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"Hoy el periodismo es muy conformista. Todos están tratando de hacer la misma historia": Gay Talese

"Hoy el periodismo es muy conformista. Todos están tratando de hacer la misma historia": Gay Talese

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de Muriel Alarcón.
03
.
05
.
23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

A los 91 años, a poco de publicar su libro número quince, la leyenda del “nuevo periodismo” habla de su nuevo trabajo que, reconoce, puede ser el último. Revela, con orgullo, su resistencia a dejarse gobernar por la tecnología: “Es una fiesta a la que no estoy invitado. ¿Y qué? No me importa”. Comparte su desilusión por los periodistas de hoy: “No tienen la sensación de que están en el reino de los artistas”, y agrega: “Es como ir a una obra de Broadway donde nadie está protagonizando nada. ¿Quién actúa? No lo sabes”.

Horas después de acabar la última página del libro que publicará en agosto, Gay Talese, de 91 años, escritor, leyenda del “nuevo periodismo”, ícono neoyorquino, hombre alto y delgado, con corbata beige de lunares rojos, sombrero y guantes de cuero a la medida, abandona Donohue’s Steak House, un restaurante especializado en carnes, de atmósfera oscura, en la avenida Lexington.

—¿Estás lista? —pregunta a su mujer.

Nan Talese, 89, una de las editoras más importantes de Estados Unidos, hoy retirada, con blazer pata de gallo, ojos verdes profundos y amistosos, dueña de un tono de voz que recuerda al de alguna interpretación de Audrey Hepburn, sentada sobre la silla de ruedas roja que usa para desplazarse cuando no camina apoyada en su bastón dorado, asiente.

Es una noche de invierno, son las ocho y media, y las fachadas del Upper East Side, en Manhattan, son una fiesta de luces. Los brownstones conviven con rascacielos de oficinas encendidas; los atelieres de diseñador, con sucursales de cadenas de ropa desechable, de vitrinas cuya luz recuerda la de un hospital; los viejos diners, las tabernas y los bufés clásicos, con menús que se ven desde la entrada, conviven con minimarkets de ofertas anunciadas en neón.

La temperatura cae bajo cero cuando Gay Talese y su mujer atraviesan la noche neoyorquina a toda velocidad; ella sobre cuatro ruedas, él maniobrando su silla con distinción. En silencio, la pareja surca los vericuetos de su vecindario, esquiva desniveles, hoyos, pilas de bolsas de basura con nidos de ratas y peatones distraídos que caminan mirando la pantalla de su celular o dejando el ambiente impregnado a marihuana.

Regresan a su brownstone, el palacete de piedra rojiza y cuatro pisos donde han vivido por sesenta años. Es una casa adosada de cuatro apartamentos, construida en 1871, adonde el escritor llegó de soltero en 1957. Entonces costeaba una habitación en el tercer piso, con los ciento cincuenta dólares que ganaba a la semana como reportero para la sección de deportes en The New York Times. Fue adquiriendo los otros niveles a medida que se casó y llegaron sus hijas, Pamela, en 1964, y Catherine, en 1967. A la vez enfocó su trabajo en escribir historias de personajes de la clase obrera, artesana y artística que no conseguían atención en el periodismo. Su obsesión lo llevó a escribir piezas para revistas que se convirtieron en textos de culto, como “Frank Sinatra está resfriado”, donde retrató al séquito de personajes anónimos que rodeaba a la celebridad, y libros como El puente, donde mostró el trabajo de los obreros de la construcción.

En 1974 compró el edificio donde vivía con el dinero que le dejaron las ventas de Honrarás a tu padre, una publicación sobre la familia criminal de los Bonanno y el primer libro de no ficción que se inmiscuyó en el universo de la mafia neoyorquina.

Con la silla de ruedas plegada bajo su brazo, Gay Talese se abre camino, con su mujer, a su refugio temperado. Parece una galería de arte —paredes blancas y brillantes, cuadros realistas y surrealistas, esculturas de origen oriental y fotografías de paisajes— que ambos cruzan para dirigirse a una escalera alfombrada en rojo. La suben lento, apoyados uno en otro, hasta detenerse en una puerta del tercer piso. Es como cualquiera pero, al abrirla, ofrece un vistazo a otra casa dentro de su casa: un living-comedor-cocina, tapizado en papel mural rojo y blanco con motivos florales, cortinas del mismo diseño, espejos y repisas y muebles llenos de libros. Es el primero de los cuatro apartamentos donde Gay Talese vivió.

—He viajado por todo Estados Unidos en mis sesenta años como periodista itinerante. Pero sigo sintiendo que es importante tener una base, y esta es mi base de operaciones.

Como en un tributo al lugar donde todo comenzó, en la pared hay fotografías de las últimas seis décadas. Ahí sus hijas, Pamela y Catherine, junto a Nan, recostadas en la orilla de una playa. Allá Gay Talese de joven, golpeando una pelota con una raqueta en una cancha de tenis. Acá retratos en blanco y negro, en primer plano, de la pareja.

—No quería casarme con ella pero tampoco quería que nadie más se casara con ella—dice el escritor de Nan—. Si tienes la suerte de no estar divorciado, yo no lo estoy, llevo casado sesenta y cuatro años con la misma persona, estableces una especie de continuidad. […] Mi vida es muy simple. La variedad la tengo en mi trabajo.

Gay Talese habla fuerte, a veces sin modular la voz, solo interrumpido por el tictac del reloj Westclox, apostado al centro de la pared, que ahora anuncia las 8:50. Nan ha pasado a descansar a su habitación.

—Puede que escriba otro libro, pero puede que no —cambia de tema Gay Talese, tras acomodarse en el comedor, candelabros al centro, dos individuales y servilletas de género en ambas cabeceras—. Al haber completado hoy la página final de este manuscrito siento que logré algo que me permite dormir con cierta satisfacción de que lo hice lo mejor que pude.

Gay Talese siempre habla como si estuviera al límite del enfado, aunque no debería estarlo. Menos hoy, que brindó en Donohue’s con un martini por el punto final que le puso a Bartleby and Me, su libro número quince, que escribió en estos últimos cinco años. Está inspirado en el cuento “Bartleby, el escribiente”, publicado en 1853 por el autor Herman Melville, el mismo de Moby Dick, sobre un abogado que dirige una práctica legal en Wall Street. Bartleby and Me es, además, la continuación de “Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas”, una de las más famosas crónicas sobre la Gran Manzana que Talese publicó en 1960 en Esquire, basándose en las personas y situaciones que pasaban desapercibidas en la ciudad. Gay Talese reconoce haber escrito su último libro interesado en Melville, un escritor poco apreciado en vida.

—Es la historia de un “escribiente” del que no sabes nada, como mucha gente que ves en tu vida promedio, en una farmacia, en un restaurante, en un centro comercial o en un bus. […] No sabes su nombre ni su apellido. Cuando era un joven periodista, a los veintiuno, veintidós, decidí escribir sobre los nadies. En las noticias escribes sobre un político, un héroe deportivo, una estrella de cine, un líder empresarial. Escribes sobre alguien. Yo quería escribir sobre nadie, como Bartleby. Y escribí Bartleby and Me con todos los Bartlebies que he conocido: el portero de un edificio, [el vendedor] de la farmacia donde compro mis remedios, el chofer de un auto que me transportó. Son personas con historias que contar, pero no son de interés periodístico y cuando mueran, no obtendrán un obituario porque no son lo suficientemente famosos.

Gay Talese sigue:
—Los escritores tienen un libro publicado en señal de reconocimiento y de logro. Si eres poeta, es un poema. Si eres un guionista, escribes una película. Si eres actor, la interpretas. Si eres político, ganas una elección. No gané ninguna elección hoy, pero ciertamente siento que gané en el mundo del logro. Me di un premio hoy en mi cabeza al terminar este libro.
—Si pudiera ponerle nombre a ese premio, ¿cuál sería?
—Primero: un reconocimiento a que estoy vivo. Segundo: que soy capaz de hacer mi trabajo. Tercero: que no solo soy capaz de hacer mi trabajo, sino de publicarlo. A veces completas tu trabajo y nadie lo quiere publicar. Y hay que tener suerte para que alguien diga: “oh, es digno de ser publicado”. Si tienes suerte, mueres dejando algo atrás que no muere: un libro o una ópera. Muere Giuseppe Verdi y hay muchas óperas. Muchos escritores escriben libros maravillosos, pero los libros mueren antes que ellos… a veces lo aceptan, como Melville, que murió antes de la fama del libro… El NYT ni siquiera le hizo un obituario. Era un personaje en las sombras. […] Yo no quiero estar allí. Y espero que cuando se publique este libro, este próximo agosto, algún crítico piense que hice un buen trabajo. Si no sucede, seguiré pensando que hice un buen trabajo. Porque sé que lo hice.

“Es muy liberador ser viejo”


Hijo de un sastre nacido en Italia que llegó a Estados Unidos a los diecisiete y de una costurera de familia del mismo origen, oriunda de Brooklyn, y dueña de una tienda de ropa, Gay Talese, nacido en Ocean City, Nueva Jersey, no demora en decir que ve el mundo como un inmigrante.

—Tengo una sensación de extranjería sobre mí, un sentido de la alteridad. Yo no soy estadounidense en mi cabeza. Lo soy de nacimiento, pero tengo padre y madre extranjeros, y veo las cosas desde diferentes puntos de vista. No estoy a favor de la política estadounidense.

Y luego sigue refunfuñando:

—Mi naturaleza extranjera hace que no me compre la política exterior estadounidense ni la imagen de los medios sobre los rusos como villanos. No soy exactamente una persona popular en mi país, donde no hay variación, no hay vacilación, no hay ambigüedad. Pero yo soy escritor. Escribo lo que quiero escribir y, a veces, no encuentro mucha audiencia porque puedo llegar a ser controvertido. No estoy de acuerdo con el gran mensaje de Estados Unidos de que estamos en el lado correcto, el de los ángeles. No lo estamos, pero creemos que lo estamos. Y no encuentro la oportunidad de expresar este punto de vista porque no me publicarían muy a menudo. El punto de vista ahora es que tienes que ser esto, esto, esto. Todo muy correcto. Está todo muy, muy cancelado. Si no publicas lo que la mayoría quiere, pierdes tu trabajo. […] Como escritor, podría no haber conseguido un editor. Aún así, tengo 91, y cuando tienes 91, ya no tienes que escuchar a nadie, porque tus días en la tierra están contados. Eso es bastante liberador.

Gay Talese enfatiza:
—Es muy liberador ser viejo. A los cincuenta, pensaba que era viejo. Con 91, creo que ya no soy viejo: creo que soy una persona liberada, soy una persona libre. No tengo que ajustarme a la opinión popular. Eso es maravilloso.

Su libertad se expande a todas las esferas de su vida. Gay Talese revela, con orgullo, su resistencia a dejarse gobernar por la tecnología. Lee en papel: su diario de cabecera es The New York Times, y su revista, The New Yorker. Escribe en papel: con la excepción de las veces en que un editor de The New Yorker le pidió que, por favor, enviara los artículos por correo electrónico y no por correo tradicional. Se organiza en papel: lleva en el bolsillo la agenda de sus días en tarjetas que él mismo hace con los cartones de protección que dan forma a sus camisas al retirarlas de la lavandería. Se comunica por papel: no tiene celular. Mantiene correspondencia por carta.

—¿No se siente a veces aislado?
—¿Al no tener celular?
—Por ejemplo…
—No. Si la gente quiere hablar conmigo, puede hablar conmigo. No quiero tener un estúpido teléfono sonando en mi bolsillo todo el día. A veces vas a restaurantes, ves a mujeres y hombres mirando sus celulares cuando están cenando. Nunca he tenido un celular sonando cuando estoy cenando o cuando estoy caminando por la calle o cuando estoy durmiendo. No quiero saber de esa gente. Si quieren hablar conmigo, me escriben una carta o me hacen llegar un mensaje de alguna manera. […]
—¿Qué opina sobre el lenguaje SEO?, ¿sabe lo que es?
—No tengo opinión, ni siquiera sé qué es… y, por favor, no me lo digas.
—Hoy están los algoritmos, la inteligencia artificial…
Niega con la cabeza.
—¿Ha oído hablar del ChatGPT?
—No.
—¿No?
—Estás hablando con una persona. Estoy tan desinteresado… Soy tan ignorante... Estoy tan aburrido de estos aparatos tecnológicos que ahorran tiempo. Ven a verme tal cual lo hacemos ahora mismo. Tú y yo estamos aquí. Si estoy hablando con alguien, quiero verlo. No quiero hacer un Zoom. A veces tienes que hacer un Zoom porque, del otro lado, están en China. Si es importante, podría hacerlo. Pero no es satisfactorio. No siento que estoy allí. Es sintético, es remoto. No es unificador ni compatible ni cohesivo. No está conectado. Está desconectado.
—Para muchas personas esto significa conexión.
—Muchos prefieren eso. No quieren molestarse, tener la obligación ni la responsabilidad de conocer a alguien. Les gusta la conexión sintética que no se siente… Ojalá pudiéramos tener guerras a través de Zoom en las que nadie muriera. Pero lo que siento acerca de las relaciones es que no puedes tenerlas si son por Zoom. Tienes que estar allí. […]
—La audiencia ya no quiere leer, quiere consumir contenido rápido. ¿Qué piensa de esto?
—No es mi mundo. Tal vez es un mundo grande pero como no soy parte de él, no estoy sufriendo. Pero no siento que me falte nada. Es como si fuera una fiesta a la que no estoy invitado. ¿Y qué? No me importa. No es que quiera sonar desagradecido, pero hay ciertas cosas que no me importan demasiado. Quiero relaciones personales. Quiero entender a la persona con la que estoy hablando, quiero conocerla. No quiero relaciones superficiales. […]

“La personalidad del periodista estrella ha sido disminuida por la tecnología”


—¿Cómo ve el periodismo hoy?
—Me siento triste.
—¿Por qué?
—[…] Porque [los periodistas de hoy no] tienen sentido de sí mismos. No tienen la sensación de que están en el reino de los artistas. Siempre pensé que un periodista, en el rol de un escritor de no ficción, debía ser un artista, como un poeta, un novelista o un dramaturgo. ¿Por qué no? Si escribes tan bello, con tanta perspicacia, hay una cierta forma de reconocer ese logro artístico. Hoy no veo cómo los jóvenes periodistas podrían experimentar el orgullo que mis contemporáneos y yo experimentamos cincuenta años atrás. Tom Wolfe, Joan Didion, Norman Mailer, David Halberstam, Pete Hamill, William Buckley. Todos éramos escritores. Trabajábamos para un diario, una revista. Teníamos algo de estatura, algo de orgullo, algo de imagen, un estilo reconocible. Estilo…

Gay Talese habla nostálgico:
—Cuando era joven, había personas a las que no podías despedir porque eran especiales, no tenían reemplazo. Tenían un talento tan singular que no podías encontrar talento para igualarlos. Ahora [los periodistas] son intercambiables. [Son como los] repuestos de un auto.

El escritor dice que, para él, todo se arruinó en los cincuenta o sesenta, cuando llegaron las grabadoras, y el periodismo, asegura, “dejó de ser una forma de arte y pasó a ser un trabajo”.

—[Empezó el] pregunta-respuesta, pregunta-respuesta. Eso hace que la entrevista sea un diálogo. Mi práctica siempre fue al aire libre, experimentar, presenciar escenas, caminar en la calle, en Central Park. Veíamos, oíamos cosas. […] La grabadora disminuyó el arte de oír. Porque todo está en la cinta y alrededor de la cinta...
—Hoy la grabadora permite mantener un registro a salvo de la desinformación.
—La grabadora extinguió la voz del escritor. […] Llevó a los periodistas a trabajar puertas adentro. [Despojó al entrevistado] de su expresión completa. A partir de entonces, obtienes las respuestas del entrevistado a la pregunta directa. No siempre fue así. Cuando entrevisto a la gente, hago la misma pregunta cinco veces y obtengo diferentes respuestas. Son muchos intentos de hacer la misma pregunta. Además, hoy ves en los diarios artículos con dos firmas. ¿Cómo puede ser así? Es algo que hace una persona, pero los diarios ahora [hacen que] alguien obtenga la información y que otro la escriba. Nunca podrás ser famoso si actúas en dúo. La personalidad del periodista estrella, del periodista águila, del periodista creativo, del periodista identificable ha sido disminuida por la tecnología, [aplacada] por la grabadora y por los propios diarios que han reducido su personal haciendo equipos. Es como ir a una obra de Broadway donde nadie está protagonizando nada. ¿Quién actúa? No lo sabes. En los cincuenta y sesenta, las revistas eran los nombres de los escritores, que eran conocidos. Tom Wolfe, Joan Didion, Norman Mailer. Muchos escritores de ficción como Truman Capote escribieron no ficción.
—Los medios han cambiado. Todo está en línea.
—Y hay una actitud predominante de lo que es correcto y lo que no. Entonces, si tienes un punto de vista que es único, te metes en problemas. No puedes publicar. Si dices algo que a alguien no le gusta, aunque represente a un número pequeño de personas, puede ser usado en tu contra, acabar con tu carrera. Los escritores son cautelosos, tienen tanto miedo de hacer o decir algo incorrecto. La atmósfera no es propicia para el espíritu creativo. Lo hace difícil. Si escribes novelas, no usas nombres reales. Pero si escribes libros de no ficción, con nombres y hechos reales, tienes que ser muy, muy, muy cuidadoso en cómo seleccionas los hechos. Te pueden llamar racista, antisemita o sexista, todas estas etiquetas. No es justo. No puedes defenderte. […]
—Hoy los periodistas no están evitando las redes. Sus audiencias consumen más redes que medios.
—No estoy en su compañía. No soy parte de ese mundo.
—¿Hay autocrítica entre los periodistas?
—Depende. Cada individuo tiene un punto de vista. Cuando era un joven periodista de dieciocho, quería sobresalir. Quería hacer el mejor trabajo posible. Yo era ambicioso. No quería ser alguien ordinario. Quería ser excepcional. Sentía que si podía ser realmente bueno en lo que hacía, cumpliría mi ambición. Mi ambición siempre ha sido contar historias. ¿Qué tipo de historias? Contar historias que no eran historias. Yo las hacía historias. Quería escribir sobre quienes no se escribiría si yo no lo hiciera. Quería entrevistar a personas que, si yo no las entrevistaba, nunca serían entrevistadas. Ese es mi territorio. Lidiar con personas oscuras, olvidadas, ignoradas, fuera de la vista, fuera de la mente. Ahora tenemos las redes sociales. ¿Qué demonios me importan las redes sociales? Te digo, mi mundo es tratar de descubrir y encontrar relevancia y personas que sin mi atención, no tendrían atención. La gente ya no quiere eso. Quieren estar en el mundo de la identidad, la aceptación, la popularidad, la familiaridad, el panorama general. Yo quiero el panorama pequeño. Yo quería descubrir una parte de la tierra que no se hubiera descubierto antes. Quería ser un pionero, un viajero, y eso es lo que creo que he sido. […]
—¿Cómo ve el futuro del periodismo?
Demora en responder y finalmente dice:
—No soy muy optimista… Lo siento por los jóvenes si son ambiciosos. Si no lo son, tal vez el periodismo los satisfaga. Pero yo jamás sería feliz siendo el periodista que reconozco como el periodista normal. No me sentiría cómodo. Yo quiero estar haciendo no ficción creativa, algo diferente. Hoy el periodismo es muy conformista. Todo el mundo está tratando de hacer la misma historia. Todos persiguiendo a un político en el Congreso para que diga algo que dos días después no significará nada. ¿Puedes pasar tu carrera, toda tu vida, persiguiendo a estos políticos? ¿Persiguiendo una cuña sobre el cambio climático o sobre algo que dijo algún gobernador de Florida o lo que dijo Putin o Biden? ¿Te imaginas tener una carrera cubriendo a Biden? Tienes 38, vienes a la Casa Blanca. ¡Por el amor de Cristo! En cinco años habrá un presidente diferente. ¿Cuántas historias escribiste como corresponsal en la Casa Blanca que valdrá la pena releer dos años después? No significarán nada.
—Se invierte poco en historias ambiciosas. ¿Cómo puede un periodista que quiere ejecutarlas tener éxito?
—El único ejemplo para los periodistas es leer ficción. Lee a los grandes escritores, no leas a los periodistas. Los periodistas son tan políticos. Lee a Proust, Hemingway, Fitzgerald, James Baldwin, Simone de Beauvoir. Leélos y trata de escribir a ese nivel. Eleva el periodismo al nivel de la literatura, escribe literatura de no ficción. La ficción es, por supuesto, literatura de la imaginación. Pero ¿puedes, como periodista, concentrarte en escribir la literatura de la realidad? La literatura de la realidad es lo que me gusta hacer. Como periodista, quieres ser un artista. No quieres ser un tomador de notas. No quieres ser el escenógrafo. Hoy los periodistas son escenógrafos. Llevan micrófonos, andan tras la cara del político. ¿Quieres ser un periodista escenógrafo? Yo no querría serlo.
—¿Cómo mantiene la ambición de ser artista a su edad?
—Cuando tenía diecinueve, tuve un sueño. [De adolescente] iba al cine. Me senté allí durante una hora y media en una sala, viendo la película y pensé: “quiero vivir como si estuviera en una película”. Quiero tener las escenas, el drama, la narración, el diálogo, el monólogo, la música, el destino. Cuando recién me convertí en periodista, quería tener a mis personajes en una situación cinematográfica de narración, imagen, diálogo, escenario. ¿Quiénes eran? ¿Cómo se vestían? ¿Qué se decían unos a otros? Era como vivir una película. Yo mismo quería vivir una vida más dramática, no quería una vida ordinaria. Como periodista quería vivir como en una película. Quería vivir una vida interesante, conflictiva. No quería un cuento feliz. Quería drama. Quería sentirme vivo.
—¿Cuál quiere que sea su legado?
—Quiero que todo lo que he hecho, libros, piezas de revistas, periodismo diario, representen la adhesión al estándar de lo mejor de lo mejor. Si muero dentro de diez minutos, puedo asegurar que nunca he hecho nada, en mis setenta años publicando, de lo que me avergüence. He escrito cientos de artículos, quince libros, también tengo muchas piezas largas. Todo lo que he publicado, todo ese tiempo, representó, incluso para mí ahora en retrospectiva, que hice lo mejor que pude. No podría haberlo hecho mejor.

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"Hoy el periodismo es muy conformista. Todos están tratando de hacer la misma historia": Gay Talese

"Hoy el periodismo es muy conformista. Todos están tratando de hacer la misma historia": Gay Talese

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Traducción de
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Tiempo de Lectura: 00 min

A los 91 años, a poco de publicar su libro número quince, la leyenda del “nuevo periodismo” habla de su nuevo trabajo que, reconoce, puede ser el último. Revela, con orgullo, su resistencia a dejarse gobernar por la tecnología: “Es una fiesta a la que no estoy invitado. ¿Y qué? No me importa”. Comparte su desilusión por los periodistas de hoy: “No tienen la sensación de que están en el reino de los artistas”, y agrega: “Es como ir a una obra de Broadway donde nadie está protagonizando nada. ¿Quién actúa? No lo sabes”.

Horas después de acabar la última página del libro que publicará en agosto, Gay Talese, de 91 años, escritor, leyenda del “nuevo periodismo”, ícono neoyorquino, hombre alto y delgado, con corbata beige de lunares rojos, sombrero y guantes de cuero a la medida, abandona Donohue’s Steak House, un restaurante especializado en carnes, de atmósfera oscura, en la avenida Lexington.

—¿Estás lista? —pregunta a su mujer.

Nan Talese, 89, una de las editoras más importantes de Estados Unidos, hoy retirada, con blazer pata de gallo, ojos verdes profundos y amistosos, dueña de un tono de voz que recuerda al de alguna interpretación de Audrey Hepburn, sentada sobre la silla de ruedas roja que usa para desplazarse cuando no camina apoyada en su bastón dorado, asiente.

Es una noche de invierno, son las ocho y media, y las fachadas del Upper East Side, en Manhattan, son una fiesta de luces. Los brownstones conviven con rascacielos de oficinas encendidas; los atelieres de diseñador, con sucursales de cadenas de ropa desechable, de vitrinas cuya luz recuerda la de un hospital; los viejos diners, las tabernas y los bufés clásicos, con menús que se ven desde la entrada, conviven con minimarkets de ofertas anunciadas en neón.

La temperatura cae bajo cero cuando Gay Talese y su mujer atraviesan la noche neoyorquina a toda velocidad; ella sobre cuatro ruedas, él maniobrando su silla con distinción. En silencio, la pareja surca los vericuetos de su vecindario, esquiva desniveles, hoyos, pilas de bolsas de basura con nidos de ratas y peatones distraídos que caminan mirando la pantalla de su celular o dejando el ambiente impregnado a marihuana.

Regresan a su brownstone, el palacete de piedra rojiza y cuatro pisos donde han vivido por sesenta años. Es una casa adosada de cuatro apartamentos, construida en 1871, adonde el escritor llegó de soltero en 1957. Entonces costeaba una habitación en el tercer piso, con los ciento cincuenta dólares que ganaba a la semana como reportero para la sección de deportes en The New York Times. Fue adquiriendo los otros niveles a medida que se casó y llegaron sus hijas, Pamela, en 1964, y Catherine, en 1967. A la vez enfocó su trabajo en escribir historias de personajes de la clase obrera, artesana y artística que no conseguían atención en el periodismo. Su obsesión lo llevó a escribir piezas para revistas que se convirtieron en textos de culto, como “Frank Sinatra está resfriado”, donde retrató al séquito de personajes anónimos que rodeaba a la celebridad, y libros como El puente, donde mostró el trabajo de los obreros de la construcción.

En 1974 compró el edificio donde vivía con el dinero que le dejaron las ventas de Honrarás a tu padre, una publicación sobre la familia criminal de los Bonanno y el primer libro de no ficción que se inmiscuyó en el universo de la mafia neoyorquina.

Con la silla de ruedas plegada bajo su brazo, Gay Talese se abre camino, con su mujer, a su refugio temperado. Parece una galería de arte —paredes blancas y brillantes, cuadros realistas y surrealistas, esculturas de origen oriental y fotografías de paisajes— que ambos cruzan para dirigirse a una escalera alfombrada en rojo. La suben lento, apoyados uno en otro, hasta detenerse en una puerta del tercer piso. Es como cualquiera pero, al abrirla, ofrece un vistazo a otra casa dentro de su casa: un living-comedor-cocina, tapizado en papel mural rojo y blanco con motivos florales, cortinas del mismo diseño, espejos y repisas y muebles llenos de libros. Es el primero de los cuatro apartamentos donde Gay Talese vivió.

—He viajado por todo Estados Unidos en mis sesenta años como periodista itinerante. Pero sigo sintiendo que es importante tener una base, y esta es mi base de operaciones.

Como en un tributo al lugar donde todo comenzó, en la pared hay fotografías de las últimas seis décadas. Ahí sus hijas, Pamela y Catherine, junto a Nan, recostadas en la orilla de una playa. Allá Gay Talese de joven, golpeando una pelota con una raqueta en una cancha de tenis. Acá retratos en blanco y negro, en primer plano, de la pareja.

—No quería casarme con ella pero tampoco quería que nadie más se casara con ella—dice el escritor de Nan—. Si tienes la suerte de no estar divorciado, yo no lo estoy, llevo casado sesenta y cuatro años con la misma persona, estableces una especie de continuidad. […] Mi vida es muy simple. La variedad la tengo en mi trabajo.

Gay Talese habla fuerte, a veces sin modular la voz, solo interrumpido por el tictac del reloj Westclox, apostado al centro de la pared, que ahora anuncia las 8:50. Nan ha pasado a descansar a su habitación.

—Puede que escriba otro libro, pero puede que no —cambia de tema Gay Talese, tras acomodarse en el comedor, candelabros al centro, dos individuales y servilletas de género en ambas cabeceras—. Al haber completado hoy la página final de este manuscrito siento que logré algo que me permite dormir con cierta satisfacción de que lo hice lo mejor que pude.

Gay Talese siempre habla como si estuviera al límite del enfado, aunque no debería estarlo. Menos hoy, que brindó en Donohue’s con un martini por el punto final que le puso a Bartleby and Me, su libro número quince, que escribió en estos últimos cinco años. Está inspirado en el cuento “Bartleby, el escribiente”, publicado en 1853 por el autor Herman Melville, el mismo de Moby Dick, sobre un abogado que dirige una práctica legal en Wall Street. Bartleby and Me es, además, la continuación de “Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas”, una de las más famosas crónicas sobre la Gran Manzana que Talese publicó en 1960 en Esquire, basándose en las personas y situaciones que pasaban desapercibidas en la ciudad. Gay Talese reconoce haber escrito su último libro interesado en Melville, un escritor poco apreciado en vida.

—Es la historia de un “escribiente” del que no sabes nada, como mucha gente que ves en tu vida promedio, en una farmacia, en un restaurante, en un centro comercial o en un bus. […] No sabes su nombre ni su apellido. Cuando era un joven periodista, a los veintiuno, veintidós, decidí escribir sobre los nadies. En las noticias escribes sobre un político, un héroe deportivo, una estrella de cine, un líder empresarial. Escribes sobre alguien. Yo quería escribir sobre nadie, como Bartleby. Y escribí Bartleby and Me con todos los Bartlebies que he conocido: el portero de un edificio, [el vendedor] de la farmacia donde compro mis remedios, el chofer de un auto que me transportó. Son personas con historias que contar, pero no son de interés periodístico y cuando mueran, no obtendrán un obituario porque no son lo suficientemente famosos.

Gay Talese sigue:
—Los escritores tienen un libro publicado en señal de reconocimiento y de logro. Si eres poeta, es un poema. Si eres un guionista, escribes una película. Si eres actor, la interpretas. Si eres político, ganas una elección. No gané ninguna elección hoy, pero ciertamente siento que gané en el mundo del logro. Me di un premio hoy en mi cabeza al terminar este libro.
—Si pudiera ponerle nombre a ese premio, ¿cuál sería?
—Primero: un reconocimiento a que estoy vivo. Segundo: que soy capaz de hacer mi trabajo. Tercero: que no solo soy capaz de hacer mi trabajo, sino de publicarlo. A veces completas tu trabajo y nadie lo quiere publicar. Y hay que tener suerte para que alguien diga: “oh, es digno de ser publicado”. Si tienes suerte, mueres dejando algo atrás que no muere: un libro o una ópera. Muere Giuseppe Verdi y hay muchas óperas. Muchos escritores escriben libros maravillosos, pero los libros mueren antes que ellos… a veces lo aceptan, como Melville, que murió antes de la fama del libro… El NYT ni siquiera le hizo un obituario. Era un personaje en las sombras. […] Yo no quiero estar allí. Y espero que cuando se publique este libro, este próximo agosto, algún crítico piense que hice un buen trabajo. Si no sucede, seguiré pensando que hice un buen trabajo. Porque sé que lo hice.

“Es muy liberador ser viejo”


Hijo de un sastre nacido en Italia que llegó a Estados Unidos a los diecisiete y de una costurera de familia del mismo origen, oriunda de Brooklyn, y dueña de una tienda de ropa, Gay Talese, nacido en Ocean City, Nueva Jersey, no demora en decir que ve el mundo como un inmigrante.

—Tengo una sensación de extranjería sobre mí, un sentido de la alteridad. Yo no soy estadounidense en mi cabeza. Lo soy de nacimiento, pero tengo padre y madre extranjeros, y veo las cosas desde diferentes puntos de vista. No estoy a favor de la política estadounidense.

Y luego sigue refunfuñando:

—Mi naturaleza extranjera hace que no me compre la política exterior estadounidense ni la imagen de los medios sobre los rusos como villanos. No soy exactamente una persona popular en mi país, donde no hay variación, no hay vacilación, no hay ambigüedad. Pero yo soy escritor. Escribo lo que quiero escribir y, a veces, no encuentro mucha audiencia porque puedo llegar a ser controvertido. No estoy de acuerdo con el gran mensaje de Estados Unidos de que estamos en el lado correcto, el de los ángeles. No lo estamos, pero creemos que lo estamos. Y no encuentro la oportunidad de expresar este punto de vista porque no me publicarían muy a menudo. El punto de vista ahora es que tienes que ser esto, esto, esto. Todo muy correcto. Está todo muy, muy cancelado. Si no publicas lo que la mayoría quiere, pierdes tu trabajo. […] Como escritor, podría no haber conseguido un editor. Aún así, tengo 91, y cuando tienes 91, ya no tienes que escuchar a nadie, porque tus días en la tierra están contados. Eso es bastante liberador.

Gay Talese enfatiza:
—Es muy liberador ser viejo. A los cincuenta, pensaba que era viejo. Con 91, creo que ya no soy viejo: creo que soy una persona liberada, soy una persona libre. No tengo que ajustarme a la opinión popular. Eso es maravilloso.

Su libertad se expande a todas las esferas de su vida. Gay Talese revela, con orgullo, su resistencia a dejarse gobernar por la tecnología. Lee en papel: su diario de cabecera es The New York Times, y su revista, The New Yorker. Escribe en papel: con la excepción de las veces en que un editor de The New Yorker le pidió que, por favor, enviara los artículos por correo electrónico y no por correo tradicional. Se organiza en papel: lleva en el bolsillo la agenda de sus días en tarjetas que él mismo hace con los cartones de protección que dan forma a sus camisas al retirarlas de la lavandería. Se comunica por papel: no tiene celular. Mantiene correspondencia por carta.

—¿No se siente a veces aislado?
—¿Al no tener celular?
—Por ejemplo…
—No. Si la gente quiere hablar conmigo, puede hablar conmigo. No quiero tener un estúpido teléfono sonando en mi bolsillo todo el día. A veces vas a restaurantes, ves a mujeres y hombres mirando sus celulares cuando están cenando. Nunca he tenido un celular sonando cuando estoy cenando o cuando estoy caminando por la calle o cuando estoy durmiendo. No quiero saber de esa gente. Si quieren hablar conmigo, me escriben una carta o me hacen llegar un mensaje de alguna manera. […]
—¿Qué opina sobre el lenguaje SEO?, ¿sabe lo que es?
—No tengo opinión, ni siquiera sé qué es… y, por favor, no me lo digas.
—Hoy están los algoritmos, la inteligencia artificial…
Niega con la cabeza.
—¿Ha oído hablar del ChatGPT?
—No.
—¿No?
—Estás hablando con una persona. Estoy tan desinteresado… Soy tan ignorante... Estoy tan aburrido de estos aparatos tecnológicos que ahorran tiempo. Ven a verme tal cual lo hacemos ahora mismo. Tú y yo estamos aquí. Si estoy hablando con alguien, quiero verlo. No quiero hacer un Zoom. A veces tienes que hacer un Zoom porque, del otro lado, están en China. Si es importante, podría hacerlo. Pero no es satisfactorio. No siento que estoy allí. Es sintético, es remoto. No es unificador ni compatible ni cohesivo. No está conectado. Está desconectado.
—Para muchas personas esto significa conexión.
—Muchos prefieren eso. No quieren molestarse, tener la obligación ni la responsabilidad de conocer a alguien. Les gusta la conexión sintética que no se siente… Ojalá pudiéramos tener guerras a través de Zoom en las que nadie muriera. Pero lo que siento acerca de las relaciones es que no puedes tenerlas si son por Zoom. Tienes que estar allí. […]
—La audiencia ya no quiere leer, quiere consumir contenido rápido. ¿Qué piensa de esto?
—No es mi mundo. Tal vez es un mundo grande pero como no soy parte de él, no estoy sufriendo. Pero no siento que me falte nada. Es como si fuera una fiesta a la que no estoy invitado. ¿Y qué? No me importa. No es que quiera sonar desagradecido, pero hay ciertas cosas que no me importan demasiado. Quiero relaciones personales. Quiero entender a la persona con la que estoy hablando, quiero conocerla. No quiero relaciones superficiales. […]

“La personalidad del periodista estrella ha sido disminuida por la tecnología”


—¿Cómo ve el periodismo hoy?
—Me siento triste.
—¿Por qué?
—[…] Porque [los periodistas de hoy no] tienen sentido de sí mismos. No tienen la sensación de que están en el reino de los artistas. Siempre pensé que un periodista, en el rol de un escritor de no ficción, debía ser un artista, como un poeta, un novelista o un dramaturgo. ¿Por qué no? Si escribes tan bello, con tanta perspicacia, hay una cierta forma de reconocer ese logro artístico. Hoy no veo cómo los jóvenes periodistas podrían experimentar el orgullo que mis contemporáneos y yo experimentamos cincuenta años atrás. Tom Wolfe, Joan Didion, Norman Mailer, David Halberstam, Pete Hamill, William Buckley. Todos éramos escritores. Trabajábamos para un diario, una revista. Teníamos algo de estatura, algo de orgullo, algo de imagen, un estilo reconocible. Estilo…

Gay Talese habla nostálgico:
—Cuando era joven, había personas a las que no podías despedir porque eran especiales, no tenían reemplazo. Tenían un talento tan singular que no podías encontrar talento para igualarlos. Ahora [los periodistas] son intercambiables. [Son como los] repuestos de un auto.

El escritor dice que, para él, todo se arruinó en los cincuenta o sesenta, cuando llegaron las grabadoras, y el periodismo, asegura, “dejó de ser una forma de arte y pasó a ser un trabajo”.

—[Empezó el] pregunta-respuesta, pregunta-respuesta. Eso hace que la entrevista sea un diálogo. Mi práctica siempre fue al aire libre, experimentar, presenciar escenas, caminar en la calle, en Central Park. Veíamos, oíamos cosas. […] La grabadora disminuyó el arte de oír. Porque todo está en la cinta y alrededor de la cinta...
—Hoy la grabadora permite mantener un registro a salvo de la desinformación.
—La grabadora extinguió la voz del escritor. […] Llevó a los periodistas a trabajar puertas adentro. [Despojó al entrevistado] de su expresión completa. A partir de entonces, obtienes las respuestas del entrevistado a la pregunta directa. No siempre fue así. Cuando entrevisto a la gente, hago la misma pregunta cinco veces y obtengo diferentes respuestas. Son muchos intentos de hacer la misma pregunta. Además, hoy ves en los diarios artículos con dos firmas. ¿Cómo puede ser así? Es algo que hace una persona, pero los diarios ahora [hacen que] alguien obtenga la información y que otro la escriba. Nunca podrás ser famoso si actúas en dúo. La personalidad del periodista estrella, del periodista águila, del periodista creativo, del periodista identificable ha sido disminuida por la tecnología, [aplacada] por la grabadora y por los propios diarios que han reducido su personal haciendo equipos. Es como ir a una obra de Broadway donde nadie está protagonizando nada. ¿Quién actúa? No lo sabes. En los cincuenta y sesenta, las revistas eran los nombres de los escritores, que eran conocidos. Tom Wolfe, Joan Didion, Norman Mailer. Muchos escritores de ficción como Truman Capote escribieron no ficción.
—Los medios han cambiado. Todo está en línea.
—Y hay una actitud predominante de lo que es correcto y lo que no. Entonces, si tienes un punto de vista que es único, te metes en problemas. No puedes publicar. Si dices algo que a alguien no le gusta, aunque represente a un número pequeño de personas, puede ser usado en tu contra, acabar con tu carrera. Los escritores son cautelosos, tienen tanto miedo de hacer o decir algo incorrecto. La atmósfera no es propicia para el espíritu creativo. Lo hace difícil. Si escribes novelas, no usas nombres reales. Pero si escribes libros de no ficción, con nombres y hechos reales, tienes que ser muy, muy, muy cuidadoso en cómo seleccionas los hechos. Te pueden llamar racista, antisemita o sexista, todas estas etiquetas. No es justo. No puedes defenderte. […]
—Hoy los periodistas no están evitando las redes. Sus audiencias consumen más redes que medios.
—No estoy en su compañía. No soy parte de ese mundo.
—¿Hay autocrítica entre los periodistas?
—Depende. Cada individuo tiene un punto de vista. Cuando era un joven periodista de dieciocho, quería sobresalir. Quería hacer el mejor trabajo posible. Yo era ambicioso. No quería ser alguien ordinario. Quería ser excepcional. Sentía que si podía ser realmente bueno en lo que hacía, cumpliría mi ambición. Mi ambición siempre ha sido contar historias. ¿Qué tipo de historias? Contar historias que no eran historias. Yo las hacía historias. Quería escribir sobre quienes no se escribiría si yo no lo hiciera. Quería entrevistar a personas que, si yo no las entrevistaba, nunca serían entrevistadas. Ese es mi territorio. Lidiar con personas oscuras, olvidadas, ignoradas, fuera de la vista, fuera de la mente. Ahora tenemos las redes sociales. ¿Qué demonios me importan las redes sociales? Te digo, mi mundo es tratar de descubrir y encontrar relevancia y personas que sin mi atención, no tendrían atención. La gente ya no quiere eso. Quieren estar en el mundo de la identidad, la aceptación, la popularidad, la familiaridad, el panorama general. Yo quiero el panorama pequeño. Yo quería descubrir una parte de la tierra que no se hubiera descubierto antes. Quería ser un pionero, un viajero, y eso es lo que creo que he sido. […]
—¿Cómo ve el futuro del periodismo?
Demora en responder y finalmente dice:
—No soy muy optimista… Lo siento por los jóvenes si son ambiciosos. Si no lo son, tal vez el periodismo los satisfaga. Pero yo jamás sería feliz siendo el periodista que reconozco como el periodista normal. No me sentiría cómodo. Yo quiero estar haciendo no ficción creativa, algo diferente. Hoy el periodismo es muy conformista. Todo el mundo está tratando de hacer la misma historia. Todos persiguiendo a un político en el Congreso para que diga algo que dos días después no significará nada. ¿Puedes pasar tu carrera, toda tu vida, persiguiendo a estos políticos? ¿Persiguiendo una cuña sobre el cambio climático o sobre algo que dijo algún gobernador de Florida o lo que dijo Putin o Biden? ¿Te imaginas tener una carrera cubriendo a Biden? Tienes 38, vienes a la Casa Blanca. ¡Por el amor de Cristo! En cinco años habrá un presidente diferente. ¿Cuántas historias escribiste como corresponsal en la Casa Blanca que valdrá la pena releer dos años después? No significarán nada.
—Se invierte poco en historias ambiciosas. ¿Cómo puede un periodista que quiere ejecutarlas tener éxito?
—El único ejemplo para los periodistas es leer ficción. Lee a los grandes escritores, no leas a los periodistas. Los periodistas son tan políticos. Lee a Proust, Hemingway, Fitzgerald, James Baldwin, Simone de Beauvoir. Leélos y trata de escribir a ese nivel. Eleva el periodismo al nivel de la literatura, escribe literatura de no ficción. La ficción es, por supuesto, literatura de la imaginación. Pero ¿puedes, como periodista, concentrarte en escribir la literatura de la realidad? La literatura de la realidad es lo que me gusta hacer. Como periodista, quieres ser un artista. No quieres ser un tomador de notas. No quieres ser el escenógrafo. Hoy los periodistas son escenógrafos. Llevan micrófonos, andan tras la cara del político. ¿Quieres ser un periodista escenógrafo? Yo no querría serlo.
—¿Cómo mantiene la ambición de ser artista a su edad?
—Cuando tenía diecinueve, tuve un sueño. [De adolescente] iba al cine. Me senté allí durante una hora y media en una sala, viendo la película y pensé: “quiero vivir como si estuviera en una película”. Quiero tener las escenas, el drama, la narración, el diálogo, el monólogo, la música, el destino. Cuando recién me convertí en periodista, quería tener a mis personajes en una situación cinematográfica de narración, imagen, diálogo, escenario. ¿Quiénes eran? ¿Cómo se vestían? ¿Qué se decían unos a otros? Era como vivir una película. Yo mismo quería vivir una vida más dramática, no quería una vida ordinaria. Como periodista quería vivir como en una película. Quería vivir una vida interesante, conflictiva. No quería un cuento feliz. Quería drama. Quería sentirme vivo.
—¿Cuál quiere que sea su legado?
—Quiero que todo lo que he hecho, libros, piezas de revistas, periodismo diario, representen la adhesión al estándar de lo mejor de lo mejor. Si muero dentro de diez minutos, puedo asegurar que nunca he hecho nada, en mis setenta años publicando, de lo que me avergüence. He escrito cientos de artículos, quince libros, también tengo muchas piezas largas. Todo lo que he publicado, todo ese tiempo, representó, incluso para mí ahora en retrospectiva, que hice lo mejor que pude. No podría haberlo hecho mejor.

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"Hoy el periodismo es muy conformista. Todos están tratando de hacer la misma historia": Gay Talese

"Hoy el periodismo es muy conformista. Todos están tratando de hacer la misma historia": Gay Talese

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de Muriel Alarcón.
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Tiempo de Lectura: 00 min

A los 91 años, a poco de publicar su libro número quince, la leyenda del “nuevo periodismo” habla de su nuevo trabajo que, reconoce, puede ser el último. Revela, con orgullo, su resistencia a dejarse gobernar por la tecnología: “Es una fiesta a la que no estoy invitado. ¿Y qué? No me importa”. Comparte su desilusión por los periodistas de hoy: “No tienen la sensación de que están en el reino de los artistas”, y agrega: “Es como ir a una obra de Broadway donde nadie está protagonizando nada. ¿Quién actúa? No lo sabes”.

Horas después de acabar la última página del libro que publicará en agosto, Gay Talese, de 91 años, escritor, leyenda del “nuevo periodismo”, ícono neoyorquino, hombre alto y delgado, con corbata beige de lunares rojos, sombrero y guantes de cuero a la medida, abandona Donohue’s Steak House, un restaurante especializado en carnes, de atmósfera oscura, en la avenida Lexington.

—¿Estás lista? —pregunta a su mujer.

Nan Talese, 89, una de las editoras más importantes de Estados Unidos, hoy retirada, con blazer pata de gallo, ojos verdes profundos y amistosos, dueña de un tono de voz que recuerda al de alguna interpretación de Audrey Hepburn, sentada sobre la silla de ruedas roja que usa para desplazarse cuando no camina apoyada en su bastón dorado, asiente.

Es una noche de invierno, son las ocho y media, y las fachadas del Upper East Side, en Manhattan, son una fiesta de luces. Los brownstones conviven con rascacielos de oficinas encendidas; los atelieres de diseñador, con sucursales de cadenas de ropa desechable, de vitrinas cuya luz recuerda la de un hospital; los viejos diners, las tabernas y los bufés clásicos, con menús que se ven desde la entrada, conviven con minimarkets de ofertas anunciadas en neón.

La temperatura cae bajo cero cuando Gay Talese y su mujer atraviesan la noche neoyorquina a toda velocidad; ella sobre cuatro ruedas, él maniobrando su silla con distinción. En silencio, la pareja surca los vericuetos de su vecindario, esquiva desniveles, hoyos, pilas de bolsas de basura con nidos de ratas y peatones distraídos que caminan mirando la pantalla de su celular o dejando el ambiente impregnado a marihuana.

Regresan a su brownstone, el palacete de piedra rojiza y cuatro pisos donde han vivido por sesenta años. Es una casa adosada de cuatro apartamentos, construida en 1871, adonde el escritor llegó de soltero en 1957. Entonces costeaba una habitación en el tercer piso, con los ciento cincuenta dólares que ganaba a la semana como reportero para la sección de deportes en The New York Times. Fue adquiriendo los otros niveles a medida que se casó y llegaron sus hijas, Pamela, en 1964, y Catherine, en 1967. A la vez enfocó su trabajo en escribir historias de personajes de la clase obrera, artesana y artística que no conseguían atención en el periodismo. Su obsesión lo llevó a escribir piezas para revistas que se convirtieron en textos de culto, como “Frank Sinatra está resfriado”, donde retrató al séquito de personajes anónimos que rodeaba a la celebridad, y libros como El puente, donde mostró el trabajo de los obreros de la construcción.

En 1974 compró el edificio donde vivía con el dinero que le dejaron las ventas de Honrarás a tu padre, una publicación sobre la familia criminal de los Bonanno y el primer libro de no ficción que se inmiscuyó en el universo de la mafia neoyorquina.

Con la silla de ruedas plegada bajo su brazo, Gay Talese se abre camino, con su mujer, a su refugio temperado. Parece una galería de arte —paredes blancas y brillantes, cuadros realistas y surrealistas, esculturas de origen oriental y fotografías de paisajes— que ambos cruzan para dirigirse a una escalera alfombrada en rojo. La suben lento, apoyados uno en otro, hasta detenerse en una puerta del tercer piso. Es como cualquiera pero, al abrirla, ofrece un vistazo a otra casa dentro de su casa: un living-comedor-cocina, tapizado en papel mural rojo y blanco con motivos florales, cortinas del mismo diseño, espejos y repisas y muebles llenos de libros. Es el primero de los cuatro apartamentos donde Gay Talese vivió.

—He viajado por todo Estados Unidos en mis sesenta años como periodista itinerante. Pero sigo sintiendo que es importante tener una base, y esta es mi base de operaciones.

Como en un tributo al lugar donde todo comenzó, en la pared hay fotografías de las últimas seis décadas. Ahí sus hijas, Pamela y Catherine, junto a Nan, recostadas en la orilla de una playa. Allá Gay Talese de joven, golpeando una pelota con una raqueta en una cancha de tenis. Acá retratos en blanco y negro, en primer plano, de la pareja.

—No quería casarme con ella pero tampoco quería que nadie más se casara con ella—dice el escritor de Nan—. Si tienes la suerte de no estar divorciado, yo no lo estoy, llevo casado sesenta y cuatro años con la misma persona, estableces una especie de continuidad. […] Mi vida es muy simple. La variedad la tengo en mi trabajo.

Gay Talese habla fuerte, a veces sin modular la voz, solo interrumpido por el tictac del reloj Westclox, apostado al centro de la pared, que ahora anuncia las 8:50. Nan ha pasado a descansar a su habitación.

—Puede que escriba otro libro, pero puede que no —cambia de tema Gay Talese, tras acomodarse en el comedor, candelabros al centro, dos individuales y servilletas de género en ambas cabeceras—. Al haber completado hoy la página final de este manuscrito siento que logré algo que me permite dormir con cierta satisfacción de que lo hice lo mejor que pude.

Gay Talese siempre habla como si estuviera al límite del enfado, aunque no debería estarlo. Menos hoy, que brindó en Donohue’s con un martini por el punto final que le puso a Bartleby and Me, su libro número quince, que escribió en estos últimos cinco años. Está inspirado en el cuento “Bartleby, el escribiente”, publicado en 1853 por el autor Herman Melville, el mismo de Moby Dick, sobre un abogado que dirige una práctica legal en Wall Street. Bartleby and Me es, además, la continuación de “Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas”, una de las más famosas crónicas sobre la Gran Manzana que Talese publicó en 1960 en Esquire, basándose en las personas y situaciones que pasaban desapercibidas en la ciudad. Gay Talese reconoce haber escrito su último libro interesado en Melville, un escritor poco apreciado en vida.

—Es la historia de un “escribiente” del que no sabes nada, como mucha gente que ves en tu vida promedio, en una farmacia, en un restaurante, en un centro comercial o en un bus. […] No sabes su nombre ni su apellido. Cuando era un joven periodista, a los veintiuno, veintidós, decidí escribir sobre los nadies. En las noticias escribes sobre un político, un héroe deportivo, una estrella de cine, un líder empresarial. Escribes sobre alguien. Yo quería escribir sobre nadie, como Bartleby. Y escribí Bartleby and Me con todos los Bartlebies que he conocido: el portero de un edificio, [el vendedor] de la farmacia donde compro mis remedios, el chofer de un auto que me transportó. Son personas con historias que contar, pero no son de interés periodístico y cuando mueran, no obtendrán un obituario porque no son lo suficientemente famosos.

Gay Talese sigue:
—Los escritores tienen un libro publicado en señal de reconocimiento y de logro. Si eres poeta, es un poema. Si eres un guionista, escribes una película. Si eres actor, la interpretas. Si eres político, ganas una elección. No gané ninguna elección hoy, pero ciertamente siento que gané en el mundo del logro. Me di un premio hoy en mi cabeza al terminar este libro.
—Si pudiera ponerle nombre a ese premio, ¿cuál sería?
—Primero: un reconocimiento a que estoy vivo. Segundo: que soy capaz de hacer mi trabajo. Tercero: que no solo soy capaz de hacer mi trabajo, sino de publicarlo. A veces completas tu trabajo y nadie lo quiere publicar. Y hay que tener suerte para que alguien diga: “oh, es digno de ser publicado”. Si tienes suerte, mueres dejando algo atrás que no muere: un libro o una ópera. Muere Giuseppe Verdi y hay muchas óperas. Muchos escritores escriben libros maravillosos, pero los libros mueren antes que ellos… a veces lo aceptan, como Melville, que murió antes de la fama del libro… El NYT ni siquiera le hizo un obituario. Era un personaje en las sombras. […] Yo no quiero estar allí. Y espero que cuando se publique este libro, este próximo agosto, algún crítico piense que hice un buen trabajo. Si no sucede, seguiré pensando que hice un buen trabajo. Porque sé que lo hice.

“Es muy liberador ser viejo”


Hijo de un sastre nacido en Italia que llegó a Estados Unidos a los diecisiete y de una costurera de familia del mismo origen, oriunda de Brooklyn, y dueña de una tienda de ropa, Gay Talese, nacido en Ocean City, Nueva Jersey, no demora en decir que ve el mundo como un inmigrante.

—Tengo una sensación de extranjería sobre mí, un sentido de la alteridad. Yo no soy estadounidense en mi cabeza. Lo soy de nacimiento, pero tengo padre y madre extranjeros, y veo las cosas desde diferentes puntos de vista. No estoy a favor de la política estadounidense.

Y luego sigue refunfuñando:

—Mi naturaleza extranjera hace que no me compre la política exterior estadounidense ni la imagen de los medios sobre los rusos como villanos. No soy exactamente una persona popular en mi país, donde no hay variación, no hay vacilación, no hay ambigüedad. Pero yo soy escritor. Escribo lo que quiero escribir y, a veces, no encuentro mucha audiencia porque puedo llegar a ser controvertido. No estoy de acuerdo con el gran mensaje de Estados Unidos de que estamos en el lado correcto, el de los ángeles. No lo estamos, pero creemos que lo estamos. Y no encuentro la oportunidad de expresar este punto de vista porque no me publicarían muy a menudo. El punto de vista ahora es que tienes que ser esto, esto, esto. Todo muy correcto. Está todo muy, muy cancelado. Si no publicas lo que la mayoría quiere, pierdes tu trabajo. […] Como escritor, podría no haber conseguido un editor. Aún así, tengo 91, y cuando tienes 91, ya no tienes que escuchar a nadie, porque tus días en la tierra están contados. Eso es bastante liberador.

Gay Talese enfatiza:
—Es muy liberador ser viejo. A los cincuenta, pensaba que era viejo. Con 91, creo que ya no soy viejo: creo que soy una persona liberada, soy una persona libre. No tengo que ajustarme a la opinión popular. Eso es maravilloso.

Su libertad se expande a todas las esferas de su vida. Gay Talese revela, con orgullo, su resistencia a dejarse gobernar por la tecnología. Lee en papel: su diario de cabecera es The New York Times, y su revista, The New Yorker. Escribe en papel: con la excepción de las veces en que un editor de The New Yorker le pidió que, por favor, enviara los artículos por correo electrónico y no por correo tradicional. Se organiza en papel: lleva en el bolsillo la agenda de sus días en tarjetas que él mismo hace con los cartones de protección que dan forma a sus camisas al retirarlas de la lavandería. Se comunica por papel: no tiene celular. Mantiene correspondencia por carta.

—¿No se siente a veces aislado?
—¿Al no tener celular?
—Por ejemplo…
—No. Si la gente quiere hablar conmigo, puede hablar conmigo. No quiero tener un estúpido teléfono sonando en mi bolsillo todo el día. A veces vas a restaurantes, ves a mujeres y hombres mirando sus celulares cuando están cenando. Nunca he tenido un celular sonando cuando estoy cenando o cuando estoy caminando por la calle o cuando estoy durmiendo. No quiero saber de esa gente. Si quieren hablar conmigo, me escriben una carta o me hacen llegar un mensaje de alguna manera. […]
—¿Qué opina sobre el lenguaje SEO?, ¿sabe lo que es?
—No tengo opinión, ni siquiera sé qué es… y, por favor, no me lo digas.
—Hoy están los algoritmos, la inteligencia artificial…
Niega con la cabeza.
—¿Ha oído hablar del ChatGPT?
—No.
—¿No?
—Estás hablando con una persona. Estoy tan desinteresado… Soy tan ignorante... Estoy tan aburrido de estos aparatos tecnológicos que ahorran tiempo. Ven a verme tal cual lo hacemos ahora mismo. Tú y yo estamos aquí. Si estoy hablando con alguien, quiero verlo. No quiero hacer un Zoom. A veces tienes que hacer un Zoom porque, del otro lado, están en China. Si es importante, podría hacerlo. Pero no es satisfactorio. No siento que estoy allí. Es sintético, es remoto. No es unificador ni compatible ni cohesivo. No está conectado. Está desconectado.
—Para muchas personas esto significa conexión.
—Muchos prefieren eso. No quieren molestarse, tener la obligación ni la responsabilidad de conocer a alguien. Les gusta la conexión sintética que no se siente… Ojalá pudiéramos tener guerras a través de Zoom en las que nadie muriera. Pero lo que siento acerca de las relaciones es que no puedes tenerlas si son por Zoom. Tienes que estar allí. […]
—La audiencia ya no quiere leer, quiere consumir contenido rápido. ¿Qué piensa de esto?
—No es mi mundo. Tal vez es un mundo grande pero como no soy parte de él, no estoy sufriendo. Pero no siento que me falte nada. Es como si fuera una fiesta a la que no estoy invitado. ¿Y qué? No me importa. No es que quiera sonar desagradecido, pero hay ciertas cosas que no me importan demasiado. Quiero relaciones personales. Quiero entender a la persona con la que estoy hablando, quiero conocerla. No quiero relaciones superficiales. […]

“La personalidad del periodista estrella ha sido disminuida por la tecnología”


—¿Cómo ve el periodismo hoy?
—Me siento triste.
—¿Por qué?
—[…] Porque [los periodistas de hoy no] tienen sentido de sí mismos. No tienen la sensación de que están en el reino de los artistas. Siempre pensé que un periodista, en el rol de un escritor de no ficción, debía ser un artista, como un poeta, un novelista o un dramaturgo. ¿Por qué no? Si escribes tan bello, con tanta perspicacia, hay una cierta forma de reconocer ese logro artístico. Hoy no veo cómo los jóvenes periodistas podrían experimentar el orgullo que mis contemporáneos y yo experimentamos cincuenta años atrás. Tom Wolfe, Joan Didion, Norman Mailer, David Halberstam, Pete Hamill, William Buckley. Todos éramos escritores. Trabajábamos para un diario, una revista. Teníamos algo de estatura, algo de orgullo, algo de imagen, un estilo reconocible. Estilo…

Gay Talese habla nostálgico:
—Cuando era joven, había personas a las que no podías despedir porque eran especiales, no tenían reemplazo. Tenían un talento tan singular que no podías encontrar talento para igualarlos. Ahora [los periodistas] son intercambiables. [Son como los] repuestos de un auto.

El escritor dice que, para él, todo se arruinó en los cincuenta o sesenta, cuando llegaron las grabadoras, y el periodismo, asegura, “dejó de ser una forma de arte y pasó a ser un trabajo”.

—[Empezó el] pregunta-respuesta, pregunta-respuesta. Eso hace que la entrevista sea un diálogo. Mi práctica siempre fue al aire libre, experimentar, presenciar escenas, caminar en la calle, en Central Park. Veíamos, oíamos cosas. […] La grabadora disminuyó el arte de oír. Porque todo está en la cinta y alrededor de la cinta...
—Hoy la grabadora permite mantener un registro a salvo de la desinformación.
—La grabadora extinguió la voz del escritor. […] Llevó a los periodistas a trabajar puertas adentro. [Despojó al entrevistado] de su expresión completa. A partir de entonces, obtienes las respuestas del entrevistado a la pregunta directa. No siempre fue así. Cuando entrevisto a la gente, hago la misma pregunta cinco veces y obtengo diferentes respuestas. Son muchos intentos de hacer la misma pregunta. Además, hoy ves en los diarios artículos con dos firmas. ¿Cómo puede ser así? Es algo que hace una persona, pero los diarios ahora [hacen que] alguien obtenga la información y que otro la escriba. Nunca podrás ser famoso si actúas en dúo. La personalidad del periodista estrella, del periodista águila, del periodista creativo, del periodista identificable ha sido disminuida por la tecnología, [aplacada] por la grabadora y por los propios diarios que han reducido su personal haciendo equipos. Es como ir a una obra de Broadway donde nadie está protagonizando nada. ¿Quién actúa? No lo sabes. En los cincuenta y sesenta, las revistas eran los nombres de los escritores, que eran conocidos. Tom Wolfe, Joan Didion, Norman Mailer. Muchos escritores de ficción como Truman Capote escribieron no ficción.
—Los medios han cambiado. Todo está en línea.
—Y hay una actitud predominante de lo que es correcto y lo que no. Entonces, si tienes un punto de vista que es único, te metes en problemas. No puedes publicar. Si dices algo que a alguien no le gusta, aunque represente a un número pequeño de personas, puede ser usado en tu contra, acabar con tu carrera. Los escritores son cautelosos, tienen tanto miedo de hacer o decir algo incorrecto. La atmósfera no es propicia para el espíritu creativo. Lo hace difícil. Si escribes novelas, no usas nombres reales. Pero si escribes libros de no ficción, con nombres y hechos reales, tienes que ser muy, muy, muy cuidadoso en cómo seleccionas los hechos. Te pueden llamar racista, antisemita o sexista, todas estas etiquetas. No es justo. No puedes defenderte. […]
—Hoy los periodistas no están evitando las redes. Sus audiencias consumen más redes que medios.
—No estoy en su compañía. No soy parte de ese mundo.
—¿Hay autocrítica entre los periodistas?
—Depende. Cada individuo tiene un punto de vista. Cuando era un joven periodista de dieciocho, quería sobresalir. Quería hacer el mejor trabajo posible. Yo era ambicioso. No quería ser alguien ordinario. Quería ser excepcional. Sentía que si podía ser realmente bueno en lo que hacía, cumpliría mi ambición. Mi ambición siempre ha sido contar historias. ¿Qué tipo de historias? Contar historias que no eran historias. Yo las hacía historias. Quería escribir sobre quienes no se escribiría si yo no lo hiciera. Quería entrevistar a personas que, si yo no las entrevistaba, nunca serían entrevistadas. Ese es mi territorio. Lidiar con personas oscuras, olvidadas, ignoradas, fuera de la vista, fuera de la mente. Ahora tenemos las redes sociales. ¿Qué demonios me importan las redes sociales? Te digo, mi mundo es tratar de descubrir y encontrar relevancia y personas que sin mi atención, no tendrían atención. La gente ya no quiere eso. Quieren estar en el mundo de la identidad, la aceptación, la popularidad, la familiaridad, el panorama general. Yo quiero el panorama pequeño. Yo quería descubrir una parte de la tierra que no se hubiera descubierto antes. Quería ser un pionero, un viajero, y eso es lo que creo que he sido. […]
—¿Cómo ve el futuro del periodismo?
Demora en responder y finalmente dice:
—No soy muy optimista… Lo siento por los jóvenes si son ambiciosos. Si no lo son, tal vez el periodismo los satisfaga. Pero yo jamás sería feliz siendo el periodista que reconozco como el periodista normal. No me sentiría cómodo. Yo quiero estar haciendo no ficción creativa, algo diferente. Hoy el periodismo es muy conformista. Todo el mundo está tratando de hacer la misma historia. Todos persiguiendo a un político en el Congreso para que diga algo que dos días después no significará nada. ¿Puedes pasar tu carrera, toda tu vida, persiguiendo a estos políticos? ¿Persiguiendo una cuña sobre el cambio climático o sobre algo que dijo algún gobernador de Florida o lo que dijo Putin o Biden? ¿Te imaginas tener una carrera cubriendo a Biden? Tienes 38, vienes a la Casa Blanca. ¡Por el amor de Cristo! En cinco años habrá un presidente diferente. ¿Cuántas historias escribiste como corresponsal en la Casa Blanca que valdrá la pena releer dos años después? No significarán nada.
—Se invierte poco en historias ambiciosas. ¿Cómo puede un periodista que quiere ejecutarlas tener éxito?
—El único ejemplo para los periodistas es leer ficción. Lee a los grandes escritores, no leas a los periodistas. Los periodistas son tan políticos. Lee a Proust, Hemingway, Fitzgerald, James Baldwin, Simone de Beauvoir. Leélos y trata de escribir a ese nivel. Eleva el periodismo al nivel de la literatura, escribe literatura de no ficción. La ficción es, por supuesto, literatura de la imaginación. Pero ¿puedes, como periodista, concentrarte en escribir la literatura de la realidad? La literatura de la realidad es lo que me gusta hacer. Como periodista, quieres ser un artista. No quieres ser un tomador de notas. No quieres ser el escenógrafo. Hoy los periodistas son escenógrafos. Llevan micrófonos, andan tras la cara del político. ¿Quieres ser un periodista escenógrafo? Yo no querría serlo.
—¿Cómo mantiene la ambición de ser artista a su edad?
—Cuando tenía diecinueve, tuve un sueño. [De adolescente] iba al cine. Me senté allí durante una hora y media en una sala, viendo la película y pensé: “quiero vivir como si estuviera en una película”. Quiero tener las escenas, el drama, la narración, el diálogo, el monólogo, la música, el destino. Cuando recién me convertí en periodista, quería tener a mis personajes en una situación cinematográfica de narración, imagen, diálogo, escenario. ¿Quiénes eran? ¿Cómo se vestían? ¿Qué se decían unos a otros? Era como vivir una película. Yo mismo quería vivir una vida más dramática, no quería una vida ordinaria. Como periodista quería vivir como en una película. Quería vivir una vida interesante, conflictiva. No quería un cuento feliz. Quería drama. Quería sentirme vivo.
—¿Cuál quiere que sea su legado?
—Quiero que todo lo que he hecho, libros, piezas de revistas, periodismo diario, representen la adhesión al estándar de lo mejor de lo mejor. Si muero dentro de diez minutos, puedo asegurar que nunca he hecho nada, en mis setenta años publicando, de lo que me avergüence. He escrito cientos de artículos, quince libros, también tengo muchas piezas largas. Todo lo que he publicado, todo ese tiempo, representó, incluso para mí ahora en retrospectiva, que hice lo mejor que pude. No podría haberlo hecho mejor.

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A los 91 años, a poco de publicar su libro número quince, la leyenda del “nuevo periodismo” habla de su nuevo trabajo que, reconoce, puede ser el último. Revela, con orgullo, su resistencia a dejarse gobernar por la tecnología: “Es una fiesta a la que no estoy invitado. ¿Y qué? No me importa”. Comparte su desilusión por los periodistas de hoy: “No tienen la sensación de que están en el reino de los artistas”, y agrega: “Es como ir a una obra de Broadway donde nadie está protagonizando nada. ¿Quién actúa? No lo sabes”.

Horas después de acabar la última página del libro que publicará en agosto, Gay Talese, de 91 años, escritor, leyenda del “nuevo periodismo”, ícono neoyorquino, hombre alto y delgado, con corbata beige de lunares rojos, sombrero y guantes de cuero a la medida, abandona Donohue’s Steak House, un restaurante especializado en carnes, de atmósfera oscura, en la avenida Lexington.

—¿Estás lista? —pregunta a su mujer.

Nan Talese, 89, una de las editoras más importantes de Estados Unidos, hoy retirada, con blazer pata de gallo, ojos verdes profundos y amistosos, dueña de un tono de voz que recuerda al de alguna interpretación de Audrey Hepburn, sentada sobre la silla de ruedas roja que usa para desplazarse cuando no camina apoyada en su bastón dorado, asiente.

Es una noche de invierno, son las ocho y media, y las fachadas del Upper East Side, en Manhattan, son una fiesta de luces. Los brownstones conviven con rascacielos de oficinas encendidas; los atelieres de diseñador, con sucursales de cadenas de ropa desechable, de vitrinas cuya luz recuerda la de un hospital; los viejos diners, las tabernas y los bufés clásicos, con menús que se ven desde la entrada, conviven con minimarkets de ofertas anunciadas en neón.

La temperatura cae bajo cero cuando Gay Talese y su mujer atraviesan la noche neoyorquina a toda velocidad; ella sobre cuatro ruedas, él maniobrando su silla con distinción. En silencio, la pareja surca los vericuetos de su vecindario, esquiva desniveles, hoyos, pilas de bolsas de basura con nidos de ratas y peatones distraídos que caminan mirando la pantalla de su celular o dejando el ambiente impregnado a marihuana.

Regresan a su brownstone, el palacete de piedra rojiza y cuatro pisos donde han vivido por sesenta años. Es una casa adosada de cuatro apartamentos, construida en 1871, adonde el escritor llegó de soltero en 1957. Entonces costeaba una habitación en el tercer piso, con los ciento cincuenta dólares que ganaba a la semana como reportero para la sección de deportes en The New York Times. Fue adquiriendo los otros niveles a medida que se casó y llegaron sus hijas, Pamela, en 1964, y Catherine, en 1967. A la vez enfocó su trabajo en escribir historias de personajes de la clase obrera, artesana y artística que no conseguían atención en el periodismo. Su obsesión lo llevó a escribir piezas para revistas que se convirtieron en textos de culto, como “Frank Sinatra está resfriado”, donde retrató al séquito de personajes anónimos que rodeaba a la celebridad, y libros como El puente, donde mostró el trabajo de los obreros de la construcción.

En 1974 compró el edificio donde vivía con el dinero que le dejaron las ventas de Honrarás a tu padre, una publicación sobre la familia criminal de los Bonanno y el primer libro de no ficción que se inmiscuyó en el universo de la mafia neoyorquina.

Con la silla de ruedas plegada bajo su brazo, Gay Talese se abre camino, con su mujer, a su refugio temperado. Parece una galería de arte —paredes blancas y brillantes, cuadros realistas y surrealistas, esculturas de origen oriental y fotografías de paisajes— que ambos cruzan para dirigirse a una escalera alfombrada en rojo. La suben lento, apoyados uno en otro, hasta detenerse en una puerta del tercer piso. Es como cualquiera pero, al abrirla, ofrece un vistazo a otra casa dentro de su casa: un living-comedor-cocina, tapizado en papel mural rojo y blanco con motivos florales, cortinas del mismo diseño, espejos y repisas y muebles llenos de libros. Es el primero de los cuatro apartamentos donde Gay Talese vivió.

—He viajado por todo Estados Unidos en mis sesenta años como periodista itinerante. Pero sigo sintiendo que es importante tener una base, y esta es mi base de operaciones.

Como en un tributo al lugar donde todo comenzó, en la pared hay fotografías de las últimas seis décadas. Ahí sus hijas, Pamela y Catherine, junto a Nan, recostadas en la orilla de una playa. Allá Gay Talese de joven, golpeando una pelota con una raqueta en una cancha de tenis. Acá retratos en blanco y negro, en primer plano, de la pareja.

—No quería casarme con ella pero tampoco quería que nadie más se casara con ella—dice el escritor de Nan—. Si tienes la suerte de no estar divorciado, yo no lo estoy, llevo casado sesenta y cuatro años con la misma persona, estableces una especie de continuidad. […] Mi vida es muy simple. La variedad la tengo en mi trabajo.

Gay Talese habla fuerte, a veces sin modular la voz, solo interrumpido por el tictac del reloj Westclox, apostado al centro de la pared, que ahora anuncia las 8:50. Nan ha pasado a descansar a su habitación.

—Puede que escriba otro libro, pero puede que no —cambia de tema Gay Talese, tras acomodarse en el comedor, candelabros al centro, dos individuales y servilletas de género en ambas cabeceras—. Al haber completado hoy la página final de este manuscrito siento que logré algo que me permite dormir con cierta satisfacción de que lo hice lo mejor que pude.

Gay Talese siempre habla como si estuviera al límite del enfado, aunque no debería estarlo. Menos hoy, que brindó en Donohue’s con un martini por el punto final que le puso a Bartleby and Me, su libro número quince, que escribió en estos últimos cinco años. Está inspirado en el cuento “Bartleby, el escribiente”, publicado en 1853 por el autor Herman Melville, el mismo de Moby Dick, sobre un abogado que dirige una práctica legal en Wall Street. Bartleby and Me es, además, la continuación de “Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas”, una de las más famosas crónicas sobre la Gran Manzana que Talese publicó en 1960 en Esquire, basándose en las personas y situaciones que pasaban desapercibidas en la ciudad. Gay Talese reconoce haber escrito su último libro interesado en Melville, un escritor poco apreciado en vida.

—Es la historia de un “escribiente” del que no sabes nada, como mucha gente que ves en tu vida promedio, en una farmacia, en un restaurante, en un centro comercial o en un bus. […] No sabes su nombre ni su apellido. Cuando era un joven periodista, a los veintiuno, veintidós, decidí escribir sobre los nadies. En las noticias escribes sobre un político, un héroe deportivo, una estrella de cine, un líder empresarial. Escribes sobre alguien. Yo quería escribir sobre nadie, como Bartleby. Y escribí Bartleby and Me con todos los Bartlebies que he conocido: el portero de un edificio, [el vendedor] de la farmacia donde compro mis remedios, el chofer de un auto que me transportó. Son personas con historias que contar, pero no son de interés periodístico y cuando mueran, no obtendrán un obituario porque no son lo suficientemente famosos.

Gay Talese sigue:
—Los escritores tienen un libro publicado en señal de reconocimiento y de logro. Si eres poeta, es un poema. Si eres un guionista, escribes una película. Si eres actor, la interpretas. Si eres político, ganas una elección. No gané ninguna elección hoy, pero ciertamente siento que gané en el mundo del logro. Me di un premio hoy en mi cabeza al terminar este libro.
—Si pudiera ponerle nombre a ese premio, ¿cuál sería?
—Primero: un reconocimiento a que estoy vivo. Segundo: que soy capaz de hacer mi trabajo. Tercero: que no solo soy capaz de hacer mi trabajo, sino de publicarlo. A veces completas tu trabajo y nadie lo quiere publicar. Y hay que tener suerte para que alguien diga: “oh, es digno de ser publicado”. Si tienes suerte, mueres dejando algo atrás que no muere: un libro o una ópera. Muere Giuseppe Verdi y hay muchas óperas. Muchos escritores escriben libros maravillosos, pero los libros mueren antes que ellos… a veces lo aceptan, como Melville, que murió antes de la fama del libro… El NYT ni siquiera le hizo un obituario. Era un personaje en las sombras. […] Yo no quiero estar allí. Y espero que cuando se publique este libro, este próximo agosto, algún crítico piense que hice un buen trabajo. Si no sucede, seguiré pensando que hice un buen trabajo. Porque sé que lo hice.

“Es muy liberador ser viejo”


Hijo de un sastre nacido en Italia que llegó a Estados Unidos a los diecisiete y de una costurera de familia del mismo origen, oriunda de Brooklyn, y dueña de una tienda de ropa, Gay Talese, nacido en Ocean City, Nueva Jersey, no demora en decir que ve el mundo como un inmigrante.

—Tengo una sensación de extranjería sobre mí, un sentido de la alteridad. Yo no soy estadounidense en mi cabeza. Lo soy de nacimiento, pero tengo padre y madre extranjeros, y veo las cosas desde diferentes puntos de vista. No estoy a favor de la política estadounidense.

Y luego sigue refunfuñando:

—Mi naturaleza extranjera hace que no me compre la política exterior estadounidense ni la imagen de los medios sobre los rusos como villanos. No soy exactamente una persona popular en mi país, donde no hay variación, no hay vacilación, no hay ambigüedad. Pero yo soy escritor. Escribo lo que quiero escribir y, a veces, no encuentro mucha audiencia porque puedo llegar a ser controvertido. No estoy de acuerdo con el gran mensaje de Estados Unidos de que estamos en el lado correcto, el de los ángeles. No lo estamos, pero creemos que lo estamos. Y no encuentro la oportunidad de expresar este punto de vista porque no me publicarían muy a menudo. El punto de vista ahora es que tienes que ser esto, esto, esto. Todo muy correcto. Está todo muy, muy cancelado. Si no publicas lo que la mayoría quiere, pierdes tu trabajo. […] Como escritor, podría no haber conseguido un editor. Aún así, tengo 91, y cuando tienes 91, ya no tienes que escuchar a nadie, porque tus días en la tierra están contados. Eso es bastante liberador.

Gay Talese enfatiza:
—Es muy liberador ser viejo. A los cincuenta, pensaba que era viejo. Con 91, creo que ya no soy viejo: creo que soy una persona liberada, soy una persona libre. No tengo que ajustarme a la opinión popular. Eso es maravilloso.

Su libertad se expande a todas las esferas de su vida. Gay Talese revela, con orgullo, su resistencia a dejarse gobernar por la tecnología. Lee en papel: su diario de cabecera es The New York Times, y su revista, The New Yorker. Escribe en papel: con la excepción de las veces en que un editor de The New Yorker le pidió que, por favor, enviara los artículos por correo electrónico y no por correo tradicional. Se organiza en papel: lleva en el bolsillo la agenda de sus días en tarjetas que él mismo hace con los cartones de protección que dan forma a sus camisas al retirarlas de la lavandería. Se comunica por papel: no tiene celular. Mantiene correspondencia por carta.

—¿No se siente a veces aislado?
—¿Al no tener celular?
—Por ejemplo…
—No. Si la gente quiere hablar conmigo, puede hablar conmigo. No quiero tener un estúpido teléfono sonando en mi bolsillo todo el día. A veces vas a restaurantes, ves a mujeres y hombres mirando sus celulares cuando están cenando. Nunca he tenido un celular sonando cuando estoy cenando o cuando estoy caminando por la calle o cuando estoy durmiendo. No quiero saber de esa gente. Si quieren hablar conmigo, me escriben una carta o me hacen llegar un mensaje de alguna manera. […]
—¿Qué opina sobre el lenguaje SEO?, ¿sabe lo que es?
—No tengo opinión, ni siquiera sé qué es… y, por favor, no me lo digas.
—Hoy están los algoritmos, la inteligencia artificial…
Niega con la cabeza.
—¿Ha oído hablar del ChatGPT?
—No.
—¿No?
—Estás hablando con una persona. Estoy tan desinteresado… Soy tan ignorante... Estoy tan aburrido de estos aparatos tecnológicos que ahorran tiempo. Ven a verme tal cual lo hacemos ahora mismo. Tú y yo estamos aquí. Si estoy hablando con alguien, quiero verlo. No quiero hacer un Zoom. A veces tienes que hacer un Zoom porque, del otro lado, están en China. Si es importante, podría hacerlo. Pero no es satisfactorio. No siento que estoy allí. Es sintético, es remoto. No es unificador ni compatible ni cohesivo. No está conectado. Está desconectado.
—Para muchas personas esto significa conexión.
—Muchos prefieren eso. No quieren molestarse, tener la obligación ni la responsabilidad de conocer a alguien. Les gusta la conexión sintética que no se siente… Ojalá pudiéramos tener guerras a través de Zoom en las que nadie muriera. Pero lo que siento acerca de las relaciones es que no puedes tenerlas si son por Zoom. Tienes que estar allí. […]
—La audiencia ya no quiere leer, quiere consumir contenido rápido. ¿Qué piensa de esto?
—No es mi mundo. Tal vez es un mundo grande pero como no soy parte de él, no estoy sufriendo. Pero no siento que me falte nada. Es como si fuera una fiesta a la que no estoy invitado. ¿Y qué? No me importa. No es que quiera sonar desagradecido, pero hay ciertas cosas que no me importan demasiado. Quiero relaciones personales. Quiero entender a la persona con la que estoy hablando, quiero conocerla. No quiero relaciones superficiales. […]

“La personalidad del periodista estrella ha sido disminuida por la tecnología”


—¿Cómo ve el periodismo hoy?
—Me siento triste.
—¿Por qué?
—[…] Porque [los periodistas de hoy no] tienen sentido de sí mismos. No tienen la sensación de que están en el reino de los artistas. Siempre pensé que un periodista, en el rol de un escritor de no ficción, debía ser un artista, como un poeta, un novelista o un dramaturgo. ¿Por qué no? Si escribes tan bello, con tanta perspicacia, hay una cierta forma de reconocer ese logro artístico. Hoy no veo cómo los jóvenes periodistas podrían experimentar el orgullo que mis contemporáneos y yo experimentamos cincuenta años atrás. Tom Wolfe, Joan Didion, Norman Mailer, David Halberstam, Pete Hamill, William Buckley. Todos éramos escritores. Trabajábamos para un diario, una revista. Teníamos algo de estatura, algo de orgullo, algo de imagen, un estilo reconocible. Estilo…

Gay Talese habla nostálgico:
—Cuando era joven, había personas a las que no podías despedir porque eran especiales, no tenían reemplazo. Tenían un talento tan singular que no podías encontrar talento para igualarlos. Ahora [los periodistas] son intercambiables. [Son como los] repuestos de un auto.

El escritor dice que, para él, todo se arruinó en los cincuenta o sesenta, cuando llegaron las grabadoras, y el periodismo, asegura, “dejó de ser una forma de arte y pasó a ser un trabajo”.

—[Empezó el] pregunta-respuesta, pregunta-respuesta. Eso hace que la entrevista sea un diálogo. Mi práctica siempre fue al aire libre, experimentar, presenciar escenas, caminar en la calle, en Central Park. Veíamos, oíamos cosas. […] La grabadora disminuyó el arte de oír. Porque todo está en la cinta y alrededor de la cinta...
—Hoy la grabadora permite mantener un registro a salvo de la desinformación.
—La grabadora extinguió la voz del escritor. […] Llevó a los periodistas a trabajar puertas adentro. [Despojó al entrevistado] de su expresión completa. A partir de entonces, obtienes las respuestas del entrevistado a la pregunta directa. No siempre fue así. Cuando entrevisto a la gente, hago la misma pregunta cinco veces y obtengo diferentes respuestas. Son muchos intentos de hacer la misma pregunta. Además, hoy ves en los diarios artículos con dos firmas. ¿Cómo puede ser así? Es algo que hace una persona, pero los diarios ahora [hacen que] alguien obtenga la información y que otro la escriba. Nunca podrás ser famoso si actúas en dúo. La personalidad del periodista estrella, del periodista águila, del periodista creativo, del periodista identificable ha sido disminuida por la tecnología, [aplacada] por la grabadora y por los propios diarios que han reducido su personal haciendo equipos. Es como ir a una obra de Broadway donde nadie está protagonizando nada. ¿Quién actúa? No lo sabes. En los cincuenta y sesenta, las revistas eran los nombres de los escritores, que eran conocidos. Tom Wolfe, Joan Didion, Norman Mailer. Muchos escritores de ficción como Truman Capote escribieron no ficción.
—Los medios han cambiado. Todo está en línea.
—Y hay una actitud predominante de lo que es correcto y lo que no. Entonces, si tienes un punto de vista que es único, te metes en problemas. No puedes publicar. Si dices algo que a alguien no le gusta, aunque represente a un número pequeño de personas, puede ser usado en tu contra, acabar con tu carrera. Los escritores son cautelosos, tienen tanto miedo de hacer o decir algo incorrecto. La atmósfera no es propicia para el espíritu creativo. Lo hace difícil. Si escribes novelas, no usas nombres reales. Pero si escribes libros de no ficción, con nombres y hechos reales, tienes que ser muy, muy, muy cuidadoso en cómo seleccionas los hechos. Te pueden llamar racista, antisemita o sexista, todas estas etiquetas. No es justo. No puedes defenderte. […]
—Hoy los periodistas no están evitando las redes. Sus audiencias consumen más redes que medios.
—No estoy en su compañía. No soy parte de ese mundo.
—¿Hay autocrítica entre los periodistas?
—Depende. Cada individuo tiene un punto de vista. Cuando era un joven periodista de dieciocho, quería sobresalir. Quería hacer el mejor trabajo posible. Yo era ambicioso. No quería ser alguien ordinario. Quería ser excepcional. Sentía que si podía ser realmente bueno en lo que hacía, cumpliría mi ambición. Mi ambición siempre ha sido contar historias. ¿Qué tipo de historias? Contar historias que no eran historias. Yo las hacía historias. Quería escribir sobre quienes no se escribiría si yo no lo hiciera. Quería entrevistar a personas que, si yo no las entrevistaba, nunca serían entrevistadas. Ese es mi territorio. Lidiar con personas oscuras, olvidadas, ignoradas, fuera de la vista, fuera de la mente. Ahora tenemos las redes sociales. ¿Qué demonios me importan las redes sociales? Te digo, mi mundo es tratar de descubrir y encontrar relevancia y personas que sin mi atención, no tendrían atención. La gente ya no quiere eso. Quieren estar en el mundo de la identidad, la aceptación, la popularidad, la familiaridad, el panorama general. Yo quiero el panorama pequeño. Yo quería descubrir una parte de la tierra que no se hubiera descubierto antes. Quería ser un pionero, un viajero, y eso es lo que creo que he sido. […]
—¿Cómo ve el futuro del periodismo?
Demora en responder y finalmente dice:
—No soy muy optimista… Lo siento por los jóvenes si son ambiciosos. Si no lo son, tal vez el periodismo los satisfaga. Pero yo jamás sería feliz siendo el periodista que reconozco como el periodista normal. No me sentiría cómodo. Yo quiero estar haciendo no ficción creativa, algo diferente. Hoy el periodismo es muy conformista. Todo el mundo está tratando de hacer la misma historia. Todos persiguiendo a un político en el Congreso para que diga algo que dos días después no significará nada. ¿Puedes pasar tu carrera, toda tu vida, persiguiendo a estos políticos? ¿Persiguiendo una cuña sobre el cambio climático o sobre algo que dijo algún gobernador de Florida o lo que dijo Putin o Biden? ¿Te imaginas tener una carrera cubriendo a Biden? Tienes 38, vienes a la Casa Blanca. ¡Por el amor de Cristo! En cinco años habrá un presidente diferente. ¿Cuántas historias escribiste como corresponsal en la Casa Blanca que valdrá la pena releer dos años después? No significarán nada.
—Se invierte poco en historias ambiciosas. ¿Cómo puede un periodista que quiere ejecutarlas tener éxito?
—El único ejemplo para los periodistas es leer ficción. Lee a los grandes escritores, no leas a los periodistas. Los periodistas son tan políticos. Lee a Proust, Hemingway, Fitzgerald, James Baldwin, Simone de Beauvoir. Leélos y trata de escribir a ese nivel. Eleva el periodismo al nivel de la literatura, escribe literatura de no ficción. La ficción es, por supuesto, literatura de la imaginación. Pero ¿puedes, como periodista, concentrarte en escribir la literatura de la realidad? La literatura de la realidad es lo que me gusta hacer. Como periodista, quieres ser un artista. No quieres ser un tomador de notas. No quieres ser el escenógrafo. Hoy los periodistas son escenógrafos. Llevan micrófonos, andan tras la cara del político. ¿Quieres ser un periodista escenógrafo? Yo no querría serlo.
—¿Cómo mantiene la ambición de ser artista a su edad?
—Cuando tenía diecinueve, tuve un sueño. [De adolescente] iba al cine. Me senté allí durante una hora y media en una sala, viendo la película y pensé: “quiero vivir como si estuviera en una película”. Quiero tener las escenas, el drama, la narración, el diálogo, el monólogo, la música, el destino. Cuando recién me convertí en periodista, quería tener a mis personajes en una situación cinematográfica de narración, imagen, diálogo, escenario. ¿Quiénes eran? ¿Cómo se vestían? ¿Qué se decían unos a otros? Era como vivir una película. Yo mismo quería vivir una vida más dramática, no quería una vida ordinaria. Como periodista quería vivir como en una película. Quería vivir una vida interesante, conflictiva. No quería un cuento feliz. Quería drama. Quería sentirme vivo.
—¿Cuál quiere que sea su legado?
—Quiero que todo lo que he hecho, libros, piezas de revistas, periodismo diario, representen la adhesión al estándar de lo mejor de lo mejor. Si muero dentro de diez minutos, puedo asegurar que nunca he hecho nada, en mis setenta años publicando, de lo que me avergüence. He escrito cientos de artículos, quince libros, también tengo muchas piezas largas. Todo lo que he publicado, todo ese tiempo, representó, incluso para mí ahora en retrospectiva, que hice lo mejor que pude. No podría haberlo hecho mejor.

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Fotografía de Muriel Alarcón.

"Hoy el periodismo es muy conformista. Todos están tratando de hacer la misma historia": Gay Talese

"Hoy el periodismo es muy conformista. Todos están tratando de hacer la misma historia": Gay Talese

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A los 91 años, a poco de publicar su libro número quince, la leyenda del “nuevo periodismo” habla de su nuevo trabajo que, reconoce, puede ser el último. Revela, con orgullo, su resistencia a dejarse gobernar por la tecnología: “Es una fiesta a la que no estoy invitado. ¿Y qué? No me importa”. Comparte su desilusión por los periodistas de hoy: “No tienen la sensación de que están en el reino de los artistas”, y agrega: “Es como ir a una obra de Broadway donde nadie está protagonizando nada. ¿Quién actúa? No lo sabes”.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Horas después de acabar la última página del libro que publicará en agosto, Gay Talese, de 91 años, escritor, leyenda del “nuevo periodismo”, ícono neoyorquino, hombre alto y delgado, con corbata beige de lunares rojos, sombrero y guantes de cuero a la medida, abandona Donohue’s Steak House, un restaurante especializado en carnes, de atmósfera oscura, en la avenida Lexington.

—¿Estás lista? —pregunta a su mujer.

Nan Talese, 89, una de las editoras más importantes de Estados Unidos, hoy retirada, con blazer pata de gallo, ojos verdes profundos y amistosos, dueña de un tono de voz que recuerda al de alguna interpretación de Audrey Hepburn, sentada sobre la silla de ruedas roja que usa para desplazarse cuando no camina apoyada en su bastón dorado, asiente.

Es una noche de invierno, son las ocho y media, y las fachadas del Upper East Side, en Manhattan, son una fiesta de luces. Los brownstones conviven con rascacielos de oficinas encendidas; los atelieres de diseñador, con sucursales de cadenas de ropa desechable, de vitrinas cuya luz recuerda la de un hospital; los viejos diners, las tabernas y los bufés clásicos, con menús que se ven desde la entrada, conviven con minimarkets de ofertas anunciadas en neón.

La temperatura cae bajo cero cuando Gay Talese y su mujer atraviesan la noche neoyorquina a toda velocidad; ella sobre cuatro ruedas, él maniobrando su silla con distinción. En silencio, la pareja surca los vericuetos de su vecindario, esquiva desniveles, hoyos, pilas de bolsas de basura con nidos de ratas y peatones distraídos que caminan mirando la pantalla de su celular o dejando el ambiente impregnado a marihuana.

Regresan a su brownstone, el palacete de piedra rojiza y cuatro pisos donde han vivido por sesenta años. Es una casa adosada de cuatro apartamentos, construida en 1871, adonde el escritor llegó de soltero en 1957. Entonces costeaba una habitación en el tercer piso, con los ciento cincuenta dólares que ganaba a la semana como reportero para la sección de deportes en The New York Times. Fue adquiriendo los otros niveles a medida que se casó y llegaron sus hijas, Pamela, en 1964, y Catherine, en 1967. A la vez enfocó su trabajo en escribir historias de personajes de la clase obrera, artesana y artística que no conseguían atención en el periodismo. Su obsesión lo llevó a escribir piezas para revistas que se convirtieron en textos de culto, como “Frank Sinatra está resfriado”, donde retrató al séquito de personajes anónimos que rodeaba a la celebridad, y libros como El puente, donde mostró el trabajo de los obreros de la construcción.

En 1974 compró el edificio donde vivía con el dinero que le dejaron las ventas de Honrarás a tu padre, una publicación sobre la familia criminal de los Bonanno y el primer libro de no ficción que se inmiscuyó en el universo de la mafia neoyorquina.

Con la silla de ruedas plegada bajo su brazo, Gay Talese se abre camino, con su mujer, a su refugio temperado. Parece una galería de arte —paredes blancas y brillantes, cuadros realistas y surrealistas, esculturas de origen oriental y fotografías de paisajes— que ambos cruzan para dirigirse a una escalera alfombrada en rojo. La suben lento, apoyados uno en otro, hasta detenerse en una puerta del tercer piso. Es como cualquiera pero, al abrirla, ofrece un vistazo a otra casa dentro de su casa: un living-comedor-cocina, tapizado en papel mural rojo y blanco con motivos florales, cortinas del mismo diseño, espejos y repisas y muebles llenos de libros. Es el primero de los cuatro apartamentos donde Gay Talese vivió.

—He viajado por todo Estados Unidos en mis sesenta años como periodista itinerante. Pero sigo sintiendo que es importante tener una base, y esta es mi base de operaciones.

Como en un tributo al lugar donde todo comenzó, en la pared hay fotografías de las últimas seis décadas. Ahí sus hijas, Pamela y Catherine, junto a Nan, recostadas en la orilla de una playa. Allá Gay Talese de joven, golpeando una pelota con una raqueta en una cancha de tenis. Acá retratos en blanco y negro, en primer plano, de la pareja.

—No quería casarme con ella pero tampoco quería que nadie más se casara con ella—dice el escritor de Nan—. Si tienes la suerte de no estar divorciado, yo no lo estoy, llevo casado sesenta y cuatro años con la misma persona, estableces una especie de continuidad. […] Mi vida es muy simple. La variedad la tengo en mi trabajo.

Gay Talese habla fuerte, a veces sin modular la voz, solo interrumpido por el tictac del reloj Westclox, apostado al centro de la pared, que ahora anuncia las 8:50. Nan ha pasado a descansar a su habitación.

—Puede que escriba otro libro, pero puede que no —cambia de tema Gay Talese, tras acomodarse en el comedor, candelabros al centro, dos individuales y servilletas de género en ambas cabeceras—. Al haber completado hoy la página final de este manuscrito siento que logré algo que me permite dormir con cierta satisfacción de que lo hice lo mejor que pude.

Gay Talese siempre habla como si estuviera al límite del enfado, aunque no debería estarlo. Menos hoy, que brindó en Donohue’s con un martini por el punto final que le puso a Bartleby and Me, su libro número quince, que escribió en estos últimos cinco años. Está inspirado en el cuento “Bartleby, el escribiente”, publicado en 1853 por el autor Herman Melville, el mismo de Moby Dick, sobre un abogado que dirige una práctica legal en Wall Street. Bartleby and Me es, además, la continuación de “Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas”, una de las más famosas crónicas sobre la Gran Manzana que Talese publicó en 1960 en Esquire, basándose en las personas y situaciones que pasaban desapercibidas en la ciudad. Gay Talese reconoce haber escrito su último libro interesado en Melville, un escritor poco apreciado en vida.

—Es la historia de un “escribiente” del que no sabes nada, como mucha gente que ves en tu vida promedio, en una farmacia, en un restaurante, en un centro comercial o en un bus. […] No sabes su nombre ni su apellido. Cuando era un joven periodista, a los veintiuno, veintidós, decidí escribir sobre los nadies. En las noticias escribes sobre un político, un héroe deportivo, una estrella de cine, un líder empresarial. Escribes sobre alguien. Yo quería escribir sobre nadie, como Bartleby. Y escribí Bartleby and Me con todos los Bartlebies que he conocido: el portero de un edificio, [el vendedor] de la farmacia donde compro mis remedios, el chofer de un auto que me transportó. Son personas con historias que contar, pero no son de interés periodístico y cuando mueran, no obtendrán un obituario porque no son lo suficientemente famosos.

Gay Talese sigue:
—Los escritores tienen un libro publicado en señal de reconocimiento y de logro. Si eres poeta, es un poema. Si eres un guionista, escribes una película. Si eres actor, la interpretas. Si eres político, ganas una elección. No gané ninguna elección hoy, pero ciertamente siento que gané en el mundo del logro. Me di un premio hoy en mi cabeza al terminar este libro.
—Si pudiera ponerle nombre a ese premio, ¿cuál sería?
—Primero: un reconocimiento a que estoy vivo. Segundo: que soy capaz de hacer mi trabajo. Tercero: que no solo soy capaz de hacer mi trabajo, sino de publicarlo. A veces completas tu trabajo y nadie lo quiere publicar. Y hay que tener suerte para que alguien diga: “oh, es digno de ser publicado”. Si tienes suerte, mueres dejando algo atrás que no muere: un libro o una ópera. Muere Giuseppe Verdi y hay muchas óperas. Muchos escritores escriben libros maravillosos, pero los libros mueren antes que ellos… a veces lo aceptan, como Melville, que murió antes de la fama del libro… El NYT ni siquiera le hizo un obituario. Era un personaje en las sombras. […] Yo no quiero estar allí. Y espero que cuando se publique este libro, este próximo agosto, algún crítico piense que hice un buen trabajo. Si no sucede, seguiré pensando que hice un buen trabajo. Porque sé que lo hice.

“Es muy liberador ser viejo”


Hijo de un sastre nacido en Italia que llegó a Estados Unidos a los diecisiete y de una costurera de familia del mismo origen, oriunda de Brooklyn, y dueña de una tienda de ropa, Gay Talese, nacido en Ocean City, Nueva Jersey, no demora en decir que ve el mundo como un inmigrante.

—Tengo una sensación de extranjería sobre mí, un sentido de la alteridad. Yo no soy estadounidense en mi cabeza. Lo soy de nacimiento, pero tengo padre y madre extranjeros, y veo las cosas desde diferentes puntos de vista. No estoy a favor de la política estadounidense.

Y luego sigue refunfuñando:

—Mi naturaleza extranjera hace que no me compre la política exterior estadounidense ni la imagen de los medios sobre los rusos como villanos. No soy exactamente una persona popular en mi país, donde no hay variación, no hay vacilación, no hay ambigüedad. Pero yo soy escritor. Escribo lo que quiero escribir y, a veces, no encuentro mucha audiencia porque puedo llegar a ser controvertido. No estoy de acuerdo con el gran mensaje de Estados Unidos de que estamos en el lado correcto, el de los ángeles. No lo estamos, pero creemos que lo estamos. Y no encuentro la oportunidad de expresar este punto de vista porque no me publicarían muy a menudo. El punto de vista ahora es que tienes que ser esto, esto, esto. Todo muy correcto. Está todo muy, muy cancelado. Si no publicas lo que la mayoría quiere, pierdes tu trabajo. […] Como escritor, podría no haber conseguido un editor. Aún así, tengo 91, y cuando tienes 91, ya no tienes que escuchar a nadie, porque tus días en la tierra están contados. Eso es bastante liberador.

Gay Talese enfatiza:
—Es muy liberador ser viejo. A los cincuenta, pensaba que era viejo. Con 91, creo que ya no soy viejo: creo que soy una persona liberada, soy una persona libre. No tengo que ajustarme a la opinión popular. Eso es maravilloso.

Su libertad se expande a todas las esferas de su vida. Gay Talese revela, con orgullo, su resistencia a dejarse gobernar por la tecnología. Lee en papel: su diario de cabecera es The New York Times, y su revista, The New Yorker. Escribe en papel: con la excepción de las veces en que un editor de The New Yorker le pidió que, por favor, enviara los artículos por correo electrónico y no por correo tradicional. Se organiza en papel: lleva en el bolsillo la agenda de sus días en tarjetas que él mismo hace con los cartones de protección que dan forma a sus camisas al retirarlas de la lavandería. Se comunica por papel: no tiene celular. Mantiene correspondencia por carta.

—¿No se siente a veces aislado?
—¿Al no tener celular?
—Por ejemplo…
—No. Si la gente quiere hablar conmigo, puede hablar conmigo. No quiero tener un estúpido teléfono sonando en mi bolsillo todo el día. A veces vas a restaurantes, ves a mujeres y hombres mirando sus celulares cuando están cenando. Nunca he tenido un celular sonando cuando estoy cenando o cuando estoy caminando por la calle o cuando estoy durmiendo. No quiero saber de esa gente. Si quieren hablar conmigo, me escriben una carta o me hacen llegar un mensaje de alguna manera. […]
—¿Qué opina sobre el lenguaje SEO?, ¿sabe lo que es?
—No tengo opinión, ni siquiera sé qué es… y, por favor, no me lo digas.
—Hoy están los algoritmos, la inteligencia artificial…
Niega con la cabeza.
—¿Ha oído hablar del ChatGPT?
—No.
—¿No?
—Estás hablando con una persona. Estoy tan desinteresado… Soy tan ignorante... Estoy tan aburrido de estos aparatos tecnológicos que ahorran tiempo. Ven a verme tal cual lo hacemos ahora mismo. Tú y yo estamos aquí. Si estoy hablando con alguien, quiero verlo. No quiero hacer un Zoom. A veces tienes que hacer un Zoom porque, del otro lado, están en China. Si es importante, podría hacerlo. Pero no es satisfactorio. No siento que estoy allí. Es sintético, es remoto. No es unificador ni compatible ni cohesivo. No está conectado. Está desconectado.
—Para muchas personas esto significa conexión.
—Muchos prefieren eso. No quieren molestarse, tener la obligación ni la responsabilidad de conocer a alguien. Les gusta la conexión sintética que no se siente… Ojalá pudiéramos tener guerras a través de Zoom en las que nadie muriera. Pero lo que siento acerca de las relaciones es que no puedes tenerlas si son por Zoom. Tienes que estar allí. […]
—La audiencia ya no quiere leer, quiere consumir contenido rápido. ¿Qué piensa de esto?
—No es mi mundo. Tal vez es un mundo grande pero como no soy parte de él, no estoy sufriendo. Pero no siento que me falte nada. Es como si fuera una fiesta a la que no estoy invitado. ¿Y qué? No me importa. No es que quiera sonar desagradecido, pero hay ciertas cosas que no me importan demasiado. Quiero relaciones personales. Quiero entender a la persona con la que estoy hablando, quiero conocerla. No quiero relaciones superficiales. […]

“La personalidad del periodista estrella ha sido disminuida por la tecnología”


—¿Cómo ve el periodismo hoy?
—Me siento triste.
—¿Por qué?
—[…] Porque [los periodistas de hoy no] tienen sentido de sí mismos. No tienen la sensación de que están en el reino de los artistas. Siempre pensé que un periodista, en el rol de un escritor de no ficción, debía ser un artista, como un poeta, un novelista o un dramaturgo. ¿Por qué no? Si escribes tan bello, con tanta perspicacia, hay una cierta forma de reconocer ese logro artístico. Hoy no veo cómo los jóvenes periodistas podrían experimentar el orgullo que mis contemporáneos y yo experimentamos cincuenta años atrás. Tom Wolfe, Joan Didion, Norman Mailer, David Halberstam, Pete Hamill, William Buckley. Todos éramos escritores. Trabajábamos para un diario, una revista. Teníamos algo de estatura, algo de orgullo, algo de imagen, un estilo reconocible. Estilo…

Gay Talese habla nostálgico:
—Cuando era joven, había personas a las que no podías despedir porque eran especiales, no tenían reemplazo. Tenían un talento tan singular que no podías encontrar talento para igualarlos. Ahora [los periodistas] son intercambiables. [Son como los] repuestos de un auto.

El escritor dice que, para él, todo se arruinó en los cincuenta o sesenta, cuando llegaron las grabadoras, y el periodismo, asegura, “dejó de ser una forma de arte y pasó a ser un trabajo”.

—[Empezó el] pregunta-respuesta, pregunta-respuesta. Eso hace que la entrevista sea un diálogo. Mi práctica siempre fue al aire libre, experimentar, presenciar escenas, caminar en la calle, en Central Park. Veíamos, oíamos cosas. […] La grabadora disminuyó el arte de oír. Porque todo está en la cinta y alrededor de la cinta...
—Hoy la grabadora permite mantener un registro a salvo de la desinformación.
—La grabadora extinguió la voz del escritor. […] Llevó a los periodistas a trabajar puertas adentro. [Despojó al entrevistado] de su expresión completa. A partir de entonces, obtienes las respuestas del entrevistado a la pregunta directa. No siempre fue así. Cuando entrevisto a la gente, hago la misma pregunta cinco veces y obtengo diferentes respuestas. Son muchos intentos de hacer la misma pregunta. Además, hoy ves en los diarios artículos con dos firmas. ¿Cómo puede ser así? Es algo que hace una persona, pero los diarios ahora [hacen que] alguien obtenga la información y que otro la escriba. Nunca podrás ser famoso si actúas en dúo. La personalidad del periodista estrella, del periodista águila, del periodista creativo, del periodista identificable ha sido disminuida por la tecnología, [aplacada] por la grabadora y por los propios diarios que han reducido su personal haciendo equipos. Es como ir a una obra de Broadway donde nadie está protagonizando nada. ¿Quién actúa? No lo sabes. En los cincuenta y sesenta, las revistas eran los nombres de los escritores, que eran conocidos. Tom Wolfe, Joan Didion, Norman Mailer. Muchos escritores de ficción como Truman Capote escribieron no ficción.
—Los medios han cambiado. Todo está en línea.
—Y hay una actitud predominante de lo que es correcto y lo que no. Entonces, si tienes un punto de vista que es único, te metes en problemas. No puedes publicar. Si dices algo que a alguien no le gusta, aunque represente a un número pequeño de personas, puede ser usado en tu contra, acabar con tu carrera. Los escritores son cautelosos, tienen tanto miedo de hacer o decir algo incorrecto. La atmósfera no es propicia para el espíritu creativo. Lo hace difícil. Si escribes novelas, no usas nombres reales. Pero si escribes libros de no ficción, con nombres y hechos reales, tienes que ser muy, muy, muy cuidadoso en cómo seleccionas los hechos. Te pueden llamar racista, antisemita o sexista, todas estas etiquetas. No es justo. No puedes defenderte. […]
—Hoy los periodistas no están evitando las redes. Sus audiencias consumen más redes que medios.
—No estoy en su compañía. No soy parte de ese mundo.
—¿Hay autocrítica entre los periodistas?
—Depende. Cada individuo tiene un punto de vista. Cuando era un joven periodista de dieciocho, quería sobresalir. Quería hacer el mejor trabajo posible. Yo era ambicioso. No quería ser alguien ordinario. Quería ser excepcional. Sentía que si podía ser realmente bueno en lo que hacía, cumpliría mi ambición. Mi ambición siempre ha sido contar historias. ¿Qué tipo de historias? Contar historias que no eran historias. Yo las hacía historias. Quería escribir sobre quienes no se escribiría si yo no lo hiciera. Quería entrevistar a personas que, si yo no las entrevistaba, nunca serían entrevistadas. Ese es mi territorio. Lidiar con personas oscuras, olvidadas, ignoradas, fuera de la vista, fuera de la mente. Ahora tenemos las redes sociales. ¿Qué demonios me importan las redes sociales? Te digo, mi mundo es tratar de descubrir y encontrar relevancia y personas que sin mi atención, no tendrían atención. La gente ya no quiere eso. Quieren estar en el mundo de la identidad, la aceptación, la popularidad, la familiaridad, el panorama general. Yo quiero el panorama pequeño. Yo quería descubrir una parte de la tierra que no se hubiera descubierto antes. Quería ser un pionero, un viajero, y eso es lo que creo que he sido. […]
—¿Cómo ve el futuro del periodismo?
Demora en responder y finalmente dice:
—No soy muy optimista… Lo siento por los jóvenes si son ambiciosos. Si no lo son, tal vez el periodismo los satisfaga. Pero yo jamás sería feliz siendo el periodista que reconozco como el periodista normal. No me sentiría cómodo. Yo quiero estar haciendo no ficción creativa, algo diferente. Hoy el periodismo es muy conformista. Todo el mundo está tratando de hacer la misma historia. Todos persiguiendo a un político en el Congreso para que diga algo que dos días después no significará nada. ¿Puedes pasar tu carrera, toda tu vida, persiguiendo a estos políticos? ¿Persiguiendo una cuña sobre el cambio climático o sobre algo que dijo algún gobernador de Florida o lo que dijo Putin o Biden? ¿Te imaginas tener una carrera cubriendo a Biden? Tienes 38, vienes a la Casa Blanca. ¡Por el amor de Cristo! En cinco años habrá un presidente diferente. ¿Cuántas historias escribiste como corresponsal en la Casa Blanca que valdrá la pena releer dos años después? No significarán nada.
—Se invierte poco en historias ambiciosas. ¿Cómo puede un periodista que quiere ejecutarlas tener éxito?
—El único ejemplo para los periodistas es leer ficción. Lee a los grandes escritores, no leas a los periodistas. Los periodistas son tan políticos. Lee a Proust, Hemingway, Fitzgerald, James Baldwin, Simone de Beauvoir. Leélos y trata de escribir a ese nivel. Eleva el periodismo al nivel de la literatura, escribe literatura de no ficción. La ficción es, por supuesto, literatura de la imaginación. Pero ¿puedes, como periodista, concentrarte en escribir la literatura de la realidad? La literatura de la realidad es lo que me gusta hacer. Como periodista, quieres ser un artista. No quieres ser un tomador de notas. No quieres ser el escenógrafo. Hoy los periodistas son escenógrafos. Llevan micrófonos, andan tras la cara del político. ¿Quieres ser un periodista escenógrafo? Yo no querría serlo.
—¿Cómo mantiene la ambición de ser artista a su edad?
—Cuando tenía diecinueve, tuve un sueño. [De adolescente] iba al cine. Me senté allí durante una hora y media en una sala, viendo la película y pensé: “quiero vivir como si estuviera en una película”. Quiero tener las escenas, el drama, la narración, el diálogo, el monólogo, la música, el destino. Cuando recién me convertí en periodista, quería tener a mis personajes en una situación cinematográfica de narración, imagen, diálogo, escenario. ¿Quiénes eran? ¿Cómo se vestían? ¿Qué se decían unos a otros? Era como vivir una película. Yo mismo quería vivir una vida más dramática, no quería una vida ordinaria. Como periodista quería vivir como en una película. Quería vivir una vida interesante, conflictiva. No quería un cuento feliz. Quería drama. Quería sentirme vivo.
—¿Cuál quiere que sea su legado?
—Quiero que todo lo que he hecho, libros, piezas de revistas, periodismo diario, representen la adhesión al estándar de lo mejor de lo mejor. Si muero dentro de diez minutos, puedo asegurar que nunca he hecho nada, en mis setenta años publicando, de lo que me avergüence. He escrito cientos de artículos, quince libros, también tengo muchas piezas largas. Todo lo que he publicado, todo ese tiempo, representó, incluso para mí ahora en retrospectiva, que hice lo mejor que pude. No podría haberlo hecho mejor.

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