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Todos creemos que deslizar videos en el móvil es no hacer nada. ¿Y si eres un engranaje más de la economía de la atención? En estos tiempos de hiperconectividad, apagar todo dispositivo electrónico para sentarte en una banca a contemplar tu entorno puede ser un acto de resistencia.
Old Survivor es un árbol tan inútil que tiene nombre. Desgarbado y de ramas vencidas por el peso, como hecho con limpiapipas y poco entusiasmo, no ha sido conservado por su belleza, rareza o tamaño. Lo único que lo ha mantenido con vida por casi 500 años es su virtud de no servir para nada y su gran capacidad de resistencia.
Descubrí este árbol en Cómo no hacer nada (Ariel, 2021) de la artista californiana Jenny Odell (1986), un libro que explora la creciente dificultad que experimentamos para desconectarnos digitalmente en un mundo donde la inactividad se ha convertido en sinónimo de ver pantallas: la nada que mantiene prendido el engranaje de la economía de la atención, esa idea perversa de que nuestra concentración es finita y, como tal, un recurso explotable.
Al leer el libro me di cuenta de que yo también necesito instrucciones para desconectarme. Cómo no hacer nada es, en cierta forma, un libro de autoayuda. Apenas con esta descripción inicial se podrían anticipar sus conclusiones: apagar el celular, tocar el pasto, oler las flores. Un discurso también ecológico por reciclado. Pero, lejos de las recetas universales que podemos asociar al género, en el fondo plantea una serie de preguntas sobre la forma en la que todos los aspectos de nuestra vida se convierten en mercancía; sobre el valor del tiempo y cómo las empresas explotan nuestra atención para fines comerciales. “Resistir”, dice Odell, como el árbol Old Survivor, “es transformarse en algo que al sistema de valores capitalista le cueste trabajo rentabilizar”.
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El llamado a resistir desde la inactividad es un esperanzador complemento a otros sombríos ensayos sobre el mismo tema como La Era del Capitalismo de la Vigilancia (Debate, 2020) de Shoshana Zuboff, o El enemigo conoce el sistema de Marta Peirano (Debate, 2020). Para las autoras, el futuro es un lugar con pocas salidas más allá de una radicalización política que se antoja cada vez más lejana, pues involucraría, como ha propuesto Zuboff, la prohibición de la capitalización de la atención de la misma forma en que se prohíbe el uso de armas químicas.
Es más fácil, al menos por ahora, imaginarnos en la banquita de un parque. El “hacer nada” que propone Odell es de tan solo dos pasos: quitar nuestra atención del celular y prestársela a lo que está pasando a nuestro alrededor y en nuestras relaciones personales. No es una idea nihilista dejar que la vida transcurra por sí misma, pues a veces se olvida que no hacer nada también es un instrumento poderoso de cambio, ahí están las huelgas y los boicots que lo demuestran; más que dejar de hacer cosas, se trata de elegir —a propósito— actividades improductivas, como observar árboles o notar las diferencias en los cantos de los pájaros. También hace un llamado a fijarnos en cómo podemos incidir en nuestras localidades, cambiar la forma en que nos relacionamos con el ambiente a través del biorregionalismo y entender de nuevo los lugares en los que vivimos como sitios con biodiversidad única. Aprender, aunque sea, los nombres de los árboles del camellón.
Esa resistencia improductiva reclama urgencia, pues pone en juego mucho más que nuestras horas perdidas. Al respecto, Zuboff es brutal, asegura que ya no somos el producto que se vende a publicistas desde Silicon Valley, sino que, en este nuevo capitalismo, somos apenas una carcasa incómoda, un envoltorio desechable del verdadero producto: nuestra huella digital; y el control que debería horrorizar no es el de Alexa escuchándonos hablar de nuestras vacaciones para vendernos un bloqueador solar, sino prácticas aún más violentas como una app de navegación que cambia tu ruta para hacerte pasar por una tienda nueva, o una aseguradora que ajusta sus precios cuando nota que las mujeres de 55 años que viven en Puerto Escondido googlean más sobre manchas de piel que en otras ciudades.
Ante estos escenarios de terror, algunas opciones son hacer todo lo que esté en nuestras manos para vivir desafiando al sistema, como pagar en efectivo, usar VPNs que oculten nuestra localización, piratear contenido, comprar local y presencialmente o usar un buscador o un navegador que no sean los de Google. Hacer un poquito, aunque no sea suficiente. Hacer, por lo menos, nada. Y es que a veces parece que la única resistencia que podemos practicar en nuestra vida es explorar formas en las que seamos menos capitalistas. Pero quizá eso no sea tan poca cosa.
Después de todo, en español, la traducción del “do nothing” como “no hacer nada” tiene un beneficio ambiguo: el doble negativo refuerza, pero al mismo tiempo alude a que “no hacer nada” es hacer algo. Un primer paso. Pensar en otros tipos de organización que requieren, de inicio, lo radical de la improductividad. Como entender, por ejemplo, lo disruptivo de sentarse un momento en una jardinera, veinte minutos después de tu hora de comida; o reconocer que los graznidos que salen de aquel árbol son de un zanate, y que las raíces de este otro que están rompiendo el pavimento son de un castaño de indias. En una de esas, por qué no, ponerle un nombre.
Nota: las citas son traducción libre de la versión en inglés (Melville House, 2020)
Todos creemos que deslizar videos en el móvil es no hacer nada. ¿Y si eres un engranaje más de la economía de la atención? En estos tiempos de hiperconectividad, apagar todo dispositivo electrónico para sentarte en una banca a contemplar tu entorno puede ser un acto de resistencia.
Old Survivor es un árbol tan inútil que tiene nombre. Desgarbado y de ramas vencidas por el peso, como hecho con limpiapipas y poco entusiasmo, no ha sido conservado por su belleza, rareza o tamaño. Lo único que lo ha mantenido con vida por casi 500 años es su virtud de no servir para nada y su gran capacidad de resistencia.
Descubrí este árbol en Cómo no hacer nada (Ariel, 2021) de la artista californiana Jenny Odell (1986), un libro que explora la creciente dificultad que experimentamos para desconectarnos digitalmente en un mundo donde la inactividad se ha convertido en sinónimo de ver pantallas: la nada que mantiene prendido el engranaje de la economía de la atención, esa idea perversa de que nuestra concentración es finita y, como tal, un recurso explotable.
Al leer el libro me di cuenta de que yo también necesito instrucciones para desconectarme. Cómo no hacer nada es, en cierta forma, un libro de autoayuda. Apenas con esta descripción inicial se podrían anticipar sus conclusiones: apagar el celular, tocar el pasto, oler las flores. Un discurso también ecológico por reciclado. Pero, lejos de las recetas universales que podemos asociar al género, en el fondo plantea una serie de preguntas sobre la forma en la que todos los aspectos de nuestra vida se convierten en mercancía; sobre el valor del tiempo y cómo las empresas explotan nuestra atención para fines comerciales. “Resistir”, dice Odell, como el árbol Old Survivor, “es transformarse en algo que al sistema de valores capitalista le cueste trabajo rentabilizar”.
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El llamado a resistir desde la inactividad es un esperanzador complemento a otros sombríos ensayos sobre el mismo tema como La Era del Capitalismo de la Vigilancia (Debate, 2020) de Shoshana Zuboff, o El enemigo conoce el sistema de Marta Peirano (Debate, 2020). Para las autoras, el futuro es un lugar con pocas salidas más allá de una radicalización política que se antoja cada vez más lejana, pues involucraría, como ha propuesto Zuboff, la prohibición de la capitalización de la atención de la misma forma en que se prohíbe el uso de armas químicas.
Es más fácil, al menos por ahora, imaginarnos en la banquita de un parque. El “hacer nada” que propone Odell es de tan solo dos pasos: quitar nuestra atención del celular y prestársela a lo que está pasando a nuestro alrededor y en nuestras relaciones personales. No es una idea nihilista dejar que la vida transcurra por sí misma, pues a veces se olvida que no hacer nada también es un instrumento poderoso de cambio, ahí están las huelgas y los boicots que lo demuestran; más que dejar de hacer cosas, se trata de elegir —a propósito— actividades improductivas, como observar árboles o notar las diferencias en los cantos de los pájaros. También hace un llamado a fijarnos en cómo podemos incidir en nuestras localidades, cambiar la forma en que nos relacionamos con el ambiente a través del biorregionalismo y entender de nuevo los lugares en los que vivimos como sitios con biodiversidad única. Aprender, aunque sea, los nombres de los árboles del camellón.
Esa resistencia improductiva reclama urgencia, pues pone en juego mucho más que nuestras horas perdidas. Al respecto, Zuboff es brutal, asegura que ya no somos el producto que se vende a publicistas desde Silicon Valley, sino que, en este nuevo capitalismo, somos apenas una carcasa incómoda, un envoltorio desechable del verdadero producto: nuestra huella digital; y el control que debería horrorizar no es el de Alexa escuchándonos hablar de nuestras vacaciones para vendernos un bloqueador solar, sino prácticas aún más violentas como una app de navegación que cambia tu ruta para hacerte pasar por una tienda nueva, o una aseguradora que ajusta sus precios cuando nota que las mujeres de 55 años que viven en Puerto Escondido googlean más sobre manchas de piel que en otras ciudades.
Ante estos escenarios de terror, algunas opciones son hacer todo lo que esté en nuestras manos para vivir desafiando al sistema, como pagar en efectivo, usar VPNs que oculten nuestra localización, piratear contenido, comprar local y presencialmente o usar un buscador o un navegador que no sean los de Google. Hacer un poquito, aunque no sea suficiente. Hacer, por lo menos, nada. Y es que a veces parece que la única resistencia que podemos practicar en nuestra vida es explorar formas en las que seamos menos capitalistas. Pero quizá eso no sea tan poca cosa.
Después de todo, en español, la traducción del “do nothing” como “no hacer nada” tiene un beneficio ambiguo: el doble negativo refuerza, pero al mismo tiempo alude a que “no hacer nada” es hacer algo. Un primer paso. Pensar en otros tipos de organización que requieren, de inicio, lo radical de la improductividad. Como entender, por ejemplo, lo disruptivo de sentarse un momento en una jardinera, veinte minutos después de tu hora de comida; o reconocer que los graznidos que salen de aquel árbol son de un zanate, y que las raíces de este otro que están rompiendo el pavimento son de un castaño de indias. En una de esas, por qué no, ponerle un nombre.
Nota: las citas son traducción libre de la versión en inglés (Melville House, 2020)
Todos creemos que deslizar videos en el móvil es no hacer nada. ¿Y si eres un engranaje más de la economía de la atención? En estos tiempos de hiperconectividad, apagar todo dispositivo electrónico para sentarte en una banca a contemplar tu entorno puede ser un acto de resistencia.
Old Survivor es un árbol tan inútil que tiene nombre. Desgarbado y de ramas vencidas por el peso, como hecho con limpiapipas y poco entusiasmo, no ha sido conservado por su belleza, rareza o tamaño. Lo único que lo ha mantenido con vida por casi 500 años es su virtud de no servir para nada y su gran capacidad de resistencia.
Descubrí este árbol en Cómo no hacer nada (Ariel, 2021) de la artista californiana Jenny Odell (1986), un libro que explora la creciente dificultad que experimentamos para desconectarnos digitalmente en un mundo donde la inactividad se ha convertido en sinónimo de ver pantallas: la nada que mantiene prendido el engranaje de la economía de la atención, esa idea perversa de que nuestra concentración es finita y, como tal, un recurso explotable.
Al leer el libro me di cuenta de que yo también necesito instrucciones para desconectarme. Cómo no hacer nada es, en cierta forma, un libro de autoayuda. Apenas con esta descripción inicial se podrían anticipar sus conclusiones: apagar el celular, tocar el pasto, oler las flores. Un discurso también ecológico por reciclado. Pero, lejos de las recetas universales que podemos asociar al género, en el fondo plantea una serie de preguntas sobre la forma en la que todos los aspectos de nuestra vida se convierten en mercancía; sobre el valor del tiempo y cómo las empresas explotan nuestra atención para fines comerciales. “Resistir”, dice Odell, como el árbol Old Survivor, “es transformarse en algo que al sistema de valores capitalista le cueste trabajo rentabilizar”.
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El llamado a resistir desde la inactividad es un esperanzador complemento a otros sombríos ensayos sobre el mismo tema como La Era del Capitalismo de la Vigilancia (Debate, 2020) de Shoshana Zuboff, o El enemigo conoce el sistema de Marta Peirano (Debate, 2020). Para las autoras, el futuro es un lugar con pocas salidas más allá de una radicalización política que se antoja cada vez más lejana, pues involucraría, como ha propuesto Zuboff, la prohibición de la capitalización de la atención de la misma forma en que se prohíbe el uso de armas químicas.
Es más fácil, al menos por ahora, imaginarnos en la banquita de un parque. El “hacer nada” que propone Odell es de tan solo dos pasos: quitar nuestra atención del celular y prestársela a lo que está pasando a nuestro alrededor y en nuestras relaciones personales. No es una idea nihilista dejar que la vida transcurra por sí misma, pues a veces se olvida que no hacer nada también es un instrumento poderoso de cambio, ahí están las huelgas y los boicots que lo demuestran; más que dejar de hacer cosas, se trata de elegir —a propósito— actividades improductivas, como observar árboles o notar las diferencias en los cantos de los pájaros. También hace un llamado a fijarnos en cómo podemos incidir en nuestras localidades, cambiar la forma en que nos relacionamos con el ambiente a través del biorregionalismo y entender de nuevo los lugares en los que vivimos como sitios con biodiversidad única. Aprender, aunque sea, los nombres de los árboles del camellón.
Esa resistencia improductiva reclama urgencia, pues pone en juego mucho más que nuestras horas perdidas. Al respecto, Zuboff es brutal, asegura que ya no somos el producto que se vende a publicistas desde Silicon Valley, sino que, en este nuevo capitalismo, somos apenas una carcasa incómoda, un envoltorio desechable del verdadero producto: nuestra huella digital; y el control que debería horrorizar no es el de Alexa escuchándonos hablar de nuestras vacaciones para vendernos un bloqueador solar, sino prácticas aún más violentas como una app de navegación que cambia tu ruta para hacerte pasar por una tienda nueva, o una aseguradora que ajusta sus precios cuando nota que las mujeres de 55 años que viven en Puerto Escondido googlean más sobre manchas de piel que en otras ciudades.
Ante estos escenarios de terror, algunas opciones son hacer todo lo que esté en nuestras manos para vivir desafiando al sistema, como pagar en efectivo, usar VPNs que oculten nuestra localización, piratear contenido, comprar local y presencialmente o usar un buscador o un navegador que no sean los de Google. Hacer un poquito, aunque no sea suficiente. Hacer, por lo menos, nada. Y es que a veces parece que la única resistencia que podemos practicar en nuestra vida es explorar formas en las que seamos menos capitalistas. Pero quizá eso no sea tan poca cosa.
Después de todo, en español, la traducción del “do nothing” como “no hacer nada” tiene un beneficio ambiguo: el doble negativo refuerza, pero al mismo tiempo alude a que “no hacer nada” es hacer algo. Un primer paso. Pensar en otros tipos de organización que requieren, de inicio, lo radical de la improductividad. Como entender, por ejemplo, lo disruptivo de sentarse un momento en una jardinera, veinte minutos después de tu hora de comida; o reconocer que los graznidos que salen de aquel árbol son de un zanate, y que las raíces de este otro que están rompiendo el pavimento son de un castaño de indias. En una de esas, por qué no, ponerle un nombre.
Nota: las citas son traducción libre de la versión en inglés (Melville House, 2020)
Todos creemos que deslizar videos en el móvil es no hacer nada. ¿Y si eres un engranaje más de la economía de la atención? En estos tiempos de hiperconectividad, apagar todo dispositivo electrónico para sentarte en una banca a contemplar tu entorno puede ser un acto de resistencia.
Old Survivor es un árbol tan inútil que tiene nombre. Desgarbado y de ramas vencidas por el peso, como hecho con limpiapipas y poco entusiasmo, no ha sido conservado por su belleza, rareza o tamaño. Lo único que lo ha mantenido con vida por casi 500 años es su virtud de no servir para nada y su gran capacidad de resistencia.
Descubrí este árbol en Cómo no hacer nada (Ariel, 2021) de la artista californiana Jenny Odell (1986), un libro que explora la creciente dificultad que experimentamos para desconectarnos digitalmente en un mundo donde la inactividad se ha convertido en sinónimo de ver pantallas: la nada que mantiene prendido el engranaje de la economía de la atención, esa idea perversa de que nuestra concentración es finita y, como tal, un recurso explotable.
Al leer el libro me di cuenta de que yo también necesito instrucciones para desconectarme. Cómo no hacer nada es, en cierta forma, un libro de autoayuda. Apenas con esta descripción inicial se podrían anticipar sus conclusiones: apagar el celular, tocar el pasto, oler las flores. Un discurso también ecológico por reciclado. Pero, lejos de las recetas universales que podemos asociar al género, en el fondo plantea una serie de preguntas sobre la forma en la que todos los aspectos de nuestra vida se convierten en mercancía; sobre el valor del tiempo y cómo las empresas explotan nuestra atención para fines comerciales. “Resistir”, dice Odell, como el árbol Old Survivor, “es transformarse en algo que al sistema de valores capitalista le cueste trabajo rentabilizar”.
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El llamado a resistir desde la inactividad es un esperanzador complemento a otros sombríos ensayos sobre el mismo tema como La Era del Capitalismo de la Vigilancia (Debate, 2020) de Shoshana Zuboff, o El enemigo conoce el sistema de Marta Peirano (Debate, 2020). Para las autoras, el futuro es un lugar con pocas salidas más allá de una radicalización política que se antoja cada vez más lejana, pues involucraría, como ha propuesto Zuboff, la prohibición de la capitalización de la atención de la misma forma en que se prohíbe el uso de armas químicas.
Es más fácil, al menos por ahora, imaginarnos en la banquita de un parque. El “hacer nada” que propone Odell es de tan solo dos pasos: quitar nuestra atención del celular y prestársela a lo que está pasando a nuestro alrededor y en nuestras relaciones personales. No es una idea nihilista dejar que la vida transcurra por sí misma, pues a veces se olvida que no hacer nada también es un instrumento poderoso de cambio, ahí están las huelgas y los boicots que lo demuestran; más que dejar de hacer cosas, se trata de elegir —a propósito— actividades improductivas, como observar árboles o notar las diferencias en los cantos de los pájaros. También hace un llamado a fijarnos en cómo podemos incidir en nuestras localidades, cambiar la forma en que nos relacionamos con el ambiente a través del biorregionalismo y entender de nuevo los lugares en los que vivimos como sitios con biodiversidad única. Aprender, aunque sea, los nombres de los árboles del camellón.
Esa resistencia improductiva reclama urgencia, pues pone en juego mucho más que nuestras horas perdidas. Al respecto, Zuboff es brutal, asegura que ya no somos el producto que se vende a publicistas desde Silicon Valley, sino que, en este nuevo capitalismo, somos apenas una carcasa incómoda, un envoltorio desechable del verdadero producto: nuestra huella digital; y el control que debería horrorizar no es el de Alexa escuchándonos hablar de nuestras vacaciones para vendernos un bloqueador solar, sino prácticas aún más violentas como una app de navegación que cambia tu ruta para hacerte pasar por una tienda nueva, o una aseguradora que ajusta sus precios cuando nota que las mujeres de 55 años que viven en Puerto Escondido googlean más sobre manchas de piel que en otras ciudades.
Ante estos escenarios de terror, algunas opciones son hacer todo lo que esté en nuestras manos para vivir desafiando al sistema, como pagar en efectivo, usar VPNs que oculten nuestra localización, piratear contenido, comprar local y presencialmente o usar un buscador o un navegador que no sean los de Google. Hacer un poquito, aunque no sea suficiente. Hacer, por lo menos, nada. Y es que a veces parece que la única resistencia que podemos practicar en nuestra vida es explorar formas en las que seamos menos capitalistas. Pero quizá eso no sea tan poca cosa.
Después de todo, en español, la traducción del “do nothing” como “no hacer nada” tiene un beneficio ambiguo: el doble negativo refuerza, pero al mismo tiempo alude a que “no hacer nada” es hacer algo. Un primer paso. Pensar en otros tipos de organización que requieren, de inicio, lo radical de la improductividad. Como entender, por ejemplo, lo disruptivo de sentarse un momento en una jardinera, veinte minutos después de tu hora de comida; o reconocer que los graznidos que salen de aquel árbol son de un zanate, y que las raíces de este otro que están rompiendo el pavimento son de un castaño de indias. En una de esas, por qué no, ponerle un nombre.
Nota: las citas son traducción libre de la versión en inglés (Melville House, 2020)
Todos creemos que deslizar videos en el móvil es no hacer nada. ¿Y si eres un engranaje más de la economía de la atención? En estos tiempos de hiperconectividad, apagar todo dispositivo electrónico para sentarte en una banca a contemplar tu entorno puede ser un acto de resistencia.
Old Survivor es un árbol tan inútil que tiene nombre. Desgarbado y de ramas vencidas por el peso, como hecho con limpiapipas y poco entusiasmo, no ha sido conservado por su belleza, rareza o tamaño. Lo único que lo ha mantenido con vida por casi 500 años es su virtud de no servir para nada y su gran capacidad de resistencia.
Descubrí este árbol en Cómo no hacer nada (Ariel, 2021) de la artista californiana Jenny Odell (1986), un libro que explora la creciente dificultad que experimentamos para desconectarnos digitalmente en un mundo donde la inactividad se ha convertido en sinónimo de ver pantallas: la nada que mantiene prendido el engranaje de la economía de la atención, esa idea perversa de que nuestra concentración es finita y, como tal, un recurso explotable.
Al leer el libro me di cuenta de que yo también necesito instrucciones para desconectarme. Cómo no hacer nada es, en cierta forma, un libro de autoayuda. Apenas con esta descripción inicial se podrían anticipar sus conclusiones: apagar el celular, tocar el pasto, oler las flores. Un discurso también ecológico por reciclado. Pero, lejos de las recetas universales que podemos asociar al género, en el fondo plantea una serie de preguntas sobre la forma en la que todos los aspectos de nuestra vida se convierten en mercancía; sobre el valor del tiempo y cómo las empresas explotan nuestra atención para fines comerciales. “Resistir”, dice Odell, como el árbol Old Survivor, “es transformarse en algo que al sistema de valores capitalista le cueste trabajo rentabilizar”.
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El llamado a resistir desde la inactividad es un esperanzador complemento a otros sombríos ensayos sobre el mismo tema como La Era del Capitalismo de la Vigilancia (Debate, 2020) de Shoshana Zuboff, o El enemigo conoce el sistema de Marta Peirano (Debate, 2020). Para las autoras, el futuro es un lugar con pocas salidas más allá de una radicalización política que se antoja cada vez más lejana, pues involucraría, como ha propuesto Zuboff, la prohibición de la capitalización de la atención de la misma forma en que se prohíbe el uso de armas químicas.
Es más fácil, al menos por ahora, imaginarnos en la banquita de un parque. El “hacer nada” que propone Odell es de tan solo dos pasos: quitar nuestra atención del celular y prestársela a lo que está pasando a nuestro alrededor y en nuestras relaciones personales. No es una idea nihilista dejar que la vida transcurra por sí misma, pues a veces se olvida que no hacer nada también es un instrumento poderoso de cambio, ahí están las huelgas y los boicots que lo demuestran; más que dejar de hacer cosas, se trata de elegir —a propósito— actividades improductivas, como observar árboles o notar las diferencias en los cantos de los pájaros. También hace un llamado a fijarnos en cómo podemos incidir en nuestras localidades, cambiar la forma en que nos relacionamos con el ambiente a través del biorregionalismo y entender de nuevo los lugares en los que vivimos como sitios con biodiversidad única. Aprender, aunque sea, los nombres de los árboles del camellón.
Esa resistencia improductiva reclama urgencia, pues pone en juego mucho más que nuestras horas perdidas. Al respecto, Zuboff es brutal, asegura que ya no somos el producto que se vende a publicistas desde Silicon Valley, sino que, en este nuevo capitalismo, somos apenas una carcasa incómoda, un envoltorio desechable del verdadero producto: nuestra huella digital; y el control que debería horrorizar no es el de Alexa escuchándonos hablar de nuestras vacaciones para vendernos un bloqueador solar, sino prácticas aún más violentas como una app de navegación que cambia tu ruta para hacerte pasar por una tienda nueva, o una aseguradora que ajusta sus precios cuando nota que las mujeres de 55 años que viven en Puerto Escondido googlean más sobre manchas de piel que en otras ciudades.
Ante estos escenarios de terror, algunas opciones son hacer todo lo que esté en nuestras manos para vivir desafiando al sistema, como pagar en efectivo, usar VPNs que oculten nuestra localización, piratear contenido, comprar local y presencialmente o usar un buscador o un navegador que no sean los de Google. Hacer un poquito, aunque no sea suficiente. Hacer, por lo menos, nada. Y es que a veces parece que la única resistencia que podemos practicar en nuestra vida es explorar formas en las que seamos menos capitalistas. Pero quizá eso no sea tan poca cosa.
Después de todo, en español, la traducción del “do nothing” como “no hacer nada” tiene un beneficio ambiguo: el doble negativo refuerza, pero al mismo tiempo alude a que “no hacer nada” es hacer algo. Un primer paso. Pensar en otros tipos de organización que requieren, de inicio, lo radical de la improductividad. Como entender, por ejemplo, lo disruptivo de sentarse un momento en una jardinera, veinte minutos después de tu hora de comida; o reconocer que los graznidos que salen de aquel árbol son de un zanate, y que las raíces de este otro que están rompiendo el pavimento son de un castaño de indias. En una de esas, por qué no, ponerle un nombre.
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