Ya puede verse en cines y Apple TV+ la última película del maestro de Hollywood, Martin Scorsese, sobre el despojo y exterminio de la comunidad Osage de Oklahoma en los años veinte. Aunque ha sido descrita como un western de denuncia, la película es algo mucho más complicado, que llega quizá más lejos que cualquier otra obra del director, tanto en temas como en estilo.
En los últimos años, Martin Scorsese ha ido desarrollando en su filmografía lo que Edward Said nombró, mientras agonizaba, el estilo tardío. Si el poeta Rainer Maria Rilke decía llevar la muerte adentro, la teoría de Said argumentaba que las últimas obras de un artista representan la consciencia más plena de su finitud; sin embargo, y por esa misma razón, estos últimos trabajos expresan también la sabiduría acumulada y el desinterés por la complacencia. Tras una carrera que ha abarcado desde documentales íntimos sobre su familia y sobre la vida y mentiras de Bob Dylan, hasta exámenes ficcionales de la masculinidad, la violencia y la codicia —la fe siempre ha sido personal—, Scorsese parece harto de explicarse, contenerse y empujarse a sí mismo hacia la modernidad cinematográfica. Como lo explicó alguna vez el cineasta-teórico Pier Paolo Pasolini, este concepto implica hacer visible el lenguaje fílmico para expresar una subjetividad, es decir, el cine nos muestra mediante cortes y planos sofisticados la forma en que los personajes experimentan el mundo, en oposición al cine clásico, más económico en sus formas y por ello más realista: al no haber artificios que distrajeran al público, la imagen se hacía más parecida a la realidad.
Los ejemplos más importantes de esta obsesión en la filmografía de Martin Scorsese —aparte de Taxi Driver (1976)— son sus películas de gangsters, que desde Goodfellas (1990) expresaron la perspectiva de criminales moralizando a la inversa de la norma, justificando su mentalidad y sus acciones depravadas como una forma de vivir bien. Aquel era un cine que condenaba al espectador si se identificaba con los deseos y fantasías de poder en la pantalla, aunque después de seducirlo con mucho más que el guion: se valía del montaje frenético que producía escenas de solo unos segundos, del humor que hacía al homicidio gracioso y de los planos complicados que nos invitaban a un mundo de satisfacciones interminables, como brincarse la fila del mejor club de Manhattan, o inhalar un desierto de dunas blancas.
Martin Scorsese, además, sabe que el cine de gangsters fue una innovación estadounidense, producto de la fascinación con las sociedades secretas de criminales que, en vez de buscar un trabajo legal para cumplir su sueño estadounidense, se dieron cuenta de que, como dice Frank Costello (Jack Nicholson) en The Departed (2006): “Nadie te da las cosas, hay que tomarlas”. En Goodfellas el protagonista menosprecia a la clase trabajadora y, por ello, representa algo más que a la mafia: la codicia del emprendedor estadounidense. Con todo esto en mente, Scorsese dedicó un largo proyecto iniciado en Goodfellas —sus primeras historias de jóvenes orbitando la mafia hablan de otras cosas— a demostrar que el cine de gangsters no solo cuenta los pecados de su nación sino que la pinta entera. Su más reciente película culmina esta trayectoria y sugiere también un arco en el estilo de Martin Scorsese: la historia de su cine.
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Killers of the Flower Moon (2023) se sitúa en los años veinte, en Oklahoma, para narrar el saqueo y exterminio lento, discreto, de la nación Osage, que llegó a convertirse en la comunidad más rica de Estados Unidos gracias a sus yacimientos de petróleo. La abundancia de personajes indígenas, de sombreros Stetson, además del verdor interminable, horizontal, sugieren en principio un western, tal vez uno influenciado por John Ford. Pero de inmediato la música de Robbie Robertson —un regreso más huraño al roots rock de The Band— se opone a las tiernas canciones en el cine de Ford, entregado a la mitología del Viejo Oeste. El contrapunto que forman una imagen de los Osage bailando alrededor de un chorro de petróleo y el sonido cínico de la guitarra, expresa mucho más que un plano meramente atractivo: simboliza la percepción de un lobo que huele sangre. Esto no es un western sino otra revisión de Martin Scorsese al género criminal.
Gangs of New York (2002) se disfrazó de película histórica para mostrar que los padres de la patria no eran Jefferson ni Franklin, sino los matones migrantes del bajo Manhattan. The Wolf of Wall Street (2013) y The Irishman (2019) dieron otro paso más al sugerir que el sistema financiero y político son también organizaciones criminales. Ahora, su reciente Killers of the Flower Moon llega hasta el fondo para decirnos que la sociedad estadounidense entera es una máquina de despojo y enriquecimiento inmoral sin siquiera requerir de las herramientas clásicas del crimen. Los protagonistas son hombres blancos y amables que se incrustan en la comunidad Osage para desvalijarla pero apenas si usan armas de fuego. El cañón de un revólver lleva en la tradición gangsteril una connotación de potencia masculina, fálica, pero aquí los criminales usan el falo mismo para robar: se casan con indígenas adineradas que después del matrimonio resultan misteriosamente suicidas o enfermas, siempre moribundas.
En Killers of the Flower Moon, Leonardo DiCaprio interpreta a Ernest Burkhart, un veterano de la Primera Guerra Mundial recién llegado a territorio Osage para unirse a su tío, William Hale (Robert De Niro), en el negocio de engatusar a los habitantes indígenas para exprimirlos. Su rutina lo lleva a casarse con una mujer indígena, Mollie (Lily Gladstone), quien le otorga seguridad, desde lo económico hasta lo espiritual. DiCaprio hace de Ernest un bruto encantador que atraviesa un amplio rango de emociones pero no propiamente el sadismo. Como muchos otros personajes de Scorsese, Ernest y William viven convencidos de que su trabajo es legítimo simplemente porque les beneficia, pero en vez de ser villanos inequívocos como algunos sociópatas interpretados por Joe Pesci, a estos protagonistas apenas si les brota la crueldad. Se me ocurre solo una escena de humor insolente en la que William concluye que un amigo Osage deberá morir más tarde de lo deseado para poder cobrar su seguro de vida. Martin Scorsese incluso abandona la voz en off ya típica en su cine de gangsters pero no deja de evitar la moralización porque espera de la audiencia un juicio suficiente para entender los hechos.
Los estilos moderno y tardío fluyen de uno al otro para primero atraer a la audiencia y luego devastarla, pero incluso en las primeras horas hay un sosiego que empezó desde Silence (2016): las escenas son más largas; la observación de la comunidad, menos científica, es decir, no hay un recuento obsesivo de sus rituales y opiniones, aunque se muestran. Tampoco abundan los movimientos de cámara feroces; apenas recuerdo un plano secuencia que explora una casa y observa a sus habitantes. Al igual que en Silence y en The Irishman la muerte se asoma en forma de silencio, de economía clasicista.
En buena medida, Martin Scorsese observa a sus protagonistas como el maestro del Hollywood clásico Howard Hawks. Aunque Alfred Hitchcock alguna vez dijo, medio en broma, que los actores son ganado, para Hawks —e incluso para el propio Hitchcock— eran la materia misma del cine. Solo hay que ver la atención que reciben en películas como His Girl Friday (1940) o Rio Bravo (1959): los rostros de Rosalind Russell o Dean Martin son más que herramientas de identificación o expresión; se trata de mapas donde cada gesto es un hito. En Two Rode Together (1962) John Ford radicalizó sus aspectos minimalistas y filmó un plano de cinco minutos ininterrumpidos de Richard Widmark y James Stewart hablando sobre cosas sin importancia. De ese clasicismo, que evita la manipulación formal y termina produciendo una especie de realidad, viene el Scorsese de Killers of the Flower Moon, que encuentra un cine hipnótico capaz de hacer a un lado la subjetividad y de mostrar, en vez de significados y aleccionamientos: objetos, actos.
Aunque Mollie ofrece una imagen clara de dignidad y luego de victimización, su confianza y amor a un zángano obsesionado con el dinero rechaza las simplificaciones y los roles de santidad y martirio. Los cineastas más burdos reducen la contradicción y explican su película al espectador, pero aquí hay una búsqueda, insisto, por hechos complejos. Killers of the Flower Moon no es una película sobre las víctimas o la maldad, ni parte de la perspectiva Osage porque Martin Scorsese no es atravesado por ella. Tampoco insiste en regañar a criminales que lo escucharían desde el cementerio y no es propiamente una película sobre algo porque se trata de cine en el sentido más esencial, es decir, el de una herramienta para mirar y reproducir lo que uno vio. Así es que Scorsese muestra a abuelos blancos que describen a sus nietos mitad Osage como salvajes; a hombres que discuten envenenamientos, asesinatos; así nos hace ver cómo le disparan a una mujer borracha y cómo su asesino lo recuenta en lenguaje directo, sin adjetivos. No juzga; reproduce como si estas no fueran imágenes de ficción.
El estilo tardío de Martin Scorsese hace de la narración cinematográfica la evidencia de una nación obsesionada con la riqueza. La forma moderna, que podemos describir más fácilmente como manipulación o zarandeo, se va muriendo hasta convertirse en una quietud sin cortes, sin movimientos: imagen pura en la que los pocos sonidos subrayan el silencio y, a lo mucho, nos preguntan si alcanzamos a ver a los lobos dentro del cuadro. Ahí están expuestos, pero no por lo que causan o lo que piensen, sino simplemente por lo que hacen. Un narrador sorpresa hacia los últimos minutos de la película nos recuerda que su trabajo, por inútil que resulte, es trasladar la realidad a una pantalla con la esperanza de que los hechos basten para esclarecer una historia de rapiña que los ilusos llaman “América”.
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