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Sin órdenes de aprehensión ni apego a los derechos humanos, hace 18 años detuvieron a seis hombres inocentes bajo la acusación de secuestro, delitos contra la salud y delincuencia organizada. Su detención se presentó como un éxito de la procuración de justicia en México. En un sistema judicial fallido, su suerte estaba echada. La batalla judicial de los presuntos Kempes sigue en curso. Sus familiares ya no solo claman por la libertad, sino porque se haga justicia.
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Seis hombres con trabajos y vidas comunes comparten una misma historia: un funcionario, un empleado de la Comisión Nacional del Agua, un asesor de afores y tarjetas de crédito, un demostrador en un supermercado y dos actores en ciernes que se ganan la vida como extras en la televisión. La policía del estado de Tlaxcala, en México, los detiene a todos ellos, acusados de conformar una banda de secuestradores.
Aunque fiel a los hechos, este inicio es insuficiente. Si siguiéramos el registro de los periódicos, esta historia comenzaría el 16 de agosto de 2002: “La Unidad Especializada en Delincuencia Organizada, en coordinación con autoridades estatales, capturó en el Estado de México a seis integrantes de la banda de secuestradores ‘Los Kempes’, a los cuales se les atribuyen al menos dos plagios que cotizaron en 12 millones de pesos cada uno”, publicó el diario Reforma —y los medios que cubrieron el caso—, una historia que presentaron como un triunfo de la procuración de justicia en México. Pero se dejaron de lado “detalles” cruciales, como que ninguno de los acusados estuvo en Tlaxcala durante los secuestros o que su residencia y actividades no tenían nexo alguno con la entidad federativa que los acusaba.
Para los diarios, fue un caso resuelto: la policía logra atrapar a “los malos”. Pero este principio es falso, más cercano a la ficción que al periodismo, porque las autoridades obtuvieron las pruebas con las que sustentaron el caso mediante tortura y falsificaciones o, directamente, las fabricaron. Para contar la historia de estos seis hombres, José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo, a quienes el gobierno les destrozó la vida, al detenerlos sin órdenes de aprehensión ni apego a sus derechos humanos, debemos empezar por el origen de los hechos.
Es el 13 de agosto de 2002. Oswaldo Rodríguez sale de su casa a las ocho de la mañana, como todos los días, en compañía de su novia Miriam. Caminan rumbo al metro Tecnológico (hoy, estación Ecatepec) para ir a sus respectivas obligaciones. Oswaldo tiene 21 años; por las mañanas, estudia la preparatoria en un colegio privado y, por las tardes, trabaja en el área de ventas de una empresa telefónica para pagarse los estudios. La colegiatura le cuesta bastante y eso provoca que interrumpa constantemente su formación. Ha pasado la mayor parte de su vida en San Cristóbal Ecatepec, un municipio del Estado de México, al norte de la Ciudad de México, donde vive junto con su padre, Sergio, y su madre, Martha. Pero esa mañana, al llegar a la estación, cuatro individuos vestidos de civil los detienen y les piden sus documentos, argumentando que son policías y que se trata de una revisión de rutina. Uno de los hombres somete a Oswaldo, con pistola en mano, y lo amenaza.
—¡Te andábamos buscando! ¡Dile a esta hija de puta que se vaya o se la carga la chingada! —gritan, lo sacan de la estación y lo suben a un Tsuru blanco.
Miriam, a pesar de las amenazas, los va siguiendo hasta el auto y mira cómo le quitan todas sus pertenencias a su novio. Una vez arriba, le repiten a Oswaldo que le diga a Miriam que se vaya. Le dicen que lo llevarán a comparecer, le dicen que en cuanto esto termine “nosotros te regresamos”. Entre confundido y aterrado, solo puede pensar que lo están secuestrando.
Ese mismo día, un martes 13, en otros puntos del Distrito Federal y del área conurbada que pertenece al Estado de México, se llevan a cabo otras cuatro detenciones más, con lujo de violencia y al margen de los derechos.
A José María Ramos —tío de Oswaldo, de 54 años— lo interceptan en un carro rojo cuando iba de camino a hacerse unos estudios médicos, a causa de la diabetes que padece. A Sergio y a Hugo Rodríguez —padre y hermano de Oswaldo, de 43 y 25 años, respectivamente— los detienen de manera simultánea: juntos iban hacia Ecatepec cuando, en el camino, una miniván se les cierra y varios hombres los obligan a subir. Una vez adentro, los encapuchan y comienzan a interrogarlos a golpes.
—¡Ya los cargó la chingada!
La camioneta avanza y ellos, esposados, no alcanzan a entender lo que está pasando.
Jorge Hernández —amigo de Hugo, de 21 años— va rumbo a la tienda de la Conasupo para comprar leche. Unos policías que se identifican con placas de la Procuraduría General de la República (PGR) interrumpen su andar por la calle Valle de Toltecas, también en Ecatepec, y lo arrestan. Nunca le informan de qué delito lo acusan, pero eso no impide que después declaren que le encontraron “una grapa en el calcetín”, aunque ese día solo llevaba puestas unas chanclas. En su casa, está su amigo Ricardo Almanza, de 25 años, esperando a que regrese de la tienda para desayunar y luego acompañar a Marisol —hermana de Jorge y amiga de Oswaldo— a la universidad donde estudia Comunicación. Pero unos golpes en la puerta llegan antes. Escucha a los vecinos gritar que salga ya, que “¡se están llevando al muchacho!”. Al salir, encuentra a varios hombres forcejeando con su cuñado, Jorge, para meterlo a un Tsuru blanco estacionado en el portal. Entre el ir y venir de preguntas y exigencias, los hombres se identifican como agentes y le dicen a Ricardo que si quiere saber a dónde lo llevarán, tendrá que acompañarlos. Ricardo recordará este momento el resto de su vida: la decisión de ir lo ha mantenido preso por más de 18 años.
Para las autoridades de impartición de justicia de Tlaxcala, estos seis hombres eran culpables de delitos contra la salud, delincuencia organizada y privación ilegal de la libertad; y los presentaron como la banda de secuestradores Los Kempes. Oswaldo pasó 14 años en la cárcel; Hugo, ocho meses privado de su libertad; José María murió en 2013 durante su encarcelamiento; y el resto (Sergio, Jorge y Ricardo) continúa en prisión: ninguno de ellos ha tenido oportunidad de defenderse, mientras sus familias luchan por su libertad.
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Oswaldo Rodríguez Salvatierra (40 años).[/caption]
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En este momento, quizá decidas que no quieres seguir leyendo. No por falta de interés, sino porque ya sabes cómo termina la historia: los poderosos se salen con la suya y hunden a los “jodidos” en la cárcel. En efecto, aquí no solo vas a encontrar un ejemplo más de impunidad, sino una investigación que relata cómo la suerte de estos hombres estaba echada desde el principio, en un sistema fallido que, si no estás en las filas de los poderosos, te tratará como culpable ipso facto. Lo harán, aunque se demuestre lo contrario, y buscarán castigarte a través de todos los medios a su alcance. Tal vez pienses que esto no te va a pasar, pero ¿qué tan diferente eres de los protagonistas de esta historia? En caso de que sigas pensando que hay una distancia insoslayable entre estos seis hombres y cualquier otro que camina por las calles, debemos decirte: ellos tampoco pensaban que les podía ocurrir.
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La fabricación de culpables en Tlaxcala no es la excepción, sino la regla. Durante la administración de 1999 a 2005, que encabezó el gobernador Alfonso Sánchez Anaya —hoy titular de la Unidad de Administración y Finanzas de la Secretaría de Gobernación del presidente Andrés Manuel López Obrador—, se presentaron numerosas bandas de secuestradores a través de métodos que incurrían en la violación a los derechos humanos según las 52 recomendaciones elaboradas por la Comisión Estatal de Derechos Humanos en casos ligados a policías y agentes ministeriales, tales como detenciones arbitrarias, lesiones, intimidación y tortura. ¿Por qué un gobierno decide actuar así?
La banda de Los Kempes era el grupo de secuestradores número 48 en la lista de las organizaciones que la policía estatal presumía desarticular. En los datos publicados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la entidad con más secuestros entre 1999 y 2005 era la Ciudad de México, que promediaba 120 cada año. En Tlaxcala, en ese mismo periodo, no se registró ni uno solo hasta 2006 cuando, de golpe, se denunciaron 408 secuestros, el máximo histórico para cualquier entidad del país. No es que este delito súbitamente se hubiera disparado, sino que no se registraba antes en el Sistema Nacional de Seguridad Pública. Según relata Isabel Ramos, hermana de José María, las investigaciones que armaban los ministeriales eran meros simulacros; ningún proceso llegaba a buen término y los jueces terminaban ordenando la liberación de las personas detenidas. La situación enfureció a los empresarios del estado, cuyas familias eran blanco de los secuestros, y empezaron a presionar para que estos casos se juzgaran en lugares distintos a Tlaxcala.
“Había una vinculación de las autoridades de Tlaxcala con los grupos de secuestradores. Ante la presión empresarial y la que nosotros ejercimos, buscaron de alguna manera relajar esa presión y fabricaron delincuentes para calmar a la opinión pública”, dice José Antonio Ortega, abogado de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex). No solo Ortega tenía esa impresión; también la compartían Irma Rugerio Pérez y Rafael Armas Luna, las víctimas secuestradas supuestamente por Los Kempes. En un primer momento, ambos solicitaron la ayuda de Carlos Ramírez, un abogado e investigador privado de la compañía Prisma, porque no confiaban en el desempeño de las autoridades. En los cuestionarios que llenaron en 2001, fecha en la que ocurrieron los secuestros atribuidos a Los Kempes, tanto Rugerio Pérez como Armas Luna dijeron haber sentido “falta de interés” por parte de las autoridades para resolver sus casos.
En la PGR había una premura por lograr cifras del combate al secuestro dignas de presumir, sin importar lo que tuvieran que hacer para conseguirlas. Rafael Macedo de la Concha, titular del organismo, señaló en su informe que, entre diciembre de 2001 y noviembre de 2002, su corporación desarticuló 21 bandas de secuestradores, entre las que destacaban por su alta peligrosidad Los Kempes que, según el informe de gestión de la PRG, operaban en el Estado de México y Tlaxcala, y a quienes les atribuían al menos dos secuestros que cotizaron en 12 millones de pesos cada uno.
Cuando se politiza la justicia, dice la máxima, no importa quién la hizo sino quién la paga. Tlaxcala tenía un personaje que era clave para estos fines: José Guadalupe Ríos Martel. A inicios de los años 2000, tendría no más de 28 o 29 años y estaba pagando una pena de 26 años de prisión por haber matado a sus suegros porque le habían robado un cilindro de gas. Un día, miembros de la Procuraduría de Tlaxcala entraron a su celda y le dieron una pluma, una libreta y una oferta de 240 mil pesos. “Necesitamos que armes una banda de secuestradores”, le dijeron los funcionarios.
Aunque son pocos los documentos oficiales que la sustentan, la historia de Ríos Martel aparece en los testimonios de periodistas de la época que, si no fuera por su nivel de detalle y contraste de fuentes, parecerían imposibles. Por ejemplo, que los custodios lo sacaban de su celda en un auto y él iba señalando, por la ventana, a quien quería acusar de secuestro. O que fijó la mirada en su exesposa y en su hermano —quienes iniciaron una relación sentimental después de que él fuera apresado— a manera de venganza. Un reportaje publicado en El Sol de Tlaxcala reveló que Ríos Martel había iniciado la investigación de 19 personas por el delito de secuestro, en 2002, solamente con la señal de su dedo. El rumor de su poderío se propagó entre la gente y levantó sospechas. El diario La Jornada Tlaxcala llegó a preguntarle al respecto al procurador del estado, Eduardo Medel Quiroz, y éste respondió: “¿Qué credibilidad puede tener un homicida confeso? Sin embargo, entiendo su conducta, porque está enfermo y por eso asesinó a sus suegros”, dijo y le dio carpetazo al asunto.
En su declaración certificada, Ríos Martel menciona que el director de la Policía Judicial del Estado de México (Daniel González Guevara), el comandante de Tlaxcala (Nicolás Escutia Brizuela) y el procurador de dicho estado (Eduardo Medel Quiroz) lo amenazaron con matar a su familia si no hacía lo que le ordenaban. “Por tal motivo, siempre accedí a lo que me pedían”, explica en ese documento. Ríos Martel ya está libre y, según Isabel Ramos, familiar de uno de los presuntos secuestradores que pudo hablar con él, no le cumplieron nunca la promesa del dinero que le darían y acabaron quemando la casa donde vivía, con su hijo de seis años adentro.
Otra pieza fundamental en este sistema de impartición de injusticia es el entonces subprocurador de Tlaxcala, Édgar Bayardo del Villar. Miriam Bueno, reportera, lo describe como un personaje que “vestía impecable”. Aficionado a las marcas caras, la pulcritud de su guardarropa contrastaba con su mala fama de haber aumentado el número de secuestros en la región. Bueno escribió en su columna titulada “Anecdotario de una reportera”, que se publicó en Elipse Tlaxcala el 21 de octubre de 2016, sobre una entrevista a Bayardo en 2002, en la que, precisamente, le preguntó sobre ese mito popular.
—Mira, mija. Veme bien… ¿tú crees que me voy a ensuciar las manos secuestrando gente? Claro que no, Miriam. Yo no me voy a ensuciar las manos secuestrando gente cuando hay otras maneras de ganar mucho más dinero.
—¿Cómo cuáles?, ¿el narco?
—Por ejemplo.
Miriam tomó la respuesta como una burla y no prestó más atención, pero Bayardo del Villar no bromeaba. Años después, en 2008, lo detuvieron. Confesó haber trabajado para Jesús Reynaldo “el Rey” Zambada, uno de los jefes del cártel de Sinaloa y encargado de la importación de drogas en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México durante dos décadas. Posteriormente, Bayardo del Villar se volvió testigo protegido del gobierno de Felipe Calderón y sería también informante de la agencia antidrogas de Estados Unidos. El primero de diciembre de 2009, cerca de las 11:15 de la mañana, murió a tiros de metralleta en un Starbucks de la calle Pilares, en la Colonia del Valle de la capital mexicana. Al morir, dejó una fortuna de casi 30 millones de pesos y pruebas suficientes de que el narcotráfico había logrado infiltrarse en la procuración de justicia.
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Portada de El Periódico de Tlaxcala en donde se acusa a Eduardo Medel Quiroz de fabricar al menos 19 secuestros durante la administración de Alfonso Sánchez Anaya.[/caption]
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Tu nombre es Oswaldo y vas en traslado. Llevas dos horas viajando. La palanca de velocidades de la camioneta te lastima la pierna izquierda, pero no te quejas porque temes que vuelvan a golpearte. Alguien te quita la chamarra que te cubría la vista; entrecierras los ojos y solo puedes ver tus zapatos y los de la persona que está sentada a la derecha. El motor frena. Notas cómo raspan las llantas contra la grava suelta. Se abren las puertas. Te toman de los hombros para meterte a un cuarto. Sientes el olor a obra negra y quieres levantar la vista para entender dónde te encuentras, pero uno de los policías coloca su palma sobre tu nuca y baja tu mirada por la fuerza.
—Te vas a quitar todo —dicen. Te sientes humillado, pero obedeces.
Oswaldo no estaba solo en aquella obra negra de un edificio de la Procuraduría de Tlaxcala. A su hermano, su padre, su tío y su amigo los estaban torturando también, de distintas formas, para lograr fabricarles una historia de culpabilidad. A José María le hicieron leer, mientras lo grababan, algunas palabras sueltas: “secuestro”, “dinero”, “matar”, “pedo”. No había una secuencia, era la construcción de un glosario funesto en su propia voz y, cada vez que leía en un tono temeroso, el policía que lo vigilaba le gritaba que lo hiciera más fuerte o con más furia.
—¿Qué?, ¿no tienes huevos?
Las grabaciones fueron solo una parte de la falsificación de pruebas. La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) documentó que los agentes les sembraron bolsas con clorhidrato de cocaína a todos los arrestados para justificar su detención en flagrancia y que, después de largas sesiones de tortura, los forzaron a firmar declaraciones autoincriminatorias por delitos que no cometieron. En la presentación de pruebas, la Procuraduría de Tlaxcala mostró fotos con las que intentaba probar la delincuencia organizada como parte de la investigación ministerial, pero estas imágenes habían sido tomadas tres días antes de la detención, afuera de la casa de José María, en Ecatepec, cuando la familia se despedía después de un festejo de cumpleaños.
Estás atrapado en una situación límite, con el miedo a tope y la esperanza ausente. Desnudo y encorvado, te obligan a caminar lento por un piso frío y sientes pequeñas piedritas bajo tus pies. Te sujetan, colocando tus brazos hacia atrás, para comenzar a vendarte. Sientes cómo la tela te cubre y se tensa contra tu cuerpo; cubren desde tu cabeza hasta el ombligo y de los muslos a los dedos de los pies. El aire helado del cuarto te roza la nariz, la boca y los genitales, que llevas descubiertos. Entonces te colocan unas toallas sanitarias en los ojos y vuelven a pasar la venda por tu cabeza, para asegurarse de que no puedas ver. Estás a oscuras y expuesto.
Te tiran sobre un colchón que huele a viejo; tratas de moverte y te das cuenta de que es imposible. Estás boca arriba y solo oyes voces, ecos, ruidos. Sientes opresión en el pecho, te cuesta respirar: una persona está sentada sobre ti. Un sonido delata que han abierto una botella de refresco.
—¿Ahora sí me vas a platicar lo que sucedió con la niña? —inquiere un policía que te golpea en el estómago y te sofoca a base de puñetazos.
Solo atinas a exhalar un quejido.
Te meten un trapo en la boca. Intuyes que está sucio porque te sabe salado y empiezas a tratar de sacarlo con la lengua. El policía agita la botella y estalla el agua mineral contra tu nariz. Tratas de jalar aire, pero no puedes y sientes que el trapo comienza a adherirse a tu garganta. Poco a poco, el mundo te pesa. Pierdes el conocimiento por un momento. Cuando despiertas y jalas apenas aire, estás sentado, enderezado, y te sacan el trapo de la boca. Respiras como puedes y, cuando por fin comienzas a estabilizar la respiración, te toman de los cabellos y alternan con cachetadas. Pasas por este infierno seis veces más.
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Patricia Salvatierra Muñiz (59 años), madre de Oswaldo.[/caption]
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De acuerdo con el World Justice Project, durante su traslado o su estancia en el Ministerio Público torturan a ocho de cada diez personas detenidas en México. Si un día te detienen, por error o con razón, ¿serás de esos dos afortunados?
El traslado de José María hasta el Reclusorio Preventivo Varonil Sur había sido una réplica del infierno que vivió en su detención. Le colocaron una pistola en el recto mientras le gritaban ofensas y le decían que lo iban a matar, que ya no valía nada. Lo llevaron al patio central y le dijeron que se desnudara. Ahí, expuesto al frío de la madrugada, lo obligaron a agacharse y le inspeccionaron cada rincón del cuerpo con el pretexto de que no llevara nada escondido. Horas después, lo trasladaron desnudo hasta el penal de Santa Martha Acatitla, sin previo aviso a sus familiares, y lo golpearon todo el camino.
La tortura no solo se utiliza para arrebatar confesiones, también es un lenguaje escrito en el cuerpo de muchos atrapados en el sistema de justicia. Isabel no sabía de ese lenguaje, pero lo vio en el cuerpo de su hermano, cuando fue a visitarlo a Santa Martha, en noviembre de 2011. Isabel, que es médica veterinaria, recuerda esa ocasión con particular nitidez: “Lo vi venir con un pantalón tipo bermuda, unos tenis sin agujetas. Venía sin dientes porque le habían zafado las placas a trancazos. Despeinado, golpeado, con las rodillas rotas”. Junto a su hermano, otros hombres gemían pidiendo “sus pastillas”. Los encargados de cuidarlos le lanzaban a la cara las medicinas que le tocaban a cada interno, recuerda Isabel. “[José María] nos decía que no quería que lo regresaran a ningún lado. Nos decía que estaba bien. ¿Por qué? Porque lo pusieron en las celdas de la tercera edad, donde están las personas enfermas mentales y también los usuarios de drogas, y él nos decía ‘sí están loquitos, pero no se preocupen: no son agresivos. Aquí estoy bien’, nos repetía una y otra vez”.
José María era diabético. La vida en la cárcel deterioró de forma acelerada su condición física y las secuelas de la tortura hicieron lo suyo. Privado de la libertad, José María Cirilo Ramos Tenorio murió el 23 de octubre de 2013.
***
Ahora respiras con dificultad. No puedes pensar en nada. De pronto, sientes cómo te entra agua helada por la nariz. Te ahogas y tratas de enderezarte, pero es imposible. Varias cubetas vienen después; son tantas que las dejas de contar.
—¡¿Qué hiciste con la niña?! —insisten con la pregunta que repetirán una y otra vez durante las próximas horas. Y no sabes de qué diablos están hablando. La niña solo es un pretexto para continuar amedrentándote hasta que confieses.
Te quitan la venda de la cabeza y sientes que se libera la presión en tu rostro; hasta te relajas cuando el aire toca tus mejillas. Pero la tortura vuelve. Los policías cubren tus ojos otra vez con toallas sanitarias y las fijan de nuevo con las vendas. Piensas que viene otra ronda de sufrimiento, aunque al menos ya es familiar. Pero te equivocas. Colocan una bolsa de plástico sobre tu cabeza y la aprietan y sientes cómo el aire se va de ti. En la poca luz que se filtra, tu mirada se va desvaneciendo y los ruidos se vuelven ecos hasta que ya no oyes nada. Cansado, te sientes sumergido en una alberca.
Uno de los policías te cachetea ya inconsciente y te jala el cabello para que reacciones. Repites este viaje varias veces y comienzas a pensar que no habrá salida. Te vuelven a dejar sobre el colchón. Solo sientes dolor. Sientes que te pican uno de los testículos y luego el muslo izquierdo. Los toques eléctricos invaden tu cuerpo y te sacudes.
Ya no ves. Ya no sientes.
Esa noche, después de otra ronda de asfixias y golpes, te obligan a firmar unas hojas que no te dejan leer. Te enterarás después de que esos papeles serán la confesión para presentarte ante las autoridades federales como Oswaldo Francisco Rodríguez Salvatierra, líder de una banda de secuestradores.
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Carta del 5 de junio de 2011 de Oswaldo Rodríguez Salvatierra a su hijo Adrick.[/caption]
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Por la tarde del 13 de agosto, el mismo día de la detención en 2002, los policías trasladan a Oswaldo, a su padre, Sergio, a su hermano, Hugo y a su tío, José María, a otro edificio de la Procuraduría de Tlaxcala. Ahora suman a otro detenido, Jorge, a quien Oswaldo reconoce porque es amigo de Hugo —su hermano— y también vive en Ecatepec. Entran a una nueva habitación y, en cuanto dan el primer paso, los flashes de las cámaras caen sobre ellos. Se encuentran en una rueda de prensa y ven a su espalda el logotipo de la policía del estado.
Del otro lado de la habitación, entre los presentes está Ricardo, el novio de la hermana de Jorge, tratando de hablar con alguien que pueda ayudarlo a sacar a su cuñado de lo que piensa es un malentendido. Cuando comienzan a formarlos en una sola línea, un policía toma a Ricardo de entre la multitud, sin importarle que los reporteros estén viendo la escena, y lo forma junto al resto. En una nota del diario Tlaxcalteca quedó registrado el momento. El reportero Miguel Hernández escribió: “Hay que resaltar que antes de entrar en la rueda de prensa, Ricardo Almanza Cerriteño grita a los medios: ‘¡No soy secuestrador! Soy familiar del detenido, vine a la Procuraduría a pedir información y me detuvieron’”. Consta en el pliego de consignación de la averiguación previa PGR/UEDO/112/2001, en la declaración de Ricardo, que ya en la Procuraduría de Tlaxcala uno de los policías le dijo que, a falta de Alejandro —el hermanito de 10 años de Jorge—, él “se chingaba”. En los expedientes, como registro de un sistema perverso, el nombre de Ricardo aparece siempre junto a un “y/o Alejandro Hernández Mora”.
***
José Antonio Ortega era asesor de la Coparmex en Tlaxcala en 2002 y encabezó la representación de empresarios e industriales del estado que estaban alarmados por el aumento de secuestros en la región. “En ese año, sucedieron 14 secuestros de jóvenes. En un estado chiquito, como es Tlaxcala, era algo totalmente escandaloso”, relata Ortega, 18 años después. Su estrategia fue ejercer presión mediática para que las autoridades estatales respondieran ante los secuestros: “Pusimos todos los focos de empresarios y del país en Tlaxcala y sus autoridades; por esa razón buscaron una manera de darle una respuesta a los empresarios y la sociedad, y les fabricaron delitos a estas pobres personas que estuvieron o están privadas de su libertad”. Ortega comenta que su sentir y el de la Coparmex es que había un nexo entre las bandas de secuestradores y el gobierno de Tlaxcala, y que por ello buscaron calmar la situación fabricando culpables.
Después de firmar una confesión falsa, llevaron a Oswaldo y al resto a la cámara de Gesell, una habitación separada por un vidrio de visión unilateral, para realizar la identificación de los sospechosos. Los colocaron, costado a costado, junto a los policías. Buscaron todos los medios posibles para resaltarlos como culpables: esposados, despeinados y con la ropa mojada, mientras que sus torturadores vestían camisa, botines y sus placas visibles.
La primera en entrar fue Irma Rugerio Pérez, a quien, según la averiguación previa (PGR/UEDO/112/2001), secuestraron del 28 de agosto al 20 de septiembre de 2001. En su declaración, fechada el 22 de septiembre, asegura que la interceptaron dos hombres a bordo de un automóvil gris mientras caminaba por la parada del autobús, conocida como “el tope”, rumbo a su casa en la localidad de Santa Isabel Xiloxoxtla, Tlaxcala. Al entrar a la cámara, la joven de 21 años no reconoció a nadie. Los policías la intimidaron, le gritaron que tenía que señalarlos para que no fueran a salir libres y se vengaran de ella posteriormente. “Yo no los vi, no los puedo reconocer y no puedo reconocer sus voces”, respondió en tono recio. “No tengo por qué acusar a alguien que nunca he visto”, insistió.
Después, los sacaron de la cámara y vino un segundo reconocimiento en un patio. Esta vez quien los observaba era Rafael Armas Luna, de 22 años, secuestrado el 23 de enero de 2001 en la puerta de su casa en Chiautempan, Tlaxcala. Ahí, sin verlos a los ojos, tocó el hombro de José María, Ricardo y Jorge; de ese modo los reconoció como los secuestradores. Más adelante, en otra comparecencia, Armas Luna se retractó y dijo que en realidad no reconoció a sus secuestradores en ese momento. Pero ya era demasiado tarde.
En el sistema jurídico mexicano hay un camino correcto a seguir para investigar y procesar a un presunto culpable. José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo tendrían que haber sabido de qué los estaban acusando. No debieron haberlos golpeado. Si hubiera existido realmente una orden de aprehensión contra ellos, los tendrían que haber puesto inmediatamente a disposición de un juez y éste, a su vez, tendría que haber dispuesto de hasta 72 horas para determinar si les dictaba o no el auto de formal prisión. Pero nada de esto sucedió. Al no existir una orden, la detención solo podía justificarse con flagrancia, es decir, en el preciso momento de los secuestros, cosa que tampoco sucedió. Todo lo que marcaba la ley vigente en 2002, año en que detuvieron a los presuntos Kempes, era una realidad alterna.
Javier Carrasco, director ejecutivo del Instituto de Justicia Procesal Penal, un organismo de la sociedad civil que se dedica a velar por los derechos humanos, explica: “Según estándares internacionales, la diferencia entre un secuestro y una detención es llevar la orden, portar el uniforme e ir en una patrulla. Si no se cumple todo eso, es un civil realizando un secuestro. Estaban siendo secuestrados por la autoridad. Ese tiempo lo usan para extraer información; con esa información construyen el caso. Y cuando llegan ya con un caso construido, solo se lo dan al juez para el auto de formal prisión”.
En enero de 2020, el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, anunció un proyecto de reforma para el Código Penal Federal. En esos días, sin embargo, se filtró un borrador de la propuesta, atribuida a dicho fiscal, que marcaba la presunción de legalidad en las investigaciones; es decir, que para el punto de partida en un juicio, la policía ya no tendría que demostrar que había hecho su trabajo conforme a la ley, a través de pruebas y detenciones realizadas conforme a derecho. Esto sería un incentivo para seguir fabricando culpables. Se espera que en 2021 se discutan las reformas que afectan el trabajo de la Fiscalía General de la República.
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“¿Sí me oigo?”, “¿sí me veo?”, se escucha al unísono como una forma ya usual de romper el hielo durante la pandemia. Poco a poco, comienzan a encenderse las cámaras de Zoom en la pantalla. Es una mañana de noviembre de 2020 y llevamos ya cerca de nueve meses trabajando en este reportaje. Desde que empezamos, y a pesar del confinamiento, las familias de las víctimas nos buscan; se nota la urgencia por acercarnos toda la información posible para reconstruir este calvario que ha dejado estragos en sus rostros, pero que no hace mella en su esperanza. Desde un celular están conectadas Rosa María (madre de Jorge), Mercedes (hermana de Sergio y tía de Oswaldo) e Hilda (hermana de Ricardo). También se les une Isabel (hermana de José María). Se les mira cansadas y emocionadas al mismo tiempo. Nos dicen que han seguido investigando, que consiguieron las tarjetas selladas de ingreso y salida del trabajo, prueba irrefutable de que sus familiares no estaban en Tlaxcala mientras sucedían los secuestros por los que los culpan.
—Una persona no puede estar en dos lugares a la vez. Eso, solo Jesucristo y no era secuestrador —dice Mercedes.
Las tres mujeres que están juntas entran y salen de la sesión, por una mala conexión a internet. Y cada vez que la imagen se vuelve a encender las vemos con más papeles y carpetas de colores donde guardan documentos. La tragedia las volvió abogadas improvisadas.
—Fuimos investigando porque esto no lo hacen los jueces. Ellos solo transcriben las sentencias: las copian y pegan —dice Rosa María con toda la nitidez que la señal de internet le permite.
Isabel asiente mientras Mercedes y Rosa hablan. Lleva el cabello recogido, pero algunas canas se rebelan como una especie de aureola. Habla y su voz es segura:
—Lo importante es que los secuestradores siguen en la calle.
Las familias son víctimas y, a la vez, la primera línea de batalla frente al aparato de impunidad. Desde que acusaron a sus familiares, ellas los buscaron hasta averiguar su paradero: el 14 de agosto de 2002, finalmente lograron verlos en la —hoy extinta— Unidad Especializada contra la Delincuencia Organizada (UEDO), ubicada en la calle de López en el centro de la Ciudad de México, que se encargaba de investigar bandas criminales comúnmente dedicadas al secuestro y al narcotráfico.
José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo habían sido trasladados desde Tlaxcala hasta ahí. Después del viaje, estuvieron varias horas en el estacionamiento. Ninguno recuerda con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero Oswaldo sí tiene memoria de haber escuchado que los agentes federales le dijeron a los policías tlaxcaltecas que la carpeta estaba mal armada y que tenían que volverla a hacer. Se fueron y volvieron con un archivo nuevo. Una vez que los ingresaron, pudieron ver a su familia. Para Oswaldo, volver a ver a su madre, Martha, fue la salvación, volver a vivir. Recuerda que ella lo apretó con fuerza, para no volverlo a soltar más, y fue entonces que él no aguantó el dolor que el abrazo le provocaba y se quejó. Martha le preguntó mirándolo a los ojos si lo habían golpeado.
Su hijo respondió en voz baja, esquivando la mirada:
—Sí.
Martha y sus tías habían llegado a la UEDO. El encuentro duró 15 o 20 minutos como máximo.
—Todo va a estar bien, nos vamos a ir a casa. Solo tenemos que saber exactamente lo que está pasando aquí– fue lo último que le dijo su madre antes de que los separaran nuevamente.
Al día siguiente los llevaron al Reclusorio Preventivo Varonil Sur. Después los trasladarían a distintos sitios. Hugo salió muy pronto, en 2003. A José María y Sergio los trasladaron al penal Santa Martha Acatitla; a Oswaldo, Ricardo y Jorge, al Centro Federal de Readaptación Social No. 14 (Cefereso), en Durango, después de pasar por Veracruz y Sinaloa. Aunque pudiera parecer atípico que las personas privadas de su libertad estén “rebotando” por el país, ésta es una práctica que ocurre con normalidad.
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Carta enviada por Carlos Ramírez Acosta, abogado e investigador privado de la compañía Prisma, a José Antonio Ortega, abogado de la Coparmex, y retrato hablado de uno de los secuestradores elaborado con los datos proporcionados por Rafael Armas Luna.[/caption]
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La cárcel está llena de inocentes. Inocentes y jodidos. De gente que no se puede defender. Oswaldo empieza a conocer muchísimos casos como el suyo en el Cefereso. Personas presas que no saben leer ni escribir, que no hablan español y no tienen claro de qué los acusa el Estado.
Ponte en el lugar de Oswaldo, nuevamente. Te dicen que “mal de muchos, consuelo de tontos”, pero te reconforta no ser el único pobre diablo ahí. Ahora buscas alivianar el encierro. Ricardo ya es como de tu familia. Hace unos años, era alguien lejano: el cuñado de un amigo. A pesar de dormir en celdas diferentes, logras tejer su propio idioma de señas y conversar por horas a través del patio sin que nadie los escuche ni los entienda. Así pasas los días del confinamiento y tu escape de esta realidad es leer y leer.
Empiezas a empaparte de tu propio caso y a entender ese lenguaje que ha traído más impunidad que justicia. Un día hasta te emocionas porque lograste ganar un amparo con un documento que ayudaste a escribir. Un muchacho en Sinaloa, que te pidió ayuda para revisar una jurisprudencia a través de Ricardo, alcanzó su libertad gracias a ti y lloras pensando cómo se sentirá volver a ser libre. Sabes que es un triunfo porque conoces el sistema desde adentro. En México, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), 53% de los presos no tiene sentencia; pasan sus días encerrados, aunque no les hayan probado que cometieron delito alguno.
Así son los días buenos, pero lo normal es tener días malos y días peores. Recuerdas que cuando llegaste te golpearon y te dijeron que seguirían poniéndote una golpiza si tu familia no les daba 200 mil pesos. Decidiste aguantar porque, en la cárcel, gavilán que afloja, no es gavilán. Eso sabes que aplica para soltar dinero, el cuerpo o cualquier otra cosa. Pero no puedes aflojar, porque si lo haces te van a chingar toda la vida. Tú sí eres gavilán y sabes que los moretones se quitan, pero lo demás, no. Y mejor aguantas. Te dicen que la gente aquí se da cuenta si aflojaste por miedo y la etiqueta no se te quita nunca. Entonces aguantas y ya no te piden 200 mil, sino 100 mil y luego 50 mil y, al final, les das cualquier cosa para que no estén chingando. Les das mil pesos, un kilo de marihuana.
Así es esto: la extorsión está permitida para quien puede pagar a los custodios, al director y a los comandantes. Tú no tienes lana. Eres de los jodidos de entre los jodidos y te toca aguantar.
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Enrique Aguilar fue el primer abogado que tomó el caso de los seis presuntos integrantes de Los Kempes, pero tuvo que dejarlo casi inmediatamente después porque recibió amenazas. Aguilar era un defensor privado que las familias contrataron en aquel momento de emergencia.
—Lo vimos una vez o dos y al final nos dijo que lo disculpáramos, pero que lo habían amenazado; le habían dicho que ya sabían dónde vivía su familia, que sabían de su hija recién nacida. Y que prefería cuidar a su familia —cuenta Rosa, la madre de Jorge.
El abogado que los acompañó la mayor parte del proceso fue Enrique Rivero Leyva, a quien después cambiaron por un especialista en amparos, Agustín Acosta. El titular de la Unidad para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Juan Carlos Gutiérrez Contreras, les recomendó a las familias trabajar con Acosta, pues fue el abogado que defendió a Florence Cassez. Acosta aceptó tomar el caso sin cobrar honorarios porque consideró que se había cometido una injusticia.
—Cuando llegamos con él, nos dijo que no hacía trabajos gratis, que él cobraba, y que le lleváramos los expedientes. Y ya cuando los lee, nos dice que esas injusticias no se cobran y que iba a hacer hasta donde él pudiera para ayudar, y es la parte donde estamos ahorita —relata Rosa.
La batalla judicial de los presuntos Kempes comenzó 10 días después de su detención, el 23 de agosto de 2002, y hasta ahora sigue en curso. Inició el proceso judicial por el delito de posesión de narcóticos —que plantaron los policías para justificar la detención en flagrancia—, y siete días después se sumaron los delitos de secuestro y delincuencia organizada. En 2004, los familiares se acercaron a la CMDPDH para que les ayudara con su caso; fue hasta julio de 2005, tres años después, que la primera instancia dictó sentencia y condenó a los seis a 77 años de prisión. En noviembre de ese año, sus abogados lograron llevar el caso a una instancia superior y consiguieron que se volviera a iniciar el procedimiento. Pero cada vez que los familiares ganaban en el campo legal, perdían en su vida personal. Hugo, Oswaldo, Isabel y Rosa declaran que, durante ese proceso, tanto ellos como sus abogados recibieron llamadas intimidatorias, amenazas de muerte y hostigamiento. Los abogados siguieron haciendo su trabajo para el nuevo juicio de apelación, pero ahora ante el Juzgado Noveno de Distrito de Procesos Penales Federales en la Ciudad de México. Sin embargo, la suerte, al igual que la justicia, seguía dándoles la espalda en un tortuoso proceso que incluyó juicios, sentencias y apelaciones.
En diciembre de 2016, el Cuarto Tribunal Unitario en Materia Penal del Primer Circuito dictó una nueva sentencia en la que se excluyeron del caso las pruebas obtenidas ilícitamente, como las drogas “sembradas” —a los cinco en la misma bolsa derecha del pantalón y a uno, en el calcetín (aunque solo llevaba chanclas)—, las confesiones arrancadas con tortura y las grabaciones falsas. Se absolvió a Oswaldo y se ordenó reponer el procedimiento de Sergio, Ricardo y Jorge. Sin embargo, en marzo de 2019, el Juzgado Noveno resolvió condenar con 30 años de prisión a Ricardo y Sergio, mientras que a Jorge lo condenaron a 35. Con esta sentencia, lograron librarse de los cargos por delincuencia organizada, pero no del de los secuestros de Irma Rugerio Pérez y Erick Armas Luna. Dicha sentencia fue apelada y la resolución dejó, para los tres, una condena de 30 años.
A Oswaldo, la libertad lo tomó por sorpresa el 15 de diciembre de 2016. Tras el último amparo, lo absolvieron gracias al trabajo de sus abogados, la CMDPDH y su familia, que no ha descansado en la búsqueda de justicia.
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Isabel Ramos Tenorio (62 años), hermana de José María.[/caption]
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Después de 18 años, las consecuencias de aquellos hechos solo suman pérdidas. José María Cirilo Ramos Tenorio murió en la prisión de Santa Martha Acatitla a los 65 años. El certificado de defunción registra hematomas en el hígado y absceso hepático. Su hermana asegura que José María no falleció, sino que lo mataron en las sesiones de tortura.
Hugo Rodríguez Salvatierra, después de pasar ocho meses en prisión, trabajó dos años como guardia de seguridad para ayudarle a su madre con los gastos de la casa. Un año más tarde, migró junto con su esposa y su hijo pequeño a Estados Unidos, con la ilusión de rehacer su vida. Lleva 13 años viviendo en ese país.
Cuando se le pregunta con qué se queda de esta experiencia, responde:
—Nada, no me quedo con nada.
Oswaldo Francisco Rodríguez Salvatierra pasó 14 años privado de su libertad. Hoy es padre de un niño y desea que su testimonio sirva para sacar de la cárcel a Sergio, su padre, a Jorge y a Ricardo.
—Yo creo que lo que me quitaron ya no se recupera—dice. Sin embargo, dedica su tiempo a intentar que se haga justicia—. Algo tenemos que hacer.
Sergio Rodríguez Rosas, Jorge Hernández Mora y Mario Ricardo Antonio Almanza Cerriteño siguen encarcelados en el Cefereso No. 14, en Durango, esperando la reposición del proceso. Después de 18 años, las instancias de la administración de justicia están a punto de agotarse, pero aún tienen la oportunidad de presentar un amparo más que deje sin efecto la última sentencia y que, con ello, finalmente se haga justicia.
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Has visto y te han contado que, cuando quedas libre, los trabajadores sociales te llevan hasta una terminal de autobuses y te compran el pasaje. Si has seguido hasta aquí los pormenores de esta historia, sabes que los supuestos no operan para ti. Por eso, no te sorprende que te dejen a la orilla de una carretera desconocida y que te digan, en tono irónico, que corras hacia la luz para llegar a una terminal.
Es una madrugada de diciembre de 2016. Solo llevas contigo una bolsa de plástico con tu matrícula de interno escrita en plumón negro y 550 pesos. Recuerdas las historias que has escuchado durante 14 años y que relatan cómo la mafia espera a quienes salen de prisión para reclutarlos. Por eso corres sin mirar hacia atrás, con una energía que ni siquiera imaginabas que tuvieras. Cuando al fin llegas a la terminal, ofreces pagar tus 550 pesos a cambio de poder realizar una llamada —la llamada más cara de toda tu vida—; pero cuando miras el teléfono que te han prestado, te das cuenta de que no recuerdas ningún número, nada viene a tu mente. En un repentino instante de lucidez, recuerdas el teléfono de tu novia, Miriam. Lo marcas desesperado y otra maquinaria se pone en funcionamiento: en menos de una hora, pasa a buscarte una trabajadora social de la CMDPDH de Torreón, cerca de Durango.
Imagina, por última vez, que eres Oswaldo y que esa noche, después de 14 años, vuelves a dormir en una habitación sin rejas.
Este reportaje fue realizado por los Alumnos del Taller de Periodismo Jurídico (que imparten Carlos Puig y José Antonio Caballero) en la Maestría de Periodismo sobre Políticas Públicas del CIDE (2019–2021). Luis Mendoza Ovando*, Luciana Wainer*, Carlos Olvera, Julio González*, Dalila Sarabia*, Ana Gabriela Jiménez Cubría, César Ruiz Galicia*, Ami Gabriela Sosa Vera*, Ariadna Lobo*, Juan Martín Montes, Nelly Toche, Martina Spataro Tron*, Arturo Aguilar, Concepción Peralta Silverio y Karla Ruiz Argáiz.
*Becarios de la Fundación Legorreta Hernández.
Sin órdenes de aprehensión ni apego a los derechos humanos, hace 18 años detuvieron a seis hombres inocentes bajo la acusación de secuestro, delitos contra la salud y delincuencia organizada. Su detención se presentó como un éxito de la procuración de justicia en México. En un sistema judicial fallido, su suerte estaba echada. La batalla judicial de los presuntos Kempes sigue en curso. Sus familiares ya no solo claman por la libertad, sino porque se haga justicia.
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Seis hombres con trabajos y vidas comunes comparten una misma historia: un funcionario, un empleado de la Comisión Nacional del Agua, un asesor de afores y tarjetas de crédito, un demostrador en un supermercado y dos actores en ciernes que se ganan la vida como extras en la televisión. La policía del estado de Tlaxcala, en México, los detiene a todos ellos, acusados de conformar una banda de secuestradores.
Aunque fiel a los hechos, este inicio es insuficiente. Si siguiéramos el registro de los periódicos, esta historia comenzaría el 16 de agosto de 2002: “La Unidad Especializada en Delincuencia Organizada, en coordinación con autoridades estatales, capturó en el Estado de México a seis integrantes de la banda de secuestradores ‘Los Kempes’, a los cuales se les atribuyen al menos dos plagios que cotizaron en 12 millones de pesos cada uno”, publicó el diario Reforma —y los medios que cubrieron el caso—, una historia que presentaron como un triunfo de la procuración de justicia en México. Pero se dejaron de lado “detalles” cruciales, como que ninguno de los acusados estuvo en Tlaxcala durante los secuestros o que su residencia y actividades no tenían nexo alguno con la entidad federativa que los acusaba.
Para los diarios, fue un caso resuelto: la policía logra atrapar a “los malos”. Pero este principio es falso, más cercano a la ficción que al periodismo, porque las autoridades obtuvieron las pruebas con las que sustentaron el caso mediante tortura y falsificaciones o, directamente, las fabricaron. Para contar la historia de estos seis hombres, José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo, a quienes el gobierno les destrozó la vida, al detenerlos sin órdenes de aprehensión ni apego a sus derechos humanos, debemos empezar por el origen de los hechos.
Es el 13 de agosto de 2002. Oswaldo Rodríguez sale de su casa a las ocho de la mañana, como todos los días, en compañía de su novia Miriam. Caminan rumbo al metro Tecnológico (hoy, estación Ecatepec) para ir a sus respectivas obligaciones. Oswaldo tiene 21 años; por las mañanas, estudia la preparatoria en un colegio privado y, por las tardes, trabaja en el área de ventas de una empresa telefónica para pagarse los estudios. La colegiatura le cuesta bastante y eso provoca que interrumpa constantemente su formación. Ha pasado la mayor parte de su vida en San Cristóbal Ecatepec, un municipio del Estado de México, al norte de la Ciudad de México, donde vive junto con su padre, Sergio, y su madre, Martha. Pero esa mañana, al llegar a la estación, cuatro individuos vestidos de civil los detienen y les piden sus documentos, argumentando que son policías y que se trata de una revisión de rutina. Uno de los hombres somete a Oswaldo, con pistola en mano, y lo amenaza.
—¡Te andábamos buscando! ¡Dile a esta hija de puta que se vaya o se la carga la chingada! —gritan, lo sacan de la estación y lo suben a un Tsuru blanco.
Miriam, a pesar de las amenazas, los va siguiendo hasta el auto y mira cómo le quitan todas sus pertenencias a su novio. Una vez arriba, le repiten a Oswaldo que le diga a Miriam que se vaya. Le dicen que lo llevarán a comparecer, le dicen que en cuanto esto termine “nosotros te regresamos”. Entre confundido y aterrado, solo puede pensar que lo están secuestrando.
Ese mismo día, un martes 13, en otros puntos del Distrito Federal y del área conurbada que pertenece al Estado de México, se llevan a cabo otras cuatro detenciones más, con lujo de violencia y al margen de los derechos.
A José María Ramos —tío de Oswaldo, de 54 años— lo interceptan en un carro rojo cuando iba de camino a hacerse unos estudios médicos, a causa de la diabetes que padece. A Sergio y a Hugo Rodríguez —padre y hermano de Oswaldo, de 43 y 25 años, respectivamente— los detienen de manera simultánea: juntos iban hacia Ecatepec cuando, en el camino, una miniván se les cierra y varios hombres los obligan a subir. Una vez adentro, los encapuchan y comienzan a interrogarlos a golpes.
—¡Ya los cargó la chingada!
La camioneta avanza y ellos, esposados, no alcanzan a entender lo que está pasando.
Jorge Hernández —amigo de Hugo, de 21 años— va rumbo a la tienda de la Conasupo para comprar leche. Unos policías que se identifican con placas de la Procuraduría General de la República (PGR) interrumpen su andar por la calle Valle de Toltecas, también en Ecatepec, y lo arrestan. Nunca le informan de qué delito lo acusan, pero eso no impide que después declaren que le encontraron “una grapa en el calcetín”, aunque ese día solo llevaba puestas unas chanclas. En su casa, está su amigo Ricardo Almanza, de 25 años, esperando a que regrese de la tienda para desayunar y luego acompañar a Marisol —hermana de Jorge y amiga de Oswaldo— a la universidad donde estudia Comunicación. Pero unos golpes en la puerta llegan antes. Escucha a los vecinos gritar que salga ya, que “¡se están llevando al muchacho!”. Al salir, encuentra a varios hombres forcejeando con su cuñado, Jorge, para meterlo a un Tsuru blanco estacionado en el portal. Entre el ir y venir de preguntas y exigencias, los hombres se identifican como agentes y le dicen a Ricardo que si quiere saber a dónde lo llevarán, tendrá que acompañarlos. Ricardo recordará este momento el resto de su vida: la decisión de ir lo ha mantenido preso por más de 18 años.
Para las autoridades de impartición de justicia de Tlaxcala, estos seis hombres eran culpables de delitos contra la salud, delincuencia organizada y privación ilegal de la libertad; y los presentaron como la banda de secuestradores Los Kempes. Oswaldo pasó 14 años en la cárcel; Hugo, ocho meses privado de su libertad; José María murió en 2013 durante su encarcelamiento; y el resto (Sergio, Jorge y Ricardo) continúa en prisión: ninguno de ellos ha tenido oportunidad de defenderse, mientras sus familias luchan por su libertad.
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Oswaldo Rodríguez Salvatierra (40 años).[/caption]
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En este momento, quizá decidas que no quieres seguir leyendo. No por falta de interés, sino porque ya sabes cómo termina la historia: los poderosos se salen con la suya y hunden a los “jodidos” en la cárcel. En efecto, aquí no solo vas a encontrar un ejemplo más de impunidad, sino una investigación que relata cómo la suerte de estos hombres estaba echada desde el principio, en un sistema fallido que, si no estás en las filas de los poderosos, te tratará como culpable ipso facto. Lo harán, aunque se demuestre lo contrario, y buscarán castigarte a través de todos los medios a su alcance. Tal vez pienses que esto no te va a pasar, pero ¿qué tan diferente eres de los protagonistas de esta historia? En caso de que sigas pensando que hay una distancia insoslayable entre estos seis hombres y cualquier otro que camina por las calles, debemos decirte: ellos tampoco pensaban que les podía ocurrir.
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La fabricación de culpables en Tlaxcala no es la excepción, sino la regla. Durante la administración de 1999 a 2005, que encabezó el gobernador Alfonso Sánchez Anaya —hoy titular de la Unidad de Administración y Finanzas de la Secretaría de Gobernación del presidente Andrés Manuel López Obrador—, se presentaron numerosas bandas de secuestradores a través de métodos que incurrían en la violación a los derechos humanos según las 52 recomendaciones elaboradas por la Comisión Estatal de Derechos Humanos en casos ligados a policías y agentes ministeriales, tales como detenciones arbitrarias, lesiones, intimidación y tortura. ¿Por qué un gobierno decide actuar así?
La banda de Los Kempes era el grupo de secuestradores número 48 en la lista de las organizaciones que la policía estatal presumía desarticular. En los datos publicados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la entidad con más secuestros entre 1999 y 2005 era la Ciudad de México, que promediaba 120 cada año. En Tlaxcala, en ese mismo periodo, no se registró ni uno solo hasta 2006 cuando, de golpe, se denunciaron 408 secuestros, el máximo histórico para cualquier entidad del país. No es que este delito súbitamente se hubiera disparado, sino que no se registraba antes en el Sistema Nacional de Seguridad Pública. Según relata Isabel Ramos, hermana de José María, las investigaciones que armaban los ministeriales eran meros simulacros; ningún proceso llegaba a buen término y los jueces terminaban ordenando la liberación de las personas detenidas. La situación enfureció a los empresarios del estado, cuyas familias eran blanco de los secuestros, y empezaron a presionar para que estos casos se juzgaran en lugares distintos a Tlaxcala.
“Había una vinculación de las autoridades de Tlaxcala con los grupos de secuestradores. Ante la presión empresarial y la que nosotros ejercimos, buscaron de alguna manera relajar esa presión y fabricaron delincuentes para calmar a la opinión pública”, dice José Antonio Ortega, abogado de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex). No solo Ortega tenía esa impresión; también la compartían Irma Rugerio Pérez y Rafael Armas Luna, las víctimas secuestradas supuestamente por Los Kempes. En un primer momento, ambos solicitaron la ayuda de Carlos Ramírez, un abogado e investigador privado de la compañía Prisma, porque no confiaban en el desempeño de las autoridades. En los cuestionarios que llenaron en 2001, fecha en la que ocurrieron los secuestros atribuidos a Los Kempes, tanto Rugerio Pérez como Armas Luna dijeron haber sentido “falta de interés” por parte de las autoridades para resolver sus casos.
En la PGR había una premura por lograr cifras del combate al secuestro dignas de presumir, sin importar lo que tuvieran que hacer para conseguirlas. Rafael Macedo de la Concha, titular del organismo, señaló en su informe que, entre diciembre de 2001 y noviembre de 2002, su corporación desarticuló 21 bandas de secuestradores, entre las que destacaban por su alta peligrosidad Los Kempes que, según el informe de gestión de la PRG, operaban en el Estado de México y Tlaxcala, y a quienes les atribuían al menos dos secuestros que cotizaron en 12 millones de pesos cada uno.
Cuando se politiza la justicia, dice la máxima, no importa quién la hizo sino quién la paga. Tlaxcala tenía un personaje que era clave para estos fines: José Guadalupe Ríos Martel. A inicios de los años 2000, tendría no más de 28 o 29 años y estaba pagando una pena de 26 años de prisión por haber matado a sus suegros porque le habían robado un cilindro de gas. Un día, miembros de la Procuraduría de Tlaxcala entraron a su celda y le dieron una pluma, una libreta y una oferta de 240 mil pesos. “Necesitamos que armes una banda de secuestradores”, le dijeron los funcionarios.
Aunque son pocos los documentos oficiales que la sustentan, la historia de Ríos Martel aparece en los testimonios de periodistas de la época que, si no fuera por su nivel de detalle y contraste de fuentes, parecerían imposibles. Por ejemplo, que los custodios lo sacaban de su celda en un auto y él iba señalando, por la ventana, a quien quería acusar de secuestro. O que fijó la mirada en su exesposa y en su hermano —quienes iniciaron una relación sentimental después de que él fuera apresado— a manera de venganza. Un reportaje publicado en El Sol de Tlaxcala reveló que Ríos Martel había iniciado la investigación de 19 personas por el delito de secuestro, en 2002, solamente con la señal de su dedo. El rumor de su poderío se propagó entre la gente y levantó sospechas. El diario La Jornada Tlaxcala llegó a preguntarle al respecto al procurador del estado, Eduardo Medel Quiroz, y éste respondió: “¿Qué credibilidad puede tener un homicida confeso? Sin embargo, entiendo su conducta, porque está enfermo y por eso asesinó a sus suegros”, dijo y le dio carpetazo al asunto.
En su declaración certificada, Ríos Martel menciona que el director de la Policía Judicial del Estado de México (Daniel González Guevara), el comandante de Tlaxcala (Nicolás Escutia Brizuela) y el procurador de dicho estado (Eduardo Medel Quiroz) lo amenazaron con matar a su familia si no hacía lo que le ordenaban. “Por tal motivo, siempre accedí a lo que me pedían”, explica en ese documento. Ríos Martel ya está libre y, según Isabel Ramos, familiar de uno de los presuntos secuestradores que pudo hablar con él, no le cumplieron nunca la promesa del dinero que le darían y acabaron quemando la casa donde vivía, con su hijo de seis años adentro.
Otra pieza fundamental en este sistema de impartición de injusticia es el entonces subprocurador de Tlaxcala, Édgar Bayardo del Villar. Miriam Bueno, reportera, lo describe como un personaje que “vestía impecable”. Aficionado a las marcas caras, la pulcritud de su guardarropa contrastaba con su mala fama de haber aumentado el número de secuestros en la región. Bueno escribió en su columna titulada “Anecdotario de una reportera”, que se publicó en Elipse Tlaxcala el 21 de octubre de 2016, sobre una entrevista a Bayardo en 2002, en la que, precisamente, le preguntó sobre ese mito popular.
—Mira, mija. Veme bien… ¿tú crees que me voy a ensuciar las manos secuestrando gente? Claro que no, Miriam. Yo no me voy a ensuciar las manos secuestrando gente cuando hay otras maneras de ganar mucho más dinero.
—¿Cómo cuáles?, ¿el narco?
—Por ejemplo.
Miriam tomó la respuesta como una burla y no prestó más atención, pero Bayardo del Villar no bromeaba. Años después, en 2008, lo detuvieron. Confesó haber trabajado para Jesús Reynaldo “el Rey” Zambada, uno de los jefes del cártel de Sinaloa y encargado de la importación de drogas en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México durante dos décadas. Posteriormente, Bayardo del Villar se volvió testigo protegido del gobierno de Felipe Calderón y sería también informante de la agencia antidrogas de Estados Unidos. El primero de diciembre de 2009, cerca de las 11:15 de la mañana, murió a tiros de metralleta en un Starbucks de la calle Pilares, en la Colonia del Valle de la capital mexicana. Al morir, dejó una fortuna de casi 30 millones de pesos y pruebas suficientes de que el narcotráfico había logrado infiltrarse en la procuración de justicia.
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Portada de El Periódico de Tlaxcala en donde se acusa a Eduardo Medel Quiroz de fabricar al menos 19 secuestros durante la administración de Alfonso Sánchez Anaya.[/caption]
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Tu nombre es Oswaldo y vas en traslado. Llevas dos horas viajando. La palanca de velocidades de la camioneta te lastima la pierna izquierda, pero no te quejas porque temes que vuelvan a golpearte. Alguien te quita la chamarra que te cubría la vista; entrecierras los ojos y solo puedes ver tus zapatos y los de la persona que está sentada a la derecha. El motor frena. Notas cómo raspan las llantas contra la grava suelta. Se abren las puertas. Te toman de los hombros para meterte a un cuarto. Sientes el olor a obra negra y quieres levantar la vista para entender dónde te encuentras, pero uno de los policías coloca su palma sobre tu nuca y baja tu mirada por la fuerza.
—Te vas a quitar todo —dicen. Te sientes humillado, pero obedeces.
Oswaldo no estaba solo en aquella obra negra de un edificio de la Procuraduría de Tlaxcala. A su hermano, su padre, su tío y su amigo los estaban torturando también, de distintas formas, para lograr fabricarles una historia de culpabilidad. A José María le hicieron leer, mientras lo grababan, algunas palabras sueltas: “secuestro”, “dinero”, “matar”, “pedo”. No había una secuencia, era la construcción de un glosario funesto en su propia voz y, cada vez que leía en un tono temeroso, el policía que lo vigilaba le gritaba que lo hiciera más fuerte o con más furia.
—¿Qué?, ¿no tienes huevos?
Las grabaciones fueron solo una parte de la falsificación de pruebas. La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) documentó que los agentes les sembraron bolsas con clorhidrato de cocaína a todos los arrestados para justificar su detención en flagrancia y que, después de largas sesiones de tortura, los forzaron a firmar declaraciones autoincriminatorias por delitos que no cometieron. En la presentación de pruebas, la Procuraduría de Tlaxcala mostró fotos con las que intentaba probar la delincuencia organizada como parte de la investigación ministerial, pero estas imágenes habían sido tomadas tres días antes de la detención, afuera de la casa de José María, en Ecatepec, cuando la familia se despedía después de un festejo de cumpleaños.
Estás atrapado en una situación límite, con el miedo a tope y la esperanza ausente. Desnudo y encorvado, te obligan a caminar lento por un piso frío y sientes pequeñas piedritas bajo tus pies. Te sujetan, colocando tus brazos hacia atrás, para comenzar a vendarte. Sientes cómo la tela te cubre y se tensa contra tu cuerpo; cubren desde tu cabeza hasta el ombligo y de los muslos a los dedos de los pies. El aire helado del cuarto te roza la nariz, la boca y los genitales, que llevas descubiertos. Entonces te colocan unas toallas sanitarias en los ojos y vuelven a pasar la venda por tu cabeza, para asegurarse de que no puedas ver. Estás a oscuras y expuesto.
Te tiran sobre un colchón que huele a viejo; tratas de moverte y te das cuenta de que es imposible. Estás boca arriba y solo oyes voces, ecos, ruidos. Sientes opresión en el pecho, te cuesta respirar: una persona está sentada sobre ti. Un sonido delata que han abierto una botella de refresco.
—¿Ahora sí me vas a platicar lo que sucedió con la niña? —inquiere un policía que te golpea en el estómago y te sofoca a base de puñetazos.
Solo atinas a exhalar un quejido.
Te meten un trapo en la boca. Intuyes que está sucio porque te sabe salado y empiezas a tratar de sacarlo con la lengua. El policía agita la botella y estalla el agua mineral contra tu nariz. Tratas de jalar aire, pero no puedes y sientes que el trapo comienza a adherirse a tu garganta. Poco a poco, el mundo te pesa. Pierdes el conocimiento por un momento. Cuando despiertas y jalas apenas aire, estás sentado, enderezado, y te sacan el trapo de la boca. Respiras como puedes y, cuando por fin comienzas a estabilizar la respiración, te toman de los cabellos y alternan con cachetadas. Pasas por este infierno seis veces más.
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Patricia Salvatierra Muñiz (59 años), madre de Oswaldo.[/caption]
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De acuerdo con el World Justice Project, durante su traslado o su estancia en el Ministerio Público torturan a ocho de cada diez personas detenidas en México. Si un día te detienen, por error o con razón, ¿serás de esos dos afortunados?
El traslado de José María hasta el Reclusorio Preventivo Varonil Sur había sido una réplica del infierno que vivió en su detención. Le colocaron una pistola en el recto mientras le gritaban ofensas y le decían que lo iban a matar, que ya no valía nada. Lo llevaron al patio central y le dijeron que se desnudara. Ahí, expuesto al frío de la madrugada, lo obligaron a agacharse y le inspeccionaron cada rincón del cuerpo con el pretexto de que no llevara nada escondido. Horas después, lo trasladaron desnudo hasta el penal de Santa Martha Acatitla, sin previo aviso a sus familiares, y lo golpearon todo el camino.
La tortura no solo se utiliza para arrebatar confesiones, también es un lenguaje escrito en el cuerpo de muchos atrapados en el sistema de justicia. Isabel no sabía de ese lenguaje, pero lo vio en el cuerpo de su hermano, cuando fue a visitarlo a Santa Martha, en noviembre de 2011. Isabel, que es médica veterinaria, recuerda esa ocasión con particular nitidez: “Lo vi venir con un pantalón tipo bermuda, unos tenis sin agujetas. Venía sin dientes porque le habían zafado las placas a trancazos. Despeinado, golpeado, con las rodillas rotas”. Junto a su hermano, otros hombres gemían pidiendo “sus pastillas”. Los encargados de cuidarlos le lanzaban a la cara las medicinas que le tocaban a cada interno, recuerda Isabel. “[José María] nos decía que no quería que lo regresaran a ningún lado. Nos decía que estaba bien. ¿Por qué? Porque lo pusieron en las celdas de la tercera edad, donde están las personas enfermas mentales y también los usuarios de drogas, y él nos decía ‘sí están loquitos, pero no se preocupen: no son agresivos. Aquí estoy bien’, nos repetía una y otra vez”.
José María era diabético. La vida en la cárcel deterioró de forma acelerada su condición física y las secuelas de la tortura hicieron lo suyo. Privado de la libertad, José María Cirilo Ramos Tenorio murió el 23 de octubre de 2013.
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Ahora respiras con dificultad. No puedes pensar en nada. De pronto, sientes cómo te entra agua helada por la nariz. Te ahogas y tratas de enderezarte, pero es imposible. Varias cubetas vienen después; son tantas que las dejas de contar.
—¡¿Qué hiciste con la niña?! —insisten con la pregunta que repetirán una y otra vez durante las próximas horas. Y no sabes de qué diablos están hablando. La niña solo es un pretexto para continuar amedrentándote hasta que confieses.
Te quitan la venda de la cabeza y sientes que se libera la presión en tu rostro; hasta te relajas cuando el aire toca tus mejillas. Pero la tortura vuelve. Los policías cubren tus ojos otra vez con toallas sanitarias y las fijan de nuevo con las vendas. Piensas que viene otra ronda de sufrimiento, aunque al menos ya es familiar. Pero te equivocas. Colocan una bolsa de plástico sobre tu cabeza y la aprietan y sientes cómo el aire se va de ti. En la poca luz que se filtra, tu mirada se va desvaneciendo y los ruidos se vuelven ecos hasta que ya no oyes nada. Cansado, te sientes sumergido en una alberca.
Uno de los policías te cachetea ya inconsciente y te jala el cabello para que reacciones. Repites este viaje varias veces y comienzas a pensar que no habrá salida. Te vuelven a dejar sobre el colchón. Solo sientes dolor. Sientes que te pican uno de los testículos y luego el muslo izquierdo. Los toques eléctricos invaden tu cuerpo y te sacudes.
Ya no ves. Ya no sientes.
Esa noche, después de otra ronda de asfixias y golpes, te obligan a firmar unas hojas que no te dejan leer. Te enterarás después de que esos papeles serán la confesión para presentarte ante las autoridades federales como Oswaldo Francisco Rodríguez Salvatierra, líder de una banda de secuestradores.
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Carta del 5 de junio de 2011 de Oswaldo Rodríguez Salvatierra a su hijo Adrick.[/caption]
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Por la tarde del 13 de agosto, el mismo día de la detención en 2002, los policías trasladan a Oswaldo, a su padre, Sergio, a su hermano, Hugo y a su tío, José María, a otro edificio de la Procuraduría de Tlaxcala. Ahora suman a otro detenido, Jorge, a quien Oswaldo reconoce porque es amigo de Hugo —su hermano— y también vive en Ecatepec. Entran a una nueva habitación y, en cuanto dan el primer paso, los flashes de las cámaras caen sobre ellos. Se encuentran en una rueda de prensa y ven a su espalda el logotipo de la policía del estado.
Del otro lado de la habitación, entre los presentes está Ricardo, el novio de la hermana de Jorge, tratando de hablar con alguien que pueda ayudarlo a sacar a su cuñado de lo que piensa es un malentendido. Cuando comienzan a formarlos en una sola línea, un policía toma a Ricardo de entre la multitud, sin importarle que los reporteros estén viendo la escena, y lo forma junto al resto. En una nota del diario Tlaxcalteca quedó registrado el momento. El reportero Miguel Hernández escribió: “Hay que resaltar que antes de entrar en la rueda de prensa, Ricardo Almanza Cerriteño grita a los medios: ‘¡No soy secuestrador! Soy familiar del detenido, vine a la Procuraduría a pedir información y me detuvieron’”. Consta en el pliego de consignación de la averiguación previa PGR/UEDO/112/2001, en la declaración de Ricardo, que ya en la Procuraduría de Tlaxcala uno de los policías le dijo que, a falta de Alejandro —el hermanito de 10 años de Jorge—, él “se chingaba”. En los expedientes, como registro de un sistema perverso, el nombre de Ricardo aparece siempre junto a un “y/o Alejandro Hernández Mora”.
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José Antonio Ortega era asesor de la Coparmex en Tlaxcala en 2002 y encabezó la representación de empresarios e industriales del estado que estaban alarmados por el aumento de secuestros en la región. “En ese año, sucedieron 14 secuestros de jóvenes. En un estado chiquito, como es Tlaxcala, era algo totalmente escandaloso”, relata Ortega, 18 años después. Su estrategia fue ejercer presión mediática para que las autoridades estatales respondieran ante los secuestros: “Pusimos todos los focos de empresarios y del país en Tlaxcala y sus autoridades; por esa razón buscaron una manera de darle una respuesta a los empresarios y la sociedad, y les fabricaron delitos a estas pobres personas que estuvieron o están privadas de su libertad”. Ortega comenta que su sentir y el de la Coparmex es que había un nexo entre las bandas de secuestradores y el gobierno de Tlaxcala, y que por ello buscaron calmar la situación fabricando culpables.
Después de firmar una confesión falsa, llevaron a Oswaldo y al resto a la cámara de Gesell, una habitación separada por un vidrio de visión unilateral, para realizar la identificación de los sospechosos. Los colocaron, costado a costado, junto a los policías. Buscaron todos los medios posibles para resaltarlos como culpables: esposados, despeinados y con la ropa mojada, mientras que sus torturadores vestían camisa, botines y sus placas visibles.
La primera en entrar fue Irma Rugerio Pérez, a quien, según la averiguación previa (PGR/UEDO/112/2001), secuestraron del 28 de agosto al 20 de septiembre de 2001. En su declaración, fechada el 22 de septiembre, asegura que la interceptaron dos hombres a bordo de un automóvil gris mientras caminaba por la parada del autobús, conocida como “el tope”, rumbo a su casa en la localidad de Santa Isabel Xiloxoxtla, Tlaxcala. Al entrar a la cámara, la joven de 21 años no reconoció a nadie. Los policías la intimidaron, le gritaron que tenía que señalarlos para que no fueran a salir libres y se vengaran de ella posteriormente. “Yo no los vi, no los puedo reconocer y no puedo reconocer sus voces”, respondió en tono recio. “No tengo por qué acusar a alguien que nunca he visto”, insistió.
Después, los sacaron de la cámara y vino un segundo reconocimiento en un patio. Esta vez quien los observaba era Rafael Armas Luna, de 22 años, secuestrado el 23 de enero de 2001 en la puerta de su casa en Chiautempan, Tlaxcala. Ahí, sin verlos a los ojos, tocó el hombro de José María, Ricardo y Jorge; de ese modo los reconoció como los secuestradores. Más adelante, en otra comparecencia, Armas Luna se retractó y dijo que en realidad no reconoció a sus secuestradores en ese momento. Pero ya era demasiado tarde.
En el sistema jurídico mexicano hay un camino correcto a seguir para investigar y procesar a un presunto culpable. José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo tendrían que haber sabido de qué los estaban acusando. No debieron haberlos golpeado. Si hubiera existido realmente una orden de aprehensión contra ellos, los tendrían que haber puesto inmediatamente a disposición de un juez y éste, a su vez, tendría que haber dispuesto de hasta 72 horas para determinar si les dictaba o no el auto de formal prisión. Pero nada de esto sucedió. Al no existir una orden, la detención solo podía justificarse con flagrancia, es decir, en el preciso momento de los secuestros, cosa que tampoco sucedió. Todo lo que marcaba la ley vigente en 2002, año en que detuvieron a los presuntos Kempes, era una realidad alterna.
Javier Carrasco, director ejecutivo del Instituto de Justicia Procesal Penal, un organismo de la sociedad civil que se dedica a velar por los derechos humanos, explica: “Según estándares internacionales, la diferencia entre un secuestro y una detención es llevar la orden, portar el uniforme e ir en una patrulla. Si no se cumple todo eso, es un civil realizando un secuestro. Estaban siendo secuestrados por la autoridad. Ese tiempo lo usan para extraer información; con esa información construyen el caso. Y cuando llegan ya con un caso construido, solo se lo dan al juez para el auto de formal prisión”.
En enero de 2020, el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, anunció un proyecto de reforma para el Código Penal Federal. En esos días, sin embargo, se filtró un borrador de la propuesta, atribuida a dicho fiscal, que marcaba la presunción de legalidad en las investigaciones; es decir, que para el punto de partida en un juicio, la policía ya no tendría que demostrar que había hecho su trabajo conforme a la ley, a través de pruebas y detenciones realizadas conforme a derecho. Esto sería un incentivo para seguir fabricando culpables. Se espera que en 2021 se discutan las reformas que afectan el trabajo de la Fiscalía General de la República.
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“¿Sí me oigo?”, “¿sí me veo?”, se escucha al unísono como una forma ya usual de romper el hielo durante la pandemia. Poco a poco, comienzan a encenderse las cámaras de Zoom en la pantalla. Es una mañana de noviembre de 2020 y llevamos ya cerca de nueve meses trabajando en este reportaje. Desde que empezamos, y a pesar del confinamiento, las familias de las víctimas nos buscan; se nota la urgencia por acercarnos toda la información posible para reconstruir este calvario que ha dejado estragos en sus rostros, pero que no hace mella en su esperanza. Desde un celular están conectadas Rosa María (madre de Jorge), Mercedes (hermana de Sergio y tía de Oswaldo) e Hilda (hermana de Ricardo). También se les une Isabel (hermana de José María). Se les mira cansadas y emocionadas al mismo tiempo. Nos dicen que han seguido investigando, que consiguieron las tarjetas selladas de ingreso y salida del trabajo, prueba irrefutable de que sus familiares no estaban en Tlaxcala mientras sucedían los secuestros por los que los culpan.
—Una persona no puede estar en dos lugares a la vez. Eso, solo Jesucristo y no era secuestrador —dice Mercedes.
Las tres mujeres que están juntas entran y salen de la sesión, por una mala conexión a internet. Y cada vez que la imagen se vuelve a encender las vemos con más papeles y carpetas de colores donde guardan documentos. La tragedia las volvió abogadas improvisadas.
—Fuimos investigando porque esto no lo hacen los jueces. Ellos solo transcriben las sentencias: las copian y pegan —dice Rosa María con toda la nitidez que la señal de internet le permite.
Isabel asiente mientras Mercedes y Rosa hablan. Lleva el cabello recogido, pero algunas canas se rebelan como una especie de aureola. Habla y su voz es segura:
—Lo importante es que los secuestradores siguen en la calle.
Las familias son víctimas y, a la vez, la primera línea de batalla frente al aparato de impunidad. Desde que acusaron a sus familiares, ellas los buscaron hasta averiguar su paradero: el 14 de agosto de 2002, finalmente lograron verlos en la —hoy extinta— Unidad Especializada contra la Delincuencia Organizada (UEDO), ubicada en la calle de López en el centro de la Ciudad de México, que se encargaba de investigar bandas criminales comúnmente dedicadas al secuestro y al narcotráfico.
José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo habían sido trasladados desde Tlaxcala hasta ahí. Después del viaje, estuvieron varias horas en el estacionamiento. Ninguno recuerda con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero Oswaldo sí tiene memoria de haber escuchado que los agentes federales le dijeron a los policías tlaxcaltecas que la carpeta estaba mal armada y que tenían que volverla a hacer. Se fueron y volvieron con un archivo nuevo. Una vez que los ingresaron, pudieron ver a su familia. Para Oswaldo, volver a ver a su madre, Martha, fue la salvación, volver a vivir. Recuerda que ella lo apretó con fuerza, para no volverlo a soltar más, y fue entonces que él no aguantó el dolor que el abrazo le provocaba y se quejó. Martha le preguntó mirándolo a los ojos si lo habían golpeado.
Su hijo respondió en voz baja, esquivando la mirada:
—Sí.
Martha y sus tías habían llegado a la UEDO. El encuentro duró 15 o 20 minutos como máximo.
—Todo va a estar bien, nos vamos a ir a casa. Solo tenemos que saber exactamente lo que está pasando aquí– fue lo último que le dijo su madre antes de que los separaran nuevamente.
Al día siguiente los llevaron al Reclusorio Preventivo Varonil Sur. Después los trasladarían a distintos sitios. Hugo salió muy pronto, en 2003. A José María y Sergio los trasladaron al penal Santa Martha Acatitla; a Oswaldo, Ricardo y Jorge, al Centro Federal de Readaptación Social No. 14 (Cefereso), en Durango, después de pasar por Veracruz y Sinaloa. Aunque pudiera parecer atípico que las personas privadas de su libertad estén “rebotando” por el país, ésta es una práctica que ocurre con normalidad.
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Carta enviada por Carlos Ramírez Acosta, abogado e investigador privado de la compañía Prisma, a José Antonio Ortega, abogado de la Coparmex, y retrato hablado de uno de los secuestradores elaborado con los datos proporcionados por Rafael Armas Luna.[/caption]
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La cárcel está llena de inocentes. Inocentes y jodidos. De gente que no se puede defender. Oswaldo empieza a conocer muchísimos casos como el suyo en el Cefereso. Personas presas que no saben leer ni escribir, que no hablan español y no tienen claro de qué los acusa el Estado.
Ponte en el lugar de Oswaldo, nuevamente. Te dicen que “mal de muchos, consuelo de tontos”, pero te reconforta no ser el único pobre diablo ahí. Ahora buscas alivianar el encierro. Ricardo ya es como de tu familia. Hace unos años, era alguien lejano: el cuñado de un amigo. A pesar de dormir en celdas diferentes, logras tejer su propio idioma de señas y conversar por horas a través del patio sin que nadie los escuche ni los entienda. Así pasas los días del confinamiento y tu escape de esta realidad es leer y leer.
Empiezas a empaparte de tu propio caso y a entender ese lenguaje que ha traído más impunidad que justicia. Un día hasta te emocionas porque lograste ganar un amparo con un documento que ayudaste a escribir. Un muchacho en Sinaloa, que te pidió ayuda para revisar una jurisprudencia a través de Ricardo, alcanzó su libertad gracias a ti y lloras pensando cómo se sentirá volver a ser libre. Sabes que es un triunfo porque conoces el sistema desde adentro. En México, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), 53% de los presos no tiene sentencia; pasan sus días encerrados, aunque no les hayan probado que cometieron delito alguno.
Así son los días buenos, pero lo normal es tener días malos y días peores. Recuerdas que cuando llegaste te golpearon y te dijeron que seguirían poniéndote una golpiza si tu familia no les daba 200 mil pesos. Decidiste aguantar porque, en la cárcel, gavilán que afloja, no es gavilán. Eso sabes que aplica para soltar dinero, el cuerpo o cualquier otra cosa. Pero no puedes aflojar, porque si lo haces te van a chingar toda la vida. Tú sí eres gavilán y sabes que los moretones se quitan, pero lo demás, no. Y mejor aguantas. Te dicen que la gente aquí se da cuenta si aflojaste por miedo y la etiqueta no se te quita nunca. Entonces aguantas y ya no te piden 200 mil, sino 100 mil y luego 50 mil y, al final, les das cualquier cosa para que no estén chingando. Les das mil pesos, un kilo de marihuana.
Así es esto: la extorsión está permitida para quien puede pagar a los custodios, al director y a los comandantes. Tú no tienes lana. Eres de los jodidos de entre los jodidos y te toca aguantar.
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Enrique Aguilar fue el primer abogado que tomó el caso de los seis presuntos integrantes de Los Kempes, pero tuvo que dejarlo casi inmediatamente después porque recibió amenazas. Aguilar era un defensor privado que las familias contrataron en aquel momento de emergencia.
—Lo vimos una vez o dos y al final nos dijo que lo disculpáramos, pero que lo habían amenazado; le habían dicho que ya sabían dónde vivía su familia, que sabían de su hija recién nacida. Y que prefería cuidar a su familia —cuenta Rosa, la madre de Jorge.
El abogado que los acompañó la mayor parte del proceso fue Enrique Rivero Leyva, a quien después cambiaron por un especialista en amparos, Agustín Acosta. El titular de la Unidad para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Juan Carlos Gutiérrez Contreras, les recomendó a las familias trabajar con Acosta, pues fue el abogado que defendió a Florence Cassez. Acosta aceptó tomar el caso sin cobrar honorarios porque consideró que se había cometido una injusticia.
—Cuando llegamos con él, nos dijo que no hacía trabajos gratis, que él cobraba, y que le lleváramos los expedientes. Y ya cuando los lee, nos dice que esas injusticias no se cobran y que iba a hacer hasta donde él pudiera para ayudar, y es la parte donde estamos ahorita —relata Rosa.
La batalla judicial de los presuntos Kempes comenzó 10 días después de su detención, el 23 de agosto de 2002, y hasta ahora sigue en curso. Inició el proceso judicial por el delito de posesión de narcóticos —que plantaron los policías para justificar la detención en flagrancia—, y siete días después se sumaron los delitos de secuestro y delincuencia organizada. En 2004, los familiares se acercaron a la CMDPDH para que les ayudara con su caso; fue hasta julio de 2005, tres años después, que la primera instancia dictó sentencia y condenó a los seis a 77 años de prisión. En noviembre de ese año, sus abogados lograron llevar el caso a una instancia superior y consiguieron que se volviera a iniciar el procedimiento. Pero cada vez que los familiares ganaban en el campo legal, perdían en su vida personal. Hugo, Oswaldo, Isabel y Rosa declaran que, durante ese proceso, tanto ellos como sus abogados recibieron llamadas intimidatorias, amenazas de muerte y hostigamiento. Los abogados siguieron haciendo su trabajo para el nuevo juicio de apelación, pero ahora ante el Juzgado Noveno de Distrito de Procesos Penales Federales en la Ciudad de México. Sin embargo, la suerte, al igual que la justicia, seguía dándoles la espalda en un tortuoso proceso que incluyó juicios, sentencias y apelaciones.
En diciembre de 2016, el Cuarto Tribunal Unitario en Materia Penal del Primer Circuito dictó una nueva sentencia en la que se excluyeron del caso las pruebas obtenidas ilícitamente, como las drogas “sembradas” —a los cinco en la misma bolsa derecha del pantalón y a uno, en el calcetín (aunque solo llevaba chanclas)—, las confesiones arrancadas con tortura y las grabaciones falsas. Se absolvió a Oswaldo y se ordenó reponer el procedimiento de Sergio, Ricardo y Jorge. Sin embargo, en marzo de 2019, el Juzgado Noveno resolvió condenar con 30 años de prisión a Ricardo y Sergio, mientras que a Jorge lo condenaron a 35. Con esta sentencia, lograron librarse de los cargos por delincuencia organizada, pero no del de los secuestros de Irma Rugerio Pérez y Erick Armas Luna. Dicha sentencia fue apelada y la resolución dejó, para los tres, una condena de 30 años.
A Oswaldo, la libertad lo tomó por sorpresa el 15 de diciembre de 2016. Tras el último amparo, lo absolvieron gracias al trabajo de sus abogados, la CMDPDH y su familia, que no ha descansado en la búsqueda de justicia.
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Isabel Ramos Tenorio (62 años), hermana de José María.[/caption]
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Después de 18 años, las consecuencias de aquellos hechos solo suman pérdidas. José María Cirilo Ramos Tenorio murió en la prisión de Santa Martha Acatitla a los 65 años. El certificado de defunción registra hematomas en el hígado y absceso hepático. Su hermana asegura que José María no falleció, sino que lo mataron en las sesiones de tortura.
Hugo Rodríguez Salvatierra, después de pasar ocho meses en prisión, trabajó dos años como guardia de seguridad para ayudarle a su madre con los gastos de la casa. Un año más tarde, migró junto con su esposa y su hijo pequeño a Estados Unidos, con la ilusión de rehacer su vida. Lleva 13 años viviendo en ese país.
Cuando se le pregunta con qué se queda de esta experiencia, responde:
—Nada, no me quedo con nada.
Oswaldo Francisco Rodríguez Salvatierra pasó 14 años privado de su libertad. Hoy es padre de un niño y desea que su testimonio sirva para sacar de la cárcel a Sergio, su padre, a Jorge y a Ricardo.
—Yo creo que lo que me quitaron ya no se recupera—dice. Sin embargo, dedica su tiempo a intentar que se haga justicia—. Algo tenemos que hacer.
Sergio Rodríguez Rosas, Jorge Hernández Mora y Mario Ricardo Antonio Almanza Cerriteño siguen encarcelados en el Cefereso No. 14, en Durango, esperando la reposición del proceso. Después de 18 años, las instancias de la administración de justicia están a punto de agotarse, pero aún tienen la oportunidad de presentar un amparo más que deje sin efecto la última sentencia y que, con ello, finalmente se haga justicia.
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Has visto y te han contado que, cuando quedas libre, los trabajadores sociales te llevan hasta una terminal de autobuses y te compran el pasaje. Si has seguido hasta aquí los pormenores de esta historia, sabes que los supuestos no operan para ti. Por eso, no te sorprende que te dejen a la orilla de una carretera desconocida y que te digan, en tono irónico, que corras hacia la luz para llegar a una terminal.
Es una madrugada de diciembre de 2016. Solo llevas contigo una bolsa de plástico con tu matrícula de interno escrita en plumón negro y 550 pesos. Recuerdas las historias que has escuchado durante 14 años y que relatan cómo la mafia espera a quienes salen de prisión para reclutarlos. Por eso corres sin mirar hacia atrás, con una energía que ni siquiera imaginabas que tuvieras. Cuando al fin llegas a la terminal, ofreces pagar tus 550 pesos a cambio de poder realizar una llamada —la llamada más cara de toda tu vida—; pero cuando miras el teléfono que te han prestado, te das cuenta de que no recuerdas ningún número, nada viene a tu mente. En un repentino instante de lucidez, recuerdas el teléfono de tu novia, Miriam. Lo marcas desesperado y otra maquinaria se pone en funcionamiento: en menos de una hora, pasa a buscarte una trabajadora social de la CMDPDH de Torreón, cerca de Durango.
Imagina, por última vez, que eres Oswaldo y que esa noche, después de 14 años, vuelves a dormir en una habitación sin rejas.
Este reportaje fue realizado por los Alumnos del Taller de Periodismo Jurídico (que imparten Carlos Puig y José Antonio Caballero) en la Maestría de Periodismo sobre Políticas Públicas del CIDE (2019–2021). Luis Mendoza Ovando*, Luciana Wainer*, Carlos Olvera, Julio González*, Dalila Sarabia*, Ana Gabriela Jiménez Cubría, César Ruiz Galicia*, Ami Gabriela Sosa Vera*, Ariadna Lobo*, Juan Martín Montes, Nelly Toche, Martina Spataro Tron*, Arturo Aguilar, Concepción Peralta Silverio y Karla Ruiz Argáiz.
*Becarios de la Fundación Legorreta Hernández.
Sin órdenes de aprehensión ni apego a los derechos humanos, hace 18 años detuvieron a seis hombres inocentes bajo la acusación de secuestro, delitos contra la salud y delincuencia organizada. Su detención se presentó como un éxito de la procuración de justicia en México. En un sistema judicial fallido, su suerte estaba echada. La batalla judicial de los presuntos Kempes sigue en curso. Sus familiares ya no solo claman por la libertad, sino porque se haga justicia.
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Seis hombres con trabajos y vidas comunes comparten una misma historia: un funcionario, un empleado de la Comisión Nacional del Agua, un asesor de afores y tarjetas de crédito, un demostrador en un supermercado y dos actores en ciernes que se ganan la vida como extras en la televisión. La policía del estado de Tlaxcala, en México, los detiene a todos ellos, acusados de conformar una banda de secuestradores.
Aunque fiel a los hechos, este inicio es insuficiente. Si siguiéramos el registro de los periódicos, esta historia comenzaría el 16 de agosto de 2002: “La Unidad Especializada en Delincuencia Organizada, en coordinación con autoridades estatales, capturó en el Estado de México a seis integrantes de la banda de secuestradores ‘Los Kempes’, a los cuales se les atribuyen al menos dos plagios que cotizaron en 12 millones de pesos cada uno”, publicó el diario Reforma —y los medios que cubrieron el caso—, una historia que presentaron como un triunfo de la procuración de justicia en México. Pero se dejaron de lado “detalles” cruciales, como que ninguno de los acusados estuvo en Tlaxcala durante los secuestros o que su residencia y actividades no tenían nexo alguno con la entidad federativa que los acusaba.
Para los diarios, fue un caso resuelto: la policía logra atrapar a “los malos”. Pero este principio es falso, más cercano a la ficción que al periodismo, porque las autoridades obtuvieron las pruebas con las que sustentaron el caso mediante tortura y falsificaciones o, directamente, las fabricaron. Para contar la historia de estos seis hombres, José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo, a quienes el gobierno les destrozó la vida, al detenerlos sin órdenes de aprehensión ni apego a sus derechos humanos, debemos empezar por el origen de los hechos.
Es el 13 de agosto de 2002. Oswaldo Rodríguez sale de su casa a las ocho de la mañana, como todos los días, en compañía de su novia Miriam. Caminan rumbo al metro Tecnológico (hoy, estación Ecatepec) para ir a sus respectivas obligaciones. Oswaldo tiene 21 años; por las mañanas, estudia la preparatoria en un colegio privado y, por las tardes, trabaja en el área de ventas de una empresa telefónica para pagarse los estudios. La colegiatura le cuesta bastante y eso provoca que interrumpa constantemente su formación. Ha pasado la mayor parte de su vida en San Cristóbal Ecatepec, un municipio del Estado de México, al norte de la Ciudad de México, donde vive junto con su padre, Sergio, y su madre, Martha. Pero esa mañana, al llegar a la estación, cuatro individuos vestidos de civil los detienen y les piden sus documentos, argumentando que son policías y que se trata de una revisión de rutina. Uno de los hombres somete a Oswaldo, con pistola en mano, y lo amenaza.
—¡Te andábamos buscando! ¡Dile a esta hija de puta que se vaya o se la carga la chingada! —gritan, lo sacan de la estación y lo suben a un Tsuru blanco.
Miriam, a pesar de las amenazas, los va siguiendo hasta el auto y mira cómo le quitan todas sus pertenencias a su novio. Una vez arriba, le repiten a Oswaldo que le diga a Miriam que se vaya. Le dicen que lo llevarán a comparecer, le dicen que en cuanto esto termine “nosotros te regresamos”. Entre confundido y aterrado, solo puede pensar que lo están secuestrando.
Ese mismo día, un martes 13, en otros puntos del Distrito Federal y del área conurbada que pertenece al Estado de México, se llevan a cabo otras cuatro detenciones más, con lujo de violencia y al margen de los derechos.
A José María Ramos —tío de Oswaldo, de 54 años— lo interceptan en un carro rojo cuando iba de camino a hacerse unos estudios médicos, a causa de la diabetes que padece. A Sergio y a Hugo Rodríguez —padre y hermano de Oswaldo, de 43 y 25 años, respectivamente— los detienen de manera simultánea: juntos iban hacia Ecatepec cuando, en el camino, una miniván se les cierra y varios hombres los obligan a subir. Una vez adentro, los encapuchan y comienzan a interrogarlos a golpes.
—¡Ya los cargó la chingada!
La camioneta avanza y ellos, esposados, no alcanzan a entender lo que está pasando.
Jorge Hernández —amigo de Hugo, de 21 años— va rumbo a la tienda de la Conasupo para comprar leche. Unos policías que se identifican con placas de la Procuraduría General de la República (PGR) interrumpen su andar por la calle Valle de Toltecas, también en Ecatepec, y lo arrestan. Nunca le informan de qué delito lo acusan, pero eso no impide que después declaren que le encontraron “una grapa en el calcetín”, aunque ese día solo llevaba puestas unas chanclas. En su casa, está su amigo Ricardo Almanza, de 25 años, esperando a que regrese de la tienda para desayunar y luego acompañar a Marisol —hermana de Jorge y amiga de Oswaldo— a la universidad donde estudia Comunicación. Pero unos golpes en la puerta llegan antes. Escucha a los vecinos gritar que salga ya, que “¡se están llevando al muchacho!”. Al salir, encuentra a varios hombres forcejeando con su cuñado, Jorge, para meterlo a un Tsuru blanco estacionado en el portal. Entre el ir y venir de preguntas y exigencias, los hombres se identifican como agentes y le dicen a Ricardo que si quiere saber a dónde lo llevarán, tendrá que acompañarlos. Ricardo recordará este momento el resto de su vida: la decisión de ir lo ha mantenido preso por más de 18 años.
Para las autoridades de impartición de justicia de Tlaxcala, estos seis hombres eran culpables de delitos contra la salud, delincuencia organizada y privación ilegal de la libertad; y los presentaron como la banda de secuestradores Los Kempes. Oswaldo pasó 14 años en la cárcel; Hugo, ocho meses privado de su libertad; José María murió en 2013 durante su encarcelamiento; y el resto (Sergio, Jorge y Ricardo) continúa en prisión: ninguno de ellos ha tenido oportunidad de defenderse, mientras sus familias luchan por su libertad.
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Oswaldo Rodríguez Salvatierra (40 años).[/caption]
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En este momento, quizá decidas que no quieres seguir leyendo. No por falta de interés, sino porque ya sabes cómo termina la historia: los poderosos se salen con la suya y hunden a los “jodidos” en la cárcel. En efecto, aquí no solo vas a encontrar un ejemplo más de impunidad, sino una investigación que relata cómo la suerte de estos hombres estaba echada desde el principio, en un sistema fallido que, si no estás en las filas de los poderosos, te tratará como culpable ipso facto. Lo harán, aunque se demuestre lo contrario, y buscarán castigarte a través de todos los medios a su alcance. Tal vez pienses que esto no te va a pasar, pero ¿qué tan diferente eres de los protagonistas de esta historia? En caso de que sigas pensando que hay una distancia insoslayable entre estos seis hombres y cualquier otro que camina por las calles, debemos decirte: ellos tampoco pensaban que les podía ocurrir.
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La fabricación de culpables en Tlaxcala no es la excepción, sino la regla. Durante la administración de 1999 a 2005, que encabezó el gobernador Alfonso Sánchez Anaya —hoy titular de la Unidad de Administración y Finanzas de la Secretaría de Gobernación del presidente Andrés Manuel López Obrador—, se presentaron numerosas bandas de secuestradores a través de métodos que incurrían en la violación a los derechos humanos según las 52 recomendaciones elaboradas por la Comisión Estatal de Derechos Humanos en casos ligados a policías y agentes ministeriales, tales como detenciones arbitrarias, lesiones, intimidación y tortura. ¿Por qué un gobierno decide actuar así?
La banda de Los Kempes era el grupo de secuestradores número 48 en la lista de las organizaciones que la policía estatal presumía desarticular. En los datos publicados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la entidad con más secuestros entre 1999 y 2005 era la Ciudad de México, que promediaba 120 cada año. En Tlaxcala, en ese mismo periodo, no se registró ni uno solo hasta 2006 cuando, de golpe, se denunciaron 408 secuestros, el máximo histórico para cualquier entidad del país. No es que este delito súbitamente se hubiera disparado, sino que no se registraba antes en el Sistema Nacional de Seguridad Pública. Según relata Isabel Ramos, hermana de José María, las investigaciones que armaban los ministeriales eran meros simulacros; ningún proceso llegaba a buen término y los jueces terminaban ordenando la liberación de las personas detenidas. La situación enfureció a los empresarios del estado, cuyas familias eran blanco de los secuestros, y empezaron a presionar para que estos casos se juzgaran en lugares distintos a Tlaxcala.
“Había una vinculación de las autoridades de Tlaxcala con los grupos de secuestradores. Ante la presión empresarial y la que nosotros ejercimos, buscaron de alguna manera relajar esa presión y fabricaron delincuentes para calmar a la opinión pública”, dice José Antonio Ortega, abogado de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex). No solo Ortega tenía esa impresión; también la compartían Irma Rugerio Pérez y Rafael Armas Luna, las víctimas secuestradas supuestamente por Los Kempes. En un primer momento, ambos solicitaron la ayuda de Carlos Ramírez, un abogado e investigador privado de la compañía Prisma, porque no confiaban en el desempeño de las autoridades. En los cuestionarios que llenaron en 2001, fecha en la que ocurrieron los secuestros atribuidos a Los Kempes, tanto Rugerio Pérez como Armas Luna dijeron haber sentido “falta de interés” por parte de las autoridades para resolver sus casos.
En la PGR había una premura por lograr cifras del combate al secuestro dignas de presumir, sin importar lo que tuvieran que hacer para conseguirlas. Rafael Macedo de la Concha, titular del organismo, señaló en su informe que, entre diciembre de 2001 y noviembre de 2002, su corporación desarticuló 21 bandas de secuestradores, entre las que destacaban por su alta peligrosidad Los Kempes que, según el informe de gestión de la PRG, operaban en el Estado de México y Tlaxcala, y a quienes les atribuían al menos dos secuestros que cotizaron en 12 millones de pesos cada uno.
Cuando se politiza la justicia, dice la máxima, no importa quién la hizo sino quién la paga. Tlaxcala tenía un personaje que era clave para estos fines: José Guadalupe Ríos Martel. A inicios de los años 2000, tendría no más de 28 o 29 años y estaba pagando una pena de 26 años de prisión por haber matado a sus suegros porque le habían robado un cilindro de gas. Un día, miembros de la Procuraduría de Tlaxcala entraron a su celda y le dieron una pluma, una libreta y una oferta de 240 mil pesos. “Necesitamos que armes una banda de secuestradores”, le dijeron los funcionarios.
Aunque son pocos los documentos oficiales que la sustentan, la historia de Ríos Martel aparece en los testimonios de periodistas de la época que, si no fuera por su nivel de detalle y contraste de fuentes, parecerían imposibles. Por ejemplo, que los custodios lo sacaban de su celda en un auto y él iba señalando, por la ventana, a quien quería acusar de secuestro. O que fijó la mirada en su exesposa y en su hermano —quienes iniciaron una relación sentimental después de que él fuera apresado— a manera de venganza. Un reportaje publicado en El Sol de Tlaxcala reveló que Ríos Martel había iniciado la investigación de 19 personas por el delito de secuestro, en 2002, solamente con la señal de su dedo. El rumor de su poderío se propagó entre la gente y levantó sospechas. El diario La Jornada Tlaxcala llegó a preguntarle al respecto al procurador del estado, Eduardo Medel Quiroz, y éste respondió: “¿Qué credibilidad puede tener un homicida confeso? Sin embargo, entiendo su conducta, porque está enfermo y por eso asesinó a sus suegros”, dijo y le dio carpetazo al asunto.
En su declaración certificada, Ríos Martel menciona que el director de la Policía Judicial del Estado de México (Daniel González Guevara), el comandante de Tlaxcala (Nicolás Escutia Brizuela) y el procurador de dicho estado (Eduardo Medel Quiroz) lo amenazaron con matar a su familia si no hacía lo que le ordenaban. “Por tal motivo, siempre accedí a lo que me pedían”, explica en ese documento. Ríos Martel ya está libre y, según Isabel Ramos, familiar de uno de los presuntos secuestradores que pudo hablar con él, no le cumplieron nunca la promesa del dinero que le darían y acabaron quemando la casa donde vivía, con su hijo de seis años adentro.
Otra pieza fundamental en este sistema de impartición de injusticia es el entonces subprocurador de Tlaxcala, Édgar Bayardo del Villar. Miriam Bueno, reportera, lo describe como un personaje que “vestía impecable”. Aficionado a las marcas caras, la pulcritud de su guardarropa contrastaba con su mala fama de haber aumentado el número de secuestros en la región. Bueno escribió en su columna titulada “Anecdotario de una reportera”, que se publicó en Elipse Tlaxcala el 21 de octubre de 2016, sobre una entrevista a Bayardo en 2002, en la que, precisamente, le preguntó sobre ese mito popular.
—Mira, mija. Veme bien… ¿tú crees que me voy a ensuciar las manos secuestrando gente? Claro que no, Miriam. Yo no me voy a ensuciar las manos secuestrando gente cuando hay otras maneras de ganar mucho más dinero.
—¿Cómo cuáles?, ¿el narco?
—Por ejemplo.
Miriam tomó la respuesta como una burla y no prestó más atención, pero Bayardo del Villar no bromeaba. Años después, en 2008, lo detuvieron. Confesó haber trabajado para Jesús Reynaldo “el Rey” Zambada, uno de los jefes del cártel de Sinaloa y encargado de la importación de drogas en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México durante dos décadas. Posteriormente, Bayardo del Villar se volvió testigo protegido del gobierno de Felipe Calderón y sería también informante de la agencia antidrogas de Estados Unidos. El primero de diciembre de 2009, cerca de las 11:15 de la mañana, murió a tiros de metralleta en un Starbucks de la calle Pilares, en la Colonia del Valle de la capital mexicana. Al morir, dejó una fortuna de casi 30 millones de pesos y pruebas suficientes de que el narcotráfico había logrado infiltrarse en la procuración de justicia.
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Portada de El Periódico de Tlaxcala en donde se acusa a Eduardo Medel Quiroz de fabricar al menos 19 secuestros durante la administración de Alfonso Sánchez Anaya.[/caption]
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Tu nombre es Oswaldo y vas en traslado. Llevas dos horas viajando. La palanca de velocidades de la camioneta te lastima la pierna izquierda, pero no te quejas porque temes que vuelvan a golpearte. Alguien te quita la chamarra que te cubría la vista; entrecierras los ojos y solo puedes ver tus zapatos y los de la persona que está sentada a la derecha. El motor frena. Notas cómo raspan las llantas contra la grava suelta. Se abren las puertas. Te toman de los hombros para meterte a un cuarto. Sientes el olor a obra negra y quieres levantar la vista para entender dónde te encuentras, pero uno de los policías coloca su palma sobre tu nuca y baja tu mirada por la fuerza.
—Te vas a quitar todo —dicen. Te sientes humillado, pero obedeces.
Oswaldo no estaba solo en aquella obra negra de un edificio de la Procuraduría de Tlaxcala. A su hermano, su padre, su tío y su amigo los estaban torturando también, de distintas formas, para lograr fabricarles una historia de culpabilidad. A José María le hicieron leer, mientras lo grababan, algunas palabras sueltas: “secuestro”, “dinero”, “matar”, “pedo”. No había una secuencia, era la construcción de un glosario funesto en su propia voz y, cada vez que leía en un tono temeroso, el policía que lo vigilaba le gritaba que lo hiciera más fuerte o con más furia.
—¿Qué?, ¿no tienes huevos?
Las grabaciones fueron solo una parte de la falsificación de pruebas. La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) documentó que los agentes les sembraron bolsas con clorhidrato de cocaína a todos los arrestados para justificar su detención en flagrancia y que, después de largas sesiones de tortura, los forzaron a firmar declaraciones autoincriminatorias por delitos que no cometieron. En la presentación de pruebas, la Procuraduría de Tlaxcala mostró fotos con las que intentaba probar la delincuencia organizada como parte de la investigación ministerial, pero estas imágenes habían sido tomadas tres días antes de la detención, afuera de la casa de José María, en Ecatepec, cuando la familia se despedía después de un festejo de cumpleaños.
Estás atrapado en una situación límite, con el miedo a tope y la esperanza ausente. Desnudo y encorvado, te obligan a caminar lento por un piso frío y sientes pequeñas piedritas bajo tus pies. Te sujetan, colocando tus brazos hacia atrás, para comenzar a vendarte. Sientes cómo la tela te cubre y se tensa contra tu cuerpo; cubren desde tu cabeza hasta el ombligo y de los muslos a los dedos de los pies. El aire helado del cuarto te roza la nariz, la boca y los genitales, que llevas descubiertos. Entonces te colocan unas toallas sanitarias en los ojos y vuelven a pasar la venda por tu cabeza, para asegurarse de que no puedas ver. Estás a oscuras y expuesto.
Te tiran sobre un colchón que huele a viejo; tratas de moverte y te das cuenta de que es imposible. Estás boca arriba y solo oyes voces, ecos, ruidos. Sientes opresión en el pecho, te cuesta respirar: una persona está sentada sobre ti. Un sonido delata que han abierto una botella de refresco.
—¿Ahora sí me vas a platicar lo que sucedió con la niña? —inquiere un policía que te golpea en el estómago y te sofoca a base de puñetazos.
Solo atinas a exhalar un quejido.
Te meten un trapo en la boca. Intuyes que está sucio porque te sabe salado y empiezas a tratar de sacarlo con la lengua. El policía agita la botella y estalla el agua mineral contra tu nariz. Tratas de jalar aire, pero no puedes y sientes que el trapo comienza a adherirse a tu garganta. Poco a poco, el mundo te pesa. Pierdes el conocimiento por un momento. Cuando despiertas y jalas apenas aire, estás sentado, enderezado, y te sacan el trapo de la boca. Respiras como puedes y, cuando por fin comienzas a estabilizar la respiración, te toman de los cabellos y alternan con cachetadas. Pasas por este infierno seis veces más.
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Patricia Salvatierra Muñiz (59 años), madre de Oswaldo.[/caption]
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De acuerdo con el World Justice Project, durante su traslado o su estancia en el Ministerio Público torturan a ocho de cada diez personas detenidas en México. Si un día te detienen, por error o con razón, ¿serás de esos dos afortunados?
El traslado de José María hasta el Reclusorio Preventivo Varonil Sur había sido una réplica del infierno que vivió en su detención. Le colocaron una pistola en el recto mientras le gritaban ofensas y le decían que lo iban a matar, que ya no valía nada. Lo llevaron al patio central y le dijeron que se desnudara. Ahí, expuesto al frío de la madrugada, lo obligaron a agacharse y le inspeccionaron cada rincón del cuerpo con el pretexto de que no llevara nada escondido. Horas después, lo trasladaron desnudo hasta el penal de Santa Martha Acatitla, sin previo aviso a sus familiares, y lo golpearon todo el camino.
La tortura no solo se utiliza para arrebatar confesiones, también es un lenguaje escrito en el cuerpo de muchos atrapados en el sistema de justicia. Isabel no sabía de ese lenguaje, pero lo vio en el cuerpo de su hermano, cuando fue a visitarlo a Santa Martha, en noviembre de 2011. Isabel, que es médica veterinaria, recuerda esa ocasión con particular nitidez: “Lo vi venir con un pantalón tipo bermuda, unos tenis sin agujetas. Venía sin dientes porque le habían zafado las placas a trancazos. Despeinado, golpeado, con las rodillas rotas”. Junto a su hermano, otros hombres gemían pidiendo “sus pastillas”. Los encargados de cuidarlos le lanzaban a la cara las medicinas que le tocaban a cada interno, recuerda Isabel. “[José María] nos decía que no quería que lo regresaran a ningún lado. Nos decía que estaba bien. ¿Por qué? Porque lo pusieron en las celdas de la tercera edad, donde están las personas enfermas mentales y también los usuarios de drogas, y él nos decía ‘sí están loquitos, pero no se preocupen: no son agresivos. Aquí estoy bien’, nos repetía una y otra vez”.
José María era diabético. La vida en la cárcel deterioró de forma acelerada su condición física y las secuelas de la tortura hicieron lo suyo. Privado de la libertad, José María Cirilo Ramos Tenorio murió el 23 de octubre de 2013.
***
Ahora respiras con dificultad. No puedes pensar en nada. De pronto, sientes cómo te entra agua helada por la nariz. Te ahogas y tratas de enderezarte, pero es imposible. Varias cubetas vienen después; son tantas que las dejas de contar.
—¡¿Qué hiciste con la niña?! —insisten con la pregunta que repetirán una y otra vez durante las próximas horas. Y no sabes de qué diablos están hablando. La niña solo es un pretexto para continuar amedrentándote hasta que confieses.
Te quitan la venda de la cabeza y sientes que se libera la presión en tu rostro; hasta te relajas cuando el aire toca tus mejillas. Pero la tortura vuelve. Los policías cubren tus ojos otra vez con toallas sanitarias y las fijan de nuevo con las vendas. Piensas que viene otra ronda de sufrimiento, aunque al menos ya es familiar. Pero te equivocas. Colocan una bolsa de plástico sobre tu cabeza y la aprietan y sientes cómo el aire se va de ti. En la poca luz que se filtra, tu mirada se va desvaneciendo y los ruidos se vuelven ecos hasta que ya no oyes nada. Cansado, te sientes sumergido en una alberca.
Uno de los policías te cachetea ya inconsciente y te jala el cabello para que reacciones. Repites este viaje varias veces y comienzas a pensar que no habrá salida. Te vuelven a dejar sobre el colchón. Solo sientes dolor. Sientes que te pican uno de los testículos y luego el muslo izquierdo. Los toques eléctricos invaden tu cuerpo y te sacudes.
Ya no ves. Ya no sientes.
Esa noche, después de otra ronda de asfixias y golpes, te obligan a firmar unas hojas que no te dejan leer. Te enterarás después de que esos papeles serán la confesión para presentarte ante las autoridades federales como Oswaldo Francisco Rodríguez Salvatierra, líder de una banda de secuestradores.
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Carta del 5 de junio de 2011 de Oswaldo Rodríguez Salvatierra a su hijo Adrick.[/caption]
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Por la tarde del 13 de agosto, el mismo día de la detención en 2002, los policías trasladan a Oswaldo, a su padre, Sergio, a su hermano, Hugo y a su tío, José María, a otro edificio de la Procuraduría de Tlaxcala. Ahora suman a otro detenido, Jorge, a quien Oswaldo reconoce porque es amigo de Hugo —su hermano— y también vive en Ecatepec. Entran a una nueva habitación y, en cuanto dan el primer paso, los flashes de las cámaras caen sobre ellos. Se encuentran en una rueda de prensa y ven a su espalda el logotipo de la policía del estado.
Del otro lado de la habitación, entre los presentes está Ricardo, el novio de la hermana de Jorge, tratando de hablar con alguien que pueda ayudarlo a sacar a su cuñado de lo que piensa es un malentendido. Cuando comienzan a formarlos en una sola línea, un policía toma a Ricardo de entre la multitud, sin importarle que los reporteros estén viendo la escena, y lo forma junto al resto. En una nota del diario Tlaxcalteca quedó registrado el momento. El reportero Miguel Hernández escribió: “Hay que resaltar que antes de entrar en la rueda de prensa, Ricardo Almanza Cerriteño grita a los medios: ‘¡No soy secuestrador! Soy familiar del detenido, vine a la Procuraduría a pedir información y me detuvieron’”. Consta en el pliego de consignación de la averiguación previa PGR/UEDO/112/2001, en la declaración de Ricardo, que ya en la Procuraduría de Tlaxcala uno de los policías le dijo que, a falta de Alejandro —el hermanito de 10 años de Jorge—, él “se chingaba”. En los expedientes, como registro de un sistema perverso, el nombre de Ricardo aparece siempre junto a un “y/o Alejandro Hernández Mora”.
***
José Antonio Ortega era asesor de la Coparmex en Tlaxcala en 2002 y encabezó la representación de empresarios e industriales del estado que estaban alarmados por el aumento de secuestros en la región. “En ese año, sucedieron 14 secuestros de jóvenes. En un estado chiquito, como es Tlaxcala, era algo totalmente escandaloso”, relata Ortega, 18 años después. Su estrategia fue ejercer presión mediática para que las autoridades estatales respondieran ante los secuestros: “Pusimos todos los focos de empresarios y del país en Tlaxcala y sus autoridades; por esa razón buscaron una manera de darle una respuesta a los empresarios y la sociedad, y les fabricaron delitos a estas pobres personas que estuvieron o están privadas de su libertad”. Ortega comenta que su sentir y el de la Coparmex es que había un nexo entre las bandas de secuestradores y el gobierno de Tlaxcala, y que por ello buscaron calmar la situación fabricando culpables.
Después de firmar una confesión falsa, llevaron a Oswaldo y al resto a la cámara de Gesell, una habitación separada por un vidrio de visión unilateral, para realizar la identificación de los sospechosos. Los colocaron, costado a costado, junto a los policías. Buscaron todos los medios posibles para resaltarlos como culpables: esposados, despeinados y con la ropa mojada, mientras que sus torturadores vestían camisa, botines y sus placas visibles.
La primera en entrar fue Irma Rugerio Pérez, a quien, según la averiguación previa (PGR/UEDO/112/2001), secuestraron del 28 de agosto al 20 de septiembre de 2001. En su declaración, fechada el 22 de septiembre, asegura que la interceptaron dos hombres a bordo de un automóvil gris mientras caminaba por la parada del autobús, conocida como “el tope”, rumbo a su casa en la localidad de Santa Isabel Xiloxoxtla, Tlaxcala. Al entrar a la cámara, la joven de 21 años no reconoció a nadie. Los policías la intimidaron, le gritaron que tenía que señalarlos para que no fueran a salir libres y se vengaran de ella posteriormente. “Yo no los vi, no los puedo reconocer y no puedo reconocer sus voces”, respondió en tono recio. “No tengo por qué acusar a alguien que nunca he visto”, insistió.
Después, los sacaron de la cámara y vino un segundo reconocimiento en un patio. Esta vez quien los observaba era Rafael Armas Luna, de 22 años, secuestrado el 23 de enero de 2001 en la puerta de su casa en Chiautempan, Tlaxcala. Ahí, sin verlos a los ojos, tocó el hombro de José María, Ricardo y Jorge; de ese modo los reconoció como los secuestradores. Más adelante, en otra comparecencia, Armas Luna se retractó y dijo que en realidad no reconoció a sus secuestradores en ese momento. Pero ya era demasiado tarde.
En el sistema jurídico mexicano hay un camino correcto a seguir para investigar y procesar a un presunto culpable. José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo tendrían que haber sabido de qué los estaban acusando. No debieron haberlos golpeado. Si hubiera existido realmente una orden de aprehensión contra ellos, los tendrían que haber puesto inmediatamente a disposición de un juez y éste, a su vez, tendría que haber dispuesto de hasta 72 horas para determinar si les dictaba o no el auto de formal prisión. Pero nada de esto sucedió. Al no existir una orden, la detención solo podía justificarse con flagrancia, es decir, en el preciso momento de los secuestros, cosa que tampoco sucedió. Todo lo que marcaba la ley vigente en 2002, año en que detuvieron a los presuntos Kempes, era una realidad alterna.
Javier Carrasco, director ejecutivo del Instituto de Justicia Procesal Penal, un organismo de la sociedad civil que se dedica a velar por los derechos humanos, explica: “Según estándares internacionales, la diferencia entre un secuestro y una detención es llevar la orden, portar el uniforme e ir en una patrulla. Si no se cumple todo eso, es un civil realizando un secuestro. Estaban siendo secuestrados por la autoridad. Ese tiempo lo usan para extraer información; con esa información construyen el caso. Y cuando llegan ya con un caso construido, solo se lo dan al juez para el auto de formal prisión”.
En enero de 2020, el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, anunció un proyecto de reforma para el Código Penal Federal. En esos días, sin embargo, se filtró un borrador de la propuesta, atribuida a dicho fiscal, que marcaba la presunción de legalidad en las investigaciones; es decir, que para el punto de partida en un juicio, la policía ya no tendría que demostrar que había hecho su trabajo conforme a la ley, a través de pruebas y detenciones realizadas conforme a derecho. Esto sería un incentivo para seguir fabricando culpables. Se espera que en 2021 se discutan las reformas que afectan el trabajo de la Fiscalía General de la República.
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“¿Sí me oigo?”, “¿sí me veo?”, se escucha al unísono como una forma ya usual de romper el hielo durante la pandemia. Poco a poco, comienzan a encenderse las cámaras de Zoom en la pantalla. Es una mañana de noviembre de 2020 y llevamos ya cerca de nueve meses trabajando en este reportaje. Desde que empezamos, y a pesar del confinamiento, las familias de las víctimas nos buscan; se nota la urgencia por acercarnos toda la información posible para reconstruir este calvario que ha dejado estragos en sus rostros, pero que no hace mella en su esperanza. Desde un celular están conectadas Rosa María (madre de Jorge), Mercedes (hermana de Sergio y tía de Oswaldo) e Hilda (hermana de Ricardo). También se les une Isabel (hermana de José María). Se les mira cansadas y emocionadas al mismo tiempo. Nos dicen que han seguido investigando, que consiguieron las tarjetas selladas de ingreso y salida del trabajo, prueba irrefutable de que sus familiares no estaban en Tlaxcala mientras sucedían los secuestros por los que los culpan.
—Una persona no puede estar en dos lugares a la vez. Eso, solo Jesucristo y no era secuestrador —dice Mercedes.
Las tres mujeres que están juntas entran y salen de la sesión, por una mala conexión a internet. Y cada vez que la imagen se vuelve a encender las vemos con más papeles y carpetas de colores donde guardan documentos. La tragedia las volvió abogadas improvisadas.
—Fuimos investigando porque esto no lo hacen los jueces. Ellos solo transcriben las sentencias: las copian y pegan —dice Rosa María con toda la nitidez que la señal de internet le permite.
Isabel asiente mientras Mercedes y Rosa hablan. Lleva el cabello recogido, pero algunas canas se rebelan como una especie de aureola. Habla y su voz es segura:
—Lo importante es que los secuestradores siguen en la calle.
Las familias son víctimas y, a la vez, la primera línea de batalla frente al aparato de impunidad. Desde que acusaron a sus familiares, ellas los buscaron hasta averiguar su paradero: el 14 de agosto de 2002, finalmente lograron verlos en la —hoy extinta— Unidad Especializada contra la Delincuencia Organizada (UEDO), ubicada en la calle de López en el centro de la Ciudad de México, que se encargaba de investigar bandas criminales comúnmente dedicadas al secuestro y al narcotráfico.
José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo habían sido trasladados desde Tlaxcala hasta ahí. Después del viaje, estuvieron varias horas en el estacionamiento. Ninguno recuerda con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero Oswaldo sí tiene memoria de haber escuchado que los agentes federales le dijeron a los policías tlaxcaltecas que la carpeta estaba mal armada y que tenían que volverla a hacer. Se fueron y volvieron con un archivo nuevo. Una vez que los ingresaron, pudieron ver a su familia. Para Oswaldo, volver a ver a su madre, Martha, fue la salvación, volver a vivir. Recuerda que ella lo apretó con fuerza, para no volverlo a soltar más, y fue entonces que él no aguantó el dolor que el abrazo le provocaba y se quejó. Martha le preguntó mirándolo a los ojos si lo habían golpeado.
Su hijo respondió en voz baja, esquivando la mirada:
—Sí.
Martha y sus tías habían llegado a la UEDO. El encuentro duró 15 o 20 minutos como máximo.
—Todo va a estar bien, nos vamos a ir a casa. Solo tenemos que saber exactamente lo que está pasando aquí– fue lo último que le dijo su madre antes de que los separaran nuevamente.
Al día siguiente los llevaron al Reclusorio Preventivo Varonil Sur. Después los trasladarían a distintos sitios. Hugo salió muy pronto, en 2003. A José María y Sergio los trasladaron al penal Santa Martha Acatitla; a Oswaldo, Ricardo y Jorge, al Centro Federal de Readaptación Social No. 14 (Cefereso), en Durango, después de pasar por Veracruz y Sinaloa. Aunque pudiera parecer atípico que las personas privadas de su libertad estén “rebotando” por el país, ésta es una práctica que ocurre con normalidad.
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Carta enviada por Carlos Ramírez Acosta, abogado e investigador privado de la compañía Prisma, a José Antonio Ortega, abogado de la Coparmex, y retrato hablado de uno de los secuestradores elaborado con los datos proporcionados por Rafael Armas Luna.[/caption]
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La cárcel está llena de inocentes. Inocentes y jodidos. De gente que no se puede defender. Oswaldo empieza a conocer muchísimos casos como el suyo en el Cefereso. Personas presas que no saben leer ni escribir, que no hablan español y no tienen claro de qué los acusa el Estado.
Ponte en el lugar de Oswaldo, nuevamente. Te dicen que “mal de muchos, consuelo de tontos”, pero te reconforta no ser el único pobre diablo ahí. Ahora buscas alivianar el encierro. Ricardo ya es como de tu familia. Hace unos años, era alguien lejano: el cuñado de un amigo. A pesar de dormir en celdas diferentes, logras tejer su propio idioma de señas y conversar por horas a través del patio sin que nadie los escuche ni los entienda. Así pasas los días del confinamiento y tu escape de esta realidad es leer y leer.
Empiezas a empaparte de tu propio caso y a entender ese lenguaje que ha traído más impunidad que justicia. Un día hasta te emocionas porque lograste ganar un amparo con un documento que ayudaste a escribir. Un muchacho en Sinaloa, que te pidió ayuda para revisar una jurisprudencia a través de Ricardo, alcanzó su libertad gracias a ti y lloras pensando cómo se sentirá volver a ser libre. Sabes que es un triunfo porque conoces el sistema desde adentro. En México, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), 53% de los presos no tiene sentencia; pasan sus días encerrados, aunque no les hayan probado que cometieron delito alguno.
Así son los días buenos, pero lo normal es tener días malos y días peores. Recuerdas que cuando llegaste te golpearon y te dijeron que seguirían poniéndote una golpiza si tu familia no les daba 200 mil pesos. Decidiste aguantar porque, en la cárcel, gavilán que afloja, no es gavilán. Eso sabes que aplica para soltar dinero, el cuerpo o cualquier otra cosa. Pero no puedes aflojar, porque si lo haces te van a chingar toda la vida. Tú sí eres gavilán y sabes que los moretones se quitan, pero lo demás, no. Y mejor aguantas. Te dicen que la gente aquí se da cuenta si aflojaste por miedo y la etiqueta no se te quita nunca. Entonces aguantas y ya no te piden 200 mil, sino 100 mil y luego 50 mil y, al final, les das cualquier cosa para que no estén chingando. Les das mil pesos, un kilo de marihuana.
Así es esto: la extorsión está permitida para quien puede pagar a los custodios, al director y a los comandantes. Tú no tienes lana. Eres de los jodidos de entre los jodidos y te toca aguantar.
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Enrique Aguilar fue el primer abogado que tomó el caso de los seis presuntos integrantes de Los Kempes, pero tuvo que dejarlo casi inmediatamente después porque recibió amenazas. Aguilar era un defensor privado que las familias contrataron en aquel momento de emergencia.
—Lo vimos una vez o dos y al final nos dijo que lo disculpáramos, pero que lo habían amenazado; le habían dicho que ya sabían dónde vivía su familia, que sabían de su hija recién nacida. Y que prefería cuidar a su familia —cuenta Rosa, la madre de Jorge.
El abogado que los acompañó la mayor parte del proceso fue Enrique Rivero Leyva, a quien después cambiaron por un especialista en amparos, Agustín Acosta. El titular de la Unidad para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Juan Carlos Gutiérrez Contreras, les recomendó a las familias trabajar con Acosta, pues fue el abogado que defendió a Florence Cassez. Acosta aceptó tomar el caso sin cobrar honorarios porque consideró que se había cometido una injusticia.
—Cuando llegamos con él, nos dijo que no hacía trabajos gratis, que él cobraba, y que le lleváramos los expedientes. Y ya cuando los lee, nos dice que esas injusticias no se cobran y que iba a hacer hasta donde él pudiera para ayudar, y es la parte donde estamos ahorita —relata Rosa.
La batalla judicial de los presuntos Kempes comenzó 10 días después de su detención, el 23 de agosto de 2002, y hasta ahora sigue en curso. Inició el proceso judicial por el delito de posesión de narcóticos —que plantaron los policías para justificar la detención en flagrancia—, y siete días después se sumaron los delitos de secuestro y delincuencia organizada. En 2004, los familiares se acercaron a la CMDPDH para que les ayudara con su caso; fue hasta julio de 2005, tres años después, que la primera instancia dictó sentencia y condenó a los seis a 77 años de prisión. En noviembre de ese año, sus abogados lograron llevar el caso a una instancia superior y consiguieron que se volviera a iniciar el procedimiento. Pero cada vez que los familiares ganaban en el campo legal, perdían en su vida personal. Hugo, Oswaldo, Isabel y Rosa declaran que, durante ese proceso, tanto ellos como sus abogados recibieron llamadas intimidatorias, amenazas de muerte y hostigamiento. Los abogados siguieron haciendo su trabajo para el nuevo juicio de apelación, pero ahora ante el Juzgado Noveno de Distrito de Procesos Penales Federales en la Ciudad de México. Sin embargo, la suerte, al igual que la justicia, seguía dándoles la espalda en un tortuoso proceso que incluyó juicios, sentencias y apelaciones.
En diciembre de 2016, el Cuarto Tribunal Unitario en Materia Penal del Primer Circuito dictó una nueva sentencia en la que se excluyeron del caso las pruebas obtenidas ilícitamente, como las drogas “sembradas” —a los cinco en la misma bolsa derecha del pantalón y a uno, en el calcetín (aunque solo llevaba chanclas)—, las confesiones arrancadas con tortura y las grabaciones falsas. Se absolvió a Oswaldo y se ordenó reponer el procedimiento de Sergio, Ricardo y Jorge. Sin embargo, en marzo de 2019, el Juzgado Noveno resolvió condenar con 30 años de prisión a Ricardo y Sergio, mientras que a Jorge lo condenaron a 35. Con esta sentencia, lograron librarse de los cargos por delincuencia organizada, pero no del de los secuestros de Irma Rugerio Pérez y Erick Armas Luna. Dicha sentencia fue apelada y la resolución dejó, para los tres, una condena de 30 años.
A Oswaldo, la libertad lo tomó por sorpresa el 15 de diciembre de 2016. Tras el último amparo, lo absolvieron gracias al trabajo de sus abogados, la CMDPDH y su familia, que no ha descansado en la búsqueda de justicia.
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Isabel Ramos Tenorio (62 años), hermana de José María.[/caption]
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Después de 18 años, las consecuencias de aquellos hechos solo suman pérdidas. José María Cirilo Ramos Tenorio murió en la prisión de Santa Martha Acatitla a los 65 años. El certificado de defunción registra hematomas en el hígado y absceso hepático. Su hermana asegura que José María no falleció, sino que lo mataron en las sesiones de tortura.
Hugo Rodríguez Salvatierra, después de pasar ocho meses en prisión, trabajó dos años como guardia de seguridad para ayudarle a su madre con los gastos de la casa. Un año más tarde, migró junto con su esposa y su hijo pequeño a Estados Unidos, con la ilusión de rehacer su vida. Lleva 13 años viviendo en ese país.
Cuando se le pregunta con qué se queda de esta experiencia, responde:
—Nada, no me quedo con nada.
Oswaldo Francisco Rodríguez Salvatierra pasó 14 años privado de su libertad. Hoy es padre de un niño y desea que su testimonio sirva para sacar de la cárcel a Sergio, su padre, a Jorge y a Ricardo.
—Yo creo que lo que me quitaron ya no se recupera—dice. Sin embargo, dedica su tiempo a intentar que se haga justicia—. Algo tenemos que hacer.
Sergio Rodríguez Rosas, Jorge Hernández Mora y Mario Ricardo Antonio Almanza Cerriteño siguen encarcelados en el Cefereso No. 14, en Durango, esperando la reposición del proceso. Después de 18 años, las instancias de la administración de justicia están a punto de agotarse, pero aún tienen la oportunidad de presentar un amparo más que deje sin efecto la última sentencia y que, con ello, finalmente se haga justicia.
***
Has visto y te han contado que, cuando quedas libre, los trabajadores sociales te llevan hasta una terminal de autobuses y te compran el pasaje. Si has seguido hasta aquí los pormenores de esta historia, sabes que los supuestos no operan para ti. Por eso, no te sorprende que te dejen a la orilla de una carretera desconocida y que te digan, en tono irónico, que corras hacia la luz para llegar a una terminal.
Es una madrugada de diciembre de 2016. Solo llevas contigo una bolsa de plástico con tu matrícula de interno escrita en plumón negro y 550 pesos. Recuerdas las historias que has escuchado durante 14 años y que relatan cómo la mafia espera a quienes salen de prisión para reclutarlos. Por eso corres sin mirar hacia atrás, con una energía que ni siquiera imaginabas que tuvieras. Cuando al fin llegas a la terminal, ofreces pagar tus 550 pesos a cambio de poder realizar una llamada —la llamada más cara de toda tu vida—; pero cuando miras el teléfono que te han prestado, te das cuenta de que no recuerdas ningún número, nada viene a tu mente. En un repentino instante de lucidez, recuerdas el teléfono de tu novia, Miriam. Lo marcas desesperado y otra maquinaria se pone en funcionamiento: en menos de una hora, pasa a buscarte una trabajadora social de la CMDPDH de Torreón, cerca de Durango.
Imagina, por última vez, que eres Oswaldo y que esa noche, después de 14 años, vuelves a dormir en una habitación sin rejas.
Este reportaje fue realizado por los Alumnos del Taller de Periodismo Jurídico (que imparten Carlos Puig y José Antonio Caballero) en la Maestría de Periodismo sobre Políticas Públicas del CIDE (2019–2021). Luis Mendoza Ovando*, Luciana Wainer*, Carlos Olvera, Julio González*, Dalila Sarabia*, Ana Gabriela Jiménez Cubría, César Ruiz Galicia*, Ami Gabriela Sosa Vera*, Ariadna Lobo*, Juan Martín Montes, Nelly Toche, Martina Spataro Tron*, Arturo Aguilar, Concepción Peralta Silverio y Karla Ruiz Argáiz.
*Becarios de la Fundación Legorreta Hernández.
Sin órdenes de aprehensión ni apego a los derechos humanos, hace 18 años detuvieron a seis hombres inocentes bajo la acusación de secuestro, delitos contra la salud y delincuencia organizada. Su detención se presentó como un éxito de la procuración de justicia en México. En un sistema judicial fallido, su suerte estaba echada. La batalla judicial de los presuntos Kempes sigue en curso. Sus familiares ya no solo claman por la libertad, sino porque se haga justicia.
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Seis hombres con trabajos y vidas comunes comparten una misma historia: un funcionario, un empleado de la Comisión Nacional del Agua, un asesor de afores y tarjetas de crédito, un demostrador en un supermercado y dos actores en ciernes que se ganan la vida como extras en la televisión. La policía del estado de Tlaxcala, en México, los detiene a todos ellos, acusados de conformar una banda de secuestradores.
Aunque fiel a los hechos, este inicio es insuficiente. Si siguiéramos el registro de los periódicos, esta historia comenzaría el 16 de agosto de 2002: “La Unidad Especializada en Delincuencia Organizada, en coordinación con autoridades estatales, capturó en el Estado de México a seis integrantes de la banda de secuestradores ‘Los Kempes’, a los cuales se les atribuyen al menos dos plagios que cotizaron en 12 millones de pesos cada uno”, publicó el diario Reforma —y los medios que cubrieron el caso—, una historia que presentaron como un triunfo de la procuración de justicia en México. Pero se dejaron de lado “detalles” cruciales, como que ninguno de los acusados estuvo en Tlaxcala durante los secuestros o que su residencia y actividades no tenían nexo alguno con la entidad federativa que los acusaba.
Para los diarios, fue un caso resuelto: la policía logra atrapar a “los malos”. Pero este principio es falso, más cercano a la ficción que al periodismo, porque las autoridades obtuvieron las pruebas con las que sustentaron el caso mediante tortura y falsificaciones o, directamente, las fabricaron. Para contar la historia de estos seis hombres, José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo, a quienes el gobierno les destrozó la vida, al detenerlos sin órdenes de aprehensión ni apego a sus derechos humanos, debemos empezar por el origen de los hechos.
Es el 13 de agosto de 2002. Oswaldo Rodríguez sale de su casa a las ocho de la mañana, como todos los días, en compañía de su novia Miriam. Caminan rumbo al metro Tecnológico (hoy, estación Ecatepec) para ir a sus respectivas obligaciones. Oswaldo tiene 21 años; por las mañanas, estudia la preparatoria en un colegio privado y, por las tardes, trabaja en el área de ventas de una empresa telefónica para pagarse los estudios. La colegiatura le cuesta bastante y eso provoca que interrumpa constantemente su formación. Ha pasado la mayor parte de su vida en San Cristóbal Ecatepec, un municipio del Estado de México, al norte de la Ciudad de México, donde vive junto con su padre, Sergio, y su madre, Martha. Pero esa mañana, al llegar a la estación, cuatro individuos vestidos de civil los detienen y les piden sus documentos, argumentando que son policías y que se trata de una revisión de rutina. Uno de los hombres somete a Oswaldo, con pistola en mano, y lo amenaza.
—¡Te andábamos buscando! ¡Dile a esta hija de puta que se vaya o se la carga la chingada! —gritan, lo sacan de la estación y lo suben a un Tsuru blanco.
Miriam, a pesar de las amenazas, los va siguiendo hasta el auto y mira cómo le quitan todas sus pertenencias a su novio. Una vez arriba, le repiten a Oswaldo que le diga a Miriam que se vaya. Le dicen que lo llevarán a comparecer, le dicen que en cuanto esto termine “nosotros te regresamos”. Entre confundido y aterrado, solo puede pensar que lo están secuestrando.
Ese mismo día, un martes 13, en otros puntos del Distrito Federal y del área conurbada que pertenece al Estado de México, se llevan a cabo otras cuatro detenciones más, con lujo de violencia y al margen de los derechos.
A José María Ramos —tío de Oswaldo, de 54 años— lo interceptan en un carro rojo cuando iba de camino a hacerse unos estudios médicos, a causa de la diabetes que padece. A Sergio y a Hugo Rodríguez —padre y hermano de Oswaldo, de 43 y 25 años, respectivamente— los detienen de manera simultánea: juntos iban hacia Ecatepec cuando, en el camino, una miniván se les cierra y varios hombres los obligan a subir. Una vez adentro, los encapuchan y comienzan a interrogarlos a golpes.
—¡Ya los cargó la chingada!
La camioneta avanza y ellos, esposados, no alcanzan a entender lo que está pasando.
Jorge Hernández —amigo de Hugo, de 21 años— va rumbo a la tienda de la Conasupo para comprar leche. Unos policías que se identifican con placas de la Procuraduría General de la República (PGR) interrumpen su andar por la calle Valle de Toltecas, también en Ecatepec, y lo arrestan. Nunca le informan de qué delito lo acusan, pero eso no impide que después declaren que le encontraron “una grapa en el calcetín”, aunque ese día solo llevaba puestas unas chanclas. En su casa, está su amigo Ricardo Almanza, de 25 años, esperando a que regrese de la tienda para desayunar y luego acompañar a Marisol —hermana de Jorge y amiga de Oswaldo— a la universidad donde estudia Comunicación. Pero unos golpes en la puerta llegan antes. Escucha a los vecinos gritar que salga ya, que “¡se están llevando al muchacho!”. Al salir, encuentra a varios hombres forcejeando con su cuñado, Jorge, para meterlo a un Tsuru blanco estacionado en el portal. Entre el ir y venir de preguntas y exigencias, los hombres se identifican como agentes y le dicen a Ricardo que si quiere saber a dónde lo llevarán, tendrá que acompañarlos. Ricardo recordará este momento el resto de su vida: la decisión de ir lo ha mantenido preso por más de 18 años.
Para las autoridades de impartición de justicia de Tlaxcala, estos seis hombres eran culpables de delitos contra la salud, delincuencia organizada y privación ilegal de la libertad; y los presentaron como la banda de secuestradores Los Kempes. Oswaldo pasó 14 años en la cárcel; Hugo, ocho meses privado de su libertad; José María murió en 2013 durante su encarcelamiento; y el resto (Sergio, Jorge y Ricardo) continúa en prisión: ninguno de ellos ha tenido oportunidad de defenderse, mientras sus familias luchan por su libertad.
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Oswaldo Rodríguez Salvatierra (40 años).[/caption]
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En este momento, quizá decidas que no quieres seguir leyendo. No por falta de interés, sino porque ya sabes cómo termina la historia: los poderosos se salen con la suya y hunden a los “jodidos” en la cárcel. En efecto, aquí no solo vas a encontrar un ejemplo más de impunidad, sino una investigación que relata cómo la suerte de estos hombres estaba echada desde el principio, en un sistema fallido que, si no estás en las filas de los poderosos, te tratará como culpable ipso facto. Lo harán, aunque se demuestre lo contrario, y buscarán castigarte a través de todos los medios a su alcance. Tal vez pienses que esto no te va a pasar, pero ¿qué tan diferente eres de los protagonistas de esta historia? En caso de que sigas pensando que hay una distancia insoslayable entre estos seis hombres y cualquier otro que camina por las calles, debemos decirte: ellos tampoco pensaban que les podía ocurrir.
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La fabricación de culpables en Tlaxcala no es la excepción, sino la regla. Durante la administración de 1999 a 2005, que encabezó el gobernador Alfonso Sánchez Anaya —hoy titular de la Unidad de Administración y Finanzas de la Secretaría de Gobernación del presidente Andrés Manuel López Obrador—, se presentaron numerosas bandas de secuestradores a través de métodos que incurrían en la violación a los derechos humanos según las 52 recomendaciones elaboradas por la Comisión Estatal de Derechos Humanos en casos ligados a policías y agentes ministeriales, tales como detenciones arbitrarias, lesiones, intimidación y tortura. ¿Por qué un gobierno decide actuar así?
La banda de Los Kempes era el grupo de secuestradores número 48 en la lista de las organizaciones que la policía estatal presumía desarticular. En los datos publicados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la entidad con más secuestros entre 1999 y 2005 era la Ciudad de México, que promediaba 120 cada año. En Tlaxcala, en ese mismo periodo, no se registró ni uno solo hasta 2006 cuando, de golpe, se denunciaron 408 secuestros, el máximo histórico para cualquier entidad del país. No es que este delito súbitamente se hubiera disparado, sino que no se registraba antes en el Sistema Nacional de Seguridad Pública. Según relata Isabel Ramos, hermana de José María, las investigaciones que armaban los ministeriales eran meros simulacros; ningún proceso llegaba a buen término y los jueces terminaban ordenando la liberación de las personas detenidas. La situación enfureció a los empresarios del estado, cuyas familias eran blanco de los secuestros, y empezaron a presionar para que estos casos se juzgaran en lugares distintos a Tlaxcala.
“Había una vinculación de las autoridades de Tlaxcala con los grupos de secuestradores. Ante la presión empresarial y la que nosotros ejercimos, buscaron de alguna manera relajar esa presión y fabricaron delincuentes para calmar a la opinión pública”, dice José Antonio Ortega, abogado de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex). No solo Ortega tenía esa impresión; también la compartían Irma Rugerio Pérez y Rafael Armas Luna, las víctimas secuestradas supuestamente por Los Kempes. En un primer momento, ambos solicitaron la ayuda de Carlos Ramírez, un abogado e investigador privado de la compañía Prisma, porque no confiaban en el desempeño de las autoridades. En los cuestionarios que llenaron en 2001, fecha en la que ocurrieron los secuestros atribuidos a Los Kempes, tanto Rugerio Pérez como Armas Luna dijeron haber sentido “falta de interés” por parte de las autoridades para resolver sus casos.
En la PGR había una premura por lograr cifras del combate al secuestro dignas de presumir, sin importar lo que tuvieran que hacer para conseguirlas. Rafael Macedo de la Concha, titular del organismo, señaló en su informe que, entre diciembre de 2001 y noviembre de 2002, su corporación desarticuló 21 bandas de secuestradores, entre las que destacaban por su alta peligrosidad Los Kempes que, según el informe de gestión de la PRG, operaban en el Estado de México y Tlaxcala, y a quienes les atribuían al menos dos secuestros que cotizaron en 12 millones de pesos cada uno.
Cuando se politiza la justicia, dice la máxima, no importa quién la hizo sino quién la paga. Tlaxcala tenía un personaje que era clave para estos fines: José Guadalupe Ríos Martel. A inicios de los años 2000, tendría no más de 28 o 29 años y estaba pagando una pena de 26 años de prisión por haber matado a sus suegros porque le habían robado un cilindro de gas. Un día, miembros de la Procuraduría de Tlaxcala entraron a su celda y le dieron una pluma, una libreta y una oferta de 240 mil pesos. “Necesitamos que armes una banda de secuestradores”, le dijeron los funcionarios.
Aunque son pocos los documentos oficiales que la sustentan, la historia de Ríos Martel aparece en los testimonios de periodistas de la época que, si no fuera por su nivel de detalle y contraste de fuentes, parecerían imposibles. Por ejemplo, que los custodios lo sacaban de su celda en un auto y él iba señalando, por la ventana, a quien quería acusar de secuestro. O que fijó la mirada en su exesposa y en su hermano —quienes iniciaron una relación sentimental después de que él fuera apresado— a manera de venganza. Un reportaje publicado en El Sol de Tlaxcala reveló que Ríos Martel había iniciado la investigación de 19 personas por el delito de secuestro, en 2002, solamente con la señal de su dedo. El rumor de su poderío se propagó entre la gente y levantó sospechas. El diario La Jornada Tlaxcala llegó a preguntarle al respecto al procurador del estado, Eduardo Medel Quiroz, y éste respondió: “¿Qué credibilidad puede tener un homicida confeso? Sin embargo, entiendo su conducta, porque está enfermo y por eso asesinó a sus suegros”, dijo y le dio carpetazo al asunto.
En su declaración certificada, Ríos Martel menciona que el director de la Policía Judicial del Estado de México (Daniel González Guevara), el comandante de Tlaxcala (Nicolás Escutia Brizuela) y el procurador de dicho estado (Eduardo Medel Quiroz) lo amenazaron con matar a su familia si no hacía lo que le ordenaban. “Por tal motivo, siempre accedí a lo que me pedían”, explica en ese documento. Ríos Martel ya está libre y, según Isabel Ramos, familiar de uno de los presuntos secuestradores que pudo hablar con él, no le cumplieron nunca la promesa del dinero que le darían y acabaron quemando la casa donde vivía, con su hijo de seis años adentro.
Otra pieza fundamental en este sistema de impartición de injusticia es el entonces subprocurador de Tlaxcala, Édgar Bayardo del Villar. Miriam Bueno, reportera, lo describe como un personaje que “vestía impecable”. Aficionado a las marcas caras, la pulcritud de su guardarropa contrastaba con su mala fama de haber aumentado el número de secuestros en la región. Bueno escribió en su columna titulada “Anecdotario de una reportera”, que se publicó en Elipse Tlaxcala el 21 de octubre de 2016, sobre una entrevista a Bayardo en 2002, en la que, precisamente, le preguntó sobre ese mito popular.
—Mira, mija. Veme bien… ¿tú crees que me voy a ensuciar las manos secuestrando gente? Claro que no, Miriam. Yo no me voy a ensuciar las manos secuestrando gente cuando hay otras maneras de ganar mucho más dinero.
—¿Cómo cuáles?, ¿el narco?
—Por ejemplo.
Miriam tomó la respuesta como una burla y no prestó más atención, pero Bayardo del Villar no bromeaba. Años después, en 2008, lo detuvieron. Confesó haber trabajado para Jesús Reynaldo “el Rey” Zambada, uno de los jefes del cártel de Sinaloa y encargado de la importación de drogas en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México durante dos décadas. Posteriormente, Bayardo del Villar se volvió testigo protegido del gobierno de Felipe Calderón y sería también informante de la agencia antidrogas de Estados Unidos. El primero de diciembre de 2009, cerca de las 11:15 de la mañana, murió a tiros de metralleta en un Starbucks de la calle Pilares, en la Colonia del Valle de la capital mexicana. Al morir, dejó una fortuna de casi 30 millones de pesos y pruebas suficientes de que el narcotráfico había logrado infiltrarse en la procuración de justicia.
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Portada de El Periódico de Tlaxcala en donde se acusa a Eduardo Medel Quiroz de fabricar al menos 19 secuestros durante la administración de Alfonso Sánchez Anaya.[/caption]
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Tu nombre es Oswaldo y vas en traslado. Llevas dos horas viajando. La palanca de velocidades de la camioneta te lastima la pierna izquierda, pero no te quejas porque temes que vuelvan a golpearte. Alguien te quita la chamarra que te cubría la vista; entrecierras los ojos y solo puedes ver tus zapatos y los de la persona que está sentada a la derecha. El motor frena. Notas cómo raspan las llantas contra la grava suelta. Se abren las puertas. Te toman de los hombros para meterte a un cuarto. Sientes el olor a obra negra y quieres levantar la vista para entender dónde te encuentras, pero uno de los policías coloca su palma sobre tu nuca y baja tu mirada por la fuerza.
—Te vas a quitar todo —dicen. Te sientes humillado, pero obedeces.
Oswaldo no estaba solo en aquella obra negra de un edificio de la Procuraduría de Tlaxcala. A su hermano, su padre, su tío y su amigo los estaban torturando también, de distintas formas, para lograr fabricarles una historia de culpabilidad. A José María le hicieron leer, mientras lo grababan, algunas palabras sueltas: “secuestro”, “dinero”, “matar”, “pedo”. No había una secuencia, era la construcción de un glosario funesto en su propia voz y, cada vez que leía en un tono temeroso, el policía que lo vigilaba le gritaba que lo hiciera más fuerte o con más furia.
—¿Qué?, ¿no tienes huevos?
Las grabaciones fueron solo una parte de la falsificación de pruebas. La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) documentó que los agentes les sembraron bolsas con clorhidrato de cocaína a todos los arrestados para justificar su detención en flagrancia y que, después de largas sesiones de tortura, los forzaron a firmar declaraciones autoincriminatorias por delitos que no cometieron. En la presentación de pruebas, la Procuraduría de Tlaxcala mostró fotos con las que intentaba probar la delincuencia organizada como parte de la investigación ministerial, pero estas imágenes habían sido tomadas tres días antes de la detención, afuera de la casa de José María, en Ecatepec, cuando la familia se despedía después de un festejo de cumpleaños.
Estás atrapado en una situación límite, con el miedo a tope y la esperanza ausente. Desnudo y encorvado, te obligan a caminar lento por un piso frío y sientes pequeñas piedritas bajo tus pies. Te sujetan, colocando tus brazos hacia atrás, para comenzar a vendarte. Sientes cómo la tela te cubre y se tensa contra tu cuerpo; cubren desde tu cabeza hasta el ombligo y de los muslos a los dedos de los pies. El aire helado del cuarto te roza la nariz, la boca y los genitales, que llevas descubiertos. Entonces te colocan unas toallas sanitarias en los ojos y vuelven a pasar la venda por tu cabeza, para asegurarse de que no puedas ver. Estás a oscuras y expuesto.
Te tiran sobre un colchón que huele a viejo; tratas de moverte y te das cuenta de que es imposible. Estás boca arriba y solo oyes voces, ecos, ruidos. Sientes opresión en el pecho, te cuesta respirar: una persona está sentada sobre ti. Un sonido delata que han abierto una botella de refresco.
—¿Ahora sí me vas a platicar lo que sucedió con la niña? —inquiere un policía que te golpea en el estómago y te sofoca a base de puñetazos.
Solo atinas a exhalar un quejido.
Te meten un trapo en la boca. Intuyes que está sucio porque te sabe salado y empiezas a tratar de sacarlo con la lengua. El policía agita la botella y estalla el agua mineral contra tu nariz. Tratas de jalar aire, pero no puedes y sientes que el trapo comienza a adherirse a tu garganta. Poco a poco, el mundo te pesa. Pierdes el conocimiento por un momento. Cuando despiertas y jalas apenas aire, estás sentado, enderezado, y te sacan el trapo de la boca. Respiras como puedes y, cuando por fin comienzas a estabilizar la respiración, te toman de los cabellos y alternan con cachetadas. Pasas por este infierno seis veces más.
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Patricia Salvatierra Muñiz (59 años), madre de Oswaldo.[/caption]
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De acuerdo con el World Justice Project, durante su traslado o su estancia en el Ministerio Público torturan a ocho de cada diez personas detenidas en México. Si un día te detienen, por error o con razón, ¿serás de esos dos afortunados?
El traslado de José María hasta el Reclusorio Preventivo Varonil Sur había sido una réplica del infierno que vivió en su detención. Le colocaron una pistola en el recto mientras le gritaban ofensas y le decían que lo iban a matar, que ya no valía nada. Lo llevaron al patio central y le dijeron que se desnudara. Ahí, expuesto al frío de la madrugada, lo obligaron a agacharse y le inspeccionaron cada rincón del cuerpo con el pretexto de que no llevara nada escondido. Horas después, lo trasladaron desnudo hasta el penal de Santa Martha Acatitla, sin previo aviso a sus familiares, y lo golpearon todo el camino.
La tortura no solo se utiliza para arrebatar confesiones, también es un lenguaje escrito en el cuerpo de muchos atrapados en el sistema de justicia. Isabel no sabía de ese lenguaje, pero lo vio en el cuerpo de su hermano, cuando fue a visitarlo a Santa Martha, en noviembre de 2011. Isabel, que es médica veterinaria, recuerda esa ocasión con particular nitidez: “Lo vi venir con un pantalón tipo bermuda, unos tenis sin agujetas. Venía sin dientes porque le habían zafado las placas a trancazos. Despeinado, golpeado, con las rodillas rotas”. Junto a su hermano, otros hombres gemían pidiendo “sus pastillas”. Los encargados de cuidarlos le lanzaban a la cara las medicinas que le tocaban a cada interno, recuerda Isabel. “[José María] nos decía que no quería que lo regresaran a ningún lado. Nos decía que estaba bien. ¿Por qué? Porque lo pusieron en las celdas de la tercera edad, donde están las personas enfermas mentales y también los usuarios de drogas, y él nos decía ‘sí están loquitos, pero no se preocupen: no son agresivos. Aquí estoy bien’, nos repetía una y otra vez”.
José María era diabético. La vida en la cárcel deterioró de forma acelerada su condición física y las secuelas de la tortura hicieron lo suyo. Privado de la libertad, José María Cirilo Ramos Tenorio murió el 23 de octubre de 2013.
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Ahora respiras con dificultad. No puedes pensar en nada. De pronto, sientes cómo te entra agua helada por la nariz. Te ahogas y tratas de enderezarte, pero es imposible. Varias cubetas vienen después; son tantas que las dejas de contar.
—¡¿Qué hiciste con la niña?! —insisten con la pregunta que repetirán una y otra vez durante las próximas horas. Y no sabes de qué diablos están hablando. La niña solo es un pretexto para continuar amedrentándote hasta que confieses.
Te quitan la venda de la cabeza y sientes que se libera la presión en tu rostro; hasta te relajas cuando el aire toca tus mejillas. Pero la tortura vuelve. Los policías cubren tus ojos otra vez con toallas sanitarias y las fijan de nuevo con las vendas. Piensas que viene otra ronda de sufrimiento, aunque al menos ya es familiar. Pero te equivocas. Colocan una bolsa de plástico sobre tu cabeza y la aprietan y sientes cómo el aire se va de ti. En la poca luz que se filtra, tu mirada se va desvaneciendo y los ruidos se vuelven ecos hasta que ya no oyes nada. Cansado, te sientes sumergido en una alberca.
Uno de los policías te cachetea ya inconsciente y te jala el cabello para que reacciones. Repites este viaje varias veces y comienzas a pensar que no habrá salida. Te vuelven a dejar sobre el colchón. Solo sientes dolor. Sientes que te pican uno de los testículos y luego el muslo izquierdo. Los toques eléctricos invaden tu cuerpo y te sacudes.
Ya no ves. Ya no sientes.
Esa noche, después de otra ronda de asfixias y golpes, te obligan a firmar unas hojas que no te dejan leer. Te enterarás después de que esos papeles serán la confesión para presentarte ante las autoridades federales como Oswaldo Francisco Rodríguez Salvatierra, líder de una banda de secuestradores.
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Carta del 5 de junio de 2011 de Oswaldo Rodríguez Salvatierra a su hijo Adrick.[/caption]
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Por la tarde del 13 de agosto, el mismo día de la detención en 2002, los policías trasladan a Oswaldo, a su padre, Sergio, a su hermano, Hugo y a su tío, José María, a otro edificio de la Procuraduría de Tlaxcala. Ahora suman a otro detenido, Jorge, a quien Oswaldo reconoce porque es amigo de Hugo —su hermano— y también vive en Ecatepec. Entran a una nueva habitación y, en cuanto dan el primer paso, los flashes de las cámaras caen sobre ellos. Se encuentran en una rueda de prensa y ven a su espalda el logotipo de la policía del estado.
Del otro lado de la habitación, entre los presentes está Ricardo, el novio de la hermana de Jorge, tratando de hablar con alguien que pueda ayudarlo a sacar a su cuñado de lo que piensa es un malentendido. Cuando comienzan a formarlos en una sola línea, un policía toma a Ricardo de entre la multitud, sin importarle que los reporteros estén viendo la escena, y lo forma junto al resto. En una nota del diario Tlaxcalteca quedó registrado el momento. El reportero Miguel Hernández escribió: “Hay que resaltar que antes de entrar en la rueda de prensa, Ricardo Almanza Cerriteño grita a los medios: ‘¡No soy secuestrador! Soy familiar del detenido, vine a la Procuraduría a pedir información y me detuvieron’”. Consta en el pliego de consignación de la averiguación previa PGR/UEDO/112/2001, en la declaración de Ricardo, que ya en la Procuraduría de Tlaxcala uno de los policías le dijo que, a falta de Alejandro —el hermanito de 10 años de Jorge—, él “se chingaba”. En los expedientes, como registro de un sistema perverso, el nombre de Ricardo aparece siempre junto a un “y/o Alejandro Hernández Mora”.
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José Antonio Ortega era asesor de la Coparmex en Tlaxcala en 2002 y encabezó la representación de empresarios e industriales del estado que estaban alarmados por el aumento de secuestros en la región. “En ese año, sucedieron 14 secuestros de jóvenes. En un estado chiquito, como es Tlaxcala, era algo totalmente escandaloso”, relata Ortega, 18 años después. Su estrategia fue ejercer presión mediática para que las autoridades estatales respondieran ante los secuestros: “Pusimos todos los focos de empresarios y del país en Tlaxcala y sus autoridades; por esa razón buscaron una manera de darle una respuesta a los empresarios y la sociedad, y les fabricaron delitos a estas pobres personas que estuvieron o están privadas de su libertad”. Ortega comenta que su sentir y el de la Coparmex es que había un nexo entre las bandas de secuestradores y el gobierno de Tlaxcala, y que por ello buscaron calmar la situación fabricando culpables.
Después de firmar una confesión falsa, llevaron a Oswaldo y al resto a la cámara de Gesell, una habitación separada por un vidrio de visión unilateral, para realizar la identificación de los sospechosos. Los colocaron, costado a costado, junto a los policías. Buscaron todos los medios posibles para resaltarlos como culpables: esposados, despeinados y con la ropa mojada, mientras que sus torturadores vestían camisa, botines y sus placas visibles.
La primera en entrar fue Irma Rugerio Pérez, a quien, según la averiguación previa (PGR/UEDO/112/2001), secuestraron del 28 de agosto al 20 de septiembre de 2001. En su declaración, fechada el 22 de septiembre, asegura que la interceptaron dos hombres a bordo de un automóvil gris mientras caminaba por la parada del autobús, conocida como “el tope”, rumbo a su casa en la localidad de Santa Isabel Xiloxoxtla, Tlaxcala. Al entrar a la cámara, la joven de 21 años no reconoció a nadie. Los policías la intimidaron, le gritaron que tenía que señalarlos para que no fueran a salir libres y se vengaran de ella posteriormente. “Yo no los vi, no los puedo reconocer y no puedo reconocer sus voces”, respondió en tono recio. “No tengo por qué acusar a alguien que nunca he visto”, insistió.
Después, los sacaron de la cámara y vino un segundo reconocimiento en un patio. Esta vez quien los observaba era Rafael Armas Luna, de 22 años, secuestrado el 23 de enero de 2001 en la puerta de su casa en Chiautempan, Tlaxcala. Ahí, sin verlos a los ojos, tocó el hombro de José María, Ricardo y Jorge; de ese modo los reconoció como los secuestradores. Más adelante, en otra comparecencia, Armas Luna se retractó y dijo que en realidad no reconoció a sus secuestradores en ese momento. Pero ya era demasiado tarde.
En el sistema jurídico mexicano hay un camino correcto a seguir para investigar y procesar a un presunto culpable. José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo tendrían que haber sabido de qué los estaban acusando. No debieron haberlos golpeado. Si hubiera existido realmente una orden de aprehensión contra ellos, los tendrían que haber puesto inmediatamente a disposición de un juez y éste, a su vez, tendría que haber dispuesto de hasta 72 horas para determinar si les dictaba o no el auto de formal prisión. Pero nada de esto sucedió. Al no existir una orden, la detención solo podía justificarse con flagrancia, es decir, en el preciso momento de los secuestros, cosa que tampoco sucedió. Todo lo que marcaba la ley vigente en 2002, año en que detuvieron a los presuntos Kempes, era una realidad alterna.
Javier Carrasco, director ejecutivo del Instituto de Justicia Procesal Penal, un organismo de la sociedad civil que se dedica a velar por los derechos humanos, explica: “Según estándares internacionales, la diferencia entre un secuestro y una detención es llevar la orden, portar el uniforme e ir en una patrulla. Si no se cumple todo eso, es un civil realizando un secuestro. Estaban siendo secuestrados por la autoridad. Ese tiempo lo usan para extraer información; con esa información construyen el caso. Y cuando llegan ya con un caso construido, solo se lo dan al juez para el auto de formal prisión”.
En enero de 2020, el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, anunció un proyecto de reforma para el Código Penal Federal. En esos días, sin embargo, se filtró un borrador de la propuesta, atribuida a dicho fiscal, que marcaba la presunción de legalidad en las investigaciones; es decir, que para el punto de partida en un juicio, la policía ya no tendría que demostrar que había hecho su trabajo conforme a la ley, a través de pruebas y detenciones realizadas conforme a derecho. Esto sería un incentivo para seguir fabricando culpables. Se espera que en 2021 se discutan las reformas que afectan el trabajo de la Fiscalía General de la República.
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“¿Sí me oigo?”, “¿sí me veo?”, se escucha al unísono como una forma ya usual de romper el hielo durante la pandemia. Poco a poco, comienzan a encenderse las cámaras de Zoom en la pantalla. Es una mañana de noviembre de 2020 y llevamos ya cerca de nueve meses trabajando en este reportaje. Desde que empezamos, y a pesar del confinamiento, las familias de las víctimas nos buscan; se nota la urgencia por acercarnos toda la información posible para reconstruir este calvario que ha dejado estragos en sus rostros, pero que no hace mella en su esperanza. Desde un celular están conectadas Rosa María (madre de Jorge), Mercedes (hermana de Sergio y tía de Oswaldo) e Hilda (hermana de Ricardo). También se les une Isabel (hermana de José María). Se les mira cansadas y emocionadas al mismo tiempo. Nos dicen que han seguido investigando, que consiguieron las tarjetas selladas de ingreso y salida del trabajo, prueba irrefutable de que sus familiares no estaban en Tlaxcala mientras sucedían los secuestros por los que los culpan.
—Una persona no puede estar en dos lugares a la vez. Eso, solo Jesucristo y no era secuestrador —dice Mercedes.
Las tres mujeres que están juntas entran y salen de la sesión, por una mala conexión a internet. Y cada vez que la imagen se vuelve a encender las vemos con más papeles y carpetas de colores donde guardan documentos. La tragedia las volvió abogadas improvisadas.
—Fuimos investigando porque esto no lo hacen los jueces. Ellos solo transcriben las sentencias: las copian y pegan —dice Rosa María con toda la nitidez que la señal de internet le permite.
Isabel asiente mientras Mercedes y Rosa hablan. Lleva el cabello recogido, pero algunas canas se rebelan como una especie de aureola. Habla y su voz es segura:
—Lo importante es que los secuestradores siguen en la calle.
Las familias son víctimas y, a la vez, la primera línea de batalla frente al aparato de impunidad. Desde que acusaron a sus familiares, ellas los buscaron hasta averiguar su paradero: el 14 de agosto de 2002, finalmente lograron verlos en la —hoy extinta— Unidad Especializada contra la Delincuencia Organizada (UEDO), ubicada en la calle de López en el centro de la Ciudad de México, que se encargaba de investigar bandas criminales comúnmente dedicadas al secuestro y al narcotráfico.
José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo habían sido trasladados desde Tlaxcala hasta ahí. Después del viaje, estuvieron varias horas en el estacionamiento. Ninguno recuerda con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero Oswaldo sí tiene memoria de haber escuchado que los agentes federales le dijeron a los policías tlaxcaltecas que la carpeta estaba mal armada y que tenían que volverla a hacer. Se fueron y volvieron con un archivo nuevo. Una vez que los ingresaron, pudieron ver a su familia. Para Oswaldo, volver a ver a su madre, Martha, fue la salvación, volver a vivir. Recuerda que ella lo apretó con fuerza, para no volverlo a soltar más, y fue entonces que él no aguantó el dolor que el abrazo le provocaba y se quejó. Martha le preguntó mirándolo a los ojos si lo habían golpeado.
Su hijo respondió en voz baja, esquivando la mirada:
—Sí.
Martha y sus tías habían llegado a la UEDO. El encuentro duró 15 o 20 minutos como máximo.
—Todo va a estar bien, nos vamos a ir a casa. Solo tenemos que saber exactamente lo que está pasando aquí– fue lo último que le dijo su madre antes de que los separaran nuevamente.
Al día siguiente los llevaron al Reclusorio Preventivo Varonil Sur. Después los trasladarían a distintos sitios. Hugo salió muy pronto, en 2003. A José María y Sergio los trasladaron al penal Santa Martha Acatitla; a Oswaldo, Ricardo y Jorge, al Centro Federal de Readaptación Social No. 14 (Cefereso), en Durango, después de pasar por Veracruz y Sinaloa. Aunque pudiera parecer atípico que las personas privadas de su libertad estén “rebotando” por el país, ésta es una práctica que ocurre con normalidad.
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Carta enviada por Carlos Ramírez Acosta, abogado e investigador privado de la compañía Prisma, a José Antonio Ortega, abogado de la Coparmex, y retrato hablado de uno de los secuestradores elaborado con los datos proporcionados por Rafael Armas Luna.[/caption]
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La cárcel está llena de inocentes. Inocentes y jodidos. De gente que no se puede defender. Oswaldo empieza a conocer muchísimos casos como el suyo en el Cefereso. Personas presas que no saben leer ni escribir, que no hablan español y no tienen claro de qué los acusa el Estado.
Ponte en el lugar de Oswaldo, nuevamente. Te dicen que “mal de muchos, consuelo de tontos”, pero te reconforta no ser el único pobre diablo ahí. Ahora buscas alivianar el encierro. Ricardo ya es como de tu familia. Hace unos años, era alguien lejano: el cuñado de un amigo. A pesar de dormir en celdas diferentes, logras tejer su propio idioma de señas y conversar por horas a través del patio sin que nadie los escuche ni los entienda. Así pasas los días del confinamiento y tu escape de esta realidad es leer y leer.
Empiezas a empaparte de tu propio caso y a entender ese lenguaje que ha traído más impunidad que justicia. Un día hasta te emocionas porque lograste ganar un amparo con un documento que ayudaste a escribir. Un muchacho en Sinaloa, que te pidió ayuda para revisar una jurisprudencia a través de Ricardo, alcanzó su libertad gracias a ti y lloras pensando cómo se sentirá volver a ser libre. Sabes que es un triunfo porque conoces el sistema desde adentro. En México, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), 53% de los presos no tiene sentencia; pasan sus días encerrados, aunque no les hayan probado que cometieron delito alguno.
Así son los días buenos, pero lo normal es tener días malos y días peores. Recuerdas que cuando llegaste te golpearon y te dijeron que seguirían poniéndote una golpiza si tu familia no les daba 200 mil pesos. Decidiste aguantar porque, en la cárcel, gavilán que afloja, no es gavilán. Eso sabes que aplica para soltar dinero, el cuerpo o cualquier otra cosa. Pero no puedes aflojar, porque si lo haces te van a chingar toda la vida. Tú sí eres gavilán y sabes que los moretones se quitan, pero lo demás, no. Y mejor aguantas. Te dicen que la gente aquí se da cuenta si aflojaste por miedo y la etiqueta no se te quita nunca. Entonces aguantas y ya no te piden 200 mil, sino 100 mil y luego 50 mil y, al final, les das cualquier cosa para que no estén chingando. Les das mil pesos, un kilo de marihuana.
Así es esto: la extorsión está permitida para quien puede pagar a los custodios, al director y a los comandantes. Tú no tienes lana. Eres de los jodidos de entre los jodidos y te toca aguantar.
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Enrique Aguilar fue el primer abogado que tomó el caso de los seis presuntos integrantes de Los Kempes, pero tuvo que dejarlo casi inmediatamente después porque recibió amenazas. Aguilar era un defensor privado que las familias contrataron en aquel momento de emergencia.
—Lo vimos una vez o dos y al final nos dijo que lo disculpáramos, pero que lo habían amenazado; le habían dicho que ya sabían dónde vivía su familia, que sabían de su hija recién nacida. Y que prefería cuidar a su familia —cuenta Rosa, la madre de Jorge.
El abogado que los acompañó la mayor parte del proceso fue Enrique Rivero Leyva, a quien después cambiaron por un especialista en amparos, Agustín Acosta. El titular de la Unidad para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Juan Carlos Gutiérrez Contreras, les recomendó a las familias trabajar con Acosta, pues fue el abogado que defendió a Florence Cassez. Acosta aceptó tomar el caso sin cobrar honorarios porque consideró que se había cometido una injusticia.
—Cuando llegamos con él, nos dijo que no hacía trabajos gratis, que él cobraba, y que le lleváramos los expedientes. Y ya cuando los lee, nos dice que esas injusticias no se cobran y que iba a hacer hasta donde él pudiera para ayudar, y es la parte donde estamos ahorita —relata Rosa.
La batalla judicial de los presuntos Kempes comenzó 10 días después de su detención, el 23 de agosto de 2002, y hasta ahora sigue en curso. Inició el proceso judicial por el delito de posesión de narcóticos —que plantaron los policías para justificar la detención en flagrancia—, y siete días después se sumaron los delitos de secuestro y delincuencia organizada. En 2004, los familiares se acercaron a la CMDPDH para que les ayudara con su caso; fue hasta julio de 2005, tres años después, que la primera instancia dictó sentencia y condenó a los seis a 77 años de prisión. En noviembre de ese año, sus abogados lograron llevar el caso a una instancia superior y consiguieron que se volviera a iniciar el procedimiento. Pero cada vez que los familiares ganaban en el campo legal, perdían en su vida personal. Hugo, Oswaldo, Isabel y Rosa declaran que, durante ese proceso, tanto ellos como sus abogados recibieron llamadas intimidatorias, amenazas de muerte y hostigamiento. Los abogados siguieron haciendo su trabajo para el nuevo juicio de apelación, pero ahora ante el Juzgado Noveno de Distrito de Procesos Penales Federales en la Ciudad de México. Sin embargo, la suerte, al igual que la justicia, seguía dándoles la espalda en un tortuoso proceso que incluyó juicios, sentencias y apelaciones.
En diciembre de 2016, el Cuarto Tribunal Unitario en Materia Penal del Primer Circuito dictó una nueva sentencia en la que se excluyeron del caso las pruebas obtenidas ilícitamente, como las drogas “sembradas” —a los cinco en la misma bolsa derecha del pantalón y a uno, en el calcetín (aunque solo llevaba chanclas)—, las confesiones arrancadas con tortura y las grabaciones falsas. Se absolvió a Oswaldo y se ordenó reponer el procedimiento de Sergio, Ricardo y Jorge. Sin embargo, en marzo de 2019, el Juzgado Noveno resolvió condenar con 30 años de prisión a Ricardo y Sergio, mientras que a Jorge lo condenaron a 35. Con esta sentencia, lograron librarse de los cargos por delincuencia organizada, pero no del de los secuestros de Irma Rugerio Pérez y Erick Armas Luna. Dicha sentencia fue apelada y la resolución dejó, para los tres, una condena de 30 años.
A Oswaldo, la libertad lo tomó por sorpresa el 15 de diciembre de 2016. Tras el último amparo, lo absolvieron gracias al trabajo de sus abogados, la CMDPDH y su familia, que no ha descansado en la búsqueda de justicia.
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Isabel Ramos Tenorio (62 años), hermana de José María.[/caption]
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Después de 18 años, las consecuencias de aquellos hechos solo suman pérdidas. José María Cirilo Ramos Tenorio murió en la prisión de Santa Martha Acatitla a los 65 años. El certificado de defunción registra hematomas en el hígado y absceso hepático. Su hermana asegura que José María no falleció, sino que lo mataron en las sesiones de tortura.
Hugo Rodríguez Salvatierra, después de pasar ocho meses en prisión, trabajó dos años como guardia de seguridad para ayudarle a su madre con los gastos de la casa. Un año más tarde, migró junto con su esposa y su hijo pequeño a Estados Unidos, con la ilusión de rehacer su vida. Lleva 13 años viviendo en ese país.
Cuando se le pregunta con qué se queda de esta experiencia, responde:
—Nada, no me quedo con nada.
Oswaldo Francisco Rodríguez Salvatierra pasó 14 años privado de su libertad. Hoy es padre de un niño y desea que su testimonio sirva para sacar de la cárcel a Sergio, su padre, a Jorge y a Ricardo.
—Yo creo que lo que me quitaron ya no se recupera—dice. Sin embargo, dedica su tiempo a intentar que se haga justicia—. Algo tenemos que hacer.
Sergio Rodríguez Rosas, Jorge Hernández Mora y Mario Ricardo Antonio Almanza Cerriteño siguen encarcelados en el Cefereso No. 14, en Durango, esperando la reposición del proceso. Después de 18 años, las instancias de la administración de justicia están a punto de agotarse, pero aún tienen la oportunidad de presentar un amparo más que deje sin efecto la última sentencia y que, con ello, finalmente se haga justicia.
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Has visto y te han contado que, cuando quedas libre, los trabajadores sociales te llevan hasta una terminal de autobuses y te compran el pasaje. Si has seguido hasta aquí los pormenores de esta historia, sabes que los supuestos no operan para ti. Por eso, no te sorprende que te dejen a la orilla de una carretera desconocida y que te digan, en tono irónico, que corras hacia la luz para llegar a una terminal.
Es una madrugada de diciembre de 2016. Solo llevas contigo una bolsa de plástico con tu matrícula de interno escrita en plumón negro y 550 pesos. Recuerdas las historias que has escuchado durante 14 años y que relatan cómo la mafia espera a quienes salen de prisión para reclutarlos. Por eso corres sin mirar hacia atrás, con una energía que ni siquiera imaginabas que tuvieras. Cuando al fin llegas a la terminal, ofreces pagar tus 550 pesos a cambio de poder realizar una llamada —la llamada más cara de toda tu vida—; pero cuando miras el teléfono que te han prestado, te das cuenta de que no recuerdas ningún número, nada viene a tu mente. En un repentino instante de lucidez, recuerdas el teléfono de tu novia, Miriam. Lo marcas desesperado y otra maquinaria se pone en funcionamiento: en menos de una hora, pasa a buscarte una trabajadora social de la CMDPDH de Torreón, cerca de Durango.
Imagina, por última vez, que eres Oswaldo y que esa noche, después de 14 años, vuelves a dormir en una habitación sin rejas.
Este reportaje fue realizado por los Alumnos del Taller de Periodismo Jurídico (que imparten Carlos Puig y José Antonio Caballero) en la Maestría de Periodismo sobre Políticas Públicas del CIDE (2019–2021). Luis Mendoza Ovando*, Luciana Wainer*, Carlos Olvera, Julio González*, Dalila Sarabia*, Ana Gabriela Jiménez Cubría, César Ruiz Galicia*, Ami Gabriela Sosa Vera*, Ariadna Lobo*, Juan Martín Montes, Nelly Toche, Martina Spataro Tron*, Arturo Aguilar, Concepción Peralta Silverio y Karla Ruiz Argáiz.
*Becarios de la Fundación Legorreta Hernández.
Sin órdenes de aprehensión ni apego a los derechos humanos, hace 18 años detuvieron a seis hombres inocentes bajo la acusación de secuestro, delitos contra la salud y delincuencia organizada. Su detención se presentó como un éxito de la procuración de justicia en México. En un sistema judicial fallido, su suerte estaba echada. La batalla judicial de los presuntos Kempes sigue en curso. Sus familiares ya no solo claman por la libertad, sino porque se haga justicia.
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Seis hombres con trabajos y vidas comunes comparten una misma historia: un funcionario, un empleado de la Comisión Nacional del Agua, un asesor de afores y tarjetas de crédito, un demostrador en un supermercado y dos actores en ciernes que se ganan la vida como extras en la televisión. La policía del estado de Tlaxcala, en México, los detiene a todos ellos, acusados de conformar una banda de secuestradores.
Aunque fiel a los hechos, este inicio es insuficiente. Si siguiéramos el registro de los periódicos, esta historia comenzaría el 16 de agosto de 2002: “La Unidad Especializada en Delincuencia Organizada, en coordinación con autoridades estatales, capturó en el Estado de México a seis integrantes de la banda de secuestradores ‘Los Kempes’, a los cuales se les atribuyen al menos dos plagios que cotizaron en 12 millones de pesos cada uno”, publicó el diario Reforma —y los medios que cubrieron el caso—, una historia que presentaron como un triunfo de la procuración de justicia en México. Pero se dejaron de lado “detalles” cruciales, como que ninguno de los acusados estuvo en Tlaxcala durante los secuestros o que su residencia y actividades no tenían nexo alguno con la entidad federativa que los acusaba.
Para los diarios, fue un caso resuelto: la policía logra atrapar a “los malos”. Pero este principio es falso, más cercano a la ficción que al periodismo, porque las autoridades obtuvieron las pruebas con las que sustentaron el caso mediante tortura y falsificaciones o, directamente, las fabricaron. Para contar la historia de estos seis hombres, José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo, a quienes el gobierno les destrozó la vida, al detenerlos sin órdenes de aprehensión ni apego a sus derechos humanos, debemos empezar por el origen de los hechos.
Es el 13 de agosto de 2002. Oswaldo Rodríguez sale de su casa a las ocho de la mañana, como todos los días, en compañía de su novia Miriam. Caminan rumbo al metro Tecnológico (hoy, estación Ecatepec) para ir a sus respectivas obligaciones. Oswaldo tiene 21 años; por las mañanas, estudia la preparatoria en un colegio privado y, por las tardes, trabaja en el área de ventas de una empresa telefónica para pagarse los estudios. La colegiatura le cuesta bastante y eso provoca que interrumpa constantemente su formación. Ha pasado la mayor parte de su vida en San Cristóbal Ecatepec, un municipio del Estado de México, al norte de la Ciudad de México, donde vive junto con su padre, Sergio, y su madre, Martha. Pero esa mañana, al llegar a la estación, cuatro individuos vestidos de civil los detienen y les piden sus documentos, argumentando que son policías y que se trata de una revisión de rutina. Uno de los hombres somete a Oswaldo, con pistola en mano, y lo amenaza.
—¡Te andábamos buscando! ¡Dile a esta hija de puta que se vaya o se la carga la chingada! —gritan, lo sacan de la estación y lo suben a un Tsuru blanco.
Miriam, a pesar de las amenazas, los va siguiendo hasta el auto y mira cómo le quitan todas sus pertenencias a su novio. Una vez arriba, le repiten a Oswaldo que le diga a Miriam que se vaya. Le dicen que lo llevarán a comparecer, le dicen que en cuanto esto termine “nosotros te regresamos”. Entre confundido y aterrado, solo puede pensar que lo están secuestrando.
Ese mismo día, un martes 13, en otros puntos del Distrito Federal y del área conurbada que pertenece al Estado de México, se llevan a cabo otras cuatro detenciones más, con lujo de violencia y al margen de los derechos.
A José María Ramos —tío de Oswaldo, de 54 años— lo interceptan en un carro rojo cuando iba de camino a hacerse unos estudios médicos, a causa de la diabetes que padece. A Sergio y a Hugo Rodríguez —padre y hermano de Oswaldo, de 43 y 25 años, respectivamente— los detienen de manera simultánea: juntos iban hacia Ecatepec cuando, en el camino, una miniván se les cierra y varios hombres los obligan a subir. Una vez adentro, los encapuchan y comienzan a interrogarlos a golpes.
—¡Ya los cargó la chingada!
La camioneta avanza y ellos, esposados, no alcanzan a entender lo que está pasando.
Jorge Hernández —amigo de Hugo, de 21 años— va rumbo a la tienda de la Conasupo para comprar leche. Unos policías que se identifican con placas de la Procuraduría General de la República (PGR) interrumpen su andar por la calle Valle de Toltecas, también en Ecatepec, y lo arrestan. Nunca le informan de qué delito lo acusan, pero eso no impide que después declaren que le encontraron “una grapa en el calcetín”, aunque ese día solo llevaba puestas unas chanclas. En su casa, está su amigo Ricardo Almanza, de 25 años, esperando a que regrese de la tienda para desayunar y luego acompañar a Marisol —hermana de Jorge y amiga de Oswaldo— a la universidad donde estudia Comunicación. Pero unos golpes en la puerta llegan antes. Escucha a los vecinos gritar que salga ya, que “¡se están llevando al muchacho!”. Al salir, encuentra a varios hombres forcejeando con su cuñado, Jorge, para meterlo a un Tsuru blanco estacionado en el portal. Entre el ir y venir de preguntas y exigencias, los hombres se identifican como agentes y le dicen a Ricardo que si quiere saber a dónde lo llevarán, tendrá que acompañarlos. Ricardo recordará este momento el resto de su vida: la decisión de ir lo ha mantenido preso por más de 18 años.
Para las autoridades de impartición de justicia de Tlaxcala, estos seis hombres eran culpables de delitos contra la salud, delincuencia organizada y privación ilegal de la libertad; y los presentaron como la banda de secuestradores Los Kempes. Oswaldo pasó 14 años en la cárcel; Hugo, ocho meses privado de su libertad; José María murió en 2013 durante su encarcelamiento; y el resto (Sergio, Jorge y Ricardo) continúa en prisión: ninguno de ellos ha tenido oportunidad de defenderse, mientras sus familias luchan por su libertad.
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Oswaldo Rodríguez Salvatierra (40 años).[/caption]
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En este momento, quizá decidas que no quieres seguir leyendo. No por falta de interés, sino porque ya sabes cómo termina la historia: los poderosos se salen con la suya y hunden a los “jodidos” en la cárcel. En efecto, aquí no solo vas a encontrar un ejemplo más de impunidad, sino una investigación que relata cómo la suerte de estos hombres estaba echada desde el principio, en un sistema fallido que, si no estás en las filas de los poderosos, te tratará como culpable ipso facto. Lo harán, aunque se demuestre lo contrario, y buscarán castigarte a través de todos los medios a su alcance. Tal vez pienses que esto no te va a pasar, pero ¿qué tan diferente eres de los protagonistas de esta historia? En caso de que sigas pensando que hay una distancia insoslayable entre estos seis hombres y cualquier otro que camina por las calles, debemos decirte: ellos tampoco pensaban que les podía ocurrir.
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La fabricación de culpables en Tlaxcala no es la excepción, sino la regla. Durante la administración de 1999 a 2005, que encabezó el gobernador Alfonso Sánchez Anaya —hoy titular de la Unidad de Administración y Finanzas de la Secretaría de Gobernación del presidente Andrés Manuel López Obrador—, se presentaron numerosas bandas de secuestradores a través de métodos que incurrían en la violación a los derechos humanos según las 52 recomendaciones elaboradas por la Comisión Estatal de Derechos Humanos en casos ligados a policías y agentes ministeriales, tales como detenciones arbitrarias, lesiones, intimidación y tortura. ¿Por qué un gobierno decide actuar así?
La banda de Los Kempes era el grupo de secuestradores número 48 en la lista de las organizaciones que la policía estatal presumía desarticular. En los datos publicados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la entidad con más secuestros entre 1999 y 2005 era la Ciudad de México, que promediaba 120 cada año. En Tlaxcala, en ese mismo periodo, no se registró ni uno solo hasta 2006 cuando, de golpe, se denunciaron 408 secuestros, el máximo histórico para cualquier entidad del país. No es que este delito súbitamente se hubiera disparado, sino que no se registraba antes en el Sistema Nacional de Seguridad Pública. Según relata Isabel Ramos, hermana de José María, las investigaciones que armaban los ministeriales eran meros simulacros; ningún proceso llegaba a buen término y los jueces terminaban ordenando la liberación de las personas detenidas. La situación enfureció a los empresarios del estado, cuyas familias eran blanco de los secuestros, y empezaron a presionar para que estos casos se juzgaran en lugares distintos a Tlaxcala.
“Había una vinculación de las autoridades de Tlaxcala con los grupos de secuestradores. Ante la presión empresarial y la que nosotros ejercimos, buscaron de alguna manera relajar esa presión y fabricaron delincuentes para calmar a la opinión pública”, dice José Antonio Ortega, abogado de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex). No solo Ortega tenía esa impresión; también la compartían Irma Rugerio Pérez y Rafael Armas Luna, las víctimas secuestradas supuestamente por Los Kempes. En un primer momento, ambos solicitaron la ayuda de Carlos Ramírez, un abogado e investigador privado de la compañía Prisma, porque no confiaban en el desempeño de las autoridades. En los cuestionarios que llenaron en 2001, fecha en la que ocurrieron los secuestros atribuidos a Los Kempes, tanto Rugerio Pérez como Armas Luna dijeron haber sentido “falta de interés” por parte de las autoridades para resolver sus casos.
En la PGR había una premura por lograr cifras del combate al secuestro dignas de presumir, sin importar lo que tuvieran que hacer para conseguirlas. Rafael Macedo de la Concha, titular del organismo, señaló en su informe que, entre diciembre de 2001 y noviembre de 2002, su corporación desarticuló 21 bandas de secuestradores, entre las que destacaban por su alta peligrosidad Los Kempes que, según el informe de gestión de la PRG, operaban en el Estado de México y Tlaxcala, y a quienes les atribuían al menos dos secuestros que cotizaron en 12 millones de pesos cada uno.
Cuando se politiza la justicia, dice la máxima, no importa quién la hizo sino quién la paga. Tlaxcala tenía un personaje que era clave para estos fines: José Guadalupe Ríos Martel. A inicios de los años 2000, tendría no más de 28 o 29 años y estaba pagando una pena de 26 años de prisión por haber matado a sus suegros porque le habían robado un cilindro de gas. Un día, miembros de la Procuraduría de Tlaxcala entraron a su celda y le dieron una pluma, una libreta y una oferta de 240 mil pesos. “Necesitamos que armes una banda de secuestradores”, le dijeron los funcionarios.
Aunque son pocos los documentos oficiales que la sustentan, la historia de Ríos Martel aparece en los testimonios de periodistas de la época que, si no fuera por su nivel de detalle y contraste de fuentes, parecerían imposibles. Por ejemplo, que los custodios lo sacaban de su celda en un auto y él iba señalando, por la ventana, a quien quería acusar de secuestro. O que fijó la mirada en su exesposa y en su hermano —quienes iniciaron una relación sentimental después de que él fuera apresado— a manera de venganza. Un reportaje publicado en El Sol de Tlaxcala reveló que Ríos Martel había iniciado la investigación de 19 personas por el delito de secuestro, en 2002, solamente con la señal de su dedo. El rumor de su poderío se propagó entre la gente y levantó sospechas. El diario La Jornada Tlaxcala llegó a preguntarle al respecto al procurador del estado, Eduardo Medel Quiroz, y éste respondió: “¿Qué credibilidad puede tener un homicida confeso? Sin embargo, entiendo su conducta, porque está enfermo y por eso asesinó a sus suegros”, dijo y le dio carpetazo al asunto.
En su declaración certificada, Ríos Martel menciona que el director de la Policía Judicial del Estado de México (Daniel González Guevara), el comandante de Tlaxcala (Nicolás Escutia Brizuela) y el procurador de dicho estado (Eduardo Medel Quiroz) lo amenazaron con matar a su familia si no hacía lo que le ordenaban. “Por tal motivo, siempre accedí a lo que me pedían”, explica en ese documento. Ríos Martel ya está libre y, según Isabel Ramos, familiar de uno de los presuntos secuestradores que pudo hablar con él, no le cumplieron nunca la promesa del dinero que le darían y acabaron quemando la casa donde vivía, con su hijo de seis años adentro.
Otra pieza fundamental en este sistema de impartición de injusticia es el entonces subprocurador de Tlaxcala, Édgar Bayardo del Villar. Miriam Bueno, reportera, lo describe como un personaje que “vestía impecable”. Aficionado a las marcas caras, la pulcritud de su guardarropa contrastaba con su mala fama de haber aumentado el número de secuestros en la región. Bueno escribió en su columna titulada “Anecdotario de una reportera”, que se publicó en Elipse Tlaxcala el 21 de octubre de 2016, sobre una entrevista a Bayardo en 2002, en la que, precisamente, le preguntó sobre ese mito popular.
—Mira, mija. Veme bien… ¿tú crees que me voy a ensuciar las manos secuestrando gente? Claro que no, Miriam. Yo no me voy a ensuciar las manos secuestrando gente cuando hay otras maneras de ganar mucho más dinero.
—¿Cómo cuáles?, ¿el narco?
—Por ejemplo.
Miriam tomó la respuesta como una burla y no prestó más atención, pero Bayardo del Villar no bromeaba. Años después, en 2008, lo detuvieron. Confesó haber trabajado para Jesús Reynaldo “el Rey” Zambada, uno de los jefes del cártel de Sinaloa y encargado de la importación de drogas en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México durante dos décadas. Posteriormente, Bayardo del Villar se volvió testigo protegido del gobierno de Felipe Calderón y sería también informante de la agencia antidrogas de Estados Unidos. El primero de diciembre de 2009, cerca de las 11:15 de la mañana, murió a tiros de metralleta en un Starbucks de la calle Pilares, en la Colonia del Valle de la capital mexicana. Al morir, dejó una fortuna de casi 30 millones de pesos y pruebas suficientes de que el narcotráfico había logrado infiltrarse en la procuración de justicia.
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Portada de El Periódico de Tlaxcala en donde se acusa a Eduardo Medel Quiroz de fabricar al menos 19 secuestros durante la administración de Alfonso Sánchez Anaya.[/caption]
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Tu nombre es Oswaldo y vas en traslado. Llevas dos horas viajando. La palanca de velocidades de la camioneta te lastima la pierna izquierda, pero no te quejas porque temes que vuelvan a golpearte. Alguien te quita la chamarra que te cubría la vista; entrecierras los ojos y solo puedes ver tus zapatos y los de la persona que está sentada a la derecha. El motor frena. Notas cómo raspan las llantas contra la grava suelta. Se abren las puertas. Te toman de los hombros para meterte a un cuarto. Sientes el olor a obra negra y quieres levantar la vista para entender dónde te encuentras, pero uno de los policías coloca su palma sobre tu nuca y baja tu mirada por la fuerza.
—Te vas a quitar todo —dicen. Te sientes humillado, pero obedeces.
Oswaldo no estaba solo en aquella obra negra de un edificio de la Procuraduría de Tlaxcala. A su hermano, su padre, su tío y su amigo los estaban torturando también, de distintas formas, para lograr fabricarles una historia de culpabilidad. A José María le hicieron leer, mientras lo grababan, algunas palabras sueltas: “secuestro”, “dinero”, “matar”, “pedo”. No había una secuencia, era la construcción de un glosario funesto en su propia voz y, cada vez que leía en un tono temeroso, el policía que lo vigilaba le gritaba que lo hiciera más fuerte o con más furia.
—¿Qué?, ¿no tienes huevos?
Las grabaciones fueron solo una parte de la falsificación de pruebas. La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) documentó que los agentes les sembraron bolsas con clorhidrato de cocaína a todos los arrestados para justificar su detención en flagrancia y que, después de largas sesiones de tortura, los forzaron a firmar declaraciones autoincriminatorias por delitos que no cometieron. En la presentación de pruebas, la Procuraduría de Tlaxcala mostró fotos con las que intentaba probar la delincuencia organizada como parte de la investigación ministerial, pero estas imágenes habían sido tomadas tres días antes de la detención, afuera de la casa de José María, en Ecatepec, cuando la familia se despedía después de un festejo de cumpleaños.
Estás atrapado en una situación límite, con el miedo a tope y la esperanza ausente. Desnudo y encorvado, te obligan a caminar lento por un piso frío y sientes pequeñas piedritas bajo tus pies. Te sujetan, colocando tus brazos hacia atrás, para comenzar a vendarte. Sientes cómo la tela te cubre y se tensa contra tu cuerpo; cubren desde tu cabeza hasta el ombligo y de los muslos a los dedos de los pies. El aire helado del cuarto te roza la nariz, la boca y los genitales, que llevas descubiertos. Entonces te colocan unas toallas sanitarias en los ojos y vuelven a pasar la venda por tu cabeza, para asegurarse de que no puedas ver. Estás a oscuras y expuesto.
Te tiran sobre un colchón que huele a viejo; tratas de moverte y te das cuenta de que es imposible. Estás boca arriba y solo oyes voces, ecos, ruidos. Sientes opresión en el pecho, te cuesta respirar: una persona está sentada sobre ti. Un sonido delata que han abierto una botella de refresco.
—¿Ahora sí me vas a platicar lo que sucedió con la niña? —inquiere un policía que te golpea en el estómago y te sofoca a base de puñetazos.
Solo atinas a exhalar un quejido.
Te meten un trapo en la boca. Intuyes que está sucio porque te sabe salado y empiezas a tratar de sacarlo con la lengua. El policía agita la botella y estalla el agua mineral contra tu nariz. Tratas de jalar aire, pero no puedes y sientes que el trapo comienza a adherirse a tu garganta. Poco a poco, el mundo te pesa. Pierdes el conocimiento por un momento. Cuando despiertas y jalas apenas aire, estás sentado, enderezado, y te sacan el trapo de la boca. Respiras como puedes y, cuando por fin comienzas a estabilizar la respiración, te toman de los cabellos y alternan con cachetadas. Pasas por este infierno seis veces más.
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Patricia Salvatierra Muñiz (59 años), madre de Oswaldo.[/caption]
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De acuerdo con el World Justice Project, durante su traslado o su estancia en el Ministerio Público torturan a ocho de cada diez personas detenidas en México. Si un día te detienen, por error o con razón, ¿serás de esos dos afortunados?
El traslado de José María hasta el Reclusorio Preventivo Varonil Sur había sido una réplica del infierno que vivió en su detención. Le colocaron una pistola en el recto mientras le gritaban ofensas y le decían que lo iban a matar, que ya no valía nada. Lo llevaron al patio central y le dijeron que se desnudara. Ahí, expuesto al frío de la madrugada, lo obligaron a agacharse y le inspeccionaron cada rincón del cuerpo con el pretexto de que no llevara nada escondido. Horas después, lo trasladaron desnudo hasta el penal de Santa Martha Acatitla, sin previo aviso a sus familiares, y lo golpearon todo el camino.
La tortura no solo se utiliza para arrebatar confesiones, también es un lenguaje escrito en el cuerpo de muchos atrapados en el sistema de justicia. Isabel no sabía de ese lenguaje, pero lo vio en el cuerpo de su hermano, cuando fue a visitarlo a Santa Martha, en noviembre de 2011. Isabel, que es médica veterinaria, recuerda esa ocasión con particular nitidez: “Lo vi venir con un pantalón tipo bermuda, unos tenis sin agujetas. Venía sin dientes porque le habían zafado las placas a trancazos. Despeinado, golpeado, con las rodillas rotas”. Junto a su hermano, otros hombres gemían pidiendo “sus pastillas”. Los encargados de cuidarlos le lanzaban a la cara las medicinas que le tocaban a cada interno, recuerda Isabel. “[José María] nos decía que no quería que lo regresaran a ningún lado. Nos decía que estaba bien. ¿Por qué? Porque lo pusieron en las celdas de la tercera edad, donde están las personas enfermas mentales y también los usuarios de drogas, y él nos decía ‘sí están loquitos, pero no se preocupen: no son agresivos. Aquí estoy bien’, nos repetía una y otra vez”.
José María era diabético. La vida en la cárcel deterioró de forma acelerada su condición física y las secuelas de la tortura hicieron lo suyo. Privado de la libertad, José María Cirilo Ramos Tenorio murió el 23 de octubre de 2013.
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Ahora respiras con dificultad. No puedes pensar en nada. De pronto, sientes cómo te entra agua helada por la nariz. Te ahogas y tratas de enderezarte, pero es imposible. Varias cubetas vienen después; son tantas que las dejas de contar.
—¡¿Qué hiciste con la niña?! —insisten con la pregunta que repetirán una y otra vez durante las próximas horas. Y no sabes de qué diablos están hablando. La niña solo es un pretexto para continuar amedrentándote hasta que confieses.
Te quitan la venda de la cabeza y sientes que se libera la presión en tu rostro; hasta te relajas cuando el aire toca tus mejillas. Pero la tortura vuelve. Los policías cubren tus ojos otra vez con toallas sanitarias y las fijan de nuevo con las vendas. Piensas que viene otra ronda de sufrimiento, aunque al menos ya es familiar. Pero te equivocas. Colocan una bolsa de plástico sobre tu cabeza y la aprietan y sientes cómo el aire se va de ti. En la poca luz que se filtra, tu mirada se va desvaneciendo y los ruidos se vuelven ecos hasta que ya no oyes nada. Cansado, te sientes sumergido en una alberca.
Uno de los policías te cachetea ya inconsciente y te jala el cabello para que reacciones. Repites este viaje varias veces y comienzas a pensar que no habrá salida. Te vuelven a dejar sobre el colchón. Solo sientes dolor. Sientes que te pican uno de los testículos y luego el muslo izquierdo. Los toques eléctricos invaden tu cuerpo y te sacudes.
Ya no ves. Ya no sientes.
Esa noche, después de otra ronda de asfixias y golpes, te obligan a firmar unas hojas que no te dejan leer. Te enterarás después de que esos papeles serán la confesión para presentarte ante las autoridades federales como Oswaldo Francisco Rodríguez Salvatierra, líder de una banda de secuestradores.
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Carta del 5 de junio de 2011 de Oswaldo Rodríguez Salvatierra a su hijo Adrick.[/caption]
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Por la tarde del 13 de agosto, el mismo día de la detención en 2002, los policías trasladan a Oswaldo, a su padre, Sergio, a su hermano, Hugo y a su tío, José María, a otro edificio de la Procuraduría de Tlaxcala. Ahora suman a otro detenido, Jorge, a quien Oswaldo reconoce porque es amigo de Hugo —su hermano— y también vive en Ecatepec. Entran a una nueva habitación y, en cuanto dan el primer paso, los flashes de las cámaras caen sobre ellos. Se encuentran en una rueda de prensa y ven a su espalda el logotipo de la policía del estado.
Del otro lado de la habitación, entre los presentes está Ricardo, el novio de la hermana de Jorge, tratando de hablar con alguien que pueda ayudarlo a sacar a su cuñado de lo que piensa es un malentendido. Cuando comienzan a formarlos en una sola línea, un policía toma a Ricardo de entre la multitud, sin importarle que los reporteros estén viendo la escena, y lo forma junto al resto. En una nota del diario Tlaxcalteca quedó registrado el momento. El reportero Miguel Hernández escribió: “Hay que resaltar que antes de entrar en la rueda de prensa, Ricardo Almanza Cerriteño grita a los medios: ‘¡No soy secuestrador! Soy familiar del detenido, vine a la Procuraduría a pedir información y me detuvieron’”. Consta en el pliego de consignación de la averiguación previa PGR/UEDO/112/2001, en la declaración de Ricardo, que ya en la Procuraduría de Tlaxcala uno de los policías le dijo que, a falta de Alejandro —el hermanito de 10 años de Jorge—, él “se chingaba”. En los expedientes, como registro de un sistema perverso, el nombre de Ricardo aparece siempre junto a un “y/o Alejandro Hernández Mora”.
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José Antonio Ortega era asesor de la Coparmex en Tlaxcala en 2002 y encabezó la representación de empresarios e industriales del estado que estaban alarmados por el aumento de secuestros en la región. “En ese año, sucedieron 14 secuestros de jóvenes. En un estado chiquito, como es Tlaxcala, era algo totalmente escandaloso”, relata Ortega, 18 años después. Su estrategia fue ejercer presión mediática para que las autoridades estatales respondieran ante los secuestros: “Pusimos todos los focos de empresarios y del país en Tlaxcala y sus autoridades; por esa razón buscaron una manera de darle una respuesta a los empresarios y la sociedad, y les fabricaron delitos a estas pobres personas que estuvieron o están privadas de su libertad”. Ortega comenta que su sentir y el de la Coparmex es que había un nexo entre las bandas de secuestradores y el gobierno de Tlaxcala, y que por ello buscaron calmar la situación fabricando culpables.
Después de firmar una confesión falsa, llevaron a Oswaldo y al resto a la cámara de Gesell, una habitación separada por un vidrio de visión unilateral, para realizar la identificación de los sospechosos. Los colocaron, costado a costado, junto a los policías. Buscaron todos los medios posibles para resaltarlos como culpables: esposados, despeinados y con la ropa mojada, mientras que sus torturadores vestían camisa, botines y sus placas visibles.
La primera en entrar fue Irma Rugerio Pérez, a quien, según la averiguación previa (PGR/UEDO/112/2001), secuestraron del 28 de agosto al 20 de septiembre de 2001. En su declaración, fechada el 22 de septiembre, asegura que la interceptaron dos hombres a bordo de un automóvil gris mientras caminaba por la parada del autobús, conocida como “el tope”, rumbo a su casa en la localidad de Santa Isabel Xiloxoxtla, Tlaxcala. Al entrar a la cámara, la joven de 21 años no reconoció a nadie. Los policías la intimidaron, le gritaron que tenía que señalarlos para que no fueran a salir libres y se vengaran de ella posteriormente. “Yo no los vi, no los puedo reconocer y no puedo reconocer sus voces”, respondió en tono recio. “No tengo por qué acusar a alguien que nunca he visto”, insistió.
Después, los sacaron de la cámara y vino un segundo reconocimiento en un patio. Esta vez quien los observaba era Rafael Armas Luna, de 22 años, secuestrado el 23 de enero de 2001 en la puerta de su casa en Chiautempan, Tlaxcala. Ahí, sin verlos a los ojos, tocó el hombro de José María, Ricardo y Jorge; de ese modo los reconoció como los secuestradores. Más adelante, en otra comparecencia, Armas Luna se retractó y dijo que en realidad no reconoció a sus secuestradores en ese momento. Pero ya era demasiado tarde.
En el sistema jurídico mexicano hay un camino correcto a seguir para investigar y procesar a un presunto culpable. José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo tendrían que haber sabido de qué los estaban acusando. No debieron haberlos golpeado. Si hubiera existido realmente una orden de aprehensión contra ellos, los tendrían que haber puesto inmediatamente a disposición de un juez y éste, a su vez, tendría que haber dispuesto de hasta 72 horas para determinar si les dictaba o no el auto de formal prisión. Pero nada de esto sucedió. Al no existir una orden, la detención solo podía justificarse con flagrancia, es decir, en el preciso momento de los secuestros, cosa que tampoco sucedió. Todo lo que marcaba la ley vigente en 2002, año en que detuvieron a los presuntos Kempes, era una realidad alterna.
Javier Carrasco, director ejecutivo del Instituto de Justicia Procesal Penal, un organismo de la sociedad civil que se dedica a velar por los derechos humanos, explica: “Según estándares internacionales, la diferencia entre un secuestro y una detención es llevar la orden, portar el uniforme e ir en una patrulla. Si no se cumple todo eso, es un civil realizando un secuestro. Estaban siendo secuestrados por la autoridad. Ese tiempo lo usan para extraer información; con esa información construyen el caso. Y cuando llegan ya con un caso construido, solo se lo dan al juez para el auto de formal prisión”.
En enero de 2020, el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, anunció un proyecto de reforma para el Código Penal Federal. En esos días, sin embargo, se filtró un borrador de la propuesta, atribuida a dicho fiscal, que marcaba la presunción de legalidad en las investigaciones; es decir, que para el punto de partida en un juicio, la policía ya no tendría que demostrar que había hecho su trabajo conforme a la ley, a través de pruebas y detenciones realizadas conforme a derecho. Esto sería un incentivo para seguir fabricando culpables. Se espera que en 2021 se discutan las reformas que afectan el trabajo de la Fiscalía General de la República.
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“¿Sí me oigo?”, “¿sí me veo?”, se escucha al unísono como una forma ya usual de romper el hielo durante la pandemia. Poco a poco, comienzan a encenderse las cámaras de Zoom en la pantalla. Es una mañana de noviembre de 2020 y llevamos ya cerca de nueve meses trabajando en este reportaje. Desde que empezamos, y a pesar del confinamiento, las familias de las víctimas nos buscan; se nota la urgencia por acercarnos toda la información posible para reconstruir este calvario que ha dejado estragos en sus rostros, pero que no hace mella en su esperanza. Desde un celular están conectadas Rosa María (madre de Jorge), Mercedes (hermana de Sergio y tía de Oswaldo) e Hilda (hermana de Ricardo). También se les une Isabel (hermana de José María). Se les mira cansadas y emocionadas al mismo tiempo. Nos dicen que han seguido investigando, que consiguieron las tarjetas selladas de ingreso y salida del trabajo, prueba irrefutable de que sus familiares no estaban en Tlaxcala mientras sucedían los secuestros por los que los culpan.
—Una persona no puede estar en dos lugares a la vez. Eso, solo Jesucristo y no era secuestrador —dice Mercedes.
Las tres mujeres que están juntas entran y salen de la sesión, por una mala conexión a internet. Y cada vez que la imagen se vuelve a encender las vemos con más papeles y carpetas de colores donde guardan documentos. La tragedia las volvió abogadas improvisadas.
—Fuimos investigando porque esto no lo hacen los jueces. Ellos solo transcriben las sentencias: las copian y pegan —dice Rosa María con toda la nitidez que la señal de internet le permite.
Isabel asiente mientras Mercedes y Rosa hablan. Lleva el cabello recogido, pero algunas canas se rebelan como una especie de aureola. Habla y su voz es segura:
—Lo importante es que los secuestradores siguen en la calle.
Las familias son víctimas y, a la vez, la primera línea de batalla frente al aparato de impunidad. Desde que acusaron a sus familiares, ellas los buscaron hasta averiguar su paradero: el 14 de agosto de 2002, finalmente lograron verlos en la —hoy extinta— Unidad Especializada contra la Delincuencia Organizada (UEDO), ubicada en la calle de López en el centro de la Ciudad de México, que se encargaba de investigar bandas criminales comúnmente dedicadas al secuestro y al narcotráfico.
José María, Sergio, Jorge, Hugo, Ricardo y Oswaldo habían sido trasladados desde Tlaxcala hasta ahí. Después del viaje, estuvieron varias horas en el estacionamiento. Ninguno recuerda con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero Oswaldo sí tiene memoria de haber escuchado que los agentes federales le dijeron a los policías tlaxcaltecas que la carpeta estaba mal armada y que tenían que volverla a hacer. Se fueron y volvieron con un archivo nuevo. Una vez que los ingresaron, pudieron ver a su familia. Para Oswaldo, volver a ver a su madre, Martha, fue la salvación, volver a vivir. Recuerda que ella lo apretó con fuerza, para no volverlo a soltar más, y fue entonces que él no aguantó el dolor que el abrazo le provocaba y se quejó. Martha le preguntó mirándolo a los ojos si lo habían golpeado.
Su hijo respondió en voz baja, esquivando la mirada:
—Sí.
Martha y sus tías habían llegado a la UEDO. El encuentro duró 15 o 20 minutos como máximo.
—Todo va a estar bien, nos vamos a ir a casa. Solo tenemos que saber exactamente lo que está pasando aquí– fue lo último que le dijo su madre antes de que los separaran nuevamente.
Al día siguiente los llevaron al Reclusorio Preventivo Varonil Sur. Después los trasladarían a distintos sitios. Hugo salió muy pronto, en 2003. A José María y Sergio los trasladaron al penal Santa Martha Acatitla; a Oswaldo, Ricardo y Jorge, al Centro Federal de Readaptación Social No. 14 (Cefereso), en Durango, después de pasar por Veracruz y Sinaloa. Aunque pudiera parecer atípico que las personas privadas de su libertad estén “rebotando” por el país, ésta es una práctica que ocurre con normalidad.
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Carta enviada por Carlos Ramírez Acosta, abogado e investigador privado de la compañía Prisma, a José Antonio Ortega, abogado de la Coparmex, y retrato hablado de uno de los secuestradores elaborado con los datos proporcionados por Rafael Armas Luna.[/caption]
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La cárcel está llena de inocentes. Inocentes y jodidos. De gente que no se puede defender. Oswaldo empieza a conocer muchísimos casos como el suyo en el Cefereso. Personas presas que no saben leer ni escribir, que no hablan español y no tienen claro de qué los acusa el Estado.
Ponte en el lugar de Oswaldo, nuevamente. Te dicen que “mal de muchos, consuelo de tontos”, pero te reconforta no ser el único pobre diablo ahí. Ahora buscas alivianar el encierro. Ricardo ya es como de tu familia. Hace unos años, era alguien lejano: el cuñado de un amigo. A pesar de dormir en celdas diferentes, logras tejer su propio idioma de señas y conversar por horas a través del patio sin que nadie los escuche ni los entienda. Así pasas los días del confinamiento y tu escape de esta realidad es leer y leer.
Empiezas a empaparte de tu propio caso y a entender ese lenguaje que ha traído más impunidad que justicia. Un día hasta te emocionas porque lograste ganar un amparo con un documento que ayudaste a escribir. Un muchacho en Sinaloa, que te pidió ayuda para revisar una jurisprudencia a través de Ricardo, alcanzó su libertad gracias a ti y lloras pensando cómo se sentirá volver a ser libre. Sabes que es un triunfo porque conoces el sistema desde adentro. En México, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), 53% de los presos no tiene sentencia; pasan sus días encerrados, aunque no les hayan probado que cometieron delito alguno.
Así son los días buenos, pero lo normal es tener días malos y días peores. Recuerdas que cuando llegaste te golpearon y te dijeron que seguirían poniéndote una golpiza si tu familia no les daba 200 mil pesos. Decidiste aguantar porque, en la cárcel, gavilán que afloja, no es gavilán. Eso sabes que aplica para soltar dinero, el cuerpo o cualquier otra cosa. Pero no puedes aflojar, porque si lo haces te van a chingar toda la vida. Tú sí eres gavilán y sabes que los moretones se quitan, pero lo demás, no. Y mejor aguantas. Te dicen que la gente aquí se da cuenta si aflojaste por miedo y la etiqueta no se te quita nunca. Entonces aguantas y ya no te piden 200 mil, sino 100 mil y luego 50 mil y, al final, les das cualquier cosa para que no estén chingando. Les das mil pesos, un kilo de marihuana.
Así es esto: la extorsión está permitida para quien puede pagar a los custodios, al director y a los comandantes. Tú no tienes lana. Eres de los jodidos de entre los jodidos y te toca aguantar.
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Enrique Aguilar fue el primer abogado que tomó el caso de los seis presuntos integrantes de Los Kempes, pero tuvo que dejarlo casi inmediatamente después porque recibió amenazas. Aguilar era un defensor privado que las familias contrataron en aquel momento de emergencia.
—Lo vimos una vez o dos y al final nos dijo que lo disculpáramos, pero que lo habían amenazado; le habían dicho que ya sabían dónde vivía su familia, que sabían de su hija recién nacida. Y que prefería cuidar a su familia —cuenta Rosa, la madre de Jorge.
El abogado que los acompañó la mayor parte del proceso fue Enrique Rivero Leyva, a quien después cambiaron por un especialista en amparos, Agustín Acosta. El titular de la Unidad para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Juan Carlos Gutiérrez Contreras, les recomendó a las familias trabajar con Acosta, pues fue el abogado que defendió a Florence Cassez. Acosta aceptó tomar el caso sin cobrar honorarios porque consideró que se había cometido una injusticia.
—Cuando llegamos con él, nos dijo que no hacía trabajos gratis, que él cobraba, y que le lleváramos los expedientes. Y ya cuando los lee, nos dice que esas injusticias no se cobran y que iba a hacer hasta donde él pudiera para ayudar, y es la parte donde estamos ahorita —relata Rosa.
La batalla judicial de los presuntos Kempes comenzó 10 días después de su detención, el 23 de agosto de 2002, y hasta ahora sigue en curso. Inició el proceso judicial por el delito de posesión de narcóticos —que plantaron los policías para justificar la detención en flagrancia—, y siete días después se sumaron los delitos de secuestro y delincuencia organizada. En 2004, los familiares se acercaron a la CMDPDH para que les ayudara con su caso; fue hasta julio de 2005, tres años después, que la primera instancia dictó sentencia y condenó a los seis a 77 años de prisión. En noviembre de ese año, sus abogados lograron llevar el caso a una instancia superior y consiguieron que se volviera a iniciar el procedimiento. Pero cada vez que los familiares ganaban en el campo legal, perdían en su vida personal. Hugo, Oswaldo, Isabel y Rosa declaran que, durante ese proceso, tanto ellos como sus abogados recibieron llamadas intimidatorias, amenazas de muerte y hostigamiento. Los abogados siguieron haciendo su trabajo para el nuevo juicio de apelación, pero ahora ante el Juzgado Noveno de Distrito de Procesos Penales Federales en la Ciudad de México. Sin embargo, la suerte, al igual que la justicia, seguía dándoles la espalda en un tortuoso proceso que incluyó juicios, sentencias y apelaciones.
En diciembre de 2016, el Cuarto Tribunal Unitario en Materia Penal del Primer Circuito dictó una nueva sentencia en la que se excluyeron del caso las pruebas obtenidas ilícitamente, como las drogas “sembradas” —a los cinco en la misma bolsa derecha del pantalón y a uno, en el calcetín (aunque solo llevaba chanclas)—, las confesiones arrancadas con tortura y las grabaciones falsas. Se absolvió a Oswaldo y se ordenó reponer el procedimiento de Sergio, Ricardo y Jorge. Sin embargo, en marzo de 2019, el Juzgado Noveno resolvió condenar con 30 años de prisión a Ricardo y Sergio, mientras que a Jorge lo condenaron a 35. Con esta sentencia, lograron librarse de los cargos por delincuencia organizada, pero no del de los secuestros de Irma Rugerio Pérez y Erick Armas Luna. Dicha sentencia fue apelada y la resolución dejó, para los tres, una condena de 30 años.
A Oswaldo, la libertad lo tomó por sorpresa el 15 de diciembre de 2016. Tras el último amparo, lo absolvieron gracias al trabajo de sus abogados, la CMDPDH y su familia, que no ha descansado en la búsqueda de justicia.
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Isabel Ramos Tenorio (62 años), hermana de José María.[/caption]
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Después de 18 años, las consecuencias de aquellos hechos solo suman pérdidas. José María Cirilo Ramos Tenorio murió en la prisión de Santa Martha Acatitla a los 65 años. El certificado de defunción registra hematomas en el hígado y absceso hepático. Su hermana asegura que José María no falleció, sino que lo mataron en las sesiones de tortura.
Hugo Rodríguez Salvatierra, después de pasar ocho meses en prisión, trabajó dos años como guardia de seguridad para ayudarle a su madre con los gastos de la casa. Un año más tarde, migró junto con su esposa y su hijo pequeño a Estados Unidos, con la ilusión de rehacer su vida. Lleva 13 años viviendo en ese país.
Cuando se le pregunta con qué se queda de esta experiencia, responde:
—Nada, no me quedo con nada.
Oswaldo Francisco Rodríguez Salvatierra pasó 14 años privado de su libertad. Hoy es padre de un niño y desea que su testimonio sirva para sacar de la cárcel a Sergio, su padre, a Jorge y a Ricardo.
—Yo creo que lo que me quitaron ya no se recupera—dice. Sin embargo, dedica su tiempo a intentar que se haga justicia—. Algo tenemos que hacer.
Sergio Rodríguez Rosas, Jorge Hernández Mora y Mario Ricardo Antonio Almanza Cerriteño siguen encarcelados en el Cefereso No. 14, en Durango, esperando la reposición del proceso. Después de 18 años, las instancias de la administración de justicia están a punto de agotarse, pero aún tienen la oportunidad de presentar un amparo más que deje sin efecto la última sentencia y que, con ello, finalmente se haga justicia.
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Has visto y te han contado que, cuando quedas libre, los trabajadores sociales te llevan hasta una terminal de autobuses y te compran el pasaje. Si has seguido hasta aquí los pormenores de esta historia, sabes que los supuestos no operan para ti. Por eso, no te sorprende que te dejen a la orilla de una carretera desconocida y que te digan, en tono irónico, que corras hacia la luz para llegar a una terminal.
Es una madrugada de diciembre de 2016. Solo llevas contigo una bolsa de plástico con tu matrícula de interno escrita en plumón negro y 550 pesos. Recuerdas las historias que has escuchado durante 14 años y que relatan cómo la mafia espera a quienes salen de prisión para reclutarlos. Por eso corres sin mirar hacia atrás, con una energía que ni siquiera imaginabas que tuvieras. Cuando al fin llegas a la terminal, ofreces pagar tus 550 pesos a cambio de poder realizar una llamada —la llamada más cara de toda tu vida—; pero cuando miras el teléfono que te han prestado, te das cuenta de que no recuerdas ningún número, nada viene a tu mente. En un repentino instante de lucidez, recuerdas el teléfono de tu novia, Miriam. Lo marcas desesperado y otra maquinaria se pone en funcionamiento: en menos de una hora, pasa a buscarte una trabajadora social de la CMDPDH de Torreón, cerca de Durango.
Imagina, por última vez, que eres Oswaldo y que esa noche, después de 14 años, vuelves a dormir en una habitación sin rejas.
Este reportaje fue realizado por los Alumnos del Taller de Periodismo Jurídico (que imparten Carlos Puig y José Antonio Caballero) en la Maestría de Periodismo sobre Políticas Públicas del CIDE (2019–2021). Luis Mendoza Ovando*, Luciana Wainer*, Carlos Olvera, Julio González*, Dalila Sarabia*, Ana Gabriela Jiménez Cubría, César Ruiz Galicia*, Ami Gabriela Sosa Vera*, Ariadna Lobo*, Juan Martín Montes, Nelly Toche, Martina Spataro Tron*, Arturo Aguilar, Concepción Peralta Silverio y Karla Ruiz Argáiz.
*Becarios de la Fundación Legorreta Hernández.
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