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Bardo, Alejandro González Iñárritu.
El director mexicano ofrece con su nueva película, por estrenarse en las salas de cine mexicanas el próximo 27 de octubre, una autoficción más absoluta que en su filmografía previa. El problema es que su vida y sus intereses se atraviesan delante de la pantalla y sobresalen ante la audiencia, de modo que se impone el autorretrato sobre la forma cinematográfica.
El mayor estorbo de la autoficción es el autor. Hay libros, obras dramáticas y canciones que triunfan porque le dicen a la audiencia que a otra persona también la dejaron maullando por alguien, como gata bajo la lluvia, o que cayó en las espinas de la vida y sangra. Muchos, artistas o no, pueden contar una historia en la que nos encontramos a cierta distancia y más claros, como en un espejo, pero, en realidad, una gran obra es la que trasciende mediante su lenguaje a la identificación, es decir, no solo representa un fragmento de nuestras vidas sino que lo hace de manera insólita; su mayor aportación no es la capacidad de observar a otros a partir de uno mismo, sino la de imaginar, usando notas, palabras y planos, más de lo que otros pueden.
Philip Roth no construyó una carrera importante en la autoficción por hacer de su vida literatura, sino por describirse como un devenir de la historia y el pensamiento judíos que lo hicieron un extranjero en Newark, donde nació. Su misoginia y sus deseos son más una expresión de ideas freudianas que el mero deseo de contarles a otros quién es, qué quiere y por qué no lo tiene. Por ello, en sus experimentos más interesantes revive a Anne Frank o recuerda una niñez paralela en la que Charles Lindbergh, atizando a los nazis estadounidenses, le gana la presidencia a Roosevelt. La distinción no es meramente anecdótica: Roth pervierte convenciones ya muy trilladas: Portnoy’s Complaint, The Ghost Writer o The Plot Against America son, y no son, libros de memorias, son y no son una ficción que reflexiona con agudeza y autoflagelo sobre la diferencia, la identidad cultural y el deseo.
En Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022) Alejandro González Iñárritu culmina las tendencias de su filmografía no para entenderse y agredirse desde la ironía, como Roth o como Carlos Reygadas en Nuestro tiempo (2018), en la que el propio Reygadas interpreta a un poeta misógino y algo clasista; tampoco ofrece elementos originales de la forma cinematográfica porque reconstruye, desde cierto conservadurismo, los éxitos del cine clásico. Más bien, González Iñárritu se defiende, como lo ha hecho antes, de un universo cruel que lo mira y lo juzga: lo agrede porque no parece tener otros hijos a quienes torturar.
La trama de Bardo es un delirio de tres horas en el que Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), un periodista que se parece en parte al director y en parte al protagonista de 8½ (1963), de Federico Fellini, regresa a México después de un largo autoexilio en Estados Unidos. Silverio, además, se encuentra en vísperas de recibir allá un premio por su trayectoria en el cine documental que, cuando se deja ver por un momento, parece una versión más histriónica y narcisista de El sicario, Room 164 (2010), de Gianfranco Rosi. Si en aquella película vemos a un asesino a sueldo contar su historia embozado, en esta Noé Hernández aparece como un criminal elocuente, filosófico, que le explica la rebelión de los pobres a Silverio, incapaz de resistir el deseo de también salir a cuadro. A lo largo de conversaciones con otros personajes, Silverio reflexiona sobre su esposa, sus hijos, sus padres, la muerte, su obra —que a veces parece ser la propia Bardo— y sobre los dolores de nacer mexicano y elegir la residencia estadounidense.
González Iñárritu siempre ha imitado a sus héroes, pero si Martin Scorsese o Quentin Tarantino han aludido discretamente a las películas del pionero silente Edwin S. Porter o a las del autor de westerns italianos Sergio Corbucci, el autor mexicano, en cambio, siempre ha demostrado un conocimiento superficial, canónico, de la historia cinematográfica. En Bardo vemos momentos de levitación y un espacio lleno de arena que claramente hablan del indispensable director ruso Andréi Tarkovski, y a menudo nos encontramos con aspectos derivados del Fellini clásico, desde algunos momentos carnavalescos hasta la construcción de la feminidad como un símbolo, una fantasía hecha cuerpo. Estas referencias, a diferencia de las que hacen otros cineastas cinéfilos, no rescatan la memoria fílmica —Fellini y Tarkovski no son ni por asomo náufragos de la historia—, sino que afirman el lugar hegemónico de estas figuras y demuestran una cuestionable nostalgia del cine de arte popular. González Iñárritu se ubica más cerca de Everything, Everywhere, All at Once (2022) y su reciclaje de imaginería conocida que del propio Fellini, quien a partir de los setenta se radicalizó para hacer películas cada vez más incómodas y, por ello, revolucionarias.
Así descubrimos que, al menos en el caso de Bardo, el autor estorba al indagar dentro de sí mismo sin pensar en el futuro del cine, pero sobre todo al convertirse en un evento mediático que invita a desconfiar de su película. En entrevistas recientes González Iñárritu ha dicho que Bardo no puede ser entendida sino solamente sentida. Un espectador de Sofia Bohdanowicz o James Benning —practicantes del minimalismo contemporáneo, que privilegia la sensación sobre el significado— dudará de esta declaración, ya que Bardo tiene una estructura quizá no del todo convencional pero definitivamente clara: el protagonista está haciendo un viaje picaresco por su propia consciencia y cada escena tiene un tema bien delineado, salvo por las conclusiones de cada debate. Silverio habla con su hijo sobre la identidad mexicana y más tarde recibe un consejo de su padre, que murió hace años; en otros momentos, los más valientes de la película por su carga personal, el protagonista pondera la muerte de un hijo que solo vivió un día. González Iñárritu se vulnera e incluso evade verse tan victimizado como en Biutiful (2012) o The Revenant (2015), en las que los personajes son acosados por la realidad entera; sin embargo, aunque da un paso más en el proceso de desnudarse, el director no baja la guardia del todo ni hace una película verdaderamente vanguardista.
La espectacularidad de Bardo es defensiva. González Iñárritu compensa la confusión que pueda producir la película en las audiencias acostumbradas al desafortunado cine industrial de la actualidad con imágenes grandiosas de un tren inundado, del Castillo de Chapultepec convertido en escenario de una representación bélica y del Zócalo de la Ciudad de México forrado de cadáveres mexicas. Quizás algunos vean en ello una resistencia frente a lo que el propio director ha llamado el genocidio cultural de Marvel y Disney, pero ¿resistir es utilizar los mismos medios, las mismas formas del espectáculo, o es, por ejemplo, seguir la economía, la sutileza, de Robert Bresson y Éric Rohmer, de Tsai-Ming Liang y Pedro Costa, quienes enfrentan la industria con la libertad que ofrecen un pequeño equipo de filmación y las tecnologías digitales del presente?
Las ambigüedades de Bardo ni siquiera ofrecen propiamente la inconclusión del cine contemporáneo más subversivo y tienden a exhibir la superficialidad de una pelea de Twitter: en una escena Silverio se enfrenta a Hernán Cortés y el conquistador se defiende señalando que trajo la cultura europea a los indios caníbales; el documentalista contesta que en realidad trajo la muerte y la sumisión: nada inaudito. González Iñárritu utiliza el ajolote, un símbolo caduco de Roger Bartra, y las palabras de Octavio Paz para sostener la idea de la mexicanidad en un tiempo en que la noción de que un solo mexicano en el que encajamos todos, todas, todes —probablemente el de Paz en su Laberinto de la soledad— ha demostrado ser un invento del estado-nación que excluye a los pueblos originarios, tan distintos entre sí, y que equipara insosteniblemente a regios con chilangos y yucatecos.
Las diferencias de clase ensanchan ese abismo y González Iñárritu lo reconoce cuando Silverio asume ser un migrante por elección y no por necesidad; sin embargo, hay un exotismo en la mirada de su creador cuando la cámara, montada en una grúa, observa una caravana migrante. La mirada desde arriba, asombrada, demuestra una brecha discutida en la propia película por Silverio y por su mayor crítico, un amigo guiado por la envidia que pierde su voz a capricho del protagonista, quien se cansa de escuchar sus reproches. Orson Welles hizo algo similar cuando ridiculizó a la crítica Pauline Kael, quien lo difamó en un rebatido ensayo sobre su autoría del guion de Citizen Kane (1941), con un personaje de The Other Side of the Wind (2018) basado en ella; Welles, sin embargo, dedicó la mayor parte del metraje a golpear a Ernest Hemingway y a sí mismo. El personaje de John Huston, basado en ellos dos, a menudo era interpretado por Welles cuando estaba fuera de cuadro.
Pero, al final, The Other Side of the Wind no es una película mayor porque los golpes se dirijan con más claridad al autor mismo, sino por sus parodias impecables de Michelangelo Antonioni, su ritmo salvaje, que imita el estilo de edición de Welles, y su forma de jugar con la textualidad de sus personajes, muchos de ellos versiones de individuos reales. Bardo no logra alcanzar lo mismo porque, al actuar de manera tan defensiva —de su creador, de su público, de las tradiciones cinematográficas y las ideas rebasadas en las que se fundamenta— termina mostrando al autor como una sombra que se atraviesa frente a la pantalla y nos enseña lo que ya hemos visto antes: no al cine sino a él.
El director mexicano ofrece con su nueva película, por estrenarse en las salas de cine mexicanas el próximo 27 de octubre, una autoficción más absoluta que en su filmografía previa. El problema es que su vida y sus intereses se atraviesan delante de la pantalla y sobresalen ante la audiencia, de modo que se impone el autorretrato sobre la forma cinematográfica.
El mayor estorbo de la autoficción es el autor. Hay libros, obras dramáticas y canciones que triunfan porque le dicen a la audiencia que a otra persona también la dejaron maullando por alguien, como gata bajo la lluvia, o que cayó en las espinas de la vida y sangra. Muchos, artistas o no, pueden contar una historia en la que nos encontramos a cierta distancia y más claros, como en un espejo, pero, en realidad, una gran obra es la que trasciende mediante su lenguaje a la identificación, es decir, no solo representa un fragmento de nuestras vidas sino que lo hace de manera insólita; su mayor aportación no es la capacidad de observar a otros a partir de uno mismo, sino la de imaginar, usando notas, palabras y planos, más de lo que otros pueden.
Philip Roth no construyó una carrera importante en la autoficción por hacer de su vida literatura, sino por describirse como un devenir de la historia y el pensamiento judíos que lo hicieron un extranjero en Newark, donde nació. Su misoginia y sus deseos son más una expresión de ideas freudianas que el mero deseo de contarles a otros quién es, qué quiere y por qué no lo tiene. Por ello, en sus experimentos más interesantes revive a Anne Frank o recuerda una niñez paralela en la que Charles Lindbergh, atizando a los nazis estadounidenses, le gana la presidencia a Roosevelt. La distinción no es meramente anecdótica: Roth pervierte convenciones ya muy trilladas: Portnoy’s Complaint, The Ghost Writer o The Plot Against America son, y no son, libros de memorias, son y no son una ficción que reflexiona con agudeza y autoflagelo sobre la diferencia, la identidad cultural y el deseo.
En Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022) Alejandro González Iñárritu culmina las tendencias de su filmografía no para entenderse y agredirse desde la ironía, como Roth o como Carlos Reygadas en Nuestro tiempo (2018), en la que el propio Reygadas interpreta a un poeta misógino y algo clasista; tampoco ofrece elementos originales de la forma cinematográfica porque reconstruye, desde cierto conservadurismo, los éxitos del cine clásico. Más bien, González Iñárritu se defiende, como lo ha hecho antes, de un universo cruel que lo mira y lo juzga: lo agrede porque no parece tener otros hijos a quienes torturar.
La trama de Bardo es un delirio de tres horas en el que Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), un periodista que se parece en parte al director y en parte al protagonista de 8½ (1963), de Federico Fellini, regresa a México después de un largo autoexilio en Estados Unidos. Silverio, además, se encuentra en vísperas de recibir allá un premio por su trayectoria en el cine documental que, cuando se deja ver por un momento, parece una versión más histriónica y narcisista de El sicario, Room 164 (2010), de Gianfranco Rosi. Si en aquella película vemos a un asesino a sueldo contar su historia embozado, en esta Noé Hernández aparece como un criminal elocuente, filosófico, que le explica la rebelión de los pobres a Silverio, incapaz de resistir el deseo de también salir a cuadro. A lo largo de conversaciones con otros personajes, Silverio reflexiona sobre su esposa, sus hijos, sus padres, la muerte, su obra —que a veces parece ser la propia Bardo— y sobre los dolores de nacer mexicano y elegir la residencia estadounidense.
González Iñárritu siempre ha imitado a sus héroes, pero si Martin Scorsese o Quentin Tarantino han aludido discretamente a las películas del pionero silente Edwin S. Porter o a las del autor de westerns italianos Sergio Corbucci, el autor mexicano, en cambio, siempre ha demostrado un conocimiento superficial, canónico, de la historia cinematográfica. En Bardo vemos momentos de levitación y un espacio lleno de arena que claramente hablan del indispensable director ruso Andréi Tarkovski, y a menudo nos encontramos con aspectos derivados del Fellini clásico, desde algunos momentos carnavalescos hasta la construcción de la feminidad como un símbolo, una fantasía hecha cuerpo. Estas referencias, a diferencia de las que hacen otros cineastas cinéfilos, no rescatan la memoria fílmica —Fellini y Tarkovski no son ni por asomo náufragos de la historia—, sino que afirman el lugar hegemónico de estas figuras y demuestran una cuestionable nostalgia del cine de arte popular. González Iñárritu se ubica más cerca de Everything, Everywhere, All at Once (2022) y su reciclaje de imaginería conocida que del propio Fellini, quien a partir de los setenta se radicalizó para hacer películas cada vez más incómodas y, por ello, revolucionarias.
Así descubrimos que, al menos en el caso de Bardo, el autor estorba al indagar dentro de sí mismo sin pensar en el futuro del cine, pero sobre todo al convertirse en un evento mediático que invita a desconfiar de su película. En entrevistas recientes González Iñárritu ha dicho que Bardo no puede ser entendida sino solamente sentida. Un espectador de Sofia Bohdanowicz o James Benning —practicantes del minimalismo contemporáneo, que privilegia la sensación sobre el significado— dudará de esta declaración, ya que Bardo tiene una estructura quizá no del todo convencional pero definitivamente clara: el protagonista está haciendo un viaje picaresco por su propia consciencia y cada escena tiene un tema bien delineado, salvo por las conclusiones de cada debate. Silverio habla con su hijo sobre la identidad mexicana y más tarde recibe un consejo de su padre, que murió hace años; en otros momentos, los más valientes de la película por su carga personal, el protagonista pondera la muerte de un hijo que solo vivió un día. González Iñárritu se vulnera e incluso evade verse tan victimizado como en Biutiful (2012) o The Revenant (2015), en las que los personajes son acosados por la realidad entera; sin embargo, aunque da un paso más en el proceso de desnudarse, el director no baja la guardia del todo ni hace una película verdaderamente vanguardista.
La espectacularidad de Bardo es defensiva. González Iñárritu compensa la confusión que pueda producir la película en las audiencias acostumbradas al desafortunado cine industrial de la actualidad con imágenes grandiosas de un tren inundado, del Castillo de Chapultepec convertido en escenario de una representación bélica y del Zócalo de la Ciudad de México forrado de cadáveres mexicas. Quizás algunos vean en ello una resistencia frente a lo que el propio director ha llamado el genocidio cultural de Marvel y Disney, pero ¿resistir es utilizar los mismos medios, las mismas formas del espectáculo, o es, por ejemplo, seguir la economía, la sutileza, de Robert Bresson y Éric Rohmer, de Tsai-Ming Liang y Pedro Costa, quienes enfrentan la industria con la libertad que ofrecen un pequeño equipo de filmación y las tecnologías digitales del presente?
Las ambigüedades de Bardo ni siquiera ofrecen propiamente la inconclusión del cine contemporáneo más subversivo y tienden a exhibir la superficialidad de una pelea de Twitter: en una escena Silverio se enfrenta a Hernán Cortés y el conquistador se defiende señalando que trajo la cultura europea a los indios caníbales; el documentalista contesta que en realidad trajo la muerte y la sumisión: nada inaudito. González Iñárritu utiliza el ajolote, un símbolo caduco de Roger Bartra, y las palabras de Octavio Paz para sostener la idea de la mexicanidad en un tiempo en que la noción de que un solo mexicano en el que encajamos todos, todas, todes —probablemente el de Paz en su Laberinto de la soledad— ha demostrado ser un invento del estado-nación que excluye a los pueblos originarios, tan distintos entre sí, y que equipara insosteniblemente a regios con chilangos y yucatecos.
Las diferencias de clase ensanchan ese abismo y González Iñárritu lo reconoce cuando Silverio asume ser un migrante por elección y no por necesidad; sin embargo, hay un exotismo en la mirada de su creador cuando la cámara, montada en una grúa, observa una caravana migrante. La mirada desde arriba, asombrada, demuestra una brecha discutida en la propia película por Silverio y por su mayor crítico, un amigo guiado por la envidia que pierde su voz a capricho del protagonista, quien se cansa de escuchar sus reproches. Orson Welles hizo algo similar cuando ridiculizó a la crítica Pauline Kael, quien lo difamó en un rebatido ensayo sobre su autoría del guion de Citizen Kane (1941), con un personaje de The Other Side of the Wind (2018) basado en ella; Welles, sin embargo, dedicó la mayor parte del metraje a golpear a Ernest Hemingway y a sí mismo. El personaje de John Huston, basado en ellos dos, a menudo era interpretado por Welles cuando estaba fuera de cuadro.
Pero, al final, The Other Side of the Wind no es una película mayor porque los golpes se dirijan con más claridad al autor mismo, sino por sus parodias impecables de Michelangelo Antonioni, su ritmo salvaje, que imita el estilo de edición de Welles, y su forma de jugar con la textualidad de sus personajes, muchos de ellos versiones de individuos reales. Bardo no logra alcanzar lo mismo porque, al actuar de manera tan defensiva —de su creador, de su público, de las tradiciones cinematográficas y las ideas rebasadas en las que se fundamenta— termina mostrando al autor como una sombra que se atraviesa frente a la pantalla y nos enseña lo que ya hemos visto antes: no al cine sino a él.
Bardo, Alejandro González Iñárritu.
El director mexicano ofrece con su nueva película, por estrenarse en las salas de cine mexicanas el próximo 27 de octubre, una autoficción más absoluta que en su filmografía previa. El problema es que su vida y sus intereses se atraviesan delante de la pantalla y sobresalen ante la audiencia, de modo que se impone el autorretrato sobre la forma cinematográfica.
El mayor estorbo de la autoficción es el autor. Hay libros, obras dramáticas y canciones que triunfan porque le dicen a la audiencia que a otra persona también la dejaron maullando por alguien, como gata bajo la lluvia, o que cayó en las espinas de la vida y sangra. Muchos, artistas o no, pueden contar una historia en la que nos encontramos a cierta distancia y más claros, como en un espejo, pero, en realidad, una gran obra es la que trasciende mediante su lenguaje a la identificación, es decir, no solo representa un fragmento de nuestras vidas sino que lo hace de manera insólita; su mayor aportación no es la capacidad de observar a otros a partir de uno mismo, sino la de imaginar, usando notas, palabras y planos, más de lo que otros pueden.
Philip Roth no construyó una carrera importante en la autoficción por hacer de su vida literatura, sino por describirse como un devenir de la historia y el pensamiento judíos que lo hicieron un extranjero en Newark, donde nació. Su misoginia y sus deseos son más una expresión de ideas freudianas que el mero deseo de contarles a otros quién es, qué quiere y por qué no lo tiene. Por ello, en sus experimentos más interesantes revive a Anne Frank o recuerda una niñez paralela en la que Charles Lindbergh, atizando a los nazis estadounidenses, le gana la presidencia a Roosevelt. La distinción no es meramente anecdótica: Roth pervierte convenciones ya muy trilladas: Portnoy’s Complaint, The Ghost Writer o The Plot Against America son, y no son, libros de memorias, son y no son una ficción que reflexiona con agudeza y autoflagelo sobre la diferencia, la identidad cultural y el deseo.
En Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022) Alejandro González Iñárritu culmina las tendencias de su filmografía no para entenderse y agredirse desde la ironía, como Roth o como Carlos Reygadas en Nuestro tiempo (2018), en la que el propio Reygadas interpreta a un poeta misógino y algo clasista; tampoco ofrece elementos originales de la forma cinematográfica porque reconstruye, desde cierto conservadurismo, los éxitos del cine clásico. Más bien, González Iñárritu se defiende, como lo ha hecho antes, de un universo cruel que lo mira y lo juzga: lo agrede porque no parece tener otros hijos a quienes torturar.
La trama de Bardo es un delirio de tres horas en el que Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), un periodista que se parece en parte al director y en parte al protagonista de 8½ (1963), de Federico Fellini, regresa a México después de un largo autoexilio en Estados Unidos. Silverio, además, se encuentra en vísperas de recibir allá un premio por su trayectoria en el cine documental que, cuando se deja ver por un momento, parece una versión más histriónica y narcisista de El sicario, Room 164 (2010), de Gianfranco Rosi. Si en aquella película vemos a un asesino a sueldo contar su historia embozado, en esta Noé Hernández aparece como un criminal elocuente, filosófico, que le explica la rebelión de los pobres a Silverio, incapaz de resistir el deseo de también salir a cuadro. A lo largo de conversaciones con otros personajes, Silverio reflexiona sobre su esposa, sus hijos, sus padres, la muerte, su obra —que a veces parece ser la propia Bardo— y sobre los dolores de nacer mexicano y elegir la residencia estadounidense.
González Iñárritu siempre ha imitado a sus héroes, pero si Martin Scorsese o Quentin Tarantino han aludido discretamente a las películas del pionero silente Edwin S. Porter o a las del autor de westerns italianos Sergio Corbucci, el autor mexicano, en cambio, siempre ha demostrado un conocimiento superficial, canónico, de la historia cinematográfica. En Bardo vemos momentos de levitación y un espacio lleno de arena que claramente hablan del indispensable director ruso Andréi Tarkovski, y a menudo nos encontramos con aspectos derivados del Fellini clásico, desde algunos momentos carnavalescos hasta la construcción de la feminidad como un símbolo, una fantasía hecha cuerpo. Estas referencias, a diferencia de las que hacen otros cineastas cinéfilos, no rescatan la memoria fílmica —Fellini y Tarkovski no son ni por asomo náufragos de la historia—, sino que afirman el lugar hegemónico de estas figuras y demuestran una cuestionable nostalgia del cine de arte popular. González Iñárritu se ubica más cerca de Everything, Everywhere, All at Once (2022) y su reciclaje de imaginería conocida que del propio Fellini, quien a partir de los setenta se radicalizó para hacer películas cada vez más incómodas y, por ello, revolucionarias.
Así descubrimos que, al menos en el caso de Bardo, el autor estorba al indagar dentro de sí mismo sin pensar en el futuro del cine, pero sobre todo al convertirse en un evento mediático que invita a desconfiar de su película. En entrevistas recientes González Iñárritu ha dicho que Bardo no puede ser entendida sino solamente sentida. Un espectador de Sofia Bohdanowicz o James Benning —practicantes del minimalismo contemporáneo, que privilegia la sensación sobre el significado— dudará de esta declaración, ya que Bardo tiene una estructura quizá no del todo convencional pero definitivamente clara: el protagonista está haciendo un viaje picaresco por su propia consciencia y cada escena tiene un tema bien delineado, salvo por las conclusiones de cada debate. Silverio habla con su hijo sobre la identidad mexicana y más tarde recibe un consejo de su padre, que murió hace años; en otros momentos, los más valientes de la película por su carga personal, el protagonista pondera la muerte de un hijo que solo vivió un día. González Iñárritu se vulnera e incluso evade verse tan victimizado como en Biutiful (2012) o The Revenant (2015), en las que los personajes son acosados por la realidad entera; sin embargo, aunque da un paso más en el proceso de desnudarse, el director no baja la guardia del todo ni hace una película verdaderamente vanguardista.
La espectacularidad de Bardo es defensiva. González Iñárritu compensa la confusión que pueda producir la película en las audiencias acostumbradas al desafortunado cine industrial de la actualidad con imágenes grandiosas de un tren inundado, del Castillo de Chapultepec convertido en escenario de una representación bélica y del Zócalo de la Ciudad de México forrado de cadáveres mexicas. Quizás algunos vean en ello una resistencia frente a lo que el propio director ha llamado el genocidio cultural de Marvel y Disney, pero ¿resistir es utilizar los mismos medios, las mismas formas del espectáculo, o es, por ejemplo, seguir la economía, la sutileza, de Robert Bresson y Éric Rohmer, de Tsai-Ming Liang y Pedro Costa, quienes enfrentan la industria con la libertad que ofrecen un pequeño equipo de filmación y las tecnologías digitales del presente?
Las ambigüedades de Bardo ni siquiera ofrecen propiamente la inconclusión del cine contemporáneo más subversivo y tienden a exhibir la superficialidad de una pelea de Twitter: en una escena Silverio se enfrenta a Hernán Cortés y el conquistador se defiende señalando que trajo la cultura europea a los indios caníbales; el documentalista contesta que en realidad trajo la muerte y la sumisión: nada inaudito. González Iñárritu utiliza el ajolote, un símbolo caduco de Roger Bartra, y las palabras de Octavio Paz para sostener la idea de la mexicanidad en un tiempo en que la noción de que un solo mexicano en el que encajamos todos, todas, todes —probablemente el de Paz en su Laberinto de la soledad— ha demostrado ser un invento del estado-nación que excluye a los pueblos originarios, tan distintos entre sí, y que equipara insosteniblemente a regios con chilangos y yucatecos.
Las diferencias de clase ensanchan ese abismo y González Iñárritu lo reconoce cuando Silverio asume ser un migrante por elección y no por necesidad; sin embargo, hay un exotismo en la mirada de su creador cuando la cámara, montada en una grúa, observa una caravana migrante. La mirada desde arriba, asombrada, demuestra una brecha discutida en la propia película por Silverio y por su mayor crítico, un amigo guiado por la envidia que pierde su voz a capricho del protagonista, quien se cansa de escuchar sus reproches. Orson Welles hizo algo similar cuando ridiculizó a la crítica Pauline Kael, quien lo difamó en un rebatido ensayo sobre su autoría del guion de Citizen Kane (1941), con un personaje de The Other Side of the Wind (2018) basado en ella; Welles, sin embargo, dedicó la mayor parte del metraje a golpear a Ernest Hemingway y a sí mismo. El personaje de John Huston, basado en ellos dos, a menudo era interpretado por Welles cuando estaba fuera de cuadro.
Pero, al final, The Other Side of the Wind no es una película mayor porque los golpes se dirijan con más claridad al autor mismo, sino por sus parodias impecables de Michelangelo Antonioni, su ritmo salvaje, que imita el estilo de edición de Welles, y su forma de jugar con la textualidad de sus personajes, muchos de ellos versiones de individuos reales. Bardo no logra alcanzar lo mismo porque, al actuar de manera tan defensiva —de su creador, de su público, de las tradiciones cinematográficas y las ideas rebasadas en las que se fundamenta— termina mostrando al autor como una sombra que se atraviesa frente a la pantalla y nos enseña lo que ya hemos visto antes: no al cine sino a él.
El director mexicano ofrece con su nueva película, por estrenarse en las salas de cine mexicanas el próximo 27 de octubre, una autoficción más absoluta que en su filmografía previa. El problema es que su vida y sus intereses se atraviesan delante de la pantalla y sobresalen ante la audiencia, de modo que se impone el autorretrato sobre la forma cinematográfica.
El mayor estorbo de la autoficción es el autor. Hay libros, obras dramáticas y canciones que triunfan porque le dicen a la audiencia que a otra persona también la dejaron maullando por alguien, como gata bajo la lluvia, o que cayó en las espinas de la vida y sangra. Muchos, artistas o no, pueden contar una historia en la que nos encontramos a cierta distancia y más claros, como en un espejo, pero, en realidad, una gran obra es la que trasciende mediante su lenguaje a la identificación, es decir, no solo representa un fragmento de nuestras vidas sino que lo hace de manera insólita; su mayor aportación no es la capacidad de observar a otros a partir de uno mismo, sino la de imaginar, usando notas, palabras y planos, más de lo que otros pueden.
Philip Roth no construyó una carrera importante en la autoficción por hacer de su vida literatura, sino por describirse como un devenir de la historia y el pensamiento judíos que lo hicieron un extranjero en Newark, donde nació. Su misoginia y sus deseos son más una expresión de ideas freudianas que el mero deseo de contarles a otros quién es, qué quiere y por qué no lo tiene. Por ello, en sus experimentos más interesantes revive a Anne Frank o recuerda una niñez paralela en la que Charles Lindbergh, atizando a los nazis estadounidenses, le gana la presidencia a Roosevelt. La distinción no es meramente anecdótica: Roth pervierte convenciones ya muy trilladas: Portnoy’s Complaint, The Ghost Writer o The Plot Against America son, y no son, libros de memorias, son y no son una ficción que reflexiona con agudeza y autoflagelo sobre la diferencia, la identidad cultural y el deseo.
En Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022) Alejandro González Iñárritu culmina las tendencias de su filmografía no para entenderse y agredirse desde la ironía, como Roth o como Carlos Reygadas en Nuestro tiempo (2018), en la que el propio Reygadas interpreta a un poeta misógino y algo clasista; tampoco ofrece elementos originales de la forma cinematográfica porque reconstruye, desde cierto conservadurismo, los éxitos del cine clásico. Más bien, González Iñárritu se defiende, como lo ha hecho antes, de un universo cruel que lo mira y lo juzga: lo agrede porque no parece tener otros hijos a quienes torturar.
La trama de Bardo es un delirio de tres horas en el que Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), un periodista que se parece en parte al director y en parte al protagonista de 8½ (1963), de Federico Fellini, regresa a México después de un largo autoexilio en Estados Unidos. Silverio, además, se encuentra en vísperas de recibir allá un premio por su trayectoria en el cine documental que, cuando se deja ver por un momento, parece una versión más histriónica y narcisista de El sicario, Room 164 (2010), de Gianfranco Rosi. Si en aquella película vemos a un asesino a sueldo contar su historia embozado, en esta Noé Hernández aparece como un criminal elocuente, filosófico, que le explica la rebelión de los pobres a Silverio, incapaz de resistir el deseo de también salir a cuadro. A lo largo de conversaciones con otros personajes, Silverio reflexiona sobre su esposa, sus hijos, sus padres, la muerte, su obra —que a veces parece ser la propia Bardo— y sobre los dolores de nacer mexicano y elegir la residencia estadounidense.
González Iñárritu siempre ha imitado a sus héroes, pero si Martin Scorsese o Quentin Tarantino han aludido discretamente a las películas del pionero silente Edwin S. Porter o a las del autor de westerns italianos Sergio Corbucci, el autor mexicano, en cambio, siempre ha demostrado un conocimiento superficial, canónico, de la historia cinematográfica. En Bardo vemos momentos de levitación y un espacio lleno de arena que claramente hablan del indispensable director ruso Andréi Tarkovski, y a menudo nos encontramos con aspectos derivados del Fellini clásico, desde algunos momentos carnavalescos hasta la construcción de la feminidad como un símbolo, una fantasía hecha cuerpo. Estas referencias, a diferencia de las que hacen otros cineastas cinéfilos, no rescatan la memoria fílmica —Fellini y Tarkovski no son ni por asomo náufragos de la historia—, sino que afirman el lugar hegemónico de estas figuras y demuestran una cuestionable nostalgia del cine de arte popular. González Iñárritu se ubica más cerca de Everything, Everywhere, All at Once (2022) y su reciclaje de imaginería conocida que del propio Fellini, quien a partir de los setenta se radicalizó para hacer películas cada vez más incómodas y, por ello, revolucionarias.
Así descubrimos que, al menos en el caso de Bardo, el autor estorba al indagar dentro de sí mismo sin pensar en el futuro del cine, pero sobre todo al convertirse en un evento mediático que invita a desconfiar de su película. En entrevistas recientes González Iñárritu ha dicho que Bardo no puede ser entendida sino solamente sentida. Un espectador de Sofia Bohdanowicz o James Benning —practicantes del minimalismo contemporáneo, que privilegia la sensación sobre el significado— dudará de esta declaración, ya que Bardo tiene una estructura quizá no del todo convencional pero definitivamente clara: el protagonista está haciendo un viaje picaresco por su propia consciencia y cada escena tiene un tema bien delineado, salvo por las conclusiones de cada debate. Silverio habla con su hijo sobre la identidad mexicana y más tarde recibe un consejo de su padre, que murió hace años; en otros momentos, los más valientes de la película por su carga personal, el protagonista pondera la muerte de un hijo que solo vivió un día. González Iñárritu se vulnera e incluso evade verse tan victimizado como en Biutiful (2012) o The Revenant (2015), en las que los personajes son acosados por la realidad entera; sin embargo, aunque da un paso más en el proceso de desnudarse, el director no baja la guardia del todo ni hace una película verdaderamente vanguardista.
La espectacularidad de Bardo es defensiva. González Iñárritu compensa la confusión que pueda producir la película en las audiencias acostumbradas al desafortunado cine industrial de la actualidad con imágenes grandiosas de un tren inundado, del Castillo de Chapultepec convertido en escenario de una representación bélica y del Zócalo de la Ciudad de México forrado de cadáveres mexicas. Quizás algunos vean en ello una resistencia frente a lo que el propio director ha llamado el genocidio cultural de Marvel y Disney, pero ¿resistir es utilizar los mismos medios, las mismas formas del espectáculo, o es, por ejemplo, seguir la economía, la sutileza, de Robert Bresson y Éric Rohmer, de Tsai-Ming Liang y Pedro Costa, quienes enfrentan la industria con la libertad que ofrecen un pequeño equipo de filmación y las tecnologías digitales del presente?
Las ambigüedades de Bardo ni siquiera ofrecen propiamente la inconclusión del cine contemporáneo más subversivo y tienden a exhibir la superficialidad de una pelea de Twitter: en una escena Silverio se enfrenta a Hernán Cortés y el conquistador se defiende señalando que trajo la cultura europea a los indios caníbales; el documentalista contesta que en realidad trajo la muerte y la sumisión: nada inaudito. González Iñárritu utiliza el ajolote, un símbolo caduco de Roger Bartra, y las palabras de Octavio Paz para sostener la idea de la mexicanidad en un tiempo en que la noción de que un solo mexicano en el que encajamos todos, todas, todes —probablemente el de Paz en su Laberinto de la soledad— ha demostrado ser un invento del estado-nación que excluye a los pueblos originarios, tan distintos entre sí, y que equipara insosteniblemente a regios con chilangos y yucatecos.
Las diferencias de clase ensanchan ese abismo y González Iñárritu lo reconoce cuando Silverio asume ser un migrante por elección y no por necesidad; sin embargo, hay un exotismo en la mirada de su creador cuando la cámara, montada en una grúa, observa una caravana migrante. La mirada desde arriba, asombrada, demuestra una brecha discutida en la propia película por Silverio y por su mayor crítico, un amigo guiado por la envidia que pierde su voz a capricho del protagonista, quien se cansa de escuchar sus reproches. Orson Welles hizo algo similar cuando ridiculizó a la crítica Pauline Kael, quien lo difamó en un rebatido ensayo sobre su autoría del guion de Citizen Kane (1941), con un personaje de The Other Side of the Wind (2018) basado en ella; Welles, sin embargo, dedicó la mayor parte del metraje a golpear a Ernest Hemingway y a sí mismo. El personaje de John Huston, basado en ellos dos, a menudo era interpretado por Welles cuando estaba fuera de cuadro.
Pero, al final, The Other Side of the Wind no es una película mayor porque los golpes se dirijan con más claridad al autor mismo, sino por sus parodias impecables de Michelangelo Antonioni, su ritmo salvaje, que imita el estilo de edición de Welles, y su forma de jugar con la textualidad de sus personajes, muchos de ellos versiones de individuos reales. Bardo no logra alcanzar lo mismo porque, al actuar de manera tan defensiva —de su creador, de su público, de las tradiciones cinematográficas y las ideas rebasadas en las que se fundamenta— termina mostrando al autor como una sombra que se atraviesa frente a la pantalla y nos enseña lo que ya hemos visto antes: no al cine sino a él.
Bardo, Alejandro González Iñárritu.
El director mexicano ofrece con su nueva película, por estrenarse en las salas de cine mexicanas el próximo 27 de octubre, una autoficción más absoluta que en su filmografía previa. El problema es que su vida y sus intereses se atraviesan delante de la pantalla y sobresalen ante la audiencia, de modo que se impone el autorretrato sobre la forma cinematográfica.
El mayor estorbo de la autoficción es el autor. Hay libros, obras dramáticas y canciones que triunfan porque le dicen a la audiencia que a otra persona también la dejaron maullando por alguien, como gata bajo la lluvia, o que cayó en las espinas de la vida y sangra. Muchos, artistas o no, pueden contar una historia en la que nos encontramos a cierta distancia y más claros, como en un espejo, pero, en realidad, una gran obra es la que trasciende mediante su lenguaje a la identificación, es decir, no solo representa un fragmento de nuestras vidas sino que lo hace de manera insólita; su mayor aportación no es la capacidad de observar a otros a partir de uno mismo, sino la de imaginar, usando notas, palabras y planos, más de lo que otros pueden.
Philip Roth no construyó una carrera importante en la autoficción por hacer de su vida literatura, sino por describirse como un devenir de la historia y el pensamiento judíos que lo hicieron un extranjero en Newark, donde nació. Su misoginia y sus deseos son más una expresión de ideas freudianas que el mero deseo de contarles a otros quién es, qué quiere y por qué no lo tiene. Por ello, en sus experimentos más interesantes revive a Anne Frank o recuerda una niñez paralela en la que Charles Lindbergh, atizando a los nazis estadounidenses, le gana la presidencia a Roosevelt. La distinción no es meramente anecdótica: Roth pervierte convenciones ya muy trilladas: Portnoy’s Complaint, The Ghost Writer o The Plot Against America son, y no son, libros de memorias, son y no son una ficción que reflexiona con agudeza y autoflagelo sobre la diferencia, la identidad cultural y el deseo.
En Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022) Alejandro González Iñárritu culmina las tendencias de su filmografía no para entenderse y agredirse desde la ironía, como Roth o como Carlos Reygadas en Nuestro tiempo (2018), en la que el propio Reygadas interpreta a un poeta misógino y algo clasista; tampoco ofrece elementos originales de la forma cinematográfica porque reconstruye, desde cierto conservadurismo, los éxitos del cine clásico. Más bien, González Iñárritu se defiende, como lo ha hecho antes, de un universo cruel que lo mira y lo juzga: lo agrede porque no parece tener otros hijos a quienes torturar.
La trama de Bardo es un delirio de tres horas en el que Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), un periodista que se parece en parte al director y en parte al protagonista de 8½ (1963), de Federico Fellini, regresa a México después de un largo autoexilio en Estados Unidos. Silverio, además, se encuentra en vísperas de recibir allá un premio por su trayectoria en el cine documental que, cuando se deja ver por un momento, parece una versión más histriónica y narcisista de El sicario, Room 164 (2010), de Gianfranco Rosi. Si en aquella película vemos a un asesino a sueldo contar su historia embozado, en esta Noé Hernández aparece como un criminal elocuente, filosófico, que le explica la rebelión de los pobres a Silverio, incapaz de resistir el deseo de también salir a cuadro. A lo largo de conversaciones con otros personajes, Silverio reflexiona sobre su esposa, sus hijos, sus padres, la muerte, su obra —que a veces parece ser la propia Bardo— y sobre los dolores de nacer mexicano y elegir la residencia estadounidense.
González Iñárritu siempre ha imitado a sus héroes, pero si Martin Scorsese o Quentin Tarantino han aludido discretamente a las películas del pionero silente Edwin S. Porter o a las del autor de westerns italianos Sergio Corbucci, el autor mexicano, en cambio, siempre ha demostrado un conocimiento superficial, canónico, de la historia cinematográfica. En Bardo vemos momentos de levitación y un espacio lleno de arena que claramente hablan del indispensable director ruso Andréi Tarkovski, y a menudo nos encontramos con aspectos derivados del Fellini clásico, desde algunos momentos carnavalescos hasta la construcción de la feminidad como un símbolo, una fantasía hecha cuerpo. Estas referencias, a diferencia de las que hacen otros cineastas cinéfilos, no rescatan la memoria fílmica —Fellini y Tarkovski no son ni por asomo náufragos de la historia—, sino que afirman el lugar hegemónico de estas figuras y demuestran una cuestionable nostalgia del cine de arte popular. González Iñárritu se ubica más cerca de Everything, Everywhere, All at Once (2022) y su reciclaje de imaginería conocida que del propio Fellini, quien a partir de los setenta se radicalizó para hacer películas cada vez más incómodas y, por ello, revolucionarias.
Así descubrimos que, al menos en el caso de Bardo, el autor estorba al indagar dentro de sí mismo sin pensar en el futuro del cine, pero sobre todo al convertirse en un evento mediático que invita a desconfiar de su película. En entrevistas recientes González Iñárritu ha dicho que Bardo no puede ser entendida sino solamente sentida. Un espectador de Sofia Bohdanowicz o James Benning —practicantes del minimalismo contemporáneo, que privilegia la sensación sobre el significado— dudará de esta declaración, ya que Bardo tiene una estructura quizá no del todo convencional pero definitivamente clara: el protagonista está haciendo un viaje picaresco por su propia consciencia y cada escena tiene un tema bien delineado, salvo por las conclusiones de cada debate. Silverio habla con su hijo sobre la identidad mexicana y más tarde recibe un consejo de su padre, que murió hace años; en otros momentos, los más valientes de la película por su carga personal, el protagonista pondera la muerte de un hijo que solo vivió un día. González Iñárritu se vulnera e incluso evade verse tan victimizado como en Biutiful (2012) o The Revenant (2015), en las que los personajes son acosados por la realidad entera; sin embargo, aunque da un paso más en el proceso de desnudarse, el director no baja la guardia del todo ni hace una película verdaderamente vanguardista.
La espectacularidad de Bardo es defensiva. González Iñárritu compensa la confusión que pueda producir la película en las audiencias acostumbradas al desafortunado cine industrial de la actualidad con imágenes grandiosas de un tren inundado, del Castillo de Chapultepec convertido en escenario de una representación bélica y del Zócalo de la Ciudad de México forrado de cadáveres mexicas. Quizás algunos vean en ello una resistencia frente a lo que el propio director ha llamado el genocidio cultural de Marvel y Disney, pero ¿resistir es utilizar los mismos medios, las mismas formas del espectáculo, o es, por ejemplo, seguir la economía, la sutileza, de Robert Bresson y Éric Rohmer, de Tsai-Ming Liang y Pedro Costa, quienes enfrentan la industria con la libertad que ofrecen un pequeño equipo de filmación y las tecnologías digitales del presente?
Las ambigüedades de Bardo ni siquiera ofrecen propiamente la inconclusión del cine contemporáneo más subversivo y tienden a exhibir la superficialidad de una pelea de Twitter: en una escena Silverio se enfrenta a Hernán Cortés y el conquistador se defiende señalando que trajo la cultura europea a los indios caníbales; el documentalista contesta que en realidad trajo la muerte y la sumisión: nada inaudito. González Iñárritu utiliza el ajolote, un símbolo caduco de Roger Bartra, y las palabras de Octavio Paz para sostener la idea de la mexicanidad en un tiempo en que la noción de que un solo mexicano en el que encajamos todos, todas, todes —probablemente el de Paz en su Laberinto de la soledad— ha demostrado ser un invento del estado-nación que excluye a los pueblos originarios, tan distintos entre sí, y que equipara insosteniblemente a regios con chilangos y yucatecos.
Las diferencias de clase ensanchan ese abismo y González Iñárritu lo reconoce cuando Silverio asume ser un migrante por elección y no por necesidad; sin embargo, hay un exotismo en la mirada de su creador cuando la cámara, montada en una grúa, observa una caravana migrante. La mirada desde arriba, asombrada, demuestra una brecha discutida en la propia película por Silverio y por su mayor crítico, un amigo guiado por la envidia que pierde su voz a capricho del protagonista, quien se cansa de escuchar sus reproches. Orson Welles hizo algo similar cuando ridiculizó a la crítica Pauline Kael, quien lo difamó en un rebatido ensayo sobre su autoría del guion de Citizen Kane (1941), con un personaje de The Other Side of the Wind (2018) basado en ella; Welles, sin embargo, dedicó la mayor parte del metraje a golpear a Ernest Hemingway y a sí mismo. El personaje de John Huston, basado en ellos dos, a menudo era interpretado por Welles cuando estaba fuera de cuadro.
Pero, al final, The Other Side of the Wind no es una película mayor porque los golpes se dirijan con más claridad al autor mismo, sino por sus parodias impecables de Michelangelo Antonioni, su ritmo salvaje, que imita el estilo de edición de Welles, y su forma de jugar con la textualidad de sus personajes, muchos de ellos versiones de individuos reales. Bardo no logra alcanzar lo mismo porque, al actuar de manera tan defensiva —de su creador, de su público, de las tradiciones cinematográficas y las ideas rebasadas en las que se fundamenta— termina mostrando al autor como una sombra que se atraviesa frente a la pantalla y nos enseña lo que ya hemos visto antes: no al cine sino a él.
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