No items found.
No items found.
No items found.
No items found.
Marcha por la justicia para los trabajadores agrícolas en Palm Beach, Florida. Fotografía de Saul Martinez.
La empresa Tyson emplea a cientos de inmigrantes latinoamericanos. Muchos de ellos no tienen documentos legales y, como viven en pequeños poblados, no pueden optar por otros empleos. Esto ha propiciado que los trabajadores estén a merced de la compañía, que los ha puesto en riesgo de contraer covid —además, por las labores que desempeñan, suelen desarrollar síndrome de túnel carpiano—. Hoy, sin embargo, se organizan gracias al grupo Venceremos.
Esta historia fue producida en colaboración con el Pulitzer Center y el Economic Hardship Reporting Project.
La versión original en inglés se publicó en el New York Review of Books.
Daniela trabaja lo mismo dormida que despierta. En sus sueños se cubre con capas y capas de equipo de protección: guantes de plástico primero, luego de tela y finalmente de metal. Preparada, toma el cuchillo y se dispone a cortar pollo. Al despertar, a veces se descubre llena de rasguños por haber trabajado la noche entera.
Es de baja estatura y a sus cuarenta y nueve años su expresivo rostro redondo muestra su fortaleza. Con frecuencia trae las manos empuñadas, sus dedos se crispan y se tuercen en contra de su voluntad: son los efectos secundarios de años de trabajo manual repetitivo. Lleva veintiún años trabajando para la empresa empacadora de carne Tyson Foods en una de sus plantas más grandes, en Arkansas. Empezó en los mataderos, luego avanzó al área de empaquetado y finalmente llegó al área en donde se deshuesa toda la carne blanca. Se dedica a cortar alas de pollo por 17.50 dólares la hora, diez horas diarias, cuatro o cinco días a la semana.
Para ella, su vida laboral tiene un antes y un después: su época como indocumentada trabajando con un nombre falso y su presente como trabajadora legalizada con su nombre real. Daniela es un pseudónimo. En 1998 emigró a Estados Unidos desde San Marcos, Guatemala, a los veinticuatro años. Obtuvo la ciudadanía a los treinta y seis, después de casarse. Conoció a su esposo en la planta, él se dedicaba a lavar las tapas de las cajas de carne. Era treinta y dos años mayor que ella y texano de nacimiento. Daniela lo describe como alguien amable, callado y detallista. En su retrato de bodas, que cuelga de una de las paredes del pequeño comedor de su tráiler, ambos llevan el atuendo tradicional de Texas para las ocasiones formales. Cuando logra dormir tranquila, él se le aparece en sus sueños.
En los primeros meses de la pandemia y debido a la alta tasa de contagios a nivel interno, la planta operó con un número reducido de trabajadores, por lo que Daniela tuvo que hacer el trabajo de dos personas. “Se te duermen las manos”, me dijo al describir sus jornadas de diez horas. El 12 de junio de 2020 empezó a sentir dolor en todo el cuerpo y decidió ir a ver a la enfermera de la planta, quien le dijo que tenía que regresar a la línea de trabajo o, de lo contrario, perdería “puntos”. Las políticas de asistencia de Tyson se basan en un sistema de puntaje, si los trabajadores pierden demasiados puntos, quedan despedidos automáticamente. Aquellos que dieron positivo a coronavirus podían quedarse en casa sin perder puntos, pero Daniela señala que la enfermera nunca le ofreció hacerle una prueba de covid. En la planta de Tyson los supervisores publicaban diariamente una lista con el número de casos positivos de covid reportados, pero no revelaban los nombres de los trabajadores contagiados. “Nos dábamos cuenta de quiénes tenían covid cuando desaparecían.”
Cuando llegó a casa esa noche, Daniela notó que el malestar iba en aumento. Dos días después, su esposo no podía respirar. Al igual que muchos otros trabajadores, el hombre de ochenta años sabía que la probabilidad de padecer covid era alta y que seguramente moriría. Antes de que la ambulancia lo recogiera, le pidió a su esposa que luchara, se cuidara y volviera a su país si él no regresaba y sus empleadores la indemnizaban con la cantidad de mil quinientos dólares que los trabajadores llamaban el “cheque de la muerte”. Su hospitalización fue inminente.
El 16 de junio Daniela recibió la noticia de la muerte de su esposo. Como ella estaba en cuarentena, el cuerpo tuvo que permanecer dos días en la funeraria. El seguro médico pagó una parte de la cuenta del hospital, pero aún faltaban por liquidar tres mil dólares, que ella no podía pagar. Entre la funeraria y el hospital, Daniela gastó un total de catorce mil dólares. En total, de Tyson recibió cuatro mil quinientos dólares. Decidió quedarse en Green Forest y conservar su empleo en la planta para pagar sus deudas. Se sentía sola después de la muerte de su esposo, por lo que le pidió a su sobrina de catorce años que fuera a vivir con ella desde San Marcos para hacerle compañía. “Le dije que tiene que estudiar, no quiero verla en Tyson”, dice mientras observa el rostro de la joven asomándose entre las cortinas beige de la estrecha ventana del tráiler.
La primera vez que Daniela soñó con su esposo, este se le apareció sentado en el sillón de la sala. “Cuando quieras hacer algo, hazlo”, le dijo, “y no tengas miedo”.
{{ linea }}
Green Forest es un poblado de tres mil habitantes. Su cementerio está plagado de docenas de tumbas con fechas del 2020 y 2021 que llevan los nombres de trabajadores originarios de Birmania, Guatemala, México, Tailandia y las Islas Marshall. El esposo de Daniela fue uno de los aproximadamente 269 trabajadores de la industria empacadora de carne que murieron de covid en todo el país durante el primer año de la pandemia. Según un memorándum del Select Subcommittee on the Coronavirus Crisis (subcomité selecto por la Casa Blanca para la crisis de coronavirus, SSCC por sus siglas en inglés) publicado en octubre de 2021, Tyson reportó 151 muertes relacionadas con el covid, el doble de las reportadas por cualquier otra empresa empacadora de carne.
Tyson Foods es la empacadora de carne más grande en Estados Unidos y la segunda a nivel mundial. A nivel doméstico, emplea a 141 000 personas y tiene en funcionamiento 241 plantas, incluyendo instalaciones en veinte comunidades de Arkansas. La compañía suele construir sus plantas en poblados rurales pequeños, convirtiéndose en la mayor fuente de empleo de los residentes, la mayoría de los cuales son inmigrantes. Para los trabajadores indocumentados, que alcanzan al menos el 14% de la fuerza laboral de la industria empacadora de carne en Estados Unidos, las empresas como Tyson llegan a controlar sus vidas a tal grado que temen hablar sobre los presuntos abusos laborales.
Aunque es difícil que los ejecutivos de Tyson hagan comentarios en torno a asuntos laborales, en una entrevista para uso interno de la compañía realizada en el año 2000 Donald “Buddy” Wray, quien se acababa de jubilar como presidente de la empresa, dijo: “Estaríamos quebrados sin estos empleados de otros países y que no hablan inglés”. Por otro lado, Derek Burleson, uno de los voceros de Tyson, me dijo: “Nuestra postura con respecto a los compañeros migrantes o refugiados es clara: nos enorgullece emplear inmigrantes de todas partes del mundo y creemos que sus contribuciones son esenciales para nuestro éxito. En nuestras instalaciones se hablan múltiples idiomas, hasta treinta y cinco dentro de una sola planta. Esta diversidad es nuestra fortaleza”.*
Arkansas es un estado con “derecho al trabajo”, en donde las leyes estipulan que ningún individuo puede ser forzado a unirse o pagar cuotas a un sindicato. En 1944, cuando los legisladores de Arkansas propusieron esta enmienda del derecho al trabajo, lo hicieron con el propósito de asegurarse que los trabajadores blancos no se unieran ni se organizaran con los trabajadores afroamericanos. De todas las plantas de Tyson que existen en el estado, solo una está sindicalizada, la de Dardanelle. “Preferimos tener un ambiente libre de sindicatos”, afirmó en aquellas entrevistas del año 2000 Leland Tollett, presidente de Tyson entre 1991 y 1998, y agregó “nuestra gente está mejor si lidia directamente con la empresa. Somos justos. Y si llegáramos a no ser justos en algo, tendremos que buscar la forma de asegurarnos que esta gente entienda que estamos tratando de ser justos”.
Cinco compañías del grupo Fortune 500 tienen su sede en Arkansas, en donde Walmart y Tyson Foods dominan la economía del estado; además tienen una gran influencia en el ámbito legislativo a nivel nacional. Tyson (con sus oficinas centrales en Springdale) y Walmart (en Bentonville) han invertido millones de dólares en parques, carreteras, museos y más infraestructura para sus modernos “company towns”. Para llegar a Springdale se tiene que tomar la Don Tyson Parkway y pasar frente a diferentes fundaciones no gubernamentales, negocios y escuelas que han recibido financiamiento de Tyson. Por su parte, los medios locales publican variedad de artículos elogiando las ganancias y la filantropía de la empresa.
Esta generosidad es posible gracias al historial de bajos salarios y trato deficiente hacia los trabajadores por parte de la empresa. Tras haber presionado a la USDA (el Departamento de Agricultura de Estados Unidos) para que designara a la industria empacadora de carne como “infraestructura de importancia crítica” y a sus trabajadores como “esenciales”, Tyson alcanzó un récord de ganancias durante la pandemia, incluyendo los casi dos mil millones de dólares de ingresos netos obtenidos en la primera mitad de 2022. La designación de “infraestructura de importancia crítica” permitió que las empresas exentaran a sus trabajadores de alinearse con los mandatos de confinamiento y las recomendaciones de distanciamiento social.
Para el primero de noviembre de 2020, un trabajador de “Clase I” —Tyson divide a sus empleados en siete clases según su salario— que había estado en la compañía al menos diez años ganaba 13.50 dólares la hora. Un trabajador de “Clase VII”, con una antigüedad comparable, ganaba 14.95. Cuando empezó la pandemia, Daniela estaba en la Clase VII, pero fue denigrada a la Clase I a principios de 2022 debido a que tuvo problemas con el síndrome de túnel carpiano que padece. (El vocero de Tyson señala que desde 2022 la compañía ha implementado una serie de aumentos salariales en algunas de sus plantas en Arkansas, incluyendo la de Springdale, donde los salarios actualmente oscilan entre los 15.65 y los 20.20 dólares la hora.) Actualmente Daniela se encuentra a la espera de que Tyson acepte cubrir los gastos de su cirugía en ambas manos.
Plácido Leopoldo Arrue trabajó en la planta de Tyson de Berry Street en Springdale por dos décadas hasta su muerte por covid en julio de 2020. Su viuda, Angelina Pacheco, se trasladó al área de Siloam Spring a visitar a un brujo (también inmigrante de El Salvador), quien le prometió que haría a Tyson “vomitar dinero” para que cubriera los costos funerarios y de hospitalización de su esposo. Como parte del ritual, el brujo sacrificó un chivo. Al final, Pacheco terminó recibiendo donaciones de su familia en El Salvador para pagar el funeral.
Cuando fui a visitarla en octubre pasado, Pacheco aún lloraba a su esposo y lo describió como “más muerto que vivo” incluso antes de contagiarse de covid. Arrue tenía los pulmones dañados desde 2011 a raíz de un accidente químico en la planta, en el que 152 personas fueron hospitalizadas tras haber estado expuestas a gas de cloro. Pacheco, que solía procesar pollo en Tyson y actualmente tiene un empleo en Simmons, trabaja el turno nocturno, sonámbula, igual que Daniela. “Me despierto cansada”, dijo, “cansada y con la sensación de que me estoy ahogando.”
{{ linea }}
El 10 de abril de 2020 un trabajador de la planta de Springdale llevó una grabadora de voz digital en forma de pluma a una junta con recursos humanos. José, que ha trabajado en Tyson durante diez años transportando y abriendo cajas de pollo congelado para hacer nuggets, recibió la grabadora de un videoperiodista de investigación de Al Jazeera a inicios de la pandemia. (José es un pseudónimo.) Corredor, flexible y seguro de sí mismo, José siempre ha pensado que en su vida pasada debió haber sido periodista, por lo que continuó grabando las condiciones laborales de su planta, desafiando la ley mordaza de Arkansas que criminaliza la toma de fotografías y videos dentro de instalaciones empacadoras para su distribución, esto con el fin de prevenir que se denuncien las violaciones.
Su supervisor se encontraba en la junta. “Me preocupa porque tengo cuatro niños pequeños”, le dijo José, “no importa que no vayan a la escuela si yo estoy aquí y soy el que puede contagiarlos”. José me dijo que era imposible respetar el distanciamiento social en el lugar de trabajo y agregó que la compañía no les proporcionó ningún tipo de equipo de protección. Incluso, en algunas plantas, se les pidió a los trabajadores que ellos mismos hicieran sus cubrebocas.
La respuesta del supervisor fue inferir que José “no quería que la planta operara”. En vez de abordar el tema del riesgo de contagio dentro de Tyson, resaltó los peligros de ir a los supermercados. La postura de la empresa sobre el coronavirus era que este se pescaba afuera de la planta y que los contagios dentro de las instalaciones se daban porque los trabajadores eran irresponsables en su comportamiento fuera del horario laboral. Los trabajadores de aquella planta en Springdale me enviaron fotografías de un anuncio navideño que decía “¡NENA, HACE COVID AFUERA!”, remitiendo a la famosa canción romántica de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong.
José señaló que los controles de temperatura eran inútiles para la prevención de contagios debido al periodo de incubación del coronavirus, que es de varios días. “Si no estuviéramos produciendo pollo, tendríamos un sinnúmero de familias hambrientas allá afuera”, respondió el supervisor. “No pienses solo en ti y tus hijos, piensa en tus vecinos que no tienen un empleo fijo como tú ni comida en sus alacenas.” Cuando José lo presionó para que diera detalles sobre cómo la empresa apoyaba a los trabajadores contagiados, el supervisor respondió “si Tyson deja de producir pollo, miles de personas morirán”.
En ese momento Tyson y otras empresas empacadoras de carne presionaron a la administración de Trump para que mantuviera las plantas abiertas a pesar de las altas tasas de contagio por covid, argumentando que el cierre de estas —lo cual podría haber salvado a muchos de sus trabajadores— provocaría la escasez de carne a nivel nacional. Sin embargo, José había leído en los periódicos que Tyson había incrementado el envío de pollo a China, mientras que, en su informe final de mayo sobre la industria empacadora de carne, el subcomité selecto declaró que “estos miedos no tenían bases sólidas”.
Ni los miles de millones de Tyson ni los políticos, organizaciones o carreteras que financia son suficientes para perturbar a Magaly Licolli, cuya mirada delata su liderazgo. “No es necesario matar trabajadores para generar ganancias [para Tyson]”, comenta. Magaly fluye como agua entre las rocas y recalibra sus tácticas constantemente para mantener la presión sobre la empresa. Cuando vivía en México trabajaba como actriz y consideraba que la labor teatral en la que estaba involucrada era una buena herramienta de justicia social. En 2013, después de graduarse de la Universidad de Arkansas con una licenciatura en teatro, empezó a trabajar en una clínica comunitaria de Springdale, orientada a apoyar a migrantes que no podían regresar a las plantas de procesamiento después de haberse lesionado en el lugar de trabajo.
En la clínica, Licolli conoció a una mujer que había emigrado desde Guerrero, México, y que había estado en el mismo accidente que Arrue. Sus pulmones estaban tan dañados que le costaba respirar y batallaba en completar tareas tan simples como lavar los trastes. (La mujer solicitó permanecer en el anonimato por miedo a no recibir las compensaciones por discapacidad por las que sigue peleando con la empresa.) En 2019 las dos mujeres y dieciséis compañeras más que habían trabajado en diferentes empresas procesadoras de carne en Arkansas fundaron Venceremos, una organización de trabajadores cuya misión es garantizar el cumplimiento de los derechos humanos de los empleados de las empresas de procesamiento de pollo. El grupo pertenece a la Food Chain Workers Alliance (Alianza de Trabajadores de la Cadena Alimenticia), junto con cerca de treinta organizaciones que representan aproximadamente a 375 000 trabajadores de las industrias agrícola y de procesamiento de alimentos en Estados Unidos y Canadá.
Venceremos remite a una declaración largamente utilizada en diversas luchas históricas por la justicia en América Latina. Primero fue dicha por Fidel Castro en 1960, en un discurso que exigía justicia para los cientos de trabajadores y soldados fallecidos en la explosión en el Puerto de la Habana del buque francés La Coubre, cargado de municiones. “Venceremos”, escrito en Chile por Claudio Iturra, fue el himno de la campaña de Salvador Allende en 1970. Era un llamado a las armas para los trabajadores, campesinos, soldados y mineros: “Venceremos, venceremos / la miseria sabremos vencer”. Para Licolli, es un nombre apropiado para esta organización liderada por mujeres, quienes —como ella misma afirma— se encuentran al frente del cambio de la industria empacadora de carne. En octubre pasado, cuando conocí a Licolli en el recién inaugurado centro de Venceremos en Springdale, enfatizó la importancia del arte y el teatro para ayudar a que los trabajadores se organicen. En 2020 trabajadores y miembros de Venceremos hicieron marionetas gigantes de papel maché para una protesta que exigía que las plantas de Tyson cerraran y permitieran a sus trabajadores hacer cuarentena.
Durante los primeros meses de la pandemia, Licolli organizó a los trabajadores de diferentes plantas vía telefónica para recabar firmas en apoyo a una petición a favor de que las empresas procesadoras de pollo dieran a sus trabajadores equipo de protección, garantizaran el distanciamiento social y difundieran los resultados de las pruebas de covid. En diciembre de ese año, los trabajadores de la planta George en Springdale abandonaron las instalaciones para protestar por la decisión de la compañía de terminar con los turnos escalonados, lo que se traduciría en más trabajadores entrando a la planta simultáneamente y, por lo tanto, haría imposible mantener el distanciamiento social. “Tuve que traer abogados para que les hablaran a los trabajadores sobre ciertas actividades”, me dijo, “muchos trabajadores tenían miedo porque era su primera vez en una protesta”. Ninguno de los participantes fue despedido tras estas acciones. “Eso”, agregó, “fue una gran victoria”.
Los desafíos de organizar a trabajadores agrícolas son muchos, ya que un gran número de ellos son indocumentados, no saben leer o escribir o no hablan inglés, desconocen sus derechos laborales y con frecuencia no cuentan con recursos económicos. Los activistas tienen la difícil tarea de ganarse la confianza de aquellos a quienes desean organizar, pues pueden ser blanco de deportación, ser separados de sus familias y, además, enfrentar el despido. En Arkansas muchos trabajadores de la industria de procesamiento de pollo temen involucrarse en cualquier causa que pueda poner en riesgo sus empleos. Sin embargo, Licolli ha logrado organizar a empleados hispanohablantes gracias a su acompañamiento constante, valentía y compromiso con ellos durante los complicados años de pandemia. De hecho, ella comenta que el miedo al covid ha provocado que sean más receptivos, “organizarlos es muy complicado, un trabajo lento. No se da de la noche a la mañana”. Marielena Hincapié, que hace poco se retiró después de trece años como directora ejecutiva del National Immigration Law Center (Centro Nacional de Leyes de Inmigración), me dijo “se trata de construir relaciones, de construir una confianza y, sobre todo, se trata de ayudar a que los trabajadores vean e imaginen una realidad diferente”.
{{ linea }}
En marzo de este año acompañé a Daniela, José y otros cuatro trabajadores de Tyson en una peregrinación de Arkansas a Florida. Licolli los llevó a Immokalee a conocer a representantes de la poderosa Coalition of Immokalee Workers (Coalición de Trabajadores de Immokale, CIW) y también se unieron a la enorme manifestación de trabajadores de las industrias agrícola y de alimentos en Palm Beach. Esta era la segunda ocasión en que Licolli había llevado a trabajadores de la industria procesadora de pollo desde Arkansas hasta Immokalee. En 2018, la primera vez que organizó una visita así con otros cuatro trabajadores, Licolli creía que el modelo de la CIW podía cambiar la industria avícola en Arkansas. En aquel viaje, la CIW capacitó a los trabajadores para que instruyeran a sus compañeros sobre sus derechos laborales. El modelo educativo de “trabajador a trabajador” es una herramienta importante para los activistas de las industrias agrícola y de procesamiento de pollo. Además de que los trabajadores necesitan recibir asesorías en su idioma natal, con frecuencia estas lecciones tienen que darse dentro de su lugar de trabajo, ya que es ahí donde pasan la mayor parte de su tiempo. También es necesario contar con recursos visuales, pues muchos no saben leer ni escribir. “Es algo más como ‘vamos a divertirnos y aprender juntos’”, me dijo Licolli, “ese es el poder de la educación popular”.
Cuando el avión despegó, un tornado tocó tierra en Springdale. Aunque los adultos estaban preocupados por el rumbo que tomaría el tornado, sus hijos hablaban del mar, nunca lo habían visto. Cuando llegamos a Fort Meyers, rentamos un auto y manejamos hasta la playa. José y su esposa veían a sus hijos correr al encuentro de las olas. Había sido su esposa, una migrante de El Salvador y trabajadora en Tyson desde hace veinte años, quien lo llevó a una junta de Venceremos en 2019 después de que una compañera de trabajo la invitara a ella. La pareja no estaba segura de qué esperar en Immokalee, y les preocupaba que su supervisor en Tyson descubriera su participación.
Los trabajadores despedidos afirmaron que habían sido incluidos en una lista negra que les impedía obtener empleo en la industria de procesamiento de pollo y en las fábricas de Arkansas. Uno de los trabajadores que nos acompañaban, Miguel, era la única persona con puesto de supervisor involucrado en Venceremos. Pidió que su nombre real fuera omitido. “He sido víctima de bullying toda mi vida, desde que era niño”, dijo al explicar por qué había asistido. “Me molesta mucho ver a gente aprovecharse de otra gente.”
Licolli, los trabajadores y yo condujimos desde la playa hasta Immokalee, un poblado ubicado a sesenta y cinco kilómetros al noroeste de Everglades. La mayor parte de los tomates que los estadounidenses consumen durante el invierno vienen de las granjas cercanas a este lugar. Llegamos al centro comunitario de la CIW, un edificio azul celeste que alberga las oficinas de una estación de radio de habla hispana y que está ubicado frente a un estacionamiento que estaba lleno de autobuses escolares, los cuales transportan a trabajadores agrícolas hacia y desde los campos de tomate. En su interior, el edificio bullía en actividad.
La CIW ha estado en funciones desde 1993. Así como Venceremos, comenzó como un pequeño grupo de trabajadores que se reunían semanalmente. Con el tiempo, lograron desarrollar un modelo gestionado por los mismos trabajadores que, a través de protestas y campañas mediáticas, presiona a los vendedores minoristas para que busquen proveedores éticos de alimentos y exhortan a sus consumidores a apoyar condiciones laborales justas. En 2011 la CIW lanzó el Fair Food Program (Programa de Alimentos Justos), un acuerdo con la Florida Tomato Growers Exchange (Comisión de Productores de Tomate de Florida) que apoya a los trabajadores por medio de un ente independiente dedicado a monitorear e investigar violaciones laborales. El programa beneficia a cerca de 35 000 trabajadores, principalmente en Florida. Los minoristas involucrados pagan una pequeña cuota a los productores, la cual llega hasta los trabajadores: un centavo adicional por cada medio kilo de tomates. Si todos los grandes compradores participaran, los salarios de los trabajadores agrícolas se duplicarían.
Ante la presión pública orquestada por la CIW, McDonald’s, Burger King, Subway y otras grandes marcas se unieron al Fair Food Program, que también se ha extendido a los estados de Georgia, Carolina del Sur, Virginia, Maryland y Nueva Jersey. El programa no solo ha logrado el aumento de los salarios de los trabajadores en la producción de tomate, también ha puesto en marcha un sistema para reportar abusos y acoso sexual en el lugar de trabajo, así como medidas para evitar el robo de los salarios y sesiones educativas para que los trabajadores aprendan más sobre sus derechos. De las cinco corporaciones de comida rápida más grandes en Estados Unidos, Wendy’s es la única que se ha rehusado a unirse al programa, alegando que todos sus tomates provienen de invernaderos. A pesar de que Wendy’s ha declarado que las condiciones laborales en los invernaderos son justas y seguras, algunas investigaciones han revelado que los trabajadores suelen tener muy pocas protecciones. En 2016 la CIW promovió un boicot a nivel nacional en contra de esta cadena. Además, la coalición se encuentra organizando una marcha en Palm Beach, hogar del multimillonario Nelson Peltz, presidente de la junta directiva de Wendy’s y partidario de Trump.
Thelma Gómez, una mujer de brillante cabellera roja y activista comunitaria de Migrant Justice, viajó desde Vermont con sus gemelas de ocho años y un grupo de trabajadores de la industria láctea para aprender de la CIW. En su adolescencia empezó a trabajar en pequeñas granjas de lácteos en lo que ella describe como condiciones de esclavitud: jornadas de catorce horas que empezaban a las 4 a. m. Le pagaban muy poco y sufría acoso sexual constantemente. Gómez, quien inicialmente era indocumentada, dijo que “nadie quiere quejarse con el jefe… porque a veces ellos mismos son los que entregan a los trabajadores” para que sean deportados. Se involucró en el activismo laboral después de convertirse en madre, “quiero que mis hijas sean fuertes y quiero que vean cómo marchamos juntas”.
En la CIW los trabajadores demostraron su poder colectivo al levantar un camión del estacionamiento y arrastrarlo varios metros. Mientras comían tamales bajo el sol de Florida, muchos de los trabajadores de las procesadoras de pollo comparaban las cicatrices de sus cirugías de túnel carpiano. José me dijo que no importaba el tipo de herida ni si alguien había dado positivo a covid, todos eran enviados de vuelta a la línea de producción. “No importa si una persona se tuerce el pie o si se le rompe o tritura un dedo”, dijo, “nos tienen a todos ahí como si fuéramos máquinas. No nos ven como personas”.
A principios de 2019 Daniela se enteró de que tenía cáncer de mama. Su doctor le hizo una nota que le permitía ir al baño cada vez que lo necesitara. Incluso entonces, me dijo, su supervisor la seguía hasta el baño y cuando salía le preguntaba en voz alta por qué se había tardado tanto. En Immokalee tuvo oportunidad de descansar en una mecedora y darse masajes para aliviar la lesión en el cuello que se había provocado trabajando. “El cuerpo tiene memoria”, me dijo, mientras veía sus manos. En el dedo anular llevaba un anillo con una piedra fucsia. Al mirarlo de cerca se aprecia el logo de Tyson, grabado a un costado de la piedra. El anillo, un regalo de la compañía, pertenecía a su esposo. Las manos le dolían todo el tiempo, le pulsaban como si se las hubieran golpeado. Ya no podía levantar o abrir cosas, sus dedos ya no le respondían como ella quería. Incluso en sus sueños procesaba pollos con una ferocidad tal que amanecía cubierta de rasguños y cortadas. Para evitarlo, su médico le dio unos guantes protectores para dormir.
“Me interesa todo aquí. Están muy unidos y preparados”, comentó al ver los autobuses escolares en el estacionamiento. “Se puede avanzar cuando todos trabajan juntos.”
{{ linea }}
El sábado 2 de abril, después del desayuno, los trabajadores, sus hijos y los activistas locales se enfundaron en playeras amarillas con la leyenda JUSTICIA PARA LOS TRABAJADORES AGRÍCOLAS y se subieron a los autobuses para un viaje de una hora y media hasta Palm Beach. El hijo pequeño de José, de tan solo tres años, llevaba una playera que le quedaba como vestido. La arrastraba con cada paso que daba y en sus manos llevaba una figura de acción de Spider Man. A medida que avanzábamos por la carretera, la incipiente luz de la mañana brillaba sobre los campos llenos de trabajadores.
Cientos de personas llegaron a los relucientes jardines del Bradley Park para la marcha. Estábamos en un vecindario plagado de mansiones, a poco más de tres kilómetros de distancia de la zona de Mar-a-Lago. Los trabajadores agrícolas de Florida, acompañados de trabajadores de la industria láctea, avícola y de la construcción, llevaban pancartas con formas de tomate en las que se leían las consignas ¡LUCHAMOS POR ALIMENTOS JUSTOS! y ¡RESPETO! ¡JUSTICIA! Todos reían, se abrazaban, cantaban y tocaban música. Aproximadamente una hora antes de la marcha, la CIW montó un escenario en el parque y presentó una obra de teatro para informar a los asistentes sobre los derechos laborales de los cosechadores de tomate. Lucas Benítez, cofundador de la CIW y extrabajador agrícola, narró la obra en español con una interpretación consecutiva al inglés. La multitud presente pudo ver en el escenario a dos grupos de trabajadores cosechando tomates de cartón: los que trabajaban protegidos por el Fair Food Program y los que no estaban dentro del programa y sufrían todo tipo de agravios, incluyendo acoso sexual. El papel de Peltz fue interpretado por Gerardo Reyes Chávez, nacido en Zacatecas, México, quien comenzó a trabajar en los campos a la edad de once años. Reyes ayudó al lanzamiento del Fair Food Program, sus compañeros de la CIW le apodan el Flaco. Caracterizado con una peluca blanca, se inclinaba intimidante sobre un trabajador disfrazado de la pelirroja mascota de Wendy’s.
Reyes Chávez me contó que Palm Beach contaba con leyes que evitaban las protestas, por lo que la CIW tuvo que demandar a la ciudad en 2016 para obtener el derecho de reunión. Los trabajadores marcharon por varias calles y se detuvieron frente a un lujoso restaurante que estaba al lado de las oficinas de Peltz. Tan solo por un instante, los residentes de Palm Beach que departían en los cafés y restaurantes al aire libre se encontraron cara a cara con los trabajadores migrantes que llevan la comida a sus mesas. “Me parece algo muy poderoso perturbar su comodidad”, comentó Licolli.
“No he podido dormir”, me dijo Miguel, “he estado pensando sobre lo que voy a hacer cuando regrese. Magaly me ha estado diciendo que podríamos hacer una obra de teatro sobre los trabajadores de las plantas procesadoras de pollo”. Ahora que Venceremos ha abierto su centro de operaciones en Springdale, los trabajadores cuentan con un espacio para sus juntas regulares, aunque para aquellos con familias a veces resulta complicado encontrar tiempo entre turnos. Algunos trabajadores católicos han presentado a sus supervisores de Tyson cartas de los sacerdotes de sus parroquias para que se les permita ausentarse los domingos.
Tras su regreso a Arkansas, José fue despedido. Su supervisor le dijo que había hecho mal su trabajo, pero se negó a mostrarle las grabaciones de las cámaras de seguridad para probar el argumento. Actualmente trabaja en una fábrica de galletas, pero no ha dejado de asistir a las reuniones de Venceremos ni ha perdido contacto con los trabajadores de Tyson, para seguir documentando las condiciones en las plantas. “He aprendido que solo juntos podemos lograr cosas”, me dijo, “como trabajadores tenemos muchos derechos que desconocemos”. Cuando lo visité el pasado octubre, sentado en una silla plegable en su garage, me hizo una demostración de cómo deshuesaba los pollos cuando trabajaba en la planta. Narraba cada paso moviendo con precisión una mano en el aire y deteniendo con la otra un cuchillo imaginario. También me contó que en las noches todavía soñaba que deshuesaba pollos.
“Me sentí apoyada y segura acerca de mis derechos como trabajadora”, me dijo Daniela al visitarla en julio pasado. Se encontraba en su garage examinando ropa y juguetes de segunda mano que tenía pensado enviar a Guatemala para venderlos. “He aprendido a luchar para vivir y sobrevivir. Ya no tengo miedo.”
*Christopher Leonard, el periodista que me compartió las entrevistas, obtuvo estas grabaciones después de la publicación de su libro sobre Tyson Foods The Meat Racket, en 2014.
Mesa Refuge y The Logan Nonfiction Program apoyaron este proyecto con residencias literarias.
La empresa Tyson emplea a cientos de inmigrantes latinoamericanos. Muchos de ellos no tienen documentos legales y, como viven en pequeños poblados, no pueden optar por otros empleos. Esto ha propiciado que los trabajadores estén a merced de la compañía, que los ha puesto en riesgo de contraer covid —además, por las labores que desempeñan, suelen desarrollar síndrome de túnel carpiano—. Hoy, sin embargo, se organizan gracias al grupo Venceremos.
Esta historia fue producida en colaboración con el Pulitzer Center y el Economic Hardship Reporting Project.
La versión original en inglés se publicó en el New York Review of Books.
Daniela trabaja lo mismo dormida que despierta. En sus sueños se cubre con capas y capas de equipo de protección: guantes de plástico primero, luego de tela y finalmente de metal. Preparada, toma el cuchillo y se dispone a cortar pollo. Al despertar, a veces se descubre llena de rasguños por haber trabajado la noche entera.
Es de baja estatura y a sus cuarenta y nueve años su expresivo rostro redondo muestra su fortaleza. Con frecuencia trae las manos empuñadas, sus dedos se crispan y se tuercen en contra de su voluntad: son los efectos secundarios de años de trabajo manual repetitivo. Lleva veintiún años trabajando para la empresa empacadora de carne Tyson Foods en una de sus plantas más grandes, en Arkansas. Empezó en los mataderos, luego avanzó al área de empaquetado y finalmente llegó al área en donde se deshuesa toda la carne blanca. Se dedica a cortar alas de pollo por 17.50 dólares la hora, diez horas diarias, cuatro o cinco días a la semana.
Para ella, su vida laboral tiene un antes y un después: su época como indocumentada trabajando con un nombre falso y su presente como trabajadora legalizada con su nombre real. Daniela es un pseudónimo. En 1998 emigró a Estados Unidos desde San Marcos, Guatemala, a los veinticuatro años. Obtuvo la ciudadanía a los treinta y seis, después de casarse. Conoció a su esposo en la planta, él se dedicaba a lavar las tapas de las cajas de carne. Era treinta y dos años mayor que ella y texano de nacimiento. Daniela lo describe como alguien amable, callado y detallista. En su retrato de bodas, que cuelga de una de las paredes del pequeño comedor de su tráiler, ambos llevan el atuendo tradicional de Texas para las ocasiones formales. Cuando logra dormir tranquila, él se le aparece en sus sueños.
En los primeros meses de la pandemia y debido a la alta tasa de contagios a nivel interno, la planta operó con un número reducido de trabajadores, por lo que Daniela tuvo que hacer el trabajo de dos personas. “Se te duermen las manos”, me dijo al describir sus jornadas de diez horas. El 12 de junio de 2020 empezó a sentir dolor en todo el cuerpo y decidió ir a ver a la enfermera de la planta, quien le dijo que tenía que regresar a la línea de trabajo o, de lo contrario, perdería “puntos”. Las políticas de asistencia de Tyson se basan en un sistema de puntaje, si los trabajadores pierden demasiados puntos, quedan despedidos automáticamente. Aquellos que dieron positivo a coronavirus podían quedarse en casa sin perder puntos, pero Daniela señala que la enfermera nunca le ofreció hacerle una prueba de covid. En la planta de Tyson los supervisores publicaban diariamente una lista con el número de casos positivos de covid reportados, pero no revelaban los nombres de los trabajadores contagiados. “Nos dábamos cuenta de quiénes tenían covid cuando desaparecían.”
Cuando llegó a casa esa noche, Daniela notó que el malestar iba en aumento. Dos días después, su esposo no podía respirar. Al igual que muchos otros trabajadores, el hombre de ochenta años sabía que la probabilidad de padecer covid era alta y que seguramente moriría. Antes de que la ambulancia lo recogiera, le pidió a su esposa que luchara, se cuidara y volviera a su país si él no regresaba y sus empleadores la indemnizaban con la cantidad de mil quinientos dólares que los trabajadores llamaban el “cheque de la muerte”. Su hospitalización fue inminente.
El 16 de junio Daniela recibió la noticia de la muerte de su esposo. Como ella estaba en cuarentena, el cuerpo tuvo que permanecer dos días en la funeraria. El seguro médico pagó una parte de la cuenta del hospital, pero aún faltaban por liquidar tres mil dólares, que ella no podía pagar. Entre la funeraria y el hospital, Daniela gastó un total de catorce mil dólares. En total, de Tyson recibió cuatro mil quinientos dólares. Decidió quedarse en Green Forest y conservar su empleo en la planta para pagar sus deudas. Se sentía sola después de la muerte de su esposo, por lo que le pidió a su sobrina de catorce años que fuera a vivir con ella desde San Marcos para hacerle compañía. “Le dije que tiene que estudiar, no quiero verla en Tyson”, dice mientras observa el rostro de la joven asomándose entre las cortinas beige de la estrecha ventana del tráiler.
La primera vez que Daniela soñó con su esposo, este se le apareció sentado en el sillón de la sala. “Cuando quieras hacer algo, hazlo”, le dijo, “y no tengas miedo”.
{{ linea }}
Green Forest es un poblado de tres mil habitantes. Su cementerio está plagado de docenas de tumbas con fechas del 2020 y 2021 que llevan los nombres de trabajadores originarios de Birmania, Guatemala, México, Tailandia y las Islas Marshall. El esposo de Daniela fue uno de los aproximadamente 269 trabajadores de la industria empacadora de carne que murieron de covid en todo el país durante el primer año de la pandemia. Según un memorándum del Select Subcommittee on the Coronavirus Crisis (subcomité selecto por la Casa Blanca para la crisis de coronavirus, SSCC por sus siglas en inglés) publicado en octubre de 2021, Tyson reportó 151 muertes relacionadas con el covid, el doble de las reportadas por cualquier otra empresa empacadora de carne.
Tyson Foods es la empacadora de carne más grande en Estados Unidos y la segunda a nivel mundial. A nivel doméstico, emplea a 141 000 personas y tiene en funcionamiento 241 plantas, incluyendo instalaciones en veinte comunidades de Arkansas. La compañía suele construir sus plantas en poblados rurales pequeños, convirtiéndose en la mayor fuente de empleo de los residentes, la mayoría de los cuales son inmigrantes. Para los trabajadores indocumentados, que alcanzan al menos el 14% de la fuerza laboral de la industria empacadora de carne en Estados Unidos, las empresas como Tyson llegan a controlar sus vidas a tal grado que temen hablar sobre los presuntos abusos laborales.
Aunque es difícil que los ejecutivos de Tyson hagan comentarios en torno a asuntos laborales, en una entrevista para uso interno de la compañía realizada en el año 2000 Donald “Buddy” Wray, quien se acababa de jubilar como presidente de la empresa, dijo: “Estaríamos quebrados sin estos empleados de otros países y que no hablan inglés”. Por otro lado, Derek Burleson, uno de los voceros de Tyson, me dijo: “Nuestra postura con respecto a los compañeros migrantes o refugiados es clara: nos enorgullece emplear inmigrantes de todas partes del mundo y creemos que sus contribuciones son esenciales para nuestro éxito. En nuestras instalaciones se hablan múltiples idiomas, hasta treinta y cinco dentro de una sola planta. Esta diversidad es nuestra fortaleza”.*
Arkansas es un estado con “derecho al trabajo”, en donde las leyes estipulan que ningún individuo puede ser forzado a unirse o pagar cuotas a un sindicato. En 1944, cuando los legisladores de Arkansas propusieron esta enmienda del derecho al trabajo, lo hicieron con el propósito de asegurarse que los trabajadores blancos no se unieran ni se organizaran con los trabajadores afroamericanos. De todas las plantas de Tyson que existen en el estado, solo una está sindicalizada, la de Dardanelle. “Preferimos tener un ambiente libre de sindicatos”, afirmó en aquellas entrevistas del año 2000 Leland Tollett, presidente de Tyson entre 1991 y 1998, y agregó “nuestra gente está mejor si lidia directamente con la empresa. Somos justos. Y si llegáramos a no ser justos en algo, tendremos que buscar la forma de asegurarnos que esta gente entienda que estamos tratando de ser justos”.
Cinco compañías del grupo Fortune 500 tienen su sede en Arkansas, en donde Walmart y Tyson Foods dominan la economía del estado; además tienen una gran influencia en el ámbito legislativo a nivel nacional. Tyson (con sus oficinas centrales en Springdale) y Walmart (en Bentonville) han invertido millones de dólares en parques, carreteras, museos y más infraestructura para sus modernos “company towns”. Para llegar a Springdale se tiene que tomar la Don Tyson Parkway y pasar frente a diferentes fundaciones no gubernamentales, negocios y escuelas que han recibido financiamiento de Tyson. Por su parte, los medios locales publican variedad de artículos elogiando las ganancias y la filantropía de la empresa.
Esta generosidad es posible gracias al historial de bajos salarios y trato deficiente hacia los trabajadores por parte de la empresa. Tras haber presionado a la USDA (el Departamento de Agricultura de Estados Unidos) para que designara a la industria empacadora de carne como “infraestructura de importancia crítica” y a sus trabajadores como “esenciales”, Tyson alcanzó un récord de ganancias durante la pandemia, incluyendo los casi dos mil millones de dólares de ingresos netos obtenidos en la primera mitad de 2022. La designación de “infraestructura de importancia crítica” permitió que las empresas exentaran a sus trabajadores de alinearse con los mandatos de confinamiento y las recomendaciones de distanciamiento social.
Para el primero de noviembre de 2020, un trabajador de “Clase I” —Tyson divide a sus empleados en siete clases según su salario— que había estado en la compañía al menos diez años ganaba 13.50 dólares la hora. Un trabajador de “Clase VII”, con una antigüedad comparable, ganaba 14.95. Cuando empezó la pandemia, Daniela estaba en la Clase VII, pero fue denigrada a la Clase I a principios de 2022 debido a que tuvo problemas con el síndrome de túnel carpiano que padece. (El vocero de Tyson señala que desde 2022 la compañía ha implementado una serie de aumentos salariales en algunas de sus plantas en Arkansas, incluyendo la de Springdale, donde los salarios actualmente oscilan entre los 15.65 y los 20.20 dólares la hora.) Actualmente Daniela se encuentra a la espera de que Tyson acepte cubrir los gastos de su cirugía en ambas manos.
Plácido Leopoldo Arrue trabajó en la planta de Tyson de Berry Street en Springdale por dos décadas hasta su muerte por covid en julio de 2020. Su viuda, Angelina Pacheco, se trasladó al área de Siloam Spring a visitar a un brujo (también inmigrante de El Salvador), quien le prometió que haría a Tyson “vomitar dinero” para que cubriera los costos funerarios y de hospitalización de su esposo. Como parte del ritual, el brujo sacrificó un chivo. Al final, Pacheco terminó recibiendo donaciones de su familia en El Salvador para pagar el funeral.
Cuando fui a visitarla en octubre pasado, Pacheco aún lloraba a su esposo y lo describió como “más muerto que vivo” incluso antes de contagiarse de covid. Arrue tenía los pulmones dañados desde 2011 a raíz de un accidente químico en la planta, en el que 152 personas fueron hospitalizadas tras haber estado expuestas a gas de cloro. Pacheco, que solía procesar pollo en Tyson y actualmente tiene un empleo en Simmons, trabaja el turno nocturno, sonámbula, igual que Daniela. “Me despierto cansada”, dijo, “cansada y con la sensación de que me estoy ahogando.”
{{ linea }}
El 10 de abril de 2020 un trabajador de la planta de Springdale llevó una grabadora de voz digital en forma de pluma a una junta con recursos humanos. José, que ha trabajado en Tyson durante diez años transportando y abriendo cajas de pollo congelado para hacer nuggets, recibió la grabadora de un videoperiodista de investigación de Al Jazeera a inicios de la pandemia. (José es un pseudónimo.) Corredor, flexible y seguro de sí mismo, José siempre ha pensado que en su vida pasada debió haber sido periodista, por lo que continuó grabando las condiciones laborales de su planta, desafiando la ley mordaza de Arkansas que criminaliza la toma de fotografías y videos dentro de instalaciones empacadoras para su distribución, esto con el fin de prevenir que se denuncien las violaciones.
Su supervisor se encontraba en la junta. “Me preocupa porque tengo cuatro niños pequeños”, le dijo José, “no importa que no vayan a la escuela si yo estoy aquí y soy el que puede contagiarlos”. José me dijo que era imposible respetar el distanciamiento social en el lugar de trabajo y agregó que la compañía no les proporcionó ningún tipo de equipo de protección. Incluso, en algunas plantas, se les pidió a los trabajadores que ellos mismos hicieran sus cubrebocas.
La respuesta del supervisor fue inferir que José “no quería que la planta operara”. En vez de abordar el tema del riesgo de contagio dentro de Tyson, resaltó los peligros de ir a los supermercados. La postura de la empresa sobre el coronavirus era que este se pescaba afuera de la planta y que los contagios dentro de las instalaciones se daban porque los trabajadores eran irresponsables en su comportamiento fuera del horario laboral. Los trabajadores de aquella planta en Springdale me enviaron fotografías de un anuncio navideño que decía “¡NENA, HACE COVID AFUERA!”, remitiendo a la famosa canción romántica de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong.
José señaló que los controles de temperatura eran inútiles para la prevención de contagios debido al periodo de incubación del coronavirus, que es de varios días. “Si no estuviéramos produciendo pollo, tendríamos un sinnúmero de familias hambrientas allá afuera”, respondió el supervisor. “No pienses solo en ti y tus hijos, piensa en tus vecinos que no tienen un empleo fijo como tú ni comida en sus alacenas.” Cuando José lo presionó para que diera detalles sobre cómo la empresa apoyaba a los trabajadores contagiados, el supervisor respondió “si Tyson deja de producir pollo, miles de personas morirán”.
En ese momento Tyson y otras empresas empacadoras de carne presionaron a la administración de Trump para que mantuviera las plantas abiertas a pesar de las altas tasas de contagio por covid, argumentando que el cierre de estas —lo cual podría haber salvado a muchos de sus trabajadores— provocaría la escasez de carne a nivel nacional. Sin embargo, José había leído en los periódicos que Tyson había incrementado el envío de pollo a China, mientras que, en su informe final de mayo sobre la industria empacadora de carne, el subcomité selecto declaró que “estos miedos no tenían bases sólidas”.
Ni los miles de millones de Tyson ni los políticos, organizaciones o carreteras que financia son suficientes para perturbar a Magaly Licolli, cuya mirada delata su liderazgo. “No es necesario matar trabajadores para generar ganancias [para Tyson]”, comenta. Magaly fluye como agua entre las rocas y recalibra sus tácticas constantemente para mantener la presión sobre la empresa. Cuando vivía en México trabajaba como actriz y consideraba que la labor teatral en la que estaba involucrada era una buena herramienta de justicia social. En 2013, después de graduarse de la Universidad de Arkansas con una licenciatura en teatro, empezó a trabajar en una clínica comunitaria de Springdale, orientada a apoyar a migrantes que no podían regresar a las plantas de procesamiento después de haberse lesionado en el lugar de trabajo.
En la clínica, Licolli conoció a una mujer que había emigrado desde Guerrero, México, y que había estado en el mismo accidente que Arrue. Sus pulmones estaban tan dañados que le costaba respirar y batallaba en completar tareas tan simples como lavar los trastes. (La mujer solicitó permanecer en el anonimato por miedo a no recibir las compensaciones por discapacidad por las que sigue peleando con la empresa.) En 2019 las dos mujeres y dieciséis compañeras más que habían trabajado en diferentes empresas procesadoras de carne en Arkansas fundaron Venceremos, una organización de trabajadores cuya misión es garantizar el cumplimiento de los derechos humanos de los empleados de las empresas de procesamiento de pollo. El grupo pertenece a la Food Chain Workers Alliance (Alianza de Trabajadores de la Cadena Alimenticia), junto con cerca de treinta organizaciones que representan aproximadamente a 375 000 trabajadores de las industrias agrícola y de procesamiento de alimentos en Estados Unidos y Canadá.
Venceremos remite a una declaración largamente utilizada en diversas luchas históricas por la justicia en América Latina. Primero fue dicha por Fidel Castro en 1960, en un discurso que exigía justicia para los cientos de trabajadores y soldados fallecidos en la explosión en el Puerto de la Habana del buque francés La Coubre, cargado de municiones. “Venceremos”, escrito en Chile por Claudio Iturra, fue el himno de la campaña de Salvador Allende en 1970. Era un llamado a las armas para los trabajadores, campesinos, soldados y mineros: “Venceremos, venceremos / la miseria sabremos vencer”. Para Licolli, es un nombre apropiado para esta organización liderada por mujeres, quienes —como ella misma afirma— se encuentran al frente del cambio de la industria empacadora de carne. En octubre pasado, cuando conocí a Licolli en el recién inaugurado centro de Venceremos en Springdale, enfatizó la importancia del arte y el teatro para ayudar a que los trabajadores se organicen. En 2020 trabajadores y miembros de Venceremos hicieron marionetas gigantes de papel maché para una protesta que exigía que las plantas de Tyson cerraran y permitieran a sus trabajadores hacer cuarentena.
Durante los primeros meses de la pandemia, Licolli organizó a los trabajadores de diferentes plantas vía telefónica para recabar firmas en apoyo a una petición a favor de que las empresas procesadoras de pollo dieran a sus trabajadores equipo de protección, garantizaran el distanciamiento social y difundieran los resultados de las pruebas de covid. En diciembre de ese año, los trabajadores de la planta George en Springdale abandonaron las instalaciones para protestar por la decisión de la compañía de terminar con los turnos escalonados, lo que se traduciría en más trabajadores entrando a la planta simultáneamente y, por lo tanto, haría imposible mantener el distanciamiento social. “Tuve que traer abogados para que les hablaran a los trabajadores sobre ciertas actividades”, me dijo, “muchos trabajadores tenían miedo porque era su primera vez en una protesta”. Ninguno de los participantes fue despedido tras estas acciones. “Eso”, agregó, “fue una gran victoria”.
Los desafíos de organizar a trabajadores agrícolas son muchos, ya que un gran número de ellos son indocumentados, no saben leer o escribir o no hablan inglés, desconocen sus derechos laborales y con frecuencia no cuentan con recursos económicos. Los activistas tienen la difícil tarea de ganarse la confianza de aquellos a quienes desean organizar, pues pueden ser blanco de deportación, ser separados de sus familias y, además, enfrentar el despido. En Arkansas muchos trabajadores de la industria de procesamiento de pollo temen involucrarse en cualquier causa que pueda poner en riesgo sus empleos. Sin embargo, Licolli ha logrado organizar a empleados hispanohablantes gracias a su acompañamiento constante, valentía y compromiso con ellos durante los complicados años de pandemia. De hecho, ella comenta que el miedo al covid ha provocado que sean más receptivos, “organizarlos es muy complicado, un trabajo lento. No se da de la noche a la mañana”. Marielena Hincapié, que hace poco se retiró después de trece años como directora ejecutiva del National Immigration Law Center (Centro Nacional de Leyes de Inmigración), me dijo “se trata de construir relaciones, de construir una confianza y, sobre todo, se trata de ayudar a que los trabajadores vean e imaginen una realidad diferente”.
{{ linea }}
En marzo de este año acompañé a Daniela, José y otros cuatro trabajadores de Tyson en una peregrinación de Arkansas a Florida. Licolli los llevó a Immokalee a conocer a representantes de la poderosa Coalition of Immokalee Workers (Coalición de Trabajadores de Immokale, CIW) y también se unieron a la enorme manifestación de trabajadores de las industrias agrícola y de alimentos en Palm Beach. Esta era la segunda ocasión en que Licolli había llevado a trabajadores de la industria procesadora de pollo desde Arkansas hasta Immokalee. En 2018, la primera vez que organizó una visita así con otros cuatro trabajadores, Licolli creía que el modelo de la CIW podía cambiar la industria avícola en Arkansas. En aquel viaje, la CIW capacitó a los trabajadores para que instruyeran a sus compañeros sobre sus derechos laborales. El modelo educativo de “trabajador a trabajador” es una herramienta importante para los activistas de las industrias agrícola y de procesamiento de pollo. Además de que los trabajadores necesitan recibir asesorías en su idioma natal, con frecuencia estas lecciones tienen que darse dentro de su lugar de trabajo, ya que es ahí donde pasan la mayor parte de su tiempo. También es necesario contar con recursos visuales, pues muchos no saben leer ni escribir. “Es algo más como ‘vamos a divertirnos y aprender juntos’”, me dijo Licolli, “ese es el poder de la educación popular”.
Cuando el avión despegó, un tornado tocó tierra en Springdale. Aunque los adultos estaban preocupados por el rumbo que tomaría el tornado, sus hijos hablaban del mar, nunca lo habían visto. Cuando llegamos a Fort Meyers, rentamos un auto y manejamos hasta la playa. José y su esposa veían a sus hijos correr al encuentro de las olas. Había sido su esposa, una migrante de El Salvador y trabajadora en Tyson desde hace veinte años, quien lo llevó a una junta de Venceremos en 2019 después de que una compañera de trabajo la invitara a ella. La pareja no estaba segura de qué esperar en Immokalee, y les preocupaba que su supervisor en Tyson descubriera su participación.
Los trabajadores despedidos afirmaron que habían sido incluidos en una lista negra que les impedía obtener empleo en la industria de procesamiento de pollo y en las fábricas de Arkansas. Uno de los trabajadores que nos acompañaban, Miguel, era la única persona con puesto de supervisor involucrado en Venceremos. Pidió que su nombre real fuera omitido. “He sido víctima de bullying toda mi vida, desde que era niño”, dijo al explicar por qué había asistido. “Me molesta mucho ver a gente aprovecharse de otra gente.”
Licolli, los trabajadores y yo condujimos desde la playa hasta Immokalee, un poblado ubicado a sesenta y cinco kilómetros al noroeste de Everglades. La mayor parte de los tomates que los estadounidenses consumen durante el invierno vienen de las granjas cercanas a este lugar. Llegamos al centro comunitario de la CIW, un edificio azul celeste que alberga las oficinas de una estación de radio de habla hispana y que está ubicado frente a un estacionamiento que estaba lleno de autobuses escolares, los cuales transportan a trabajadores agrícolas hacia y desde los campos de tomate. En su interior, el edificio bullía en actividad.
La CIW ha estado en funciones desde 1993. Así como Venceremos, comenzó como un pequeño grupo de trabajadores que se reunían semanalmente. Con el tiempo, lograron desarrollar un modelo gestionado por los mismos trabajadores que, a través de protestas y campañas mediáticas, presiona a los vendedores minoristas para que busquen proveedores éticos de alimentos y exhortan a sus consumidores a apoyar condiciones laborales justas. En 2011 la CIW lanzó el Fair Food Program (Programa de Alimentos Justos), un acuerdo con la Florida Tomato Growers Exchange (Comisión de Productores de Tomate de Florida) que apoya a los trabajadores por medio de un ente independiente dedicado a monitorear e investigar violaciones laborales. El programa beneficia a cerca de 35 000 trabajadores, principalmente en Florida. Los minoristas involucrados pagan una pequeña cuota a los productores, la cual llega hasta los trabajadores: un centavo adicional por cada medio kilo de tomates. Si todos los grandes compradores participaran, los salarios de los trabajadores agrícolas se duplicarían.
Ante la presión pública orquestada por la CIW, McDonald’s, Burger King, Subway y otras grandes marcas se unieron al Fair Food Program, que también se ha extendido a los estados de Georgia, Carolina del Sur, Virginia, Maryland y Nueva Jersey. El programa no solo ha logrado el aumento de los salarios de los trabajadores en la producción de tomate, también ha puesto en marcha un sistema para reportar abusos y acoso sexual en el lugar de trabajo, así como medidas para evitar el robo de los salarios y sesiones educativas para que los trabajadores aprendan más sobre sus derechos. De las cinco corporaciones de comida rápida más grandes en Estados Unidos, Wendy’s es la única que se ha rehusado a unirse al programa, alegando que todos sus tomates provienen de invernaderos. A pesar de que Wendy’s ha declarado que las condiciones laborales en los invernaderos son justas y seguras, algunas investigaciones han revelado que los trabajadores suelen tener muy pocas protecciones. En 2016 la CIW promovió un boicot a nivel nacional en contra de esta cadena. Además, la coalición se encuentra organizando una marcha en Palm Beach, hogar del multimillonario Nelson Peltz, presidente de la junta directiva de Wendy’s y partidario de Trump.
Thelma Gómez, una mujer de brillante cabellera roja y activista comunitaria de Migrant Justice, viajó desde Vermont con sus gemelas de ocho años y un grupo de trabajadores de la industria láctea para aprender de la CIW. En su adolescencia empezó a trabajar en pequeñas granjas de lácteos en lo que ella describe como condiciones de esclavitud: jornadas de catorce horas que empezaban a las 4 a. m. Le pagaban muy poco y sufría acoso sexual constantemente. Gómez, quien inicialmente era indocumentada, dijo que “nadie quiere quejarse con el jefe… porque a veces ellos mismos son los que entregan a los trabajadores” para que sean deportados. Se involucró en el activismo laboral después de convertirse en madre, “quiero que mis hijas sean fuertes y quiero que vean cómo marchamos juntas”.
En la CIW los trabajadores demostraron su poder colectivo al levantar un camión del estacionamiento y arrastrarlo varios metros. Mientras comían tamales bajo el sol de Florida, muchos de los trabajadores de las procesadoras de pollo comparaban las cicatrices de sus cirugías de túnel carpiano. José me dijo que no importaba el tipo de herida ni si alguien había dado positivo a covid, todos eran enviados de vuelta a la línea de producción. “No importa si una persona se tuerce el pie o si se le rompe o tritura un dedo”, dijo, “nos tienen a todos ahí como si fuéramos máquinas. No nos ven como personas”.
A principios de 2019 Daniela se enteró de que tenía cáncer de mama. Su doctor le hizo una nota que le permitía ir al baño cada vez que lo necesitara. Incluso entonces, me dijo, su supervisor la seguía hasta el baño y cuando salía le preguntaba en voz alta por qué se había tardado tanto. En Immokalee tuvo oportunidad de descansar en una mecedora y darse masajes para aliviar la lesión en el cuello que se había provocado trabajando. “El cuerpo tiene memoria”, me dijo, mientras veía sus manos. En el dedo anular llevaba un anillo con una piedra fucsia. Al mirarlo de cerca se aprecia el logo de Tyson, grabado a un costado de la piedra. El anillo, un regalo de la compañía, pertenecía a su esposo. Las manos le dolían todo el tiempo, le pulsaban como si se las hubieran golpeado. Ya no podía levantar o abrir cosas, sus dedos ya no le respondían como ella quería. Incluso en sus sueños procesaba pollos con una ferocidad tal que amanecía cubierta de rasguños y cortadas. Para evitarlo, su médico le dio unos guantes protectores para dormir.
“Me interesa todo aquí. Están muy unidos y preparados”, comentó al ver los autobuses escolares en el estacionamiento. “Se puede avanzar cuando todos trabajan juntos.”
{{ linea }}
El sábado 2 de abril, después del desayuno, los trabajadores, sus hijos y los activistas locales se enfundaron en playeras amarillas con la leyenda JUSTICIA PARA LOS TRABAJADORES AGRÍCOLAS y se subieron a los autobuses para un viaje de una hora y media hasta Palm Beach. El hijo pequeño de José, de tan solo tres años, llevaba una playera que le quedaba como vestido. La arrastraba con cada paso que daba y en sus manos llevaba una figura de acción de Spider Man. A medida que avanzábamos por la carretera, la incipiente luz de la mañana brillaba sobre los campos llenos de trabajadores.
Cientos de personas llegaron a los relucientes jardines del Bradley Park para la marcha. Estábamos en un vecindario plagado de mansiones, a poco más de tres kilómetros de distancia de la zona de Mar-a-Lago. Los trabajadores agrícolas de Florida, acompañados de trabajadores de la industria láctea, avícola y de la construcción, llevaban pancartas con formas de tomate en las que se leían las consignas ¡LUCHAMOS POR ALIMENTOS JUSTOS! y ¡RESPETO! ¡JUSTICIA! Todos reían, se abrazaban, cantaban y tocaban música. Aproximadamente una hora antes de la marcha, la CIW montó un escenario en el parque y presentó una obra de teatro para informar a los asistentes sobre los derechos laborales de los cosechadores de tomate. Lucas Benítez, cofundador de la CIW y extrabajador agrícola, narró la obra en español con una interpretación consecutiva al inglés. La multitud presente pudo ver en el escenario a dos grupos de trabajadores cosechando tomates de cartón: los que trabajaban protegidos por el Fair Food Program y los que no estaban dentro del programa y sufrían todo tipo de agravios, incluyendo acoso sexual. El papel de Peltz fue interpretado por Gerardo Reyes Chávez, nacido en Zacatecas, México, quien comenzó a trabajar en los campos a la edad de once años. Reyes ayudó al lanzamiento del Fair Food Program, sus compañeros de la CIW le apodan el Flaco. Caracterizado con una peluca blanca, se inclinaba intimidante sobre un trabajador disfrazado de la pelirroja mascota de Wendy’s.
Reyes Chávez me contó que Palm Beach contaba con leyes que evitaban las protestas, por lo que la CIW tuvo que demandar a la ciudad en 2016 para obtener el derecho de reunión. Los trabajadores marcharon por varias calles y se detuvieron frente a un lujoso restaurante que estaba al lado de las oficinas de Peltz. Tan solo por un instante, los residentes de Palm Beach que departían en los cafés y restaurantes al aire libre se encontraron cara a cara con los trabajadores migrantes que llevan la comida a sus mesas. “Me parece algo muy poderoso perturbar su comodidad”, comentó Licolli.
“No he podido dormir”, me dijo Miguel, “he estado pensando sobre lo que voy a hacer cuando regrese. Magaly me ha estado diciendo que podríamos hacer una obra de teatro sobre los trabajadores de las plantas procesadoras de pollo”. Ahora que Venceremos ha abierto su centro de operaciones en Springdale, los trabajadores cuentan con un espacio para sus juntas regulares, aunque para aquellos con familias a veces resulta complicado encontrar tiempo entre turnos. Algunos trabajadores católicos han presentado a sus supervisores de Tyson cartas de los sacerdotes de sus parroquias para que se les permita ausentarse los domingos.
Tras su regreso a Arkansas, José fue despedido. Su supervisor le dijo que había hecho mal su trabajo, pero se negó a mostrarle las grabaciones de las cámaras de seguridad para probar el argumento. Actualmente trabaja en una fábrica de galletas, pero no ha dejado de asistir a las reuniones de Venceremos ni ha perdido contacto con los trabajadores de Tyson, para seguir documentando las condiciones en las plantas. “He aprendido que solo juntos podemos lograr cosas”, me dijo, “como trabajadores tenemos muchos derechos que desconocemos”. Cuando lo visité el pasado octubre, sentado en una silla plegable en su garage, me hizo una demostración de cómo deshuesaba los pollos cuando trabajaba en la planta. Narraba cada paso moviendo con precisión una mano en el aire y deteniendo con la otra un cuchillo imaginario. También me contó que en las noches todavía soñaba que deshuesaba pollos.
“Me sentí apoyada y segura acerca de mis derechos como trabajadora”, me dijo Daniela al visitarla en julio pasado. Se encontraba en su garage examinando ropa y juguetes de segunda mano que tenía pensado enviar a Guatemala para venderlos. “He aprendido a luchar para vivir y sobrevivir. Ya no tengo miedo.”
*Christopher Leonard, el periodista que me compartió las entrevistas, obtuvo estas grabaciones después de la publicación de su libro sobre Tyson Foods The Meat Racket, en 2014.
Mesa Refuge y The Logan Nonfiction Program apoyaron este proyecto con residencias literarias.
Marcha por la justicia para los trabajadores agrícolas en Palm Beach, Florida. Fotografía de Saul Martinez.
La empresa Tyson emplea a cientos de inmigrantes latinoamericanos. Muchos de ellos no tienen documentos legales y, como viven en pequeños poblados, no pueden optar por otros empleos. Esto ha propiciado que los trabajadores estén a merced de la compañía, que los ha puesto en riesgo de contraer covid —además, por las labores que desempeñan, suelen desarrollar síndrome de túnel carpiano—. Hoy, sin embargo, se organizan gracias al grupo Venceremos.
Esta historia fue producida en colaboración con el Pulitzer Center y el Economic Hardship Reporting Project.
La versión original en inglés se publicó en el New York Review of Books.
Daniela trabaja lo mismo dormida que despierta. En sus sueños se cubre con capas y capas de equipo de protección: guantes de plástico primero, luego de tela y finalmente de metal. Preparada, toma el cuchillo y se dispone a cortar pollo. Al despertar, a veces se descubre llena de rasguños por haber trabajado la noche entera.
Es de baja estatura y a sus cuarenta y nueve años su expresivo rostro redondo muestra su fortaleza. Con frecuencia trae las manos empuñadas, sus dedos se crispan y se tuercen en contra de su voluntad: son los efectos secundarios de años de trabajo manual repetitivo. Lleva veintiún años trabajando para la empresa empacadora de carne Tyson Foods en una de sus plantas más grandes, en Arkansas. Empezó en los mataderos, luego avanzó al área de empaquetado y finalmente llegó al área en donde se deshuesa toda la carne blanca. Se dedica a cortar alas de pollo por 17.50 dólares la hora, diez horas diarias, cuatro o cinco días a la semana.
Para ella, su vida laboral tiene un antes y un después: su época como indocumentada trabajando con un nombre falso y su presente como trabajadora legalizada con su nombre real. Daniela es un pseudónimo. En 1998 emigró a Estados Unidos desde San Marcos, Guatemala, a los veinticuatro años. Obtuvo la ciudadanía a los treinta y seis, después de casarse. Conoció a su esposo en la planta, él se dedicaba a lavar las tapas de las cajas de carne. Era treinta y dos años mayor que ella y texano de nacimiento. Daniela lo describe como alguien amable, callado y detallista. En su retrato de bodas, que cuelga de una de las paredes del pequeño comedor de su tráiler, ambos llevan el atuendo tradicional de Texas para las ocasiones formales. Cuando logra dormir tranquila, él se le aparece en sus sueños.
En los primeros meses de la pandemia y debido a la alta tasa de contagios a nivel interno, la planta operó con un número reducido de trabajadores, por lo que Daniela tuvo que hacer el trabajo de dos personas. “Se te duermen las manos”, me dijo al describir sus jornadas de diez horas. El 12 de junio de 2020 empezó a sentir dolor en todo el cuerpo y decidió ir a ver a la enfermera de la planta, quien le dijo que tenía que regresar a la línea de trabajo o, de lo contrario, perdería “puntos”. Las políticas de asistencia de Tyson se basan en un sistema de puntaje, si los trabajadores pierden demasiados puntos, quedan despedidos automáticamente. Aquellos que dieron positivo a coronavirus podían quedarse en casa sin perder puntos, pero Daniela señala que la enfermera nunca le ofreció hacerle una prueba de covid. En la planta de Tyson los supervisores publicaban diariamente una lista con el número de casos positivos de covid reportados, pero no revelaban los nombres de los trabajadores contagiados. “Nos dábamos cuenta de quiénes tenían covid cuando desaparecían.”
Cuando llegó a casa esa noche, Daniela notó que el malestar iba en aumento. Dos días después, su esposo no podía respirar. Al igual que muchos otros trabajadores, el hombre de ochenta años sabía que la probabilidad de padecer covid era alta y que seguramente moriría. Antes de que la ambulancia lo recogiera, le pidió a su esposa que luchara, se cuidara y volviera a su país si él no regresaba y sus empleadores la indemnizaban con la cantidad de mil quinientos dólares que los trabajadores llamaban el “cheque de la muerte”. Su hospitalización fue inminente.
El 16 de junio Daniela recibió la noticia de la muerte de su esposo. Como ella estaba en cuarentena, el cuerpo tuvo que permanecer dos días en la funeraria. El seguro médico pagó una parte de la cuenta del hospital, pero aún faltaban por liquidar tres mil dólares, que ella no podía pagar. Entre la funeraria y el hospital, Daniela gastó un total de catorce mil dólares. En total, de Tyson recibió cuatro mil quinientos dólares. Decidió quedarse en Green Forest y conservar su empleo en la planta para pagar sus deudas. Se sentía sola después de la muerte de su esposo, por lo que le pidió a su sobrina de catorce años que fuera a vivir con ella desde San Marcos para hacerle compañía. “Le dije que tiene que estudiar, no quiero verla en Tyson”, dice mientras observa el rostro de la joven asomándose entre las cortinas beige de la estrecha ventana del tráiler.
La primera vez que Daniela soñó con su esposo, este se le apareció sentado en el sillón de la sala. “Cuando quieras hacer algo, hazlo”, le dijo, “y no tengas miedo”.
{{ linea }}
Green Forest es un poblado de tres mil habitantes. Su cementerio está plagado de docenas de tumbas con fechas del 2020 y 2021 que llevan los nombres de trabajadores originarios de Birmania, Guatemala, México, Tailandia y las Islas Marshall. El esposo de Daniela fue uno de los aproximadamente 269 trabajadores de la industria empacadora de carne que murieron de covid en todo el país durante el primer año de la pandemia. Según un memorándum del Select Subcommittee on the Coronavirus Crisis (subcomité selecto por la Casa Blanca para la crisis de coronavirus, SSCC por sus siglas en inglés) publicado en octubre de 2021, Tyson reportó 151 muertes relacionadas con el covid, el doble de las reportadas por cualquier otra empresa empacadora de carne.
Tyson Foods es la empacadora de carne más grande en Estados Unidos y la segunda a nivel mundial. A nivel doméstico, emplea a 141 000 personas y tiene en funcionamiento 241 plantas, incluyendo instalaciones en veinte comunidades de Arkansas. La compañía suele construir sus plantas en poblados rurales pequeños, convirtiéndose en la mayor fuente de empleo de los residentes, la mayoría de los cuales son inmigrantes. Para los trabajadores indocumentados, que alcanzan al menos el 14% de la fuerza laboral de la industria empacadora de carne en Estados Unidos, las empresas como Tyson llegan a controlar sus vidas a tal grado que temen hablar sobre los presuntos abusos laborales.
Aunque es difícil que los ejecutivos de Tyson hagan comentarios en torno a asuntos laborales, en una entrevista para uso interno de la compañía realizada en el año 2000 Donald “Buddy” Wray, quien se acababa de jubilar como presidente de la empresa, dijo: “Estaríamos quebrados sin estos empleados de otros países y que no hablan inglés”. Por otro lado, Derek Burleson, uno de los voceros de Tyson, me dijo: “Nuestra postura con respecto a los compañeros migrantes o refugiados es clara: nos enorgullece emplear inmigrantes de todas partes del mundo y creemos que sus contribuciones son esenciales para nuestro éxito. En nuestras instalaciones se hablan múltiples idiomas, hasta treinta y cinco dentro de una sola planta. Esta diversidad es nuestra fortaleza”.*
Arkansas es un estado con “derecho al trabajo”, en donde las leyes estipulan que ningún individuo puede ser forzado a unirse o pagar cuotas a un sindicato. En 1944, cuando los legisladores de Arkansas propusieron esta enmienda del derecho al trabajo, lo hicieron con el propósito de asegurarse que los trabajadores blancos no se unieran ni se organizaran con los trabajadores afroamericanos. De todas las plantas de Tyson que existen en el estado, solo una está sindicalizada, la de Dardanelle. “Preferimos tener un ambiente libre de sindicatos”, afirmó en aquellas entrevistas del año 2000 Leland Tollett, presidente de Tyson entre 1991 y 1998, y agregó “nuestra gente está mejor si lidia directamente con la empresa. Somos justos. Y si llegáramos a no ser justos en algo, tendremos que buscar la forma de asegurarnos que esta gente entienda que estamos tratando de ser justos”.
Cinco compañías del grupo Fortune 500 tienen su sede en Arkansas, en donde Walmart y Tyson Foods dominan la economía del estado; además tienen una gran influencia en el ámbito legislativo a nivel nacional. Tyson (con sus oficinas centrales en Springdale) y Walmart (en Bentonville) han invertido millones de dólares en parques, carreteras, museos y más infraestructura para sus modernos “company towns”. Para llegar a Springdale se tiene que tomar la Don Tyson Parkway y pasar frente a diferentes fundaciones no gubernamentales, negocios y escuelas que han recibido financiamiento de Tyson. Por su parte, los medios locales publican variedad de artículos elogiando las ganancias y la filantropía de la empresa.
Esta generosidad es posible gracias al historial de bajos salarios y trato deficiente hacia los trabajadores por parte de la empresa. Tras haber presionado a la USDA (el Departamento de Agricultura de Estados Unidos) para que designara a la industria empacadora de carne como “infraestructura de importancia crítica” y a sus trabajadores como “esenciales”, Tyson alcanzó un récord de ganancias durante la pandemia, incluyendo los casi dos mil millones de dólares de ingresos netos obtenidos en la primera mitad de 2022. La designación de “infraestructura de importancia crítica” permitió que las empresas exentaran a sus trabajadores de alinearse con los mandatos de confinamiento y las recomendaciones de distanciamiento social.
Para el primero de noviembre de 2020, un trabajador de “Clase I” —Tyson divide a sus empleados en siete clases según su salario— que había estado en la compañía al menos diez años ganaba 13.50 dólares la hora. Un trabajador de “Clase VII”, con una antigüedad comparable, ganaba 14.95. Cuando empezó la pandemia, Daniela estaba en la Clase VII, pero fue denigrada a la Clase I a principios de 2022 debido a que tuvo problemas con el síndrome de túnel carpiano que padece. (El vocero de Tyson señala que desde 2022 la compañía ha implementado una serie de aumentos salariales en algunas de sus plantas en Arkansas, incluyendo la de Springdale, donde los salarios actualmente oscilan entre los 15.65 y los 20.20 dólares la hora.) Actualmente Daniela se encuentra a la espera de que Tyson acepte cubrir los gastos de su cirugía en ambas manos.
Plácido Leopoldo Arrue trabajó en la planta de Tyson de Berry Street en Springdale por dos décadas hasta su muerte por covid en julio de 2020. Su viuda, Angelina Pacheco, se trasladó al área de Siloam Spring a visitar a un brujo (también inmigrante de El Salvador), quien le prometió que haría a Tyson “vomitar dinero” para que cubriera los costos funerarios y de hospitalización de su esposo. Como parte del ritual, el brujo sacrificó un chivo. Al final, Pacheco terminó recibiendo donaciones de su familia en El Salvador para pagar el funeral.
Cuando fui a visitarla en octubre pasado, Pacheco aún lloraba a su esposo y lo describió como “más muerto que vivo” incluso antes de contagiarse de covid. Arrue tenía los pulmones dañados desde 2011 a raíz de un accidente químico en la planta, en el que 152 personas fueron hospitalizadas tras haber estado expuestas a gas de cloro. Pacheco, que solía procesar pollo en Tyson y actualmente tiene un empleo en Simmons, trabaja el turno nocturno, sonámbula, igual que Daniela. “Me despierto cansada”, dijo, “cansada y con la sensación de que me estoy ahogando.”
{{ linea }}
El 10 de abril de 2020 un trabajador de la planta de Springdale llevó una grabadora de voz digital en forma de pluma a una junta con recursos humanos. José, que ha trabajado en Tyson durante diez años transportando y abriendo cajas de pollo congelado para hacer nuggets, recibió la grabadora de un videoperiodista de investigación de Al Jazeera a inicios de la pandemia. (José es un pseudónimo.) Corredor, flexible y seguro de sí mismo, José siempre ha pensado que en su vida pasada debió haber sido periodista, por lo que continuó grabando las condiciones laborales de su planta, desafiando la ley mordaza de Arkansas que criminaliza la toma de fotografías y videos dentro de instalaciones empacadoras para su distribución, esto con el fin de prevenir que se denuncien las violaciones.
Su supervisor se encontraba en la junta. “Me preocupa porque tengo cuatro niños pequeños”, le dijo José, “no importa que no vayan a la escuela si yo estoy aquí y soy el que puede contagiarlos”. José me dijo que era imposible respetar el distanciamiento social en el lugar de trabajo y agregó que la compañía no les proporcionó ningún tipo de equipo de protección. Incluso, en algunas plantas, se les pidió a los trabajadores que ellos mismos hicieran sus cubrebocas.
La respuesta del supervisor fue inferir que José “no quería que la planta operara”. En vez de abordar el tema del riesgo de contagio dentro de Tyson, resaltó los peligros de ir a los supermercados. La postura de la empresa sobre el coronavirus era que este se pescaba afuera de la planta y que los contagios dentro de las instalaciones se daban porque los trabajadores eran irresponsables en su comportamiento fuera del horario laboral. Los trabajadores de aquella planta en Springdale me enviaron fotografías de un anuncio navideño que decía “¡NENA, HACE COVID AFUERA!”, remitiendo a la famosa canción romántica de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong.
José señaló que los controles de temperatura eran inútiles para la prevención de contagios debido al periodo de incubación del coronavirus, que es de varios días. “Si no estuviéramos produciendo pollo, tendríamos un sinnúmero de familias hambrientas allá afuera”, respondió el supervisor. “No pienses solo en ti y tus hijos, piensa en tus vecinos que no tienen un empleo fijo como tú ni comida en sus alacenas.” Cuando José lo presionó para que diera detalles sobre cómo la empresa apoyaba a los trabajadores contagiados, el supervisor respondió “si Tyson deja de producir pollo, miles de personas morirán”.
En ese momento Tyson y otras empresas empacadoras de carne presionaron a la administración de Trump para que mantuviera las plantas abiertas a pesar de las altas tasas de contagio por covid, argumentando que el cierre de estas —lo cual podría haber salvado a muchos de sus trabajadores— provocaría la escasez de carne a nivel nacional. Sin embargo, José había leído en los periódicos que Tyson había incrementado el envío de pollo a China, mientras que, en su informe final de mayo sobre la industria empacadora de carne, el subcomité selecto declaró que “estos miedos no tenían bases sólidas”.
Ni los miles de millones de Tyson ni los políticos, organizaciones o carreteras que financia son suficientes para perturbar a Magaly Licolli, cuya mirada delata su liderazgo. “No es necesario matar trabajadores para generar ganancias [para Tyson]”, comenta. Magaly fluye como agua entre las rocas y recalibra sus tácticas constantemente para mantener la presión sobre la empresa. Cuando vivía en México trabajaba como actriz y consideraba que la labor teatral en la que estaba involucrada era una buena herramienta de justicia social. En 2013, después de graduarse de la Universidad de Arkansas con una licenciatura en teatro, empezó a trabajar en una clínica comunitaria de Springdale, orientada a apoyar a migrantes que no podían regresar a las plantas de procesamiento después de haberse lesionado en el lugar de trabajo.
En la clínica, Licolli conoció a una mujer que había emigrado desde Guerrero, México, y que había estado en el mismo accidente que Arrue. Sus pulmones estaban tan dañados que le costaba respirar y batallaba en completar tareas tan simples como lavar los trastes. (La mujer solicitó permanecer en el anonimato por miedo a no recibir las compensaciones por discapacidad por las que sigue peleando con la empresa.) En 2019 las dos mujeres y dieciséis compañeras más que habían trabajado en diferentes empresas procesadoras de carne en Arkansas fundaron Venceremos, una organización de trabajadores cuya misión es garantizar el cumplimiento de los derechos humanos de los empleados de las empresas de procesamiento de pollo. El grupo pertenece a la Food Chain Workers Alliance (Alianza de Trabajadores de la Cadena Alimenticia), junto con cerca de treinta organizaciones que representan aproximadamente a 375 000 trabajadores de las industrias agrícola y de procesamiento de alimentos en Estados Unidos y Canadá.
Venceremos remite a una declaración largamente utilizada en diversas luchas históricas por la justicia en América Latina. Primero fue dicha por Fidel Castro en 1960, en un discurso que exigía justicia para los cientos de trabajadores y soldados fallecidos en la explosión en el Puerto de la Habana del buque francés La Coubre, cargado de municiones. “Venceremos”, escrito en Chile por Claudio Iturra, fue el himno de la campaña de Salvador Allende en 1970. Era un llamado a las armas para los trabajadores, campesinos, soldados y mineros: “Venceremos, venceremos / la miseria sabremos vencer”. Para Licolli, es un nombre apropiado para esta organización liderada por mujeres, quienes —como ella misma afirma— se encuentran al frente del cambio de la industria empacadora de carne. En octubre pasado, cuando conocí a Licolli en el recién inaugurado centro de Venceremos en Springdale, enfatizó la importancia del arte y el teatro para ayudar a que los trabajadores se organicen. En 2020 trabajadores y miembros de Venceremos hicieron marionetas gigantes de papel maché para una protesta que exigía que las plantas de Tyson cerraran y permitieran a sus trabajadores hacer cuarentena.
Durante los primeros meses de la pandemia, Licolli organizó a los trabajadores de diferentes plantas vía telefónica para recabar firmas en apoyo a una petición a favor de que las empresas procesadoras de pollo dieran a sus trabajadores equipo de protección, garantizaran el distanciamiento social y difundieran los resultados de las pruebas de covid. En diciembre de ese año, los trabajadores de la planta George en Springdale abandonaron las instalaciones para protestar por la decisión de la compañía de terminar con los turnos escalonados, lo que se traduciría en más trabajadores entrando a la planta simultáneamente y, por lo tanto, haría imposible mantener el distanciamiento social. “Tuve que traer abogados para que les hablaran a los trabajadores sobre ciertas actividades”, me dijo, “muchos trabajadores tenían miedo porque era su primera vez en una protesta”. Ninguno de los participantes fue despedido tras estas acciones. “Eso”, agregó, “fue una gran victoria”.
Los desafíos de organizar a trabajadores agrícolas son muchos, ya que un gran número de ellos son indocumentados, no saben leer o escribir o no hablan inglés, desconocen sus derechos laborales y con frecuencia no cuentan con recursos económicos. Los activistas tienen la difícil tarea de ganarse la confianza de aquellos a quienes desean organizar, pues pueden ser blanco de deportación, ser separados de sus familias y, además, enfrentar el despido. En Arkansas muchos trabajadores de la industria de procesamiento de pollo temen involucrarse en cualquier causa que pueda poner en riesgo sus empleos. Sin embargo, Licolli ha logrado organizar a empleados hispanohablantes gracias a su acompañamiento constante, valentía y compromiso con ellos durante los complicados años de pandemia. De hecho, ella comenta que el miedo al covid ha provocado que sean más receptivos, “organizarlos es muy complicado, un trabajo lento. No se da de la noche a la mañana”. Marielena Hincapié, que hace poco se retiró después de trece años como directora ejecutiva del National Immigration Law Center (Centro Nacional de Leyes de Inmigración), me dijo “se trata de construir relaciones, de construir una confianza y, sobre todo, se trata de ayudar a que los trabajadores vean e imaginen una realidad diferente”.
{{ linea }}
En marzo de este año acompañé a Daniela, José y otros cuatro trabajadores de Tyson en una peregrinación de Arkansas a Florida. Licolli los llevó a Immokalee a conocer a representantes de la poderosa Coalition of Immokalee Workers (Coalición de Trabajadores de Immokale, CIW) y también se unieron a la enorme manifestación de trabajadores de las industrias agrícola y de alimentos en Palm Beach. Esta era la segunda ocasión en que Licolli había llevado a trabajadores de la industria procesadora de pollo desde Arkansas hasta Immokalee. En 2018, la primera vez que organizó una visita así con otros cuatro trabajadores, Licolli creía que el modelo de la CIW podía cambiar la industria avícola en Arkansas. En aquel viaje, la CIW capacitó a los trabajadores para que instruyeran a sus compañeros sobre sus derechos laborales. El modelo educativo de “trabajador a trabajador” es una herramienta importante para los activistas de las industrias agrícola y de procesamiento de pollo. Además de que los trabajadores necesitan recibir asesorías en su idioma natal, con frecuencia estas lecciones tienen que darse dentro de su lugar de trabajo, ya que es ahí donde pasan la mayor parte de su tiempo. También es necesario contar con recursos visuales, pues muchos no saben leer ni escribir. “Es algo más como ‘vamos a divertirnos y aprender juntos’”, me dijo Licolli, “ese es el poder de la educación popular”.
Cuando el avión despegó, un tornado tocó tierra en Springdale. Aunque los adultos estaban preocupados por el rumbo que tomaría el tornado, sus hijos hablaban del mar, nunca lo habían visto. Cuando llegamos a Fort Meyers, rentamos un auto y manejamos hasta la playa. José y su esposa veían a sus hijos correr al encuentro de las olas. Había sido su esposa, una migrante de El Salvador y trabajadora en Tyson desde hace veinte años, quien lo llevó a una junta de Venceremos en 2019 después de que una compañera de trabajo la invitara a ella. La pareja no estaba segura de qué esperar en Immokalee, y les preocupaba que su supervisor en Tyson descubriera su participación.
Los trabajadores despedidos afirmaron que habían sido incluidos en una lista negra que les impedía obtener empleo en la industria de procesamiento de pollo y en las fábricas de Arkansas. Uno de los trabajadores que nos acompañaban, Miguel, era la única persona con puesto de supervisor involucrado en Venceremos. Pidió que su nombre real fuera omitido. “He sido víctima de bullying toda mi vida, desde que era niño”, dijo al explicar por qué había asistido. “Me molesta mucho ver a gente aprovecharse de otra gente.”
Licolli, los trabajadores y yo condujimos desde la playa hasta Immokalee, un poblado ubicado a sesenta y cinco kilómetros al noroeste de Everglades. La mayor parte de los tomates que los estadounidenses consumen durante el invierno vienen de las granjas cercanas a este lugar. Llegamos al centro comunitario de la CIW, un edificio azul celeste que alberga las oficinas de una estación de radio de habla hispana y que está ubicado frente a un estacionamiento que estaba lleno de autobuses escolares, los cuales transportan a trabajadores agrícolas hacia y desde los campos de tomate. En su interior, el edificio bullía en actividad.
La CIW ha estado en funciones desde 1993. Así como Venceremos, comenzó como un pequeño grupo de trabajadores que se reunían semanalmente. Con el tiempo, lograron desarrollar un modelo gestionado por los mismos trabajadores que, a través de protestas y campañas mediáticas, presiona a los vendedores minoristas para que busquen proveedores éticos de alimentos y exhortan a sus consumidores a apoyar condiciones laborales justas. En 2011 la CIW lanzó el Fair Food Program (Programa de Alimentos Justos), un acuerdo con la Florida Tomato Growers Exchange (Comisión de Productores de Tomate de Florida) que apoya a los trabajadores por medio de un ente independiente dedicado a monitorear e investigar violaciones laborales. El programa beneficia a cerca de 35 000 trabajadores, principalmente en Florida. Los minoristas involucrados pagan una pequeña cuota a los productores, la cual llega hasta los trabajadores: un centavo adicional por cada medio kilo de tomates. Si todos los grandes compradores participaran, los salarios de los trabajadores agrícolas se duplicarían.
Ante la presión pública orquestada por la CIW, McDonald’s, Burger King, Subway y otras grandes marcas se unieron al Fair Food Program, que también se ha extendido a los estados de Georgia, Carolina del Sur, Virginia, Maryland y Nueva Jersey. El programa no solo ha logrado el aumento de los salarios de los trabajadores en la producción de tomate, también ha puesto en marcha un sistema para reportar abusos y acoso sexual en el lugar de trabajo, así como medidas para evitar el robo de los salarios y sesiones educativas para que los trabajadores aprendan más sobre sus derechos. De las cinco corporaciones de comida rápida más grandes en Estados Unidos, Wendy’s es la única que se ha rehusado a unirse al programa, alegando que todos sus tomates provienen de invernaderos. A pesar de que Wendy’s ha declarado que las condiciones laborales en los invernaderos son justas y seguras, algunas investigaciones han revelado que los trabajadores suelen tener muy pocas protecciones. En 2016 la CIW promovió un boicot a nivel nacional en contra de esta cadena. Además, la coalición se encuentra organizando una marcha en Palm Beach, hogar del multimillonario Nelson Peltz, presidente de la junta directiva de Wendy’s y partidario de Trump.
Thelma Gómez, una mujer de brillante cabellera roja y activista comunitaria de Migrant Justice, viajó desde Vermont con sus gemelas de ocho años y un grupo de trabajadores de la industria láctea para aprender de la CIW. En su adolescencia empezó a trabajar en pequeñas granjas de lácteos en lo que ella describe como condiciones de esclavitud: jornadas de catorce horas que empezaban a las 4 a. m. Le pagaban muy poco y sufría acoso sexual constantemente. Gómez, quien inicialmente era indocumentada, dijo que “nadie quiere quejarse con el jefe… porque a veces ellos mismos son los que entregan a los trabajadores” para que sean deportados. Se involucró en el activismo laboral después de convertirse en madre, “quiero que mis hijas sean fuertes y quiero que vean cómo marchamos juntas”.
En la CIW los trabajadores demostraron su poder colectivo al levantar un camión del estacionamiento y arrastrarlo varios metros. Mientras comían tamales bajo el sol de Florida, muchos de los trabajadores de las procesadoras de pollo comparaban las cicatrices de sus cirugías de túnel carpiano. José me dijo que no importaba el tipo de herida ni si alguien había dado positivo a covid, todos eran enviados de vuelta a la línea de producción. “No importa si una persona se tuerce el pie o si se le rompe o tritura un dedo”, dijo, “nos tienen a todos ahí como si fuéramos máquinas. No nos ven como personas”.
A principios de 2019 Daniela se enteró de que tenía cáncer de mama. Su doctor le hizo una nota que le permitía ir al baño cada vez que lo necesitara. Incluso entonces, me dijo, su supervisor la seguía hasta el baño y cuando salía le preguntaba en voz alta por qué se había tardado tanto. En Immokalee tuvo oportunidad de descansar en una mecedora y darse masajes para aliviar la lesión en el cuello que se había provocado trabajando. “El cuerpo tiene memoria”, me dijo, mientras veía sus manos. En el dedo anular llevaba un anillo con una piedra fucsia. Al mirarlo de cerca se aprecia el logo de Tyson, grabado a un costado de la piedra. El anillo, un regalo de la compañía, pertenecía a su esposo. Las manos le dolían todo el tiempo, le pulsaban como si se las hubieran golpeado. Ya no podía levantar o abrir cosas, sus dedos ya no le respondían como ella quería. Incluso en sus sueños procesaba pollos con una ferocidad tal que amanecía cubierta de rasguños y cortadas. Para evitarlo, su médico le dio unos guantes protectores para dormir.
“Me interesa todo aquí. Están muy unidos y preparados”, comentó al ver los autobuses escolares en el estacionamiento. “Se puede avanzar cuando todos trabajan juntos.”
{{ linea }}
El sábado 2 de abril, después del desayuno, los trabajadores, sus hijos y los activistas locales se enfundaron en playeras amarillas con la leyenda JUSTICIA PARA LOS TRABAJADORES AGRÍCOLAS y se subieron a los autobuses para un viaje de una hora y media hasta Palm Beach. El hijo pequeño de José, de tan solo tres años, llevaba una playera que le quedaba como vestido. La arrastraba con cada paso que daba y en sus manos llevaba una figura de acción de Spider Man. A medida que avanzábamos por la carretera, la incipiente luz de la mañana brillaba sobre los campos llenos de trabajadores.
Cientos de personas llegaron a los relucientes jardines del Bradley Park para la marcha. Estábamos en un vecindario plagado de mansiones, a poco más de tres kilómetros de distancia de la zona de Mar-a-Lago. Los trabajadores agrícolas de Florida, acompañados de trabajadores de la industria láctea, avícola y de la construcción, llevaban pancartas con formas de tomate en las que se leían las consignas ¡LUCHAMOS POR ALIMENTOS JUSTOS! y ¡RESPETO! ¡JUSTICIA! Todos reían, se abrazaban, cantaban y tocaban música. Aproximadamente una hora antes de la marcha, la CIW montó un escenario en el parque y presentó una obra de teatro para informar a los asistentes sobre los derechos laborales de los cosechadores de tomate. Lucas Benítez, cofundador de la CIW y extrabajador agrícola, narró la obra en español con una interpretación consecutiva al inglés. La multitud presente pudo ver en el escenario a dos grupos de trabajadores cosechando tomates de cartón: los que trabajaban protegidos por el Fair Food Program y los que no estaban dentro del programa y sufrían todo tipo de agravios, incluyendo acoso sexual. El papel de Peltz fue interpretado por Gerardo Reyes Chávez, nacido en Zacatecas, México, quien comenzó a trabajar en los campos a la edad de once años. Reyes ayudó al lanzamiento del Fair Food Program, sus compañeros de la CIW le apodan el Flaco. Caracterizado con una peluca blanca, se inclinaba intimidante sobre un trabajador disfrazado de la pelirroja mascota de Wendy’s.
Reyes Chávez me contó que Palm Beach contaba con leyes que evitaban las protestas, por lo que la CIW tuvo que demandar a la ciudad en 2016 para obtener el derecho de reunión. Los trabajadores marcharon por varias calles y se detuvieron frente a un lujoso restaurante que estaba al lado de las oficinas de Peltz. Tan solo por un instante, los residentes de Palm Beach que departían en los cafés y restaurantes al aire libre se encontraron cara a cara con los trabajadores migrantes que llevan la comida a sus mesas. “Me parece algo muy poderoso perturbar su comodidad”, comentó Licolli.
“No he podido dormir”, me dijo Miguel, “he estado pensando sobre lo que voy a hacer cuando regrese. Magaly me ha estado diciendo que podríamos hacer una obra de teatro sobre los trabajadores de las plantas procesadoras de pollo”. Ahora que Venceremos ha abierto su centro de operaciones en Springdale, los trabajadores cuentan con un espacio para sus juntas regulares, aunque para aquellos con familias a veces resulta complicado encontrar tiempo entre turnos. Algunos trabajadores católicos han presentado a sus supervisores de Tyson cartas de los sacerdotes de sus parroquias para que se les permita ausentarse los domingos.
Tras su regreso a Arkansas, José fue despedido. Su supervisor le dijo que había hecho mal su trabajo, pero se negó a mostrarle las grabaciones de las cámaras de seguridad para probar el argumento. Actualmente trabaja en una fábrica de galletas, pero no ha dejado de asistir a las reuniones de Venceremos ni ha perdido contacto con los trabajadores de Tyson, para seguir documentando las condiciones en las plantas. “He aprendido que solo juntos podemos lograr cosas”, me dijo, “como trabajadores tenemos muchos derechos que desconocemos”. Cuando lo visité el pasado octubre, sentado en una silla plegable en su garage, me hizo una demostración de cómo deshuesaba los pollos cuando trabajaba en la planta. Narraba cada paso moviendo con precisión una mano en el aire y deteniendo con la otra un cuchillo imaginario. También me contó que en las noches todavía soñaba que deshuesaba pollos.
“Me sentí apoyada y segura acerca de mis derechos como trabajadora”, me dijo Daniela al visitarla en julio pasado. Se encontraba en su garage examinando ropa y juguetes de segunda mano que tenía pensado enviar a Guatemala para venderlos. “He aprendido a luchar para vivir y sobrevivir. Ya no tengo miedo.”
*Christopher Leonard, el periodista que me compartió las entrevistas, obtuvo estas grabaciones después de la publicación de su libro sobre Tyson Foods The Meat Racket, en 2014.
Mesa Refuge y The Logan Nonfiction Program apoyaron este proyecto con residencias literarias.
La empresa Tyson emplea a cientos de inmigrantes latinoamericanos. Muchos de ellos no tienen documentos legales y, como viven en pequeños poblados, no pueden optar por otros empleos. Esto ha propiciado que los trabajadores estén a merced de la compañía, que los ha puesto en riesgo de contraer covid —además, por las labores que desempeñan, suelen desarrollar síndrome de túnel carpiano—. Hoy, sin embargo, se organizan gracias al grupo Venceremos.
Esta historia fue producida en colaboración con el Pulitzer Center y el Economic Hardship Reporting Project.
La versión original en inglés se publicó en el New York Review of Books.
Daniela trabaja lo mismo dormida que despierta. En sus sueños se cubre con capas y capas de equipo de protección: guantes de plástico primero, luego de tela y finalmente de metal. Preparada, toma el cuchillo y se dispone a cortar pollo. Al despertar, a veces se descubre llena de rasguños por haber trabajado la noche entera.
Es de baja estatura y a sus cuarenta y nueve años su expresivo rostro redondo muestra su fortaleza. Con frecuencia trae las manos empuñadas, sus dedos se crispan y se tuercen en contra de su voluntad: son los efectos secundarios de años de trabajo manual repetitivo. Lleva veintiún años trabajando para la empresa empacadora de carne Tyson Foods en una de sus plantas más grandes, en Arkansas. Empezó en los mataderos, luego avanzó al área de empaquetado y finalmente llegó al área en donde se deshuesa toda la carne blanca. Se dedica a cortar alas de pollo por 17.50 dólares la hora, diez horas diarias, cuatro o cinco días a la semana.
Para ella, su vida laboral tiene un antes y un después: su época como indocumentada trabajando con un nombre falso y su presente como trabajadora legalizada con su nombre real. Daniela es un pseudónimo. En 1998 emigró a Estados Unidos desde San Marcos, Guatemala, a los veinticuatro años. Obtuvo la ciudadanía a los treinta y seis, después de casarse. Conoció a su esposo en la planta, él se dedicaba a lavar las tapas de las cajas de carne. Era treinta y dos años mayor que ella y texano de nacimiento. Daniela lo describe como alguien amable, callado y detallista. En su retrato de bodas, que cuelga de una de las paredes del pequeño comedor de su tráiler, ambos llevan el atuendo tradicional de Texas para las ocasiones formales. Cuando logra dormir tranquila, él se le aparece en sus sueños.
En los primeros meses de la pandemia y debido a la alta tasa de contagios a nivel interno, la planta operó con un número reducido de trabajadores, por lo que Daniela tuvo que hacer el trabajo de dos personas. “Se te duermen las manos”, me dijo al describir sus jornadas de diez horas. El 12 de junio de 2020 empezó a sentir dolor en todo el cuerpo y decidió ir a ver a la enfermera de la planta, quien le dijo que tenía que regresar a la línea de trabajo o, de lo contrario, perdería “puntos”. Las políticas de asistencia de Tyson se basan en un sistema de puntaje, si los trabajadores pierden demasiados puntos, quedan despedidos automáticamente. Aquellos que dieron positivo a coronavirus podían quedarse en casa sin perder puntos, pero Daniela señala que la enfermera nunca le ofreció hacerle una prueba de covid. En la planta de Tyson los supervisores publicaban diariamente una lista con el número de casos positivos de covid reportados, pero no revelaban los nombres de los trabajadores contagiados. “Nos dábamos cuenta de quiénes tenían covid cuando desaparecían.”
Cuando llegó a casa esa noche, Daniela notó que el malestar iba en aumento. Dos días después, su esposo no podía respirar. Al igual que muchos otros trabajadores, el hombre de ochenta años sabía que la probabilidad de padecer covid era alta y que seguramente moriría. Antes de que la ambulancia lo recogiera, le pidió a su esposa que luchara, se cuidara y volviera a su país si él no regresaba y sus empleadores la indemnizaban con la cantidad de mil quinientos dólares que los trabajadores llamaban el “cheque de la muerte”. Su hospitalización fue inminente.
El 16 de junio Daniela recibió la noticia de la muerte de su esposo. Como ella estaba en cuarentena, el cuerpo tuvo que permanecer dos días en la funeraria. El seguro médico pagó una parte de la cuenta del hospital, pero aún faltaban por liquidar tres mil dólares, que ella no podía pagar. Entre la funeraria y el hospital, Daniela gastó un total de catorce mil dólares. En total, de Tyson recibió cuatro mil quinientos dólares. Decidió quedarse en Green Forest y conservar su empleo en la planta para pagar sus deudas. Se sentía sola después de la muerte de su esposo, por lo que le pidió a su sobrina de catorce años que fuera a vivir con ella desde San Marcos para hacerle compañía. “Le dije que tiene que estudiar, no quiero verla en Tyson”, dice mientras observa el rostro de la joven asomándose entre las cortinas beige de la estrecha ventana del tráiler.
La primera vez que Daniela soñó con su esposo, este se le apareció sentado en el sillón de la sala. “Cuando quieras hacer algo, hazlo”, le dijo, “y no tengas miedo”.
{{ linea }}
Green Forest es un poblado de tres mil habitantes. Su cementerio está plagado de docenas de tumbas con fechas del 2020 y 2021 que llevan los nombres de trabajadores originarios de Birmania, Guatemala, México, Tailandia y las Islas Marshall. El esposo de Daniela fue uno de los aproximadamente 269 trabajadores de la industria empacadora de carne que murieron de covid en todo el país durante el primer año de la pandemia. Según un memorándum del Select Subcommittee on the Coronavirus Crisis (subcomité selecto por la Casa Blanca para la crisis de coronavirus, SSCC por sus siglas en inglés) publicado en octubre de 2021, Tyson reportó 151 muertes relacionadas con el covid, el doble de las reportadas por cualquier otra empresa empacadora de carne.
Tyson Foods es la empacadora de carne más grande en Estados Unidos y la segunda a nivel mundial. A nivel doméstico, emplea a 141 000 personas y tiene en funcionamiento 241 plantas, incluyendo instalaciones en veinte comunidades de Arkansas. La compañía suele construir sus plantas en poblados rurales pequeños, convirtiéndose en la mayor fuente de empleo de los residentes, la mayoría de los cuales son inmigrantes. Para los trabajadores indocumentados, que alcanzan al menos el 14% de la fuerza laboral de la industria empacadora de carne en Estados Unidos, las empresas como Tyson llegan a controlar sus vidas a tal grado que temen hablar sobre los presuntos abusos laborales.
Aunque es difícil que los ejecutivos de Tyson hagan comentarios en torno a asuntos laborales, en una entrevista para uso interno de la compañía realizada en el año 2000 Donald “Buddy” Wray, quien se acababa de jubilar como presidente de la empresa, dijo: “Estaríamos quebrados sin estos empleados de otros países y que no hablan inglés”. Por otro lado, Derek Burleson, uno de los voceros de Tyson, me dijo: “Nuestra postura con respecto a los compañeros migrantes o refugiados es clara: nos enorgullece emplear inmigrantes de todas partes del mundo y creemos que sus contribuciones son esenciales para nuestro éxito. En nuestras instalaciones se hablan múltiples idiomas, hasta treinta y cinco dentro de una sola planta. Esta diversidad es nuestra fortaleza”.*
Arkansas es un estado con “derecho al trabajo”, en donde las leyes estipulan que ningún individuo puede ser forzado a unirse o pagar cuotas a un sindicato. En 1944, cuando los legisladores de Arkansas propusieron esta enmienda del derecho al trabajo, lo hicieron con el propósito de asegurarse que los trabajadores blancos no se unieran ni se organizaran con los trabajadores afroamericanos. De todas las plantas de Tyson que existen en el estado, solo una está sindicalizada, la de Dardanelle. “Preferimos tener un ambiente libre de sindicatos”, afirmó en aquellas entrevistas del año 2000 Leland Tollett, presidente de Tyson entre 1991 y 1998, y agregó “nuestra gente está mejor si lidia directamente con la empresa. Somos justos. Y si llegáramos a no ser justos en algo, tendremos que buscar la forma de asegurarnos que esta gente entienda que estamos tratando de ser justos”.
Cinco compañías del grupo Fortune 500 tienen su sede en Arkansas, en donde Walmart y Tyson Foods dominan la economía del estado; además tienen una gran influencia en el ámbito legislativo a nivel nacional. Tyson (con sus oficinas centrales en Springdale) y Walmart (en Bentonville) han invertido millones de dólares en parques, carreteras, museos y más infraestructura para sus modernos “company towns”. Para llegar a Springdale se tiene que tomar la Don Tyson Parkway y pasar frente a diferentes fundaciones no gubernamentales, negocios y escuelas que han recibido financiamiento de Tyson. Por su parte, los medios locales publican variedad de artículos elogiando las ganancias y la filantropía de la empresa.
Esta generosidad es posible gracias al historial de bajos salarios y trato deficiente hacia los trabajadores por parte de la empresa. Tras haber presionado a la USDA (el Departamento de Agricultura de Estados Unidos) para que designara a la industria empacadora de carne como “infraestructura de importancia crítica” y a sus trabajadores como “esenciales”, Tyson alcanzó un récord de ganancias durante la pandemia, incluyendo los casi dos mil millones de dólares de ingresos netos obtenidos en la primera mitad de 2022. La designación de “infraestructura de importancia crítica” permitió que las empresas exentaran a sus trabajadores de alinearse con los mandatos de confinamiento y las recomendaciones de distanciamiento social.
Para el primero de noviembre de 2020, un trabajador de “Clase I” —Tyson divide a sus empleados en siete clases según su salario— que había estado en la compañía al menos diez años ganaba 13.50 dólares la hora. Un trabajador de “Clase VII”, con una antigüedad comparable, ganaba 14.95. Cuando empezó la pandemia, Daniela estaba en la Clase VII, pero fue denigrada a la Clase I a principios de 2022 debido a que tuvo problemas con el síndrome de túnel carpiano que padece. (El vocero de Tyson señala que desde 2022 la compañía ha implementado una serie de aumentos salariales en algunas de sus plantas en Arkansas, incluyendo la de Springdale, donde los salarios actualmente oscilan entre los 15.65 y los 20.20 dólares la hora.) Actualmente Daniela se encuentra a la espera de que Tyson acepte cubrir los gastos de su cirugía en ambas manos.
Plácido Leopoldo Arrue trabajó en la planta de Tyson de Berry Street en Springdale por dos décadas hasta su muerte por covid en julio de 2020. Su viuda, Angelina Pacheco, se trasladó al área de Siloam Spring a visitar a un brujo (también inmigrante de El Salvador), quien le prometió que haría a Tyson “vomitar dinero” para que cubriera los costos funerarios y de hospitalización de su esposo. Como parte del ritual, el brujo sacrificó un chivo. Al final, Pacheco terminó recibiendo donaciones de su familia en El Salvador para pagar el funeral.
Cuando fui a visitarla en octubre pasado, Pacheco aún lloraba a su esposo y lo describió como “más muerto que vivo” incluso antes de contagiarse de covid. Arrue tenía los pulmones dañados desde 2011 a raíz de un accidente químico en la planta, en el que 152 personas fueron hospitalizadas tras haber estado expuestas a gas de cloro. Pacheco, que solía procesar pollo en Tyson y actualmente tiene un empleo en Simmons, trabaja el turno nocturno, sonámbula, igual que Daniela. “Me despierto cansada”, dijo, “cansada y con la sensación de que me estoy ahogando.”
{{ linea }}
El 10 de abril de 2020 un trabajador de la planta de Springdale llevó una grabadora de voz digital en forma de pluma a una junta con recursos humanos. José, que ha trabajado en Tyson durante diez años transportando y abriendo cajas de pollo congelado para hacer nuggets, recibió la grabadora de un videoperiodista de investigación de Al Jazeera a inicios de la pandemia. (José es un pseudónimo.) Corredor, flexible y seguro de sí mismo, José siempre ha pensado que en su vida pasada debió haber sido periodista, por lo que continuó grabando las condiciones laborales de su planta, desafiando la ley mordaza de Arkansas que criminaliza la toma de fotografías y videos dentro de instalaciones empacadoras para su distribución, esto con el fin de prevenir que se denuncien las violaciones.
Su supervisor se encontraba en la junta. “Me preocupa porque tengo cuatro niños pequeños”, le dijo José, “no importa que no vayan a la escuela si yo estoy aquí y soy el que puede contagiarlos”. José me dijo que era imposible respetar el distanciamiento social en el lugar de trabajo y agregó que la compañía no les proporcionó ningún tipo de equipo de protección. Incluso, en algunas plantas, se les pidió a los trabajadores que ellos mismos hicieran sus cubrebocas.
La respuesta del supervisor fue inferir que José “no quería que la planta operara”. En vez de abordar el tema del riesgo de contagio dentro de Tyson, resaltó los peligros de ir a los supermercados. La postura de la empresa sobre el coronavirus era que este se pescaba afuera de la planta y que los contagios dentro de las instalaciones se daban porque los trabajadores eran irresponsables en su comportamiento fuera del horario laboral. Los trabajadores de aquella planta en Springdale me enviaron fotografías de un anuncio navideño que decía “¡NENA, HACE COVID AFUERA!”, remitiendo a la famosa canción romántica de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong.
José señaló que los controles de temperatura eran inútiles para la prevención de contagios debido al periodo de incubación del coronavirus, que es de varios días. “Si no estuviéramos produciendo pollo, tendríamos un sinnúmero de familias hambrientas allá afuera”, respondió el supervisor. “No pienses solo en ti y tus hijos, piensa en tus vecinos que no tienen un empleo fijo como tú ni comida en sus alacenas.” Cuando José lo presionó para que diera detalles sobre cómo la empresa apoyaba a los trabajadores contagiados, el supervisor respondió “si Tyson deja de producir pollo, miles de personas morirán”.
En ese momento Tyson y otras empresas empacadoras de carne presionaron a la administración de Trump para que mantuviera las plantas abiertas a pesar de las altas tasas de contagio por covid, argumentando que el cierre de estas —lo cual podría haber salvado a muchos de sus trabajadores— provocaría la escasez de carne a nivel nacional. Sin embargo, José había leído en los periódicos que Tyson había incrementado el envío de pollo a China, mientras que, en su informe final de mayo sobre la industria empacadora de carne, el subcomité selecto declaró que “estos miedos no tenían bases sólidas”.
Ni los miles de millones de Tyson ni los políticos, organizaciones o carreteras que financia son suficientes para perturbar a Magaly Licolli, cuya mirada delata su liderazgo. “No es necesario matar trabajadores para generar ganancias [para Tyson]”, comenta. Magaly fluye como agua entre las rocas y recalibra sus tácticas constantemente para mantener la presión sobre la empresa. Cuando vivía en México trabajaba como actriz y consideraba que la labor teatral en la que estaba involucrada era una buena herramienta de justicia social. En 2013, después de graduarse de la Universidad de Arkansas con una licenciatura en teatro, empezó a trabajar en una clínica comunitaria de Springdale, orientada a apoyar a migrantes que no podían regresar a las plantas de procesamiento después de haberse lesionado en el lugar de trabajo.
En la clínica, Licolli conoció a una mujer que había emigrado desde Guerrero, México, y que había estado en el mismo accidente que Arrue. Sus pulmones estaban tan dañados que le costaba respirar y batallaba en completar tareas tan simples como lavar los trastes. (La mujer solicitó permanecer en el anonimato por miedo a no recibir las compensaciones por discapacidad por las que sigue peleando con la empresa.) En 2019 las dos mujeres y dieciséis compañeras más que habían trabajado en diferentes empresas procesadoras de carne en Arkansas fundaron Venceremos, una organización de trabajadores cuya misión es garantizar el cumplimiento de los derechos humanos de los empleados de las empresas de procesamiento de pollo. El grupo pertenece a la Food Chain Workers Alliance (Alianza de Trabajadores de la Cadena Alimenticia), junto con cerca de treinta organizaciones que representan aproximadamente a 375 000 trabajadores de las industrias agrícola y de procesamiento de alimentos en Estados Unidos y Canadá.
Venceremos remite a una declaración largamente utilizada en diversas luchas históricas por la justicia en América Latina. Primero fue dicha por Fidel Castro en 1960, en un discurso que exigía justicia para los cientos de trabajadores y soldados fallecidos en la explosión en el Puerto de la Habana del buque francés La Coubre, cargado de municiones. “Venceremos”, escrito en Chile por Claudio Iturra, fue el himno de la campaña de Salvador Allende en 1970. Era un llamado a las armas para los trabajadores, campesinos, soldados y mineros: “Venceremos, venceremos / la miseria sabremos vencer”. Para Licolli, es un nombre apropiado para esta organización liderada por mujeres, quienes —como ella misma afirma— se encuentran al frente del cambio de la industria empacadora de carne. En octubre pasado, cuando conocí a Licolli en el recién inaugurado centro de Venceremos en Springdale, enfatizó la importancia del arte y el teatro para ayudar a que los trabajadores se organicen. En 2020 trabajadores y miembros de Venceremos hicieron marionetas gigantes de papel maché para una protesta que exigía que las plantas de Tyson cerraran y permitieran a sus trabajadores hacer cuarentena.
Durante los primeros meses de la pandemia, Licolli organizó a los trabajadores de diferentes plantas vía telefónica para recabar firmas en apoyo a una petición a favor de que las empresas procesadoras de pollo dieran a sus trabajadores equipo de protección, garantizaran el distanciamiento social y difundieran los resultados de las pruebas de covid. En diciembre de ese año, los trabajadores de la planta George en Springdale abandonaron las instalaciones para protestar por la decisión de la compañía de terminar con los turnos escalonados, lo que se traduciría en más trabajadores entrando a la planta simultáneamente y, por lo tanto, haría imposible mantener el distanciamiento social. “Tuve que traer abogados para que les hablaran a los trabajadores sobre ciertas actividades”, me dijo, “muchos trabajadores tenían miedo porque era su primera vez en una protesta”. Ninguno de los participantes fue despedido tras estas acciones. “Eso”, agregó, “fue una gran victoria”.
Los desafíos de organizar a trabajadores agrícolas son muchos, ya que un gran número de ellos son indocumentados, no saben leer o escribir o no hablan inglés, desconocen sus derechos laborales y con frecuencia no cuentan con recursos económicos. Los activistas tienen la difícil tarea de ganarse la confianza de aquellos a quienes desean organizar, pues pueden ser blanco de deportación, ser separados de sus familias y, además, enfrentar el despido. En Arkansas muchos trabajadores de la industria de procesamiento de pollo temen involucrarse en cualquier causa que pueda poner en riesgo sus empleos. Sin embargo, Licolli ha logrado organizar a empleados hispanohablantes gracias a su acompañamiento constante, valentía y compromiso con ellos durante los complicados años de pandemia. De hecho, ella comenta que el miedo al covid ha provocado que sean más receptivos, “organizarlos es muy complicado, un trabajo lento. No se da de la noche a la mañana”. Marielena Hincapié, que hace poco se retiró después de trece años como directora ejecutiva del National Immigration Law Center (Centro Nacional de Leyes de Inmigración), me dijo “se trata de construir relaciones, de construir una confianza y, sobre todo, se trata de ayudar a que los trabajadores vean e imaginen una realidad diferente”.
{{ linea }}
En marzo de este año acompañé a Daniela, José y otros cuatro trabajadores de Tyson en una peregrinación de Arkansas a Florida. Licolli los llevó a Immokalee a conocer a representantes de la poderosa Coalition of Immokalee Workers (Coalición de Trabajadores de Immokale, CIW) y también se unieron a la enorme manifestación de trabajadores de las industrias agrícola y de alimentos en Palm Beach. Esta era la segunda ocasión en que Licolli había llevado a trabajadores de la industria procesadora de pollo desde Arkansas hasta Immokalee. En 2018, la primera vez que organizó una visita así con otros cuatro trabajadores, Licolli creía que el modelo de la CIW podía cambiar la industria avícola en Arkansas. En aquel viaje, la CIW capacitó a los trabajadores para que instruyeran a sus compañeros sobre sus derechos laborales. El modelo educativo de “trabajador a trabajador” es una herramienta importante para los activistas de las industrias agrícola y de procesamiento de pollo. Además de que los trabajadores necesitan recibir asesorías en su idioma natal, con frecuencia estas lecciones tienen que darse dentro de su lugar de trabajo, ya que es ahí donde pasan la mayor parte de su tiempo. También es necesario contar con recursos visuales, pues muchos no saben leer ni escribir. “Es algo más como ‘vamos a divertirnos y aprender juntos’”, me dijo Licolli, “ese es el poder de la educación popular”.
Cuando el avión despegó, un tornado tocó tierra en Springdale. Aunque los adultos estaban preocupados por el rumbo que tomaría el tornado, sus hijos hablaban del mar, nunca lo habían visto. Cuando llegamos a Fort Meyers, rentamos un auto y manejamos hasta la playa. José y su esposa veían a sus hijos correr al encuentro de las olas. Había sido su esposa, una migrante de El Salvador y trabajadora en Tyson desde hace veinte años, quien lo llevó a una junta de Venceremos en 2019 después de que una compañera de trabajo la invitara a ella. La pareja no estaba segura de qué esperar en Immokalee, y les preocupaba que su supervisor en Tyson descubriera su participación.
Los trabajadores despedidos afirmaron que habían sido incluidos en una lista negra que les impedía obtener empleo en la industria de procesamiento de pollo y en las fábricas de Arkansas. Uno de los trabajadores que nos acompañaban, Miguel, era la única persona con puesto de supervisor involucrado en Venceremos. Pidió que su nombre real fuera omitido. “He sido víctima de bullying toda mi vida, desde que era niño”, dijo al explicar por qué había asistido. “Me molesta mucho ver a gente aprovecharse de otra gente.”
Licolli, los trabajadores y yo condujimos desde la playa hasta Immokalee, un poblado ubicado a sesenta y cinco kilómetros al noroeste de Everglades. La mayor parte de los tomates que los estadounidenses consumen durante el invierno vienen de las granjas cercanas a este lugar. Llegamos al centro comunitario de la CIW, un edificio azul celeste que alberga las oficinas de una estación de radio de habla hispana y que está ubicado frente a un estacionamiento que estaba lleno de autobuses escolares, los cuales transportan a trabajadores agrícolas hacia y desde los campos de tomate. En su interior, el edificio bullía en actividad.
La CIW ha estado en funciones desde 1993. Así como Venceremos, comenzó como un pequeño grupo de trabajadores que se reunían semanalmente. Con el tiempo, lograron desarrollar un modelo gestionado por los mismos trabajadores que, a través de protestas y campañas mediáticas, presiona a los vendedores minoristas para que busquen proveedores éticos de alimentos y exhortan a sus consumidores a apoyar condiciones laborales justas. En 2011 la CIW lanzó el Fair Food Program (Programa de Alimentos Justos), un acuerdo con la Florida Tomato Growers Exchange (Comisión de Productores de Tomate de Florida) que apoya a los trabajadores por medio de un ente independiente dedicado a monitorear e investigar violaciones laborales. El programa beneficia a cerca de 35 000 trabajadores, principalmente en Florida. Los minoristas involucrados pagan una pequeña cuota a los productores, la cual llega hasta los trabajadores: un centavo adicional por cada medio kilo de tomates. Si todos los grandes compradores participaran, los salarios de los trabajadores agrícolas se duplicarían.
Ante la presión pública orquestada por la CIW, McDonald’s, Burger King, Subway y otras grandes marcas se unieron al Fair Food Program, que también se ha extendido a los estados de Georgia, Carolina del Sur, Virginia, Maryland y Nueva Jersey. El programa no solo ha logrado el aumento de los salarios de los trabajadores en la producción de tomate, también ha puesto en marcha un sistema para reportar abusos y acoso sexual en el lugar de trabajo, así como medidas para evitar el robo de los salarios y sesiones educativas para que los trabajadores aprendan más sobre sus derechos. De las cinco corporaciones de comida rápida más grandes en Estados Unidos, Wendy’s es la única que se ha rehusado a unirse al programa, alegando que todos sus tomates provienen de invernaderos. A pesar de que Wendy’s ha declarado que las condiciones laborales en los invernaderos son justas y seguras, algunas investigaciones han revelado que los trabajadores suelen tener muy pocas protecciones. En 2016 la CIW promovió un boicot a nivel nacional en contra de esta cadena. Además, la coalición se encuentra organizando una marcha en Palm Beach, hogar del multimillonario Nelson Peltz, presidente de la junta directiva de Wendy’s y partidario de Trump.
Thelma Gómez, una mujer de brillante cabellera roja y activista comunitaria de Migrant Justice, viajó desde Vermont con sus gemelas de ocho años y un grupo de trabajadores de la industria láctea para aprender de la CIW. En su adolescencia empezó a trabajar en pequeñas granjas de lácteos en lo que ella describe como condiciones de esclavitud: jornadas de catorce horas que empezaban a las 4 a. m. Le pagaban muy poco y sufría acoso sexual constantemente. Gómez, quien inicialmente era indocumentada, dijo que “nadie quiere quejarse con el jefe… porque a veces ellos mismos son los que entregan a los trabajadores” para que sean deportados. Se involucró en el activismo laboral después de convertirse en madre, “quiero que mis hijas sean fuertes y quiero que vean cómo marchamos juntas”.
En la CIW los trabajadores demostraron su poder colectivo al levantar un camión del estacionamiento y arrastrarlo varios metros. Mientras comían tamales bajo el sol de Florida, muchos de los trabajadores de las procesadoras de pollo comparaban las cicatrices de sus cirugías de túnel carpiano. José me dijo que no importaba el tipo de herida ni si alguien había dado positivo a covid, todos eran enviados de vuelta a la línea de producción. “No importa si una persona se tuerce el pie o si se le rompe o tritura un dedo”, dijo, “nos tienen a todos ahí como si fuéramos máquinas. No nos ven como personas”.
A principios de 2019 Daniela se enteró de que tenía cáncer de mama. Su doctor le hizo una nota que le permitía ir al baño cada vez que lo necesitara. Incluso entonces, me dijo, su supervisor la seguía hasta el baño y cuando salía le preguntaba en voz alta por qué se había tardado tanto. En Immokalee tuvo oportunidad de descansar en una mecedora y darse masajes para aliviar la lesión en el cuello que se había provocado trabajando. “El cuerpo tiene memoria”, me dijo, mientras veía sus manos. En el dedo anular llevaba un anillo con una piedra fucsia. Al mirarlo de cerca se aprecia el logo de Tyson, grabado a un costado de la piedra. El anillo, un regalo de la compañía, pertenecía a su esposo. Las manos le dolían todo el tiempo, le pulsaban como si se las hubieran golpeado. Ya no podía levantar o abrir cosas, sus dedos ya no le respondían como ella quería. Incluso en sus sueños procesaba pollos con una ferocidad tal que amanecía cubierta de rasguños y cortadas. Para evitarlo, su médico le dio unos guantes protectores para dormir.
“Me interesa todo aquí. Están muy unidos y preparados”, comentó al ver los autobuses escolares en el estacionamiento. “Se puede avanzar cuando todos trabajan juntos.”
{{ linea }}
El sábado 2 de abril, después del desayuno, los trabajadores, sus hijos y los activistas locales se enfundaron en playeras amarillas con la leyenda JUSTICIA PARA LOS TRABAJADORES AGRÍCOLAS y se subieron a los autobuses para un viaje de una hora y media hasta Palm Beach. El hijo pequeño de José, de tan solo tres años, llevaba una playera que le quedaba como vestido. La arrastraba con cada paso que daba y en sus manos llevaba una figura de acción de Spider Man. A medida que avanzábamos por la carretera, la incipiente luz de la mañana brillaba sobre los campos llenos de trabajadores.
Cientos de personas llegaron a los relucientes jardines del Bradley Park para la marcha. Estábamos en un vecindario plagado de mansiones, a poco más de tres kilómetros de distancia de la zona de Mar-a-Lago. Los trabajadores agrícolas de Florida, acompañados de trabajadores de la industria láctea, avícola y de la construcción, llevaban pancartas con formas de tomate en las que se leían las consignas ¡LUCHAMOS POR ALIMENTOS JUSTOS! y ¡RESPETO! ¡JUSTICIA! Todos reían, se abrazaban, cantaban y tocaban música. Aproximadamente una hora antes de la marcha, la CIW montó un escenario en el parque y presentó una obra de teatro para informar a los asistentes sobre los derechos laborales de los cosechadores de tomate. Lucas Benítez, cofundador de la CIW y extrabajador agrícola, narró la obra en español con una interpretación consecutiva al inglés. La multitud presente pudo ver en el escenario a dos grupos de trabajadores cosechando tomates de cartón: los que trabajaban protegidos por el Fair Food Program y los que no estaban dentro del programa y sufrían todo tipo de agravios, incluyendo acoso sexual. El papel de Peltz fue interpretado por Gerardo Reyes Chávez, nacido en Zacatecas, México, quien comenzó a trabajar en los campos a la edad de once años. Reyes ayudó al lanzamiento del Fair Food Program, sus compañeros de la CIW le apodan el Flaco. Caracterizado con una peluca blanca, se inclinaba intimidante sobre un trabajador disfrazado de la pelirroja mascota de Wendy’s.
Reyes Chávez me contó que Palm Beach contaba con leyes que evitaban las protestas, por lo que la CIW tuvo que demandar a la ciudad en 2016 para obtener el derecho de reunión. Los trabajadores marcharon por varias calles y se detuvieron frente a un lujoso restaurante que estaba al lado de las oficinas de Peltz. Tan solo por un instante, los residentes de Palm Beach que departían en los cafés y restaurantes al aire libre se encontraron cara a cara con los trabajadores migrantes que llevan la comida a sus mesas. “Me parece algo muy poderoso perturbar su comodidad”, comentó Licolli.
“No he podido dormir”, me dijo Miguel, “he estado pensando sobre lo que voy a hacer cuando regrese. Magaly me ha estado diciendo que podríamos hacer una obra de teatro sobre los trabajadores de las plantas procesadoras de pollo”. Ahora que Venceremos ha abierto su centro de operaciones en Springdale, los trabajadores cuentan con un espacio para sus juntas regulares, aunque para aquellos con familias a veces resulta complicado encontrar tiempo entre turnos. Algunos trabajadores católicos han presentado a sus supervisores de Tyson cartas de los sacerdotes de sus parroquias para que se les permita ausentarse los domingos.
Tras su regreso a Arkansas, José fue despedido. Su supervisor le dijo que había hecho mal su trabajo, pero se negó a mostrarle las grabaciones de las cámaras de seguridad para probar el argumento. Actualmente trabaja en una fábrica de galletas, pero no ha dejado de asistir a las reuniones de Venceremos ni ha perdido contacto con los trabajadores de Tyson, para seguir documentando las condiciones en las plantas. “He aprendido que solo juntos podemos lograr cosas”, me dijo, “como trabajadores tenemos muchos derechos que desconocemos”. Cuando lo visité el pasado octubre, sentado en una silla plegable en su garage, me hizo una demostración de cómo deshuesaba los pollos cuando trabajaba en la planta. Narraba cada paso moviendo con precisión una mano en el aire y deteniendo con la otra un cuchillo imaginario. También me contó que en las noches todavía soñaba que deshuesaba pollos.
“Me sentí apoyada y segura acerca de mis derechos como trabajadora”, me dijo Daniela al visitarla en julio pasado. Se encontraba en su garage examinando ropa y juguetes de segunda mano que tenía pensado enviar a Guatemala para venderlos. “He aprendido a luchar para vivir y sobrevivir. Ya no tengo miedo.”
*Christopher Leonard, el periodista que me compartió las entrevistas, obtuvo estas grabaciones después de la publicación de su libro sobre Tyson Foods The Meat Racket, en 2014.
Mesa Refuge y The Logan Nonfiction Program apoyaron este proyecto con residencias literarias.
Marcha por la justicia para los trabajadores agrícolas en Palm Beach, Florida. Fotografía de Saul Martinez.
La empresa Tyson emplea a cientos de inmigrantes latinoamericanos. Muchos de ellos no tienen documentos legales y, como viven en pequeños poblados, no pueden optar por otros empleos. Esto ha propiciado que los trabajadores estén a merced de la compañía, que los ha puesto en riesgo de contraer covid —además, por las labores que desempeñan, suelen desarrollar síndrome de túnel carpiano—. Hoy, sin embargo, se organizan gracias al grupo Venceremos.
Esta historia fue producida en colaboración con el Pulitzer Center y el Economic Hardship Reporting Project.
La versión original en inglés se publicó en el New York Review of Books.
Daniela trabaja lo mismo dormida que despierta. En sus sueños se cubre con capas y capas de equipo de protección: guantes de plástico primero, luego de tela y finalmente de metal. Preparada, toma el cuchillo y se dispone a cortar pollo. Al despertar, a veces se descubre llena de rasguños por haber trabajado la noche entera.
Es de baja estatura y a sus cuarenta y nueve años su expresivo rostro redondo muestra su fortaleza. Con frecuencia trae las manos empuñadas, sus dedos se crispan y se tuercen en contra de su voluntad: son los efectos secundarios de años de trabajo manual repetitivo. Lleva veintiún años trabajando para la empresa empacadora de carne Tyson Foods en una de sus plantas más grandes, en Arkansas. Empezó en los mataderos, luego avanzó al área de empaquetado y finalmente llegó al área en donde se deshuesa toda la carne blanca. Se dedica a cortar alas de pollo por 17.50 dólares la hora, diez horas diarias, cuatro o cinco días a la semana.
Para ella, su vida laboral tiene un antes y un después: su época como indocumentada trabajando con un nombre falso y su presente como trabajadora legalizada con su nombre real. Daniela es un pseudónimo. En 1998 emigró a Estados Unidos desde San Marcos, Guatemala, a los veinticuatro años. Obtuvo la ciudadanía a los treinta y seis, después de casarse. Conoció a su esposo en la planta, él se dedicaba a lavar las tapas de las cajas de carne. Era treinta y dos años mayor que ella y texano de nacimiento. Daniela lo describe como alguien amable, callado y detallista. En su retrato de bodas, que cuelga de una de las paredes del pequeño comedor de su tráiler, ambos llevan el atuendo tradicional de Texas para las ocasiones formales. Cuando logra dormir tranquila, él se le aparece en sus sueños.
En los primeros meses de la pandemia y debido a la alta tasa de contagios a nivel interno, la planta operó con un número reducido de trabajadores, por lo que Daniela tuvo que hacer el trabajo de dos personas. “Se te duermen las manos”, me dijo al describir sus jornadas de diez horas. El 12 de junio de 2020 empezó a sentir dolor en todo el cuerpo y decidió ir a ver a la enfermera de la planta, quien le dijo que tenía que regresar a la línea de trabajo o, de lo contrario, perdería “puntos”. Las políticas de asistencia de Tyson se basan en un sistema de puntaje, si los trabajadores pierden demasiados puntos, quedan despedidos automáticamente. Aquellos que dieron positivo a coronavirus podían quedarse en casa sin perder puntos, pero Daniela señala que la enfermera nunca le ofreció hacerle una prueba de covid. En la planta de Tyson los supervisores publicaban diariamente una lista con el número de casos positivos de covid reportados, pero no revelaban los nombres de los trabajadores contagiados. “Nos dábamos cuenta de quiénes tenían covid cuando desaparecían.”
Cuando llegó a casa esa noche, Daniela notó que el malestar iba en aumento. Dos días después, su esposo no podía respirar. Al igual que muchos otros trabajadores, el hombre de ochenta años sabía que la probabilidad de padecer covid era alta y que seguramente moriría. Antes de que la ambulancia lo recogiera, le pidió a su esposa que luchara, se cuidara y volviera a su país si él no regresaba y sus empleadores la indemnizaban con la cantidad de mil quinientos dólares que los trabajadores llamaban el “cheque de la muerte”. Su hospitalización fue inminente.
El 16 de junio Daniela recibió la noticia de la muerte de su esposo. Como ella estaba en cuarentena, el cuerpo tuvo que permanecer dos días en la funeraria. El seguro médico pagó una parte de la cuenta del hospital, pero aún faltaban por liquidar tres mil dólares, que ella no podía pagar. Entre la funeraria y el hospital, Daniela gastó un total de catorce mil dólares. En total, de Tyson recibió cuatro mil quinientos dólares. Decidió quedarse en Green Forest y conservar su empleo en la planta para pagar sus deudas. Se sentía sola después de la muerte de su esposo, por lo que le pidió a su sobrina de catorce años que fuera a vivir con ella desde San Marcos para hacerle compañía. “Le dije que tiene que estudiar, no quiero verla en Tyson”, dice mientras observa el rostro de la joven asomándose entre las cortinas beige de la estrecha ventana del tráiler.
La primera vez que Daniela soñó con su esposo, este se le apareció sentado en el sillón de la sala. “Cuando quieras hacer algo, hazlo”, le dijo, “y no tengas miedo”.
{{ linea }}
Green Forest es un poblado de tres mil habitantes. Su cementerio está plagado de docenas de tumbas con fechas del 2020 y 2021 que llevan los nombres de trabajadores originarios de Birmania, Guatemala, México, Tailandia y las Islas Marshall. El esposo de Daniela fue uno de los aproximadamente 269 trabajadores de la industria empacadora de carne que murieron de covid en todo el país durante el primer año de la pandemia. Según un memorándum del Select Subcommittee on the Coronavirus Crisis (subcomité selecto por la Casa Blanca para la crisis de coronavirus, SSCC por sus siglas en inglés) publicado en octubre de 2021, Tyson reportó 151 muertes relacionadas con el covid, el doble de las reportadas por cualquier otra empresa empacadora de carne.
Tyson Foods es la empacadora de carne más grande en Estados Unidos y la segunda a nivel mundial. A nivel doméstico, emplea a 141 000 personas y tiene en funcionamiento 241 plantas, incluyendo instalaciones en veinte comunidades de Arkansas. La compañía suele construir sus plantas en poblados rurales pequeños, convirtiéndose en la mayor fuente de empleo de los residentes, la mayoría de los cuales son inmigrantes. Para los trabajadores indocumentados, que alcanzan al menos el 14% de la fuerza laboral de la industria empacadora de carne en Estados Unidos, las empresas como Tyson llegan a controlar sus vidas a tal grado que temen hablar sobre los presuntos abusos laborales.
Aunque es difícil que los ejecutivos de Tyson hagan comentarios en torno a asuntos laborales, en una entrevista para uso interno de la compañía realizada en el año 2000 Donald “Buddy” Wray, quien se acababa de jubilar como presidente de la empresa, dijo: “Estaríamos quebrados sin estos empleados de otros países y que no hablan inglés”. Por otro lado, Derek Burleson, uno de los voceros de Tyson, me dijo: “Nuestra postura con respecto a los compañeros migrantes o refugiados es clara: nos enorgullece emplear inmigrantes de todas partes del mundo y creemos que sus contribuciones son esenciales para nuestro éxito. En nuestras instalaciones se hablan múltiples idiomas, hasta treinta y cinco dentro de una sola planta. Esta diversidad es nuestra fortaleza”.*
Arkansas es un estado con “derecho al trabajo”, en donde las leyes estipulan que ningún individuo puede ser forzado a unirse o pagar cuotas a un sindicato. En 1944, cuando los legisladores de Arkansas propusieron esta enmienda del derecho al trabajo, lo hicieron con el propósito de asegurarse que los trabajadores blancos no se unieran ni se organizaran con los trabajadores afroamericanos. De todas las plantas de Tyson que existen en el estado, solo una está sindicalizada, la de Dardanelle. “Preferimos tener un ambiente libre de sindicatos”, afirmó en aquellas entrevistas del año 2000 Leland Tollett, presidente de Tyson entre 1991 y 1998, y agregó “nuestra gente está mejor si lidia directamente con la empresa. Somos justos. Y si llegáramos a no ser justos en algo, tendremos que buscar la forma de asegurarnos que esta gente entienda que estamos tratando de ser justos”.
Cinco compañías del grupo Fortune 500 tienen su sede en Arkansas, en donde Walmart y Tyson Foods dominan la economía del estado; además tienen una gran influencia en el ámbito legislativo a nivel nacional. Tyson (con sus oficinas centrales en Springdale) y Walmart (en Bentonville) han invertido millones de dólares en parques, carreteras, museos y más infraestructura para sus modernos “company towns”. Para llegar a Springdale se tiene que tomar la Don Tyson Parkway y pasar frente a diferentes fundaciones no gubernamentales, negocios y escuelas que han recibido financiamiento de Tyson. Por su parte, los medios locales publican variedad de artículos elogiando las ganancias y la filantropía de la empresa.
Esta generosidad es posible gracias al historial de bajos salarios y trato deficiente hacia los trabajadores por parte de la empresa. Tras haber presionado a la USDA (el Departamento de Agricultura de Estados Unidos) para que designara a la industria empacadora de carne como “infraestructura de importancia crítica” y a sus trabajadores como “esenciales”, Tyson alcanzó un récord de ganancias durante la pandemia, incluyendo los casi dos mil millones de dólares de ingresos netos obtenidos en la primera mitad de 2022. La designación de “infraestructura de importancia crítica” permitió que las empresas exentaran a sus trabajadores de alinearse con los mandatos de confinamiento y las recomendaciones de distanciamiento social.
Para el primero de noviembre de 2020, un trabajador de “Clase I” —Tyson divide a sus empleados en siete clases según su salario— que había estado en la compañía al menos diez años ganaba 13.50 dólares la hora. Un trabajador de “Clase VII”, con una antigüedad comparable, ganaba 14.95. Cuando empezó la pandemia, Daniela estaba en la Clase VII, pero fue denigrada a la Clase I a principios de 2022 debido a que tuvo problemas con el síndrome de túnel carpiano que padece. (El vocero de Tyson señala que desde 2022 la compañía ha implementado una serie de aumentos salariales en algunas de sus plantas en Arkansas, incluyendo la de Springdale, donde los salarios actualmente oscilan entre los 15.65 y los 20.20 dólares la hora.) Actualmente Daniela se encuentra a la espera de que Tyson acepte cubrir los gastos de su cirugía en ambas manos.
Plácido Leopoldo Arrue trabajó en la planta de Tyson de Berry Street en Springdale por dos décadas hasta su muerte por covid en julio de 2020. Su viuda, Angelina Pacheco, se trasladó al área de Siloam Spring a visitar a un brujo (también inmigrante de El Salvador), quien le prometió que haría a Tyson “vomitar dinero” para que cubriera los costos funerarios y de hospitalización de su esposo. Como parte del ritual, el brujo sacrificó un chivo. Al final, Pacheco terminó recibiendo donaciones de su familia en El Salvador para pagar el funeral.
Cuando fui a visitarla en octubre pasado, Pacheco aún lloraba a su esposo y lo describió como “más muerto que vivo” incluso antes de contagiarse de covid. Arrue tenía los pulmones dañados desde 2011 a raíz de un accidente químico en la planta, en el que 152 personas fueron hospitalizadas tras haber estado expuestas a gas de cloro. Pacheco, que solía procesar pollo en Tyson y actualmente tiene un empleo en Simmons, trabaja el turno nocturno, sonámbula, igual que Daniela. “Me despierto cansada”, dijo, “cansada y con la sensación de que me estoy ahogando.”
{{ linea }}
El 10 de abril de 2020 un trabajador de la planta de Springdale llevó una grabadora de voz digital en forma de pluma a una junta con recursos humanos. José, que ha trabajado en Tyson durante diez años transportando y abriendo cajas de pollo congelado para hacer nuggets, recibió la grabadora de un videoperiodista de investigación de Al Jazeera a inicios de la pandemia. (José es un pseudónimo.) Corredor, flexible y seguro de sí mismo, José siempre ha pensado que en su vida pasada debió haber sido periodista, por lo que continuó grabando las condiciones laborales de su planta, desafiando la ley mordaza de Arkansas que criminaliza la toma de fotografías y videos dentro de instalaciones empacadoras para su distribución, esto con el fin de prevenir que se denuncien las violaciones.
Su supervisor se encontraba en la junta. “Me preocupa porque tengo cuatro niños pequeños”, le dijo José, “no importa que no vayan a la escuela si yo estoy aquí y soy el que puede contagiarlos”. José me dijo que era imposible respetar el distanciamiento social en el lugar de trabajo y agregó que la compañía no les proporcionó ningún tipo de equipo de protección. Incluso, en algunas plantas, se les pidió a los trabajadores que ellos mismos hicieran sus cubrebocas.
La respuesta del supervisor fue inferir que José “no quería que la planta operara”. En vez de abordar el tema del riesgo de contagio dentro de Tyson, resaltó los peligros de ir a los supermercados. La postura de la empresa sobre el coronavirus era que este se pescaba afuera de la planta y que los contagios dentro de las instalaciones se daban porque los trabajadores eran irresponsables en su comportamiento fuera del horario laboral. Los trabajadores de aquella planta en Springdale me enviaron fotografías de un anuncio navideño que decía “¡NENA, HACE COVID AFUERA!”, remitiendo a la famosa canción romántica de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong.
José señaló que los controles de temperatura eran inútiles para la prevención de contagios debido al periodo de incubación del coronavirus, que es de varios días. “Si no estuviéramos produciendo pollo, tendríamos un sinnúmero de familias hambrientas allá afuera”, respondió el supervisor. “No pienses solo en ti y tus hijos, piensa en tus vecinos que no tienen un empleo fijo como tú ni comida en sus alacenas.” Cuando José lo presionó para que diera detalles sobre cómo la empresa apoyaba a los trabajadores contagiados, el supervisor respondió “si Tyson deja de producir pollo, miles de personas morirán”.
En ese momento Tyson y otras empresas empacadoras de carne presionaron a la administración de Trump para que mantuviera las plantas abiertas a pesar de las altas tasas de contagio por covid, argumentando que el cierre de estas —lo cual podría haber salvado a muchos de sus trabajadores— provocaría la escasez de carne a nivel nacional. Sin embargo, José había leído en los periódicos que Tyson había incrementado el envío de pollo a China, mientras que, en su informe final de mayo sobre la industria empacadora de carne, el subcomité selecto declaró que “estos miedos no tenían bases sólidas”.
Ni los miles de millones de Tyson ni los políticos, organizaciones o carreteras que financia son suficientes para perturbar a Magaly Licolli, cuya mirada delata su liderazgo. “No es necesario matar trabajadores para generar ganancias [para Tyson]”, comenta. Magaly fluye como agua entre las rocas y recalibra sus tácticas constantemente para mantener la presión sobre la empresa. Cuando vivía en México trabajaba como actriz y consideraba que la labor teatral en la que estaba involucrada era una buena herramienta de justicia social. En 2013, después de graduarse de la Universidad de Arkansas con una licenciatura en teatro, empezó a trabajar en una clínica comunitaria de Springdale, orientada a apoyar a migrantes que no podían regresar a las plantas de procesamiento después de haberse lesionado en el lugar de trabajo.
En la clínica, Licolli conoció a una mujer que había emigrado desde Guerrero, México, y que había estado en el mismo accidente que Arrue. Sus pulmones estaban tan dañados que le costaba respirar y batallaba en completar tareas tan simples como lavar los trastes. (La mujer solicitó permanecer en el anonimato por miedo a no recibir las compensaciones por discapacidad por las que sigue peleando con la empresa.) En 2019 las dos mujeres y dieciséis compañeras más que habían trabajado en diferentes empresas procesadoras de carne en Arkansas fundaron Venceremos, una organización de trabajadores cuya misión es garantizar el cumplimiento de los derechos humanos de los empleados de las empresas de procesamiento de pollo. El grupo pertenece a la Food Chain Workers Alliance (Alianza de Trabajadores de la Cadena Alimenticia), junto con cerca de treinta organizaciones que representan aproximadamente a 375 000 trabajadores de las industrias agrícola y de procesamiento de alimentos en Estados Unidos y Canadá.
Venceremos remite a una declaración largamente utilizada en diversas luchas históricas por la justicia en América Latina. Primero fue dicha por Fidel Castro en 1960, en un discurso que exigía justicia para los cientos de trabajadores y soldados fallecidos en la explosión en el Puerto de la Habana del buque francés La Coubre, cargado de municiones. “Venceremos”, escrito en Chile por Claudio Iturra, fue el himno de la campaña de Salvador Allende en 1970. Era un llamado a las armas para los trabajadores, campesinos, soldados y mineros: “Venceremos, venceremos / la miseria sabremos vencer”. Para Licolli, es un nombre apropiado para esta organización liderada por mujeres, quienes —como ella misma afirma— se encuentran al frente del cambio de la industria empacadora de carne. En octubre pasado, cuando conocí a Licolli en el recién inaugurado centro de Venceremos en Springdale, enfatizó la importancia del arte y el teatro para ayudar a que los trabajadores se organicen. En 2020 trabajadores y miembros de Venceremos hicieron marionetas gigantes de papel maché para una protesta que exigía que las plantas de Tyson cerraran y permitieran a sus trabajadores hacer cuarentena.
Durante los primeros meses de la pandemia, Licolli organizó a los trabajadores de diferentes plantas vía telefónica para recabar firmas en apoyo a una petición a favor de que las empresas procesadoras de pollo dieran a sus trabajadores equipo de protección, garantizaran el distanciamiento social y difundieran los resultados de las pruebas de covid. En diciembre de ese año, los trabajadores de la planta George en Springdale abandonaron las instalaciones para protestar por la decisión de la compañía de terminar con los turnos escalonados, lo que se traduciría en más trabajadores entrando a la planta simultáneamente y, por lo tanto, haría imposible mantener el distanciamiento social. “Tuve que traer abogados para que les hablaran a los trabajadores sobre ciertas actividades”, me dijo, “muchos trabajadores tenían miedo porque era su primera vez en una protesta”. Ninguno de los participantes fue despedido tras estas acciones. “Eso”, agregó, “fue una gran victoria”.
Los desafíos de organizar a trabajadores agrícolas son muchos, ya que un gran número de ellos son indocumentados, no saben leer o escribir o no hablan inglés, desconocen sus derechos laborales y con frecuencia no cuentan con recursos económicos. Los activistas tienen la difícil tarea de ganarse la confianza de aquellos a quienes desean organizar, pues pueden ser blanco de deportación, ser separados de sus familias y, además, enfrentar el despido. En Arkansas muchos trabajadores de la industria de procesamiento de pollo temen involucrarse en cualquier causa que pueda poner en riesgo sus empleos. Sin embargo, Licolli ha logrado organizar a empleados hispanohablantes gracias a su acompañamiento constante, valentía y compromiso con ellos durante los complicados años de pandemia. De hecho, ella comenta que el miedo al covid ha provocado que sean más receptivos, “organizarlos es muy complicado, un trabajo lento. No se da de la noche a la mañana”. Marielena Hincapié, que hace poco se retiró después de trece años como directora ejecutiva del National Immigration Law Center (Centro Nacional de Leyes de Inmigración), me dijo “se trata de construir relaciones, de construir una confianza y, sobre todo, se trata de ayudar a que los trabajadores vean e imaginen una realidad diferente”.
{{ linea }}
En marzo de este año acompañé a Daniela, José y otros cuatro trabajadores de Tyson en una peregrinación de Arkansas a Florida. Licolli los llevó a Immokalee a conocer a representantes de la poderosa Coalition of Immokalee Workers (Coalición de Trabajadores de Immokale, CIW) y también se unieron a la enorme manifestación de trabajadores de las industrias agrícola y de alimentos en Palm Beach. Esta era la segunda ocasión en que Licolli había llevado a trabajadores de la industria procesadora de pollo desde Arkansas hasta Immokalee. En 2018, la primera vez que organizó una visita así con otros cuatro trabajadores, Licolli creía que el modelo de la CIW podía cambiar la industria avícola en Arkansas. En aquel viaje, la CIW capacitó a los trabajadores para que instruyeran a sus compañeros sobre sus derechos laborales. El modelo educativo de “trabajador a trabajador” es una herramienta importante para los activistas de las industrias agrícola y de procesamiento de pollo. Además de que los trabajadores necesitan recibir asesorías en su idioma natal, con frecuencia estas lecciones tienen que darse dentro de su lugar de trabajo, ya que es ahí donde pasan la mayor parte de su tiempo. También es necesario contar con recursos visuales, pues muchos no saben leer ni escribir. “Es algo más como ‘vamos a divertirnos y aprender juntos’”, me dijo Licolli, “ese es el poder de la educación popular”.
Cuando el avión despegó, un tornado tocó tierra en Springdale. Aunque los adultos estaban preocupados por el rumbo que tomaría el tornado, sus hijos hablaban del mar, nunca lo habían visto. Cuando llegamos a Fort Meyers, rentamos un auto y manejamos hasta la playa. José y su esposa veían a sus hijos correr al encuentro de las olas. Había sido su esposa, una migrante de El Salvador y trabajadora en Tyson desde hace veinte años, quien lo llevó a una junta de Venceremos en 2019 después de que una compañera de trabajo la invitara a ella. La pareja no estaba segura de qué esperar en Immokalee, y les preocupaba que su supervisor en Tyson descubriera su participación.
Los trabajadores despedidos afirmaron que habían sido incluidos en una lista negra que les impedía obtener empleo en la industria de procesamiento de pollo y en las fábricas de Arkansas. Uno de los trabajadores que nos acompañaban, Miguel, era la única persona con puesto de supervisor involucrado en Venceremos. Pidió que su nombre real fuera omitido. “He sido víctima de bullying toda mi vida, desde que era niño”, dijo al explicar por qué había asistido. “Me molesta mucho ver a gente aprovecharse de otra gente.”
Licolli, los trabajadores y yo condujimos desde la playa hasta Immokalee, un poblado ubicado a sesenta y cinco kilómetros al noroeste de Everglades. La mayor parte de los tomates que los estadounidenses consumen durante el invierno vienen de las granjas cercanas a este lugar. Llegamos al centro comunitario de la CIW, un edificio azul celeste que alberga las oficinas de una estación de radio de habla hispana y que está ubicado frente a un estacionamiento que estaba lleno de autobuses escolares, los cuales transportan a trabajadores agrícolas hacia y desde los campos de tomate. En su interior, el edificio bullía en actividad.
La CIW ha estado en funciones desde 1993. Así como Venceremos, comenzó como un pequeño grupo de trabajadores que se reunían semanalmente. Con el tiempo, lograron desarrollar un modelo gestionado por los mismos trabajadores que, a través de protestas y campañas mediáticas, presiona a los vendedores minoristas para que busquen proveedores éticos de alimentos y exhortan a sus consumidores a apoyar condiciones laborales justas. En 2011 la CIW lanzó el Fair Food Program (Programa de Alimentos Justos), un acuerdo con la Florida Tomato Growers Exchange (Comisión de Productores de Tomate de Florida) que apoya a los trabajadores por medio de un ente independiente dedicado a monitorear e investigar violaciones laborales. El programa beneficia a cerca de 35 000 trabajadores, principalmente en Florida. Los minoristas involucrados pagan una pequeña cuota a los productores, la cual llega hasta los trabajadores: un centavo adicional por cada medio kilo de tomates. Si todos los grandes compradores participaran, los salarios de los trabajadores agrícolas se duplicarían.
Ante la presión pública orquestada por la CIW, McDonald’s, Burger King, Subway y otras grandes marcas se unieron al Fair Food Program, que también se ha extendido a los estados de Georgia, Carolina del Sur, Virginia, Maryland y Nueva Jersey. El programa no solo ha logrado el aumento de los salarios de los trabajadores en la producción de tomate, también ha puesto en marcha un sistema para reportar abusos y acoso sexual en el lugar de trabajo, así como medidas para evitar el robo de los salarios y sesiones educativas para que los trabajadores aprendan más sobre sus derechos. De las cinco corporaciones de comida rápida más grandes en Estados Unidos, Wendy’s es la única que se ha rehusado a unirse al programa, alegando que todos sus tomates provienen de invernaderos. A pesar de que Wendy’s ha declarado que las condiciones laborales en los invernaderos son justas y seguras, algunas investigaciones han revelado que los trabajadores suelen tener muy pocas protecciones. En 2016 la CIW promovió un boicot a nivel nacional en contra de esta cadena. Además, la coalición se encuentra organizando una marcha en Palm Beach, hogar del multimillonario Nelson Peltz, presidente de la junta directiva de Wendy’s y partidario de Trump.
Thelma Gómez, una mujer de brillante cabellera roja y activista comunitaria de Migrant Justice, viajó desde Vermont con sus gemelas de ocho años y un grupo de trabajadores de la industria láctea para aprender de la CIW. En su adolescencia empezó a trabajar en pequeñas granjas de lácteos en lo que ella describe como condiciones de esclavitud: jornadas de catorce horas que empezaban a las 4 a. m. Le pagaban muy poco y sufría acoso sexual constantemente. Gómez, quien inicialmente era indocumentada, dijo que “nadie quiere quejarse con el jefe… porque a veces ellos mismos son los que entregan a los trabajadores” para que sean deportados. Se involucró en el activismo laboral después de convertirse en madre, “quiero que mis hijas sean fuertes y quiero que vean cómo marchamos juntas”.
En la CIW los trabajadores demostraron su poder colectivo al levantar un camión del estacionamiento y arrastrarlo varios metros. Mientras comían tamales bajo el sol de Florida, muchos de los trabajadores de las procesadoras de pollo comparaban las cicatrices de sus cirugías de túnel carpiano. José me dijo que no importaba el tipo de herida ni si alguien había dado positivo a covid, todos eran enviados de vuelta a la línea de producción. “No importa si una persona se tuerce el pie o si se le rompe o tritura un dedo”, dijo, “nos tienen a todos ahí como si fuéramos máquinas. No nos ven como personas”.
A principios de 2019 Daniela se enteró de que tenía cáncer de mama. Su doctor le hizo una nota que le permitía ir al baño cada vez que lo necesitara. Incluso entonces, me dijo, su supervisor la seguía hasta el baño y cuando salía le preguntaba en voz alta por qué se había tardado tanto. En Immokalee tuvo oportunidad de descansar en una mecedora y darse masajes para aliviar la lesión en el cuello que se había provocado trabajando. “El cuerpo tiene memoria”, me dijo, mientras veía sus manos. En el dedo anular llevaba un anillo con una piedra fucsia. Al mirarlo de cerca se aprecia el logo de Tyson, grabado a un costado de la piedra. El anillo, un regalo de la compañía, pertenecía a su esposo. Las manos le dolían todo el tiempo, le pulsaban como si se las hubieran golpeado. Ya no podía levantar o abrir cosas, sus dedos ya no le respondían como ella quería. Incluso en sus sueños procesaba pollos con una ferocidad tal que amanecía cubierta de rasguños y cortadas. Para evitarlo, su médico le dio unos guantes protectores para dormir.
“Me interesa todo aquí. Están muy unidos y preparados”, comentó al ver los autobuses escolares en el estacionamiento. “Se puede avanzar cuando todos trabajan juntos.”
{{ linea }}
El sábado 2 de abril, después del desayuno, los trabajadores, sus hijos y los activistas locales se enfundaron en playeras amarillas con la leyenda JUSTICIA PARA LOS TRABAJADORES AGRÍCOLAS y se subieron a los autobuses para un viaje de una hora y media hasta Palm Beach. El hijo pequeño de José, de tan solo tres años, llevaba una playera que le quedaba como vestido. La arrastraba con cada paso que daba y en sus manos llevaba una figura de acción de Spider Man. A medida que avanzábamos por la carretera, la incipiente luz de la mañana brillaba sobre los campos llenos de trabajadores.
Cientos de personas llegaron a los relucientes jardines del Bradley Park para la marcha. Estábamos en un vecindario plagado de mansiones, a poco más de tres kilómetros de distancia de la zona de Mar-a-Lago. Los trabajadores agrícolas de Florida, acompañados de trabajadores de la industria láctea, avícola y de la construcción, llevaban pancartas con formas de tomate en las que se leían las consignas ¡LUCHAMOS POR ALIMENTOS JUSTOS! y ¡RESPETO! ¡JUSTICIA! Todos reían, se abrazaban, cantaban y tocaban música. Aproximadamente una hora antes de la marcha, la CIW montó un escenario en el parque y presentó una obra de teatro para informar a los asistentes sobre los derechos laborales de los cosechadores de tomate. Lucas Benítez, cofundador de la CIW y extrabajador agrícola, narró la obra en español con una interpretación consecutiva al inglés. La multitud presente pudo ver en el escenario a dos grupos de trabajadores cosechando tomates de cartón: los que trabajaban protegidos por el Fair Food Program y los que no estaban dentro del programa y sufrían todo tipo de agravios, incluyendo acoso sexual. El papel de Peltz fue interpretado por Gerardo Reyes Chávez, nacido en Zacatecas, México, quien comenzó a trabajar en los campos a la edad de once años. Reyes ayudó al lanzamiento del Fair Food Program, sus compañeros de la CIW le apodan el Flaco. Caracterizado con una peluca blanca, se inclinaba intimidante sobre un trabajador disfrazado de la pelirroja mascota de Wendy’s.
Reyes Chávez me contó que Palm Beach contaba con leyes que evitaban las protestas, por lo que la CIW tuvo que demandar a la ciudad en 2016 para obtener el derecho de reunión. Los trabajadores marcharon por varias calles y se detuvieron frente a un lujoso restaurante que estaba al lado de las oficinas de Peltz. Tan solo por un instante, los residentes de Palm Beach que departían en los cafés y restaurantes al aire libre se encontraron cara a cara con los trabajadores migrantes que llevan la comida a sus mesas. “Me parece algo muy poderoso perturbar su comodidad”, comentó Licolli.
“No he podido dormir”, me dijo Miguel, “he estado pensando sobre lo que voy a hacer cuando regrese. Magaly me ha estado diciendo que podríamos hacer una obra de teatro sobre los trabajadores de las plantas procesadoras de pollo”. Ahora que Venceremos ha abierto su centro de operaciones en Springdale, los trabajadores cuentan con un espacio para sus juntas regulares, aunque para aquellos con familias a veces resulta complicado encontrar tiempo entre turnos. Algunos trabajadores católicos han presentado a sus supervisores de Tyson cartas de los sacerdotes de sus parroquias para que se les permita ausentarse los domingos.
Tras su regreso a Arkansas, José fue despedido. Su supervisor le dijo que había hecho mal su trabajo, pero se negó a mostrarle las grabaciones de las cámaras de seguridad para probar el argumento. Actualmente trabaja en una fábrica de galletas, pero no ha dejado de asistir a las reuniones de Venceremos ni ha perdido contacto con los trabajadores de Tyson, para seguir documentando las condiciones en las plantas. “He aprendido que solo juntos podemos lograr cosas”, me dijo, “como trabajadores tenemos muchos derechos que desconocemos”. Cuando lo visité el pasado octubre, sentado en una silla plegable en su garage, me hizo una demostración de cómo deshuesaba los pollos cuando trabajaba en la planta. Narraba cada paso moviendo con precisión una mano en el aire y deteniendo con la otra un cuchillo imaginario. También me contó que en las noches todavía soñaba que deshuesaba pollos.
“Me sentí apoyada y segura acerca de mis derechos como trabajadora”, me dijo Daniela al visitarla en julio pasado. Se encontraba en su garage examinando ropa y juguetes de segunda mano que tenía pensado enviar a Guatemala para venderlos. “He aprendido a luchar para vivir y sobrevivir. Ya no tengo miedo.”
*Christopher Leonard, el periodista que me compartió las entrevistas, obtuvo estas grabaciones después de la publicación de su libro sobre Tyson Foods The Meat Racket, en 2014.
Mesa Refuge y The Logan Nonfiction Program apoyaron este proyecto con residencias literarias.
No items found.