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Ilustración de Mara Hernández.
Antes del 19 de noviembre de 1994, María Elena Solís era una comerciante que vendía manteles y atendía un puesto de antojitos al sur de la Ciudad de México. Pero ese día su vida cambió, y desde entonces se dedica a buscar a niños desparecidos a lo largo del país, en ocasiones ocupando el vacío que dejan las autoridades del sistema de justicia.
Una noche de finales de octubre de 1994, María Elena Solís Gutiérrez presintió que algo malo sucedería pronto. Sentada en la cama, un cosquilleo nervioso le corrió el cuerpo; las manos le sudaban. Tenía 43 años, vivía con su madre, su hermana, sus sobrinos, sus hijos y su nieta de dos años en un departamento de la Colonia Portales, en la Ciudad de México. Se sintió abrumada por ese presentimiento funesto y durmió mal; no habló con nadie sobre la preocupación que le oprimía. Días después comenzó a sentirse vigilada. En el local de antojitos que atendía con su familia, a una cuadra de su casa, se presentó un hombre de estatura media y piel morena; le preguntó si conocía a alguien que lavara y planchara ropa, le aseguró que él pagaba muy bien por ese trabajo, 200 o 300 pesos semanalmente. La actitud del hombre fue extraña: la observaba fijamente. Le pidió un refresco, pagó y se fue. Ni siquiera tocó la botella.
María Elena siempre ha creído que esa aparición estaba conectada con lo que sucedió después.
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Visto desde lejos, el número 2315 de la colonia General Anaya es un complejo habitacional más de la Ciudad de México. Una construcción de cuatro edificios de cinco pisos, con fachada de baldosas azules y blancas, zaguán negro, patio amplio adornado con macetas rebosantes de plantas. Nada peculiar, salvo sus visitantes: desde hace una década muchas personas llegan aquí desesperadas, buscando ayuda. En la entrada, debajo de uno de los interfonos, una pequeña placa azul anuncia que en el edificio dos, piso tres, se encuentra la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos, una organización que se dedica a acompañar a familias de niños desaparecidos y secuestrados.
Es una mañana de finales de noviembre de 2023 y una camioneta Ford Explorer gris, con el volante rosa, acaba de llegar al 2315. Del vehículo se baja una mujer de más 70 años, ligeramente encorvada, el cabello corto, vestida con camisa azul marino y pantalones formales negros; en una de sus manos sostiene una carpeta llena de hojas. Es María Elena Solís, jamás ha trabajado en una procuraduría ni está especializada como perito o investigadora, pero desde hace 27 años se dedica a encontrar a niños raptados y perdidos.
“Lo hago porque en el año de 1994, para ser exactos el 19 de noviembre de 1994, tuve la desdicha de que me robaran a mi nieta”, explica con su voz áspera mientras sube despacio las escaleras del edificio y entra al departamento que ha convertido en oficina.
Las paredes blancas y azules están llenas de recuerdos. Fotografías de María Elena con celebridades, políticos y autoridades de todos niveles, como Ernestina Godoy, la exfiscal general de la Ciudad de México. También hay recortes con notas periodísticas sobre la asociación, sobre el caso de María Elena o el secuestro infantil en general. Una de las paredes está tapizada de hojas con la fotografía y los datos de niños desaparecidos. Iker Ernesto Martínez Amaro. 2 meses. Fecha de desaparición: 22 de enero 2019. Lugar de desaparición: Alcaldía Iztapalapa. Lesli Vázquez Vega. 16 años. Fecha de desaparición: 18 de abril 2023. Lugar de desaparición: Coacalco, Edomex... Otra pared comunica, más bien, esperanza: en ella cuelgan los retratos de las personas recuperadas, en su mayoría niñas y niños, junto a sus familiares. “Hemos recuperado a más de mil niños”, cuenta orgullosa la buscadora.
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Según la investigación Infancia Cuenta 2022: Niñez y Desapariciones, realizada por la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), cada día desaparecen 14 menores de edad, uno cada dos horas. Tres estados de la República concentran el 39.3% de los casos: Estado de México (22.2%), Tamaulipas (10.1%) y Jalisco (7%).
“El estudio evidencia la profunda desatención que en la actualidad tiene la crisis de desapariciones, no solo por parte del Estado mexicano, sino también de la sociedad, quienes dejan el problema solamente a las familias de las víctimas. Hoy las desapariciones, en particular la de niñas, niños y adolescentes, sufren invisibilización”, explicó Tania Ramírez, directora de REDIM, durante la presentación del estudio.
En una entrevista telefónica para Gatopardo, Ramírez detalla que la primera infancia —del nacimiento a los cinco años— es el grupo poblacional más invisibilizado, porque ni siquiera se les vincula con la crisis de desapariciones del país. “Existe un resabio de lo que antes eran los robachicos y esa cuestión de secuestros… esa idea arraigada de que a los bebés se les puede robar. Ellos no están en la conciencia pública de la crisis de desapariciones”.
Y esto es alarmante, explica Ramírez, porque las niñas y niños más pequeños son los que desaparecen con mayor frecuencia, tras las adolescentes. En el tercer lugar está el rango entre los seis y los 11 años, casos que “a veces pueden estar asociados a disputas por la custodia de niños y niñas, porque se les piensa como un objeto o una posesión”.
El estudio de la REDIM señala que las desapariciones de niñas, niños y adolescentes suelen vincularse al secuestro (en muchos casos, apropiaciones ilegales), el reclutamiento forzado de la delincuencia organizada y la explotación sexual. “Pero solo son aproximaciones; tendríamos datos concretos si tuviéramos investigaciones eficaces”, dice la especialista. Y es que las deficiencias en el proceso de búsqueda dentro de fiscalías e institutos públicos se pone en evidencia en el estudio. “Al momento en que se reportan las desapariciones y localizaciones de niñas, niños y adolescentes, se dejan de registrar detalles del cautiverio, que son relevantes en la investigación del delito, pero también de los presuntos perpetradores o de las violencias que pudieron haber sufrido las infancias en el tiempo en que estuvieron desaparecidas. Las autoridades, además, cierran las investigaciones una vez que sucede la localización, lo que impide conocer cuáles son los patrones y móviles del delito para prevenir futuras desapariciones y evitar la impunidad”, abunda Ramírez.
Hasta noviembre de 2023, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas registraba en su base de datos a 7 495 menores de edad desaparecidos, de los cuales 2 434 todavía no eran localizados. Sin embargo, es probable que estas cifras estén muy por debajo de la realidad: no todos los casos son denunciados; además, la organización Data Cívica, en su investigación Volver a desaparecer, reportó que durante la segunda mitad del 2023 el actual gobierno de López Obrador ha modificado el número de registros de personas desaparecidas y no localizadas.
En México no se sabe con certeza cuántos niñas, niños y adolescentes estén desparecidos.
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María Elena se sienta frente a uno de los escritorios, en un cubículo Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos. Detrás de ella, una luz cálida entra por las ventanas. Su rostro envejece aún más al contar los detalles del rapto de su nieta Elenita, la razón por la que está aquí.
El 18 de noviembre de 1994 una mujer de estatura baja llegó a su departamento, en la colonia Portales, para pedirle trabajo. Solís y su familia —integrada por su madre, su hermana, sus sobrinos, sus hijos y su nieta de dos años—, se dedicaban al comercio ambulante, vendiendo manteles y atendiendo el puesto de antojitos a media cuadra del departamento. La mujer desconocida insistió en ayudarle con la limpieza del hogar. María Elena, quien dice que siempre ha sido “confiada”, aceptó la propuesta y le permitió quedarse en su casa esa noche. “Me dijo que no tenía donde dormir”, recuerda. Y sí, hubo actitudes sospechosas. La más evidente, piensa ahora María Elena, es que se cubría el rostro todo el tiempo.
Pero a la mañana siguiente todo parecía normal. Era sábado. “Cuando yo me levanto a las 6:20, [la mujer] ya había limpiado, sacudido, trapeado todo, y yo dije ‘¡Ay, qué niña tan quehacerosa’! Pero ella en realidad estaba buscando documentos”, dice María Elena, quien en ese momento no se percató de que la desconocida había robado el acta de nacimiento de su nieta. Dos horas después, a las ocho de la mañana, ella y su hija Angélica salieron del departamento, por un asunto de su negocio. No se llevaron a Elenita porque seguía durmiendo: “Había llorado toda la noche”. A María Elena no le preocupó que se quedara con la mujer desconocida porque en el departamento también se quedaban su mamá, su hermana y sus sobrinos. Antes de la una de la tarde, llamó a su casa desde un teléfono público para preguntar cómo estaba todo:
—Oye, tía, ¿te llevaste el dinero del gasto? —le preguntó su sobrino.
—No, hijo. Lo dejé donde siempre.
—No, tía. No hay nada de dinero.
Fue así cómo descubrieron que la desconocida y Elenita no estaban en el departamento. En algún momento de la mañana, la mujer aprovechó que el resto de la familia estaba ocupada en diversas labores para llevársela.
El presentimiento fatalista que había tenido semanas antes se estaba cumpliendo.
María Elena interrumpe el relato de manera abrupta. Alguien llama por el interfono. Una mujer viene a pedirle ayuda para encontrar a su hijo.
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Mientras sus largas uñas decoradas pulsan la pantalla de su teléfono celular, María Elena Solís explica que el departamento y la camioneta Ford Explorer, con la que transporta a madres y padres de familias de niños perdidos a otros estados de la República, los compró con los tres millones de pesos que recibió al obtener el quinto lugar de Iniciativa México, un concurso televisivo emitido en 2010, cuyo objetivo era impulsar diversos proyectos sociales. En ese entonces ya tenía más de 10 años ayudando a buscar niños desaparecidos; sabía cómo debía actuar, a dónde ir, en qué lugares buscar. Todo lo que desconocía cuando su nieta fue raptada.
“Cuando se llevan a Elenita, nosotros nos fuimos de inmediato a denunciar al ministerio público. No había nada de sensibilidad de las autoridades, todo era ‘toma tu ficha y ponte a esperar’, y filas de personas eran enormes para que te atendieran”, recuerda María Elena. Eso la empujó a buscar a su nieta de manera independiente, ayudada por familiares, vecinos y amigos. María Elena y su hija Angélica no descansaron ni un solo día de 1994: buscaron en mercados, parques, hospitales, ministerios públicos; repartieron volantes y pegaron hojas con la foto de Elenita en distintas zonas de la Ciudad de México. Madre y abuela incluso fueron a estaciones de radio y televisoras. “Ahí sucedió algo que me pegó mucho. Una señora que estaba en Televisa, no sé cómo me vería, pero me dice: ‘Si usted supiera cuántos casos hay. Fíjese que las personas que vienen de fuera se quedan a dormir a veces aquí, afuera de Televisa, o en una terminal de camiones y dejan a sus familias abandonadas’. Eso me pegó mucho”, recuerda María Elena. Ese diálogo fue una de las dos semillas para iniciar su asociación. La otra sería su promesa.
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El esfuerzo, en las primeras semanas, parecía inútil. No daban con ningún indicio del paradero de Elenita. Una vecina llegó a decirle a la abuela buscadora: “Ay, señora Elenita, pídale mucho a la virgencita de Guadalupe que le dé la resignación, porque a su nieta no la va a volver a ver nunca”. El desánimo la llevó a hacer un juramento a Dios: “Regrésame a mi nieta y yo te prometo que voy a dedicar mi vida a ayudar a buscar a otras personas”.
Y entonces pasó. La voz cavernosa de María Elena Solís se quiebra al contarlo: “A los cinco días la recuperamos. Fueron [en total] 50 días de angustia, los más horribles de mi vida”.
La recuperación de Elenita fue gracias a Esmeralda, otra niña que había sido reportada como robada en la alcaldía Tláhuac, también al sur de la Ciudad de México. “Fue el mismo modus operandi que hicieron con nosotros, a esta niña Esmeralda le pasó exactamente lo mismo”, recuerda María Elena. Por eso, al enterarse del caso, junto con su hija Angélica buscó a sus padres: creía que las dos niñas habían sido raptadas por las mismas personas. Lograron localizarlos a través de una asociación llamada Niños Perdidos de América.
Las dos familias se unieron para buscar a sus niñas. La de Elenita lo haría en el norte de la ciudad; la de Esmeralda, en el sur. “Un día ellos se van a Milpa Alta a pegar volantes”, recuerda María Elena. En esa alcaldía una persona les dio una pista: “Váyanse a San Agustín, ahí venden niños”.
Eso hicieron. El 4 de enero de 1995 un tío y una tía de Esmeralda visitaron el pueblo de San Agustín —en la misma alcaldía de Milpa Alta—, fingiendo estar interesados en comprar a un niño. “Llegaron a un local, cerca del mercado San Agustín, ¿y cuál es su sorpresa?”, cuenta María Elena. “¡La niña que le enseñan es su sobrina!”. Cargaron a Esmeralda y dominaron a su secuestradora, a quien llevaron a la entonces delegación Tláhuac.
Desde la delegación los padres de Esmeralda llamaron a María Elena para que fueran a identificar a la posible culpable del secuestro de Elenita. Se decepcionaron: no era la misma persona. Pero días después la detenida confesó dónde estaba la mujer que sí se había llevado a la nieta. El 9 de enero de 1995 la captora de Elenita fue arrestada por la policía del Distrito Federal; al poco tiempo también sería detenido Rodolfo Noriega, el hombre que había ido al puesto de comida de Elena, semanas antes del secuestro de su nieta. “Él mandaba a las mujeres para que penetraran a los hogares y de esta manera sustraer a los niños, eso lo conocimos después. Fueron sentenciados a 28 años, pero él fue liberado en 2004”, dice María Elena, todavía indignada.
Ese mismo 9 de enero de 1995, la policía del Distrito Federal también recuperó a Elenita. En ese momento vivía con una pareja en Xochimilco, que presuntamente la había comprado. El reencuentro entre nieta y abuela horas después. Pero la felicidad no fue instantánea: Elenita no reconoció a su familia.
—No nos conocía ni a mi hija ni a mí, ella abrazaba a la señora que la tenía, la señora que la había comprado; decía que ella era su mamá.
—¿Cómo lograron que se sintiera segura de nuevo?
—Fue poco a poco. De regreso a casa ese día que volvió con nosotros, íbamos en el transporte público y la llevaba cargando mi hijo, el tío de Elenita. A él sí lo reconoció. Pero estaba como ida, no reflexionaba, se veía triste: es que estuvo encerrada. Pero con el tiempo lo fue superando.
Han pasado 28 años desde que Elenita fue sustraída de la casa de su abuela en la colonia Portales. Ahora es una mujer adulta, abogada, casada, con una hija adolescente. No recuerda nada sobre aquellos días, aunque el rapto sí le dejó una secuela. “Hasta la fecha le tiene miedo al encierro”, explica María Elena, al tiempo que se levanta del escritorio y muestra una fotografía de su nieta cuando tenías dos años. Sostenida por los brazos de su tío, la niña —con chamarra blanca, corte de honguito y un rostro sin sonrisa— mira por encima de la cámara.
La relación entre nieta y abuela es muy cercana, incluso durante algunos años Elenita trabajó en la asociación, hasta que el dolor de vivir siempre rodeada de estos casos fue insoportable para ella.
El inicio de la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos A.C. fue improvisado. Luego de recuperar a su nieta, María Elena y su hija Angélica fueron invitadas al programa A quien corresponda, de Televisión Azteca, para hablar sobre su caso. A partir de allí comenzaron a contactarla espontáneamente padres y madres que buscaban a sus hijos desaparecidos. María Elena los ayudó como podía, con comida, acompañándolos en las fiscalías, y terminó acondicionando un espacio en su departamento de la colonia Portales para atenderlos. El comedor familiar fue su primera oficina. Luego sus hijos se casaron, dejaron la casa y tuvo disponible una recámara, que se convirtió en el dormitorio de familias buscadoras que no tenían dónde dormir. El 4 de septiembre de 1997 nació formalmente la asociación.
“Al comienzo no había ingresos en mi familia, porque me dio por ir a buscar niños. No aportaba dinero a la casa. Andaba clavadísima con varios casos, como unos nueve. Andaba yo haciendo investigaciones y tratando de sacar información. Poco a poco me fui involucrando más y más. Así se pasaron veintisiete años. Cuando tú te involucras en la búsqueda el tiempo se te va”, recuerda.
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La organización de María Elena opera gracias al apoyo económico de empresas, otras asociaciones y personas que conocen su historia. “Nos llegan donativos de quién sabe dónde, pero nos llegan. Así vamos sobreviviendo. No queremos abundancia, con que tengamos para irla pasando, con eso estamos del otro lado”.
Uno de los proyectos más famosos de la asociación es Cuartos vacíos, creado en 2022 por la agencia de publicidad FCB México. Se rentan de manera simbólica los cuartos de cuatro chicas desaparecidas en el Estado de México —Zaira López Maldonado, 19 años, desaparecida el 23 de abril de 2011 en Tlapacoya. Perla Alondra Bolaños Cruz, 22 años; desaparecida el 23 de julio de 2014 en Tianguistenco. Nimbe Selene Zepeta Xochihua, 17 años; desaparecida el 30 de mayo de 2019 en Los Reyes La Paz. Karla Adriana Bolaños Castillo, 15 años; desaparecida el 4 de marzo de 2021 en Nezahualcóyotl—, con el objetivo de recaudar fondos para que las familias puedan financiar sus búsquedas. Con fotografías y un breve testimonio de sus vidas, los cuartos aparecen en la página del proyecto y en plataformas como Airbnb y Mercado Libre. Cuartos vacíos ha sido un proyecto exitoso porque muestra una imagen impactante: las familias dejan intactas las habitaciones de sus desaparecidas como un signo de esperanza.
Por lo demás, la metodología para buscar a los niños de María Elena Solís fue construyéndose de manera empírica. “Empezamos a hacer las búsquedas como íbamos aprendiendo, con lo que nos daba resultados positivos. En ese entonces como que la procuraduría nos veía como enemigos. Ahora ya no, ya tenemos credibilidad”, dice María Elena, quien cada tanto se reúne con las fiscalías para conocer los avances de las investigaciones que conoce. Sin embargo, tiene muy claro que sus objetivos son diferentes a los de las fiscalías: “Nosotros no nos dedicamos a buscar culpables, nos dedicamos a buscar víctimas”, explica.
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El protocolo de la asociación está basado en la actuación rápida. Cuando tienen conocimiento de un caso (por medio de una llamada telefónica, generalmente, aunque reciben mensajes en su página de Facebook o a través de su correo electrónico), se crea una ficha de búsqueda con datos y fotografía de la persona desaparecida, que se difunde en medios de comunicación y se entrega a las fiscalías. “A la fiscalía se le pide que saque el registro de telefonía si es el caso; se piden cámaras en las zonas cercanas donde fue vista por última vez”. María Elena está al pendiente de que este trabajo se realice ágilmente, porque las primeras horas son fundamentales: “Es cuando hay más altas posibilidades de encontrar a la persona desaparecida”. La ficha del niño o niña desaparecido es compartida en los estados cercanos al último lugar donde se le vio. “[A los niños robados] casi siempre los encontramos en otro estado, es muy difícil que un niño aparezca en su misma entidad”. De cualquier forma, la difusión rápida de fotos y datos ayuda en un 90% de los casos de desapariciones, según María Elena.
A partir de 2009 las cosas comenzaron a cambiar en la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos. Las familias que acudían a ella ya no solo pedían ayuda para buscar a niños; de hecho, la mayoría de los casos comenzaron a ser de adultos, adolescentes, tanto hombres como mujeres. “Los casos de bebés ya no llegan tantos como antes, ni tampoco de niños de entre cuatro, cinco o seis años”, puntualiza María Elena. “Cuando se robaban solo a los niños, las opciones eran que se los habían llevado para explotación laboral o sexual, tal vez adopción ilegal. Y los buscábamos pensando en eso. Pero con esto de la delincuencia organizada, comenzó el tema de las fosas y de la gente que se la lleva la mafia para que trabajen con ellos. Ahora la cosa es más alarmante. Son demasiados los desaparecidos y es más complicado buscarlos”. En efecto, con la crisis violencia que vive el país, la asociación se transformó y comenzaron a entrar en contacto con comisiones de búsqueda, con otras asociaciones, con peritos… Tuvieron que aprender otras estrategias de búsqueda, como el rastreo de fosas. “A esto hemos llegado”, suspira la buscadora.
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María Elena Solís interrumpe sus labores para contestar una llamada. Activa el altavoz, y se adelanta a su interlocutora:
—Muy buenas tardes, Dianita, ¿cómo está?
Al menos una vez cada hora alguien le marca para atender un caso, para dar seguimiento a alguna búsqueda, para agendar una reunión con alguna fiscalía. La llamada que acaba de atender es para agendar una cita con el Servicio Médico Forense (Semefo) de Querétaro y de Guanajuato.
—Bien, señora Elenita, muchas gracias. Le llamo en relación con las diligencias que solicitó para acudir a Guanajuato y Querétaro. Tenemos un margen de 15 días porque hay que mandar los oficios en original por correspondencia, sobre todo por la Fiscalía de Querétaro, ya ve que son muy especiales.
María Elena asiente y en voz baja confirma: “Sí son especiales”.
—…Tengo fecha para Guanajuato 29 de noviembre y Querétaro 30 de noviembre.
—Me parece bien, licenciada Dianita. Muchas gracias.
Luego de colgar, María Elena escribe mensajes y graba notas de voz, deja una carpeta en uno de los archiveros de la oficina, se prepara un café instantáneo. Sus movimientos son lentos pero constantes. Dentro de unos días tendrá que gestionar un nuevo viaje para familias buscadoras. Explica: “Vamos al Semefo para que nos enseñen a los cuerpos que tienen en calidad de desconocidos. Nosotros dejamos ADN, dejamos huellas para que allá puedan hacer identificación en un determinado momento. Aunque físicamente vamos siete, aprovecho para llevarme el material de todos los casos que tengo. Cada tanto me los llevo a diferentes zonas”. María Elena maneja de ida y de venida. Tras la visita al Semefo, suele llevar a los familiares a los medios de comunicación. En la tarde se mueven a la siguiente ciudad, y al día siguiente lo mismo.
Estos viajes son financiados por las fiscalías. Esos viáticos que es entregan a las familias buscadoras los ha gestionado María Elena misma. De no existir, serían imposibles los recorridos: la mayoría de las personas que ayudan son de “escasos recursos”, dice. “Y los viajes son cada dos meses. Tratamos de cubrir media república por año”.
La buscadora recuerda una anécdota durante un viaje de hace unos meses:
—La otra vez que fuimos a Puebla y dice un señor: “Ay, es que se me antoja mucho un rollito”. Y yo le digo “Cómaselo, pídalo, para qué se queda con las ganas”. A veces en esos viajes hay esos pequeños momentos de felicidad en medio de la pena que están pasando.
—¿Cuál es el ánimo general en esos viajes?
—No te creas que vamos llorando. No es así. Vamos poniendo música, vamos platicando. Hacemos bromas. Vamos con la esperanza de encontrar. Hay casos de muchos años, como el de Pedro Santiago Cruz. Ya son más de 10 años que lo buscamos —María Elena señala con su dedo la hoja donde aparece el rostro de un niño de una hoja pegada en las paredes de la oficina—. La mamá de Pedrito no ha dejado de buscarlo, ella siempre ha estado aquí. La verdad, yo les tomo cariño a todas esas personas que buscan a sus hijos: son como mi familia. Ellos nunca pierden la esperanza y yo tampoco.
—¿Cómo cambian las búsquedas de alguien que tienen días desaparecido frente a las de aquellos que llevaban más de 10 años?
—En los lugares donde se busca, lamentablemente. Pasado el tiempo se busca más en Semefo y en fosas; porque quizá es más complicado encontrarlos vivos. Pero nunca hay que perder la esperanza, porque hay casos como el de la señora Lorena Ramírez, que encontró a su hija más de 20 años después.
En una hoja que fue elaborada por María Elena en mayo de 2010 aparece una fotografía de una niña pequeña, de rostro circular, llamada Juana Bernal Ramírez. Desapareció en el bosque de Chapultepec en 1995, y María Elena cuenta que hace más de un año ella y su madre se reencontraron. “Siempre habrá esperanza mientras no deje de buscarse”, explica. “Ellas tardaron 27 años en verse de nuevo. Son ejemplo de que no hay que rendirse”. Luego vuelve a mirar hacia la pared tapizada con fotografía de niñas y niños desaparecidos y con la mano señala algunos rostros.
—No hay que perder la fe, estamos en manos de Dios. Nunca los dejaremos de buscar. Cada vez hay más programas, más tecnología de reconocimiento. Eso nos da mucha esperanza. Algún día los vamos a encontrar.
Antes del 19 de noviembre de 1994, María Elena Solís era una comerciante que vendía manteles y atendía un puesto de antojitos al sur de la Ciudad de México. Pero ese día su vida cambió, y desde entonces se dedica a buscar a niños desparecidos a lo largo del país, en ocasiones ocupando el vacío que dejan las autoridades del sistema de justicia.
Una noche de finales de octubre de 1994, María Elena Solís Gutiérrez presintió que algo malo sucedería pronto. Sentada en la cama, un cosquilleo nervioso le corrió el cuerpo; las manos le sudaban. Tenía 43 años, vivía con su madre, su hermana, sus sobrinos, sus hijos y su nieta de dos años en un departamento de la Colonia Portales, en la Ciudad de México. Se sintió abrumada por ese presentimiento funesto y durmió mal; no habló con nadie sobre la preocupación que le oprimía. Días después comenzó a sentirse vigilada. En el local de antojitos que atendía con su familia, a una cuadra de su casa, se presentó un hombre de estatura media y piel morena; le preguntó si conocía a alguien que lavara y planchara ropa, le aseguró que él pagaba muy bien por ese trabajo, 200 o 300 pesos semanalmente. La actitud del hombre fue extraña: la observaba fijamente. Le pidió un refresco, pagó y se fue. Ni siquiera tocó la botella.
María Elena siempre ha creído que esa aparición estaba conectada con lo que sucedió después.
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Visto desde lejos, el número 2315 de la colonia General Anaya es un complejo habitacional más de la Ciudad de México. Una construcción de cuatro edificios de cinco pisos, con fachada de baldosas azules y blancas, zaguán negro, patio amplio adornado con macetas rebosantes de plantas. Nada peculiar, salvo sus visitantes: desde hace una década muchas personas llegan aquí desesperadas, buscando ayuda. En la entrada, debajo de uno de los interfonos, una pequeña placa azul anuncia que en el edificio dos, piso tres, se encuentra la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos, una organización que se dedica a acompañar a familias de niños desaparecidos y secuestrados.
Es una mañana de finales de noviembre de 2023 y una camioneta Ford Explorer gris, con el volante rosa, acaba de llegar al 2315. Del vehículo se baja una mujer de más 70 años, ligeramente encorvada, el cabello corto, vestida con camisa azul marino y pantalones formales negros; en una de sus manos sostiene una carpeta llena de hojas. Es María Elena Solís, jamás ha trabajado en una procuraduría ni está especializada como perito o investigadora, pero desde hace 27 años se dedica a encontrar a niños raptados y perdidos.
“Lo hago porque en el año de 1994, para ser exactos el 19 de noviembre de 1994, tuve la desdicha de que me robaran a mi nieta”, explica con su voz áspera mientras sube despacio las escaleras del edificio y entra al departamento que ha convertido en oficina.
Las paredes blancas y azules están llenas de recuerdos. Fotografías de María Elena con celebridades, políticos y autoridades de todos niveles, como Ernestina Godoy, la exfiscal general de la Ciudad de México. También hay recortes con notas periodísticas sobre la asociación, sobre el caso de María Elena o el secuestro infantil en general. Una de las paredes está tapizada de hojas con la fotografía y los datos de niños desaparecidos. Iker Ernesto Martínez Amaro. 2 meses. Fecha de desaparición: 22 de enero 2019. Lugar de desaparición: Alcaldía Iztapalapa. Lesli Vázquez Vega. 16 años. Fecha de desaparición: 18 de abril 2023. Lugar de desaparición: Coacalco, Edomex... Otra pared comunica, más bien, esperanza: en ella cuelgan los retratos de las personas recuperadas, en su mayoría niñas y niños, junto a sus familiares. “Hemos recuperado a más de mil niños”, cuenta orgullosa la buscadora.
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Según la investigación Infancia Cuenta 2022: Niñez y Desapariciones, realizada por la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), cada día desaparecen 14 menores de edad, uno cada dos horas. Tres estados de la República concentran el 39.3% de los casos: Estado de México (22.2%), Tamaulipas (10.1%) y Jalisco (7%).
“El estudio evidencia la profunda desatención que en la actualidad tiene la crisis de desapariciones, no solo por parte del Estado mexicano, sino también de la sociedad, quienes dejan el problema solamente a las familias de las víctimas. Hoy las desapariciones, en particular la de niñas, niños y adolescentes, sufren invisibilización”, explicó Tania Ramírez, directora de REDIM, durante la presentación del estudio.
En una entrevista telefónica para Gatopardo, Ramírez detalla que la primera infancia —del nacimiento a los cinco años— es el grupo poblacional más invisibilizado, porque ni siquiera se les vincula con la crisis de desapariciones del país. “Existe un resabio de lo que antes eran los robachicos y esa cuestión de secuestros… esa idea arraigada de que a los bebés se les puede robar. Ellos no están en la conciencia pública de la crisis de desapariciones”.
Y esto es alarmante, explica Ramírez, porque las niñas y niños más pequeños son los que desaparecen con mayor frecuencia, tras las adolescentes. En el tercer lugar está el rango entre los seis y los 11 años, casos que “a veces pueden estar asociados a disputas por la custodia de niños y niñas, porque se les piensa como un objeto o una posesión”.
El estudio de la REDIM señala que las desapariciones de niñas, niños y adolescentes suelen vincularse al secuestro (en muchos casos, apropiaciones ilegales), el reclutamiento forzado de la delincuencia organizada y la explotación sexual. “Pero solo son aproximaciones; tendríamos datos concretos si tuviéramos investigaciones eficaces”, dice la especialista. Y es que las deficiencias en el proceso de búsqueda dentro de fiscalías e institutos públicos se pone en evidencia en el estudio. “Al momento en que se reportan las desapariciones y localizaciones de niñas, niños y adolescentes, se dejan de registrar detalles del cautiverio, que son relevantes en la investigación del delito, pero también de los presuntos perpetradores o de las violencias que pudieron haber sufrido las infancias en el tiempo en que estuvieron desaparecidas. Las autoridades, además, cierran las investigaciones una vez que sucede la localización, lo que impide conocer cuáles son los patrones y móviles del delito para prevenir futuras desapariciones y evitar la impunidad”, abunda Ramírez.
Hasta noviembre de 2023, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas registraba en su base de datos a 7 495 menores de edad desaparecidos, de los cuales 2 434 todavía no eran localizados. Sin embargo, es probable que estas cifras estén muy por debajo de la realidad: no todos los casos son denunciados; además, la organización Data Cívica, en su investigación Volver a desaparecer, reportó que durante la segunda mitad del 2023 el actual gobierno de López Obrador ha modificado el número de registros de personas desaparecidas y no localizadas.
En México no se sabe con certeza cuántos niñas, niños y adolescentes estén desparecidos.
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María Elena se sienta frente a uno de los escritorios, en un cubículo Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos. Detrás de ella, una luz cálida entra por las ventanas. Su rostro envejece aún más al contar los detalles del rapto de su nieta Elenita, la razón por la que está aquí.
El 18 de noviembre de 1994 una mujer de estatura baja llegó a su departamento, en la colonia Portales, para pedirle trabajo. Solís y su familia —integrada por su madre, su hermana, sus sobrinos, sus hijos y su nieta de dos años—, se dedicaban al comercio ambulante, vendiendo manteles y atendiendo el puesto de antojitos a media cuadra del departamento. La mujer desconocida insistió en ayudarle con la limpieza del hogar. María Elena, quien dice que siempre ha sido “confiada”, aceptó la propuesta y le permitió quedarse en su casa esa noche. “Me dijo que no tenía donde dormir”, recuerda. Y sí, hubo actitudes sospechosas. La más evidente, piensa ahora María Elena, es que se cubría el rostro todo el tiempo.
Pero a la mañana siguiente todo parecía normal. Era sábado. “Cuando yo me levanto a las 6:20, [la mujer] ya había limpiado, sacudido, trapeado todo, y yo dije ‘¡Ay, qué niña tan quehacerosa’! Pero ella en realidad estaba buscando documentos”, dice María Elena, quien en ese momento no se percató de que la desconocida había robado el acta de nacimiento de su nieta. Dos horas después, a las ocho de la mañana, ella y su hija Angélica salieron del departamento, por un asunto de su negocio. No se llevaron a Elenita porque seguía durmiendo: “Había llorado toda la noche”. A María Elena no le preocupó que se quedara con la mujer desconocida porque en el departamento también se quedaban su mamá, su hermana y sus sobrinos. Antes de la una de la tarde, llamó a su casa desde un teléfono público para preguntar cómo estaba todo:
—Oye, tía, ¿te llevaste el dinero del gasto? —le preguntó su sobrino.
—No, hijo. Lo dejé donde siempre.
—No, tía. No hay nada de dinero.
Fue así cómo descubrieron que la desconocida y Elenita no estaban en el departamento. En algún momento de la mañana, la mujer aprovechó que el resto de la familia estaba ocupada en diversas labores para llevársela.
El presentimiento fatalista que había tenido semanas antes se estaba cumpliendo.
María Elena interrumpe el relato de manera abrupta. Alguien llama por el interfono. Una mujer viene a pedirle ayuda para encontrar a su hijo.
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Mientras sus largas uñas decoradas pulsan la pantalla de su teléfono celular, María Elena Solís explica que el departamento y la camioneta Ford Explorer, con la que transporta a madres y padres de familias de niños perdidos a otros estados de la República, los compró con los tres millones de pesos que recibió al obtener el quinto lugar de Iniciativa México, un concurso televisivo emitido en 2010, cuyo objetivo era impulsar diversos proyectos sociales. En ese entonces ya tenía más de 10 años ayudando a buscar niños desaparecidos; sabía cómo debía actuar, a dónde ir, en qué lugares buscar. Todo lo que desconocía cuando su nieta fue raptada.
“Cuando se llevan a Elenita, nosotros nos fuimos de inmediato a denunciar al ministerio público. No había nada de sensibilidad de las autoridades, todo era ‘toma tu ficha y ponte a esperar’, y filas de personas eran enormes para que te atendieran”, recuerda María Elena. Eso la empujó a buscar a su nieta de manera independiente, ayudada por familiares, vecinos y amigos. María Elena y su hija Angélica no descansaron ni un solo día de 1994: buscaron en mercados, parques, hospitales, ministerios públicos; repartieron volantes y pegaron hojas con la foto de Elenita en distintas zonas de la Ciudad de México. Madre y abuela incluso fueron a estaciones de radio y televisoras. “Ahí sucedió algo que me pegó mucho. Una señora que estaba en Televisa, no sé cómo me vería, pero me dice: ‘Si usted supiera cuántos casos hay. Fíjese que las personas que vienen de fuera se quedan a dormir a veces aquí, afuera de Televisa, o en una terminal de camiones y dejan a sus familias abandonadas’. Eso me pegó mucho”, recuerda María Elena. Ese diálogo fue una de las dos semillas para iniciar su asociación. La otra sería su promesa.
Te recomendamos leer: "¿Las redes sociales sabrán quién es mi verdadera madre?"
El esfuerzo, en las primeras semanas, parecía inútil. No daban con ningún indicio del paradero de Elenita. Una vecina llegó a decirle a la abuela buscadora: “Ay, señora Elenita, pídale mucho a la virgencita de Guadalupe que le dé la resignación, porque a su nieta no la va a volver a ver nunca”. El desánimo la llevó a hacer un juramento a Dios: “Regrésame a mi nieta y yo te prometo que voy a dedicar mi vida a ayudar a buscar a otras personas”.
Y entonces pasó. La voz cavernosa de María Elena Solís se quiebra al contarlo: “A los cinco días la recuperamos. Fueron [en total] 50 días de angustia, los más horribles de mi vida”.
La recuperación de Elenita fue gracias a Esmeralda, otra niña que había sido reportada como robada en la alcaldía Tláhuac, también al sur de la Ciudad de México. “Fue el mismo modus operandi que hicieron con nosotros, a esta niña Esmeralda le pasó exactamente lo mismo”, recuerda María Elena. Por eso, al enterarse del caso, junto con su hija Angélica buscó a sus padres: creía que las dos niñas habían sido raptadas por las mismas personas. Lograron localizarlos a través de una asociación llamada Niños Perdidos de América.
Las dos familias se unieron para buscar a sus niñas. La de Elenita lo haría en el norte de la ciudad; la de Esmeralda, en el sur. “Un día ellos se van a Milpa Alta a pegar volantes”, recuerda María Elena. En esa alcaldía una persona les dio una pista: “Váyanse a San Agustín, ahí venden niños”.
Eso hicieron. El 4 de enero de 1995 un tío y una tía de Esmeralda visitaron el pueblo de San Agustín —en la misma alcaldía de Milpa Alta—, fingiendo estar interesados en comprar a un niño. “Llegaron a un local, cerca del mercado San Agustín, ¿y cuál es su sorpresa?”, cuenta María Elena. “¡La niña que le enseñan es su sobrina!”. Cargaron a Esmeralda y dominaron a su secuestradora, a quien llevaron a la entonces delegación Tláhuac.
Desde la delegación los padres de Esmeralda llamaron a María Elena para que fueran a identificar a la posible culpable del secuestro de Elenita. Se decepcionaron: no era la misma persona. Pero días después la detenida confesó dónde estaba la mujer que sí se había llevado a la nieta. El 9 de enero de 1995 la captora de Elenita fue arrestada por la policía del Distrito Federal; al poco tiempo también sería detenido Rodolfo Noriega, el hombre que había ido al puesto de comida de Elena, semanas antes del secuestro de su nieta. “Él mandaba a las mujeres para que penetraran a los hogares y de esta manera sustraer a los niños, eso lo conocimos después. Fueron sentenciados a 28 años, pero él fue liberado en 2004”, dice María Elena, todavía indignada.
Ese mismo 9 de enero de 1995, la policía del Distrito Federal también recuperó a Elenita. En ese momento vivía con una pareja en Xochimilco, que presuntamente la había comprado. El reencuentro entre nieta y abuela horas después. Pero la felicidad no fue instantánea: Elenita no reconoció a su familia.
—No nos conocía ni a mi hija ni a mí, ella abrazaba a la señora que la tenía, la señora que la había comprado; decía que ella era su mamá.
—¿Cómo lograron que se sintiera segura de nuevo?
—Fue poco a poco. De regreso a casa ese día que volvió con nosotros, íbamos en el transporte público y la llevaba cargando mi hijo, el tío de Elenita. A él sí lo reconoció. Pero estaba como ida, no reflexionaba, se veía triste: es que estuvo encerrada. Pero con el tiempo lo fue superando.
Han pasado 28 años desde que Elenita fue sustraída de la casa de su abuela en la colonia Portales. Ahora es una mujer adulta, abogada, casada, con una hija adolescente. No recuerda nada sobre aquellos días, aunque el rapto sí le dejó una secuela. “Hasta la fecha le tiene miedo al encierro”, explica María Elena, al tiempo que se levanta del escritorio y muestra una fotografía de su nieta cuando tenías dos años. Sostenida por los brazos de su tío, la niña —con chamarra blanca, corte de honguito y un rostro sin sonrisa— mira por encima de la cámara.
La relación entre nieta y abuela es muy cercana, incluso durante algunos años Elenita trabajó en la asociación, hasta que el dolor de vivir siempre rodeada de estos casos fue insoportable para ella.
El inicio de la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos A.C. fue improvisado. Luego de recuperar a su nieta, María Elena y su hija Angélica fueron invitadas al programa A quien corresponda, de Televisión Azteca, para hablar sobre su caso. A partir de allí comenzaron a contactarla espontáneamente padres y madres que buscaban a sus hijos desaparecidos. María Elena los ayudó como podía, con comida, acompañándolos en las fiscalías, y terminó acondicionando un espacio en su departamento de la colonia Portales para atenderlos. El comedor familiar fue su primera oficina. Luego sus hijos se casaron, dejaron la casa y tuvo disponible una recámara, que se convirtió en el dormitorio de familias buscadoras que no tenían dónde dormir. El 4 de septiembre de 1997 nació formalmente la asociación.
“Al comienzo no había ingresos en mi familia, porque me dio por ir a buscar niños. No aportaba dinero a la casa. Andaba clavadísima con varios casos, como unos nueve. Andaba yo haciendo investigaciones y tratando de sacar información. Poco a poco me fui involucrando más y más. Así se pasaron veintisiete años. Cuando tú te involucras en la búsqueda el tiempo se te va”, recuerda.
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La organización de María Elena opera gracias al apoyo económico de empresas, otras asociaciones y personas que conocen su historia. “Nos llegan donativos de quién sabe dónde, pero nos llegan. Así vamos sobreviviendo. No queremos abundancia, con que tengamos para irla pasando, con eso estamos del otro lado”.
Uno de los proyectos más famosos de la asociación es Cuartos vacíos, creado en 2022 por la agencia de publicidad FCB México. Se rentan de manera simbólica los cuartos de cuatro chicas desaparecidas en el Estado de México —Zaira López Maldonado, 19 años, desaparecida el 23 de abril de 2011 en Tlapacoya. Perla Alondra Bolaños Cruz, 22 años; desaparecida el 23 de julio de 2014 en Tianguistenco. Nimbe Selene Zepeta Xochihua, 17 años; desaparecida el 30 de mayo de 2019 en Los Reyes La Paz. Karla Adriana Bolaños Castillo, 15 años; desaparecida el 4 de marzo de 2021 en Nezahualcóyotl—, con el objetivo de recaudar fondos para que las familias puedan financiar sus búsquedas. Con fotografías y un breve testimonio de sus vidas, los cuartos aparecen en la página del proyecto y en plataformas como Airbnb y Mercado Libre. Cuartos vacíos ha sido un proyecto exitoso porque muestra una imagen impactante: las familias dejan intactas las habitaciones de sus desaparecidas como un signo de esperanza.
Por lo demás, la metodología para buscar a los niños de María Elena Solís fue construyéndose de manera empírica. “Empezamos a hacer las búsquedas como íbamos aprendiendo, con lo que nos daba resultados positivos. En ese entonces como que la procuraduría nos veía como enemigos. Ahora ya no, ya tenemos credibilidad”, dice María Elena, quien cada tanto se reúne con las fiscalías para conocer los avances de las investigaciones que conoce. Sin embargo, tiene muy claro que sus objetivos son diferentes a los de las fiscalías: “Nosotros no nos dedicamos a buscar culpables, nos dedicamos a buscar víctimas”, explica.
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El protocolo de la asociación está basado en la actuación rápida. Cuando tienen conocimiento de un caso (por medio de una llamada telefónica, generalmente, aunque reciben mensajes en su página de Facebook o a través de su correo electrónico), se crea una ficha de búsqueda con datos y fotografía de la persona desaparecida, que se difunde en medios de comunicación y se entrega a las fiscalías. “A la fiscalía se le pide que saque el registro de telefonía si es el caso; se piden cámaras en las zonas cercanas donde fue vista por última vez”. María Elena está al pendiente de que este trabajo se realice ágilmente, porque las primeras horas son fundamentales: “Es cuando hay más altas posibilidades de encontrar a la persona desaparecida”. La ficha del niño o niña desaparecido es compartida en los estados cercanos al último lugar donde se le vio. “[A los niños robados] casi siempre los encontramos en otro estado, es muy difícil que un niño aparezca en su misma entidad”. De cualquier forma, la difusión rápida de fotos y datos ayuda en un 90% de los casos de desapariciones, según María Elena.
A partir de 2009 las cosas comenzaron a cambiar en la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos. Las familias que acudían a ella ya no solo pedían ayuda para buscar a niños; de hecho, la mayoría de los casos comenzaron a ser de adultos, adolescentes, tanto hombres como mujeres. “Los casos de bebés ya no llegan tantos como antes, ni tampoco de niños de entre cuatro, cinco o seis años”, puntualiza María Elena. “Cuando se robaban solo a los niños, las opciones eran que se los habían llevado para explotación laboral o sexual, tal vez adopción ilegal. Y los buscábamos pensando en eso. Pero con esto de la delincuencia organizada, comenzó el tema de las fosas y de la gente que se la lleva la mafia para que trabajen con ellos. Ahora la cosa es más alarmante. Son demasiados los desaparecidos y es más complicado buscarlos”. En efecto, con la crisis violencia que vive el país, la asociación se transformó y comenzaron a entrar en contacto con comisiones de búsqueda, con otras asociaciones, con peritos… Tuvieron que aprender otras estrategias de búsqueda, como el rastreo de fosas. “A esto hemos llegado”, suspira la buscadora.
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María Elena Solís interrumpe sus labores para contestar una llamada. Activa el altavoz, y se adelanta a su interlocutora:
—Muy buenas tardes, Dianita, ¿cómo está?
Al menos una vez cada hora alguien le marca para atender un caso, para dar seguimiento a alguna búsqueda, para agendar una reunión con alguna fiscalía. La llamada que acaba de atender es para agendar una cita con el Servicio Médico Forense (Semefo) de Querétaro y de Guanajuato.
—Bien, señora Elenita, muchas gracias. Le llamo en relación con las diligencias que solicitó para acudir a Guanajuato y Querétaro. Tenemos un margen de 15 días porque hay que mandar los oficios en original por correspondencia, sobre todo por la Fiscalía de Querétaro, ya ve que son muy especiales.
María Elena asiente y en voz baja confirma: “Sí son especiales”.
—…Tengo fecha para Guanajuato 29 de noviembre y Querétaro 30 de noviembre.
—Me parece bien, licenciada Dianita. Muchas gracias.
Luego de colgar, María Elena escribe mensajes y graba notas de voz, deja una carpeta en uno de los archiveros de la oficina, se prepara un café instantáneo. Sus movimientos son lentos pero constantes. Dentro de unos días tendrá que gestionar un nuevo viaje para familias buscadoras. Explica: “Vamos al Semefo para que nos enseñen a los cuerpos que tienen en calidad de desconocidos. Nosotros dejamos ADN, dejamos huellas para que allá puedan hacer identificación en un determinado momento. Aunque físicamente vamos siete, aprovecho para llevarme el material de todos los casos que tengo. Cada tanto me los llevo a diferentes zonas”. María Elena maneja de ida y de venida. Tras la visita al Semefo, suele llevar a los familiares a los medios de comunicación. En la tarde se mueven a la siguiente ciudad, y al día siguiente lo mismo.
Estos viajes son financiados por las fiscalías. Esos viáticos que es entregan a las familias buscadoras los ha gestionado María Elena misma. De no existir, serían imposibles los recorridos: la mayoría de las personas que ayudan son de “escasos recursos”, dice. “Y los viajes son cada dos meses. Tratamos de cubrir media república por año”.
La buscadora recuerda una anécdota durante un viaje de hace unos meses:
—La otra vez que fuimos a Puebla y dice un señor: “Ay, es que se me antoja mucho un rollito”. Y yo le digo “Cómaselo, pídalo, para qué se queda con las ganas”. A veces en esos viajes hay esos pequeños momentos de felicidad en medio de la pena que están pasando.
—¿Cuál es el ánimo general en esos viajes?
—No te creas que vamos llorando. No es así. Vamos poniendo música, vamos platicando. Hacemos bromas. Vamos con la esperanza de encontrar. Hay casos de muchos años, como el de Pedro Santiago Cruz. Ya son más de 10 años que lo buscamos —María Elena señala con su dedo la hoja donde aparece el rostro de un niño de una hoja pegada en las paredes de la oficina—. La mamá de Pedrito no ha dejado de buscarlo, ella siempre ha estado aquí. La verdad, yo les tomo cariño a todas esas personas que buscan a sus hijos: son como mi familia. Ellos nunca pierden la esperanza y yo tampoco.
—¿Cómo cambian las búsquedas de alguien que tienen días desaparecido frente a las de aquellos que llevaban más de 10 años?
—En los lugares donde se busca, lamentablemente. Pasado el tiempo se busca más en Semefo y en fosas; porque quizá es más complicado encontrarlos vivos. Pero nunca hay que perder la esperanza, porque hay casos como el de la señora Lorena Ramírez, que encontró a su hija más de 20 años después.
En una hoja que fue elaborada por María Elena en mayo de 2010 aparece una fotografía de una niña pequeña, de rostro circular, llamada Juana Bernal Ramírez. Desapareció en el bosque de Chapultepec en 1995, y María Elena cuenta que hace más de un año ella y su madre se reencontraron. “Siempre habrá esperanza mientras no deje de buscarse”, explica. “Ellas tardaron 27 años en verse de nuevo. Son ejemplo de que no hay que rendirse”. Luego vuelve a mirar hacia la pared tapizada con fotografía de niñas y niños desaparecidos y con la mano señala algunos rostros.
—No hay que perder la fe, estamos en manos de Dios. Nunca los dejaremos de buscar. Cada vez hay más programas, más tecnología de reconocimiento. Eso nos da mucha esperanza. Algún día los vamos a encontrar.
Ilustración de Mara Hernández.
Antes del 19 de noviembre de 1994, María Elena Solís era una comerciante que vendía manteles y atendía un puesto de antojitos al sur de la Ciudad de México. Pero ese día su vida cambió, y desde entonces se dedica a buscar a niños desparecidos a lo largo del país, en ocasiones ocupando el vacío que dejan las autoridades del sistema de justicia.
Una noche de finales de octubre de 1994, María Elena Solís Gutiérrez presintió que algo malo sucedería pronto. Sentada en la cama, un cosquilleo nervioso le corrió el cuerpo; las manos le sudaban. Tenía 43 años, vivía con su madre, su hermana, sus sobrinos, sus hijos y su nieta de dos años en un departamento de la Colonia Portales, en la Ciudad de México. Se sintió abrumada por ese presentimiento funesto y durmió mal; no habló con nadie sobre la preocupación que le oprimía. Días después comenzó a sentirse vigilada. En el local de antojitos que atendía con su familia, a una cuadra de su casa, se presentó un hombre de estatura media y piel morena; le preguntó si conocía a alguien que lavara y planchara ropa, le aseguró que él pagaba muy bien por ese trabajo, 200 o 300 pesos semanalmente. La actitud del hombre fue extraña: la observaba fijamente. Le pidió un refresco, pagó y se fue. Ni siquiera tocó la botella.
María Elena siempre ha creído que esa aparición estaba conectada con lo que sucedió después.
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Visto desde lejos, el número 2315 de la colonia General Anaya es un complejo habitacional más de la Ciudad de México. Una construcción de cuatro edificios de cinco pisos, con fachada de baldosas azules y blancas, zaguán negro, patio amplio adornado con macetas rebosantes de plantas. Nada peculiar, salvo sus visitantes: desde hace una década muchas personas llegan aquí desesperadas, buscando ayuda. En la entrada, debajo de uno de los interfonos, una pequeña placa azul anuncia que en el edificio dos, piso tres, se encuentra la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos, una organización que se dedica a acompañar a familias de niños desaparecidos y secuestrados.
Es una mañana de finales de noviembre de 2023 y una camioneta Ford Explorer gris, con el volante rosa, acaba de llegar al 2315. Del vehículo se baja una mujer de más 70 años, ligeramente encorvada, el cabello corto, vestida con camisa azul marino y pantalones formales negros; en una de sus manos sostiene una carpeta llena de hojas. Es María Elena Solís, jamás ha trabajado en una procuraduría ni está especializada como perito o investigadora, pero desde hace 27 años se dedica a encontrar a niños raptados y perdidos.
“Lo hago porque en el año de 1994, para ser exactos el 19 de noviembre de 1994, tuve la desdicha de que me robaran a mi nieta”, explica con su voz áspera mientras sube despacio las escaleras del edificio y entra al departamento que ha convertido en oficina.
Las paredes blancas y azules están llenas de recuerdos. Fotografías de María Elena con celebridades, políticos y autoridades de todos niveles, como Ernestina Godoy, la exfiscal general de la Ciudad de México. También hay recortes con notas periodísticas sobre la asociación, sobre el caso de María Elena o el secuestro infantil en general. Una de las paredes está tapizada de hojas con la fotografía y los datos de niños desaparecidos. Iker Ernesto Martínez Amaro. 2 meses. Fecha de desaparición: 22 de enero 2019. Lugar de desaparición: Alcaldía Iztapalapa. Lesli Vázquez Vega. 16 años. Fecha de desaparición: 18 de abril 2023. Lugar de desaparición: Coacalco, Edomex... Otra pared comunica, más bien, esperanza: en ella cuelgan los retratos de las personas recuperadas, en su mayoría niñas y niños, junto a sus familiares. “Hemos recuperado a más de mil niños”, cuenta orgullosa la buscadora.
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Según la investigación Infancia Cuenta 2022: Niñez y Desapariciones, realizada por la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), cada día desaparecen 14 menores de edad, uno cada dos horas. Tres estados de la República concentran el 39.3% de los casos: Estado de México (22.2%), Tamaulipas (10.1%) y Jalisco (7%).
“El estudio evidencia la profunda desatención que en la actualidad tiene la crisis de desapariciones, no solo por parte del Estado mexicano, sino también de la sociedad, quienes dejan el problema solamente a las familias de las víctimas. Hoy las desapariciones, en particular la de niñas, niños y adolescentes, sufren invisibilización”, explicó Tania Ramírez, directora de REDIM, durante la presentación del estudio.
En una entrevista telefónica para Gatopardo, Ramírez detalla que la primera infancia —del nacimiento a los cinco años— es el grupo poblacional más invisibilizado, porque ni siquiera se les vincula con la crisis de desapariciones del país. “Existe un resabio de lo que antes eran los robachicos y esa cuestión de secuestros… esa idea arraigada de que a los bebés se les puede robar. Ellos no están en la conciencia pública de la crisis de desapariciones”.
Y esto es alarmante, explica Ramírez, porque las niñas y niños más pequeños son los que desaparecen con mayor frecuencia, tras las adolescentes. En el tercer lugar está el rango entre los seis y los 11 años, casos que “a veces pueden estar asociados a disputas por la custodia de niños y niñas, porque se les piensa como un objeto o una posesión”.
El estudio de la REDIM señala que las desapariciones de niñas, niños y adolescentes suelen vincularse al secuestro (en muchos casos, apropiaciones ilegales), el reclutamiento forzado de la delincuencia organizada y la explotación sexual. “Pero solo son aproximaciones; tendríamos datos concretos si tuviéramos investigaciones eficaces”, dice la especialista. Y es que las deficiencias en el proceso de búsqueda dentro de fiscalías e institutos públicos se pone en evidencia en el estudio. “Al momento en que se reportan las desapariciones y localizaciones de niñas, niños y adolescentes, se dejan de registrar detalles del cautiverio, que son relevantes en la investigación del delito, pero también de los presuntos perpetradores o de las violencias que pudieron haber sufrido las infancias en el tiempo en que estuvieron desaparecidas. Las autoridades, además, cierran las investigaciones una vez que sucede la localización, lo que impide conocer cuáles son los patrones y móviles del delito para prevenir futuras desapariciones y evitar la impunidad”, abunda Ramírez.
Hasta noviembre de 2023, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas registraba en su base de datos a 7 495 menores de edad desaparecidos, de los cuales 2 434 todavía no eran localizados. Sin embargo, es probable que estas cifras estén muy por debajo de la realidad: no todos los casos son denunciados; además, la organización Data Cívica, en su investigación Volver a desaparecer, reportó que durante la segunda mitad del 2023 el actual gobierno de López Obrador ha modificado el número de registros de personas desaparecidas y no localizadas.
En México no se sabe con certeza cuántos niñas, niños y adolescentes estén desparecidos.
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María Elena se sienta frente a uno de los escritorios, en un cubículo Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos. Detrás de ella, una luz cálida entra por las ventanas. Su rostro envejece aún más al contar los detalles del rapto de su nieta Elenita, la razón por la que está aquí.
El 18 de noviembre de 1994 una mujer de estatura baja llegó a su departamento, en la colonia Portales, para pedirle trabajo. Solís y su familia —integrada por su madre, su hermana, sus sobrinos, sus hijos y su nieta de dos años—, se dedicaban al comercio ambulante, vendiendo manteles y atendiendo el puesto de antojitos a media cuadra del departamento. La mujer desconocida insistió en ayudarle con la limpieza del hogar. María Elena, quien dice que siempre ha sido “confiada”, aceptó la propuesta y le permitió quedarse en su casa esa noche. “Me dijo que no tenía donde dormir”, recuerda. Y sí, hubo actitudes sospechosas. La más evidente, piensa ahora María Elena, es que se cubría el rostro todo el tiempo.
Pero a la mañana siguiente todo parecía normal. Era sábado. “Cuando yo me levanto a las 6:20, [la mujer] ya había limpiado, sacudido, trapeado todo, y yo dije ‘¡Ay, qué niña tan quehacerosa’! Pero ella en realidad estaba buscando documentos”, dice María Elena, quien en ese momento no se percató de que la desconocida había robado el acta de nacimiento de su nieta. Dos horas después, a las ocho de la mañana, ella y su hija Angélica salieron del departamento, por un asunto de su negocio. No se llevaron a Elenita porque seguía durmiendo: “Había llorado toda la noche”. A María Elena no le preocupó que se quedara con la mujer desconocida porque en el departamento también se quedaban su mamá, su hermana y sus sobrinos. Antes de la una de la tarde, llamó a su casa desde un teléfono público para preguntar cómo estaba todo:
—Oye, tía, ¿te llevaste el dinero del gasto? —le preguntó su sobrino.
—No, hijo. Lo dejé donde siempre.
—No, tía. No hay nada de dinero.
Fue así cómo descubrieron que la desconocida y Elenita no estaban en el departamento. En algún momento de la mañana, la mujer aprovechó que el resto de la familia estaba ocupada en diversas labores para llevársela.
El presentimiento fatalista que había tenido semanas antes se estaba cumpliendo.
María Elena interrumpe el relato de manera abrupta. Alguien llama por el interfono. Una mujer viene a pedirle ayuda para encontrar a su hijo.
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Mientras sus largas uñas decoradas pulsan la pantalla de su teléfono celular, María Elena Solís explica que el departamento y la camioneta Ford Explorer, con la que transporta a madres y padres de familias de niños perdidos a otros estados de la República, los compró con los tres millones de pesos que recibió al obtener el quinto lugar de Iniciativa México, un concurso televisivo emitido en 2010, cuyo objetivo era impulsar diversos proyectos sociales. En ese entonces ya tenía más de 10 años ayudando a buscar niños desaparecidos; sabía cómo debía actuar, a dónde ir, en qué lugares buscar. Todo lo que desconocía cuando su nieta fue raptada.
“Cuando se llevan a Elenita, nosotros nos fuimos de inmediato a denunciar al ministerio público. No había nada de sensibilidad de las autoridades, todo era ‘toma tu ficha y ponte a esperar’, y filas de personas eran enormes para que te atendieran”, recuerda María Elena. Eso la empujó a buscar a su nieta de manera independiente, ayudada por familiares, vecinos y amigos. María Elena y su hija Angélica no descansaron ni un solo día de 1994: buscaron en mercados, parques, hospitales, ministerios públicos; repartieron volantes y pegaron hojas con la foto de Elenita en distintas zonas de la Ciudad de México. Madre y abuela incluso fueron a estaciones de radio y televisoras. “Ahí sucedió algo que me pegó mucho. Una señora que estaba en Televisa, no sé cómo me vería, pero me dice: ‘Si usted supiera cuántos casos hay. Fíjese que las personas que vienen de fuera se quedan a dormir a veces aquí, afuera de Televisa, o en una terminal de camiones y dejan a sus familias abandonadas’. Eso me pegó mucho”, recuerda María Elena. Ese diálogo fue una de las dos semillas para iniciar su asociación. La otra sería su promesa.
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El esfuerzo, en las primeras semanas, parecía inútil. No daban con ningún indicio del paradero de Elenita. Una vecina llegó a decirle a la abuela buscadora: “Ay, señora Elenita, pídale mucho a la virgencita de Guadalupe que le dé la resignación, porque a su nieta no la va a volver a ver nunca”. El desánimo la llevó a hacer un juramento a Dios: “Regrésame a mi nieta y yo te prometo que voy a dedicar mi vida a ayudar a buscar a otras personas”.
Y entonces pasó. La voz cavernosa de María Elena Solís se quiebra al contarlo: “A los cinco días la recuperamos. Fueron [en total] 50 días de angustia, los más horribles de mi vida”.
La recuperación de Elenita fue gracias a Esmeralda, otra niña que había sido reportada como robada en la alcaldía Tláhuac, también al sur de la Ciudad de México. “Fue el mismo modus operandi que hicieron con nosotros, a esta niña Esmeralda le pasó exactamente lo mismo”, recuerda María Elena. Por eso, al enterarse del caso, junto con su hija Angélica buscó a sus padres: creía que las dos niñas habían sido raptadas por las mismas personas. Lograron localizarlos a través de una asociación llamada Niños Perdidos de América.
Las dos familias se unieron para buscar a sus niñas. La de Elenita lo haría en el norte de la ciudad; la de Esmeralda, en el sur. “Un día ellos se van a Milpa Alta a pegar volantes”, recuerda María Elena. En esa alcaldía una persona les dio una pista: “Váyanse a San Agustín, ahí venden niños”.
Eso hicieron. El 4 de enero de 1995 un tío y una tía de Esmeralda visitaron el pueblo de San Agustín —en la misma alcaldía de Milpa Alta—, fingiendo estar interesados en comprar a un niño. “Llegaron a un local, cerca del mercado San Agustín, ¿y cuál es su sorpresa?”, cuenta María Elena. “¡La niña que le enseñan es su sobrina!”. Cargaron a Esmeralda y dominaron a su secuestradora, a quien llevaron a la entonces delegación Tláhuac.
Desde la delegación los padres de Esmeralda llamaron a María Elena para que fueran a identificar a la posible culpable del secuestro de Elenita. Se decepcionaron: no era la misma persona. Pero días después la detenida confesó dónde estaba la mujer que sí se había llevado a la nieta. El 9 de enero de 1995 la captora de Elenita fue arrestada por la policía del Distrito Federal; al poco tiempo también sería detenido Rodolfo Noriega, el hombre que había ido al puesto de comida de Elena, semanas antes del secuestro de su nieta. “Él mandaba a las mujeres para que penetraran a los hogares y de esta manera sustraer a los niños, eso lo conocimos después. Fueron sentenciados a 28 años, pero él fue liberado en 2004”, dice María Elena, todavía indignada.
Ese mismo 9 de enero de 1995, la policía del Distrito Federal también recuperó a Elenita. En ese momento vivía con una pareja en Xochimilco, que presuntamente la había comprado. El reencuentro entre nieta y abuela horas después. Pero la felicidad no fue instantánea: Elenita no reconoció a su familia.
—No nos conocía ni a mi hija ni a mí, ella abrazaba a la señora que la tenía, la señora que la había comprado; decía que ella era su mamá.
—¿Cómo lograron que se sintiera segura de nuevo?
—Fue poco a poco. De regreso a casa ese día que volvió con nosotros, íbamos en el transporte público y la llevaba cargando mi hijo, el tío de Elenita. A él sí lo reconoció. Pero estaba como ida, no reflexionaba, se veía triste: es que estuvo encerrada. Pero con el tiempo lo fue superando.
Han pasado 28 años desde que Elenita fue sustraída de la casa de su abuela en la colonia Portales. Ahora es una mujer adulta, abogada, casada, con una hija adolescente. No recuerda nada sobre aquellos días, aunque el rapto sí le dejó una secuela. “Hasta la fecha le tiene miedo al encierro”, explica María Elena, al tiempo que se levanta del escritorio y muestra una fotografía de su nieta cuando tenías dos años. Sostenida por los brazos de su tío, la niña —con chamarra blanca, corte de honguito y un rostro sin sonrisa— mira por encima de la cámara.
La relación entre nieta y abuela es muy cercana, incluso durante algunos años Elenita trabajó en la asociación, hasta que el dolor de vivir siempre rodeada de estos casos fue insoportable para ella.
El inicio de la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos A.C. fue improvisado. Luego de recuperar a su nieta, María Elena y su hija Angélica fueron invitadas al programa A quien corresponda, de Televisión Azteca, para hablar sobre su caso. A partir de allí comenzaron a contactarla espontáneamente padres y madres que buscaban a sus hijos desaparecidos. María Elena los ayudó como podía, con comida, acompañándolos en las fiscalías, y terminó acondicionando un espacio en su departamento de la colonia Portales para atenderlos. El comedor familiar fue su primera oficina. Luego sus hijos se casaron, dejaron la casa y tuvo disponible una recámara, que se convirtió en el dormitorio de familias buscadoras que no tenían dónde dormir. El 4 de septiembre de 1997 nació formalmente la asociación.
“Al comienzo no había ingresos en mi familia, porque me dio por ir a buscar niños. No aportaba dinero a la casa. Andaba clavadísima con varios casos, como unos nueve. Andaba yo haciendo investigaciones y tratando de sacar información. Poco a poco me fui involucrando más y más. Así se pasaron veintisiete años. Cuando tú te involucras en la búsqueda el tiempo se te va”, recuerda.
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La organización de María Elena opera gracias al apoyo económico de empresas, otras asociaciones y personas que conocen su historia. “Nos llegan donativos de quién sabe dónde, pero nos llegan. Así vamos sobreviviendo. No queremos abundancia, con que tengamos para irla pasando, con eso estamos del otro lado”.
Uno de los proyectos más famosos de la asociación es Cuartos vacíos, creado en 2022 por la agencia de publicidad FCB México. Se rentan de manera simbólica los cuartos de cuatro chicas desaparecidas en el Estado de México —Zaira López Maldonado, 19 años, desaparecida el 23 de abril de 2011 en Tlapacoya. Perla Alondra Bolaños Cruz, 22 años; desaparecida el 23 de julio de 2014 en Tianguistenco. Nimbe Selene Zepeta Xochihua, 17 años; desaparecida el 30 de mayo de 2019 en Los Reyes La Paz. Karla Adriana Bolaños Castillo, 15 años; desaparecida el 4 de marzo de 2021 en Nezahualcóyotl—, con el objetivo de recaudar fondos para que las familias puedan financiar sus búsquedas. Con fotografías y un breve testimonio de sus vidas, los cuartos aparecen en la página del proyecto y en plataformas como Airbnb y Mercado Libre. Cuartos vacíos ha sido un proyecto exitoso porque muestra una imagen impactante: las familias dejan intactas las habitaciones de sus desaparecidas como un signo de esperanza.
Por lo demás, la metodología para buscar a los niños de María Elena Solís fue construyéndose de manera empírica. “Empezamos a hacer las búsquedas como íbamos aprendiendo, con lo que nos daba resultados positivos. En ese entonces como que la procuraduría nos veía como enemigos. Ahora ya no, ya tenemos credibilidad”, dice María Elena, quien cada tanto se reúne con las fiscalías para conocer los avances de las investigaciones que conoce. Sin embargo, tiene muy claro que sus objetivos son diferentes a los de las fiscalías: “Nosotros no nos dedicamos a buscar culpables, nos dedicamos a buscar víctimas”, explica.
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El protocolo de la asociación está basado en la actuación rápida. Cuando tienen conocimiento de un caso (por medio de una llamada telefónica, generalmente, aunque reciben mensajes en su página de Facebook o a través de su correo electrónico), se crea una ficha de búsqueda con datos y fotografía de la persona desaparecida, que se difunde en medios de comunicación y se entrega a las fiscalías. “A la fiscalía se le pide que saque el registro de telefonía si es el caso; se piden cámaras en las zonas cercanas donde fue vista por última vez”. María Elena está al pendiente de que este trabajo se realice ágilmente, porque las primeras horas son fundamentales: “Es cuando hay más altas posibilidades de encontrar a la persona desaparecida”. La ficha del niño o niña desaparecido es compartida en los estados cercanos al último lugar donde se le vio. “[A los niños robados] casi siempre los encontramos en otro estado, es muy difícil que un niño aparezca en su misma entidad”. De cualquier forma, la difusión rápida de fotos y datos ayuda en un 90% de los casos de desapariciones, según María Elena.
A partir de 2009 las cosas comenzaron a cambiar en la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos. Las familias que acudían a ella ya no solo pedían ayuda para buscar a niños; de hecho, la mayoría de los casos comenzaron a ser de adultos, adolescentes, tanto hombres como mujeres. “Los casos de bebés ya no llegan tantos como antes, ni tampoco de niños de entre cuatro, cinco o seis años”, puntualiza María Elena. “Cuando se robaban solo a los niños, las opciones eran que se los habían llevado para explotación laboral o sexual, tal vez adopción ilegal. Y los buscábamos pensando en eso. Pero con esto de la delincuencia organizada, comenzó el tema de las fosas y de la gente que se la lleva la mafia para que trabajen con ellos. Ahora la cosa es más alarmante. Son demasiados los desaparecidos y es más complicado buscarlos”. En efecto, con la crisis violencia que vive el país, la asociación se transformó y comenzaron a entrar en contacto con comisiones de búsqueda, con otras asociaciones, con peritos… Tuvieron que aprender otras estrategias de búsqueda, como el rastreo de fosas. “A esto hemos llegado”, suspira la buscadora.
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María Elena Solís interrumpe sus labores para contestar una llamada. Activa el altavoz, y se adelanta a su interlocutora:
—Muy buenas tardes, Dianita, ¿cómo está?
Al menos una vez cada hora alguien le marca para atender un caso, para dar seguimiento a alguna búsqueda, para agendar una reunión con alguna fiscalía. La llamada que acaba de atender es para agendar una cita con el Servicio Médico Forense (Semefo) de Querétaro y de Guanajuato.
—Bien, señora Elenita, muchas gracias. Le llamo en relación con las diligencias que solicitó para acudir a Guanajuato y Querétaro. Tenemos un margen de 15 días porque hay que mandar los oficios en original por correspondencia, sobre todo por la Fiscalía de Querétaro, ya ve que son muy especiales.
María Elena asiente y en voz baja confirma: “Sí son especiales”.
—…Tengo fecha para Guanajuato 29 de noviembre y Querétaro 30 de noviembre.
—Me parece bien, licenciada Dianita. Muchas gracias.
Luego de colgar, María Elena escribe mensajes y graba notas de voz, deja una carpeta en uno de los archiveros de la oficina, se prepara un café instantáneo. Sus movimientos son lentos pero constantes. Dentro de unos días tendrá que gestionar un nuevo viaje para familias buscadoras. Explica: “Vamos al Semefo para que nos enseñen a los cuerpos que tienen en calidad de desconocidos. Nosotros dejamos ADN, dejamos huellas para que allá puedan hacer identificación en un determinado momento. Aunque físicamente vamos siete, aprovecho para llevarme el material de todos los casos que tengo. Cada tanto me los llevo a diferentes zonas”. María Elena maneja de ida y de venida. Tras la visita al Semefo, suele llevar a los familiares a los medios de comunicación. En la tarde se mueven a la siguiente ciudad, y al día siguiente lo mismo.
Estos viajes son financiados por las fiscalías. Esos viáticos que es entregan a las familias buscadoras los ha gestionado María Elena misma. De no existir, serían imposibles los recorridos: la mayoría de las personas que ayudan son de “escasos recursos”, dice. “Y los viajes son cada dos meses. Tratamos de cubrir media república por año”.
La buscadora recuerda una anécdota durante un viaje de hace unos meses:
—La otra vez que fuimos a Puebla y dice un señor: “Ay, es que se me antoja mucho un rollito”. Y yo le digo “Cómaselo, pídalo, para qué se queda con las ganas”. A veces en esos viajes hay esos pequeños momentos de felicidad en medio de la pena que están pasando.
—¿Cuál es el ánimo general en esos viajes?
—No te creas que vamos llorando. No es así. Vamos poniendo música, vamos platicando. Hacemos bromas. Vamos con la esperanza de encontrar. Hay casos de muchos años, como el de Pedro Santiago Cruz. Ya son más de 10 años que lo buscamos —María Elena señala con su dedo la hoja donde aparece el rostro de un niño de una hoja pegada en las paredes de la oficina—. La mamá de Pedrito no ha dejado de buscarlo, ella siempre ha estado aquí. La verdad, yo les tomo cariño a todas esas personas que buscan a sus hijos: son como mi familia. Ellos nunca pierden la esperanza y yo tampoco.
—¿Cómo cambian las búsquedas de alguien que tienen días desaparecido frente a las de aquellos que llevaban más de 10 años?
—En los lugares donde se busca, lamentablemente. Pasado el tiempo se busca más en Semefo y en fosas; porque quizá es más complicado encontrarlos vivos. Pero nunca hay que perder la esperanza, porque hay casos como el de la señora Lorena Ramírez, que encontró a su hija más de 20 años después.
En una hoja que fue elaborada por María Elena en mayo de 2010 aparece una fotografía de una niña pequeña, de rostro circular, llamada Juana Bernal Ramírez. Desapareció en el bosque de Chapultepec en 1995, y María Elena cuenta que hace más de un año ella y su madre se reencontraron. “Siempre habrá esperanza mientras no deje de buscarse”, explica. “Ellas tardaron 27 años en verse de nuevo. Son ejemplo de que no hay que rendirse”. Luego vuelve a mirar hacia la pared tapizada con fotografía de niñas y niños desaparecidos y con la mano señala algunos rostros.
—No hay que perder la fe, estamos en manos de Dios. Nunca los dejaremos de buscar. Cada vez hay más programas, más tecnología de reconocimiento. Eso nos da mucha esperanza. Algún día los vamos a encontrar.
Antes del 19 de noviembre de 1994, María Elena Solís era una comerciante que vendía manteles y atendía un puesto de antojitos al sur de la Ciudad de México. Pero ese día su vida cambió, y desde entonces se dedica a buscar a niños desparecidos a lo largo del país, en ocasiones ocupando el vacío que dejan las autoridades del sistema de justicia.
Una noche de finales de octubre de 1994, María Elena Solís Gutiérrez presintió que algo malo sucedería pronto. Sentada en la cama, un cosquilleo nervioso le corrió el cuerpo; las manos le sudaban. Tenía 43 años, vivía con su madre, su hermana, sus sobrinos, sus hijos y su nieta de dos años en un departamento de la Colonia Portales, en la Ciudad de México. Se sintió abrumada por ese presentimiento funesto y durmió mal; no habló con nadie sobre la preocupación que le oprimía. Días después comenzó a sentirse vigilada. En el local de antojitos que atendía con su familia, a una cuadra de su casa, se presentó un hombre de estatura media y piel morena; le preguntó si conocía a alguien que lavara y planchara ropa, le aseguró que él pagaba muy bien por ese trabajo, 200 o 300 pesos semanalmente. La actitud del hombre fue extraña: la observaba fijamente. Le pidió un refresco, pagó y se fue. Ni siquiera tocó la botella.
María Elena siempre ha creído que esa aparición estaba conectada con lo que sucedió después.
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Visto desde lejos, el número 2315 de la colonia General Anaya es un complejo habitacional más de la Ciudad de México. Una construcción de cuatro edificios de cinco pisos, con fachada de baldosas azules y blancas, zaguán negro, patio amplio adornado con macetas rebosantes de plantas. Nada peculiar, salvo sus visitantes: desde hace una década muchas personas llegan aquí desesperadas, buscando ayuda. En la entrada, debajo de uno de los interfonos, una pequeña placa azul anuncia que en el edificio dos, piso tres, se encuentra la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos, una organización que se dedica a acompañar a familias de niños desaparecidos y secuestrados.
Es una mañana de finales de noviembre de 2023 y una camioneta Ford Explorer gris, con el volante rosa, acaba de llegar al 2315. Del vehículo se baja una mujer de más 70 años, ligeramente encorvada, el cabello corto, vestida con camisa azul marino y pantalones formales negros; en una de sus manos sostiene una carpeta llena de hojas. Es María Elena Solís, jamás ha trabajado en una procuraduría ni está especializada como perito o investigadora, pero desde hace 27 años se dedica a encontrar a niños raptados y perdidos.
“Lo hago porque en el año de 1994, para ser exactos el 19 de noviembre de 1994, tuve la desdicha de que me robaran a mi nieta”, explica con su voz áspera mientras sube despacio las escaleras del edificio y entra al departamento que ha convertido en oficina.
Las paredes blancas y azules están llenas de recuerdos. Fotografías de María Elena con celebridades, políticos y autoridades de todos niveles, como Ernestina Godoy, la exfiscal general de la Ciudad de México. También hay recortes con notas periodísticas sobre la asociación, sobre el caso de María Elena o el secuestro infantil en general. Una de las paredes está tapizada de hojas con la fotografía y los datos de niños desaparecidos. Iker Ernesto Martínez Amaro. 2 meses. Fecha de desaparición: 22 de enero 2019. Lugar de desaparición: Alcaldía Iztapalapa. Lesli Vázquez Vega. 16 años. Fecha de desaparición: 18 de abril 2023. Lugar de desaparición: Coacalco, Edomex... Otra pared comunica, más bien, esperanza: en ella cuelgan los retratos de las personas recuperadas, en su mayoría niñas y niños, junto a sus familiares. “Hemos recuperado a más de mil niños”, cuenta orgullosa la buscadora.
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Según la investigación Infancia Cuenta 2022: Niñez y Desapariciones, realizada por la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), cada día desaparecen 14 menores de edad, uno cada dos horas. Tres estados de la República concentran el 39.3% de los casos: Estado de México (22.2%), Tamaulipas (10.1%) y Jalisco (7%).
“El estudio evidencia la profunda desatención que en la actualidad tiene la crisis de desapariciones, no solo por parte del Estado mexicano, sino también de la sociedad, quienes dejan el problema solamente a las familias de las víctimas. Hoy las desapariciones, en particular la de niñas, niños y adolescentes, sufren invisibilización”, explicó Tania Ramírez, directora de REDIM, durante la presentación del estudio.
En una entrevista telefónica para Gatopardo, Ramírez detalla que la primera infancia —del nacimiento a los cinco años— es el grupo poblacional más invisibilizado, porque ni siquiera se les vincula con la crisis de desapariciones del país. “Existe un resabio de lo que antes eran los robachicos y esa cuestión de secuestros… esa idea arraigada de que a los bebés se les puede robar. Ellos no están en la conciencia pública de la crisis de desapariciones”.
Y esto es alarmante, explica Ramírez, porque las niñas y niños más pequeños son los que desaparecen con mayor frecuencia, tras las adolescentes. En el tercer lugar está el rango entre los seis y los 11 años, casos que “a veces pueden estar asociados a disputas por la custodia de niños y niñas, porque se les piensa como un objeto o una posesión”.
El estudio de la REDIM señala que las desapariciones de niñas, niños y adolescentes suelen vincularse al secuestro (en muchos casos, apropiaciones ilegales), el reclutamiento forzado de la delincuencia organizada y la explotación sexual. “Pero solo son aproximaciones; tendríamos datos concretos si tuviéramos investigaciones eficaces”, dice la especialista. Y es que las deficiencias en el proceso de búsqueda dentro de fiscalías e institutos públicos se pone en evidencia en el estudio. “Al momento en que se reportan las desapariciones y localizaciones de niñas, niños y adolescentes, se dejan de registrar detalles del cautiverio, que son relevantes en la investigación del delito, pero también de los presuntos perpetradores o de las violencias que pudieron haber sufrido las infancias en el tiempo en que estuvieron desaparecidas. Las autoridades, además, cierran las investigaciones una vez que sucede la localización, lo que impide conocer cuáles son los patrones y móviles del delito para prevenir futuras desapariciones y evitar la impunidad”, abunda Ramírez.
Hasta noviembre de 2023, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas registraba en su base de datos a 7 495 menores de edad desaparecidos, de los cuales 2 434 todavía no eran localizados. Sin embargo, es probable que estas cifras estén muy por debajo de la realidad: no todos los casos son denunciados; además, la organización Data Cívica, en su investigación Volver a desaparecer, reportó que durante la segunda mitad del 2023 el actual gobierno de López Obrador ha modificado el número de registros de personas desaparecidas y no localizadas.
En México no se sabe con certeza cuántos niñas, niños y adolescentes estén desparecidos.
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María Elena se sienta frente a uno de los escritorios, en un cubículo Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos. Detrás de ella, una luz cálida entra por las ventanas. Su rostro envejece aún más al contar los detalles del rapto de su nieta Elenita, la razón por la que está aquí.
El 18 de noviembre de 1994 una mujer de estatura baja llegó a su departamento, en la colonia Portales, para pedirle trabajo. Solís y su familia —integrada por su madre, su hermana, sus sobrinos, sus hijos y su nieta de dos años—, se dedicaban al comercio ambulante, vendiendo manteles y atendiendo el puesto de antojitos a media cuadra del departamento. La mujer desconocida insistió en ayudarle con la limpieza del hogar. María Elena, quien dice que siempre ha sido “confiada”, aceptó la propuesta y le permitió quedarse en su casa esa noche. “Me dijo que no tenía donde dormir”, recuerda. Y sí, hubo actitudes sospechosas. La más evidente, piensa ahora María Elena, es que se cubría el rostro todo el tiempo.
Pero a la mañana siguiente todo parecía normal. Era sábado. “Cuando yo me levanto a las 6:20, [la mujer] ya había limpiado, sacudido, trapeado todo, y yo dije ‘¡Ay, qué niña tan quehacerosa’! Pero ella en realidad estaba buscando documentos”, dice María Elena, quien en ese momento no se percató de que la desconocida había robado el acta de nacimiento de su nieta. Dos horas después, a las ocho de la mañana, ella y su hija Angélica salieron del departamento, por un asunto de su negocio. No se llevaron a Elenita porque seguía durmiendo: “Había llorado toda la noche”. A María Elena no le preocupó que se quedara con la mujer desconocida porque en el departamento también se quedaban su mamá, su hermana y sus sobrinos. Antes de la una de la tarde, llamó a su casa desde un teléfono público para preguntar cómo estaba todo:
—Oye, tía, ¿te llevaste el dinero del gasto? —le preguntó su sobrino.
—No, hijo. Lo dejé donde siempre.
—No, tía. No hay nada de dinero.
Fue así cómo descubrieron que la desconocida y Elenita no estaban en el departamento. En algún momento de la mañana, la mujer aprovechó que el resto de la familia estaba ocupada en diversas labores para llevársela.
El presentimiento fatalista que había tenido semanas antes se estaba cumpliendo.
María Elena interrumpe el relato de manera abrupta. Alguien llama por el interfono. Una mujer viene a pedirle ayuda para encontrar a su hijo.
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Mientras sus largas uñas decoradas pulsan la pantalla de su teléfono celular, María Elena Solís explica que el departamento y la camioneta Ford Explorer, con la que transporta a madres y padres de familias de niños perdidos a otros estados de la República, los compró con los tres millones de pesos que recibió al obtener el quinto lugar de Iniciativa México, un concurso televisivo emitido en 2010, cuyo objetivo era impulsar diversos proyectos sociales. En ese entonces ya tenía más de 10 años ayudando a buscar niños desaparecidos; sabía cómo debía actuar, a dónde ir, en qué lugares buscar. Todo lo que desconocía cuando su nieta fue raptada.
“Cuando se llevan a Elenita, nosotros nos fuimos de inmediato a denunciar al ministerio público. No había nada de sensibilidad de las autoridades, todo era ‘toma tu ficha y ponte a esperar’, y filas de personas eran enormes para que te atendieran”, recuerda María Elena. Eso la empujó a buscar a su nieta de manera independiente, ayudada por familiares, vecinos y amigos. María Elena y su hija Angélica no descansaron ni un solo día de 1994: buscaron en mercados, parques, hospitales, ministerios públicos; repartieron volantes y pegaron hojas con la foto de Elenita en distintas zonas de la Ciudad de México. Madre y abuela incluso fueron a estaciones de radio y televisoras. “Ahí sucedió algo que me pegó mucho. Una señora que estaba en Televisa, no sé cómo me vería, pero me dice: ‘Si usted supiera cuántos casos hay. Fíjese que las personas que vienen de fuera se quedan a dormir a veces aquí, afuera de Televisa, o en una terminal de camiones y dejan a sus familias abandonadas’. Eso me pegó mucho”, recuerda María Elena. Ese diálogo fue una de las dos semillas para iniciar su asociación. La otra sería su promesa.
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El esfuerzo, en las primeras semanas, parecía inútil. No daban con ningún indicio del paradero de Elenita. Una vecina llegó a decirle a la abuela buscadora: “Ay, señora Elenita, pídale mucho a la virgencita de Guadalupe que le dé la resignación, porque a su nieta no la va a volver a ver nunca”. El desánimo la llevó a hacer un juramento a Dios: “Regrésame a mi nieta y yo te prometo que voy a dedicar mi vida a ayudar a buscar a otras personas”.
Y entonces pasó. La voz cavernosa de María Elena Solís se quiebra al contarlo: “A los cinco días la recuperamos. Fueron [en total] 50 días de angustia, los más horribles de mi vida”.
La recuperación de Elenita fue gracias a Esmeralda, otra niña que había sido reportada como robada en la alcaldía Tláhuac, también al sur de la Ciudad de México. “Fue el mismo modus operandi que hicieron con nosotros, a esta niña Esmeralda le pasó exactamente lo mismo”, recuerda María Elena. Por eso, al enterarse del caso, junto con su hija Angélica buscó a sus padres: creía que las dos niñas habían sido raptadas por las mismas personas. Lograron localizarlos a través de una asociación llamada Niños Perdidos de América.
Las dos familias se unieron para buscar a sus niñas. La de Elenita lo haría en el norte de la ciudad; la de Esmeralda, en el sur. “Un día ellos se van a Milpa Alta a pegar volantes”, recuerda María Elena. En esa alcaldía una persona les dio una pista: “Váyanse a San Agustín, ahí venden niños”.
Eso hicieron. El 4 de enero de 1995 un tío y una tía de Esmeralda visitaron el pueblo de San Agustín —en la misma alcaldía de Milpa Alta—, fingiendo estar interesados en comprar a un niño. “Llegaron a un local, cerca del mercado San Agustín, ¿y cuál es su sorpresa?”, cuenta María Elena. “¡La niña que le enseñan es su sobrina!”. Cargaron a Esmeralda y dominaron a su secuestradora, a quien llevaron a la entonces delegación Tláhuac.
Desde la delegación los padres de Esmeralda llamaron a María Elena para que fueran a identificar a la posible culpable del secuestro de Elenita. Se decepcionaron: no era la misma persona. Pero días después la detenida confesó dónde estaba la mujer que sí se había llevado a la nieta. El 9 de enero de 1995 la captora de Elenita fue arrestada por la policía del Distrito Federal; al poco tiempo también sería detenido Rodolfo Noriega, el hombre que había ido al puesto de comida de Elena, semanas antes del secuestro de su nieta. “Él mandaba a las mujeres para que penetraran a los hogares y de esta manera sustraer a los niños, eso lo conocimos después. Fueron sentenciados a 28 años, pero él fue liberado en 2004”, dice María Elena, todavía indignada.
Ese mismo 9 de enero de 1995, la policía del Distrito Federal también recuperó a Elenita. En ese momento vivía con una pareja en Xochimilco, que presuntamente la había comprado. El reencuentro entre nieta y abuela horas después. Pero la felicidad no fue instantánea: Elenita no reconoció a su familia.
—No nos conocía ni a mi hija ni a mí, ella abrazaba a la señora que la tenía, la señora que la había comprado; decía que ella era su mamá.
—¿Cómo lograron que se sintiera segura de nuevo?
—Fue poco a poco. De regreso a casa ese día que volvió con nosotros, íbamos en el transporte público y la llevaba cargando mi hijo, el tío de Elenita. A él sí lo reconoció. Pero estaba como ida, no reflexionaba, se veía triste: es que estuvo encerrada. Pero con el tiempo lo fue superando.
Han pasado 28 años desde que Elenita fue sustraída de la casa de su abuela en la colonia Portales. Ahora es una mujer adulta, abogada, casada, con una hija adolescente. No recuerda nada sobre aquellos días, aunque el rapto sí le dejó una secuela. “Hasta la fecha le tiene miedo al encierro”, explica María Elena, al tiempo que se levanta del escritorio y muestra una fotografía de su nieta cuando tenías dos años. Sostenida por los brazos de su tío, la niña —con chamarra blanca, corte de honguito y un rostro sin sonrisa— mira por encima de la cámara.
La relación entre nieta y abuela es muy cercana, incluso durante algunos años Elenita trabajó en la asociación, hasta que el dolor de vivir siempre rodeada de estos casos fue insoportable para ella.
El inicio de la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos A.C. fue improvisado. Luego de recuperar a su nieta, María Elena y su hija Angélica fueron invitadas al programa A quien corresponda, de Televisión Azteca, para hablar sobre su caso. A partir de allí comenzaron a contactarla espontáneamente padres y madres que buscaban a sus hijos desaparecidos. María Elena los ayudó como podía, con comida, acompañándolos en las fiscalías, y terminó acondicionando un espacio en su departamento de la colonia Portales para atenderlos. El comedor familiar fue su primera oficina. Luego sus hijos se casaron, dejaron la casa y tuvo disponible una recámara, que se convirtió en el dormitorio de familias buscadoras que no tenían dónde dormir. El 4 de septiembre de 1997 nació formalmente la asociación.
“Al comienzo no había ingresos en mi familia, porque me dio por ir a buscar niños. No aportaba dinero a la casa. Andaba clavadísima con varios casos, como unos nueve. Andaba yo haciendo investigaciones y tratando de sacar información. Poco a poco me fui involucrando más y más. Así se pasaron veintisiete años. Cuando tú te involucras en la búsqueda el tiempo se te va”, recuerda.
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La organización de María Elena opera gracias al apoyo económico de empresas, otras asociaciones y personas que conocen su historia. “Nos llegan donativos de quién sabe dónde, pero nos llegan. Así vamos sobreviviendo. No queremos abundancia, con que tengamos para irla pasando, con eso estamos del otro lado”.
Uno de los proyectos más famosos de la asociación es Cuartos vacíos, creado en 2022 por la agencia de publicidad FCB México. Se rentan de manera simbólica los cuartos de cuatro chicas desaparecidas en el Estado de México —Zaira López Maldonado, 19 años, desaparecida el 23 de abril de 2011 en Tlapacoya. Perla Alondra Bolaños Cruz, 22 años; desaparecida el 23 de julio de 2014 en Tianguistenco. Nimbe Selene Zepeta Xochihua, 17 años; desaparecida el 30 de mayo de 2019 en Los Reyes La Paz. Karla Adriana Bolaños Castillo, 15 años; desaparecida el 4 de marzo de 2021 en Nezahualcóyotl—, con el objetivo de recaudar fondos para que las familias puedan financiar sus búsquedas. Con fotografías y un breve testimonio de sus vidas, los cuartos aparecen en la página del proyecto y en plataformas como Airbnb y Mercado Libre. Cuartos vacíos ha sido un proyecto exitoso porque muestra una imagen impactante: las familias dejan intactas las habitaciones de sus desaparecidas como un signo de esperanza.
Por lo demás, la metodología para buscar a los niños de María Elena Solís fue construyéndose de manera empírica. “Empezamos a hacer las búsquedas como íbamos aprendiendo, con lo que nos daba resultados positivos. En ese entonces como que la procuraduría nos veía como enemigos. Ahora ya no, ya tenemos credibilidad”, dice María Elena, quien cada tanto se reúne con las fiscalías para conocer los avances de las investigaciones que conoce. Sin embargo, tiene muy claro que sus objetivos son diferentes a los de las fiscalías: “Nosotros no nos dedicamos a buscar culpables, nos dedicamos a buscar víctimas”, explica.
Podría interesarte el artículo: "Soñar como sueñan los árboles: un thriller acerca del secuestro infantil".
El protocolo de la asociación está basado en la actuación rápida. Cuando tienen conocimiento de un caso (por medio de una llamada telefónica, generalmente, aunque reciben mensajes en su página de Facebook o a través de su correo electrónico), se crea una ficha de búsqueda con datos y fotografía de la persona desaparecida, que se difunde en medios de comunicación y se entrega a las fiscalías. “A la fiscalía se le pide que saque el registro de telefonía si es el caso; se piden cámaras en las zonas cercanas donde fue vista por última vez”. María Elena está al pendiente de que este trabajo se realice ágilmente, porque las primeras horas son fundamentales: “Es cuando hay más altas posibilidades de encontrar a la persona desaparecida”. La ficha del niño o niña desaparecido es compartida en los estados cercanos al último lugar donde se le vio. “[A los niños robados] casi siempre los encontramos en otro estado, es muy difícil que un niño aparezca en su misma entidad”. De cualquier forma, la difusión rápida de fotos y datos ayuda en un 90% de los casos de desapariciones, según María Elena.
A partir de 2009 las cosas comenzaron a cambiar en la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos. Las familias que acudían a ella ya no solo pedían ayuda para buscar a niños; de hecho, la mayoría de los casos comenzaron a ser de adultos, adolescentes, tanto hombres como mujeres. “Los casos de bebés ya no llegan tantos como antes, ni tampoco de niños de entre cuatro, cinco o seis años”, puntualiza María Elena. “Cuando se robaban solo a los niños, las opciones eran que se los habían llevado para explotación laboral o sexual, tal vez adopción ilegal. Y los buscábamos pensando en eso. Pero con esto de la delincuencia organizada, comenzó el tema de las fosas y de la gente que se la lleva la mafia para que trabajen con ellos. Ahora la cosa es más alarmante. Son demasiados los desaparecidos y es más complicado buscarlos”. En efecto, con la crisis violencia que vive el país, la asociación se transformó y comenzaron a entrar en contacto con comisiones de búsqueda, con otras asociaciones, con peritos… Tuvieron que aprender otras estrategias de búsqueda, como el rastreo de fosas. “A esto hemos llegado”, suspira la buscadora.
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María Elena Solís interrumpe sus labores para contestar una llamada. Activa el altavoz, y se adelanta a su interlocutora:
—Muy buenas tardes, Dianita, ¿cómo está?
Al menos una vez cada hora alguien le marca para atender un caso, para dar seguimiento a alguna búsqueda, para agendar una reunión con alguna fiscalía. La llamada que acaba de atender es para agendar una cita con el Servicio Médico Forense (Semefo) de Querétaro y de Guanajuato.
—Bien, señora Elenita, muchas gracias. Le llamo en relación con las diligencias que solicitó para acudir a Guanajuato y Querétaro. Tenemos un margen de 15 días porque hay que mandar los oficios en original por correspondencia, sobre todo por la Fiscalía de Querétaro, ya ve que son muy especiales.
María Elena asiente y en voz baja confirma: “Sí son especiales”.
—…Tengo fecha para Guanajuato 29 de noviembre y Querétaro 30 de noviembre.
—Me parece bien, licenciada Dianita. Muchas gracias.
Luego de colgar, María Elena escribe mensajes y graba notas de voz, deja una carpeta en uno de los archiveros de la oficina, se prepara un café instantáneo. Sus movimientos son lentos pero constantes. Dentro de unos días tendrá que gestionar un nuevo viaje para familias buscadoras. Explica: “Vamos al Semefo para que nos enseñen a los cuerpos que tienen en calidad de desconocidos. Nosotros dejamos ADN, dejamos huellas para que allá puedan hacer identificación en un determinado momento. Aunque físicamente vamos siete, aprovecho para llevarme el material de todos los casos que tengo. Cada tanto me los llevo a diferentes zonas”. María Elena maneja de ida y de venida. Tras la visita al Semefo, suele llevar a los familiares a los medios de comunicación. En la tarde se mueven a la siguiente ciudad, y al día siguiente lo mismo.
Estos viajes son financiados por las fiscalías. Esos viáticos que es entregan a las familias buscadoras los ha gestionado María Elena misma. De no existir, serían imposibles los recorridos: la mayoría de las personas que ayudan son de “escasos recursos”, dice. “Y los viajes son cada dos meses. Tratamos de cubrir media república por año”.
La buscadora recuerda una anécdota durante un viaje de hace unos meses:
—La otra vez que fuimos a Puebla y dice un señor: “Ay, es que se me antoja mucho un rollito”. Y yo le digo “Cómaselo, pídalo, para qué se queda con las ganas”. A veces en esos viajes hay esos pequeños momentos de felicidad en medio de la pena que están pasando.
—¿Cuál es el ánimo general en esos viajes?
—No te creas que vamos llorando. No es así. Vamos poniendo música, vamos platicando. Hacemos bromas. Vamos con la esperanza de encontrar. Hay casos de muchos años, como el de Pedro Santiago Cruz. Ya son más de 10 años que lo buscamos —María Elena señala con su dedo la hoja donde aparece el rostro de un niño de una hoja pegada en las paredes de la oficina—. La mamá de Pedrito no ha dejado de buscarlo, ella siempre ha estado aquí. La verdad, yo les tomo cariño a todas esas personas que buscan a sus hijos: son como mi familia. Ellos nunca pierden la esperanza y yo tampoco.
—¿Cómo cambian las búsquedas de alguien que tienen días desaparecido frente a las de aquellos que llevaban más de 10 años?
—En los lugares donde se busca, lamentablemente. Pasado el tiempo se busca más en Semefo y en fosas; porque quizá es más complicado encontrarlos vivos. Pero nunca hay que perder la esperanza, porque hay casos como el de la señora Lorena Ramírez, que encontró a su hija más de 20 años después.
En una hoja que fue elaborada por María Elena en mayo de 2010 aparece una fotografía de una niña pequeña, de rostro circular, llamada Juana Bernal Ramírez. Desapareció en el bosque de Chapultepec en 1995, y María Elena cuenta que hace más de un año ella y su madre se reencontraron. “Siempre habrá esperanza mientras no deje de buscarse”, explica. “Ellas tardaron 27 años en verse de nuevo. Son ejemplo de que no hay que rendirse”. Luego vuelve a mirar hacia la pared tapizada con fotografía de niñas y niños desaparecidos y con la mano señala algunos rostros.
—No hay que perder la fe, estamos en manos de Dios. Nunca los dejaremos de buscar. Cada vez hay más programas, más tecnología de reconocimiento. Eso nos da mucha esperanza. Algún día los vamos a encontrar.
Ilustración de Mara Hernández.
Antes del 19 de noviembre de 1994, María Elena Solís era una comerciante que vendía manteles y atendía un puesto de antojitos al sur de la Ciudad de México. Pero ese día su vida cambió, y desde entonces se dedica a buscar a niños desparecidos a lo largo del país, en ocasiones ocupando el vacío que dejan las autoridades del sistema de justicia.
Una noche de finales de octubre de 1994, María Elena Solís Gutiérrez presintió que algo malo sucedería pronto. Sentada en la cama, un cosquilleo nervioso le corrió el cuerpo; las manos le sudaban. Tenía 43 años, vivía con su madre, su hermana, sus sobrinos, sus hijos y su nieta de dos años en un departamento de la Colonia Portales, en la Ciudad de México. Se sintió abrumada por ese presentimiento funesto y durmió mal; no habló con nadie sobre la preocupación que le oprimía. Días después comenzó a sentirse vigilada. En el local de antojitos que atendía con su familia, a una cuadra de su casa, se presentó un hombre de estatura media y piel morena; le preguntó si conocía a alguien que lavara y planchara ropa, le aseguró que él pagaba muy bien por ese trabajo, 200 o 300 pesos semanalmente. La actitud del hombre fue extraña: la observaba fijamente. Le pidió un refresco, pagó y se fue. Ni siquiera tocó la botella.
María Elena siempre ha creído que esa aparición estaba conectada con lo que sucedió después.
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Visto desde lejos, el número 2315 de la colonia General Anaya es un complejo habitacional más de la Ciudad de México. Una construcción de cuatro edificios de cinco pisos, con fachada de baldosas azules y blancas, zaguán negro, patio amplio adornado con macetas rebosantes de plantas. Nada peculiar, salvo sus visitantes: desde hace una década muchas personas llegan aquí desesperadas, buscando ayuda. En la entrada, debajo de uno de los interfonos, una pequeña placa azul anuncia que en el edificio dos, piso tres, se encuentra la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos, una organización que se dedica a acompañar a familias de niños desaparecidos y secuestrados.
Es una mañana de finales de noviembre de 2023 y una camioneta Ford Explorer gris, con el volante rosa, acaba de llegar al 2315. Del vehículo se baja una mujer de más 70 años, ligeramente encorvada, el cabello corto, vestida con camisa azul marino y pantalones formales negros; en una de sus manos sostiene una carpeta llena de hojas. Es María Elena Solís, jamás ha trabajado en una procuraduría ni está especializada como perito o investigadora, pero desde hace 27 años se dedica a encontrar a niños raptados y perdidos.
“Lo hago porque en el año de 1994, para ser exactos el 19 de noviembre de 1994, tuve la desdicha de que me robaran a mi nieta”, explica con su voz áspera mientras sube despacio las escaleras del edificio y entra al departamento que ha convertido en oficina.
Las paredes blancas y azules están llenas de recuerdos. Fotografías de María Elena con celebridades, políticos y autoridades de todos niveles, como Ernestina Godoy, la exfiscal general de la Ciudad de México. También hay recortes con notas periodísticas sobre la asociación, sobre el caso de María Elena o el secuestro infantil en general. Una de las paredes está tapizada de hojas con la fotografía y los datos de niños desaparecidos. Iker Ernesto Martínez Amaro. 2 meses. Fecha de desaparición: 22 de enero 2019. Lugar de desaparición: Alcaldía Iztapalapa. Lesli Vázquez Vega. 16 años. Fecha de desaparición: 18 de abril 2023. Lugar de desaparición: Coacalco, Edomex... Otra pared comunica, más bien, esperanza: en ella cuelgan los retratos de las personas recuperadas, en su mayoría niñas y niños, junto a sus familiares. “Hemos recuperado a más de mil niños”, cuenta orgullosa la buscadora.
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Según la investigación Infancia Cuenta 2022: Niñez y Desapariciones, realizada por la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), cada día desaparecen 14 menores de edad, uno cada dos horas. Tres estados de la República concentran el 39.3% de los casos: Estado de México (22.2%), Tamaulipas (10.1%) y Jalisco (7%).
“El estudio evidencia la profunda desatención que en la actualidad tiene la crisis de desapariciones, no solo por parte del Estado mexicano, sino también de la sociedad, quienes dejan el problema solamente a las familias de las víctimas. Hoy las desapariciones, en particular la de niñas, niños y adolescentes, sufren invisibilización”, explicó Tania Ramírez, directora de REDIM, durante la presentación del estudio.
En una entrevista telefónica para Gatopardo, Ramírez detalla que la primera infancia —del nacimiento a los cinco años— es el grupo poblacional más invisibilizado, porque ni siquiera se les vincula con la crisis de desapariciones del país. “Existe un resabio de lo que antes eran los robachicos y esa cuestión de secuestros… esa idea arraigada de que a los bebés se les puede robar. Ellos no están en la conciencia pública de la crisis de desapariciones”.
Y esto es alarmante, explica Ramírez, porque las niñas y niños más pequeños son los que desaparecen con mayor frecuencia, tras las adolescentes. En el tercer lugar está el rango entre los seis y los 11 años, casos que “a veces pueden estar asociados a disputas por la custodia de niños y niñas, porque se les piensa como un objeto o una posesión”.
El estudio de la REDIM señala que las desapariciones de niñas, niños y adolescentes suelen vincularse al secuestro (en muchos casos, apropiaciones ilegales), el reclutamiento forzado de la delincuencia organizada y la explotación sexual. “Pero solo son aproximaciones; tendríamos datos concretos si tuviéramos investigaciones eficaces”, dice la especialista. Y es que las deficiencias en el proceso de búsqueda dentro de fiscalías e institutos públicos se pone en evidencia en el estudio. “Al momento en que se reportan las desapariciones y localizaciones de niñas, niños y adolescentes, se dejan de registrar detalles del cautiverio, que son relevantes en la investigación del delito, pero también de los presuntos perpetradores o de las violencias que pudieron haber sufrido las infancias en el tiempo en que estuvieron desaparecidas. Las autoridades, además, cierran las investigaciones una vez que sucede la localización, lo que impide conocer cuáles son los patrones y móviles del delito para prevenir futuras desapariciones y evitar la impunidad”, abunda Ramírez.
Hasta noviembre de 2023, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas registraba en su base de datos a 7 495 menores de edad desaparecidos, de los cuales 2 434 todavía no eran localizados. Sin embargo, es probable que estas cifras estén muy por debajo de la realidad: no todos los casos son denunciados; además, la organización Data Cívica, en su investigación Volver a desaparecer, reportó que durante la segunda mitad del 2023 el actual gobierno de López Obrador ha modificado el número de registros de personas desaparecidas y no localizadas.
En México no se sabe con certeza cuántos niñas, niños y adolescentes estén desparecidos.
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María Elena se sienta frente a uno de los escritorios, en un cubículo Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos. Detrás de ella, una luz cálida entra por las ventanas. Su rostro envejece aún más al contar los detalles del rapto de su nieta Elenita, la razón por la que está aquí.
El 18 de noviembre de 1994 una mujer de estatura baja llegó a su departamento, en la colonia Portales, para pedirle trabajo. Solís y su familia —integrada por su madre, su hermana, sus sobrinos, sus hijos y su nieta de dos años—, se dedicaban al comercio ambulante, vendiendo manteles y atendiendo el puesto de antojitos a media cuadra del departamento. La mujer desconocida insistió en ayudarle con la limpieza del hogar. María Elena, quien dice que siempre ha sido “confiada”, aceptó la propuesta y le permitió quedarse en su casa esa noche. “Me dijo que no tenía donde dormir”, recuerda. Y sí, hubo actitudes sospechosas. La más evidente, piensa ahora María Elena, es que se cubría el rostro todo el tiempo.
Pero a la mañana siguiente todo parecía normal. Era sábado. “Cuando yo me levanto a las 6:20, [la mujer] ya había limpiado, sacudido, trapeado todo, y yo dije ‘¡Ay, qué niña tan quehacerosa’! Pero ella en realidad estaba buscando documentos”, dice María Elena, quien en ese momento no se percató de que la desconocida había robado el acta de nacimiento de su nieta. Dos horas después, a las ocho de la mañana, ella y su hija Angélica salieron del departamento, por un asunto de su negocio. No se llevaron a Elenita porque seguía durmiendo: “Había llorado toda la noche”. A María Elena no le preocupó que se quedara con la mujer desconocida porque en el departamento también se quedaban su mamá, su hermana y sus sobrinos. Antes de la una de la tarde, llamó a su casa desde un teléfono público para preguntar cómo estaba todo:
—Oye, tía, ¿te llevaste el dinero del gasto? —le preguntó su sobrino.
—No, hijo. Lo dejé donde siempre.
—No, tía. No hay nada de dinero.
Fue así cómo descubrieron que la desconocida y Elenita no estaban en el departamento. En algún momento de la mañana, la mujer aprovechó que el resto de la familia estaba ocupada en diversas labores para llevársela.
El presentimiento fatalista que había tenido semanas antes se estaba cumpliendo.
María Elena interrumpe el relato de manera abrupta. Alguien llama por el interfono. Una mujer viene a pedirle ayuda para encontrar a su hijo.
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Mientras sus largas uñas decoradas pulsan la pantalla de su teléfono celular, María Elena Solís explica que el departamento y la camioneta Ford Explorer, con la que transporta a madres y padres de familias de niños perdidos a otros estados de la República, los compró con los tres millones de pesos que recibió al obtener el quinto lugar de Iniciativa México, un concurso televisivo emitido en 2010, cuyo objetivo era impulsar diversos proyectos sociales. En ese entonces ya tenía más de 10 años ayudando a buscar niños desaparecidos; sabía cómo debía actuar, a dónde ir, en qué lugares buscar. Todo lo que desconocía cuando su nieta fue raptada.
“Cuando se llevan a Elenita, nosotros nos fuimos de inmediato a denunciar al ministerio público. No había nada de sensibilidad de las autoridades, todo era ‘toma tu ficha y ponte a esperar’, y filas de personas eran enormes para que te atendieran”, recuerda María Elena. Eso la empujó a buscar a su nieta de manera independiente, ayudada por familiares, vecinos y amigos. María Elena y su hija Angélica no descansaron ni un solo día de 1994: buscaron en mercados, parques, hospitales, ministerios públicos; repartieron volantes y pegaron hojas con la foto de Elenita en distintas zonas de la Ciudad de México. Madre y abuela incluso fueron a estaciones de radio y televisoras. “Ahí sucedió algo que me pegó mucho. Una señora que estaba en Televisa, no sé cómo me vería, pero me dice: ‘Si usted supiera cuántos casos hay. Fíjese que las personas que vienen de fuera se quedan a dormir a veces aquí, afuera de Televisa, o en una terminal de camiones y dejan a sus familias abandonadas’. Eso me pegó mucho”, recuerda María Elena. Ese diálogo fue una de las dos semillas para iniciar su asociación. La otra sería su promesa.
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El esfuerzo, en las primeras semanas, parecía inútil. No daban con ningún indicio del paradero de Elenita. Una vecina llegó a decirle a la abuela buscadora: “Ay, señora Elenita, pídale mucho a la virgencita de Guadalupe que le dé la resignación, porque a su nieta no la va a volver a ver nunca”. El desánimo la llevó a hacer un juramento a Dios: “Regrésame a mi nieta y yo te prometo que voy a dedicar mi vida a ayudar a buscar a otras personas”.
Y entonces pasó. La voz cavernosa de María Elena Solís se quiebra al contarlo: “A los cinco días la recuperamos. Fueron [en total] 50 días de angustia, los más horribles de mi vida”.
La recuperación de Elenita fue gracias a Esmeralda, otra niña que había sido reportada como robada en la alcaldía Tláhuac, también al sur de la Ciudad de México. “Fue el mismo modus operandi que hicieron con nosotros, a esta niña Esmeralda le pasó exactamente lo mismo”, recuerda María Elena. Por eso, al enterarse del caso, junto con su hija Angélica buscó a sus padres: creía que las dos niñas habían sido raptadas por las mismas personas. Lograron localizarlos a través de una asociación llamada Niños Perdidos de América.
Las dos familias se unieron para buscar a sus niñas. La de Elenita lo haría en el norte de la ciudad; la de Esmeralda, en el sur. “Un día ellos se van a Milpa Alta a pegar volantes”, recuerda María Elena. En esa alcaldía una persona les dio una pista: “Váyanse a San Agustín, ahí venden niños”.
Eso hicieron. El 4 de enero de 1995 un tío y una tía de Esmeralda visitaron el pueblo de San Agustín —en la misma alcaldía de Milpa Alta—, fingiendo estar interesados en comprar a un niño. “Llegaron a un local, cerca del mercado San Agustín, ¿y cuál es su sorpresa?”, cuenta María Elena. “¡La niña que le enseñan es su sobrina!”. Cargaron a Esmeralda y dominaron a su secuestradora, a quien llevaron a la entonces delegación Tláhuac.
Desde la delegación los padres de Esmeralda llamaron a María Elena para que fueran a identificar a la posible culpable del secuestro de Elenita. Se decepcionaron: no era la misma persona. Pero días después la detenida confesó dónde estaba la mujer que sí se había llevado a la nieta. El 9 de enero de 1995 la captora de Elenita fue arrestada por la policía del Distrito Federal; al poco tiempo también sería detenido Rodolfo Noriega, el hombre que había ido al puesto de comida de Elena, semanas antes del secuestro de su nieta. “Él mandaba a las mujeres para que penetraran a los hogares y de esta manera sustraer a los niños, eso lo conocimos después. Fueron sentenciados a 28 años, pero él fue liberado en 2004”, dice María Elena, todavía indignada.
Ese mismo 9 de enero de 1995, la policía del Distrito Federal también recuperó a Elenita. En ese momento vivía con una pareja en Xochimilco, que presuntamente la había comprado. El reencuentro entre nieta y abuela horas después. Pero la felicidad no fue instantánea: Elenita no reconoció a su familia.
—No nos conocía ni a mi hija ni a mí, ella abrazaba a la señora que la tenía, la señora que la había comprado; decía que ella era su mamá.
—¿Cómo lograron que se sintiera segura de nuevo?
—Fue poco a poco. De regreso a casa ese día que volvió con nosotros, íbamos en el transporte público y la llevaba cargando mi hijo, el tío de Elenita. A él sí lo reconoció. Pero estaba como ida, no reflexionaba, se veía triste: es que estuvo encerrada. Pero con el tiempo lo fue superando.
Han pasado 28 años desde que Elenita fue sustraída de la casa de su abuela en la colonia Portales. Ahora es una mujer adulta, abogada, casada, con una hija adolescente. No recuerda nada sobre aquellos días, aunque el rapto sí le dejó una secuela. “Hasta la fecha le tiene miedo al encierro”, explica María Elena, al tiempo que se levanta del escritorio y muestra una fotografía de su nieta cuando tenías dos años. Sostenida por los brazos de su tío, la niña —con chamarra blanca, corte de honguito y un rostro sin sonrisa— mira por encima de la cámara.
La relación entre nieta y abuela es muy cercana, incluso durante algunos años Elenita trabajó en la asociación, hasta que el dolor de vivir siempre rodeada de estos casos fue insoportable para ella.
El inicio de la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos A.C. fue improvisado. Luego de recuperar a su nieta, María Elena y su hija Angélica fueron invitadas al programa A quien corresponda, de Televisión Azteca, para hablar sobre su caso. A partir de allí comenzaron a contactarla espontáneamente padres y madres que buscaban a sus hijos desaparecidos. María Elena los ayudó como podía, con comida, acompañándolos en las fiscalías, y terminó acondicionando un espacio en su departamento de la colonia Portales para atenderlos. El comedor familiar fue su primera oficina. Luego sus hijos se casaron, dejaron la casa y tuvo disponible una recámara, que se convirtió en el dormitorio de familias buscadoras que no tenían dónde dormir. El 4 de septiembre de 1997 nació formalmente la asociación.
“Al comienzo no había ingresos en mi familia, porque me dio por ir a buscar niños. No aportaba dinero a la casa. Andaba clavadísima con varios casos, como unos nueve. Andaba yo haciendo investigaciones y tratando de sacar información. Poco a poco me fui involucrando más y más. Así se pasaron veintisiete años. Cuando tú te involucras en la búsqueda el tiempo se te va”, recuerda.
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La organización de María Elena opera gracias al apoyo económico de empresas, otras asociaciones y personas que conocen su historia. “Nos llegan donativos de quién sabe dónde, pero nos llegan. Así vamos sobreviviendo. No queremos abundancia, con que tengamos para irla pasando, con eso estamos del otro lado”.
Uno de los proyectos más famosos de la asociación es Cuartos vacíos, creado en 2022 por la agencia de publicidad FCB México. Se rentan de manera simbólica los cuartos de cuatro chicas desaparecidas en el Estado de México —Zaira López Maldonado, 19 años, desaparecida el 23 de abril de 2011 en Tlapacoya. Perla Alondra Bolaños Cruz, 22 años; desaparecida el 23 de julio de 2014 en Tianguistenco. Nimbe Selene Zepeta Xochihua, 17 años; desaparecida el 30 de mayo de 2019 en Los Reyes La Paz. Karla Adriana Bolaños Castillo, 15 años; desaparecida el 4 de marzo de 2021 en Nezahualcóyotl—, con el objetivo de recaudar fondos para que las familias puedan financiar sus búsquedas. Con fotografías y un breve testimonio de sus vidas, los cuartos aparecen en la página del proyecto y en plataformas como Airbnb y Mercado Libre. Cuartos vacíos ha sido un proyecto exitoso porque muestra una imagen impactante: las familias dejan intactas las habitaciones de sus desaparecidas como un signo de esperanza.
Por lo demás, la metodología para buscar a los niños de María Elena Solís fue construyéndose de manera empírica. “Empezamos a hacer las búsquedas como íbamos aprendiendo, con lo que nos daba resultados positivos. En ese entonces como que la procuraduría nos veía como enemigos. Ahora ya no, ya tenemos credibilidad”, dice María Elena, quien cada tanto se reúne con las fiscalías para conocer los avances de las investigaciones que conoce. Sin embargo, tiene muy claro que sus objetivos son diferentes a los de las fiscalías: “Nosotros no nos dedicamos a buscar culpables, nos dedicamos a buscar víctimas”, explica.
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El protocolo de la asociación está basado en la actuación rápida. Cuando tienen conocimiento de un caso (por medio de una llamada telefónica, generalmente, aunque reciben mensajes en su página de Facebook o a través de su correo electrónico), se crea una ficha de búsqueda con datos y fotografía de la persona desaparecida, que se difunde en medios de comunicación y se entrega a las fiscalías. “A la fiscalía se le pide que saque el registro de telefonía si es el caso; se piden cámaras en las zonas cercanas donde fue vista por última vez”. María Elena está al pendiente de que este trabajo se realice ágilmente, porque las primeras horas son fundamentales: “Es cuando hay más altas posibilidades de encontrar a la persona desaparecida”. La ficha del niño o niña desaparecido es compartida en los estados cercanos al último lugar donde se le vio. “[A los niños robados] casi siempre los encontramos en otro estado, es muy difícil que un niño aparezca en su misma entidad”. De cualquier forma, la difusión rápida de fotos y datos ayuda en un 90% de los casos de desapariciones, según María Elena.
A partir de 2009 las cosas comenzaron a cambiar en la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos. Las familias que acudían a ella ya no solo pedían ayuda para buscar a niños; de hecho, la mayoría de los casos comenzaron a ser de adultos, adolescentes, tanto hombres como mujeres. “Los casos de bebés ya no llegan tantos como antes, ni tampoco de niños de entre cuatro, cinco o seis años”, puntualiza María Elena. “Cuando se robaban solo a los niños, las opciones eran que se los habían llevado para explotación laboral o sexual, tal vez adopción ilegal. Y los buscábamos pensando en eso. Pero con esto de la delincuencia organizada, comenzó el tema de las fosas y de la gente que se la lleva la mafia para que trabajen con ellos. Ahora la cosa es más alarmante. Son demasiados los desaparecidos y es más complicado buscarlos”. En efecto, con la crisis violencia que vive el país, la asociación se transformó y comenzaron a entrar en contacto con comisiones de búsqueda, con otras asociaciones, con peritos… Tuvieron que aprender otras estrategias de búsqueda, como el rastreo de fosas. “A esto hemos llegado”, suspira la buscadora.
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María Elena Solís interrumpe sus labores para contestar una llamada. Activa el altavoz, y se adelanta a su interlocutora:
—Muy buenas tardes, Dianita, ¿cómo está?
Al menos una vez cada hora alguien le marca para atender un caso, para dar seguimiento a alguna búsqueda, para agendar una reunión con alguna fiscalía. La llamada que acaba de atender es para agendar una cita con el Servicio Médico Forense (Semefo) de Querétaro y de Guanajuato.
—Bien, señora Elenita, muchas gracias. Le llamo en relación con las diligencias que solicitó para acudir a Guanajuato y Querétaro. Tenemos un margen de 15 días porque hay que mandar los oficios en original por correspondencia, sobre todo por la Fiscalía de Querétaro, ya ve que son muy especiales.
María Elena asiente y en voz baja confirma: “Sí son especiales”.
—…Tengo fecha para Guanajuato 29 de noviembre y Querétaro 30 de noviembre.
—Me parece bien, licenciada Dianita. Muchas gracias.
Luego de colgar, María Elena escribe mensajes y graba notas de voz, deja una carpeta en uno de los archiveros de la oficina, se prepara un café instantáneo. Sus movimientos son lentos pero constantes. Dentro de unos días tendrá que gestionar un nuevo viaje para familias buscadoras. Explica: “Vamos al Semefo para que nos enseñen a los cuerpos que tienen en calidad de desconocidos. Nosotros dejamos ADN, dejamos huellas para que allá puedan hacer identificación en un determinado momento. Aunque físicamente vamos siete, aprovecho para llevarme el material de todos los casos que tengo. Cada tanto me los llevo a diferentes zonas”. María Elena maneja de ida y de venida. Tras la visita al Semefo, suele llevar a los familiares a los medios de comunicación. En la tarde se mueven a la siguiente ciudad, y al día siguiente lo mismo.
Estos viajes son financiados por las fiscalías. Esos viáticos que es entregan a las familias buscadoras los ha gestionado María Elena misma. De no existir, serían imposibles los recorridos: la mayoría de las personas que ayudan son de “escasos recursos”, dice. “Y los viajes son cada dos meses. Tratamos de cubrir media república por año”.
La buscadora recuerda una anécdota durante un viaje de hace unos meses:
—La otra vez que fuimos a Puebla y dice un señor: “Ay, es que se me antoja mucho un rollito”. Y yo le digo “Cómaselo, pídalo, para qué se queda con las ganas”. A veces en esos viajes hay esos pequeños momentos de felicidad en medio de la pena que están pasando.
—¿Cuál es el ánimo general en esos viajes?
—No te creas que vamos llorando. No es así. Vamos poniendo música, vamos platicando. Hacemos bromas. Vamos con la esperanza de encontrar. Hay casos de muchos años, como el de Pedro Santiago Cruz. Ya son más de 10 años que lo buscamos —María Elena señala con su dedo la hoja donde aparece el rostro de un niño de una hoja pegada en las paredes de la oficina—. La mamá de Pedrito no ha dejado de buscarlo, ella siempre ha estado aquí. La verdad, yo les tomo cariño a todas esas personas que buscan a sus hijos: son como mi familia. Ellos nunca pierden la esperanza y yo tampoco.
—¿Cómo cambian las búsquedas de alguien que tienen días desaparecido frente a las de aquellos que llevaban más de 10 años?
—En los lugares donde se busca, lamentablemente. Pasado el tiempo se busca más en Semefo y en fosas; porque quizá es más complicado encontrarlos vivos. Pero nunca hay que perder la esperanza, porque hay casos como el de la señora Lorena Ramírez, que encontró a su hija más de 20 años después.
En una hoja que fue elaborada por María Elena en mayo de 2010 aparece una fotografía de una niña pequeña, de rostro circular, llamada Juana Bernal Ramírez. Desapareció en el bosque de Chapultepec en 1995, y María Elena cuenta que hace más de un año ella y su madre se reencontraron. “Siempre habrá esperanza mientras no deje de buscarse”, explica. “Ellas tardaron 27 años en verse de nuevo. Son ejemplo de que no hay que rendirse”. Luego vuelve a mirar hacia la pared tapizada con fotografía de niñas y niños desaparecidos y con la mano señala algunos rostros.
—No hay que perder la fe, estamos en manos de Dios. Nunca los dejaremos de buscar. Cada vez hay más programas, más tecnología de reconocimiento. Eso nos da mucha esperanza. Algún día los vamos a encontrar.
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