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Desde Venezuela, uno de los países latinoamericanos donde la población trans está más desprotegida porque el Estado aún no reconoce la mayoría de sus derechos, Amara comparte su historia de vida, sus esfuerzos por encontrar un lugar en el mundo.
Daniel
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
El pequeño Daniel, de ocho años, asiente con la cabeza. Busca el ritmo que el profesor marca. La batuta sube, baja, y las cabezas de los diez niños que asisten a las clases de música también suben, bajan. Detrás del ta, ta, ta, hay temor. Ninguno quiere equivocarse. Ya han visto lo que pasa.
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
Algún pensamiento, algún gesto, desconcentra a Daniel. Suele pasarle: su imaginación choca contra su atención. El profesor detiene la lección al notar el destiempo. Se acerca al niño. Le ordena extender los brazos, palmas al techo. El niño, nervioso, cumple. Cierra los ojos. El profesor levanta una larga regla amarilla, quizá tan larga como Daniel, y lo azota. Lo azota varias veces.
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
La marca musical con la que nació, aquella que lleva en su espíritu y que lo mantendrá a flote en los momentos más difíciles de su vida, ahora la lleva en sus brazos. Siente pena por ello. No es la primera vez que le pegan en clases de música. Nunca le ha contado a sus padres.
—Pensé que era normal. Algo que pueden hacer los adultos.
Esta vez le dolió tanto, sintió tanta furia en su profesor, que le contó a su madre. Jamás volvería a clases. La música clásica se convertiría en un mal recuerdo. Uno de tantos.
En aquella época, 2008-2009, Daniel Alexander Hernández Alzolay era un niño intelectualmente precoz, de grandes ojos verdes como astros y un cuerpo rechoncho. Vivía en Maturín, una ciudad al oriente de Venezuela, en una casa de clase media. Estudiaba en un colegio cristiano. En kínder lo adelantaron de nivel y en segundo grado lo pasaron enseguida a tercero. Con nueve años sabía dividir números de cuatro cifras. A los once ganó un torneo regional de ajedrez sin tomárselo demasiado en serio. Y a los doce le dijeron que hiciera sus maletas, pues la familia —madre, padrastro y él— se mudaba a Valencia, al norte del país.
—Creo que ahí comenzó la historia de mis grandes huecos.
Su padrastro era técnico de refrigeración; su madre, docente. A su padre biológico lo veía a veces: en cumpleaños, en navidades. La mudanza a Valencia consolidó el distanciamiento. No fue fácil. Le costó adaptarse, sobrellevar el hecho de que su padre biológico nunca se interesó en él. A los meses, Daniel consiguió cupo en otro pequeño colegio cristiano. La preadolescencia cambiaba su cuerpo: seguían los ojos claros, tristes, pero su cuerpo se alargaba, su voz se agudizaba.
—Desde pequeñito me sentía más a gusto con las niñas, aunque no me molestaban los varones. Solo que con las niñas había algo más: una comodidad, una intimidad que a la vez yo no podía transgredir.
El primer día de clases entró al salón. Tímido, pasó entre las filas y se sentó en el pupitre. Algunos chicos lo miraban con burla; otros, con desdén. Uno de ellos preguntó:
—¿Será marico?
Pasaron las horas. En la clase de dibujo técnico le entregaron una hoja. Él la vio y, enternecido por el vacío del papel blanco, por la prueba tangible de su nueva realidad, se puso a llorar. La idea de una ciudad nueva lo intimidaba.
—Me junté con los losers que en verdad eran los más cool. Luego quise juntarme con los que me violentaban para que no me molestaran. Puedo resumir todo el liceo en “sobrevivir”.
En aquel entonces el tema identitario era confuso. Los roles de género le imponían un modo de comportamiento. Tuvo novias por obligación. Una de ellas se convertiría en una amiga entrañable.
—Fue la amiga que me regaló la vida. Yo no quería besarla y ella entendió. Después descubrió que le gustaban las mujeres. Nos volvimos ella y yo contra el mundo.
Novia que llegaba, novia que se iba. Harto de la represión, poco a poco fue expresando su bisexualidad. En los demás generaba el mismo grado de curiosidad como de rechazo. Había veces que lo rodeaban en clase. Le ponían el miembro en la cara y lo obligaban a tocar. Después se acercaban a él y le hacían preguntas: “¿cómo es eso que dos hombres pueden…? ¿Tú, en verdad, eres marico?”
Él a veces seguía la corriente, a veces no. En el fondo, una tristeza crecía. Aborrecía la supuesta pureza de género. No se sentía parte ni de uno ni de otro.
—Yo no quería afianzar mi masculinidad. Esa masculinidad y esa feminidad que uno observa cuando crece es bastante pobre. Yo nunca salí del clóset porque yo sabía que no era un hombre gay. Me gustaban los hombres y las mujeres, pero yo no me sentía ni hombre ni mujer. Si yo decía que era no binario, me hubiesen dicho: ajá, y entonces: ¿qué es eso?, ¿qué eres? No entendían nada porque la gente necesita clasificar todo, categorizar todo, controlar todo. Necesitan saber si eres hombre o mujer, mono o ardilla.
Faltaban años para que la lucha contra el binarismo llegase al nivel institucional. En octubre de 2020 la Real Academia de la Lengua Española incluyó el pronombre “elle” en su lista de observación. La definió como “un recurso creado y promovido en determinados ámbitos para aludir a quienes no se sienten identificados con ninguno de los dos géneros tradicionalmente existentes”. En menos de una semana la retiró.
En el ámbito clínico, el malestar producido por la no identificación con el sexo biológico se llama disforia. Según el Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, la disforia es un estado de angustia producido por la discrepancia hacia el sexo asignado al nacer. Para otros, que la disforia esté en la “biblia de la psiquiatría” es una herramienta de poder discriminatoria, implementada para patalogizar a una minoría no conveniente. Daniel, en ese momento, no sabía nada sobre términos ni debates. Pero sí sobre la angustia.
—Lo más jodido de mi adolescencia es que yo me odiaba.
A los catorce años descubrió una manera de liberar ese odio. En casa, después del colegio, cuando sus padres no estaban, se inscribió en la plataforma Tumblr. Descubrió casos similares al suyo. La mayoría se autolesionaba. Daniel entendió que era una forma de castigarse por estar en el mundo. Tomó un cuchillo de la cocina y se hizo cuatro cortes en el antebrazo. Cuatro cortes breves, concisos.
—Las razones de los demás coincidían con las mías. Eran sencillas: no tener amigos, sentirse incomprendido. Era mi salida antes de hacer algo peor. No soy una historia de éxitos, y no me interesa venderme así.
Daniel se graduó del colegio a los dieciséis, dos años antes que el promedio. En la prueba de aptitudes para la universidad salió arte, filosofía, literatura. Decidió estudiar Comunicación Social en la Universidad Arturo Michelena de Valencia. En el sexto semestre le pidió a su madre que lo mandara a un psicólogo. No soportaba la angustia. Ella, que luchaba con mantener el hogar, accedió.
—Qué ojos tan bonitos tienes —le dijo la psicóloga apenas entró al consultorio.
Hicieron clic. Pasaron la hora pautada. En un punto de la terapia, la especialista preguntó:
—¿Cómo te sientes con tu identidad de género?
Las defensas se rearmaron. Sintió que le atacaban.
—Movió todo dentro de mí. Pensé: ¿qué hace ella preguntándome por algo que ni yo he aceptado? Claramente, mi reacción tenía una razón de ser. Se despertaron un montón de pasiones.
La pregunta plantó una semilla. Generó un proceso de reflexión que impulsó una decisión inédita. En la última semana antes de la cuarentena por covid-19, preparó su morral para la universidad. Metió una falda negra, una camisa celeste, unos zapatos de goma. A las ocho de la mañana, antes de comenzar clases, se cambió la ropa. Y salió al pasillo vestido así. Caminó hasta su salón de clases y tomó asiento como cualquier día. Las reacciones —como siempre— fueron variadas: admiración, asco, risa. De cualquier modo, fue su primera declaración pública. Entre lo mucho que no sabía, estaba el hecho de que había olvidado el maquillaje, y que pronto se cambiaría el nombre por primera pero no por última vez.
Danielle
En materia de legislación LGTBIQ, la disparidad es el rasgo común en Latinoamérica. Algunos países todavía arrastran cadenas colonialistas. Jamaica, por ejemplo, tiene una ley de 1864 que condena “el abominable delito de sodomía” con hasta diez años de prisión. Guyana tiene una de 1893 que condena el mismo acto con cadena perpetua. Son dos de los setenta miembros de la ONU que para el 2020 seguían criminalizando actos sexuales entre adultos del mismo sexo. Otros países latinoamericanos han ampliado los derechos total y parcialmente. Argentina, Uruguay, Colombia, Ecuador y México lideran la apertura, al reconocer derechos como el matrimonio igualitario, el cambio de género, la protección contra la discriminación y la posibilidad de alistarse en el ejército. Brasil, Cuba, Perú y Bolivia caen en el intermedio, al prohibir u omitir unos derechos y aceptar otros. Venezuela, Paraguay, República Dominicana, Trinidad y Tobago forman parte del percentil inferior: los más restrictivos.
“El Estado venezolano”, comentó en un foro público Tamara Adrián, doctora en derecho y primera diputada trans en la historia de Venezuela, “por acción o por omisión, viola los derechos humanos de la comunidad LGTBIQ+”. “Es un tema en desarrollo”, comenta en entrevista Richelle Briceño, activista y abogada trans, “más temprano que tarde, en línea con el resto del mundo, Venezuela alcanzará que el matrimonio igualitario, la identidad de género, la familia homoparental y la no discriminación sean derechos”.
La omisión a la que alude Tamara Adrián consiste en la inaplicación del artículo 146 de la Ley Orgánica del Registro Civil de Venezuela, que establece que toda persona tiene derecho a cambiar su nombre (pero no su género) una vez en la vida. En los países desarrollados, la escritora Julianna Neuhouser asegura que lo que está en juego es el modelo bajo el cual el Estado reconoce la identidad de género de las personas trans. “En algunos países, como el Reino Unido, hay que presentar pruebas médicas y psicológicas comprobando que somos ‘realmente trans’, mientras que en otros lugares (como en México) simplemente hay que hacer un trámite administrativo”.
Cuatro años después de que la película La chica danesa ganara un premio Óscar al visibilizar la historia de la pintora trans Lili Elbe, Daniel se hundía en la depresión. La ansiedad estaba a un paso de la paranoia. Necesitaba actuar. Comenzó con lo que su país le prohibía en la práctica: cambiar su nombre. Le agregó la sílaba “le” a Daniel. Y la masculinidad que detestaba, que le perseguía, se atenuó. De ahora en adelante sería ella o elle, no él.
—En parte, me lo cambié por una cuestión fonética. Para que pronunciaran bien mi designación y no se confundieran. La transición no comienza con cirugía ni hormonas, comienza en el momento en que decides vivir tu vida.
Empezó a tomar bloqueadores de testosterona. Se dejó crecer el pelo, se lo alisó. Se puso frente a una cámara, declaró ser trans, lo publicó en Facebook y se fue a dormir. Al día siguiente el video se había hecho viral. Su círculo de amigos lo celebró, su familia no. La madre, que se divorciaba de su esposo, le propuso devolverse a Maturín. Danielle se negó. Quería terminar sus estudios y, especialmente, quería mantener la relación con el único amor de su vida.
Aún le cuesta pronunciar su nombre. La primera vez que lo vio fue por Instagram. Ociosa, revisaba la red social. Notó una publicación de un chico que se metía un pitillo por la nariz.
—Quiero conocerlo —pensó.
Le escribió y él —muchacho gótico, perforado— respondió. El primer día que lo vio se dijo a sí misma que ese era el amor de su vida. Un día, en el cenit del romance, él tocó una fibra latente. Le preguntó sobre la transición. Danielle tomó la pregunta como una señal para empezar el tratamiento hormonal. Investigó el proceso. A través de la ONG Unitrans, consiguió que le diagnosticaran disforia, antes llamada trastorno de identidad de género. Le dieron un récipe para comprar un fármaco llamado Mesigyna, una mezcla de anticonceptivos. Debía inyectárselo en el brazo o en el glúteo.
“Nosotros no lo utilizamos”, comenta el endocrinólogo Roald Gómez. “Primero porque tiene dos componentes: estrógeno y progesterona. Las pacientes trans no suelen necesitar progesterona. Por otro lado, porque los progestágenos tienen mayor riesgo de producir trombosis y cáncer de mama”.
Los bloqueadores de testosterona surtieron efecto. A los meses, Danielle tenía un cuerpo más femenino. A su exnovio le costó reconocerla. Se habían separado por la pandemia. Al reencontrarse, pasaron la noche juntos. Bebieron, jugaron videojuegos. Danielle dice que los tragos lo agitaron, que la besó e intentó tocarla, pero ella se negó, no quería. Dice que la tomó del cuello, la lanzó, la desnudó.
—Todo con él fue bello hasta ese día. El abusó sexualmente de mí. Que te lo haga alguien que no amas es una cosa. Pero que te lo haga la persona en la que depositaste toda tu confianza, te quiebra por completo.
Daniel tenía doce años. Estaba en un autobús con su padrastro. Hacía frío. Intentó dormir y no pudo. Se cambió de asiento y un sujeto le ofreció una manta. Daniel aceptó. Apoyó su cabeza contra la ventana y se cubrió. Al cabo de unos minutos, el hombre le acarició el pelo. Daniel se hizo el dormido. Su padrastro, atrás, también dormía. El hombre siguió tocándolo: en las piernas, en la barriga, en los genitales. No se atrevió a protestar.
—Los adultos siempre me han pervertido. Siempre he sido un blanco, no sé por qué. ¿Qué puede hacer un niño para que tú sientas placer? Una vez ya es demasiado, varias veces te hace sentir que te lo mereces.
No fue la primera ni la última vez que sufrió un abuso sexual. Cada episodio está relacionado con la violencia. La organización Sin Violencia, que agrupa a diez países de la región, promedió 355 homicidios por año entre 2019 y 2021. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) contó 594 entre enero de 2013 y marzo de 2014. En Venezuela, el recién creado Observatorio Venezolano de Violencias LGTBIQ+ contó 172 casos documentados de agresión en 2022. Un número bajo por los vacíos de información. Sobre todo si lo comparamos con Brasil, donde una persona trans murió cada dos días en 2020, según la Asociación Nacional de Travestis y Transexuales. O con Colombia, donde se contaron 6,644 casos de violencia contra la comunidad entre 2020 y 2022, de acuerdo con Caribe Afirmativo.
La desgracia de Danielle comenzó en la edad de la inocencia. Un abuso antes de los ocho años, por parte de un familiar, le corta la voz.
—Yo quiero respeto, no lástima.
Prefiere mantener el relato para ella. De los doce a los diecisiete sufrió varios acosos y abusos en lugares públicos. El más común eran los baños de centros comerciales. Nunca ha peleado, ni forcejeado, con sus agresores.
—No lo hago porque no me gusta la violencia. Yo la verdad es que me bloqueo.
El mismo día en que terminó con su novio, se inyectó hormonas femeninas por primera vez. Pronto, las hormonas se mezclarían con el despecho, el despecho con los traumas y los traumas con la exclusión. Los problemas se cruzaron. Le empezaron a dar ataques de pánico. Su madre se devolvió a Maturín. Danielle se mudó sola a un anexo en Valencia, y se enteró de que las personas trans tienen un promedio de vida de 35 años (lo cual es falso). Naturalmente, se deprimió. Paró la ingesta de hormonas porque no podía pagarlas. Comenzó a tomar ansiolíticos y antidepresivos.
—Una mierda para morirse. Es como envenenarme.
“El tratamiento para transicionar es multidisciplinario”, dice el médico Roald, especialista en transiciones de género. “Ni el endocrinólogo ni el cirujano están a cargo de estos pacientes. Ellos deben ser evaluados inicialmente por sexólogos, psicólogos y psiquiatras. La evaluación y el seguimiento psiquiátricos son fundamentales. No podemos obviar que existen condiciones psicológicas que pueden afectar el tratamiento”.
Como muchas trans, Danielle no consiguió empleo. Uno de sus dos hermanos la ayudó económicamente. Ella prefería pasar hambre a pedir ayuda. Estaba marginada, despechada, traumada, quebrada, sola. Decidió prostituirse.
—En mi mente era una forma de venganza. Una forma de asimilar el pasado. No lo hacía con cualquier persona, sino con personas importantes. Me pagaban un coñazo de plata, y eso me hacía sentir poderosa.
Entre sus clientes, dice, estuvieron dirigentes políticos, uno que otro empresario. Nombres que “no podría mencionar por nada del mundo”. Duró dos meses, hasta que una experiencia la hizo recapacitar.
—Hoy lo analizo y me doy cuenta de que fue una reacción al trauma. A partir de ahí dejé de relacionarme íntimamente con las personas. Sentí poder, pero me arrepiento de haberlo hecho.
El tiempo para pensar llegaría después. Una tarde, tomándose uno de sus cuatro cafés diarios, Danielle recibió la llamada más inesperada de su vida. Una conocida, vinculada al mundo del modelaje, la invitaba a una entrevista con Osmel Sousa. Él fue presidente de la Organización Miss Venezuela durante casi cuarenta años, la entidad encargada de producir el evento televisivo más icónico del país. Es un divo mundial, de 76, apodado el “zar de la belleza”. Danielle quedó perpleja.
—¿Qué voy a hacer yo en un concurso de belleza? —se preguntó.
La entrevista era para evaluar su candidatura para “El Concurso by Osmel”, una competencia televisada en la que 65 chicas buscan la corona de “la más bella”. La idea le generaba estupor. Pero también le ofrecía una oportunidad, una salida. Decidió ir. Se trató el cabello, se depiló, se pintó las uñas. Contrató a un maquillador.
—Píntame como una persona poderosa, no como una puta —le pidió.
Asistió a una oficina grande y cursi en Caracas. La entrevistaron. Terminó el día con un sabor agridulce. Había entrado, pero a un costo desconocido. A la semana, asegura, la llamaron y le dijeron que la iban a operar.
—Para ir a esa vaina tienes que estar mentalizada de que vas a venderte. Me sentía como un producto. Hubo un momento en la clínica en que quise matar a coñazos a uno de los asistentes.
Danielle vio su nariz nueva a los dos meses. Le gustó el resultado, pero no el trato del Miss Venezuela. Empezó a tener roces con el personal del concurso y con el médico.
—Terminé bloqueándolos.
Osmel Sousa no quiso hablar sobre el caso de Danielle. Al preguntarle, trancó el teléfono.
La experiencia la afectó. Pero su exposición pública iba en aumento. La invitaron a dar entrevistas, a participar en protestas. Medios venezolanos como La Voz de América y TalCualDigital tomaron su testimonio. Participó en un foro con la activista Tamara Adrián y sintió admiración por ella. Consideró involucrarse más, pero se dio cuenta de que el activismo no era su lugar.
¿Cuál era su lugar?, se preguntaba. ¿A qué podría dedicarse? ¿Dónde podría sentirse cómoda, segura, valorada? Cada día las preguntas calaban más. En diciembre de 2021, le ofrecieron una mentoplastia gratis. Una oportunidad para, en sus palabras, “hacerse más mujer”.
—No me gustó cómo quedó.
Ni el reposo ni la soledad le hicieron bien. Las autolesiones no la aliviaban. Años atrás había intentado suicidarse. Había tomado un puño de Acetaminofén de un solo golpe. No funcionó, y luego se alegró de que no funcionara. Pero esta vez era diferente, era demasiado.
Se despidió de sus seres queridos. Se acercó al balcón del anexo donde dormía en Caracas, y vio, desde el octavo piso, la sombra del edificio La Previsora sobre el bulevar de Sabana Grande. La altura tenía algo magnético, atrayente. Como si la nada gritara su nombre.
Un grito real, concreto, la detuvo. Una voz conocida, desde la entrada del edificio.
—¡Daniel!, ¡Danielle!
Amara
—Yo no me quiero morir ahorita, ¿entiendes? Quiero morirme cuando me dé cuenta de que di lo que tenía que ofrecer.
El episodio reveló lo perdida que estaba. Se devolvió a Valencia, en busca de sí misma. Borró su cuenta de Twitter, harta del ruido. Visitó a su familia en Maturín, sedienta de raíces. Encontró un importante componente afectivo. En parte, la aceptaban.
—Yo sé que no puedo tener una vida normal, ni siquiera en el país más desarrollado del mundo.
No se equivoca. Según el Centro Nacional de Equidad Transgénero de Estados Unidos, una de cuatro personas trans ha perdido su trabajo arbitrariamente. Además, el 75% asegura haber sufrido algún tipo de discriminación laboral. Esto en un país donde hay, al menos, cinco figuras legislativas que protegen los derechos laborales trans. En los países latinoamericanos con seguridad jurídica pasa lo mismo. Ni hablar en aquellos donde todavía se desconoce la diversidad sexual. Según Marcela Romero, coordinadora de la Red Latinoamericana y del Caribe de Personas Trans, el 99% no accede al circuito laboral. Esto explica otro dato lamentable: muchas mujeres trans latinoamericanas recurren a la prostitución para comer.
Danielle cambió el activismo por la música electrónica: una esfera donde, a pesar de la precariedad, podía ser.
—Yo vine al mundo a hacer música. Es mi forma de conectar. Yo la verdad es que no entiendo muchas cosas de este mundo, me da crinch. No sé por qué, pero nunca me he sentido apegada al mundo material. Solo sé que entiendo al mundo a través de los sonidos. Yo odio el silencio, lo odio, lo odio.
En septiembre de 2021 la invitaron a su primer toque. Una fiesta underground de más de quinientas personas en Caracas. Ensayó durante dos meses. Antes de subir a la tarima le ofrecieron cocaína, metanfetamina, marihuana. Las consumiría después. Ahora necesitaba máxima concentración. Se puso los audífonos, empezó a mezclar. Debajo de ella, un mar de personas en trance, sin hablar, sin ver, sin tabús, sin pudor. Solo bailando, deseando, apareciendo y desapareciendo por los flashes.
—Ahí establecí quién era yo como artista. Mi concepto es que la pista de baile es un campo de batalla, donde yo soy el sargento que debe hacerte bailar. La música conlleva a un proceso violento que se vuelve lucha y catarsis. Bailas para drenar los peos. Bailas y liberas.
Al poco tiempo, Danielle se dio cuenta de que quería un cambio radical en su vida. De que quería romper definitivamente con el pasado. Se cambió el nombre a Amara. La inaplicación del artículo 146 le jugó a favor esta vez, pues si se hubiese cambiado el nombre legalmente a Danielle, no se lo habría podido cambiar a Amara.
—Si yo pudiera ser normal, lo sería.
La normalidad implica tener derechos, disponer de un lugar, acceder a oportunidades.
—¿Qué es un hombre, qué es una mujer? —le pregunto.
—Una prisión, limitaciones al ser.
Del pequeño Daniel solo quedan los ojos como astros. Hoy Amara camina por el Parque Los Caobos, al oeste de Caracas. Viste una minifalda negra, una minicamisa negra, botas negras de quince centímetros hasta las rodillas. Camina, la gente la ve. Tiene los cachetes rosados, el pecho plano. Le gusta parecerse a un personaje de anime. La gente murmura, señala. A Amara le pesan las miradas. Le sudan las manos. Se rompe la cutícula. Debe respirar para no tener un ataque de pánico. Camina rápido, pero parece que va lento. Ríe, llora. Luego se seca las lágrimas. Respira. Respira. Se recompone. Recuerda quién es, quién aspira ser.
—Yo elegí el nombre Amara porque yo amé, y amé muchísimo, con desinterés, y no solo cosas vivas sino todo. Yo me puse ese nombre porque yo perdí eso en mi vida, y es mi responsabilidad recuperarlo, volver a mi esencia, que es amar a todas las cosas: Amara.
Desde Venezuela, uno de los países latinoamericanos donde la población trans está más desprotegida porque el Estado aún no reconoce la mayoría de sus derechos, Amara comparte su historia de vida, sus esfuerzos por encontrar un lugar en el mundo.
Daniel
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
El pequeño Daniel, de ocho años, asiente con la cabeza. Busca el ritmo que el profesor marca. La batuta sube, baja, y las cabezas de los diez niños que asisten a las clases de música también suben, bajan. Detrás del ta, ta, ta, hay temor. Ninguno quiere equivocarse. Ya han visto lo que pasa.
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
Algún pensamiento, algún gesto, desconcentra a Daniel. Suele pasarle: su imaginación choca contra su atención. El profesor detiene la lección al notar el destiempo. Se acerca al niño. Le ordena extender los brazos, palmas al techo. El niño, nervioso, cumple. Cierra los ojos. El profesor levanta una larga regla amarilla, quizá tan larga como Daniel, y lo azota. Lo azota varias veces.
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
La marca musical con la que nació, aquella que lleva en su espíritu y que lo mantendrá a flote en los momentos más difíciles de su vida, ahora la lleva en sus brazos. Siente pena por ello. No es la primera vez que le pegan en clases de música. Nunca le ha contado a sus padres.
—Pensé que era normal. Algo que pueden hacer los adultos.
Esta vez le dolió tanto, sintió tanta furia en su profesor, que le contó a su madre. Jamás volvería a clases. La música clásica se convertiría en un mal recuerdo. Uno de tantos.
En aquella época, 2008-2009, Daniel Alexander Hernández Alzolay era un niño intelectualmente precoz, de grandes ojos verdes como astros y un cuerpo rechoncho. Vivía en Maturín, una ciudad al oriente de Venezuela, en una casa de clase media. Estudiaba en un colegio cristiano. En kínder lo adelantaron de nivel y en segundo grado lo pasaron enseguida a tercero. Con nueve años sabía dividir números de cuatro cifras. A los once ganó un torneo regional de ajedrez sin tomárselo demasiado en serio. Y a los doce le dijeron que hiciera sus maletas, pues la familia —madre, padrastro y él— se mudaba a Valencia, al norte del país.
—Creo que ahí comenzó la historia de mis grandes huecos.
Su padrastro era técnico de refrigeración; su madre, docente. A su padre biológico lo veía a veces: en cumpleaños, en navidades. La mudanza a Valencia consolidó el distanciamiento. No fue fácil. Le costó adaptarse, sobrellevar el hecho de que su padre biológico nunca se interesó en él. A los meses, Daniel consiguió cupo en otro pequeño colegio cristiano. La preadolescencia cambiaba su cuerpo: seguían los ojos claros, tristes, pero su cuerpo se alargaba, su voz se agudizaba.
—Desde pequeñito me sentía más a gusto con las niñas, aunque no me molestaban los varones. Solo que con las niñas había algo más: una comodidad, una intimidad que a la vez yo no podía transgredir.
El primer día de clases entró al salón. Tímido, pasó entre las filas y se sentó en el pupitre. Algunos chicos lo miraban con burla; otros, con desdén. Uno de ellos preguntó:
—¿Será marico?
Pasaron las horas. En la clase de dibujo técnico le entregaron una hoja. Él la vio y, enternecido por el vacío del papel blanco, por la prueba tangible de su nueva realidad, se puso a llorar. La idea de una ciudad nueva lo intimidaba.
—Me junté con los losers que en verdad eran los más cool. Luego quise juntarme con los que me violentaban para que no me molestaran. Puedo resumir todo el liceo en “sobrevivir”.
En aquel entonces el tema identitario era confuso. Los roles de género le imponían un modo de comportamiento. Tuvo novias por obligación. Una de ellas se convertiría en una amiga entrañable.
—Fue la amiga que me regaló la vida. Yo no quería besarla y ella entendió. Después descubrió que le gustaban las mujeres. Nos volvimos ella y yo contra el mundo.
Novia que llegaba, novia que se iba. Harto de la represión, poco a poco fue expresando su bisexualidad. En los demás generaba el mismo grado de curiosidad como de rechazo. Había veces que lo rodeaban en clase. Le ponían el miembro en la cara y lo obligaban a tocar. Después se acercaban a él y le hacían preguntas: “¿cómo es eso que dos hombres pueden…? ¿Tú, en verdad, eres marico?”
Él a veces seguía la corriente, a veces no. En el fondo, una tristeza crecía. Aborrecía la supuesta pureza de género. No se sentía parte ni de uno ni de otro.
—Yo no quería afianzar mi masculinidad. Esa masculinidad y esa feminidad que uno observa cuando crece es bastante pobre. Yo nunca salí del clóset porque yo sabía que no era un hombre gay. Me gustaban los hombres y las mujeres, pero yo no me sentía ni hombre ni mujer. Si yo decía que era no binario, me hubiesen dicho: ajá, y entonces: ¿qué es eso?, ¿qué eres? No entendían nada porque la gente necesita clasificar todo, categorizar todo, controlar todo. Necesitan saber si eres hombre o mujer, mono o ardilla.
Faltaban años para que la lucha contra el binarismo llegase al nivel institucional. En octubre de 2020 la Real Academia de la Lengua Española incluyó el pronombre “elle” en su lista de observación. La definió como “un recurso creado y promovido en determinados ámbitos para aludir a quienes no se sienten identificados con ninguno de los dos géneros tradicionalmente existentes”. En menos de una semana la retiró.
En el ámbito clínico, el malestar producido por la no identificación con el sexo biológico se llama disforia. Según el Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, la disforia es un estado de angustia producido por la discrepancia hacia el sexo asignado al nacer. Para otros, que la disforia esté en la “biblia de la psiquiatría” es una herramienta de poder discriminatoria, implementada para patalogizar a una minoría no conveniente. Daniel, en ese momento, no sabía nada sobre términos ni debates. Pero sí sobre la angustia.
—Lo más jodido de mi adolescencia es que yo me odiaba.
A los catorce años descubrió una manera de liberar ese odio. En casa, después del colegio, cuando sus padres no estaban, se inscribió en la plataforma Tumblr. Descubrió casos similares al suyo. La mayoría se autolesionaba. Daniel entendió que era una forma de castigarse por estar en el mundo. Tomó un cuchillo de la cocina y se hizo cuatro cortes en el antebrazo. Cuatro cortes breves, concisos.
—Las razones de los demás coincidían con las mías. Eran sencillas: no tener amigos, sentirse incomprendido. Era mi salida antes de hacer algo peor. No soy una historia de éxitos, y no me interesa venderme así.
Daniel se graduó del colegio a los dieciséis, dos años antes que el promedio. En la prueba de aptitudes para la universidad salió arte, filosofía, literatura. Decidió estudiar Comunicación Social en la Universidad Arturo Michelena de Valencia. En el sexto semestre le pidió a su madre que lo mandara a un psicólogo. No soportaba la angustia. Ella, que luchaba con mantener el hogar, accedió.
—Qué ojos tan bonitos tienes —le dijo la psicóloga apenas entró al consultorio.
Hicieron clic. Pasaron la hora pautada. En un punto de la terapia, la especialista preguntó:
—¿Cómo te sientes con tu identidad de género?
Las defensas se rearmaron. Sintió que le atacaban.
—Movió todo dentro de mí. Pensé: ¿qué hace ella preguntándome por algo que ni yo he aceptado? Claramente, mi reacción tenía una razón de ser. Se despertaron un montón de pasiones.
La pregunta plantó una semilla. Generó un proceso de reflexión que impulsó una decisión inédita. En la última semana antes de la cuarentena por covid-19, preparó su morral para la universidad. Metió una falda negra, una camisa celeste, unos zapatos de goma. A las ocho de la mañana, antes de comenzar clases, se cambió la ropa. Y salió al pasillo vestido así. Caminó hasta su salón de clases y tomó asiento como cualquier día. Las reacciones —como siempre— fueron variadas: admiración, asco, risa. De cualquier modo, fue su primera declaración pública. Entre lo mucho que no sabía, estaba el hecho de que había olvidado el maquillaje, y que pronto se cambiaría el nombre por primera pero no por última vez.
Danielle
En materia de legislación LGTBIQ, la disparidad es el rasgo común en Latinoamérica. Algunos países todavía arrastran cadenas colonialistas. Jamaica, por ejemplo, tiene una ley de 1864 que condena “el abominable delito de sodomía” con hasta diez años de prisión. Guyana tiene una de 1893 que condena el mismo acto con cadena perpetua. Son dos de los setenta miembros de la ONU que para el 2020 seguían criminalizando actos sexuales entre adultos del mismo sexo. Otros países latinoamericanos han ampliado los derechos total y parcialmente. Argentina, Uruguay, Colombia, Ecuador y México lideran la apertura, al reconocer derechos como el matrimonio igualitario, el cambio de género, la protección contra la discriminación y la posibilidad de alistarse en el ejército. Brasil, Cuba, Perú y Bolivia caen en el intermedio, al prohibir u omitir unos derechos y aceptar otros. Venezuela, Paraguay, República Dominicana, Trinidad y Tobago forman parte del percentil inferior: los más restrictivos.
“El Estado venezolano”, comentó en un foro público Tamara Adrián, doctora en derecho y primera diputada trans en la historia de Venezuela, “por acción o por omisión, viola los derechos humanos de la comunidad LGTBIQ+”. “Es un tema en desarrollo”, comenta en entrevista Richelle Briceño, activista y abogada trans, “más temprano que tarde, en línea con el resto del mundo, Venezuela alcanzará que el matrimonio igualitario, la identidad de género, la familia homoparental y la no discriminación sean derechos”.
La omisión a la que alude Tamara Adrián consiste en la inaplicación del artículo 146 de la Ley Orgánica del Registro Civil de Venezuela, que establece que toda persona tiene derecho a cambiar su nombre (pero no su género) una vez en la vida. En los países desarrollados, la escritora Julianna Neuhouser asegura que lo que está en juego es el modelo bajo el cual el Estado reconoce la identidad de género de las personas trans. “En algunos países, como el Reino Unido, hay que presentar pruebas médicas y psicológicas comprobando que somos ‘realmente trans’, mientras que en otros lugares (como en México) simplemente hay que hacer un trámite administrativo”.
Cuatro años después de que la película La chica danesa ganara un premio Óscar al visibilizar la historia de la pintora trans Lili Elbe, Daniel se hundía en la depresión. La ansiedad estaba a un paso de la paranoia. Necesitaba actuar. Comenzó con lo que su país le prohibía en la práctica: cambiar su nombre. Le agregó la sílaba “le” a Daniel. Y la masculinidad que detestaba, que le perseguía, se atenuó. De ahora en adelante sería ella o elle, no él.
—En parte, me lo cambié por una cuestión fonética. Para que pronunciaran bien mi designación y no se confundieran. La transición no comienza con cirugía ni hormonas, comienza en el momento en que decides vivir tu vida.
Empezó a tomar bloqueadores de testosterona. Se dejó crecer el pelo, se lo alisó. Se puso frente a una cámara, declaró ser trans, lo publicó en Facebook y se fue a dormir. Al día siguiente el video se había hecho viral. Su círculo de amigos lo celebró, su familia no. La madre, que se divorciaba de su esposo, le propuso devolverse a Maturín. Danielle se negó. Quería terminar sus estudios y, especialmente, quería mantener la relación con el único amor de su vida.
Aún le cuesta pronunciar su nombre. La primera vez que lo vio fue por Instagram. Ociosa, revisaba la red social. Notó una publicación de un chico que se metía un pitillo por la nariz.
—Quiero conocerlo —pensó.
Le escribió y él —muchacho gótico, perforado— respondió. El primer día que lo vio se dijo a sí misma que ese era el amor de su vida. Un día, en el cenit del romance, él tocó una fibra latente. Le preguntó sobre la transición. Danielle tomó la pregunta como una señal para empezar el tratamiento hormonal. Investigó el proceso. A través de la ONG Unitrans, consiguió que le diagnosticaran disforia, antes llamada trastorno de identidad de género. Le dieron un récipe para comprar un fármaco llamado Mesigyna, una mezcla de anticonceptivos. Debía inyectárselo en el brazo o en el glúteo.
“Nosotros no lo utilizamos”, comenta el endocrinólogo Roald Gómez. “Primero porque tiene dos componentes: estrógeno y progesterona. Las pacientes trans no suelen necesitar progesterona. Por otro lado, porque los progestágenos tienen mayor riesgo de producir trombosis y cáncer de mama”.
Los bloqueadores de testosterona surtieron efecto. A los meses, Danielle tenía un cuerpo más femenino. A su exnovio le costó reconocerla. Se habían separado por la pandemia. Al reencontrarse, pasaron la noche juntos. Bebieron, jugaron videojuegos. Danielle dice que los tragos lo agitaron, que la besó e intentó tocarla, pero ella se negó, no quería. Dice que la tomó del cuello, la lanzó, la desnudó.
—Todo con él fue bello hasta ese día. El abusó sexualmente de mí. Que te lo haga alguien que no amas es una cosa. Pero que te lo haga la persona en la que depositaste toda tu confianza, te quiebra por completo.
Daniel tenía doce años. Estaba en un autobús con su padrastro. Hacía frío. Intentó dormir y no pudo. Se cambió de asiento y un sujeto le ofreció una manta. Daniel aceptó. Apoyó su cabeza contra la ventana y se cubrió. Al cabo de unos minutos, el hombre le acarició el pelo. Daniel se hizo el dormido. Su padrastro, atrás, también dormía. El hombre siguió tocándolo: en las piernas, en la barriga, en los genitales. No se atrevió a protestar.
—Los adultos siempre me han pervertido. Siempre he sido un blanco, no sé por qué. ¿Qué puede hacer un niño para que tú sientas placer? Una vez ya es demasiado, varias veces te hace sentir que te lo mereces.
No fue la primera ni la última vez que sufrió un abuso sexual. Cada episodio está relacionado con la violencia. La organización Sin Violencia, que agrupa a diez países de la región, promedió 355 homicidios por año entre 2019 y 2021. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) contó 594 entre enero de 2013 y marzo de 2014. En Venezuela, el recién creado Observatorio Venezolano de Violencias LGTBIQ+ contó 172 casos documentados de agresión en 2022. Un número bajo por los vacíos de información. Sobre todo si lo comparamos con Brasil, donde una persona trans murió cada dos días en 2020, según la Asociación Nacional de Travestis y Transexuales. O con Colombia, donde se contaron 6,644 casos de violencia contra la comunidad entre 2020 y 2022, de acuerdo con Caribe Afirmativo.
La desgracia de Danielle comenzó en la edad de la inocencia. Un abuso antes de los ocho años, por parte de un familiar, le corta la voz.
—Yo quiero respeto, no lástima.
Prefiere mantener el relato para ella. De los doce a los diecisiete sufrió varios acosos y abusos en lugares públicos. El más común eran los baños de centros comerciales. Nunca ha peleado, ni forcejeado, con sus agresores.
—No lo hago porque no me gusta la violencia. Yo la verdad es que me bloqueo.
El mismo día en que terminó con su novio, se inyectó hormonas femeninas por primera vez. Pronto, las hormonas se mezclarían con el despecho, el despecho con los traumas y los traumas con la exclusión. Los problemas se cruzaron. Le empezaron a dar ataques de pánico. Su madre se devolvió a Maturín. Danielle se mudó sola a un anexo en Valencia, y se enteró de que las personas trans tienen un promedio de vida de 35 años (lo cual es falso). Naturalmente, se deprimió. Paró la ingesta de hormonas porque no podía pagarlas. Comenzó a tomar ansiolíticos y antidepresivos.
—Una mierda para morirse. Es como envenenarme.
“El tratamiento para transicionar es multidisciplinario”, dice el médico Roald, especialista en transiciones de género. “Ni el endocrinólogo ni el cirujano están a cargo de estos pacientes. Ellos deben ser evaluados inicialmente por sexólogos, psicólogos y psiquiatras. La evaluación y el seguimiento psiquiátricos son fundamentales. No podemos obviar que existen condiciones psicológicas que pueden afectar el tratamiento”.
Como muchas trans, Danielle no consiguió empleo. Uno de sus dos hermanos la ayudó económicamente. Ella prefería pasar hambre a pedir ayuda. Estaba marginada, despechada, traumada, quebrada, sola. Decidió prostituirse.
—En mi mente era una forma de venganza. Una forma de asimilar el pasado. No lo hacía con cualquier persona, sino con personas importantes. Me pagaban un coñazo de plata, y eso me hacía sentir poderosa.
Entre sus clientes, dice, estuvieron dirigentes políticos, uno que otro empresario. Nombres que “no podría mencionar por nada del mundo”. Duró dos meses, hasta que una experiencia la hizo recapacitar.
—Hoy lo analizo y me doy cuenta de que fue una reacción al trauma. A partir de ahí dejé de relacionarme íntimamente con las personas. Sentí poder, pero me arrepiento de haberlo hecho.
El tiempo para pensar llegaría después. Una tarde, tomándose uno de sus cuatro cafés diarios, Danielle recibió la llamada más inesperada de su vida. Una conocida, vinculada al mundo del modelaje, la invitaba a una entrevista con Osmel Sousa. Él fue presidente de la Organización Miss Venezuela durante casi cuarenta años, la entidad encargada de producir el evento televisivo más icónico del país. Es un divo mundial, de 76, apodado el “zar de la belleza”. Danielle quedó perpleja.
—¿Qué voy a hacer yo en un concurso de belleza? —se preguntó.
La entrevista era para evaluar su candidatura para “El Concurso by Osmel”, una competencia televisada en la que 65 chicas buscan la corona de “la más bella”. La idea le generaba estupor. Pero también le ofrecía una oportunidad, una salida. Decidió ir. Se trató el cabello, se depiló, se pintó las uñas. Contrató a un maquillador.
—Píntame como una persona poderosa, no como una puta —le pidió.
Asistió a una oficina grande y cursi en Caracas. La entrevistaron. Terminó el día con un sabor agridulce. Había entrado, pero a un costo desconocido. A la semana, asegura, la llamaron y le dijeron que la iban a operar.
—Para ir a esa vaina tienes que estar mentalizada de que vas a venderte. Me sentía como un producto. Hubo un momento en la clínica en que quise matar a coñazos a uno de los asistentes.
Danielle vio su nariz nueva a los dos meses. Le gustó el resultado, pero no el trato del Miss Venezuela. Empezó a tener roces con el personal del concurso y con el médico.
—Terminé bloqueándolos.
Osmel Sousa no quiso hablar sobre el caso de Danielle. Al preguntarle, trancó el teléfono.
La experiencia la afectó. Pero su exposición pública iba en aumento. La invitaron a dar entrevistas, a participar en protestas. Medios venezolanos como La Voz de América y TalCualDigital tomaron su testimonio. Participó en un foro con la activista Tamara Adrián y sintió admiración por ella. Consideró involucrarse más, pero se dio cuenta de que el activismo no era su lugar.
¿Cuál era su lugar?, se preguntaba. ¿A qué podría dedicarse? ¿Dónde podría sentirse cómoda, segura, valorada? Cada día las preguntas calaban más. En diciembre de 2021, le ofrecieron una mentoplastia gratis. Una oportunidad para, en sus palabras, “hacerse más mujer”.
—No me gustó cómo quedó.
Ni el reposo ni la soledad le hicieron bien. Las autolesiones no la aliviaban. Años atrás había intentado suicidarse. Había tomado un puño de Acetaminofén de un solo golpe. No funcionó, y luego se alegró de que no funcionara. Pero esta vez era diferente, era demasiado.
Se despidió de sus seres queridos. Se acercó al balcón del anexo donde dormía en Caracas, y vio, desde el octavo piso, la sombra del edificio La Previsora sobre el bulevar de Sabana Grande. La altura tenía algo magnético, atrayente. Como si la nada gritara su nombre.
Un grito real, concreto, la detuvo. Una voz conocida, desde la entrada del edificio.
—¡Daniel!, ¡Danielle!
Amara
—Yo no me quiero morir ahorita, ¿entiendes? Quiero morirme cuando me dé cuenta de que di lo que tenía que ofrecer.
El episodio reveló lo perdida que estaba. Se devolvió a Valencia, en busca de sí misma. Borró su cuenta de Twitter, harta del ruido. Visitó a su familia en Maturín, sedienta de raíces. Encontró un importante componente afectivo. En parte, la aceptaban.
—Yo sé que no puedo tener una vida normal, ni siquiera en el país más desarrollado del mundo.
No se equivoca. Según el Centro Nacional de Equidad Transgénero de Estados Unidos, una de cuatro personas trans ha perdido su trabajo arbitrariamente. Además, el 75% asegura haber sufrido algún tipo de discriminación laboral. Esto en un país donde hay, al menos, cinco figuras legislativas que protegen los derechos laborales trans. En los países latinoamericanos con seguridad jurídica pasa lo mismo. Ni hablar en aquellos donde todavía se desconoce la diversidad sexual. Según Marcela Romero, coordinadora de la Red Latinoamericana y del Caribe de Personas Trans, el 99% no accede al circuito laboral. Esto explica otro dato lamentable: muchas mujeres trans latinoamericanas recurren a la prostitución para comer.
Danielle cambió el activismo por la música electrónica: una esfera donde, a pesar de la precariedad, podía ser.
—Yo vine al mundo a hacer música. Es mi forma de conectar. Yo la verdad es que no entiendo muchas cosas de este mundo, me da crinch. No sé por qué, pero nunca me he sentido apegada al mundo material. Solo sé que entiendo al mundo a través de los sonidos. Yo odio el silencio, lo odio, lo odio.
En septiembre de 2021 la invitaron a su primer toque. Una fiesta underground de más de quinientas personas en Caracas. Ensayó durante dos meses. Antes de subir a la tarima le ofrecieron cocaína, metanfetamina, marihuana. Las consumiría después. Ahora necesitaba máxima concentración. Se puso los audífonos, empezó a mezclar. Debajo de ella, un mar de personas en trance, sin hablar, sin ver, sin tabús, sin pudor. Solo bailando, deseando, apareciendo y desapareciendo por los flashes.
—Ahí establecí quién era yo como artista. Mi concepto es que la pista de baile es un campo de batalla, donde yo soy el sargento que debe hacerte bailar. La música conlleva a un proceso violento que se vuelve lucha y catarsis. Bailas para drenar los peos. Bailas y liberas.
Al poco tiempo, Danielle se dio cuenta de que quería un cambio radical en su vida. De que quería romper definitivamente con el pasado. Se cambió el nombre a Amara. La inaplicación del artículo 146 le jugó a favor esta vez, pues si se hubiese cambiado el nombre legalmente a Danielle, no se lo habría podido cambiar a Amara.
—Si yo pudiera ser normal, lo sería.
La normalidad implica tener derechos, disponer de un lugar, acceder a oportunidades.
—¿Qué es un hombre, qué es una mujer? —le pregunto.
—Una prisión, limitaciones al ser.
Del pequeño Daniel solo quedan los ojos como astros. Hoy Amara camina por el Parque Los Caobos, al oeste de Caracas. Viste una minifalda negra, una minicamisa negra, botas negras de quince centímetros hasta las rodillas. Camina, la gente la ve. Tiene los cachetes rosados, el pecho plano. Le gusta parecerse a un personaje de anime. La gente murmura, señala. A Amara le pesan las miradas. Le sudan las manos. Se rompe la cutícula. Debe respirar para no tener un ataque de pánico. Camina rápido, pero parece que va lento. Ríe, llora. Luego se seca las lágrimas. Respira. Respira. Se recompone. Recuerda quién es, quién aspira ser.
—Yo elegí el nombre Amara porque yo amé, y amé muchísimo, con desinterés, y no solo cosas vivas sino todo. Yo me puse ese nombre porque yo perdí eso en mi vida, y es mi responsabilidad recuperarlo, volver a mi esencia, que es amar a todas las cosas: Amara.
Desde Venezuela, uno de los países latinoamericanos donde la población trans está más desprotegida porque el Estado aún no reconoce la mayoría de sus derechos, Amara comparte su historia de vida, sus esfuerzos por encontrar un lugar en el mundo.
Daniel
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
El pequeño Daniel, de ocho años, asiente con la cabeza. Busca el ritmo que el profesor marca. La batuta sube, baja, y las cabezas de los diez niños que asisten a las clases de música también suben, bajan. Detrás del ta, ta, ta, hay temor. Ninguno quiere equivocarse. Ya han visto lo que pasa.
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
Algún pensamiento, algún gesto, desconcentra a Daniel. Suele pasarle: su imaginación choca contra su atención. El profesor detiene la lección al notar el destiempo. Se acerca al niño. Le ordena extender los brazos, palmas al techo. El niño, nervioso, cumple. Cierra los ojos. El profesor levanta una larga regla amarilla, quizá tan larga como Daniel, y lo azota. Lo azota varias veces.
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
La marca musical con la que nació, aquella que lleva en su espíritu y que lo mantendrá a flote en los momentos más difíciles de su vida, ahora la lleva en sus brazos. Siente pena por ello. No es la primera vez que le pegan en clases de música. Nunca le ha contado a sus padres.
—Pensé que era normal. Algo que pueden hacer los adultos.
Esta vez le dolió tanto, sintió tanta furia en su profesor, que le contó a su madre. Jamás volvería a clases. La música clásica se convertiría en un mal recuerdo. Uno de tantos.
En aquella época, 2008-2009, Daniel Alexander Hernández Alzolay era un niño intelectualmente precoz, de grandes ojos verdes como astros y un cuerpo rechoncho. Vivía en Maturín, una ciudad al oriente de Venezuela, en una casa de clase media. Estudiaba en un colegio cristiano. En kínder lo adelantaron de nivel y en segundo grado lo pasaron enseguida a tercero. Con nueve años sabía dividir números de cuatro cifras. A los once ganó un torneo regional de ajedrez sin tomárselo demasiado en serio. Y a los doce le dijeron que hiciera sus maletas, pues la familia —madre, padrastro y él— se mudaba a Valencia, al norte del país.
—Creo que ahí comenzó la historia de mis grandes huecos.
Su padrastro era técnico de refrigeración; su madre, docente. A su padre biológico lo veía a veces: en cumpleaños, en navidades. La mudanza a Valencia consolidó el distanciamiento. No fue fácil. Le costó adaptarse, sobrellevar el hecho de que su padre biológico nunca se interesó en él. A los meses, Daniel consiguió cupo en otro pequeño colegio cristiano. La preadolescencia cambiaba su cuerpo: seguían los ojos claros, tristes, pero su cuerpo se alargaba, su voz se agudizaba.
—Desde pequeñito me sentía más a gusto con las niñas, aunque no me molestaban los varones. Solo que con las niñas había algo más: una comodidad, una intimidad que a la vez yo no podía transgredir.
El primer día de clases entró al salón. Tímido, pasó entre las filas y se sentó en el pupitre. Algunos chicos lo miraban con burla; otros, con desdén. Uno de ellos preguntó:
—¿Será marico?
Pasaron las horas. En la clase de dibujo técnico le entregaron una hoja. Él la vio y, enternecido por el vacío del papel blanco, por la prueba tangible de su nueva realidad, se puso a llorar. La idea de una ciudad nueva lo intimidaba.
—Me junté con los losers que en verdad eran los más cool. Luego quise juntarme con los que me violentaban para que no me molestaran. Puedo resumir todo el liceo en “sobrevivir”.
En aquel entonces el tema identitario era confuso. Los roles de género le imponían un modo de comportamiento. Tuvo novias por obligación. Una de ellas se convertiría en una amiga entrañable.
—Fue la amiga que me regaló la vida. Yo no quería besarla y ella entendió. Después descubrió que le gustaban las mujeres. Nos volvimos ella y yo contra el mundo.
Novia que llegaba, novia que se iba. Harto de la represión, poco a poco fue expresando su bisexualidad. En los demás generaba el mismo grado de curiosidad como de rechazo. Había veces que lo rodeaban en clase. Le ponían el miembro en la cara y lo obligaban a tocar. Después se acercaban a él y le hacían preguntas: “¿cómo es eso que dos hombres pueden…? ¿Tú, en verdad, eres marico?”
Él a veces seguía la corriente, a veces no. En el fondo, una tristeza crecía. Aborrecía la supuesta pureza de género. No se sentía parte ni de uno ni de otro.
—Yo no quería afianzar mi masculinidad. Esa masculinidad y esa feminidad que uno observa cuando crece es bastante pobre. Yo nunca salí del clóset porque yo sabía que no era un hombre gay. Me gustaban los hombres y las mujeres, pero yo no me sentía ni hombre ni mujer. Si yo decía que era no binario, me hubiesen dicho: ajá, y entonces: ¿qué es eso?, ¿qué eres? No entendían nada porque la gente necesita clasificar todo, categorizar todo, controlar todo. Necesitan saber si eres hombre o mujer, mono o ardilla.
Faltaban años para que la lucha contra el binarismo llegase al nivel institucional. En octubre de 2020 la Real Academia de la Lengua Española incluyó el pronombre “elle” en su lista de observación. La definió como “un recurso creado y promovido en determinados ámbitos para aludir a quienes no se sienten identificados con ninguno de los dos géneros tradicionalmente existentes”. En menos de una semana la retiró.
En el ámbito clínico, el malestar producido por la no identificación con el sexo biológico se llama disforia. Según el Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, la disforia es un estado de angustia producido por la discrepancia hacia el sexo asignado al nacer. Para otros, que la disforia esté en la “biblia de la psiquiatría” es una herramienta de poder discriminatoria, implementada para patalogizar a una minoría no conveniente. Daniel, en ese momento, no sabía nada sobre términos ni debates. Pero sí sobre la angustia.
—Lo más jodido de mi adolescencia es que yo me odiaba.
A los catorce años descubrió una manera de liberar ese odio. En casa, después del colegio, cuando sus padres no estaban, se inscribió en la plataforma Tumblr. Descubrió casos similares al suyo. La mayoría se autolesionaba. Daniel entendió que era una forma de castigarse por estar en el mundo. Tomó un cuchillo de la cocina y se hizo cuatro cortes en el antebrazo. Cuatro cortes breves, concisos.
—Las razones de los demás coincidían con las mías. Eran sencillas: no tener amigos, sentirse incomprendido. Era mi salida antes de hacer algo peor. No soy una historia de éxitos, y no me interesa venderme así.
Daniel se graduó del colegio a los dieciséis, dos años antes que el promedio. En la prueba de aptitudes para la universidad salió arte, filosofía, literatura. Decidió estudiar Comunicación Social en la Universidad Arturo Michelena de Valencia. En el sexto semestre le pidió a su madre que lo mandara a un psicólogo. No soportaba la angustia. Ella, que luchaba con mantener el hogar, accedió.
—Qué ojos tan bonitos tienes —le dijo la psicóloga apenas entró al consultorio.
Hicieron clic. Pasaron la hora pautada. En un punto de la terapia, la especialista preguntó:
—¿Cómo te sientes con tu identidad de género?
Las defensas se rearmaron. Sintió que le atacaban.
—Movió todo dentro de mí. Pensé: ¿qué hace ella preguntándome por algo que ni yo he aceptado? Claramente, mi reacción tenía una razón de ser. Se despertaron un montón de pasiones.
La pregunta plantó una semilla. Generó un proceso de reflexión que impulsó una decisión inédita. En la última semana antes de la cuarentena por covid-19, preparó su morral para la universidad. Metió una falda negra, una camisa celeste, unos zapatos de goma. A las ocho de la mañana, antes de comenzar clases, se cambió la ropa. Y salió al pasillo vestido así. Caminó hasta su salón de clases y tomó asiento como cualquier día. Las reacciones —como siempre— fueron variadas: admiración, asco, risa. De cualquier modo, fue su primera declaración pública. Entre lo mucho que no sabía, estaba el hecho de que había olvidado el maquillaje, y que pronto se cambiaría el nombre por primera pero no por última vez.
Danielle
En materia de legislación LGTBIQ, la disparidad es el rasgo común en Latinoamérica. Algunos países todavía arrastran cadenas colonialistas. Jamaica, por ejemplo, tiene una ley de 1864 que condena “el abominable delito de sodomía” con hasta diez años de prisión. Guyana tiene una de 1893 que condena el mismo acto con cadena perpetua. Son dos de los setenta miembros de la ONU que para el 2020 seguían criminalizando actos sexuales entre adultos del mismo sexo. Otros países latinoamericanos han ampliado los derechos total y parcialmente. Argentina, Uruguay, Colombia, Ecuador y México lideran la apertura, al reconocer derechos como el matrimonio igualitario, el cambio de género, la protección contra la discriminación y la posibilidad de alistarse en el ejército. Brasil, Cuba, Perú y Bolivia caen en el intermedio, al prohibir u omitir unos derechos y aceptar otros. Venezuela, Paraguay, República Dominicana, Trinidad y Tobago forman parte del percentil inferior: los más restrictivos.
“El Estado venezolano”, comentó en un foro público Tamara Adrián, doctora en derecho y primera diputada trans en la historia de Venezuela, “por acción o por omisión, viola los derechos humanos de la comunidad LGTBIQ+”. “Es un tema en desarrollo”, comenta en entrevista Richelle Briceño, activista y abogada trans, “más temprano que tarde, en línea con el resto del mundo, Venezuela alcanzará que el matrimonio igualitario, la identidad de género, la familia homoparental y la no discriminación sean derechos”.
La omisión a la que alude Tamara Adrián consiste en la inaplicación del artículo 146 de la Ley Orgánica del Registro Civil de Venezuela, que establece que toda persona tiene derecho a cambiar su nombre (pero no su género) una vez en la vida. En los países desarrollados, la escritora Julianna Neuhouser asegura que lo que está en juego es el modelo bajo el cual el Estado reconoce la identidad de género de las personas trans. “En algunos países, como el Reino Unido, hay que presentar pruebas médicas y psicológicas comprobando que somos ‘realmente trans’, mientras que en otros lugares (como en México) simplemente hay que hacer un trámite administrativo”.
Cuatro años después de que la película La chica danesa ganara un premio Óscar al visibilizar la historia de la pintora trans Lili Elbe, Daniel se hundía en la depresión. La ansiedad estaba a un paso de la paranoia. Necesitaba actuar. Comenzó con lo que su país le prohibía en la práctica: cambiar su nombre. Le agregó la sílaba “le” a Daniel. Y la masculinidad que detestaba, que le perseguía, se atenuó. De ahora en adelante sería ella o elle, no él.
—En parte, me lo cambié por una cuestión fonética. Para que pronunciaran bien mi designación y no se confundieran. La transición no comienza con cirugía ni hormonas, comienza en el momento en que decides vivir tu vida.
Empezó a tomar bloqueadores de testosterona. Se dejó crecer el pelo, se lo alisó. Se puso frente a una cámara, declaró ser trans, lo publicó en Facebook y se fue a dormir. Al día siguiente el video se había hecho viral. Su círculo de amigos lo celebró, su familia no. La madre, que se divorciaba de su esposo, le propuso devolverse a Maturín. Danielle se negó. Quería terminar sus estudios y, especialmente, quería mantener la relación con el único amor de su vida.
Aún le cuesta pronunciar su nombre. La primera vez que lo vio fue por Instagram. Ociosa, revisaba la red social. Notó una publicación de un chico que se metía un pitillo por la nariz.
—Quiero conocerlo —pensó.
Le escribió y él —muchacho gótico, perforado— respondió. El primer día que lo vio se dijo a sí misma que ese era el amor de su vida. Un día, en el cenit del romance, él tocó una fibra latente. Le preguntó sobre la transición. Danielle tomó la pregunta como una señal para empezar el tratamiento hormonal. Investigó el proceso. A través de la ONG Unitrans, consiguió que le diagnosticaran disforia, antes llamada trastorno de identidad de género. Le dieron un récipe para comprar un fármaco llamado Mesigyna, una mezcla de anticonceptivos. Debía inyectárselo en el brazo o en el glúteo.
“Nosotros no lo utilizamos”, comenta el endocrinólogo Roald Gómez. “Primero porque tiene dos componentes: estrógeno y progesterona. Las pacientes trans no suelen necesitar progesterona. Por otro lado, porque los progestágenos tienen mayor riesgo de producir trombosis y cáncer de mama”.
Los bloqueadores de testosterona surtieron efecto. A los meses, Danielle tenía un cuerpo más femenino. A su exnovio le costó reconocerla. Se habían separado por la pandemia. Al reencontrarse, pasaron la noche juntos. Bebieron, jugaron videojuegos. Danielle dice que los tragos lo agitaron, que la besó e intentó tocarla, pero ella se negó, no quería. Dice que la tomó del cuello, la lanzó, la desnudó.
—Todo con él fue bello hasta ese día. El abusó sexualmente de mí. Que te lo haga alguien que no amas es una cosa. Pero que te lo haga la persona en la que depositaste toda tu confianza, te quiebra por completo.
Daniel tenía doce años. Estaba en un autobús con su padrastro. Hacía frío. Intentó dormir y no pudo. Se cambió de asiento y un sujeto le ofreció una manta. Daniel aceptó. Apoyó su cabeza contra la ventana y se cubrió. Al cabo de unos minutos, el hombre le acarició el pelo. Daniel se hizo el dormido. Su padrastro, atrás, también dormía. El hombre siguió tocándolo: en las piernas, en la barriga, en los genitales. No se atrevió a protestar.
—Los adultos siempre me han pervertido. Siempre he sido un blanco, no sé por qué. ¿Qué puede hacer un niño para que tú sientas placer? Una vez ya es demasiado, varias veces te hace sentir que te lo mereces.
No fue la primera ni la última vez que sufrió un abuso sexual. Cada episodio está relacionado con la violencia. La organización Sin Violencia, que agrupa a diez países de la región, promedió 355 homicidios por año entre 2019 y 2021. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) contó 594 entre enero de 2013 y marzo de 2014. En Venezuela, el recién creado Observatorio Venezolano de Violencias LGTBIQ+ contó 172 casos documentados de agresión en 2022. Un número bajo por los vacíos de información. Sobre todo si lo comparamos con Brasil, donde una persona trans murió cada dos días en 2020, según la Asociación Nacional de Travestis y Transexuales. O con Colombia, donde se contaron 6,644 casos de violencia contra la comunidad entre 2020 y 2022, de acuerdo con Caribe Afirmativo.
La desgracia de Danielle comenzó en la edad de la inocencia. Un abuso antes de los ocho años, por parte de un familiar, le corta la voz.
—Yo quiero respeto, no lástima.
Prefiere mantener el relato para ella. De los doce a los diecisiete sufrió varios acosos y abusos en lugares públicos. El más común eran los baños de centros comerciales. Nunca ha peleado, ni forcejeado, con sus agresores.
—No lo hago porque no me gusta la violencia. Yo la verdad es que me bloqueo.
El mismo día en que terminó con su novio, se inyectó hormonas femeninas por primera vez. Pronto, las hormonas se mezclarían con el despecho, el despecho con los traumas y los traumas con la exclusión. Los problemas se cruzaron. Le empezaron a dar ataques de pánico. Su madre se devolvió a Maturín. Danielle se mudó sola a un anexo en Valencia, y se enteró de que las personas trans tienen un promedio de vida de 35 años (lo cual es falso). Naturalmente, se deprimió. Paró la ingesta de hormonas porque no podía pagarlas. Comenzó a tomar ansiolíticos y antidepresivos.
—Una mierda para morirse. Es como envenenarme.
“El tratamiento para transicionar es multidisciplinario”, dice el médico Roald, especialista en transiciones de género. “Ni el endocrinólogo ni el cirujano están a cargo de estos pacientes. Ellos deben ser evaluados inicialmente por sexólogos, psicólogos y psiquiatras. La evaluación y el seguimiento psiquiátricos son fundamentales. No podemos obviar que existen condiciones psicológicas que pueden afectar el tratamiento”.
Como muchas trans, Danielle no consiguió empleo. Uno de sus dos hermanos la ayudó económicamente. Ella prefería pasar hambre a pedir ayuda. Estaba marginada, despechada, traumada, quebrada, sola. Decidió prostituirse.
—En mi mente era una forma de venganza. Una forma de asimilar el pasado. No lo hacía con cualquier persona, sino con personas importantes. Me pagaban un coñazo de plata, y eso me hacía sentir poderosa.
Entre sus clientes, dice, estuvieron dirigentes políticos, uno que otro empresario. Nombres que “no podría mencionar por nada del mundo”. Duró dos meses, hasta que una experiencia la hizo recapacitar.
—Hoy lo analizo y me doy cuenta de que fue una reacción al trauma. A partir de ahí dejé de relacionarme íntimamente con las personas. Sentí poder, pero me arrepiento de haberlo hecho.
El tiempo para pensar llegaría después. Una tarde, tomándose uno de sus cuatro cafés diarios, Danielle recibió la llamada más inesperada de su vida. Una conocida, vinculada al mundo del modelaje, la invitaba a una entrevista con Osmel Sousa. Él fue presidente de la Organización Miss Venezuela durante casi cuarenta años, la entidad encargada de producir el evento televisivo más icónico del país. Es un divo mundial, de 76, apodado el “zar de la belleza”. Danielle quedó perpleja.
—¿Qué voy a hacer yo en un concurso de belleza? —se preguntó.
La entrevista era para evaluar su candidatura para “El Concurso by Osmel”, una competencia televisada en la que 65 chicas buscan la corona de “la más bella”. La idea le generaba estupor. Pero también le ofrecía una oportunidad, una salida. Decidió ir. Se trató el cabello, se depiló, se pintó las uñas. Contrató a un maquillador.
—Píntame como una persona poderosa, no como una puta —le pidió.
Asistió a una oficina grande y cursi en Caracas. La entrevistaron. Terminó el día con un sabor agridulce. Había entrado, pero a un costo desconocido. A la semana, asegura, la llamaron y le dijeron que la iban a operar.
—Para ir a esa vaina tienes que estar mentalizada de que vas a venderte. Me sentía como un producto. Hubo un momento en la clínica en que quise matar a coñazos a uno de los asistentes.
Danielle vio su nariz nueva a los dos meses. Le gustó el resultado, pero no el trato del Miss Venezuela. Empezó a tener roces con el personal del concurso y con el médico.
—Terminé bloqueándolos.
Osmel Sousa no quiso hablar sobre el caso de Danielle. Al preguntarle, trancó el teléfono.
La experiencia la afectó. Pero su exposición pública iba en aumento. La invitaron a dar entrevistas, a participar en protestas. Medios venezolanos como La Voz de América y TalCualDigital tomaron su testimonio. Participó en un foro con la activista Tamara Adrián y sintió admiración por ella. Consideró involucrarse más, pero se dio cuenta de que el activismo no era su lugar.
¿Cuál era su lugar?, se preguntaba. ¿A qué podría dedicarse? ¿Dónde podría sentirse cómoda, segura, valorada? Cada día las preguntas calaban más. En diciembre de 2021, le ofrecieron una mentoplastia gratis. Una oportunidad para, en sus palabras, “hacerse más mujer”.
—No me gustó cómo quedó.
Ni el reposo ni la soledad le hicieron bien. Las autolesiones no la aliviaban. Años atrás había intentado suicidarse. Había tomado un puño de Acetaminofén de un solo golpe. No funcionó, y luego se alegró de que no funcionara. Pero esta vez era diferente, era demasiado.
Se despidió de sus seres queridos. Se acercó al balcón del anexo donde dormía en Caracas, y vio, desde el octavo piso, la sombra del edificio La Previsora sobre el bulevar de Sabana Grande. La altura tenía algo magnético, atrayente. Como si la nada gritara su nombre.
Un grito real, concreto, la detuvo. Una voz conocida, desde la entrada del edificio.
—¡Daniel!, ¡Danielle!
Amara
—Yo no me quiero morir ahorita, ¿entiendes? Quiero morirme cuando me dé cuenta de que di lo que tenía que ofrecer.
El episodio reveló lo perdida que estaba. Se devolvió a Valencia, en busca de sí misma. Borró su cuenta de Twitter, harta del ruido. Visitó a su familia en Maturín, sedienta de raíces. Encontró un importante componente afectivo. En parte, la aceptaban.
—Yo sé que no puedo tener una vida normal, ni siquiera en el país más desarrollado del mundo.
No se equivoca. Según el Centro Nacional de Equidad Transgénero de Estados Unidos, una de cuatro personas trans ha perdido su trabajo arbitrariamente. Además, el 75% asegura haber sufrido algún tipo de discriminación laboral. Esto en un país donde hay, al menos, cinco figuras legislativas que protegen los derechos laborales trans. En los países latinoamericanos con seguridad jurídica pasa lo mismo. Ni hablar en aquellos donde todavía se desconoce la diversidad sexual. Según Marcela Romero, coordinadora de la Red Latinoamericana y del Caribe de Personas Trans, el 99% no accede al circuito laboral. Esto explica otro dato lamentable: muchas mujeres trans latinoamericanas recurren a la prostitución para comer.
Danielle cambió el activismo por la música electrónica: una esfera donde, a pesar de la precariedad, podía ser.
—Yo vine al mundo a hacer música. Es mi forma de conectar. Yo la verdad es que no entiendo muchas cosas de este mundo, me da crinch. No sé por qué, pero nunca me he sentido apegada al mundo material. Solo sé que entiendo al mundo a través de los sonidos. Yo odio el silencio, lo odio, lo odio.
En septiembre de 2021 la invitaron a su primer toque. Una fiesta underground de más de quinientas personas en Caracas. Ensayó durante dos meses. Antes de subir a la tarima le ofrecieron cocaína, metanfetamina, marihuana. Las consumiría después. Ahora necesitaba máxima concentración. Se puso los audífonos, empezó a mezclar. Debajo de ella, un mar de personas en trance, sin hablar, sin ver, sin tabús, sin pudor. Solo bailando, deseando, apareciendo y desapareciendo por los flashes.
—Ahí establecí quién era yo como artista. Mi concepto es que la pista de baile es un campo de batalla, donde yo soy el sargento que debe hacerte bailar. La música conlleva a un proceso violento que se vuelve lucha y catarsis. Bailas para drenar los peos. Bailas y liberas.
Al poco tiempo, Danielle se dio cuenta de que quería un cambio radical en su vida. De que quería romper definitivamente con el pasado. Se cambió el nombre a Amara. La inaplicación del artículo 146 le jugó a favor esta vez, pues si se hubiese cambiado el nombre legalmente a Danielle, no se lo habría podido cambiar a Amara.
—Si yo pudiera ser normal, lo sería.
La normalidad implica tener derechos, disponer de un lugar, acceder a oportunidades.
—¿Qué es un hombre, qué es una mujer? —le pregunto.
—Una prisión, limitaciones al ser.
Del pequeño Daniel solo quedan los ojos como astros. Hoy Amara camina por el Parque Los Caobos, al oeste de Caracas. Viste una minifalda negra, una minicamisa negra, botas negras de quince centímetros hasta las rodillas. Camina, la gente la ve. Tiene los cachetes rosados, el pecho plano. Le gusta parecerse a un personaje de anime. La gente murmura, señala. A Amara le pesan las miradas. Le sudan las manos. Se rompe la cutícula. Debe respirar para no tener un ataque de pánico. Camina rápido, pero parece que va lento. Ríe, llora. Luego se seca las lágrimas. Respira. Respira. Se recompone. Recuerda quién es, quién aspira ser.
—Yo elegí el nombre Amara porque yo amé, y amé muchísimo, con desinterés, y no solo cosas vivas sino todo. Yo me puse ese nombre porque yo perdí eso en mi vida, y es mi responsabilidad recuperarlo, volver a mi esencia, que es amar a todas las cosas: Amara.
Desde Venezuela, uno de los países latinoamericanos donde la población trans está más desprotegida porque el Estado aún no reconoce la mayoría de sus derechos, Amara comparte su historia de vida, sus esfuerzos por encontrar un lugar en el mundo.
Daniel
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
El pequeño Daniel, de ocho años, asiente con la cabeza. Busca el ritmo que el profesor marca. La batuta sube, baja, y las cabezas de los diez niños que asisten a las clases de música también suben, bajan. Detrás del ta, ta, ta, hay temor. Ninguno quiere equivocarse. Ya han visto lo que pasa.
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
Algún pensamiento, algún gesto, desconcentra a Daniel. Suele pasarle: su imaginación choca contra su atención. El profesor detiene la lección al notar el destiempo. Se acerca al niño. Le ordena extender los brazos, palmas al techo. El niño, nervioso, cumple. Cierra los ojos. El profesor levanta una larga regla amarilla, quizá tan larga como Daniel, y lo azota. Lo azota varias veces.
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
La marca musical con la que nació, aquella que lleva en su espíritu y que lo mantendrá a flote en los momentos más difíciles de su vida, ahora la lleva en sus brazos. Siente pena por ello. No es la primera vez que le pegan en clases de música. Nunca le ha contado a sus padres.
—Pensé que era normal. Algo que pueden hacer los adultos.
Esta vez le dolió tanto, sintió tanta furia en su profesor, que le contó a su madre. Jamás volvería a clases. La música clásica se convertiría en un mal recuerdo. Uno de tantos.
En aquella época, 2008-2009, Daniel Alexander Hernández Alzolay era un niño intelectualmente precoz, de grandes ojos verdes como astros y un cuerpo rechoncho. Vivía en Maturín, una ciudad al oriente de Venezuela, en una casa de clase media. Estudiaba en un colegio cristiano. En kínder lo adelantaron de nivel y en segundo grado lo pasaron enseguida a tercero. Con nueve años sabía dividir números de cuatro cifras. A los once ganó un torneo regional de ajedrez sin tomárselo demasiado en serio. Y a los doce le dijeron que hiciera sus maletas, pues la familia —madre, padrastro y él— se mudaba a Valencia, al norte del país.
—Creo que ahí comenzó la historia de mis grandes huecos.
Su padrastro era técnico de refrigeración; su madre, docente. A su padre biológico lo veía a veces: en cumpleaños, en navidades. La mudanza a Valencia consolidó el distanciamiento. No fue fácil. Le costó adaptarse, sobrellevar el hecho de que su padre biológico nunca se interesó en él. A los meses, Daniel consiguió cupo en otro pequeño colegio cristiano. La preadolescencia cambiaba su cuerpo: seguían los ojos claros, tristes, pero su cuerpo se alargaba, su voz se agudizaba.
—Desde pequeñito me sentía más a gusto con las niñas, aunque no me molestaban los varones. Solo que con las niñas había algo más: una comodidad, una intimidad que a la vez yo no podía transgredir.
El primer día de clases entró al salón. Tímido, pasó entre las filas y se sentó en el pupitre. Algunos chicos lo miraban con burla; otros, con desdén. Uno de ellos preguntó:
—¿Será marico?
Pasaron las horas. En la clase de dibujo técnico le entregaron una hoja. Él la vio y, enternecido por el vacío del papel blanco, por la prueba tangible de su nueva realidad, se puso a llorar. La idea de una ciudad nueva lo intimidaba.
—Me junté con los losers que en verdad eran los más cool. Luego quise juntarme con los que me violentaban para que no me molestaran. Puedo resumir todo el liceo en “sobrevivir”.
En aquel entonces el tema identitario era confuso. Los roles de género le imponían un modo de comportamiento. Tuvo novias por obligación. Una de ellas se convertiría en una amiga entrañable.
—Fue la amiga que me regaló la vida. Yo no quería besarla y ella entendió. Después descubrió que le gustaban las mujeres. Nos volvimos ella y yo contra el mundo.
Novia que llegaba, novia que se iba. Harto de la represión, poco a poco fue expresando su bisexualidad. En los demás generaba el mismo grado de curiosidad como de rechazo. Había veces que lo rodeaban en clase. Le ponían el miembro en la cara y lo obligaban a tocar. Después se acercaban a él y le hacían preguntas: “¿cómo es eso que dos hombres pueden…? ¿Tú, en verdad, eres marico?”
Él a veces seguía la corriente, a veces no. En el fondo, una tristeza crecía. Aborrecía la supuesta pureza de género. No se sentía parte ni de uno ni de otro.
—Yo no quería afianzar mi masculinidad. Esa masculinidad y esa feminidad que uno observa cuando crece es bastante pobre. Yo nunca salí del clóset porque yo sabía que no era un hombre gay. Me gustaban los hombres y las mujeres, pero yo no me sentía ni hombre ni mujer. Si yo decía que era no binario, me hubiesen dicho: ajá, y entonces: ¿qué es eso?, ¿qué eres? No entendían nada porque la gente necesita clasificar todo, categorizar todo, controlar todo. Necesitan saber si eres hombre o mujer, mono o ardilla.
Faltaban años para que la lucha contra el binarismo llegase al nivel institucional. En octubre de 2020 la Real Academia de la Lengua Española incluyó el pronombre “elle” en su lista de observación. La definió como “un recurso creado y promovido en determinados ámbitos para aludir a quienes no se sienten identificados con ninguno de los dos géneros tradicionalmente existentes”. En menos de una semana la retiró.
En el ámbito clínico, el malestar producido por la no identificación con el sexo biológico se llama disforia. Según el Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, la disforia es un estado de angustia producido por la discrepancia hacia el sexo asignado al nacer. Para otros, que la disforia esté en la “biblia de la psiquiatría” es una herramienta de poder discriminatoria, implementada para patalogizar a una minoría no conveniente. Daniel, en ese momento, no sabía nada sobre términos ni debates. Pero sí sobre la angustia.
—Lo más jodido de mi adolescencia es que yo me odiaba.
A los catorce años descubrió una manera de liberar ese odio. En casa, después del colegio, cuando sus padres no estaban, se inscribió en la plataforma Tumblr. Descubrió casos similares al suyo. La mayoría se autolesionaba. Daniel entendió que era una forma de castigarse por estar en el mundo. Tomó un cuchillo de la cocina y se hizo cuatro cortes en el antebrazo. Cuatro cortes breves, concisos.
—Las razones de los demás coincidían con las mías. Eran sencillas: no tener amigos, sentirse incomprendido. Era mi salida antes de hacer algo peor. No soy una historia de éxitos, y no me interesa venderme así.
Daniel se graduó del colegio a los dieciséis, dos años antes que el promedio. En la prueba de aptitudes para la universidad salió arte, filosofía, literatura. Decidió estudiar Comunicación Social en la Universidad Arturo Michelena de Valencia. En el sexto semestre le pidió a su madre que lo mandara a un psicólogo. No soportaba la angustia. Ella, que luchaba con mantener el hogar, accedió.
—Qué ojos tan bonitos tienes —le dijo la psicóloga apenas entró al consultorio.
Hicieron clic. Pasaron la hora pautada. En un punto de la terapia, la especialista preguntó:
—¿Cómo te sientes con tu identidad de género?
Las defensas se rearmaron. Sintió que le atacaban.
—Movió todo dentro de mí. Pensé: ¿qué hace ella preguntándome por algo que ni yo he aceptado? Claramente, mi reacción tenía una razón de ser. Se despertaron un montón de pasiones.
La pregunta plantó una semilla. Generó un proceso de reflexión que impulsó una decisión inédita. En la última semana antes de la cuarentena por covid-19, preparó su morral para la universidad. Metió una falda negra, una camisa celeste, unos zapatos de goma. A las ocho de la mañana, antes de comenzar clases, se cambió la ropa. Y salió al pasillo vestido así. Caminó hasta su salón de clases y tomó asiento como cualquier día. Las reacciones —como siempre— fueron variadas: admiración, asco, risa. De cualquier modo, fue su primera declaración pública. Entre lo mucho que no sabía, estaba el hecho de que había olvidado el maquillaje, y que pronto se cambiaría el nombre por primera pero no por última vez.
Danielle
En materia de legislación LGTBIQ, la disparidad es el rasgo común en Latinoamérica. Algunos países todavía arrastran cadenas colonialistas. Jamaica, por ejemplo, tiene una ley de 1864 que condena “el abominable delito de sodomía” con hasta diez años de prisión. Guyana tiene una de 1893 que condena el mismo acto con cadena perpetua. Son dos de los setenta miembros de la ONU que para el 2020 seguían criminalizando actos sexuales entre adultos del mismo sexo. Otros países latinoamericanos han ampliado los derechos total y parcialmente. Argentina, Uruguay, Colombia, Ecuador y México lideran la apertura, al reconocer derechos como el matrimonio igualitario, el cambio de género, la protección contra la discriminación y la posibilidad de alistarse en el ejército. Brasil, Cuba, Perú y Bolivia caen en el intermedio, al prohibir u omitir unos derechos y aceptar otros. Venezuela, Paraguay, República Dominicana, Trinidad y Tobago forman parte del percentil inferior: los más restrictivos.
“El Estado venezolano”, comentó en un foro público Tamara Adrián, doctora en derecho y primera diputada trans en la historia de Venezuela, “por acción o por omisión, viola los derechos humanos de la comunidad LGTBIQ+”. “Es un tema en desarrollo”, comenta en entrevista Richelle Briceño, activista y abogada trans, “más temprano que tarde, en línea con el resto del mundo, Venezuela alcanzará que el matrimonio igualitario, la identidad de género, la familia homoparental y la no discriminación sean derechos”.
La omisión a la que alude Tamara Adrián consiste en la inaplicación del artículo 146 de la Ley Orgánica del Registro Civil de Venezuela, que establece que toda persona tiene derecho a cambiar su nombre (pero no su género) una vez en la vida. En los países desarrollados, la escritora Julianna Neuhouser asegura que lo que está en juego es el modelo bajo el cual el Estado reconoce la identidad de género de las personas trans. “En algunos países, como el Reino Unido, hay que presentar pruebas médicas y psicológicas comprobando que somos ‘realmente trans’, mientras que en otros lugares (como en México) simplemente hay que hacer un trámite administrativo”.
Cuatro años después de que la película La chica danesa ganara un premio Óscar al visibilizar la historia de la pintora trans Lili Elbe, Daniel se hundía en la depresión. La ansiedad estaba a un paso de la paranoia. Necesitaba actuar. Comenzó con lo que su país le prohibía en la práctica: cambiar su nombre. Le agregó la sílaba “le” a Daniel. Y la masculinidad que detestaba, que le perseguía, se atenuó. De ahora en adelante sería ella o elle, no él.
—En parte, me lo cambié por una cuestión fonética. Para que pronunciaran bien mi designación y no se confundieran. La transición no comienza con cirugía ni hormonas, comienza en el momento en que decides vivir tu vida.
Empezó a tomar bloqueadores de testosterona. Se dejó crecer el pelo, se lo alisó. Se puso frente a una cámara, declaró ser trans, lo publicó en Facebook y se fue a dormir. Al día siguiente el video se había hecho viral. Su círculo de amigos lo celebró, su familia no. La madre, que se divorciaba de su esposo, le propuso devolverse a Maturín. Danielle se negó. Quería terminar sus estudios y, especialmente, quería mantener la relación con el único amor de su vida.
Aún le cuesta pronunciar su nombre. La primera vez que lo vio fue por Instagram. Ociosa, revisaba la red social. Notó una publicación de un chico que se metía un pitillo por la nariz.
—Quiero conocerlo —pensó.
Le escribió y él —muchacho gótico, perforado— respondió. El primer día que lo vio se dijo a sí misma que ese era el amor de su vida. Un día, en el cenit del romance, él tocó una fibra latente. Le preguntó sobre la transición. Danielle tomó la pregunta como una señal para empezar el tratamiento hormonal. Investigó el proceso. A través de la ONG Unitrans, consiguió que le diagnosticaran disforia, antes llamada trastorno de identidad de género. Le dieron un récipe para comprar un fármaco llamado Mesigyna, una mezcla de anticonceptivos. Debía inyectárselo en el brazo o en el glúteo.
“Nosotros no lo utilizamos”, comenta el endocrinólogo Roald Gómez. “Primero porque tiene dos componentes: estrógeno y progesterona. Las pacientes trans no suelen necesitar progesterona. Por otro lado, porque los progestágenos tienen mayor riesgo de producir trombosis y cáncer de mama”.
Los bloqueadores de testosterona surtieron efecto. A los meses, Danielle tenía un cuerpo más femenino. A su exnovio le costó reconocerla. Se habían separado por la pandemia. Al reencontrarse, pasaron la noche juntos. Bebieron, jugaron videojuegos. Danielle dice que los tragos lo agitaron, que la besó e intentó tocarla, pero ella se negó, no quería. Dice que la tomó del cuello, la lanzó, la desnudó.
—Todo con él fue bello hasta ese día. El abusó sexualmente de mí. Que te lo haga alguien que no amas es una cosa. Pero que te lo haga la persona en la que depositaste toda tu confianza, te quiebra por completo.
Daniel tenía doce años. Estaba en un autobús con su padrastro. Hacía frío. Intentó dormir y no pudo. Se cambió de asiento y un sujeto le ofreció una manta. Daniel aceptó. Apoyó su cabeza contra la ventana y se cubrió. Al cabo de unos minutos, el hombre le acarició el pelo. Daniel se hizo el dormido. Su padrastro, atrás, también dormía. El hombre siguió tocándolo: en las piernas, en la barriga, en los genitales. No se atrevió a protestar.
—Los adultos siempre me han pervertido. Siempre he sido un blanco, no sé por qué. ¿Qué puede hacer un niño para que tú sientas placer? Una vez ya es demasiado, varias veces te hace sentir que te lo mereces.
No fue la primera ni la última vez que sufrió un abuso sexual. Cada episodio está relacionado con la violencia. La organización Sin Violencia, que agrupa a diez países de la región, promedió 355 homicidios por año entre 2019 y 2021. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) contó 594 entre enero de 2013 y marzo de 2014. En Venezuela, el recién creado Observatorio Venezolano de Violencias LGTBIQ+ contó 172 casos documentados de agresión en 2022. Un número bajo por los vacíos de información. Sobre todo si lo comparamos con Brasil, donde una persona trans murió cada dos días en 2020, según la Asociación Nacional de Travestis y Transexuales. O con Colombia, donde se contaron 6,644 casos de violencia contra la comunidad entre 2020 y 2022, de acuerdo con Caribe Afirmativo.
La desgracia de Danielle comenzó en la edad de la inocencia. Un abuso antes de los ocho años, por parte de un familiar, le corta la voz.
—Yo quiero respeto, no lástima.
Prefiere mantener el relato para ella. De los doce a los diecisiete sufrió varios acosos y abusos en lugares públicos. El más común eran los baños de centros comerciales. Nunca ha peleado, ni forcejeado, con sus agresores.
—No lo hago porque no me gusta la violencia. Yo la verdad es que me bloqueo.
El mismo día en que terminó con su novio, se inyectó hormonas femeninas por primera vez. Pronto, las hormonas se mezclarían con el despecho, el despecho con los traumas y los traumas con la exclusión. Los problemas se cruzaron. Le empezaron a dar ataques de pánico. Su madre se devolvió a Maturín. Danielle se mudó sola a un anexo en Valencia, y se enteró de que las personas trans tienen un promedio de vida de 35 años (lo cual es falso). Naturalmente, se deprimió. Paró la ingesta de hormonas porque no podía pagarlas. Comenzó a tomar ansiolíticos y antidepresivos.
—Una mierda para morirse. Es como envenenarme.
“El tratamiento para transicionar es multidisciplinario”, dice el médico Roald, especialista en transiciones de género. “Ni el endocrinólogo ni el cirujano están a cargo de estos pacientes. Ellos deben ser evaluados inicialmente por sexólogos, psicólogos y psiquiatras. La evaluación y el seguimiento psiquiátricos son fundamentales. No podemos obviar que existen condiciones psicológicas que pueden afectar el tratamiento”.
Como muchas trans, Danielle no consiguió empleo. Uno de sus dos hermanos la ayudó económicamente. Ella prefería pasar hambre a pedir ayuda. Estaba marginada, despechada, traumada, quebrada, sola. Decidió prostituirse.
—En mi mente era una forma de venganza. Una forma de asimilar el pasado. No lo hacía con cualquier persona, sino con personas importantes. Me pagaban un coñazo de plata, y eso me hacía sentir poderosa.
Entre sus clientes, dice, estuvieron dirigentes políticos, uno que otro empresario. Nombres que “no podría mencionar por nada del mundo”. Duró dos meses, hasta que una experiencia la hizo recapacitar.
—Hoy lo analizo y me doy cuenta de que fue una reacción al trauma. A partir de ahí dejé de relacionarme íntimamente con las personas. Sentí poder, pero me arrepiento de haberlo hecho.
El tiempo para pensar llegaría después. Una tarde, tomándose uno de sus cuatro cafés diarios, Danielle recibió la llamada más inesperada de su vida. Una conocida, vinculada al mundo del modelaje, la invitaba a una entrevista con Osmel Sousa. Él fue presidente de la Organización Miss Venezuela durante casi cuarenta años, la entidad encargada de producir el evento televisivo más icónico del país. Es un divo mundial, de 76, apodado el “zar de la belleza”. Danielle quedó perpleja.
—¿Qué voy a hacer yo en un concurso de belleza? —se preguntó.
La entrevista era para evaluar su candidatura para “El Concurso by Osmel”, una competencia televisada en la que 65 chicas buscan la corona de “la más bella”. La idea le generaba estupor. Pero también le ofrecía una oportunidad, una salida. Decidió ir. Se trató el cabello, se depiló, se pintó las uñas. Contrató a un maquillador.
—Píntame como una persona poderosa, no como una puta —le pidió.
Asistió a una oficina grande y cursi en Caracas. La entrevistaron. Terminó el día con un sabor agridulce. Había entrado, pero a un costo desconocido. A la semana, asegura, la llamaron y le dijeron que la iban a operar.
—Para ir a esa vaina tienes que estar mentalizada de que vas a venderte. Me sentía como un producto. Hubo un momento en la clínica en que quise matar a coñazos a uno de los asistentes.
Danielle vio su nariz nueva a los dos meses. Le gustó el resultado, pero no el trato del Miss Venezuela. Empezó a tener roces con el personal del concurso y con el médico.
—Terminé bloqueándolos.
Osmel Sousa no quiso hablar sobre el caso de Danielle. Al preguntarle, trancó el teléfono.
La experiencia la afectó. Pero su exposición pública iba en aumento. La invitaron a dar entrevistas, a participar en protestas. Medios venezolanos como La Voz de América y TalCualDigital tomaron su testimonio. Participó en un foro con la activista Tamara Adrián y sintió admiración por ella. Consideró involucrarse más, pero se dio cuenta de que el activismo no era su lugar.
¿Cuál era su lugar?, se preguntaba. ¿A qué podría dedicarse? ¿Dónde podría sentirse cómoda, segura, valorada? Cada día las preguntas calaban más. En diciembre de 2021, le ofrecieron una mentoplastia gratis. Una oportunidad para, en sus palabras, “hacerse más mujer”.
—No me gustó cómo quedó.
Ni el reposo ni la soledad le hicieron bien. Las autolesiones no la aliviaban. Años atrás había intentado suicidarse. Había tomado un puño de Acetaminofén de un solo golpe. No funcionó, y luego se alegró de que no funcionara. Pero esta vez era diferente, era demasiado.
Se despidió de sus seres queridos. Se acercó al balcón del anexo donde dormía en Caracas, y vio, desde el octavo piso, la sombra del edificio La Previsora sobre el bulevar de Sabana Grande. La altura tenía algo magnético, atrayente. Como si la nada gritara su nombre.
Un grito real, concreto, la detuvo. Una voz conocida, desde la entrada del edificio.
—¡Daniel!, ¡Danielle!
Amara
—Yo no me quiero morir ahorita, ¿entiendes? Quiero morirme cuando me dé cuenta de que di lo que tenía que ofrecer.
El episodio reveló lo perdida que estaba. Se devolvió a Valencia, en busca de sí misma. Borró su cuenta de Twitter, harta del ruido. Visitó a su familia en Maturín, sedienta de raíces. Encontró un importante componente afectivo. En parte, la aceptaban.
—Yo sé que no puedo tener una vida normal, ni siquiera en el país más desarrollado del mundo.
No se equivoca. Según el Centro Nacional de Equidad Transgénero de Estados Unidos, una de cuatro personas trans ha perdido su trabajo arbitrariamente. Además, el 75% asegura haber sufrido algún tipo de discriminación laboral. Esto en un país donde hay, al menos, cinco figuras legislativas que protegen los derechos laborales trans. En los países latinoamericanos con seguridad jurídica pasa lo mismo. Ni hablar en aquellos donde todavía se desconoce la diversidad sexual. Según Marcela Romero, coordinadora de la Red Latinoamericana y del Caribe de Personas Trans, el 99% no accede al circuito laboral. Esto explica otro dato lamentable: muchas mujeres trans latinoamericanas recurren a la prostitución para comer.
Danielle cambió el activismo por la música electrónica: una esfera donde, a pesar de la precariedad, podía ser.
—Yo vine al mundo a hacer música. Es mi forma de conectar. Yo la verdad es que no entiendo muchas cosas de este mundo, me da crinch. No sé por qué, pero nunca me he sentido apegada al mundo material. Solo sé que entiendo al mundo a través de los sonidos. Yo odio el silencio, lo odio, lo odio.
En septiembre de 2021 la invitaron a su primer toque. Una fiesta underground de más de quinientas personas en Caracas. Ensayó durante dos meses. Antes de subir a la tarima le ofrecieron cocaína, metanfetamina, marihuana. Las consumiría después. Ahora necesitaba máxima concentración. Se puso los audífonos, empezó a mezclar. Debajo de ella, un mar de personas en trance, sin hablar, sin ver, sin tabús, sin pudor. Solo bailando, deseando, apareciendo y desapareciendo por los flashes.
—Ahí establecí quién era yo como artista. Mi concepto es que la pista de baile es un campo de batalla, donde yo soy el sargento que debe hacerte bailar. La música conlleva a un proceso violento que se vuelve lucha y catarsis. Bailas para drenar los peos. Bailas y liberas.
Al poco tiempo, Danielle se dio cuenta de que quería un cambio radical en su vida. De que quería romper definitivamente con el pasado. Se cambió el nombre a Amara. La inaplicación del artículo 146 le jugó a favor esta vez, pues si se hubiese cambiado el nombre legalmente a Danielle, no se lo habría podido cambiar a Amara.
—Si yo pudiera ser normal, lo sería.
La normalidad implica tener derechos, disponer de un lugar, acceder a oportunidades.
—¿Qué es un hombre, qué es una mujer? —le pregunto.
—Una prisión, limitaciones al ser.
Del pequeño Daniel solo quedan los ojos como astros. Hoy Amara camina por el Parque Los Caobos, al oeste de Caracas. Viste una minifalda negra, una minicamisa negra, botas negras de quince centímetros hasta las rodillas. Camina, la gente la ve. Tiene los cachetes rosados, el pecho plano. Le gusta parecerse a un personaje de anime. La gente murmura, señala. A Amara le pesan las miradas. Le sudan las manos. Se rompe la cutícula. Debe respirar para no tener un ataque de pánico. Camina rápido, pero parece que va lento. Ríe, llora. Luego se seca las lágrimas. Respira. Respira. Se recompone. Recuerda quién es, quién aspira ser.
—Yo elegí el nombre Amara porque yo amé, y amé muchísimo, con desinterés, y no solo cosas vivas sino todo. Yo me puse ese nombre porque yo perdí eso en mi vida, y es mi responsabilidad recuperarlo, volver a mi esencia, que es amar a todas las cosas: Amara.
Desde Venezuela, uno de los países latinoamericanos donde la población trans está más desprotegida porque el Estado aún no reconoce la mayoría de sus derechos, Amara comparte su historia de vida, sus esfuerzos por encontrar un lugar en el mundo.
Daniel
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
El pequeño Daniel, de ocho años, asiente con la cabeza. Busca el ritmo que el profesor marca. La batuta sube, baja, y las cabezas de los diez niños que asisten a las clases de música también suben, bajan. Detrás del ta, ta, ta, hay temor. Ninguno quiere equivocarse. Ya han visto lo que pasa.
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
Algún pensamiento, algún gesto, desconcentra a Daniel. Suele pasarle: su imaginación choca contra su atención. El profesor detiene la lección al notar el destiempo. Se acerca al niño. Le ordena extender los brazos, palmas al techo. El niño, nervioso, cumple. Cierra los ojos. El profesor levanta una larga regla amarilla, quizá tan larga como Daniel, y lo azota. Lo azota varias veces.
Un, dos, tres, cua… Un, dos, tres, cua…
La marca musical con la que nació, aquella que lleva en su espíritu y que lo mantendrá a flote en los momentos más difíciles de su vida, ahora la lleva en sus brazos. Siente pena por ello. No es la primera vez que le pegan en clases de música. Nunca le ha contado a sus padres.
—Pensé que era normal. Algo que pueden hacer los adultos.
Esta vez le dolió tanto, sintió tanta furia en su profesor, que le contó a su madre. Jamás volvería a clases. La música clásica se convertiría en un mal recuerdo. Uno de tantos.
En aquella época, 2008-2009, Daniel Alexander Hernández Alzolay era un niño intelectualmente precoz, de grandes ojos verdes como astros y un cuerpo rechoncho. Vivía en Maturín, una ciudad al oriente de Venezuela, en una casa de clase media. Estudiaba en un colegio cristiano. En kínder lo adelantaron de nivel y en segundo grado lo pasaron enseguida a tercero. Con nueve años sabía dividir números de cuatro cifras. A los once ganó un torneo regional de ajedrez sin tomárselo demasiado en serio. Y a los doce le dijeron que hiciera sus maletas, pues la familia —madre, padrastro y él— se mudaba a Valencia, al norte del país.
—Creo que ahí comenzó la historia de mis grandes huecos.
Su padrastro era técnico de refrigeración; su madre, docente. A su padre biológico lo veía a veces: en cumpleaños, en navidades. La mudanza a Valencia consolidó el distanciamiento. No fue fácil. Le costó adaptarse, sobrellevar el hecho de que su padre biológico nunca se interesó en él. A los meses, Daniel consiguió cupo en otro pequeño colegio cristiano. La preadolescencia cambiaba su cuerpo: seguían los ojos claros, tristes, pero su cuerpo se alargaba, su voz se agudizaba.
—Desde pequeñito me sentía más a gusto con las niñas, aunque no me molestaban los varones. Solo que con las niñas había algo más: una comodidad, una intimidad que a la vez yo no podía transgredir.
El primer día de clases entró al salón. Tímido, pasó entre las filas y se sentó en el pupitre. Algunos chicos lo miraban con burla; otros, con desdén. Uno de ellos preguntó:
—¿Será marico?
Pasaron las horas. En la clase de dibujo técnico le entregaron una hoja. Él la vio y, enternecido por el vacío del papel blanco, por la prueba tangible de su nueva realidad, se puso a llorar. La idea de una ciudad nueva lo intimidaba.
—Me junté con los losers que en verdad eran los más cool. Luego quise juntarme con los que me violentaban para que no me molestaran. Puedo resumir todo el liceo en “sobrevivir”.
En aquel entonces el tema identitario era confuso. Los roles de género le imponían un modo de comportamiento. Tuvo novias por obligación. Una de ellas se convertiría en una amiga entrañable.
—Fue la amiga que me regaló la vida. Yo no quería besarla y ella entendió. Después descubrió que le gustaban las mujeres. Nos volvimos ella y yo contra el mundo.
Novia que llegaba, novia que se iba. Harto de la represión, poco a poco fue expresando su bisexualidad. En los demás generaba el mismo grado de curiosidad como de rechazo. Había veces que lo rodeaban en clase. Le ponían el miembro en la cara y lo obligaban a tocar. Después se acercaban a él y le hacían preguntas: “¿cómo es eso que dos hombres pueden…? ¿Tú, en verdad, eres marico?”
Él a veces seguía la corriente, a veces no. En el fondo, una tristeza crecía. Aborrecía la supuesta pureza de género. No se sentía parte ni de uno ni de otro.
—Yo no quería afianzar mi masculinidad. Esa masculinidad y esa feminidad que uno observa cuando crece es bastante pobre. Yo nunca salí del clóset porque yo sabía que no era un hombre gay. Me gustaban los hombres y las mujeres, pero yo no me sentía ni hombre ni mujer. Si yo decía que era no binario, me hubiesen dicho: ajá, y entonces: ¿qué es eso?, ¿qué eres? No entendían nada porque la gente necesita clasificar todo, categorizar todo, controlar todo. Necesitan saber si eres hombre o mujer, mono o ardilla.
Faltaban años para que la lucha contra el binarismo llegase al nivel institucional. En octubre de 2020 la Real Academia de la Lengua Española incluyó el pronombre “elle” en su lista de observación. La definió como “un recurso creado y promovido en determinados ámbitos para aludir a quienes no se sienten identificados con ninguno de los dos géneros tradicionalmente existentes”. En menos de una semana la retiró.
En el ámbito clínico, el malestar producido por la no identificación con el sexo biológico se llama disforia. Según el Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, la disforia es un estado de angustia producido por la discrepancia hacia el sexo asignado al nacer. Para otros, que la disforia esté en la “biblia de la psiquiatría” es una herramienta de poder discriminatoria, implementada para patalogizar a una minoría no conveniente. Daniel, en ese momento, no sabía nada sobre términos ni debates. Pero sí sobre la angustia.
—Lo más jodido de mi adolescencia es que yo me odiaba.
A los catorce años descubrió una manera de liberar ese odio. En casa, después del colegio, cuando sus padres no estaban, se inscribió en la plataforma Tumblr. Descubrió casos similares al suyo. La mayoría se autolesionaba. Daniel entendió que era una forma de castigarse por estar en el mundo. Tomó un cuchillo de la cocina y se hizo cuatro cortes en el antebrazo. Cuatro cortes breves, concisos.
—Las razones de los demás coincidían con las mías. Eran sencillas: no tener amigos, sentirse incomprendido. Era mi salida antes de hacer algo peor. No soy una historia de éxitos, y no me interesa venderme así.
Daniel se graduó del colegio a los dieciséis, dos años antes que el promedio. En la prueba de aptitudes para la universidad salió arte, filosofía, literatura. Decidió estudiar Comunicación Social en la Universidad Arturo Michelena de Valencia. En el sexto semestre le pidió a su madre que lo mandara a un psicólogo. No soportaba la angustia. Ella, que luchaba con mantener el hogar, accedió.
—Qué ojos tan bonitos tienes —le dijo la psicóloga apenas entró al consultorio.
Hicieron clic. Pasaron la hora pautada. En un punto de la terapia, la especialista preguntó:
—¿Cómo te sientes con tu identidad de género?
Las defensas se rearmaron. Sintió que le atacaban.
—Movió todo dentro de mí. Pensé: ¿qué hace ella preguntándome por algo que ni yo he aceptado? Claramente, mi reacción tenía una razón de ser. Se despertaron un montón de pasiones.
La pregunta plantó una semilla. Generó un proceso de reflexión que impulsó una decisión inédita. En la última semana antes de la cuarentena por covid-19, preparó su morral para la universidad. Metió una falda negra, una camisa celeste, unos zapatos de goma. A las ocho de la mañana, antes de comenzar clases, se cambió la ropa. Y salió al pasillo vestido así. Caminó hasta su salón de clases y tomó asiento como cualquier día. Las reacciones —como siempre— fueron variadas: admiración, asco, risa. De cualquier modo, fue su primera declaración pública. Entre lo mucho que no sabía, estaba el hecho de que había olvidado el maquillaje, y que pronto se cambiaría el nombre por primera pero no por última vez.
Danielle
En materia de legislación LGTBIQ, la disparidad es el rasgo común en Latinoamérica. Algunos países todavía arrastran cadenas colonialistas. Jamaica, por ejemplo, tiene una ley de 1864 que condena “el abominable delito de sodomía” con hasta diez años de prisión. Guyana tiene una de 1893 que condena el mismo acto con cadena perpetua. Son dos de los setenta miembros de la ONU que para el 2020 seguían criminalizando actos sexuales entre adultos del mismo sexo. Otros países latinoamericanos han ampliado los derechos total y parcialmente. Argentina, Uruguay, Colombia, Ecuador y México lideran la apertura, al reconocer derechos como el matrimonio igualitario, el cambio de género, la protección contra la discriminación y la posibilidad de alistarse en el ejército. Brasil, Cuba, Perú y Bolivia caen en el intermedio, al prohibir u omitir unos derechos y aceptar otros. Venezuela, Paraguay, República Dominicana, Trinidad y Tobago forman parte del percentil inferior: los más restrictivos.
“El Estado venezolano”, comentó en un foro público Tamara Adrián, doctora en derecho y primera diputada trans en la historia de Venezuela, “por acción o por omisión, viola los derechos humanos de la comunidad LGTBIQ+”. “Es un tema en desarrollo”, comenta en entrevista Richelle Briceño, activista y abogada trans, “más temprano que tarde, en línea con el resto del mundo, Venezuela alcanzará que el matrimonio igualitario, la identidad de género, la familia homoparental y la no discriminación sean derechos”.
La omisión a la que alude Tamara Adrián consiste en la inaplicación del artículo 146 de la Ley Orgánica del Registro Civil de Venezuela, que establece que toda persona tiene derecho a cambiar su nombre (pero no su género) una vez en la vida. En los países desarrollados, la escritora Julianna Neuhouser asegura que lo que está en juego es el modelo bajo el cual el Estado reconoce la identidad de género de las personas trans. “En algunos países, como el Reino Unido, hay que presentar pruebas médicas y psicológicas comprobando que somos ‘realmente trans’, mientras que en otros lugares (como en México) simplemente hay que hacer un trámite administrativo”.
Cuatro años después de que la película La chica danesa ganara un premio Óscar al visibilizar la historia de la pintora trans Lili Elbe, Daniel se hundía en la depresión. La ansiedad estaba a un paso de la paranoia. Necesitaba actuar. Comenzó con lo que su país le prohibía en la práctica: cambiar su nombre. Le agregó la sílaba “le” a Daniel. Y la masculinidad que detestaba, que le perseguía, se atenuó. De ahora en adelante sería ella o elle, no él.
—En parte, me lo cambié por una cuestión fonética. Para que pronunciaran bien mi designación y no se confundieran. La transición no comienza con cirugía ni hormonas, comienza en el momento en que decides vivir tu vida.
Empezó a tomar bloqueadores de testosterona. Se dejó crecer el pelo, se lo alisó. Se puso frente a una cámara, declaró ser trans, lo publicó en Facebook y se fue a dormir. Al día siguiente el video se había hecho viral. Su círculo de amigos lo celebró, su familia no. La madre, que se divorciaba de su esposo, le propuso devolverse a Maturín. Danielle se negó. Quería terminar sus estudios y, especialmente, quería mantener la relación con el único amor de su vida.
Aún le cuesta pronunciar su nombre. La primera vez que lo vio fue por Instagram. Ociosa, revisaba la red social. Notó una publicación de un chico que se metía un pitillo por la nariz.
—Quiero conocerlo —pensó.
Le escribió y él —muchacho gótico, perforado— respondió. El primer día que lo vio se dijo a sí misma que ese era el amor de su vida. Un día, en el cenit del romance, él tocó una fibra latente. Le preguntó sobre la transición. Danielle tomó la pregunta como una señal para empezar el tratamiento hormonal. Investigó el proceso. A través de la ONG Unitrans, consiguió que le diagnosticaran disforia, antes llamada trastorno de identidad de género. Le dieron un récipe para comprar un fármaco llamado Mesigyna, una mezcla de anticonceptivos. Debía inyectárselo en el brazo o en el glúteo.
“Nosotros no lo utilizamos”, comenta el endocrinólogo Roald Gómez. “Primero porque tiene dos componentes: estrógeno y progesterona. Las pacientes trans no suelen necesitar progesterona. Por otro lado, porque los progestágenos tienen mayor riesgo de producir trombosis y cáncer de mama”.
Los bloqueadores de testosterona surtieron efecto. A los meses, Danielle tenía un cuerpo más femenino. A su exnovio le costó reconocerla. Se habían separado por la pandemia. Al reencontrarse, pasaron la noche juntos. Bebieron, jugaron videojuegos. Danielle dice que los tragos lo agitaron, que la besó e intentó tocarla, pero ella se negó, no quería. Dice que la tomó del cuello, la lanzó, la desnudó.
—Todo con él fue bello hasta ese día. El abusó sexualmente de mí. Que te lo haga alguien que no amas es una cosa. Pero que te lo haga la persona en la que depositaste toda tu confianza, te quiebra por completo.
Daniel tenía doce años. Estaba en un autobús con su padrastro. Hacía frío. Intentó dormir y no pudo. Se cambió de asiento y un sujeto le ofreció una manta. Daniel aceptó. Apoyó su cabeza contra la ventana y se cubrió. Al cabo de unos minutos, el hombre le acarició el pelo. Daniel se hizo el dormido. Su padrastro, atrás, también dormía. El hombre siguió tocándolo: en las piernas, en la barriga, en los genitales. No se atrevió a protestar.
—Los adultos siempre me han pervertido. Siempre he sido un blanco, no sé por qué. ¿Qué puede hacer un niño para que tú sientas placer? Una vez ya es demasiado, varias veces te hace sentir que te lo mereces.
No fue la primera ni la última vez que sufrió un abuso sexual. Cada episodio está relacionado con la violencia. La organización Sin Violencia, que agrupa a diez países de la región, promedió 355 homicidios por año entre 2019 y 2021. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) contó 594 entre enero de 2013 y marzo de 2014. En Venezuela, el recién creado Observatorio Venezolano de Violencias LGTBIQ+ contó 172 casos documentados de agresión en 2022. Un número bajo por los vacíos de información. Sobre todo si lo comparamos con Brasil, donde una persona trans murió cada dos días en 2020, según la Asociación Nacional de Travestis y Transexuales. O con Colombia, donde se contaron 6,644 casos de violencia contra la comunidad entre 2020 y 2022, de acuerdo con Caribe Afirmativo.
La desgracia de Danielle comenzó en la edad de la inocencia. Un abuso antes de los ocho años, por parte de un familiar, le corta la voz.
—Yo quiero respeto, no lástima.
Prefiere mantener el relato para ella. De los doce a los diecisiete sufrió varios acosos y abusos en lugares públicos. El más común eran los baños de centros comerciales. Nunca ha peleado, ni forcejeado, con sus agresores.
—No lo hago porque no me gusta la violencia. Yo la verdad es que me bloqueo.
El mismo día en que terminó con su novio, se inyectó hormonas femeninas por primera vez. Pronto, las hormonas se mezclarían con el despecho, el despecho con los traumas y los traumas con la exclusión. Los problemas se cruzaron. Le empezaron a dar ataques de pánico. Su madre se devolvió a Maturín. Danielle se mudó sola a un anexo en Valencia, y se enteró de que las personas trans tienen un promedio de vida de 35 años (lo cual es falso). Naturalmente, se deprimió. Paró la ingesta de hormonas porque no podía pagarlas. Comenzó a tomar ansiolíticos y antidepresivos.
—Una mierda para morirse. Es como envenenarme.
“El tratamiento para transicionar es multidisciplinario”, dice el médico Roald, especialista en transiciones de género. “Ni el endocrinólogo ni el cirujano están a cargo de estos pacientes. Ellos deben ser evaluados inicialmente por sexólogos, psicólogos y psiquiatras. La evaluación y el seguimiento psiquiátricos son fundamentales. No podemos obviar que existen condiciones psicológicas que pueden afectar el tratamiento”.
Como muchas trans, Danielle no consiguió empleo. Uno de sus dos hermanos la ayudó económicamente. Ella prefería pasar hambre a pedir ayuda. Estaba marginada, despechada, traumada, quebrada, sola. Decidió prostituirse.
—En mi mente era una forma de venganza. Una forma de asimilar el pasado. No lo hacía con cualquier persona, sino con personas importantes. Me pagaban un coñazo de plata, y eso me hacía sentir poderosa.
Entre sus clientes, dice, estuvieron dirigentes políticos, uno que otro empresario. Nombres que “no podría mencionar por nada del mundo”. Duró dos meses, hasta que una experiencia la hizo recapacitar.
—Hoy lo analizo y me doy cuenta de que fue una reacción al trauma. A partir de ahí dejé de relacionarme íntimamente con las personas. Sentí poder, pero me arrepiento de haberlo hecho.
El tiempo para pensar llegaría después. Una tarde, tomándose uno de sus cuatro cafés diarios, Danielle recibió la llamada más inesperada de su vida. Una conocida, vinculada al mundo del modelaje, la invitaba a una entrevista con Osmel Sousa. Él fue presidente de la Organización Miss Venezuela durante casi cuarenta años, la entidad encargada de producir el evento televisivo más icónico del país. Es un divo mundial, de 76, apodado el “zar de la belleza”. Danielle quedó perpleja.
—¿Qué voy a hacer yo en un concurso de belleza? —se preguntó.
La entrevista era para evaluar su candidatura para “El Concurso by Osmel”, una competencia televisada en la que 65 chicas buscan la corona de “la más bella”. La idea le generaba estupor. Pero también le ofrecía una oportunidad, una salida. Decidió ir. Se trató el cabello, se depiló, se pintó las uñas. Contrató a un maquillador.
—Píntame como una persona poderosa, no como una puta —le pidió.
Asistió a una oficina grande y cursi en Caracas. La entrevistaron. Terminó el día con un sabor agridulce. Había entrado, pero a un costo desconocido. A la semana, asegura, la llamaron y le dijeron que la iban a operar.
—Para ir a esa vaina tienes que estar mentalizada de que vas a venderte. Me sentía como un producto. Hubo un momento en la clínica en que quise matar a coñazos a uno de los asistentes.
Danielle vio su nariz nueva a los dos meses. Le gustó el resultado, pero no el trato del Miss Venezuela. Empezó a tener roces con el personal del concurso y con el médico.
—Terminé bloqueándolos.
Osmel Sousa no quiso hablar sobre el caso de Danielle. Al preguntarle, trancó el teléfono.
La experiencia la afectó. Pero su exposición pública iba en aumento. La invitaron a dar entrevistas, a participar en protestas. Medios venezolanos como La Voz de América y TalCualDigital tomaron su testimonio. Participó en un foro con la activista Tamara Adrián y sintió admiración por ella. Consideró involucrarse más, pero se dio cuenta de que el activismo no era su lugar.
¿Cuál era su lugar?, se preguntaba. ¿A qué podría dedicarse? ¿Dónde podría sentirse cómoda, segura, valorada? Cada día las preguntas calaban más. En diciembre de 2021, le ofrecieron una mentoplastia gratis. Una oportunidad para, en sus palabras, “hacerse más mujer”.
—No me gustó cómo quedó.
Ni el reposo ni la soledad le hicieron bien. Las autolesiones no la aliviaban. Años atrás había intentado suicidarse. Había tomado un puño de Acetaminofén de un solo golpe. No funcionó, y luego se alegró de que no funcionara. Pero esta vez era diferente, era demasiado.
Se despidió de sus seres queridos. Se acercó al balcón del anexo donde dormía en Caracas, y vio, desde el octavo piso, la sombra del edificio La Previsora sobre el bulevar de Sabana Grande. La altura tenía algo magnético, atrayente. Como si la nada gritara su nombre.
Un grito real, concreto, la detuvo. Una voz conocida, desde la entrada del edificio.
—¡Daniel!, ¡Danielle!
Amara
—Yo no me quiero morir ahorita, ¿entiendes? Quiero morirme cuando me dé cuenta de que di lo que tenía que ofrecer.
El episodio reveló lo perdida que estaba. Se devolvió a Valencia, en busca de sí misma. Borró su cuenta de Twitter, harta del ruido. Visitó a su familia en Maturín, sedienta de raíces. Encontró un importante componente afectivo. En parte, la aceptaban.
—Yo sé que no puedo tener una vida normal, ni siquiera en el país más desarrollado del mundo.
No se equivoca. Según el Centro Nacional de Equidad Transgénero de Estados Unidos, una de cuatro personas trans ha perdido su trabajo arbitrariamente. Además, el 75% asegura haber sufrido algún tipo de discriminación laboral. Esto en un país donde hay, al menos, cinco figuras legislativas que protegen los derechos laborales trans. En los países latinoamericanos con seguridad jurídica pasa lo mismo. Ni hablar en aquellos donde todavía se desconoce la diversidad sexual. Según Marcela Romero, coordinadora de la Red Latinoamericana y del Caribe de Personas Trans, el 99% no accede al circuito laboral. Esto explica otro dato lamentable: muchas mujeres trans latinoamericanas recurren a la prostitución para comer.
Danielle cambió el activismo por la música electrónica: una esfera donde, a pesar de la precariedad, podía ser.
—Yo vine al mundo a hacer música. Es mi forma de conectar. Yo la verdad es que no entiendo muchas cosas de este mundo, me da crinch. No sé por qué, pero nunca me he sentido apegada al mundo material. Solo sé que entiendo al mundo a través de los sonidos. Yo odio el silencio, lo odio, lo odio.
En septiembre de 2021 la invitaron a su primer toque. Una fiesta underground de más de quinientas personas en Caracas. Ensayó durante dos meses. Antes de subir a la tarima le ofrecieron cocaína, metanfetamina, marihuana. Las consumiría después. Ahora necesitaba máxima concentración. Se puso los audífonos, empezó a mezclar. Debajo de ella, un mar de personas en trance, sin hablar, sin ver, sin tabús, sin pudor. Solo bailando, deseando, apareciendo y desapareciendo por los flashes.
—Ahí establecí quién era yo como artista. Mi concepto es que la pista de baile es un campo de batalla, donde yo soy el sargento que debe hacerte bailar. La música conlleva a un proceso violento que se vuelve lucha y catarsis. Bailas para drenar los peos. Bailas y liberas.
Al poco tiempo, Danielle se dio cuenta de que quería un cambio radical en su vida. De que quería romper definitivamente con el pasado. Se cambió el nombre a Amara. La inaplicación del artículo 146 le jugó a favor esta vez, pues si se hubiese cambiado el nombre legalmente a Danielle, no se lo habría podido cambiar a Amara.
—Si yo pudiera ser normal, lo sería.
La normalidad implica tener derechos, disponer de un lugar, acceder a oportunidades.
—¿Qué es un hombre, qué es una mujer? —le pregunto.
—Una prisión, limitaciones al ser.
Del pequeño Daniel solo quedan los ojos como astros. Hoy Amara camina por el Parque Los Caobos, al oeste de Caracas. Viste una minifalda negra, una minicamisa negra, botas negras de quince centímetros hasta las rodillas. Camina, la gente la ve. Tiene los cachetes rosados, el pecho plano. Le gusta parecerse a un personaje de anime. La gente murmura, señala. A Amara le pesan las miradas. Le sudan las manos. Se rompe la cutícula. Debe respirar para no tener un ataque de pánico. Camina rápido, pero parece que va lento. Ríe, llora. Luego se seca las lágrimas. Respira. Respira. Se recompone. Recuerda quién es, quién aspira ser.
—Yo elegí el nombre Amara porque yo amé, y amé muchísimo, con desinterés, y no solo cosas vivas sino todo. Yo me puse ese nombre porque yo perdí eso en mi vida, y es mi responsabilidad recuperarlo, volver a mi esencia, que es amar a todas las cosas: Amara.
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