia en los institutos electorales estatales, pues establece que estos organismos solo pueden tener dos áreas sustantivas (la de “Organización, Capacitación Electoral y Educación Cívica” y la de “Administración, Prerrogativas y Asuntos Jurídicos”).
Por si fuera poco, la reforma reduciría muchas otras áreas del INE que realizan acciones contra la desigualdad político-electoral. Por citar un caso, la Dirección Ejecutiva de Capacitación Electoral y Educación Cívica hoy fondea proyectos ciudadanos para la participación política de las mujeres, organiza concursos y alianzas con medios comunitarios para promover los derechos electorales de jóvenes y de mujeres indígenas y afromexicanas, genera campañas masivas para prevenir la violencia política por razones de género, realiza periódicamente una Consulta Infantil y Juvenil y capacita al funcionariado de las casillas en protocolos para el voto de personas trans y de personas con discapacidad, entre muchas otras funciones. El Plan B obligaría a que esta Dirección se fusione con la Dirección Ejecutiva de Organización Electoral y además absorba las atribuciones de la Unidad Técnica de Vinculación con los Organismos Públicos Locales. Esto, por supuesto, acotaría sus posibilidades de acción, dadas las limitaciones de personal.
Tercer retroceso: Nuevas normas discriminatorias
Finalmente, el Plan B generaría reglas inéditas que muy probablemente tendrían efectos excluyentes. Una muestra: al decidir qué vecinas o vecinos se encargarán de cada casilla en las elecciones, la ley ahora obligaría sin justificación a privilegiar a quienes tengan mayor edad, lo cual indirectamente desfavorece a las personas jóvenes. Otra muestra: al desaparecer a la mayoría del personal del INE en los distritos electorales, se reduciría la capacidad para actualizar debidamente el registro de votantes y detectar las nuevas colonias que surjan con el tiempo. Esto impediría mantener vigente el padrón y hacer cambios a la ubicación de las casillas, dejando a muchos electores (posiblemente los más jóvenes y de zonas más marginadas) con menores posibilidades de votar.
Todos los retrocesos señalados se suman a una gran omisión en el proceso legislativo: la ausencia de consultas a la ciudadanía. Esto es grave porque diversos instrumentos internacionales establecen que, para definir leyes y políticas que afecten a las diversas poblaciones discriminadas, se les debe incluir en el proceso de decisión. “Nada sobre nosotros sin nosotros”, reza el lema histórico de la lucha de las personas con discapacidad. Lo mismo aplica para pueblos y comunidades indígenas y afrodescendientes, para las mujeres, para la gente LGBTI. No escuchar sus voces es vulnerar sus derechos humanos.
Por todo lo anterior, queda claro que el Plan B va más allá de conceptos, abstracciones y formalidades. En realidad, su contenido nos involucra a todas, todos y todes, porque trastoca las bases de la democracia y profundiza las desigualdades que por generaciones la ciudadanía ha buscado desmontar.
Ilustración de Fernanda Jiménez.
Si la reforma electoral se aprueba como está redactada, reducirá el mínimo de candidaturas que los partidos deben destinar para las personas indígenas, migrantes, afromexicanas, LGBTI y con discapacidad. Además, el Plan B limita en mucho la capacidad del INE para evitar que haya candidatos que han cometido violencia de género, y discrimina a los jóvenes, que no tendrán prioridad para ser parte de las mesas que instalan las casillas.
Ante la reactivación, el primero de febrero, del proceso legislativo en torno al llamado “Plan B”, vale la pena preguntarse cuáles serían las consecuencias concretas de los cambios propuestos. En otras palabras, más allá de las afirmaciones abstractas sobre “la democracia”, ¿qué pasaría para la persona de a pie si se aprueba la iniciativa de Morena respecto al INE?, ¿cómo afectaría la reforma el panorama de los derechos políticos y electorales? A continuación destaco cómo, de aprobarse la reforma en sus términos actuales, se exacerbarían de manera preocupante las desigualdades en estos ámbitos. En particular, se afectarían los derechos de diversos grupos históricamente relegados de la arena pública, como las mujeres y las juventudes, además de las personas LGBTI, con discapacidad, indígenas, afromexicanas y migrantes.
Primer retroceso: menos posibilidades para acceder a puestos públicos
La manifestación más clara de que el Plan B aumentaría las desigualdades es que disminuiría la probabilidad de acceder a candidaturas para las personas jóvenes, indígenas, afromexicanas, LGBTI, migrantes o con discapacidad. Esto sería el resultado directo de la reducción de las acciones afirmativas. La propuesta legislativa es que los partidos reserven mínimo 25 candidaturas a diputaciones (del total de 500) para la gente joven, afromexicana, indígena, con discapacidad, LGBTI y residente en el extranjero. A pesar de parecer progresista, esta medida implicaría graves pérdidas, pues el INE ha impulsado que el mínimo de candidaturas para estos grupos hoy sea mayor. Por ejemplo, en las elecciones de 2021, el INE obligó a que cada partido o coalición destinara al menos 30 postulaciones para diputaciones a personas indígenas, otras ocho a personas con discapacidad, cinco a migrantes y residentes en el extranjero, cuatro a personas afromexicanas y tres a integrantes de la comunidad LGBTI —un total mínimo de cincuenta candidaturas (es decir, el doble de lo que exige la reforma).
Además, el INE usualmente establece reglas claras para que los partidos asignen este tipo de postulaciones: identifica los distritos electorales con al menos 40% de población indígena para que ahí se cumpla la cuota por mayoría relativa o señala en qué lugares de las listas de representación proporcional se debe ubicar a las fórmulas de quienes pertenecen a estas minorías (por ejemplo, en 2021 fue en los primeros diez lugares de las listas). El Plan B actual no solo reduce el número mínimo de candidaturas: tampoco establece cuántas corresponden a cada grupo discriminado ni define con precisión cómo se debe asignar cada una por separado, más allá de referir que se pueden aplicar en cualquier distrito electoral (en los casos de mayoría relativa) y en dos bloques ubicados en los primeros veinte lugares de las listas (en los casos de representación proporcional). Esto, en lugar de dar mayor certeza jurídica, sujeta a quienes pertenecen a un grupo discriminado a decisiones más discrecionales, tomadas por las cúpulas partidistas.
Segundo retroceso: menos capacidades para garantizar la igualdad
Otra grave propuesta que reforzaría la desigualdad político-electoral es la disminución de las posibilidades institucionales para impulsar la inclusión y prevenir o sancionar la exclusión y la violencia. Esto deriva de nuevas restricciones a las atribuciones institucionales, así como de la eliminación o reducción de áreas sustantivas en el INE y otros organismos electorales.
Un ejemplo emblemático es que la reforma reduciría bastante la posibilidad de limitar las candidaturas de quienes han violentado a mujeres. A la fecha, en algunos casos, ha sido posible declarar que una persona no acredita un “modo honesto de vivir” y negar su postulación por haber cometido violencia política de género. Sin embargo, con el Plan B ya no sería viable limitar las prerrogativas políticas de nadie a menos de que reciba expresamente una sanción penal —y no todas las formas de violencia política por razones de género están tipificadas penalmente, ni se sancionan siempre que son denunciadas—. Por otra parte, el Plan B también impediría condicionar las prerrogativas políticas a requisitos que no aparezcan explícitamente en la Constitución o en la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales. Esto impediría al INE solicitar (como hace hoy) que las personas aspirantes presenten su “3 de 3 contra la violencia”, un formato que se instauró por demanda feminista y que ayuda a restringir la postulación, por ejemplo, de quienes aparecen en los registros de deudores alimentarios o han ejercido violencia sexual, familiar o doméstica.
En cuanto al desmantelamiento de áreas sustantivas, la propuesta de reforma ni siquiera considera a la Unidad Técnica de Igualdad de Género y No Discriminación del INE, la cual se encarga de hacer transversal la inclusión al interior y al exterior del Instituto. Esto abre la puerta a su extinción. Dicho sea de paso, el Plan B también prevé que desaparezcan las unidades que atienden esta materia en los institutos electorales estatales, pues establece que estos organismos solo pueden tener dos áreas sustantivas (la de “Organización, Capacitación Electoral y Educación Cívica” y la de “Administración, Prerrogativas y Asuntos Jurídicos”).
Por si fuera poco, la reforma reduciría muchas otras áreas del INE que realizan acciones contra la desigualdad político-electoral. Por citar un caso, la Dirección Ejecutiva de Capacitación Electoral y Educación Cívica hoy fondea proyectos ciudadanos para la participación política de las mujeres, organiza concursos y alianzas con medios comunitarios para promover los derechos electorales de jóvenes y de mujeres indígenas y afromexicanas, genera campañas masivas para prevenir la violencia política por razones de género, realiza periódicamente una Consulta Infantil y Juvenil y capacita al funcionariado de las casillas en protocolos para el voto de personas trans y de personas con discapacidad, entre muchas otras funciones. El Plan B obligaría a que esta Dirección se fusione con la Dirección Ejecutiva de Organización Electoral y además absorba las atribuciones de la Unidad Técnica de Vinculación con los Organismos Públicos Locales. Esto, por supuesto, acotaría sus posibilidades de acción, dadas las limitaciones de personal.
Tercer retroceso: Nuevas normas discriminatorias
Finalmente, el Plan B generaría reglas inéditas que muy probablemente tendrían efectos excluyentes. Una muestra: al decidir qué vecinas o vecinos se encargarán de cada casilla en las elecciones, la ley ahora obligaría sin justificación a privilegiar a quienes tengan mayor edad, lo cual indirectamente desfavorece a las personas jóvenes. Otra muestra: al desaparecer a la mayoría del personal del INE en los distritos electorales, se reduciría la capacidad para actualizar debidamente el registro de votantes y detectar las nuevas colonias que surjan con el tiempo. Esto impediría mantener vigente el padrón y hacer cambios a la ubicación de las casillas, dejando a muchos electores (posiblemente los más jóvenes y de zonas más marginadas) con menores posibilidades de votar.
Todos los retrocesos señalados se suman a una gran omisión en el proceso legislativo: la ausencia de consultas a la ciudadanía. Esto es grave porque diversos instrumentos internacionales establecen que, para definir leyes y políticas que afecten a las diversas poblaciones discriminadas, se les debe incluir en el proceso de decisión. “Nada sobre nosotros sin nosotros”, reza el lema histórico de la lucha de las personas con discapacidad. Lo mismo aplica para pueblos y comunidades indígenas y afrodescendientes, para las mujeres, para la gente LGBTI. No escuchar sus voces es vulnerar sus derechos humanos.
Por todo lo anterior, queda claro que el Plan B va más allá de conceptos, abstracciones y formalidades. En realidad, su contenido nos involucra a todas, todos y todes, porque trastoca las bases de la democracia y profundiza las desigualdades que por generaciones la ciudadanía ha buscado desmontar.
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