Dirigida por los portugueses Miguel Gomes y Maureen Fazendeiro, en esta cinta el tiempo fluye en reversa para descomponer lo que parece un convencional triángulo amoroso y revelar una trama sobre las dificultades y placeres de hacer cine durante el aislamiento provocado por el covid-19.
Para los padres hay pocos temores tan grandes como un hijo cineasta. Algo tendrá que ver 8½ (1963), donde Federico Fellini expresa el trabajo del director como una aflicción cotidiana, o tal vez les afecte Un montón de sueños (1982), de Les Blank, donde vemos a Werner Herzog atormentado por la jungla amazónica y el carácter tempestuoso de Klaus Kinski al filmar Fitzcarraldo (1982). La lista de imágenes desalentadoras se extiende en la historia del cine con películas de Bob Fosse, Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders, Jean-Luc Godard, Krzysztof Kieślowski y Pedro Almodóvar, que describen la realización cinematográfica como una aglomeración de sacrificios. Si quienes viven del cine lo padecen tanto, habrá que proteger a los inocentes de él.
Antes de tomar decisiones a la ligera habría que darse un paseo por Diarios de Otsoga (2021), la película más reciente del director Miguel Gomes. Heredero de una tradición del cine portugués que abandona la ilusión de realidad por las exploraciones metaficcionales y que prefiere la ingenuidad a la tragedia, Gomes se ha ido mostrando desde los años dos mil como un cineasta juguetón e inteligente que abordó el colonialismo portugués en Tabú (2012) pero se permitió encimar sobre planos melancólicos una tierna canción de los Ramones. Antes, con A cara que mereces (2004), construyó una excéntrica adaptación de “Blancanieves” mezclada con una crisis de la mediana edad, y mucho después adaptó Las mil y una noches en tres películas que suman seis horas muy distintas del libro original y cuentan las historias, entre otras más, de un gallo y de los disturbios en Portugal tras la crisis de 2008. Acompañado esta vez en la dirección por Maureen Fazendeiro, Gomes ya no sólo expresa el cine como un juego mediante recursos a cuadro, sino que hace de ello el tema de la película, aunque en un principio no lo parezca.
Diarios de Otsoga, que está ya disponible en MUBI, empieza narrando un triángulo amoroso: tres jóvenes —dos hombres y una mujer— bailan una canción poco conocida de Frankie Valli & The Four Seasons llamada “The Night”. Están en una casa y desde las ventanas entran luces coloridas: morada, verde, roja, azul. Cuando uno de los protagonistas sale un momento y ve que en el interior los otros dos se besan, la devastación se traza en su rostro iluminado. Fazendeiro y Gomes nos preparan entonces para una trama que no sucede porque, de forma desconcertante, la siguiente escena se sitúa en el día anterior. El tiempo de toda la película fluye al revés y las consecuencias terminan explicando las causas, de modo que se entiende mejor la construcción de un mariposario en sus primeras etapas, cuando los protagonistas levantan unos postes, que en las últimas, cuando sólo falta introducir a sus habitantes. De la relación entre los personajes se dice menos pero es irrelevante por dos razones: la primera es que a Fazendeiro y a Gomes les importa más observar al sol metiéndose en los planos, a las plantas que edifican un fondo vivo y la construcción meticulosa del mariposario. La segunda es que Diarios de Otsoga irá cambiando poco a poco de objetivos y abandonando su aparente trama.
En el día 19 de los 22 que narra la película pasa algo extrañísimo: João (João Nunes Monteiro) y Carloto (Carloto Cotta) discuten la posibilidad de una fiesta mientras juegan billar pero uno de ellos se rehúsa por tímido. En cuanto acaban de hablar repiten esas mismas líneas intercambiando sus roles; la luz que los envuelve adquiere otro color. Si la artificialidad caricaturesca de la primera escena, con sus tonos intensos y el baile aniñado de los personajes, insinuaba la consciencia que tiene el metraje de ser sólo una ficción, poco a poco brotan más elementos que destruyen por completo el engaño. Cuando aparecen unos intrusos durante el desayuno del día 13 llega la epifanía: estas personas son el equipo de filmación de Diarios de Otsoga. Al igual que el mariposario o que unas recurrentes frutas en putrefacción —una naturaleza literalmente muerta—, la película se descompone al retroceder hasta su primer día de filmación para contar la aventura que es hacer cine, y más en medio de una pandemia.
Solo dos escenas en Diarios de Otsoga tratan directamente el covid: en una, Carloto es regañado por haberse ido a surfear sin consideración por el equipo y en otra un representante de la comisión de cine portugués enumera los protocolos para evitar contagios pero es interrumpido por un sonidista con dudas sobre el desayuno. El humor con que es abordada la pandemia soslaya cualquier noción de heroísmo porque Fazendeiro, Gomes y el resto del equipo son sólo niños que usan cámaras, micrófonos y planes de filmación para jugar. Aunque los directores y la guionista Mariana Ricardo incluyen detalles de una novela de Cesare Pavese, ni sus métodos ni la película representan una racionalidad filosófica sino una filosofía lúdica que encuentra en la improvisación y la ocurrencia sus mayores herramientas. Por eso entra en el montaje una idea de Gomes sobre un tractor que Fazendeiro encuentra estúpida y los actores dirigen una escena donde beben champaña en una tina.
No solo es la poética de Diarios de Otsoga la que se concentra en el humor y el juego sino también su poesía. Fazendeiro y Gomes encuentran sus imágenes en la ternura ordinaria de bañar a unos perritos y dejarlos correr; en la hazaña de lavar una alberca hedionda entre amigos, y en el descubrimiento de unas estrellas eléctricas que parecen llover a través del universo. La película se descompone, entonces, por un motivo importante: demostrar que el cine, al contrario de testimonios amargados, es una vocación alegre cuyos problemas no quiebran almas sino, a lo mucho, la paciencia de los cineastas que esperan el tránsito de una nube para recuperar el sol en su toma. También se desbarata el concepto de autor, que en todo caso es una identidad colectiva armada por directores, guionistas, actores y sonidistas que se juntan no para disolverse en la totalidad oceánica del arte sino para convivir alegres en una fiesta.