La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

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Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

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Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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Archivo Gatopardo

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Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

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Tiempo de Lectura: 00 min
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Ilustración de
Traducción de

Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

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19
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01
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AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
19
.
01
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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Texto de
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Ilustración de
Traducción de

Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

19
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Tiempo de Lectura: 00 min

Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

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Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
19
.
01
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

Texto de
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19
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Tiempo de Lectura: 00 min

Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

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Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

La austeridad de la 4T contra las lenguas indígenas

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Desaparecer el INALI, como se proponen AMLO y Alejandra Frausto, pondrá en riesgo muchos avances en los derechos de los indígenas. El INALI se ha encargado de identificar, formalizar y ayudar a preservar las lenguas indígenas, de formar y certificar traductores y de asesorar en políticas lingüísticas.

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Iniciamos el 2022 con la noticia de que el presidente López Obrador y Alejandra Frausto, secretaria de Cultura, están considerando desaparecer el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) y fusionarlo con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).* El comunicado, del 2 de enero, tomó por sorpresa a muchos, incluido el propio titular del INALI, Juan Gregorio Regino, y generó debate en las redes y la prensa, donde varios –incluyendo a académicos, representantes y autores indígenas– expusieron su oposición a dicha propuesta. Es previsible que la fusión, de llevarse a cabo, terminará con el INALI convertido en un departamento menor del INPI, pues éste tiene muchas otras funciones. Sobre todo, resulta muy extraño que el gobierno de López Obrador busque desaparecer el INALI, pese a su enorme papel social, y que lo haga con el argumento explícito de ahorrar dinero y reducir burocracia: son los mismos argumentos que el PAN y el gobierno de Vicente Fox usaron en 2003 para oponerse a la creación del instituto.

Si aplicásemos un punto de vista muy estricto de racionalidad administrativa y austeridad, quizá podría parecer adecuado fusionar dos organismos que se encargan de temas indígenas, pero una mirada más atenta y enfocada en las consecuencias muestra, por un lado, que desaparecer el Inali pondrá en riesgo avances en los derechos de las poblaciones indígenas que tomó décadas conseguir –no sólo los lingüísticos y culturales, sino muchos más– y, por el otro, que esta decisión parece representar el retorno a políticas tomadas e impuestas verticalmente sobre dicho sector, típicas del indigenismo del siglo pasado.

Pero, a todo esto: ¿qué hace o qué representa este instituto?, ¿por qué sería tan importante desaparecer el INALI, un organismo bastante pequeño y poco conocido fuera de los círculos especializados en culturas y lenguas indígenas?

México, como otros Estados latinoamericanos, se enfrentó desde su mismo nacimiento al problema de su composición e identidad nacionales: ¿quiénes son los mexicanos y qué características los definen como nación? Después de muchos vaivenes –y, particularmente, después de la Revolución mexicana– la respuesta fue establecer el mestizaje como el mito fundacional y definitorio de la nación mexicana moderna, esto es, la fusión etnocultural y genética de los pueblos o “razas” (en términos vasconcelistas) indígenas e hispánicos. Esta concepción sería adoptada y difundida por el Estado mexicano posrevolucionario por todos los medios a su alcance.

Hay que reconocer que, como proyecto de construcción de identidad nacional, el mestizaje fue un rotundo éxito, pues estableció una narrativa compartida en un país como México, de extensión y población tan amplias y con tantas diferencias en lo político, regional, económico, social y etnocultural. Como parte del proyecto, el mito del mestizaje rindió pleitesía oficial a su componente indígena, pero casi exclusivamente en tanto miembros de un pasado glorioso, forjadores de imperios, constructores de portentosas pirámides, asombrosos astrónomos y matemáticos… que ya no están. A los indígenas muertos, pues.

En cambio, los indígenas realmente existentes en México eran, en todo caso, mexicanos en ciernes, destinados a superar su atraso mediante la integración a la sociedad moderna, lo que obligaba a su aculturación, mestizaje y, por supuesto, el olvido de su lengua en favor del español. Para ello se puso en marcha toda una serie de políticas e incluso se creó una agencia específicamente con dicho fin: el Instituto Nacional Indigenista. Ahora bien, hay que notar que, a diferencia de otros muchos países, incluyendo bastantes latinoamericanos, México formalmente no tenía lengua oficial: la Constitución no mencionaba ninguna ni tampoco existía una ley lingüística como tal que la especificara. Sin embargo, que el español fuera el idioma “natural” del México moderno y mestizo parecía algo tan evidente que oír a alguien hablando un idioma indígena sólo podía tener dos explicaciones: o era un “pobrecito indio” al que la modernidad había dejado tan de lado que aún hablaba su “dialecto”… o bien, era un antropólogo mestizo o blanco en camino a otro viaje de estudio. ¿Quién más en sus cabales aprendería un idioma que estaba “natural y evidentemente” destinado a desaparecer con el progreso?

Esto cambiaría en nuestro país hacia finales del siglo XX gracias a –cuando menos– cuatro factores: primero, el aniversario 500 (en 1992) de la llegada de Colón y los álgidos debates que siguieron acerca de las consecuencias de la Conquista para los pueblos indígenas; segundo, la ola multiculturalista impulsada desde Canadá, Estados Unidos y otros países que puso aún más el dedo en la llaga de la discriminación y la explotación de los pueblos nativos y la responsabilidad de los Estados democrático-liberales en ello; tercero, la rebelión zapatista de 1994, que evidenció que los indígenas de México seguían ahí, tan marginados como siempre, pero que estaban listos para luchar por sus demandas; y cuarto, la caída del régimen priista, lo que permitió que nuevas fuerzas políticas reexaminaran muchas de las bases políticas e ideológicas que definieron el México del siglo XX.

Es en este ambiente que, en 2003, se promulga la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, la cual establece, entre otras cosas, que las lenguas indígenas en el país tendrían “la misma validez [respecto al español] en su territorio, localización y contexto en que se hablen” (art. 4, en su redacción original) y, en particular, que eran válidas para “cualquier asunto o trámite de carácter público, así como para acceder plenamente a la gestión, los servicios y la información pública” (art. 7). Además, se creaba un organismo encargado de identificar, preservar, formalizar y fortalecer las lenguas indígenas; de formar y certificar traductores y profesionales bilingües; de establecer gramáticas y alfabetos cuando no los hubiera; y de ser asesor en políticas lingüísticas para todos los organismos de gobierno: el INALI.

El proceso para llegar a dicha ley fue complejo porque se entremezclaban consecuencias prácticas y profundas implicaciones políticas e ideológicas. Por ejemplo, aunque había un acuerdo general en reconocer los derechos lingüísticos de los indígenas, no lo había en cuanto a la extensión y naturaleza de esos derechos. Por una parte, estaba una visión impulsada desde la oposición (particularmente, el PRD) que afirmaba que no sólo se trataba de reconocer el estatus oficial de las lenguas indígenas, sino de corregir el daño que décadas de monolingüismo de facto había causado en las comunidades respectivas. El reconocimiento de las lenguas indígenas como cooficiales, a la par del español, sería tanto un ejercicio de justicia histórica como un paso más para asumir el carácter pluricultural de México. De hecho, hay que advertir que la propuesta original de la ley (presentada en 2001 por el entonces diputado Uuc-kib Espadas Ancona, del PRD) no sólo incluía el reconocimiento de las lenguas indígenas, sino también el de todas aquellas que lo merecieran por su importancia cultural, demográfica y territorial, aunque no fueran indígenas; ejemplos de ello eran las lenguas de comunidades migrantes ya asentadas, como el idioma véneto de la zona de Chipilo o el plautdietsch de los menonitas; también incluía el reconocimiento del lenguaje de señas mexicano.

La visión impulsada por el PAN y el gobierno foxista era mucho más restringida y parecía basarse en los modelos europeos de las lenguas minoritarias, es decir, en establecer un solo idioma oficial para el Estado, permitiendo que las minorías locales usaran sus lenguas exclusivamente para sus asuntos y, en todo caso, para su instrucción bilingüe. Sus argumentos se basaban no sólo en consideraciones pragmáticas (por ejemplo, la preeminencia del español en los hechos), sino que también correspondían a una visión más bien hispanista de la historia de México, aunque aderezada en ese momento con un toque de multiculturalismo. Con todo, la propuesta del PAN también era mucho más precisa, estaba mejor estructurada que la de la oposición y definía responsabilidades más claras para cada orden de gobierno.

Al final, la negociación en el Congreso fue de vaivenes y terminó en una versión intermedia: las lenguas indígenas serían reconocidas como “nacionales”, junto al español, aunque sin llegar a establecer claramente su obligatoriedad en todo el país. La iniciativa de reconocer a las lenguas de origen extranjero verificable no prosperó, con la excepción de que también fueran lenguas indígenas, es decir, los idiomas de algunos de los indígenas guatemaltecos que se refugiaron en México durante la guerra civil también serían reconocidos –éste es un caso único, y muy loable, de un país que otorga estatus oficial a las lenguas de grupos refugiados.

[read more]Dicho proyecto fue avalado por la mayoría de los partidos, excepto por el PAN, que argumentó que no estaba en contra del reconocimiento de las lenguas indígenas per se, sino específicamente de la creación del INALI, ya que suponía mayor gasto y burocratización del Estado mexicano y porque, en su opinión, las responsabilidades marcadas en la ley podrían realizarlas otras instituciones, como el aún existente Instituto Nacional Indigenista, la SEP o el propio INAH. Sin embargo, eso no fue suficiente para evitar la aprobación de la ley.No podemos escatimar la importancia de este cambio: México pasaba de no tener lengua oficial (aunque sí tuviera una oficial de facto) a tener como “lenguas nacionales” a todas las indígenas. Quedaba un problema pendiente: ¿cuáles exactamente eran las lenguas indígenas?, de hecho, ¿cuántas había en realidad?, ¿cómo definir, con criterios justos, cuál es una lengua y cuál es una variante de la misma? y ¿cómo deben ser tratadas cada una? Después de todo ello, sería inevitable un proceso de estandarización de la nuevas lenguas, pero ¿cómo y con qué criterios?Este esfuerzo monumental estaría (y sigue estando) a cargo del INALI. No sólo implicó investigar, catalogar, comparar y agrupar todas las lenguas indígenas habladas en el país –algo, de suyo, complejísimo–, sino hacerlo respetando sus diferencias y sin imponer una visión “desde arriba”, por ejemplo, de lo que era una lengua y lo que era un dialecto. Por si fuera poco, muchas lenguas estaban al borde de la desaparición, con apenas decenas de hablantes, lo que dificultaba aún más la tarea. Sin embargo, en 2008 el INALI completó y publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas (CNLI).El CNLI estableció que en México hay once familias lingüísticas que se dividen en 68 “agrupaciones lingüísticas” y 364 “variantes”. No son “idiomas” y “dialectos”: los redactores del catálogo rechazaron dicha terminología “semicolonial” y enfatizaron que se trataba de reconocer a las lenguas como tales. Más allá de la validez de dichos razonamientos, esto provocó una falta de coherencia entre la ley y el catálogo: la primera únicamente se refería a las lenguas, mientras que el segundo (que supuestamente las compilaba) en realidad usaba muy poco el término y además decía que, en todo caso, se quedaría a caballo entre las definiciones de “agrupación” y “variante” y que, para los efectos del catálogo, se parecía más al segundo concepto. Obviamente, todo esto se prestaba a confusión e incluso ocasionaba problemas legales. Entonces ¿México tenía 69 lenguas nacionales, 68 indígenas y el español, o más bien eran 365? Si bien el INALI ha insistido en que se trata del segundo caso, múltiples instituciones del poder ejecutivo, e incluso una reciente propuesta de reforma constitucional, actualmente en discusión, presentan la primera cifra.Pese a este problema de origen, el hecho es que la labor del INALI ha permitido avances enormes, por ejemplo, formalizar alfabetos y normas de escritura, incluso para lenguas que hasta entonces no contaban con un alfabeto unificado o que no tenían una forma escrita; es más, algunos de esos alfabetos y normas han sido publicados muy recientemente –uno lo fue apenas en diciembre pasado–. Ese trabajo, a su vez, permitió la formación y certificación de traductores en dichas lenguas, lo que resulta indispensable para los litigios o la defensoría pública, sobre todo, en un país donde gran cantidad de indígenas están en prisión, en buena medida por ser monolingües y no haber podido colaborar en su defensa. Las labores del INALI también impactan de manera indirecta, pero evidentemente esencial, en la acreditación legal de documentos, declaraciones, testimonios y títulos de propiedad, entre otros, escritos en una lengua indígena –antes estaban sujetos al “criterio” del juez o la autoridad, y eso en el mejor de los casos–. Por supuesto, tener alfabetos y gramáticas unificadas permite a la SEP crear libros de texto gratuitos en esas lenguas, por no hablar de otras publicaciones con financiamiento privado o público.Por ende, tanto la ley como el INALI son dos de los avances más sustanciales, en varias décadas, en cuanto a derechos sociales en México. Ambos están dirigidos específicamente al sector más marginado en términos históricos y sociales de nuestro país. De un derecho muy general (usar tu propia lengua) se desprendieron muchos otros: para las comunidades indígenas, los derechos de recuperar, defender y preservar sus culturas y formas de vida –la lengua es parte esencial de ellas–; para los individuos indígenas, el derecho a la educación, la cultura, a la no discriminación e incluso a la imparcialidad y a la adecuada defensa judicial, entre otros. Con todo, la labor del INALI está muy lejos de haber acabado: múltiples lenguas indígenas continúan marginadas; otras han prácticamente desaparecido.Con todo esto en mente, la propuesta de hacer una fusión organizacional, simplemente para ahorrar recursos, aunque al hacerlo se pongan en riesgo los avances para uno de los sectores más marginados de nuestra población, parecería una decisión más propia de un gobierno neoliberal. Encima, es un regreso a una política dirigida a los indígenas pero hecha “desde arriba” y sin consulta, al estilo del indigenismo. Las cosas se agravan al percatarse de que el INPI, que teóricamente absorbería las funciones del INALI, ha tenido recortes constantes, al punto de que el presupuesto para este año es apenas 60% del que tenía a principios del sexenio. Todo esto choca con los objetivos de un gobierno que mantiene como lema “primero los pobres” y que –se dice– representa a la nueva izquierda latinoamericana.*El INPI es heredero de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y, antes, del Instituto Nacional Indigenista.El autor agradece la ayuda del Dr. Samuel Hiram Ramírez para este texto[/read]

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